Ascensión del Señor (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Regina Caeli 2014 y 2018 - Homilía 2017 y Mensaje 2018
- BENEDICTO XVI – Homilías en las principales fiestas del año litúrgico
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Ma. de Poblet (Tarragona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
PARA SUPERAR EL DESCONCIERTO
Hech 1, 1-11; Ef 4, 1-13; Mc 16, 15-20
El comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles registra la confusión y el pasmo de los Apóstoles. Están desconcertados, imaginando que la resurrección de Jesús, desatará una conmoción política, que reavivará el dominio de Israel sobre el resto de las naciones. Imaginan un nuevo reinado, semejante al del rey David. Hablan de la restauración del reino de Israel. No del reino de Dios. Las palabras sí que cuentan, por más que se asemejen. Además de esta confusión en cuanto a sus expectativas políticas, parecen desentenderse de sus responsabilidades. Están parados y mirando al cielo. Es necesario activarse, tendrán que estar alertas para recibir la promesa del Espíritu. En el cierre del Evangelio de san Marcos, Jesús resucitado enlista una serie de señales y prodigios, que acompañarán a quienes anuncien el Evangelio. Las señales que acreditan a los evangelizadores son indispensables.
Misa de la Vigilia
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 67, 33. 35
Canten a Dios, reinos de la tierra, toquen para el Señor, que asciende sobre los cielos; su majestad y su poder resplandecen sobre las nubes. Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Dios eterno, cuyo Hijo subió hoy al cielo en presencia de sus Apóstoles, te pedimos nos concedas que él, de acuerdo a su promesa, permanezca siempre con nosotros en la tierra, y nos permita vivir con él en el cielo. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Dios nuestro, cuyo Unigénito, nuestro mediador, vive para siempre y está sentado a tu derecha para interceder por nosotros, concédenos acercarnos llenos de confianza al trono de la gracia y obtener así tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor...
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Hb 10, 12
Cristo ofreció un solo sacrificio por el pecado, y se sentó para siempre a la derecha de Dios. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Te pedimos, Señor, que los dones que hemos recibido de tu altar, enciendan en nuestros corazones el deseo de la patria celeste, para que, siguiendo las huellas de nuestro Salvador, tendamos siempre a la meta a donde nos ha precedido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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Misa del Día
ANTÍFONA DE ENTRADA Hch 1, 11
Hombres de Galilea, ¿qué hacen allí parados mirando al cielo? Ese mismo Jesús, que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto marcharse. Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Te rogamos nos concedas, Dios todopoderoso, que al reafirmar, en este día, nuestra fe en la ascensión a los cielos de tu Unigénito, nuestro Redentor, nosotros vivamos también con nuestros pensamientos puestos en las cosas celestiales. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Se fue elevando a la vista de sus apóstoles.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 1, 1-11
En mi primer libro, querido Teófilo, escribí acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó, hasta el día en que ascendió al cielo, después de dar sus instrucciones, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había elegido. A ellos se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios.
Un día, estando con ellos a la mesa, les mandó: “No se alejen de Jerusalén. Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado: Juan bautizó con agua; dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo”.
Los ahí reunidos le preguntaban: “Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?”. Jesús les contestó: “A ustedes no les toca conocer el tiempo y la hora que el Padre ha determinado con su autoridad; pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra”.
Dicho esto, se fue elevando a la vista de ellos, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos. Mientras miraban fijamente al cielo, viéndolo alejarse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 46
R/. Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya.
Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor, de gozo llenos; que el Señor, el Altísimo, es terrible y de toda la tierra, rey supremo. R/.
Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor, asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey honremos y cantemos todos. R/.
Porque Dios es el rey del universo, cantemos el mejor de nuestros cantos. Reina Dios sobre todas las naciones desde su trono santo. R/.
SEGUNDA LECTURA
Hasta que alcancemos en todas sus dimensiones la plenitud de Cristo
De la carta del apóstol san Pablo a los efesios. 4, 1-13
Hermanos: Yo, Pablo, prisionero por la causa del Señor, los exhorto a que lleven una vida digna del llamamiento que han recibida Sean siempre humildes y amables; sean comprensivos y sopórtense mutuamente con amor; esfuércense en mantenerse unidos en el espíritu con el vínculo de la paz.
Porque no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, como es también sólo una la esperanza del llamamiento que ustedes han recibido. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que reina sobre todos, actúa a través de todos y vive en todos.
