Domingo III de Cuaresma (ciclo C)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2016, 2019 y 2022
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010 – Audiencia general 2010
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES − La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Cardenal Jorge MEJÍA Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. (Città del Vaticano, Vaticano) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
UNA COMUNIDAD DE DESTINO
Ex 3, 1-8. 13-15. 18-20; 1 Cor 10, 1-6. 10-12; Lc 13, 1-9
El relato de vocación de Moisés es un texto revelador acerca de los recovecos de la libertad humana. Moisés escucha el llamado de Dios que lo invita a ser su portavoz ante el faraón. Aunque está aparentemente dispuesto a servir a Dios: “Aquí estoy”; no ha logrado olvidar el costo que pagó por sus intervenciones anteriores en favor de los israelitas oprimidos en Egipto. El faraón buscaba matarlo. Aunque Dios le anticipe el desenlace favorable de su misión en Egipto y más aún, le anuncie que saldrán de la casa de esclavitud cargados de regalos, Moisés no da su brazo a torcer; se niega a retomar su misión como liberador de sus hermanos. Dios insistirá, resolviendo cada una de sus objeciones y ofreciéndole garantías para el cumplimiento de su misión. Finalmente, accede y se marcha en compañía de su hermano Aarón para cumplir la misión. La acción salvadora de Dios siempre se realiza a través de mediaciones humanas.
En este domingo se celebra el primer escrutinio preparatorio para el Bautismo de los catecúmenos que van a ser admitidos a los sacramentos de la Iniciación cristiana en la Vigilia Pascual. Se emplean las oraciones y las intercesiones propias.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 24, 15-16
Mis ojos están siempre fijos en el Señor, pues él libra mis pies de toda trampa. Mírame, Señor, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, fuente de misericordia y de toda bondad, que enseñaste que el remedio contra el pecado está en el ayuno, la oración y la limosna, mira con agrado nuestra humilde confesión, para que a quienes agobia la propia conciencia nos reconforte siempre tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
“Yo-soy” me envía a ustedes.
Del libro del Éxodo: 3, 1-8. 13-15
En aquellos días Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro, Jetró, sacerdote de Madián. En cierta ocasión llevó el rebaño más allá del desierto, hasta el Horeb, el monte de Dios, y el Señor se le apareció en una llama que salía de un zarzal. Moisés observó con gran asombro que la zarza ardía sin consumirse y se dijo: “Voy a ver de cerca esa cosa tan extraña, por qué la zarza no se quema”.
Viendo el Señor que Moisés se había desviado para mirar, lo llamó desde la zarza: “¡Moisés, Moisés!”. El respondió: “Aquí estoy”. Le dijo Dios: “¡No te acerques! Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es tierra sagrada”. Y añadió: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”.
Entonces Moisés se tapó la cara, porque tuvo miedo de mirar a Dios. Pero el Señor le dijo: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores y conozco bien sus sufrimientos. He descendido para librar a mi pueblo de la opresión de los egipcios, para sacarlo de aquellas tierras y llevarlo a una tierra buena y espaciosa, una tierra que mana leche y miel”.
Moisés le dijo a Dios: “Está bien. Me presentaré a los hijos de Israel y les diré: ‘El Dios de sus padres me envía a ustedes’; pero cuando me pregunten cuál es su nombre, ¿qué les voy a responder?”.
Dios le contestó a Moisés: “Mi nombre es Yo-soy”; y añadió: “Esto les dirás a los israelitas: ‘Yo-soy me envía a ustedes’. También les dirás: ‘El Señor, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me envía a ustedes’. Éste es mi nombre para siempre. Con este nombre me han de recordar de generación en generación”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 102, 1-2. 3-4. 6-7. 8 y 11
R/. El Señor es compasivo y misericordioso.
Bendice al Señor, alma mía, que todo mi ser bendiga su santo nombre. Bendice al Señor, alma mía, y no te olvides de sus beneficios. R/.
El Señor perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro y te colma de amor y de ternura. R/.
El Señor hace justicia y le da la razón al oprimido. A Moisés le mostró su bondad, y sus prodigios al pueblo de Israel. R/.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. Como desde la tierra hasta el cielo, así es de grande su misericordia. R/.
SEGUNDA LECTURA
La vida del pueblo escogido, con Moisés, en el desierto, es una advertencia para nosotros.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 10, 1-6. 10-12
Hermanos: No quiero que olviden que en el desierto nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, todos cruzaron el Mar Rojo y todos se sometieron a Moisés, por una especie de bautismo en la nube y en el mar. Todos comieron el mismo alimento milagroso y todos bebieron de la misma bebida espiritual, porque bebían de una roca espiritual que los acompañaba, y la roca era Cristo. Sin embargo, la mayoría de ellos desagradaron a Dios y murieron en el desierto.
Todo esto sucedió como advertencia para nosotros, a fin de que no codiciemos cosas malas como ellos lo hicieron. No murmuren ustedes como algunos de ellos murmuraron y perecieron a manos del ángel exterminador. Todas estas cosas les sucedieron a nuestros antepasados como un ejemplo para nosotros y fueron puestas en las Escrituras como advertencia para los que vivimos en los últimos tiempos. Así pues, el que crea estar firme, tenga cuidado de no caer.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 4, 17
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Conviértanse, dice el Señor, porque ya está cerca el Reino de los cielos. R/.
EVANGELIO
Si no se convierten, perecerán de manera semejante.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 13, 1-9
En aquel tiempo, algunos hombres fueron a ver a Jesús y le contaron que Pilato había mandado matar a unos galileos, mientras estaban ofreciendo sus sacrificios. Jesús les hizo este comentario: “¿Piensan ustedes que aquellos galileos, porque les sucedió esto, eran más pecadores que todos los demás galileos? Ciertamente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿piensan acaso que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? Ciertamente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante”.
Entonces les dijo esta parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viñedo; fue a buscar higos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Mira, durante tres años seguidos he venido a buscar higos en esta higuera y no los he encontrado. Córtala. ¿Para qué ocupa la tierra inútilmente?’. El viñador le contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono, para ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortaré’”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Por estas ofrendas, Señor, concédenos benigno el perdón de nuestras ofensas, y ayúdanos a perdonar a nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 83, 4-5
El gorrión ha encontrado una casa, y la golondrina un nido donde poner sus polluelos: junto a tus altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa y pueden alabarte siempre.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Alimentados en la tierra con el pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos, Señor, que lleves a su plenitud en nuestra vida la gracia recibida en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO
Dirige, Señor, los corazones de tus fieles y da en tu bondad a tus siervos una gracia tan grande que, cumpliendo en plenitud tus mandamientos, nos haga permanecer en tu amor y en el de nuestro prójimo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
La zarza ardiendo (Ex 3,1-8a.13-15)
1ª lectura
El monte de Dios, el Horeb, llamado en otras tradiciones el Sinaí, está situado probablemente al sudeste de la península del Sinaí. Todavía hoy los pastores de aquellas latitudes abandonan los valles requemados por el sol y buscan pastos más frescos en las montañas. Aunque su localización exacta sigue siendo problemática, tuvo una importancia primordial en la historia de la salvación. En ese mismo monte se promulgará más tarde la Ley (cap. 19), dentro de otra impresionante teofanía. Allí volverá Elías a encontrarse con Dios (1 R 19,8-19). Es el monte de Dios por antonomasia.
El «ángel del Señor» (v. 2) es probablemente una expresión que indica la presencia de Dios. En los relatos más antiguos (cfr. p.ej., Gn 16,7; 22,11.14; 31,11.13) inmediatamente después de presentarse el ángel, es Dios mismo quien habla: siendo Dios invisible se encuentra presente y actúa en «el ángel del Señor» que no suele aparecer con figura humana. Será en la época de los reyes cuando comience a reconocerse la existencia de mensajeros celestiales distintos de Dios (cfr 2 S 19,28; 24,16; 1 R 19,5.7, etc.).
El fuego acompaña frecuentemente las teofanías (cfr, p.ej., Ex 19,18; 24,17; Lv 9,23-24; Ez 1,17), posiblemente porque es un símbolo muy apropiado de la espiritualidad y de la trascendencia divina. Las zarzas aquí mencionadas aluden a uno de los muchos arbustos espinosos que brotan en las montañas desérticas de aquella región. Algunos escritores cristianos han visto en la zarza ardiendo una imagen de la Iglesia que no perecerá a pesar de las persecuciones y de las dificultades. También la refieren a Santa María, en la cual ardió siempre la divinidad (cfr S. Beda, Commentaria in Pentateuchum 2,3).
Todos los detalles del pasaje realzan el carácter sencillo y a la vez prodigioso del actuar divino: las circunstancias son ordinarias: pastoreo, monte, zarza...; pero los fenómenos que ocurren son extraordinarios: ángel del Señor, llama incombustible, voz perceptible.
La vocación de Moisés está descrita en este magnífico diálogo en cuatro momentos: Dios le llama por su nombre (v. 4), se presenta como el Dios de sus antepasados (v. 6), le descubre con términos entrañables el proyecto de liberación (vv. 7-9) y, por último, le transmite imperiosamente su misión (v. 10).
La repetición del nombre de Moisés acentúa la importancia del acontecimiento (cfr Gn 22,11; Lc 22,31). El gesto de descalzarse refleja la veneración ante un lugar santo. En algunas comunidades bizantinas se mantuvo durante mucho tiempo la costumbre de celebrar la liturgia descalzos o con un calzado distinto del ordinario. Los autores cristianos han visto en este gesto un acto de humildad y de desprendimiento ante la presencia de Dios: «Nadie puede acceder a Dios o verlo —menciona la Glosa ordinaria—, si previamente no se ha despojado de todo apego terreno» (Glossa in Exodum 3,4).
El autor sagrado constata que el Dios del Sinaí es el mismo de los antepasados; Moisés no es, por tanto, fundador de una religión nueva, sino que asume la tradición religiosa de los patriarcas, subrayando la elección de Israel como pueblo de Dios. Con cuatro verbos muy expresivos se describe tal elección: he observado..., he escuchado..., he comprendido..., he bajado para librarlos. No hay en esta secuencia ninguna acción humana, sólo su opresión, su clamor, su desgracia. En cambio, Dios se ha marcado un objetivo claro: «librarlos y hacerlos subir... a la tierra» (v. 8). Estos dos términos han de hacerse característicos de la acción salvadora de Dios. Subir a la tierra prometida va a significar, además de una ascensión geográfica, un caminar hacia la plenitud. El Evangelio de San Lucas recogerá esta misma idea. El mandato imperativo es claro en el texto original (v. 10): «Para que saques (hagas salir) a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto». Es otra fórmula de la hazaña salvífica que da nombre al libro: según las tradiciones griega y latina «éxodo» significa salida.
La descripción de la tierra prometida (v. 8a) es también intencionada al señalar su fertilidad y su extensión. La fertilidad se refleja en sus productos básicos: leche y miel (Lv 20,24; Nm 13,27; Dt 26,9.15; Jr 11,5; 32,22; Ez 20,15). Ése era el alimento ideal del desierto, de ahí que el país donde abunda sea un país paradisíaco,
Moisés expone una nueva dificultad para su misión (v.13): no conoce el nombre de Dios, que le envía. Surge así la manifestación del nombre, «Yahwéh», y la explicación de su significado: «Soy el que soy».
Según la tradición que recoge Gn 4,26 un nieto de Adán, Enós, fue el primero en invocar el nombre del Señor (de Yahwéh). De este modo, el texto bíblico deja constancia de que una parte de la humanidad conoció al verdadero Dios, cuyo nombre será solemnemente manifestado a Moisés (Ex 3,15 y 6,2). Los Patriarcas invocaban a Dios con otros nombres, que provenían de atributos divinos, como el Omnipotente («El-Saday», Gn 17,1; Ex 6,2-3). La raíz de algunos nombres propios que aparecen en documentos muy antiguos podría ser señal de que el nombre de Yahwéh existía con anterioridad. Sin embargo, muchos autores piensan que su origen hay que vincularlo al episodio de la zarza. En cualquier caso, el relato de la revelación del nombre divino es importante en la historia de la salvación, porque con él Dios será invocado a lo largo de los siglos.
Sobre el significado de Yahwéh se han propuesto muchísimas soluciones que quizá no se excluyan unas a otras. Las más importantes son las siguientes:
a) Dios en este episodio contesta con una evasiva, para evitar que aquellos antiguos, contagiados de ritos mágicos, pensaran que conociendo el sentido del nombre tenían poder sobre la divinidad. Según esta hipótesis «Soy el que soy» equivaldría a «Soy el que no podéis conocer», «el innombrable». Esta solución subraya la trascendencia de Dios.
b) Dios manifestó más bien su propia naturaleza de ser subsistente. «Soy el que soy» significa el que es por sí mismo, el ser absoluto. El nombre divino indica al que es por esencia, a aquel cuya esencia es ser. Dios dice que Él es y con qué nombre se le ha de llamar. Dicha explicación aparece frecuentemente en la interpretación cristiana.
c) Basándose en que Yahwéh es una forma causativa del antiguo verbo hebreo hwh(ser), Dios se mostraría como «el que hace ser», el creador. No tanto en su sentido más amplio, como creador del universo, sino, sobre todo, en concreto: el que da el ser al pueblo y está siempre con él. Así invocar a Yahwéh traerá siempre a la memoria del buen israelita la razón de ser de su existencia, como individuo y como miembro de un pueblo elegido.
