Formación permanente - Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros

Es fundamental que los sacerdotes sean conscientes del hecho que su formación no acaba en los años del seminario

FORMACIÓN PERMANENTE

El sacerdote necesita profundizar constantemente su formación. Aunque el día de su ordenación recibiera el sello permanente que lo configuró in æternum con Cristo Cabeza y Pastor, está llamado a mejorar continuamente, a fin de ser más eficaz en su ministerio. En este sentido, es fundamental que los sacerdotes sean conscientes del hecho que su formación no acaba en los años del seminario. Al contrario, desde el día de su ordenación, el sacerdote debe sentir la necesidad de perfeccionarse continuamente, para ser cada vez más de Cristo Señor.

3.1. Principios

Necesidad de la formación permanente, hoy

87. Como ha recordado Benedicto XVI «el tema de la identidad sacerdotal [...] es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro»[1]. Estas palabras del Santo Padre constituyen el punto de referencia sobre el cual fundar la formación permanente del clero: ayudar a profundizar el significado de ser sacerdote. «El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo, Cabeza y Pastor»[2] y, en este sentido, la formación permanente debería ser un medio para acrecer esta relación “exclusiva”, que necesariamente se repercute sobre toda la persona del presbítero y sus acciones. La formación permanente es una exigencia, que nace y se desarrolla a partir de la recepción del sacramento del Orden, con el cual el sacerdote no es sólo «consagrado» por el Padre, «enviado» por el Hijo, sino también «animado» por el Espíritu Santo. Esta exigencia está destinada a asimilar progresivamente y de modo siempre más amplio y profundo toda la vida y la acción del presbítero en la fidelidad al don recibido: «Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti» (2Tim 1, 6).

Se trata de una necesidad intrínseca al mismo don divino[3], que debe ser continuamente «vivificado» para que el presbítero pueda responder adecuadamente a su vocación. Él, en cuanto hombre situado históricamente, tiene necesidad de perfeccionarse en todos los aspectos de su existencia humana y espiritual para poder alcanzar aquella conformación con Cristo, que es el principio unificador de todas las cosas.

Las rápidas y difundidas transformaciones y un tejido social frecuentemente secularizado son otros factores, típicos del mundo contemporáneo, que hacen absolutamente ineludible el deber del presbítero de estar adecuadamente preparado, para no diluir la propia identidad y para responder a las necesidades de la nueva evangelización. A este grave deber corresponde un preciso derecho de parte de los fieles, sobre los cuales recaen positivamente los efectos de la buena formación y de la santidad de los sacerdotes[4].

88. La vida espiritual del sacerdote y su ministerio pastoral van unidos a aquel continuo trabajo sobre sí mismos —correspondencia a la obra de santificación del Espíritu Santo—, que permite profundizar y recoger en armónica síntesis tanto la formación espiritual, como la humana, intelectual y pastoral. Este trabajo, que se debe iniciar desde el tiempo del seminario, debe ser favorecido por los Obispos a todos los niveles: nacional, regional y, principalmente, diocesano.

Es motivo de alegría constatar que son ya muchas las Diócesis y las Conferencias episcopales actualmente empeñadas en prometedoras iniciativas para dar una verdadera formación permanente a los propios sacerdotes. Es de desear que todas las Diócesis puedan dar respuesta a esta necesidad. De todos modos, donde esto no fuera momentáneamente posible, es aconsejable que se pongan de acuerdo entre sí, o tomen contacto con instituciones o personas especialmente preparadas para desempeñar una tarea tan delicada[5].

Instrumento de santificación

89. La formación permanente es un medio necesario para que el presbítero alcance el fin de su vocación, que es el servicio de Dios y de su Pueblo.

Esta formación consiste, en la práctica, en ayudar a todos los sacerdotes a dar una respuesta generosa en el empeño requerido por la dignidad y responsabilidad, que Dios les ha confiado por medio del sacramento del Orden; en cuidar, defender y desarrollar su específica identidad y vocación; en santificarse a sí mismos y a los demás mediante el ejercicio del sagrado ministerio.

Esto significa que el presbítero debe evitar toda forma de dualismo entre espiritualidad y ministerio, origen profundo de ciertas crisis.

Está claro que para alcanzar estos fines de orden sobrenatural, es preciso descubrir y analizar los criterios generales sobre los que se debe estructurar la formación permanente de los presbíteros.

Tales criterios o principios generales de organización deben brotar de la finalidad que la formación se propone o, mejor dicho, se deben buscar en ella.

La debe impartir la Iglesia

90. La formación permanente es un derecho y un deber del presbítero e impartirla es un derecho y un deber de la Iglesia. Por tanto, así lo establece la ley universal[6]. En efecto, como la vocación al ministerio sagrado se recibe en la Iglesia, solamente a Ella le compete impartir la específica formación, según la responsabilidad propia de tal ministerio. La formación permanente, por tanto, al ser una actividad unida al ejercicio del sacerdocio ministerial, pertenece a la responsabilidad del Papa y de los Obispos. La Iglesia tiene, por tanto, el deber y el derecho de continuar formando a sus ministros, ayudándolos a progresar en la respuesta generosa al don que Dios les ha concedido.

A su vez, el ministro ha recibido también, como exigencia del don que recibió en la ordenación, el derecho a tener la ayuda necesaria por parte de la Iglesia para realizar eficaz y santamente su servicio.

Debe ser permanente

91. La actividad de formación se basa en una exigencia dinámica, intrínseca al carisma ministerial, que es en sí mismo permanente e irreversible. Por tanto, ni la Iglesia que la imparte, ni el ministro que la recibe pueden considerarla nunca terminada. Es necesario, pues, que se plantee y desarrolle de modo que todos los presbíteros puedan recibirla siempre, teniendo en cuenta las posibilidades y características, que se relacionan con el cambio de la edad, de la condición de vida y de las tareas confiadas[7].

Debe ser completa

92. Dicha formación debe comprender y armonizar todas las dimensiones de la vida sacerdotal; es decir, debe tender a ayudar a cada presbítero: a desarrollar una personalidad humana madurada en el espíritu de servicio a los demás, cualquiera que sea el encargo recibido; a estar intelectualmente preparado en las ciencias teológicas en armonía con el Magisterio de la Iglesia[8] y también en las humanas en cuanto relacionadas con el propio ministerio, de manera que desempeñe con mayor eficacia su función de testigo de la fe; a poseer una vida espiritual sólida, nutrida por la intimidad con Jesucristo y del amor por la Iglesia; a ejercer su ministerio pastoral con empeño y dedicación.

En definitiva, tal formación debe ser completa: humana, espiritual, intelectual, pastoral, sistemática y personalizada.

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[1]  Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010), l.c., 5.

[2]  Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 16.

[3] Cfr. ibid., 70.

[4] Cfr. ibid.

[5] Cfr. ibid., 79.

[6] Cfr. C.I.C., can. 279.

[7] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 76.

[8]  Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Inst. Donum veritatis acerca de la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 21-41: AAS 82 (1990), 1559-1569; Comisión Teológica Internacional, Theses Rationes magisterii cum theologia acerca de la relación mutua entre magisterio eclesiástico y teología (6 de junio de 1976), tesis n. 8: “Gregorianum” 57 (1976), 549-556.