Cada uno de nosotros ha recibido la gracia en la medida en que Cristo se la ha dado. Por eso dice la Escritura: Subiendo a las alturas, llevó consigo a los cautivos y dio dones a los hombres.
¿Y qué quiere decir “subió”? Que primero bajó a lo profundo de la tierra. Y el que bajó es el mismo que subió a lo más alto de los cielos, para llenarlo todo.
Él fue quien concedió a unos ser apóstoles; a otros, ser profetas; a otros, ser evangelizadores; a otros, ser pastores y maestros. Y esto, para capacitar a los fieles, a fin de que, desempeñando debidamente su tarea, construyan el cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a estar unidos en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios y lleguemos a ser hombres perfectos, que alcancemos en todas sus dimensiones la plenitud de Cristo.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 28, 19 20
R/. Aleluya, aleluya.
Vayan y enseñen a todas las naciones, dice el Señor, y sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. R/.
EVANGELIO
Subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 16, 15-20
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. Estos son los milagros que acompañarán a los que hayan creído: arrojarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos quedarán sanos”.
El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y está sentado ala derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicación con los milagros que hacían.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Al ofrecerte Señor, este sacrificio en la gloriosa festividad de la ascensión, concédenos que por este santo intercambio, nos elevemos también nosotros a las cosas del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 28, 20
Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Dios todopoderoso y eterno, que nos permites participar en la tierra de los misterios divinos, concede que nuestro fervor cristiano nos oriente hacia el cielo, donde ya nuestra naturaleza humana está contigo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
La ascensión de Jesús a los cielos (Hch 1, 1-11)
1ª lectura
Como en el evangelio (cfr Lc 1, 1-4), San Lucas inicia su narración con un prólogo semejante al que empleaban los historiadores profanos. En este segundo volumen de su obra enlaza con los acontecimientos narrados al final del evangelio y comienza a relatar los orígenes y la primera expansión del cristianismo, efectuados con la fuerza del Espíritu Santo, protagonista central de todo el escrito. La dimensión espiritual del libro de los Hechos, que forma una estrecha unidad con el tercer evangelio, encendió el alma de las primeras generaciones cristianas, que vieron en sus páginas la historia fiel y el amoroso actuar divino con el nuevo Israel que es la Iglesia. Así, la forma de narrar de Lucas es la de los historiadores, pero la significación del relato es más profunda: «Los Hechos de los Apóstoles parecen sonar puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia; pero, si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, el médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio (cfr Col 4, 14), advertiremos igualmente que todas sus palabras son medicamentos para el alma enferma» (S. Jerónimo, Epistulae53, 9).
«Teófilo» (v. 1), a quien va dedicado el libro, pudo ser un cristiano culto y de posición acomodada. También puede ser una figura literaria, pues el nombre significa «amigo de Dios».
El tercer evangelio narra las apariciones de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús y a los Apóstoles, refiriéndolas al mismo día (cfr Lc 24, 13.36). Aquí, San Lucas dice que se les apareció «durante cuarenta días» (v. 3). La cifra no es solamente un dato cronológico. El número admite un sentido literal y uno más profundo. Los períodos de cuarenta días o años tienen en la Sagrada Escritura un claro significado salvífico. Son tiempos en los que Dios prepara o lleva a cabo aspectos importantes de su actividad salvadora. El diluvio inundó la tierra durante cuarenta días (Gn 7, 17); los israelitas caminaron cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida (Sal 95, 10); Moisés permaneció cuarenta días en el monte Sinaí para recibir la revelación de Dios que contenía la Alianza (Ex 24, 18); Elías anduvo cuarenta días y cuarenta noches con la fuerza del pan enviado por Dios, hasta llegar a su destino (1 R 19, 8); y Nuestro Señor ayunó en el desierto durante cuarenta días como preparación a su vida pública (Mt 4, 2).
La pregunta de los Apóstoles (v. 6) indica que todavía piensan en la restauración temporal de la dinastía de David: la esperanza en el Reino parece reducirse para ellos —como para muchos judíos de su tiempo— a la expectación de un dominio nacional judío, bajo el impulso divino, tan amplio y universal como la diáspora. Con su respuesta, el Señor les enseña que tal esperanza es una quimera: los planes de Dios están muy por encima de sus pensamientos; no se trata de una realización política sino de una realidad transformadora del hombre, obra del Espíritu Santo: «Pienso que no comprendían claramente en qué consistía el Reino, pues no habían sido instruidos aún por el Espíritu Santo» (S. Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum2).