Ninguna explicación es del todo satisfactoria. «Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es a la vez un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el “Dios escondido” (Is 45,15), su nombre es inefable (cfr Jc 13,18), y es el Dios que se acerca a los hombres» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 206).
En época tardía, hacia el siglo IV a.C., por reverencia al nombre de Yahwéh se evitó pronunciarlo, sustituyéndolo en la lectura del texto sagrado por «Adonay» (mi Señor). La versión griega lo traduce por Kyrios y la latina por Dominus. «Con este título será aclamada la divinidad de Jesús: “Jesús es Señor”» (ibidem, n. 209). También en nuestra traducción hemos preferido respetar la tradición judía y utilizar siempre «el Señor». La forma medieval Jehovah es el resultado de leer equivocadamente el texto hebreo vocalizado por los masoretas; es un error injustificable en nuestros días (cfr ibidem, n. 446).
Lecciones de la historia sagrada (1 Co 10,1-6.10-12)
2ª lectura
El éxodo de los israelitas desde Egipto a la tierra prometida es fundamental en la historia de la salvación, y punto de referencia de la predilección divina. A pesar de los prodigios realizados por Dios con su pueblo durante ese tiempo, la mayoría de los israelitas murieron durante el trayecto por sus numerosas infidelidades.
San Pablo enseña con ello una lección: hay que desconfiar de las propias fuerzas, porque se puede ser infiel a Dios y recibir su reprobación: «Los beneficios de Dios a este pueblo [el hebreo] eran figura de los beneficios que debía concedernos un día por el Bautismo y la Eucaristía. Y los castigos son figura de los castigos reservados para nuestra ingratitud. El Apóstol nos lo recuerda con el deseo de que estemos más vigilantes» (S. Juan Crisóstomo, In 1 Corinthios 23, ad loc.).
Dar fruto (Lc 13,1-9)
Evangelio
Jesús se servía de los sucesos del momento para enseñar. Ahora explica que aquellas dos desgracias (vv. 1.4) no hay que atribuirlas a los pecados de quienes murieron —como se pensaba comúnmente en aquel entonces—, sino que son una llamada a la conversión. Todo es signo del Señor y, por tanto, ocasión para volver a Dios: «Recorramos todas las etapas de la historia y veremos cómo en cualquier época el Señor ha concedido oportunidad de arrepentirse a todos los que han querido convertirse a Él» (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 7,5).
La parábola de la higuera (vv. 6-9) es una glosa del último versículo del pasaje anterior (13,5): la necesidad de convertirse para no perecer eternamente. La higuera que no da frutos, en los otros dos sinópticos (Mt 21,18-22; Mc 11,12-25), simboliza el Templo, que daba apariencia de frutos, pero que era estéril. En algunos textos del Antiguo Testamento (Jr 8,13: Os 9,10), la higuera simboliza a Israel, el pueblo de Dios cuando tiene que dar frutos y no los da. También la viña (v. 6) es una imagen frecuente para simbolizar a Israel (Is 3,14; 5,7; Jr 12,10; etc.). En el trasfondo de la parábola puede verse que Jesús es el viñador (v. 7) con el que Dios le da una última oportunidad a su pueblo. La parábola, para aquellos hombres, y para nosotros, es una advertencia y un aviso: Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cfr Ez 33,11), y «tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan» (2 P 3,9), pero exige obras que avalen la conversión: «La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve. Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. Él nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos ofrecerle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos. (...) Amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. (...) Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras» (S. Columbano, Instructiones 11,1-2).
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
La higuera estéril
La higuera es el género humano. Los tres años son los tres tiempos: uno antes de la ley, otro durante la ley y el tercero bajo la gracia. No es desacertado entender simbolizado en la higuera al género humano, pues el primer hombre, al pecar, cubrió sus vergüenzas con hojas de higuera, ocultando de esta manera los miembros de donde nacimos. Los miembros que antes del pecado eran motivo de gloria, después de él se convirtieron en ocasión de vergüenza. En efecto, estaban desnudos y no se avergonzaban, pues no tenían de qué antes de haber cometido el pecado. No podían avergonzarse tampoco de las obras de su creador, porque ningún mal procedente de sus obras había contaminado aún las obras buenas del Creador. De ahí nació, por tanto, el género humano: el hombre del hombre, el culpable del deudor, el mortal del mortal y el pecador del pecador. Este árbol simboliza a aquellos que se negaron siempre a dar fruto. La segur amenazaba las raíces de tal árbol.
Intercede el colono, se aplaza el castigo, ofreciendo en cambio una ayuda. El colono que intercede es todo santo que dentro de la Iglesia ruega por cuantos están fuera de ella. ¿Y qué significa: Señor, perdónale también por este año? Es decir, en este tiempo de gracia perdona a los pecadores, perdona a los infieles, perdona a los estériles, perdona a los infructuosos. Cavaré alrededor, le echaré un cesto de abono; y si diere fruto, bien; si no, vendrás y lo cortarás. Vendrás, pero ¿cuándo? En el juicio. Vendrás, pero ¿cuándo? Entonces vendrá a juzgar a vivos y a muertos. En el entretiempo se concede el perdón. ¿Qué significado tiene cavar un hoyo alrededor, sino enseñar la humildad y la penitencia? El hoyo es tierra de abajo. El cesto de abono has de entenderlo en buen sentido. Es estiércol, pero produce fruto. El estiércol del agricultor es el dolor del pecador. Los que hacen penitencia, sí lo entienden bien y la hacen de verdad, la hacen en el estiércol. Así, pues, a este árbol se le dice: Haced penitencia; llegó el reino de los cielos.
¿Qué simboliza la mujer que llevaba dieciocho años enferma? Haced memoria. Dios completó su obra en seis días. Tres veces seis hacen dieciocho. Lo simbolizado en los tres años del árbol, está simbolizado en los dieciocho años de la mujer. Estaba encorvada; no podía mirar hacia arriba, ya que en vano escuchaba arriba el corazón. Pero la enderezó el Señor. Hay esperanza, pero para los hijos. Mucho se promete al hombre en el tiempo de espera hasta el día de juicio. Y ¿qué es el hombre? En cuanto pertenece al mismo hombre, nada hay en él que sea justo. El hombre justo es algo grande, pero el que es justo lo es por la gracia de Dios. ¿Qué es el hombre, si tú no te acuerdas de él? ¿Quieres ver lo que es el hombre? Todo hombre es mentiroso. Hemos cantado: Levántate, Señor; no prevalezca el hombre. ¿Qué quiere decir no prevalezca el hombre? ¿No eran hombres los apóstoles? ¿No lo eran los mártires? El mismo Jesús se dignó hacerse hombre. ¿Qué significa, pues, levántate, Señor; no prevalezca el hombre si todo hombre es mentiroso? Levántate, ¡oh verdad!; que no prevalezca la mentira. Por tanto, si el hombre quiere ser algo, no lo sea por sí mismo; pues si quisiera serlo de ese modo, sería un mentiroso. Si quiere ser veraz, lo será por Dios, no por sí mismo.
Luego, Levántate, Señor; no prevalezca el hombre. Antes del diluvio tuvo tanta fuerza la mentira, que después de él sólo quedaron ocho hombres. A partir de ellos se pobló la tierra otra vez de hombres mentirosos. Entonces Dios se escogió un pueblo para sí y ¡cuántos milagros no se obraron! ¡Cuántos beneficios se le dispensaron! Rescatado de la esclavitud de Egipto, fue conducido a la tierra prometida; le fueron enviados santos profetas; recibió el templo, el sacerdocio, el rey y la ley. Pero hijos bastardos me mintieron. Por último, fue enviado el prometido. Que no prevalezca el hombre, a no ser porque Dios se hizo hombre. A pesar de haber hecho obras divinas, fue despreciado; a pesar de haber otorgado tantos beneficios, fue apresado, flagelado y colgado. Hasta tal punto prevaleció el hombre que prendió al Hijo de Dios, lo azotó, lo coronó de espinas y lo clavó en la cruz. Hasta que fue bajado de la cruz y colocado en el sepulcro, prevaleció el hombre. Si hubiese permanecido allí, hubiese prevalecido el hombre. Pero esta profecía se refiere a él: «Señor, tú te dignaste venir en carne al mundo, Verbo hecho carne; en cuanto Verbo, por encima de nosotros; en cuanto carne, entre nosotros; en cuanto Verbo-carne, entre Dios y el hombre. Para nacer según la carne, elegiste a una virgen; para ser concebido encontraste una virgen y nacido la dejaste virgen. Pero no eras conocido; te manifestabas y permanecías oculto. Se manifestaba la debilidad y quedaba oculto el poder. Y todo esto se hizo para derramar tu sangre, nuestro precio. Hiciste tantos milagros, diste el beneficio de la salud a los enfermos; recibiste males por los bienes; fuiste insultado; pendiste del madero; los impíos movieron sus cabezas ante ti y te dijeron: Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz. ¿Es cierto que habías perdido tu poder, o más bien demostrabas tu paciencia? Con todo, te insultaron, se mofaron de ti y huyeron como vencedores tras tu muerte. He aquí que yaces en el sepulcro. Levántate, Señor; no prevalezca el hombre. No prevalezca el impío enemigo; no prevalezca el ciego judío. Levántate, Señor; no prevalezca el hombre». Y así aconteció. ¿Qué resta sino que sean juzgados los pueblos en tu presencia? Resucitó, como sabéis, subió al cielo y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
¡Ea, árbol estéril! No te rías porque se te perdone; se aplazó el empleo de la segur, pero no te sientas seguro. Vendrá y te cortará. Cree que ha de llegar. Todo esto que ves, no existía extendido por todo el orbe terráqueo en otro tiempo. Se leía en la profecía, pero no se veía realizado en la tierra. Sin embargo, ahora se lee y se ve. Así se convocó a la Iglesia. No se le dijo: «Ve, hija, y oye», sino oye y ve. Oye lo profetizado, ve lo cumplido. Hermanos amadísimos: Cristo no había nacido aún de una virgen; se prometió y la promesa se cumplió. Aún no había hecho milagros; se prometieron y los hizo. Aún no había padecido; se prometió y se cumplió. No había resucitado; se prometió y se cumplió. No había ascendido al cielo; fue anunciado antes y se cumplió. No se había extendido su nombre por toda la tierra; se profetizó y se cumplió. No habían sido derribados y destruidos los ídolos y se hizo realidad. No habían aparecido los herejes impugnando a la Iglesia; se profetizó y se cumplió. Pues de igual modo aún no ha llegado el día del juicio, pero puesto que está profetizado, se cumplirá. Quien se mostró veraz en tantos acontecimientos predichos, ¿resultará mentiroso respecto al día del juicio? Nos dejó un documento autógrafo de sus promesas. Dios se hizo deudor prometiendo, no recibiendo un préstamo. ¿Podemos decirle: «Dame lo que recibiste»? ¿Quién le dio primero a él, que se le devolverá? No podemos, por tanto, decirle: «Devuelve lo que recibiste», pero sí, y con todo derecho, «Cumple lo que prometiste».
Lo prometió a nuestros padres, pero dejó una garantía que pudiéramos leer nosotros. Si nos llama a cuentas quien dejó la garantía y dice: «Leed mis deudas, es decir, mis promesas; contad lo que ya cumplí y contad también lo que aún debo. Ved lo mucho que pagué y lo poco que debo. Porque me falta ese poquito, ¿pensáis que prometo y no cumplo?» Por tanto, el árbol estéril haga penitencia y produzca frutos dignos de ella. Quien está encorvado y mira a la tierra, se alegra con la felicidad terrena y, no creyendo en la otra, piensa que sólo en esta vida se puede ser feliz. Quien esté así de encorvado, levántese; si no puede enderezarse por sí solo, invoque a Dios. ¿Acaso se enderezó por sí misma aquella mujer? ¡Pobre de ella, si Dios no le hubiese tendido la mano!
(Sermón 110, o.c., t. X, BAC, Madrid, 1983, pp. 782-787)
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FRANCISCO – Ángelus 2016, 2019 y 2022
2016
La paciencia de Dios
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cada día, lamentablemente, las crónicas presentan malas noticias: homicidios, accidentes, catástrofes... En el pasaje evangélico de hoy, Jesús se refiere a dos hechos trágicos que en ese tiempo habían suscitado gran impacto: una represión cruenta realizada por los soldados romanos en el templo y el derrumbe de la torre de Siloé, en Jerusalén, que había causado dieciocho víctimas (cf. Lc 13, 1-5).