Cuando el Señor corrige a sus discípulos, sí les especifica claramente cuál debe ser su misión: ser testigos suyos hasta los confines de la tierra (v. 8): El celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 122).
Después (vv. 9-11), el Señor asciende a los cielos. Así se explica la situación actual del cuerpo resucitado de Jesús: «La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su Humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. (...) Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Elevado al Cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 668-669).
Lo sentó a su derecha en los cielos (Ef 1, 17-23)
2ª lectura
Los fieles a los que dirige esta carta a los Efesios, en su mayor parte procedentes de la gentilidad, están particularmente interesados por el «conocimiento» de los misterios divinos. Ese afán, aunque podía estar influido por corrientes doctrinales y culturales del momento, era bueno de suyo. Por eso, se pide a Dios el Espíritu de sabiduría y revelación, para conocer lo verdaderamente importante, Jesucristo, en quien reside toda plenitud. Además, el conocimiento del misterio de Cristo constituye un sólido fundamento para la esperanza (v. 18): «La palabra del Apóstol habla de las cosas futuras como ya hechas, como corresponde a la potencia de Dios, pues lo que se ha de llevar a cabo en la plenitud de los tiempos ya tiene consistencia en Cristo, en el que está toda la plenitud; y todo lo que ha de suceder es, más que una novedad, el desarrollo del plan de salvación» (S. Hilario de Poitiers, De Trinitate 11, 31).
Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo (Mc 16, 15-20)
Evangelio
El segundo evangelio finaliza con un apretado sumario sobre las apariciones del resucitado. Estos versículos tienen un estilo distinto del resto del evangelio y faltan en algunos manuscritos. Con todo, ya sea que Marcos siguió de cerca un documento, ya sea un añadido posterior, este pasaje es considerado canónico y, por tanto, inspirado.
La aparición a los Once (vv. 14-18) condensa la misión de los Apóstoles, que es ahora la misión de la Iglesia: el destino universal de la salvación y la necesidad del Bautismo para acceder a ella. La enseñanza de la Iglesia lo expresa así: «Ante todo, debe ser firmemente creído que la “Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cfr Mc 16, 16; Jn 3, 5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta” (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 14) Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cfr 1 Tm 2, 4); por lo tanto, “es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación” (Juan Pablo II, Redemptoris missio, n. 9). (...) La Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad, debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo» (Congr. Doctrina de la Fe, Dominus Iesus, nn. 20 y 22).
Finalmente, los dos últimos versículos (vv. 19-20) relatan quién es Jesús en el presente de la historia: el que ha sido exaltado a la derecha del Padre y quien actúa en sus discípulos confirmando su palabra. La Ascensión del Señor a los Cielos y el estar sentado a la derecha del Padre constituyen el sexto artículo de la Fe que recitamos en el Credo. Jesucristo subió al Cielo en cuerpo y alma; en su Humanidad, ha tomado eterna posesión de la gloria y ocupa junto a Dios el puesto de honor sobre todas las criaturas en cuanto hombre (cfr Catechismus Romanus 1, 7, 2-3). Con su «entrada» en los Cielos, en su nuevo modo de existencia gloriosa, de alguna manera ya estamos nosotros también participando de esa gloria (cfr Ef 2, 6). El Catecismo de la Iglesia Católica resume así la repercusión salvífica de la ascensión: «Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente» (n. 666).
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
La Ascensión del Señor
1. Nuestro Señor Jesucristo ha subido hoy al cielo; suba con él nuestro corazón. Escuchemos al Apóstol, que dice: Si habéis resucitado con Cristo, gustad las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra. Como él ascendió sin apartarse de nosotros, de idéntica manera también nosotros estamos ya con él allí, aunque aún no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que tenemos prometido. Él ha sido ensalzado ya por encima de los cielos; no obstante, sufre en la tierra cuantas fatigas padecemos nosotros en cuanto miembros suyos. Una prueba de esta verdad la dio al clamar desde lo alto: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y al decir: tuve hambre y me distéis de comer ¿Por qué nosotros no nos esforzamos en la tierra por descansar con él en el cielo sirviéndonos de la fe, la esperanza, la caridad, que nos une a él? Él está allí con nosotros; igualmente, nosotros estamos aquí con él. Él lo puede por su divinidad, su poder y su amor; nosotros, aunque no lo podemos en virtud de la divinidad como él, lo podemos, no obstante, por el amor, pero amor hacia él. Él no se alejó del cielo cuando descendió de allí hasta nosotros, ni tampoco se alejó de nosotros cuando ascendió de nuevo al cielo. Que estaba en el cielo mientras se hallaba en la tierra, lo atestigua él mismo: Nadie, dijo, subió al cielo sino quien bajó del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo. No dijo: «El hijo del hombre que estará en el cielo», sino: El hijo del hombre que está en él cielo.
2. El permanecer con nosotros incluso cuando está en el cielo es una promesa hecha antes de su ascensión al decir: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo. Pero también nosotros estamos allí, puesto que él mismo dijo: Regocijaos, porque vuestros nombres han sido escritos en el cielo, a pesar de que con nuestros cuerpos y fatigas quebrantemos la tierra y la tierra nos quebrante a nosotros. Una vez que nos encontremos en su gloria después de la resurrección corporal, ni nuestro cuerpo habitará esta tierra de mortalidad ni nuestro afecto se sentirá inclinado hacia ella; todo él lo tomará de aquí quien tiene las primicias de nuestro espíritu. No hemos de perder la esperanza de alcanzar la perfecta y angélica morada celestial porque él haya dicho: Nadie sube al cielo sino quien bajó del cielo: el hijo del hombre que está en el cielo. Parece que estas palabras se refieren únicamente a él, como si ninguno de nosotros tuviese acceso a él. Pero tales palabras se dijeron en atención a la unidad que formamos, según la cual él es nuestra cabeza y nosotros su cuerpo. Nadie, pues, sino él, puesto que nosotros somos él en cuanto que él es hijo del hombre por nosotros, y nosotros hijos de Dios por él. Así habla el Apóstol: De igual manera que el cuerpo es único y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. No dijo: «Así Cristo», sino así también Cristo. A Cristo, pues, lo constituyen muchos miembros, que son un único cuerpo. Descendió del cielo por misericordia y no asciende nadie sino él, puesto que también nosotros estamos en él por gracia. Según esto, nadie descendió y nadie ascendió, sino Cristo. No se trata de diluir la dignidad de la cabeza en el cuerpo, sino de no separar de la cabeza la unidad del cuerpo. No dice «de tus descendencias», como si fueran muchas, sino: En tu descendencia que es Cristo. Así, pues, llama a Cristo descendencia de Abrahán; y, no obstante, el mismo Apóstol dijo: Pues vosotros sois descendencia de Abrahán. Por tanto, si no se trata de descendencias, como si fueran muchas, sino de una sola, y ésta la de Abrahán, que es Cristo; la de Abrahán, que somos nosotros, cuando él sube al cielo, nosotros no estamos separados de él. No mira con malos ojos el que nosotros vayamos allá quien descendió del cielo, sino que ciclo.» Por eso, robustezcámonos entre tanto; ardamos con todas las llamas del deseo por ello; meditemos en la tierra lo que contamos poseer en el cielo. Entonces nos despojaremos de la carne de la mortalidad; despojémonos ahora de la vetustez del alma: el cuerpo será elevado fácilmente a las alturas celestes si el peso de los pecados no oprimen al espíritu.
3. Por insinuación calumniosa de los herejes, a algunos les intriga el saber cómo el Señor descendió sin cuerpo y ascendió con él; les parece que está en contradicción con aquellas palabras: Nadie sube al cielo sino quien bajó del cielo. ¿Cómo pudo subir al cielo, preguntan, un cuerpo que no bajó de allí? Como si él hubiera dicho: «Nada sube al cielo sino lo que bajó de él.» Lo que dijo fue esto otro: Nadie sube sino quien bajó. La afirmación se refiere a la persona, no a la vestimenta de la persona. Descendió sin el vestido del cuerpo, ascendió con él; pero nadie ascendió, sino quien descendió. Si él nos incorporó a sí mismo en calidad de miembros suyos, de forma que, incluso incorporados nosotros, sigue siendo él mismo, ¡con cuánta mayor razón no puede tener en él otra persona el cuerpo que tomó de la virgen! ¿Quién dirá que no fue la misma persona la que subió a un monte, o a una muralla, o a cualquier otro lugar elevado por el hecho de que, habiendo descendido despojado de sus vestiduras, asciende con ellas, o porque, habiendo descendido desarmado, asciende armado? Como en este caso se dice que nadie subió sino quien descendió, aunque haya subido con algo que no tenía al descender, de idéntica manera, nadie subió al cielo sino Cristo, porque nadie sino él bajó de allí, aunque haya descendido sin cuerpo y haya ascendido con él, habiendo de ascender también nosotros no por nuestro poder, sino por la unión entre nosotros y con él. En efecto, son dos en una sola carne; es el gran sacramento de Cristo y la Iglesia; por eso dice él mismo: Ya no son dos, sino una sola carne.