Jesús conoce la mentalidad supersticiosa de su auditorio y sabe que ellos interpretan de modo equivocado ese tipo de hechos. En efecto, piensan que, si esos hombres murieron cruelmente, es signo de que Dios los castigó por alguna culpa grave que habían cometido; o sea: «se lo merecían». Y, en cambio, el hecho de salvarse de la desgracia equivalía a sentirse «sin falta». Ellos «se lo merecían»; yo no «tengo faltas».
Jesús rechaza completamente esta visión, porque Dios no permite las tragedias para castigar las culpas, y afirma que esas pobres víctimas no eran de ninguna manera peores que las demás. Más bien, Él invita a sacar de estos hechos dolorosos una advertencia referida a todos, porque todos somos pecadores. En efecto, así lo dice a quienes lo habían interrogado: «Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (v. 3).
También hoy, ante ciertas desgracias y lutos, podemos ser tentados de «descargar» la responsabilidad sobre las víctimas, o, es más, sobre Dios mismo. Pero el Evangelio nos invita a reflexionar: ¿qué idea nos hemos hecho de Dios? ¿Estamos convencidos de que Dios es así? O, ¿no se trata de una proyección nuestra, de un dios hecho «a nuestra imagen y semejanza»? Jesús, al contrario, nos llama a cambiar el corazón, a hacer un cambio radical en el camino de nuestra vida, abandonando las componendas con el mal —y esto lo hacemos todos, las componendas con el mal—, las hipocresías —creo que casi todos tenemos al menos un trocito de hipocresía—, para emprender con firmeza el camino del Evangelio. Pero, he aquí de nuevo la tentación de justificarnos: «¿De qué cosa deberíamos convertirnos? Considerándolo bien, ¿no somos buena gente?». Cuántas veces hemos pensado esto: «Pero, considerándolo bien, yo soy de los buenos, soy de las buenas —¿no es así?—. ¿No somos de los creyentes, incluso bastante practicantes?». Y así creemos que estamos justificados.
Lamentablemente, cada uno de nosotros se parece mucho a un árbol que, durante años, ha dado múltiples pruebas de su esterilidad. Pero, afortunadamente, Jesús se parece a ese campesino que, con una paciencia sin límites, obtiene una vez más una prórroga para la higuera infecunda: «Déjala por este año todavía —dijo al dueño— […] Por si da fruto en adelante» (v. 9). Un «año» de gracia: el tiempo del ministerio de Cristo, el tiempo de la Iglesia antes de su retorno glorioso, el tiempo de nuestra vida, marcado por un cierto número de Cuaresmas, que se nos ofrecen como ocasiones de revisión y de salvación, el tiempo de un Año Jubilar de la Misericordia. La invencible paciencia de Jesús. ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios? ¿Habéis pensado también en su obstinada preocupación por los pecadores? ¡Cómo es que aún vivimos con impaciencia en relación a nosotros mismos! Nunca es demasiado tarde para convertirse, ¡nunca! Hasta el último momento: la paciencia de Dios nos espera. Recordad esa pequeña historia de santa Teresa del Niño Jesús, cuando rezaba por el hombre condenado a muerte, un criminal, que no quería recibir el consuelo de la Iglesia, rechazaba al sacerdote, no lo quería: quería morir así. Y ella, en el convento, rezaba. Y cuando ese hombre estaba allí, precisamente en el momento de ser asesinado, se dirige al sacerdote, toma el Crucifijo y lo besa. ¡La paciencia de Dios! Y hace lo mismo también con nosotros, ¡con todos nosotros! Cuántas veces —nosotros no lo sabemos, lo sabremos en el cielo—, cuántas veces nosotros estamos ahí, ahí… [a punto de caer] y el Señor nos salva: nos salva porque tiene una gran paciencia con nosotros. Y esta es su misericordia. Nunca es tarde para convertirnos, pero es urgente, ¡es ahora! Comencemos hoy.
Que la Virgen María nos sostenga, para que podamos abrir el corazón a la gracia de Dios, a su misericordia; y nos ayude a nunca juzgar a los demás, sino a dejarnos provocar por las desgracias de cada día para hacer un serio examen de conciencia y arrepentirnos.
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2019
Confiar en la misericordia de Dios
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma (ver Lc 13, 1-9) nos habla de la misericordia de Dios y de nuestra conversión. Jesús narra la parábola de la higuera estéril. Un hombre ha plantado una higuera en su viña, y con gran confianza todos los veranos va a buscar sus frutos, pero no encuentra ninguno, porque el árbol es estéril. Empujado por esa decepción que se repite durante tres años, piensa en cortar la higuera para plantar otra. Llama al campesino que está en la viña y expresa su insatisfacción, ordenándole que corte el árbol, para no desperdiciar el suelo innecesariamente. Pero el campesino le pide al dueño que sea paciente y que le conceda una prórroga de un año, durante la cual el mismo dedicará más atención a la higuera, para estimular su productividad. Esta es la parábola. ¿Qué representa esta parábola? ¿Qué representan los personajes de esta parábola?
El dueño representa a Dios Padre y el viñador es la imagen de Jesús, mientras que la higuera es un símbolo de la humanidad indiferente y árida. Jesús intercede ante el Padre en favor de la humanidad ―y lo hace siempre― y le pide que espere y le conceda un poco más de tiempo para que los frutos del amor y la justicia broten en ella. La higuera de la parábola que el dueño quiere erradicar representa una existencia estéril, incapaz de dar, incapaz de hacer el bien. Es un símbolo de quien vive para sí mismo, sacio y tranquilo, replegado en su comodidad, incapaz de dirigir su mirada y su corazón a aquellos que están cerca de él en un estado de sufrimiento, pobreza y malestar. A esta actitud de egoísmo y esterilidad espiritual se contrapone el gran amor del viñador por la higuera: hace esperar al dueño, tiene paciencia, sabe esperar, le dedica su tiempo y su trabajo. Promete al dueño que prestará una atención especial a ese árbol desafortunado.
Y esta similitud del viñador manifiesta la misericordia de Dios, que nos deja un tiempo para la conversión. Todos necesitamos convertirnos, dar un paso adelante, y la paciencia de Dios, la misericordia, nos acompaña en esto. A pesar de la esterilidad, que a veces marca nuestra existencia, Dios tiene paciencia y nos ofrece la posibilidad de cambiar y avanzar por el camino del bien. Pero la prórroga implorada y concedida mientras se espera que el árbol finalmente fructifique, también indica la urgencia de la conversión. El viñador le dice al dueño: «Déjala por este año todavía» (v. 8). La posibilidad de conversión no es ilimitada; por eso hay que tomarla de inmediato. De lo contrario se perdería para siempre. En esta Cuaresma podemos pensar: ¿Qué debo hacer para acercarme al Señor, para convertir, para “cortar” las cosas que no van bien? “No, no, esperaré la próxima Cuaresma”. Pero ¿estarás vivo la próxima Cuaresma? Pensemos hoy, cada uno de nosotros: ¿qué debo hacer ante esta misericordia de Dios que me espera y que siempre perdona? ¿Qué debo hacer? Podemos confiar mucho en la misericordia de Dios, pero sin abusar de ella. No debemos justificar la pereza espiritual, sino aumentar nuestro compromiso de responder con prontitud a esta misericordia con sinceridad de corazón.
En el tiempo de Cuaresma, el Señor nos invita a la conversión. Cada uno de nosotros debe sentirse interpelado por esta llamada, corrigiendo algo en nuestras vidas, en nuestra manera de pensar, de actuar y vivir las relaciones con los demás. Al mismo tiempo, debemos imitar la paciencia de Dios que confía en la capacidad de todos para poder “levantarse” y reanudar el viaje. Dios es Padre, y no apaga la llama débil, sino que acompaña y cuida a los débiles para que puedan fortalecerse y aportar su contribución de amor a la comunidad. Que la Virgen María nos ayude a vivir estos días de preparación para la Pascua como un tiempo de renovación espiritual y de confianza abierta a la gracia de Dios y a su misericordia.
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2022
Dios, es cercano, misericordioso y tierno
Queridos hermanos y hermanas, ¡buen domingo!
Estamos a mitad del camino cuaresmal, y hoy el Evangelio inicialmente presenta a Jesús que comenta algunos sucesos. Cuando aún seguía vivo el recuerdo de dieciocho personas muertas a causa del derrumbamiento de una torre, le cuentan que Pilato había ordenado matar a algunos galileos (cfr. Lc 13, 1). Y se plantea una pregunta que parece acompañar estas trágicas noticias: ¿quién tiene la culpa de estos hechos terribles? ¿Quizás aquellas personas eran más culpables que otras y Dios las ha castigado? Estos son interrogantes siempre actuales; cuando las noticias negativas nos oprimen y nos sentimos impotentes ante el mal, a menudo se nos ocurre preguntarnos: ¿se trata de un castigo de Dios? ¿Es Él quien envía una guerra o una pandemia para castigarnos por nuestros pecados? ¿Y por qué el Señor no interviene?
Hemos de estar atentos: cuando el mal nos oprime, corremos el riesgo de perder lucidez, y para encontrar una respuesta fácil a cuanto no logramos explicarnos, terminamos por echarle la culpa a Dios. Y muchas veces la costumbre fea y mala de las blasfemias viene de ahí. ¡Cuántas veces le atribuimos nuestras desgracias y las desventuras del mundo a Él que, en cambio, nos deja siempre libres y, por tanto, no interviene nunca imponiéndose, tan solo proponiéndose; a Él, que nunca usa la violencia, sino que, por el contrario, ¡sufre por nosotros y con nosotros! De hecho, Jesús rechaza y contesta con fuerza la idea de imputar a Dios nuestros males: aquellas personas que Pilato mandó matar y las que murieron bajo la torre no eran más culpables que otras y no fueron víctimas de un Dios despiadado y vengativo, que no existe. De Dios no puede venir nunca el mal, porque Él «no nos trata según nuestros pecados» (Sal 103, 10), sino conforme a su misericordia. Es el estilo de Dios. No puede tratarnos de otro modo. Siempre nos trata con misericordia.
En vez de culpar a Dios, dice Jesús, tenemos que mirar nuestro interior: es el pecado el que produce la muerte; son nuestros egoísmos los que laceran las relaciones; son nuestras decisiones equivocadas y violentas las que desencadenan el mal. En este punto, el Señor ofrece la verdadera solución. ¿Cuál es? La conversión: «Si no os convertís −dice− pereceréis todos del mismo modo» (Lc 13, 5). Se trata de una invitación apremiante, especialmente en este tiempo de Cuaresma. Acojámosla con el corazón abierto. Convirtámonos del mal, renunciemos a aquel pecado que nos seduce, abrámonos a la lógica del Evangelio: ¡porque donde reinan el amor y la fraternidad, el mal ya no tiene poder!
Jesús sabe que convertirse no es fácil, y quiere ayudarnos. Sabe que muchas veces volvemos a caer en los mismos errores y en los mismos pecados; que nos desanimamos y, quizá, nos parece que nuestro esfuerzo por el bien es inútil en un mundo donde el mal parece reinar. Y entonces, después de su llamado, nos anima con una parábola que ilustra la paciencia que Dios. Debemos pensar en la paciencia de Dios, la paciencia que Dios tiene con nosotros. Jesús nos ofrece la consoladora imagen de una higuera que no da frutos en el periodo establecido, pero cuyo dueño no la corta: le concede más tiempo, le da otra posibilidad. Me gusta pensar que un hermoso nombre de Dios sería “el Dios que da otra posibilidad”: siempre nos da otra oportunidad, siempre, siempre. Así es su misericordia. Así hace el Señor con nosotros: no nos aleja de su amor, no se desanima, no se cansa de darnos confianza con ternura.
Hermanos y hermanas, ¡Dios cree en nosotros! Dios se fía de nosotros y nos acompaña con paciencia, la paciencia de Dios con nosotros. No se desanima, sino que pone siempre esperanza en nosotros. Dios es Padre y te mira como un padre: como el mejor de los papás, no ve los resultados que aún no has alcanzado, sino los frutos que puedes dar; no lleva la cuenta de tus faltas, sino que realza tus posibilidades; no se detiene en tu pasado, sino que apuesta con confianza por tu futuro. Porque Dios está cerca, está a nuestro lado. Es el estilo de Dios, no lo olvidemos: cercanía; Él está cerca con misericordia y ternura. Así nos acompaña Dios, es cercano, misericordioso y tierno.
Pidamos, por tanto, a la Virgen María que nos infunda esperanza y valor, y que encienda en nosotros el deseo de conversión.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010 – Audiencia general 2010
Ángelus 2007
La conversión vence el mal en su raíz
Queridos hermanos y hermanas:
La página del evangelio de san Lucas, que se proclama en este tercer domingo de Cuaresma, refiere el comentario de Jesús sobre dos hechos de crónica. El primero: la revuelta de algunos galileos, que Pilato reprimió de modo sangriento; el segundo, el desplome de una torre en Jerusalén, que causó dieciocho víctimas. Dos acontecimientos trágicos muy diversos: uno, causado por el hombre; el otro, accidental. Según la mentalidad del tiempo, la gente tendía a pensar que la desgracia se había abatido sobre las víctimas a causa de alguna culpa grave que habían cometido. Jesús, en cambio, dice: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos?... O aquellos dieciocho, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?” (Lc 13, 2. 4). En ambos casos, concluye: “No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 3. 5).
Por tanto, el mensaje que Jesús quiere transmitir a sus oyentes es la necesidad de la conversión. No la propone en términos moralistas, sino realistas, como la única respuesta adecuada a acontecimientos que ponen en crisis las certezas humanas. Ante ciertas desgracias —advierte— no se ha de atribuir la culpa a las víctimas. La verdadera sabiduría es, más bien, dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud de responsabilidad: hacer penitencia y mejorar nuestra vida. Esta es sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, en cualquier nivel, interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder al mal, ante todo, con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar la propia vida. De lo contrario —dice— pereceremos, pereceremos todos del mismo modo.
En efecto, las personas y las sociedades que viven sin cuestionarse jamás tienen como único destino final la ruina. En cambio, la conversión, aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos de “modo” diverso. Ante todo, ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el bien, si no siempre en el plano de los hechos —que a veces son independientes de nuestra voluntad—, ciertamente en el espiritual. En síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias.
Pidamos a María santísima, que nos acompaña y nos sostiene en el itinerario cuaresmal, que ayude a todos los cristianos a redescubrir la grandeza, yo diría, la belleza de la conversión. Que nos ayude a comprender que hacer penitencia y corregir la propia conducta no es simple moralismo, sino el camino más eficaz para mejorarse a sí mismo y mejorar la sociedad. Lo expresa muy bien una feliz sentencia: Es mejor encender una cerilla que maldecir la oscuridad.
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Ángelus 2010
Leer la historia humana con los ojos de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de la conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, Moisés, mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar es santo. “Yo soy el Dios de tu padre —le dice la voz— el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”; y añade: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza, sino a quien es pobre y humilde ante él.
En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de algunos hechos luctuosos: el asesinato, dentro del templo, de algunos galileos por orden de Poncio Pilato y la caída de una torre sobre algunos transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura distinta de esos hechos, situándolos en la perspectiva de la conversión: las desventuras, los acontecimientos luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande.
Queridos amigos, recemos a María santísima, que nos acompaña en el itinerario cuaresmal, a fin de que ayude a cada cristiano a volver al Señor de todo corazón. Que sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida.
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Audiencia 2010
La conversión
La primera exhortación es a la conversión, una palabra que hay que considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta de la sorprendente novedad que implica. En efecto, la llamada a la conversión revela y denuncia la fácil superficialidad que con frecuencia caracteriza nuestra vida. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no con un pequeño ajuste, sino con un verdadero cambio de sentido. Conversión es ir contracorriente, donde la “corriente” es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la mediocridad moral. Con la conversión, en cambio, aspiramos a la medida alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona, él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De este modo la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas distintas o de alguna manera sólo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad. La conversión es el “sí” total de quien entrega su existencia al Evangelio, respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva. Este es precisamente el sentido de las primeras palabras con las que, según el evangelista san Marcos, Jesús inicia la predicación del “Evangelio de Dios”: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).
El “convertíos y creed en el Evangelio” no está sólo al inicio de la vida cristiana, sino que acompaña todos sus pasos, sigue renovándose y se difunde ramificándose en todas sus expresiones. Cada día es momento favorable y de gracia, porque cada día nos impulsa a entregarnos a Jesús, a confiar en él, a permanecer en él, a compartir su estilo de vida, a aprender de él el amor verdadero, a seguirlo en el cumplimiento diario de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida. Cada día, incluso cuando no faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y las caídas, incluso cuando tenemos la tentación de abandonar el camino del seguimiento de Cristo y de encerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo, para vivir la misma lógica de justicia y de amor. En el reciente Mensaje para la Cuaresma he querido recordar que “hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Gracias al amor de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “mayor”, que es la del amor (cf. Rm 13, 8- 10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que se pueda esperar”.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Dios llama a Moisés, escucha la oración de su pueblo
“Dios misericordioso y clemente”
210. Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33,12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH” (Ex 33,18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama: “YHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34,9).
2575. También aquí, Dios interviene, el primero. Llama a Moisés desde la zarza ardiendo (cf Ex 3, 1-10). Este acontecimiento quedará como una de las figuras principales de la oración en la tradición espiritual judía y cristiana. En efecto, si “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” llama a su servidor Moisés es que él es el Dios vivo que quiere la vida de los hombres. Él se revela para salvarlos, pero no lo hace solo ni contra la voluntad de los hombres: llama a Moisés para enviarlo, para asociarlo a su compasión, a su obra de salvación. Hay como una imploración divina en esta misión, y Moisés, después de debatirse, acomodará su voluntad a la de Dios salvador. Pero en este diálogo en el que Dios se confía, Moisés aprende también a orar: se humilla, objeta, y sobre todo pide y, en respuesta a su petición, el Señor le confía su Nombre inefable que se revelará en sus grandes gestas.
2576. Pues bien, “Dios hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33, 11). La oración de Moisés es típica de la oración contemplativa gracias a la cual el servidor de Dios es fiel a su misión. Moisés “habla” con Dios frecuentemente y durante largo rato, subiendo a la montaña para escucharle e implorarle, bajando hacia el pueblo para transmitirle las palabras de su Dios y guiarlo. “Él es de toda confianza en mi casa; boca a boca hablo con él, abiertamente” (Nm 12, 7-8), porque “Moisés era un hombre humilde más que hombre alguno sobre la haz de la tierra” (Nm 12, 3).
2577. De esta intimidad con el Dios fiel, tardo a la cólera y rico en amor (cf Ex 34, 6), Moisés ha sacado la fuerza y la tenacidad de su intercesión. No pide por él, sino por el pueblo que Dios ha adquirido. Moisés intercede ya durante el combate con los amalecitas (cf Ex 17, 8-13) o para obtener la curación de Myriam (cf Nm 12, 13-14). Pero es sobre todo después de la apostasía del pueblo cuando “se mantiene en la brecha” ante Dios (Sal 106, 23) para salvar al pueblo (cf Ex 32, 1-34, 9). Los argumentos de su oración (la intercesión es también un combate misterioso) inspirarán la audacia de los grandes orantes tanto del pueblo judío como de la Iglesia. Dios es amor, por tanto es justo y fiel; no puede contradecirse, debe acordarse de sus acciones maravillosas, su Gloria está en juego, no puede abandonar al pueblo que lleva su Nombre.
La observancia de la Ley prepara a la conversión
1963. Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7,12), espiritual (cf Rm 7,14) y buena (cf Rm 7,16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf Gal 3,24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según S. Pablo tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una “ley de concupiscencia” (cf Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.
1964. La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. “La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras” (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes los “tipos”, los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los Cielos.
Hubo..., bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual “la caridad es difundida en nuestros corazones” (Rm 5,5) (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 107,1 ad 2).
El mal y sus obras obstaculizan la vía de la salvación
2851. En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El “diablo” [“dia-bolos”] es aquél que “se atraviesa” en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.
La lectura hipológica del Antiguo Testamento revela el Nuevo Testamento
La unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento
128. La Iglesia, ya en los tiempos apostólicos (cf. 1 Cor 10,6.11; Hb 10,1; 1 Pe 3,21), y después constantemente en su tradición, esclareció la unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología. Esta reconoce en las obras de Dios en la Antigua Alianza prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado.
129. Los cristianos, por tanto, leen el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado. Esta lectura tipológica manifiesta el contenido inagotable del Antiguo Testamento. Ella no debe hacer olvidar que el Antiguo Testamento conserva su valor propio de revelación que nuestro Señor mismo reafirmó (cf. Mc 12,29-31). Por otra parte, el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurrirá constantemente a él (cf. 1 Cor 5,6-8; 10,1-11). Según un viejo adagio, el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet” (S. Agustín, Hept. 2,73; cf. DV 16).
130. La tipología significa un dinamismo que se orienta al cumplimiento del plan divino cuando “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,28). Así la vocación de los patriarcas y el Éxodo de Egipto, por ejemplo, no pierden su valor propio en el plan de Dios por el hecho de que son al mismo tiempo etapas intermedias.
1094. Sobre esta armonía de los dos Testamentos (cf DV 14-16) se articula la catequesis pascual del Señor (cf Lc 24,13-49), y luego la de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis “tipológica”, porque revela la novedad de Cristo a partir de “figuras” (tipos) que la anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras son explicadas (cf 2 Co 3, 14-16). Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo (cf 1 P 3,21), y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo (cf 1 Co 10,1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía “el verdadero Pan del Cielo” (Jn 6,32).
Llevar el fruto
736. Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22-23). “El Espíritu es nuestra Vida”: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más “obramos también según el Espíritu” (Ga 5, 25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).
La comunión del Espíritu Santo
1108. La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).
1109. La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la Asamblea con el Misterio de Cristo. “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo” (2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.
1129. La Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para ala salvación (cf Cc. de Trento: DS 1604). La “gracia sacramental” es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento. El Espíritu cura y transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios. El fruto de la vida sacramental consiste en que el Espíritu de adopción deifica (cf 2 P 1,4) a los fieles uniéndolos vitalmente al Hijo único, el Salvador.
1521. La unión a la Pasión de Cristo. Por la gracia de este sacramento, el enfermo recibe la fuerza y el don de unirse más íntimamente a la Pasión de Cristo: en cierta manera es consagrado para dar fruto por su configuración con la Pasión redentora del Salvador. El sufrimiento, secuela del pecado original, recibe un sentido nuevo, viene a ser participación en la obra salvífica de Jesús.
1724. El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf La parábola del sembrador: Mt 13,3-23).
III. DIVERSIDAD DE PECADOS
1852. La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (5,19-21; cf Rm 1,28-32; 1 Co 6,9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).
“Sin mí no podéis hacer nada”
2074. Jesús dice: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).
2516. En el hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, tiene lugar una lucha de tendencias entre el “espíritu” y la “carne”. Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y al mismo tiempo una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual:
Para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras −mejor dicho, de las disposiciones estables−, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: “si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Gál 5,25) (Juan Pablo II, DeV 55).
2345. La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto de la obra espiritual (cf Gál 5,22). El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo (cf 1 Jn 3,3).
2731. Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad. Forma parte de la contemplación en la que el corazón está seco, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. “El grano de trigo, si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Si la sequedad se debe a falta de raíz, porque la Palabra ha caído sobre roca, no hay éxito en el combate sin una mayor conversión (cf Lc 8, 6. 13).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Nuestro éxodo pascual
Uno de los temas dominantes de las lecturas de este Domingo, como en el resto de toda la Cuaresma, es el del éxodo. En la primera lectura, Dios habla a Moisés desde la zarza ardiendo, le revela su nombre y le confiere la misión:
«Dijo Dios: Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob... El Señor le dijo: ‘He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios... Esto dirás a los israelitas: el Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros’».
Yo no conozco de este fragmento de la Escritura una interpretación más vigorosa que el canto negro espiritual titulado Go down Moses. El motivo es sencillo. Estos cantos han nacido en un pueblo, que vivía la misma situación de esclavitud que los hebreos en Egipto. Conocían por experiencia el sufrimiento y experimentaban el mismo anhelo de liberación. «Ve: yo te envío al faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto». Let my people go! Este estribillo es cantado en un tono tan solemne y profundo que hace casi sentir la majestad y la autoridad de aquel que habla.
Asistimos aquí al nacimiento de la Pascua. La Pascua no tiene origen en la tierra sino en el cielo. Nace de la compasión de un Dios, que oye el grito de los oprimidos, ve los sufrimientos y decide intervenir. Pascua es una palabra que escuchamos repetir continuamente durante este tiempo del año y que ocupa un puesto central en el lenguaje religioso de los cristianos. Por lo tanto, vale la pena gastar algo de tiempo en reconstruir la historia y sus significados.
Parece que el rito pascual profundiza sus raíces en una costumbre anterior a Moisés y que se pierde en la noche de los tiempos. El antepasado de la Pascua bíblica era un rito que las tribus de los pastores nómadas del Oriente Medio celebraban al inicio de la primavera, en el momento de la trashumancia, esto es, del paso de los pastos invernales a los estivales. En esta ocasión venía sacrificado un cordero, cuyas carnes eran consumidas después en el curso de una comida, con la que se reafirmaban los vínculos del clan.
Parece que en un año, comprendido entre 1250 y 1230 antes de Cristo (la época en la que se sitúa la salida de Egipto de los hebreos), este rito humano fue elevado a institución divina. Esto es, llega a ser el memorial de una decisiva intervención de Dios en la historia de su pueblo. Un rito ligado, por lo tanto, ya no más al ciclo natural de las estaciones sino a la historia de la salvación. Éste es el modo habitual de actuar Dios, que se sirve de realidades naturales, como el pan en la Eucaristía, elevándolas a signos de realidades sobrenaturales y divinas.