4. Ayunó cuando fue tentado, a pesar de que, con anterioridad a su muerte, necesitaba el alimento, y, en cambio, comió y bebió una vez glorificado, a pesar de que, después de su resurrección, ya no lo necesitaba. En el primer caso mostraba en su persona nuestra fatiga; en el segundo, en nosotros su consolación; en ambas ocasiones, en el marco de cuarenta días. En efecto, según consta en el evangelio, cuando fue tentado en el desierto antes de la muerte de su carne había ayunado durante cuarenta días; y, a su vez, según lo indica Pedro en los Hechos de los Apóstoles, después de la resurrección de su carne pasó cuarenta días con sus discípulos, entrando y saliendo, comiendo y bebiendo. Bajo el número 40 parece estar simbolizado el transcurso de este mundo en quienes han sido llamados a la gracia por quien no vino a anular la ley, sino a darle cumplimiento 2. Diez son los preceptos de la ley cuando ya la gracia de Cristo se halla difundida por el mundo. El mundo consta de cuatro partes, y 10 multiplicado por 4 da 40, puesto que los que han sido redimidos por el Señor fueron reunidos de todas las regiones: de oriente y de occidente, del norte y del mar. Su ayuno de cuarenta días antes de su muerte equivalía, en cierto modo, a clamar: «Absteneos de los deseos mundanos»; y el comer y beber durante cuarenta días después de la resurrección de la carne equivalía a decir: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo. El ayuno, en efecto, tiene lugar en la tribulación del combate, porque quien compite en la lucha se abstiene de todo; el alimento, en cambio, es propio de la paz esperada, que no será perfecta hasta que nuestro cuerpo, cuya redención anhelamos, no se revista de inmortalidad; cosa que no nos gloriamos de haberla alcanzado ya, pero de la que nos alimentamos en la esperanza. Una y otra cosa hemos de hacer; así lo mostró el Apóstol al decir: Gozando en la esperanza y siendo pacientes en la tribulación, como si lo primero se hallase simbolizado en el alimento, y lo segundo en el ayuno. Una y otra cosa hemos de realizar cuando emprendemos el camino del Señor: ayunar de la vanidad del mundo presente y robustecernos con la promesa del futuro; en el primer caso no apegando el corazón, y en el segundo, poniendo su alimento en lo alto.
(Sermones sobre los tiempos litúrgicos, Sermón 263 A, O.C. (XXIV), BAC Madrid 1983, pp. 659-664)
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FRANCISCO – Regina Caeli 2014 y 2018 - Homilía 2017 y Mensaje 2021
Regina Caeli 2014
La comunidad cristiana es una comunidad «en salida».
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (cf. Hch 1, 2.9). El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o mejor, «salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el mundo.
Jesús sale, asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mismo había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está con nosotros!
Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del perdón que tú das». Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.
Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad «en salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y vosotros me diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre «en salida» con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.
A sus discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.
Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza.
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Regina Caeli 2018
Cristo Resucitado nos envía con la fuerza del Espíritu Santo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en muchos otros países se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. Esta fiesta contiene dos elementos. Por una parte, la Ascensión orienta nuestra mirada al cielo, donde Jesús glorificado se sienta a la derecha de Dios (cf. Mateo 16, 19). Por otra parte, nos recuerda el inicio de la misión de la Iglesia: ¿Por qué? Porque Jesús resucitado ha subido al cielo y manda a sus discípulos a difundir el Evangelio en todo el mundo. Por lo tanto, la Ascensión nos exhorta a levantar la mirada al cielo, para después dirigirla inmediatamente a la tierra, llevando adelante las tareas que el Señor resucitado nos confía.