El capítulo 12 del Éxodo relata la primera Pascua celebrada por los hebreos en Egipto. Desde este momento, la fiesta acompañará toda la historia del pueblo de Israel hasta nuestros días reflejando las vicisitudes alternas.
En la fase más antigua, la Pascua era la fiesta típica de un pueblo nómada de pastores. La víctima debía ser un cordero o un cabrito, esto es, una cabeza pequeña de ganado, el único del que disponían los pastores. También, el modo de comerlo asado al fuego, con hierbas amargas, de pie, las sandalias a los pies y el bastón en la mano (cfr. Éxodo 12, 1 ss.) refleja el mismo ambiente de los pastores. La cena pascual se celebra casa por casa. El mismo padre de familia es el sacerdote; es él quien explica a los hijos el sentido de los ritos realizados. El término «Pascua» es entendido como el «paso de Dios». El término hebreo pesach es muy próximo a un verbo, pasach, que significa «pasar sobre», en el sentido de saltar o ahorrar o cuidar. Por esto, la palabra Pascua viene interpretada en el sentido de que Dios pasa sobre las casas de los hebreos, señaladas con la sangre del cordero, las cuida, mientras zahiere a las casas de los egipcios (cfr. Éxodo 12, 23ss.).
Más tarde, después del asentamiento en la tierra de Canaán, por ejemplo, en el Deuteronomio, el rito toma rasgos nuevos, propios de un pueblo sedentario, que conoce ya incluso la agricultura. La víctima podía ser, de hecho, incluso un bovino. La inmolación de la víctima debía tener lugar sólo en el templo central por obra del sacerdote oficial. El mismo término Pascua se enriquece con un nuevo significado. No indica tanto el paso de Dios, cuanto el «paso del pueblo» desde la esclavitud a la libertad, de Egipto a la Tierra Prometida y, en sentido espiritual, de los vicios a la virtud.
En tiempo de Jesús, la celebración de la Pascua permitía dos momentos: la inmolación de la víctima, que tenía lugar en el templo de Jerusalén, y la cena pascual, que tenía lugar de casa en casa. En el curso de su última cena pascual, Jesús instituyó la Eucaristía, como memorial del nuevo éxodo universal de toda la humanidad desde la esclavitud del pecado a la libertad de hijos de Dios, que, de allí a poco, se iba a realizar con su muerte.
Pasemos, ahora, a la segunda lectura, en la que Pablo aplica a los cristianos las aventuras del éxodo de los hebreos. Escribiendo a los Corintios, el Apóstol hace notar que todo el pueblo de Israel pasó el Mar Rojo, todos estuvieron bajo la nube, todos comieron el maná y bebieron el agua de la roca. Pero, el Señor no se apiadó de la mayoría de ellos, porque murmuraron y desearon cosas malas. y aquí añade una afirmación importante:
«Estas cosas sucedieron en figura para nosotros... Todo esto les sucedía como un ejemplo y fue escrito para escarmiento nuestro».
¿Qué quiere decir todo esto? Que no basta el éxodo físico, es necesario asimismo el éxodo espiritual; no basta pasar de un lugar a otro; es necesario pasar de un estado a otro, de un modo de vivir a otro. A muchos israelitas no les sirvió para nada salir de Egipto, porque no salían de sí mismos, de su propia voluntad. Así, nos quiere decir el Apóstol, para poco nos sirve también a nosotros los cristianos estar bautizados y hasta comer el cuerpo del Señor y beber su sangre (el maná y el agua) si después, como sucedía en Corinto, no se abandona el viejo modo de vivir con la fornicación y con la idolatría.
Sin embargo, el texto de Pablo plantea un problema, al que no podemos dejar de hacer referencia. Él dice que los sucesos del éxodo hebreo eran «figura» para nosotros. Podría parecer que con ello se vacía de sentido la historia del pueblo hebreo, haciendo de los acontecimientos del Antiguo Testamento unos puros símbolos o figuras de los del Nuevo Testamento. En efecto, en el clima polémico que ha caracterizado las relaciones entre Israel y la Iglesia, a veces se ha terminado con caer en este equívoco. Un obispo del siglo II, Melitón de Sardes, por ejemplo, afirmaba que la Pascua hebrea era un «boceto» de la cristiana. El boceto sirve para preparar la obra de arte y, una vez realizada ésta, se destruye, porque ya no tiene más valor. Pero, esto no es exacto. El Antiguo Testamento no es un boceto sino una parte integrante de la construcción. No sirve sólo para preparar el Nuevo sino que es su fundamento, porque Cristo no ha venido a abolir la ley sino a ejecutarla. Hace algunos años el Vaticano ha dictado normas sobre cómo usar el Antiguo Testamento sin ofender la sensibilidad de los hermanos hebreos, aún permaneciendo fieles a nuestras convicciones cristianas según las que Cristo es el cumplimiento de la Ley y el sentido último de toda la historia de la salvación.
Y llegamos, así, al fragmento evangélico. Un día le llega a Jesús la noticia de que algunos galileos han sido hechos asesinar por Pilatos. Y Jesús saca el motivo para una enseñanza y dice:
«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Las desgracias no son, como piensan algunos, un signo del castigo divino para los culpables; son, en todo caso, un aviso para el que permanece en la maldad. Ésta es una clave de lectura indispensable para no equivocarse y llegar a perder hasta la fe frente a las calamidades terribles, que suceden cada día en la tierra. De este modo, Jesús nos hace entender cómo debiéramos reaccionar cuando, al anochecer, la televisión nos trae noticias de hechos luctuosos. No con aquellas expresiones estériles «¡oh, pobrecillos!» sino sacándoles punta para reflexionar sobre la precariedad de la vida, sobre la necesidad de estar a punto, de no aferrarse exageradamente a lo que de un día para otro nos puede llegar a faltar.
Pero, no es por esto principalmente por lo que el texto ha sido escogido como fragmento evangélico de un Domingo de Cuaresma. El motivo verdadero es que este pasaje completa la enseñanza sobre el éxodo. Nos dice cuál es el nombre nuevo del éxodo: conversión. Conversión, en el lenguaje bíblico, no indica el paso de un lugar a otro sino precisamente de un modo de vivir a otro.
La palabra conversión, oída en el contexto de la Cuaresma, nos recuerda una cosa fundamental. Dios hace el noventa y nueve coma nueve por cien de nuestra salvación. Pero, hay algo que también debemos hacer nosotros. Hemos visto que Pascua significaba dos cosas: Dios que pasa, pero, también, que el hombre pasa, esto es, gracia y libertad. Una no es suficiente sin la otra. Me vuelve al recuerdo una historia, ambientada en el Medioevo. Un hombre está a punto de ser ahorcado en la plaza de la ciudad, porque no ha podido pagar su deuda. Pasa por allí el cortejo del rey. Sabida la cosa, el rey mismo paga la mayor parte del rescate. Sin embargo, falta algo y el verdugo hace como que va a ejecutar la condena. La reina añade su limosna y así hacen algunos más del séquito. Al final, falta una sola pequeña moneda. El verdugo es inflexible: se debe proceder. El condenado, entonces, se hurga desesperadamente los bolsillos y encuentra que también él tiene una pequeña moneda. ¡Está salvado! El rey, en esa historia, representa a Cristo, la reina a la Virgen y los caballeros a los santos (aunque si bien María y los santos no hacen más que ofrecer también ellos los méritos de Cristo).
Es necesario apuntar una última cosa. La conversión no es sólo un deber, es también para todos una posibilidad. Yo diría que es casi un derecho. Nadie está excluido de la posibilidad de cambiar. Nadie puede ser dado por irrecuperable. A veces, hay en la vida situaciones morales que parece que no tienen camino de salida: divorciados vueltos a casar, personas que conviven sin estar casadas, situación de ruptura aparentemente definitiva entre marido y mujer, gravosos precedentes penales a cargo, condicionamientos de todo género. También, para éstos existe la posibilidad de cambio. Cuando Jesús dijo que era más fácil a un camello entrar por el agujero de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos, los apóstoles opinaron: «Entonces, ¿quién se podrá salvar?» Jesús respondió con una frase que vale asimismo para los casos que he apuntado antes: «Imposible para los hombres, no para Dios» (cfr. Lucas 18,25-27).
Antes de concluir, volvamos a recordar las palabras de Dios a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos». ¡Qué sabor nuevo tienen estas palabras leídas hoy con ojos de cristianos! En Cristo, en verdad, Dios ha descendido para liberar a su pueblo. No ha descendido sólo con la intención o con el pensamiento sino realmente y en persona. No ha descendido para liberar a un pueblo de otro sino para liberar a todos los pueblos del enemigo común, que es el pecado y la muerte. Cristo, en verdad, como lo llama el Apóstol, es «nuestra Pascua» (1 Corintios 5,7).
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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)
En las manos del Viñador
El Señor ha creado a la humanidad para amarlo y glorificarlo. Pero los hombres han ofendido a Dios con sus pecados, por lo que han merecido la muerte. Todos los hombres han quedado marcados con la herida del pecado original, que los hace pecadores desde que son concebidos.
Pero, en su bondad, Dios ha querido darle a la humanidad una oportunidad, enviando a su único Hijo al mundo, como víctima de expiación por los pecados de los hombres, para destruir el pecado con su muerte, y darle vida al mundo con su resurrección.
Jesucristo se hizo camino y puerta de salvación a través de la cruz. Pero es necesario que cada hombre sea purificado, recibiendo al Espíritu Santo a través del bautismo, para tener vida. Y, si se aleja de Dios, que experimente una verdadera conversión, que crea y confiese sus pecados, para que reciba otra oportunidad, que Dios le da a través del sacramento de la reconciliación.
Conviértete tú, cree en el Evangelio, acepta la gracia y la misericordia de Dios, cumple los mandamientos de la ley de Dios, compórtate como verdadero hijo de la Iglesia, y participa activamente, cumpliendo lo que te manda a través del Magisterio, de la Sagrada Escritura y de la Tradición, y muéstrale al Señor tu deseo de ser salvado, poniendo en obra tu fe, para que con tus frutos glorifiques a Dios.
Pero déjate podar, déjate abonar, deja que te aflojen la tierra, abandonándote con docilidad en las manos del Viñador, para que haga contigo lo que Él quiera, confiando en su bondad, y en que su voluntad es que te salves, y lo hará, porque no hay nada imposible para Dios.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
El castigo merecido
Nos ofrece san Lucas en este tercer domingo de Cuaresma, unas palabras del Señor que nos invitan como siempre a la reflexión y a la exigencia. Se trata primero de la respuesta de Jesús ante el comentario de que varios han muerto –se deduce que injustamente– por orden de Pilato. Pero, contra lo que tal vez esperaban sus interlocutores, el Señor aprovecha la ocasión para recordar que los pecados que todos cometemos son dignos de castigo, aunque muchas veces no seamos castigados por ellos. El pecado es ofensa a Dios, de ahí la enormidad de la ofensa y la magnitud del castigo merecido.
Pidamos al Señor que nos haga sensibles para valorar mejor nuestras faltas a Él: que notemos cuándo le olvidamos, para renovar pronto el propósito de tenerle presente; que acabemos por caer en la cuenta de que tal vez no nos ha importado lo que esperaba de nosotros en ese momento y en aquel otro... Entonces podremos rectificar y llevar a cabo esa actividad que nos interesa, pero como Dios manda, como Él espera de cada uno. Que valoremos, en fin –le pedimos–, las circunstancias de nuestra vida como ocasiones –continuas, a cada paso– que Dios nos concede de amarle, viviendo como Él espera cada momento.
En todo caso, no podemos olvidar las palabras inequívocas del Señor –duras–: os lo aseguro; pero si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente. Es preciso rectificar si reconocemos que podemos honrar a Dios con más justicia, cuando en un examen sincero de conciencia, a la luz de Dios, contemplamos nuestras acciones tibias y la intención que nos mueve en cada una no siempre recta. La penitencia ha de ser el deseo espontáneo: reconociéndonos queridos por Dios, objeto de toda su bondad, es natural que queramos consolar arrepentidos a quien hemos podido amar más, a quien hemos tratado injustamente, siendo nuestro Creador y buen Padre. Fomentemos el deseo de que el arrepentimiento y la reparación lleguen donde no llegó nuestra correspondencia a los dones divinos.
Ten compasión de mí, oh Dios, por tu misericordia –decimos al Señor con palabras del salmo–, por tu inmensa ternura borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi delito y purifícame de mi pecado. Reconozco mi iniquidad, tengo siempre delante mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé y he hecho lo que tú no puedes ver. Y enseguida concretamos la penitencia: esas obras rectas, que nos suponen esfuerzo, que antes no quisimos hacer por Dios, y que ahora, reconocido el desamor, nos proponemos, porque le amamos y nos duele que se quede ofendido.
Pedimos perdón. Es el primer paso de la verdadera contrición, que reclama también la enmienda efectiva de la conducta torcida: pobre sería el arrepentimiento y poco sincero el deseo de ser perdonados, si no se unieran a estos sentimientos un propósito firme de rectificar, de llevar a cabo generosamente las obras que Dios espera, desechando a la vez las que le ofendieron.
La penitencia que nos pide el Señor en este pasaje evangélico puede comenzar ya en el recogimiento de una oración sincera de arrepentimiento. Esa sinceridad –que cada uno reconoce y Dios contempla– basta para que recibamos la Gracia y los propósitos de mejora sean una realidad. Debemos, por tanto, detenernos sin prisas, recogidos con nuestro Padre Dios en coloquio arrepentido, fomentando el afecto de amor que nos llevará, no sólo a no pecar más, sino a llegar más lejos en el amor con obras de lo que antes habíamos soñado.
Debe ser siempre Dios mismo el objeto de nuestra vida, cualquiera que sea la actividad que nos ocupa; por eso, el arrepentimiento no consiste ante todo en desdecirnos de una conducta anterior para llevar a cabo otra. Al arrepentirnos miramos más a Dios que a las obras o, si queremos, miramos a las obras por Dios. Hacer penitencia supone cambiar, pero cambiar amando a Dios, que nos pide abandonar la conducta de pecado. Es rectificar porque así amamos a Dios, así reconocemos su señorío y su bondad.
La paciencia, compasión y ternura de Dios con los hombres, sus hijos, la expresa Jesús en la breve parábola de la higuera en la viña. Nuestro Padre Dios no es como un funcionario expeditivo que ejecuta sin contemplaciones lo que está previsto según los casos. En rigor, ya había pasado suficiente tiempo y recibido los oportunos cuidados aquella higuera: córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde? Pero, a pesar de todo, siempre –mientras es posible, en esta vida– tendremos otra oportunidad para el arrepentimiento y la penitencia: tan grande y misericordioso es el corazón de Nuestro Dios.
Como el de Nuestra Madre, que nos mira siempre con esos sus ojos misericordiosos.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob... y de Jesucristo
Hoy fue proclamada, como primera lectura, una de las páginas más sublimes de toda la Biblia: la que contiene el episodio de la zarza ardiente y la revelación del nombre de Dios a Moisés. Lo hago temblando porque la empresa está claramente por encima de nuestras fuerzas humanas; es como alzar la mirada y enfocar los ojos en el sol. Recuerdo la impresión que me hizo, tiempo atrás, una frase de la Beata Angela da Foligno, mística franciscana del siglo XIII. El confesor insistía en que ella le explicara mejor una de sus experiencias místicas de Dios; para convencerlo de que era imposible, la Beata le dijo, en un momento dado: Padre, si experimentaras lo que yo experimenté y después subieras al púlpito a predicar, lo único que podrías decir, frente al pueblo, sería: «¡Hermanos, váyanse con la bendición de Dios, porque yo de Dios hoy no pueda decirles nada!».
Cada vez que debo hablar de Dios, me vienen a la mente esas palabras y me dan muchas ganas de repetirlas e irme. Nos salva una cosa: la oración. De Dios sólo se puede hablar en presencia de Dios, o sea, rezando; cuando se habla de Dios como de un ausente, ya no se está hablando de él sino de un ídolo, porque el ídolo es, por definición, el que «tiene ojos mas no ve, tiene oídos mas no oye». Digamos, pues con el Salmo: Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí (Sal. 27,8-9).
Para hablar de Dios hace falta otra cosa: tener el corazón puro, o sea, apartado del pecado: «Si me dices: Muéstrame qué Dios tienes, yo te respondo: ¡Muéstrame qué hombre eres!» (Teófilo de Ant. Ad Aut. I, 2). Por más que brille el sol, si uno tiene la mirada enferma u ofuscada no la ve; más aún, dirá que el sol no existe. Para ver a Dios y poder hablar de él es necesario, entonces, tener la mirada del alma limpia. «Si tuviera fe —dice el ateo— dejaría el vicio; pero yo le respondo: ¡Tendrías fe si dejaras el vicio!» (B. Pascal).
Pongámonos, pues, en espíritu de oración y humildad en busca del rostro de Dios a través de lo que sabemos de la Biblia. Partamos —decía— del episodio de la zarza ardiente. La gran novedad de este momento no fue la revelación del nombre de Yahvé (que Moisés, al parecer, ya conocía), sino la revelación fulgurante del significado de dicho nombre. ¿Qué significa la expresión: Yo soy el que soy? En la Antigüedad, fue entendida en un sentido filosófico: Soy el que existe, o sea, el Ser absoluto, el único que existe por sí mismo. Hoy, en cambio, los estudiosos descubrieron un matiz que cambia notablemente este significado: el verbo «ser» debe entenderse en el sentido de un ser en absoluto y en abstracto, pero de un ser relativo y operativo; no «Yo soy», si no «¡Yo soy para ti!» Yahvé es el que es para el hombre; no se presenta al hombre para hacerle sentir su distancia, como el que es respecto del que no es, sino para hacerle sentir su cercanía: ¡No temas, estoy contigo! Esta frase —que se escucha a lo largo de toda la Biblia, desde Abraham hasta María y Pablo— es la mejor traducción del nombre de Dios; es el anuncio de que un día, Dios se convertirá en Emmanuel, o sea, el Dios-con-nosotros. Indudable mente, Dios es también «el que es», o sea el que permanece eterno e inmutable en medio al fluir inexorable de todas las cosas (cf. Sal. 102,27-28), pero se diría que no es tanto eso lo que Dios tiene más prisa por hacer conocer de sí mismo al hombre, sino más bien el hecho de que es, y sigue siendo, para el hombre.
En esa oportunidad Dios se define también como el «Dios de los padres»: el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. También este es un nombre muy bello de Dios; indica que Dios es un Dios personal, no local; mantiene relaciones de persona a persona, por así decirlo, con los hombres: es un Dios de hombres; de él se dice que hablaba con Moisés como un hombre suele conversar con otro hombre (cf. Ex. 33,11). Es, por lo tanto, un Dios que debe tomar en una historia concreta entrelazada con los hombres: en la historia de la salvación. Justamente, dado que esta historia continúa, también ese nombre «humanismo» de Dios sigue siendo actual; después de haberse proclamado Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Dios dice: Este es mi nombre para siempre, y así seré invocado en todos los tiempos futuros. Nosotros podemos seguir utilizando ese «nombre»; más aún, podemos completarlo: Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, pero también Dios de Jesucristo, Dios de Pablo, de Agustín, de Francisco de Asís...; Dios, también, de «nuestros» padres.
Sobre el episodio de la zarza ardiente, tenemos, afortunadamente, un comentario del propio Jesús (cf. Lc. 20,37-38); en el título «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», Jesús ayuda a descubrir una profunda verdad: Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes. Dios es el viviente que da vida: el título de «viviente» va de una punta a la otra de la Biblia: Juro por mi vida... (Ez. 17,19); ¡Verdaderamente es algo terrible caer en las manos del Dios viviente!
No obstante, más que el término «viviente», lo que a nosotros nos interesa son las manifestaciones de esta «vida» de Dios, que son conmovedoras. Israel sintió a su Dios no como una idea, sino como un ser vivo y por eso habló de él sirviéndose de las imágenes tomadas del mundo de la vida: Yahvé es un Dios que habla, que escucha, que ve, que se alegra, que se conmueve y ama hasta el exceso de los celos: Porque el Señor, tu Dios, es un fuego devorador, un Dios celoso (Deut. 4,24). No es necesario citar otros textos; todo aquel que conoce la Biblia sabe que está llena de estas cosas.
Al conocer el Antiguo Testamento, los filósofos paganos no ocultaron su disgusto ante estos rasgos humanos de Dios, los antropomorfismos. Una cosa, sobre todo, les parecía intolerable: la cólera de Dios. Pero era un error; la cólera, en Dios, no es signo de alteración o pasión, sino sólo de plenitud de vida; más exactamente, la cólera en Dios es el modo de afirmar su santidad, reaccionando a su opuesto que es el pecado; la cólera, o ira, de Dios se manifiesta siempre con respecto al pecado (Rom. 1.18: La ira de Dios se revela desde el cielo contra la impiedad y la injusticia...; 2,8: Castigará con la ira y la violencia a los rebeldes, a los que no se someten a la verdad). Del mismo modo, los celos de Dios no son, como en el hombre, la reacción de alguien que se siente amenazado por un rival; son celos de los ídolos, o sea, una reacción a la provocación de la vanidad o de la nada; son protección del ser, porque el ídolo es la pseudo-realidad, es la nada. Los antropomorfismos de Dios son signo de un Dios que se prepara al supremo antropomorfismo, que es ¡la Encarnación! «Siendo Dios, iba aprendiendo a tratarse con los hombres» (Tertuliano).
También en estas cosas tan humanas, entonces, Dios se revela distinto. La Biblia confió a un término particular la expresión de esta «diversidad» de Dios: el título de santo. En cierto sentido, podemos decir que éste es el verdadero nombre del Dios de la Biblia (María tiene totalmente razón, en el Magníficat, cuando dice: Su nombre es santo). He aquí cómo recibe el profeta este título de los labios de Dios: Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura. No daré libre curso al ardor de mi ira... Porque yo soy Dios, no un hombre, soy el Santo en medio de ti (Os. 11,8-9).
Decimos «santo» cuando hablamos de una persona moralmente buena y perfecta, que cumple con su deber, que es pura y obedece a Dios; pero se trata de significados derivados, claramente inaplicables a Dios; sirven solamente para indicar qué produce y qué exige la proximidad de Dios; pero en él se trata de algo totalmente distinto. El término usado en la Biblia para decir santo (qadosh) significa separado, distinto; el concepto que más se aproxima en nuestro lenguaje es el de absoluto, que significa «apartado de», que no obstante es mucho más abstracto.
El concepto de santo nació para expresar el sentimiento que suscita en el hombre la aparición repentina de Dios en el horizonte de su existencia. Se trata del «sentimiento de dependencia» (Schleiermacher), o del sentimiento «creatural» (Otto), que el hombre recibe como un estremecimiento cuando se ve bajo la mirada penetrante de Dios. En esa mirada, el hombre se recibe como creatura, recibe su «sí mismo», su «yo» recóndito, y recibe a Dios como misterio que es a la vez tremendo y fascinante, que aterra por su distancia y hechiza con su condescendencia hecha de piedad, consuelo, amor y misericordia. El hombre entiende que nunca podrá comprender a semejante Dios, pero entiende también que «un Dios comprendido ya no sería Dios» (Tersteegen). Más tradicionalmente, este sentimiento es llamado «sentimiento de lo sobrenatural». En quien lo experimenta se determinan, generalmente, reacciones que la Biblia y, posteriormente, los místicos cristianos han tratado de describir, aunque alegando que se trata de cosas arcanas, de las cuales al hombre no le es posible hablar. Son reacciones contrastantes, de suma beatitud y de miedo por el propia ser, como si éste advirtiera la amenaza de disolverse frente al sol. Algunas almas que vivieron esta experiencia de la santidad de Dios quedaron como desfallecidas, convencidas de que un solo instante más y su ser habría dejado de gobernarlas.
Las reacciones más comunes son el silencio y la humildad de la creatura; ésta, sintiéndose «recibida» por Dios, enmudece; un profeta profirió esta exclamación: ¡Silencio delante del Señor! (Sof. 1,7). La experiencia más fuerte en este campo fue la que tuvo Isaías en el momento de su llamado profético, cuando fue envuelto por la majestad y santidad de Dios y oyó proclamar en el cielo: Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos y sintió deseos de desaparecer, al advertir su indignidad (cf. Is. 6, 1-4). En el «Sanctus» de la Misa, no hacemos más que prolongar el eco de aquella exclamación oída por Isaías en el cielo.
Y ahora nos queda por recorrer el tramo decisivo en este descubrimiento del rostro de nuestro Dios en la Biblia. El Antiguo Testamento nos reveló que Dios es un Dios-con-nosotros, que está vivo y es santo. ¿Qué agrega el Nuevo Testamento a esta imagen de Dios ya tan sublime? Podemos responder: ¡Nos pone adentro un corazón! Y ese corazón es la afirmación: ¡Dios es amor! (1 Jn. 4, 8.16). También los profetas habían proclamado que Yahvé es un Dios que ama, pero nadie se había atrevido a llegar a decir que «es» amor. ¿Qué fue lo nuevo que ocurrió con Jesús de Nazaret que permitió este salto de condición? Ocurrió lo siguiente: que Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna (Jn 3, 16). El motivo fundamental está contenido aquí; pero tratemos de encuadrar mejor esta nueva revelación de Dios.