Es lo que nos invita a hacer la página del día del Evangelio, en la que el evento de la Ascensión viene inmediatamente después de la misión que Jesús confía a sus discípulos. Una misión sin confines, —es decir, literalmente sin límites— que supera las fuerzas humanas. Jesús, de hecho dice: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Marcos 16, 15). Parece de verdad demasiado audaz el encargo que Jesús confía a un pequeño grupo de hombres sencillos y sin grandes capacidades intelectuales. Sin embargo, esta reducida compañía, irrelevante frente a las grandes potencias del mundo, es invitada a llevar el mensaje de amor y de misericordia de Jesús a cada rincón de la tierra. Pero este proyecto de Dios puede ser realizado solo con la fuerza que Dios mismo concede a los apóstoles. En ese sentido, Jesús les asegura que su misión será sostenida por el Espíritu Santo. Y dice así: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hechos de los apóstoles 1, 8). Así que esta misión pudo realizarse y los apóstoles iniciaron esta obra, que después fue continuada por sus sucesores.
La misión confiada por Jesús a los apóstoles ha proseguido a través de los siglos, y prosigue todavía hoy: requiere la colaboración de todos nosotros. Cada uno, en efecto, por el bautismo que ha recibido está habilitado por su parte para anunciar el Evangelio La Ascensión del Señor al cielo, mientras inaugura una nueva forma de presencia de Jesús en medio de nosotros, nos pide que tengamos ojos y corazón para encontrarlo, para servirlo y para testimoniarlo a los demás. Se trata de ser hombres y mujeres de la Ascensión, es decir, buscadores de Cristo a lo largo de los caminos de nuestro tiempo, llevando su palabra de salvación hasta los confines de la tierra. En este itinerario encontramos a Cristo mismo en nuestros hermanos, especialmente en los más pobres, en aquellos que sufren en carne propia la dura y mortificante experiencia de las viejas y nuevas pobrezas. Como al inicio Cristo Resucitado envió a sus discípulos con la fuerza del Espíritu Santo, así hoy Él nos envía a todos nosotros, con la misma fuerza, para poner signos concretos y visibles de esperanza. Porque Jesús nos da la esperanza, se fue al cielo y abrió las puertas del cielo y la esperanza de que lleguemos allí.
Que la Virgen María, que como Madre del Señor muerto y Resucitado animó la fe de la primera comunidad de discípulos, nos ayude también a nosotros a mantener «nuestros corazones en alto», así como nos exhorta a hacer la Liturgia. Y que al mismo tiempo nos ayude a tener «los pies en la tierra» y a sembrar con coraje el Evangelio en las situaciones concretas de la vida y la historia.
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Homilía del 27 de mayo de 2017
Esta es la palabra-clave del poder de Jesús: intercesión.
Hemos escuchado lo que Jesús Resucitado dice a los discípulos antes de su ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18). El poder de Jesús, la fuerza de Dios. Este tema atraviesa las Lecturas de hoy: en la primera Jesús dice que no corresponde a los discípulos conocer «el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad», pero les promete a ellos la «fuerza del Espíritu Santo» (Hechos de los Apóstoles 1, 7-8); en la segunda san Pablo habla de la «soberana grandeza de su poder para con nosotros» y de la «eficacia de su fuerza poderosa» (Efesios 1, 19). Pero ¿en qué consiste esta fuerza, este poder de Dios?
Jesús afirma que es un poder «en el cielo y en la tierra». Es sobre todo el poder de unir el cielo y la tierra. Hoy celebramos este misterio, porque cuando Jesús subió al Padre nuestra carne humana cruzó el umbral del cielo: nuestra humanidad está allí, en Dios, para siempre. Allí está nuestra confianza, porque Dios no se separará nunca del hombre. Y nos consuela saber que en Dios, con Jesús, está preparado para cada uno de nosotros un lugar: un destino de hijos resucitados nos espera y por esto vale realmente la pena vivir aquí abajo buscando las cosas de allí arriba donde se encuentra nuestro Señor (cf. Colosenses 3, 1-2). Esto es lo que ha hecho Jesús, con su poder de unir para nosotros la tierra y el cielo.
Pero este poder suyo no terminó una vez que subió al cielo; continúa también hoy y dura para siempre. De hecho, precisamente antes de subir al Padre, Jesús dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20). No es una forma de hablar, una simple tranquilización, como cuando antes de salir hacia un largo viaje se dice a los amigos: “pensaré en vosotros”. No, Jesús está realmente con nosotros y por nosotros: en el cielo muestra al Padre su humanidad, nuestra humanidad; muestra al Padre sus llagas, el precio que ha pagado por nosotros; y así «está siempre vivo para interceder» (Hebreos 7, 25) a nuestro favor. Esta es la palabra-clave del poder de Jesús: intercesión. Jesús tomado por el Padre intercede cada día, cada momento por nosotros. En cada oración, en cada petición nuestra de perdón, sobre todo en cada misa, Jesús interviene: muestra al Padre los signos de su vida ofrecida —lo he dicho—, sus llagas, e intercede, obteniendo misericordia para nosotros. Él es nuestro “abogado” (cf. 1 Juan 2, 1) y, cuando tenemos alguna “causa” importante, hacemos bien en encomendársela, en decirle: “Señor Jesús, intercede por mí, intercede por nosotros, intercede por esa persona, intercede por esa situación...”.
Esta capacidad de intercesión, Jesús nos la ha donado también a nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Podemos preguntarnos, cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Yo rezo? Y todos, como Iglesia, como cristianos, ¿ejercitamos este poder llevando a Dios las personas y las situaciones?”. El mundo lo necesita. Nosotros mismos lo necesitamos. En nuestras jornadas corremos y trabajamos mucho, nos comprometemos con muchas cosas; pero corremos el riesgo de llegar a la noche cansados y con el alma cargada, parecidos a un barco cargado de mercancía que después de un viaje cansado regresa al puerto con ganas solo de atracar y de apagar las luces. Viviendo siempre entre tantas carreras y cosas que hacer, nos podemos perder, encerrarnos en nosotros mismos y convertirnos en inquietos por nada. Para no dejarnos sumergir por este “dolor de vivir”, recordemos cada día “lanzar el ancla a Dios”: llevemos a Él los pesos, las personas y las situaciones, confiémosle todo. Esta es la fuerza de la oración, que une cielo y tierra, que permite a Dios entrar en nuestro tiempo.
La oración cristiana no es una forma para estar un poco más en paz con uno mismo o encontrar alguna armonía interior; nosotros rezamos para llevar todo a Dios, para encomendarle el mundo: la oración es intercesión. No es tranquilidad, es caridad. Es pedir, buscar, llamar (cf. Mateo 7, 7). Es involucrarse para interceder, insistiendo asiduamente con Dios los unos por los otros (cf. Hechos de los Apóstoles 1, 14). Interceder sin cansarse: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace ir adelante al mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo supone cansancio y dona paz. Este es nuestro poder: no prevalecer o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, sino ejercitar la fuerza mansa de la oración, con la cual se pueden también parar las guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos no nos cansemos nunca de rezar para acercar la tierra y el cielo.
Después de la intercesión emerge, del Evangelio, una segunda palabra-clave que revela el poder de Jesús: el anuncio. El Señor envía a los suyos a anunciarlo con el único poder del Espíritu Santo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo 28, 19). ¡Id! Es un acto de extrema confianza en los suyos: ¡Jesús se fía de nosotros, cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos! Nos envía a pesar de nuestras faltas; sabe que no seremos nunca perfectos y que, si esperamos convertirnos en mejores para evangelizar, no empezaremos nunca.
Para Jesús es importante que desde enseguida superemos una gran imperfección: la cerrazón. Porque el Evangelio no puede estar encerrado y sellado, porque el amor de Dios es dinámico y quiere alcanzar a todos. Para anunciar, entonces, es necesario ir, salir de sí mismo. Con el Señor no se puede estar quietos, acomodados en el propio mundo y en los recuerdos nostálgicos del pasado; con Él está prohibido acomodarse en las seguridades adquiridas. La seguridad para Jesús está en el ir, con confianza: allí se revela su fuerza. Porque el Señor no aprecia las comodidades y el confort, sino que incomoda y relanza siempre. Nos quiere en salida, libres de las tentaciones de conformarse cuando estamos bien y tenemos todo bajo control.