En tiempos de Jesús, también el mundo culto conocía la idea de un Dios único y trascendente; posteriormente, se lo llamará «el Dios de los filósofos» (Tertuliano). El rasgo fundamental de este Dios, respecto del hombre, es que se trata de un Dios que puede y debe ser amado por el hombre, pero que no ama al hombre; él «mueve al mundo en la medida que es amado» (no en la medida que ama), dice Aristóteles; es objeto, no sujeto de amor; amar algo que está por debajo de él, significaría para él degradarse: «Dios no puede mezclarse con el hombre» (Platón). Por lo demás, aunque quisiera, no podría amar al hombre porque no es una persona, sino más bien una idea (la Idea de Bien, para Platón; «Pensamiento de pensamiento», para Aristóteles); no es un «tú», sino un «él», más aún un «lo»: lo divino, como se solía decir. Este es un Dios que, a diferencia del bíblico, existe, pero no «está». Era una idea de Dios purísima, pero capaz de llevar a la desesperación: «¿Qué me queda por hacer?, exclamaba un pagano de la época; esta doctrina es, sin duda, celeste, pero inhumana. Platón dice que Dios no puede participar de las vivencias humanas: entonces, ¿a quién dirigiré mi oración?» (Máximo de Tiro). El pueblo remediaba por su cuenta esta situación, aferrándose a sus innumerables dioses a los que por lo menos sentía cerca incluso en las miserias.
El evangelista Juan, que escribe entre estos hombres y para estos hombres, parece responderles directamente cuando dice: y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero... Dios es amor (1 Jn 4, 10.16). Dios, entonces, mueve el mundo no en la medida que es amado, sino en la medida que ama y ama primero. Se ha dicho: «No importa saber si Dios existe; importa saber si es amor» (Kierkegaard): Jesús tranquilizó a los hombres exactamente en este punto. El Dios de Abraham —se decía— es un Dios que es para el hombre, que está con el hombre; ahora bien, con la Encarnación, esta definición de Dios es llevada a su cumplimiento pleno: Dios se convierte en Emmanuel, o sea, el Dios-con-nosotros. La Encarnación es la conclusión impensable, pero coherente y lógica, de toda la revelación bíblica sobre Dios. Al Dios bíblico podemos tratarlo de «tú», como hacen los salmos (cf. Sal.8), porque, además de un objeto y una naturaleza, él es también un sujeto, un interlocutor, una persona.
Con todo, no hemos descubierto más que el comienzo. Analizando la definición: Dios es amor, se abren como telones sucesivos sobre fondos cada vez más amplios, hasta aquel que se abre sobre un fondo infinito que es la Trinidad. Tratemos de ahondar en ella.
No hay amor que no sea amor a alguien o a alguien (Husserl: «No hay conciencia que no sea conciencia de algo»). ¿Qué ama Dios para ser amor? ¿Al hombre? Pero, en ese caso, no se puede decir que es amor por sí mismo, desde siempre, sino a partir de hace unos millones de años. Anteriormente, ¿qué era Dios, si no era amor? ¿Acaso ama el universo material? Mas entonces, es amor sólo a partir de unos miles de millones de años. Por lo tanto no basta. ¡La respuesta es la Trinidad! Dios es amor por sí, constitutiva mente, ab aeterno, porque desde siempre hay en Dios un Amante, un Padre, un Amado, el Hijo y un Amor, el Espíritu Santo.
Esta revelación perturbadora —la más grande novedad revelada por Cristo respecto del Antiguo Testamento— está contenida en una sola y breve palabra: ¡Abba! En el uso de Jesús, el título de «padre» revela una especie de doble fondo: corona el significado conocido también en el Antiguo Testamento (Dios «padre de Israel»), extendiéndolo no obstante y aplicándolo a cada hombre singular (no sólo al pueblo) y a todos los hombres (no sólo a los hebreos); pero, al mismo tiempo, revela un nuevo significado distinguiendo «Padre mío» de «padre vuestro». El Nuevo Testamento encierra este nuevo significado en la expresión: «Padre de nuestro Señor Jesucristo».
Porque ya me amabas antes de la creación del mundo (Jn 17,24): he aquí el horizonte último de la afirmación cristiana: Dios es amor. Dios amó al Hijo, la Palabra, la Imagen perfecta de sí mismo, pero distinta de sí mismo, antes incluso de que el mundo existiera y su amor es tan fuerte y real y persistente que es una persona: el Espíritu Santo. El amor que Dios tiene por nosotros no es un segundo amor que se coloca al lado de éste, una especie de apéndice del amor trinitario, sino que se arraiga en el mismo amor eterno que hay en Dios: fuimos elegidos y amados por Dios en el Hijo, antes de la creación del mundo (cf. Ef. 1, 3s). Aquí se ubica también la raíz del ser persona de Dios: persona significa relación entre un «yo» y un «tú»; Dios no es persona sólo desde que tiene el hombre que lo trata de tú; hay en Dios un «yo», un «tú» y un «nosotros» eternos: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2.7; Heb 1.5; Hech 13.33).
La Iglesia, en Nicea y en Constantinopla, al definir el misterio de la Trinidad, fijó para siempre la fe cristiana en Dios. El misterio de la Trinidad no es un excedente para nuestra fe, sino su corazón y su fuente. Volver a descubrir el misterio de la Trinidad (en la oración. en la Iglesia, en nosotros mismos), significa redescubrir las profundidades recónditas y beatificantes de nuestro Dios, los «secretos de Dios», como los llama San Pablo; estos secretos nadie los conoce, pero sólo el Espíritu puede revelarlos; ahora nosotros hemos recibido el Espíritu que viene de Dios, para que reconozcamos los dones gratuitos que Dios nos ha dado (1 Col 2, 10-12).
Termino esta reflexión sobre Dios, transcribiendo una página famosa en la historia de la espiritualidad cristiana. Cuando murió Blas Pascal (19 de agosto de 1662), llevaba consigo, cosido en el forro de la chaqueta, una hoja de carta doblada; había sido escrita diez años antes y contenía, fijado por fragmentos de pensamientos y frases, el recuerdo de una experiencia de Dios memorable vivida una noche de noviembre mientras, a través de la Biblia también él buscaba, como hicimos nosotros hoy, el rostro del Dios viviente:
“FUEGO, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y sabios.
Certeza. Certeza. Sentimiento, alegría, paz. Dios de Jesucristo.
Tu Dios será mi Dios. Ignorante del mundo y de todo excepto de Dios.
Sólo se encuentra por los caminos enseñados en el Evangelio. Grandeza del alma humana.
Padre justo el mundo no te conoció, pero yo te conocí. Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría»”.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en el “Metro Centro” de San Salvador (6-III-1983)
– El pecado, la raíz del mal
El cristiano cree en el triunfo de la vida sobre la muerte. Por eso la Iglesia, comunidad pascual del Resucitado, proclama siempre al mundo: “No busquéis entre los muertos al que vive” (Lc 24,5). Por eso halla en Él, en Cristo, el secreto de su energía y esperanza. En Él, que es “Príncipe de la Paz” (Is 9,6), que ha derribado los muros de la enemistad y ha reconciliado mediante su cruz a los pueblos divididos (cfr. Ef. 2,16).
Herida la humanidad por el pecado, fue desgarrada nuestra unidad interior. Alejándose de la amistad de Dios, el corazón del hombre se volvió zona de tormentas, cambio de tensiones y de batallas. De ese corazón dividido vienen los males a la sociedad y al mundo. Este mundo, escenario para el desarrollo del hombre, padece la contaminación del “misterio de la iniquidad” (cfr. Gaudium et spes, 103; cf. 2 Tes 2,7).
El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, con definida vocación de trascendencia, de búsqueda de Dios y de fraterna relación con los demás, atormentado y dividido en sí mismo, se aleja de sus semejantes.
Y sin embargo, no es el plan original de Dios que el hombre sea enemigo, lobo para el hombre, sino su hermano. El designio de Dios no revela la dialéctica del enfrentamiento, sino la del amor que todo lo hace nuevo. Amor sacado de esa roca espiritual que es Cristo, como nos indica el texto de la epístola de esta Misa (cfr.1 Cor 10,4).
– La Cruz de Cristo sobre el mal
Si Dios nos hubiera abandonado a nuestras propias fuerzas, tan limitadas y volubles, no tendríamos razones para esperar que la humanidad viva como familia, como hijos de un mismo Padre. Pero Dios se nos ha acercado definitivamente en Jesús; en su cruz experimentamos la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio. La cruz antes símbolo de afrenta y amarga derrota, se vuelve manantial de vida.
Desde la cruz mana a torrentes el amor de Dios que perdona y reconcilia. Con la sangre de Cristo podemos vencer al mal con el bien. El mal que penetra en los corazones y en las estructuras sociales. El mal de la división entre los hombres, que han sembrado el mundo con sepulcros con las guerras, con esa terrible espiral del odio que arrasa, aniquila en forma tétrica e insensata.
El perdón de Cristo despunta como una nueva alborada, como un nuevo amanecer. Es la nueva tierra, “buena y espaciosa”, hacia la que Dios nos llama, como hemos leído antes en el libro del Éxodo (Ex 3,8). Esa tierra en la que debe desaparecer la opresión del odio y dejar el puesto a los sentimientos cristianos: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Col 3,12).
– El perdón
El amor redentor de Cristo no permite que nos encerremos en la prisión del egoísmo que se niega al auténtico diálogo, desconoce los derechos de los demás y los clasifica en la categoría de enemigo que hay que combatir.
Es el momento de escuchar la invitación del Evangelio de este domingo: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13,3.5). Sí, convertirse y cambiar de conducta, porque -como hemos escuchado en el Salmo responsorial- Yavé “hace obras de justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Sal 102,6). Por eso el cristiano sabe que todos los pecadores pueden ser rescatados: que el rico -despreocupado, injusto, complacido en la egoísta posesión de sus bienes- puede y debe cambiar de actitud; que quien acude al terrorismo, puede y debe cambiar.
El sermón de la montaña es la carta magna del cristiano: “Bienaventurados los artesanos de la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala”. Hay un rechazo por parte de Dios y de los demás hacia la ineficacia. Tampoco nosotros la soportamos. Podemos aceptar el desprecio, el sufrimiento y también la muerte, pero admitir que somos unos inútiles no. Dar fruto, servir a Dios y a los demás es, junto a una satisfacción humana, un mandato divino.
Sin embargo, hay en nosotros como un principio de oposición que tiende a la exaltación del propio yo y a la comodidad. Este dictador egoísta y vanidoso, regalón y holgazán, va cancelando compromisos, limitando ese servicio a aquellas tareas que le reportan alguna ventaja o satisfacción personal. Pero sabemos que dentro de nosotros hay también un ser que reconoce que en servir está su mejor ganancia y que debe sobreponerse al comodón y egoísta. Aprendamos a servir –dice S. Josemaría Escrivá–, no hay mejor servicio que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás. Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad”.
¡Cuántas ocasiones para servir al Señor en la vida familiar, profesional y social que nos santifican y contribuyen a crear un ámbito de bienestar tan necesario para hacer más llevadero el peso de los días! Preguntémonos: ¿Vivo encerrado en mis intereses personales, ajeno a las necesidades de quienes me rodean? ¿Me intereso por lo que pueda inquietar a mi mujer, a mi marido, a mis hijos, a los demás miembros de mi familia? ¿Soy sensible y lo demuestro con hechos a los apuros de mis amigos, los compañeros de trabajo, los enfermos, los pobres? ¿Me escudo en la falta de tiempo o en que también yo estoy agobiado con problemas y no puedo cargar con los de los demás?
Todo esto es posible cuando no sofocamos lo que en nosotros hay de más cálido y mejor por vivir en una atmósfera interior dominada por el tic-tac del reloj, cuando sabemos que el Señor nos espera en esos detalles de servicio y cuando hay un amor sincero, afectivo y efectivo a Cristo en los demás. No basta con que lamentemos ciertas desgracias, debemos preguntarnos qué podemos hacer para remediarlas.
Hay una maldición para esa comodidad egoísta que nos torna inútiles. “Córtala. ¿Para qué va a ocupar un terreno en balde?” Pero hay también una recompensa muy grande, un tesoro inaudito en el cielo, para los que contribuyen a aliviar las cargas de los demás y hacerles más llevadera la vida con nuestros pequeños servicios: “Bien, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: pasa al banquete de tu señor” (Mt 25,23). Esto dirá Jesús a quien hizo fructificar sus talentos.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Fue a buscar fruto... y no lo encontró»
I. LA PALABRA DE DIOS
Ex 3, 1-8a. 13-15: “Yo soy” me envía a vosotros
Sal 102, 1-2.3-4.6-7.8 y 11: El Señor es compasivo y misericordioso
1 Co 10, 1-6. 10-12: La vida del pueblo con Moisés en el desierto se escribió para escarmiento nuestro
Lc 13, 1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera
II. LA FE DE LA IGLESIA
«... la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos [después del bautismo]. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que siendo “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación”» (1428).
«El olvido de la Ley y la infidelidad de la Alianza llevan a la muerte: el exilio, aparente fracaso de las Promesas, es en realidad fidelidad misteriosa del Dios Salvador y comienzo de una restauración prometida, pero según el Espíritu. Era necesario que el Pueblo de Dios sufriese esta purificación; el Exilio lleva ya la sombra de la Cruz en el designio de Dios y el Resto de pobres que vuelven del Exilio es una de las figuras más transparentes de la Iglesia» (710).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«... Santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor» (313).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
Nos faltan datos para determinar, aun aproximadamente, la represión de Pilato. Lo más probable es que el Procurador romano, en venganza a una revuelta, matara a bastantes galileos.
Jesús saca la conclusión: «Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». El Maestro aplica la enseñanza desprendida de la higuera estéril, que será cultivada, a ruegos del viñador, «a ver si da fruto. Si no, al año que viene la cortarás».
La perícopa plantea el juicio de Dios a los pecadores, ya en este mundo. Pone delante la imagen de un Dios justo y que castiga. Imagen muy popular y que plantea interrogantes a la fe.
La justicia es atributo necesario de Dios, que la sola inteligencia del hombre no acierta a conciliar con su bondad y ternura. Pero justicia y misericordia se afirman en: el NT, la profesión de fe de la Iglesia y la experiencia cristiana de los fieles, porque Dios no puede menos de superar nuestros esquemas sobre su modo de ser. El castigo de Dios en este mundo se comprende como castigo pedagógico: Dios sólo permite los males para sacar de ellos mayores bienes (cf Hb 12, 5-11; también 311b, 324).
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
Necesidad constante de conversión: 1425-1429.
Fe en los caminos de la Providencia: 309-314.
La respuesta:
La constante «conversión de los bautizados», por la formación de la conciencia: 1783-1789.
La conversión de la sociedad: 1423; 1886-1889.
C. Otras sugerencias
El juicio en este mundo del Dios que nos ama ofrece un avance, sujeto a revisión, del juicio definitivo. Por esto, el juicio de Dios en este mundo busca nuestra conversión.
Hay que adherirse a los caminos de la providencia de Dios, que busca la purificación de nuestros corazones, bajo la sombra de la Cruz, en comunión con el Cristo paciente (Ver 618).
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
La higuera estéril
– Dar fruto. La paciencia de Dios.
I. En las viñas de Palestina se solían plantar árboles junto a las cepas. Y en un lugar así sitúa Jesús la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa de hoy: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente: situada en un lugar apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿para qué va a ocupar terreno en balde?
La higuera simboliza a Israel, que no supo corresponder a los desvelos que Yahvé, dueño de la viña, manifestó una y otra vez sobre él, y representa también a todo aquel que permanece improductivo de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar más frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador, desde el momento mismo de nuestra concepción: nos dio un Ángel Custodio para que nos protegiera hasta el final de la vida, recibimos, quizá a los pocos días de nacer, la gracia inmensa del Bautismo, se nos dio Él mismo como alimento en la Sagrada Comunión, hemos tenido la oportunidad de recibir una formación cristiana... Incontables han sido las gracias y favores del Espíritu Santo. Sin embargo, es posible que el Señor encuentre a veces pocos frutos en nuestra vida, y quizá, en alguna ocasión, frutos amargos. Es posible que, alguna vez, nuestra situación personal haya podido recordar la desconsolada parábola que relata el Profeta Isaías: Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de mis amores: Tenía mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre e hizo en ella un lagar, esperando que le diera uvas, pero le dio agrazones, frutos agrios. ¿Por qué estos malos resultados, cuando todo estaba dispuesto para que fueran buenos? San Ambrosio señala que las causas de la esterilidad son, frecuentemente, la soberbia y la dureza de corazón.
A pesar de todo, Dios vuelve una y otra vez con nuevos cuidados: es la paciencia de Dios para con el alma. Él no se desanima ante nuestras faltas de correspondencia, sabe esperar, pues, junto a nuestras flaquezas y a la debilidad, conoce a la vez la capacidad de bien que hay en cada hombre, en cada mujer. El Señor no da nunca a nadie por perdido, confía en todos nosotros, aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.
Él mismo ha dicho que no quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que aún humea. Y las páginas del Evangelio son un continuo testimonio de esta consoladora verdad: las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida..., el encuentro con la samaritana, con Zaqueo...
– Lo que Dios espera de nosotros.
II. Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si así da fruto... Es Jesús que intercede ante Dios Padre por nosotros, que “somos como una higuera plantada en la viña del Señor”. “Intercede el colono; intercede cuando ya el hacha está a punto de caer, para cortar las raíces estériles; intercede como lo hizo Moisés ante Dios... Se mostró mediador quien quería mostrarse misericordioso”, comenta San Agustín. Señor, déjala todavía este año... ¡Cuántas veces se habrá repetido esta misma escena! ¡Señor, déjalo todavía un año...! “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?”.
Cada persona tiene una vocación particular, y toda vida que no responde a ese designio divino se pierde. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias concedidas, aunque nunca podrá haber paridad entre lo que damos y lo que recibimos, “pues el hombre nunca puede amar a Dios tanto como Él debe ser amado”; sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día muchos frutos de amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho... Cada noche, en el examen de conciencia, hemos de saber encontrar esos frutos pequeños en sí mismos, pero que han hecho grandes el amor y el deseo de corresponder a tanta solicitud divina. Y cuando salgamos de este mundo “tenemos que haber dejado impreso nuestro paso, dejando a la tierra un poco más bella y al mundo un poco mejor”, una familia con más paz, un trabajo que ha significado un progreso para la sociedad, unos amigos fortalecidos con nuestra amistad...
Examinemos en nuestra oración: si tuviéramos que presentarnos ahora delante del Señor, ¿nos encontraríamos alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre Dios? Pensemos en el día de ayer..., en la última semana..., y veamos si estamos colmados de obras hechas por amor al Señor, o si, por el contrario, una cierta dureza de corazón o el egoísmo de pensar excesivamente en nosotros mismos está impidiendo que demos al Señor todo lo que espera de cada uno. Bien sabemos que, cuando no se da toda la gloria a Dios, se convierte la existencia en un vivir estéril. Todo lo que no se hace de cara a Dios, perecerá. Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes. “Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate sólo en éste: en uno, en el que hemos comenzado...”, en el que ya falta poco para terminar.
– Con las manos llenas. Pacientes en el apostolado.
III. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos. Esto es lo que Dios quiere de todos: no apariencia de frutos, sino realidades que permanecerán más allá de este mundo: gentes que hemos acercado al Sacramento de la Penitencia, horas de trabajo terminadas con hondura profesional y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones en las comidas, que manifiestan la presencia de Dios y el dominio del cuerpo por el Señor, vencimientos en el estado de ánimo, orden en los libros, en la casa, en los instrumentos de trabajo, empeño para que no influya a nuestro alrededor el cansancio de un día intenso, pequeños servicios a quienes estaban necesitados de ayuda... No nos contentemos con las apariencias; examinemos si nuestras obras resisten, por el amor que hemos puesto en ellas y por la rectitud de intención, la penetrante mirada de Jesús. ¿Son mis obras en este momento el fruto que corresponde a las gracias que recibo?, podríamos preguntarnos cada uno en la intimidad de nuestra oración.
Si San Lucas sigue realmente un orden temporal en los acontecimientos que narra, “esta parábola fue dicha inmediatamente después de la pregunta planteada acerca de los galileos, cuya sangre mezcló Pilatos con sus sacrificios, y sobre los dieciocho hombres, encima de los cuales cayó la torre de Siloé (Lc 13, 4). ¿Debía suponerse que esos hombres eran especialmente pecadores, para merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que no, y añade: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente. No es la muerte del cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la recibe, y el pecador que, dándosele tiempo para el arrepentimiento, no hace uso de la oportunidad, no sale mejor librado que si le hubieran lanzado repentinamente sobre la eternidad, como a aquéllos. Y en este momento llega la parábola de la higuera, que nos advierte de un límite a la larga paciencia de Dios Todopoderoso. Pero parece, por lo que oímos del hortelano, que es posible una intervención para prolongar el plazo de la tolerancia divina. No cabe duda que esto es importante. ¿Pueden nuestras oraciones servir para ganar al pecador un plazo que le permita arrepentirse?
“Claro que pueden”. Y nosotros mismos podemos interceder junto al Señor para que se prolongue esa paciencia divina con aquellas personas que quizá, con una constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. “Por tanto, no nos apresuremos a cortar, sino dejemos crecer misericordiosamente, no sea que arranquemos la higuera que aún puede dar mucho fruto”. Tengamos también nosotros paciencia y procuremos poner más medios, humanos y sobrenaturales, en el trato con esas personas que parecen tardar en recorrer el camino que lleva hasta Jesús.
Nuestra Madre Santa María nos alcanzará, en este sábado del mes de octubre en el que tantas veces hemos acudido a Ella, la gracia abundante que necesitan nuestras almas para dar más frutos y la que precisan nuestros familiares y amigos para que aceleren el paso hacia su Hijo, que los espera.
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Cardenal Jorge MEJÍA Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. (Città del Vaticano, Vaticano) (www.evangeli.net)
Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo
Hoy, tercer domingo de Cuaresma, le lectura evangélica contiene una llamada de Jesús a la penitencia y a la conversión. O, más bien, una exigencia de cambiar de vida.
“Convertirse” significa, en el lenguaje del Evangelio, mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el Evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, san Juan Bautista resumía su predicación con la misma expresión: «Predicaba un bautismo de conversión» (Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se resume con estas palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
Esta lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la primera parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada), contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro modo!: lamentamos las dos desgracias −entonces sentidas y lloradas− pero Jesucristo, muy seriamente, nos dice a todos: −Si no cambiáis de vida, «todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,5).
Esto nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad del compromiso cristiano. Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la posibilidad de una muerte, no en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la eterna perdición. Las dos muertes de nuestro texto no son más que figuras de otra muerte, sin comparación con la primera.
Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta. Ninguno queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El “viñador”, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida! Éste es el mensaje de la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos −san Ignacio, por ejemplo, aunque tarde en su vida− por gracia de Dios cambian y nos animan a cambiar.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Dar buen fruto
«Por sus frutos los conocerán» (Mt 7, 16).
Eso dice Jesús.
Te lo dice a ti, sacerdote, porque te envía para que des fruto y ese fruto permanezca, de modo que todo lo que le pidas al Padre en su nombre te lo conceda.
Y tú, sacerdote, ¿obedeces a tu Señor?
¿A dónde quiera que Él te mande vas, y lo que Él te diga lo dices?
¿Escuchas a tu Señor y haces lo que Él te dice?
¿Estás dando fruto, sacerdote?
¿Tu fruto es abundante?
No eres tú quien ha elegido a tu Señor, es tu Señor quien te ha elegido a ti. Por tanto, eres de buena semilla, sacerdote, y todos tus frutos son buenos.
Muéstrale al mundo tus frutos, sacerdote, para que en ti conozcan a Cristo, porque por tus frutos te conocerán, y Cristo vive en ti, y obra en ti, y tus frutos son sus frutos.
Muéstrale al mundo tus obras, para que conozcan tu fe, y los contagies con esa fe viva, que es una llama encendida de celo apostólico que ha nacido del amor de tu Señor, que has recibido porque le has abierto tu corazón.
Muéstrale al mundo los frutos que has cosechado con tu vocación, con tu entrega, con tu trabajo, y con tu vida ordinaria, transformada en extraordinaria, haciéndola oración.
Frutos de santidad que has alcanzado en el altar, cuando el poder que Dios te ha dado ha transformado el fruto de tu trabajo en alimento de vida y en bebida de salvación.
Frutos que has conseguido con una misa bien celebrada, con la misericordia bien administrada, con una vida totalmente entregada al cumplimiento de tu misión en el ministerio que te ha sido encomendado, para hacer un apostolado acogido y aceptado con todo tu corazón.
Muéstrale al mundo los frutos que has cosechado y has transformado en ofrenda para tu Señor, y recoge los frutos del trabajo de los hombres, uniéndolos en un mismo y eterno sacrificio agradable a Dios: el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que, siendo cordero, fue crucificado por lobos, para perdonar todos los pecados del mundo.
Persevera, sacerdote, en el cumplimiento de la voluntad de Dios, que se manifiesta a través de la verdad revelada, en la justa conciencia de una justa obediencia a esa verdad, que mantiene la conciencia en la tranquilidad del alma que permanece en paz, porque ha recibido los frutos y carismas que el Espíritu Santo da a quien obedece y permanece, por amor de Dios, en esa verdad.
Persevera, sacerdote, en esa lucha constante por conseguir frutos abundantes de santidad, para la gloria de Dios, en esta vida y en la eternidad.
No tengas miedo de mostrarte al mundo, sacerdote, porque por tus frutos te conocerán.
(Espada de Dos Filos II, n. 19)
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