“Id”, nos dice también hoy Jesús, que en el Bautismo ha concedido a cada uno de nosotros el poder del anuncio. Por eso ir en el mundo con el Señor pertenece a la identidad del cristiano. No es solo para los sacerdotes, las monjas, los consagrados: es de todos los cristianos, es nuestra identidad. Ir en el mundo con el Señor: esta es nuestra identidad. El cristiano no está quieto, sino en camino: con el Señor hacia los otros. Pero el cristiano no es un velocista que corre locamente o un conquistador que debe llegar antes que los otros. Es un peregrino, un misionero, un “maratonista con esperanza”: manso pero decidido en el caminar; confiado y al mismo tiempo activo; creativo pero siempre respetuoso; ingenioso y abierto, trabajador y solidario. ¡Con este estilo recorremos las calles del mundo!
Como para los discípulos de los orígenes, nuestros lugares de anuncio son las calles del mundo: es sobre todo allí que el Señor espera ser conocido hoy. Como en los orígenes, desea que el anuncio sea llevado no con la nuestra, sino con su fuerza: no con la fuerza del mundo, sino con la fuerza límpida y mansa del testimonio alegre. Y esto es urgente, ¡hermanos y hermanas! Pidamos al Señor la gracia de no fosilizarnos en cuestiones no centrales, sino dedicarnos plenamente a la urgencia de la misión. Dejemos a otros los chismorreos y las falsas discusiones de quien se escucha solo a sí mismo, y trabajemos concretamente por el bien común y por la paz; arriesguémonos con valentía, convencidos de que hay más alegría en el dar que en el recibir (cf. Hechos de los Apóstoles 20, 35). El Señor resucitado y vivo, que siempre intercede por nosotros, sea la fuerza de nuestro ir, la valentía de nuestro caminar.
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MENSAJE PARA LA 58 JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
Inteligencia artificial y sabiduría del corazón para una comunicación plenamente humana
Queridos hermanos y hermanas:
La evolución de los sistemas de la así llamada “inteligencia artificial”, sobre la que ya reflexioné en mi reciente Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, también está modificando radicalmente la información y la comunicación y, a través de ellas, algunos de los fundamentos de la convivencia civil. Es un cambio que afecta a todos, no sólo a los profesionales. La difusión acelerada de sorprendentes inventos, cuyo funcionamiento y potencial son indescifrables para la mayoría de nosotros, suscita un asombro que oscila entre el entusiasmo y la desorientación y nos coloca inevitablemente frente a preguntas fundamentales: ¿qué es pues el hombre? ¿cuál es su especificidad y cuál será el futuro de esta especie nuestra llamada homo sapiens, en la era de las inteligencias artificiales? ¿Cómo podemos seguir siendo plenamente humanos y orientar hacia el bien el cambio cultural en curso?
Comenzando desde el corazón
Ante todo, conviene despejar el terreno de lecturas catastrofistas y de sus efectos paralizantes. Hace un siglo, Romano Guardini, reflexionando sobre la tecnología y el hombre, instaba a no ponerse rígidos ante lo “nuevo” intentando «conservar un mundo de infinita belleza que está a punto de desaparecer». Sin embargo, al mismo tiempo de manera encarecida advertía proféticamente: «Nuestro puesto está en el porvenir. Todos han de buscar posiciones allí donde corresponde a cada uno […], podremos realizar este objetivo si cooperamos noblemente en esta empresa; y a la vez, permaneciendo, en el fondo de nuestro corazón incorruptible, sensibles al dolor que produce la destrucción y el proceder inhumano que se contiene en este mundo nuevo». Y concluía: «Es cierto que se trata, de problemas técnicos, científicos y políticos; pero es preciso resolverlos planteándolos desde el punto de vista humano. Es preciso que brote una nueva humanidad de profunda espiritualidad, de una libertad y una vida interior nuevas».
En esta época que corre el riesgo de ser rica en tecnología y pobre en humanidad, nuestra reflexión sólo puede partir del corazón humano. Sólo dotándonos de una mirada espiritual, sólo recuperando una sabiduría del corazón, podremos leer e interpretar la novedad de nuestro tiempo y redescubrir el camino de una comunicación plenamente humana. El corazón, bíblicamente entendido como la sede de la libertad y de las decisiones más importantes de la vida, es símbolo de integridad, de unidad, a la vez que evoca afectos, deseos, sueños, y es sobre todo el lugar interior del encuentro con Dios. La sabiduría del corazón es, pues, esa virtud que nos permite entrelazar el todo y las partes, las decisiones y sus consecuencias, las capacidades y las fragilidades, el pasado y el futuro, el yo y el nosotros.
Esta sabiduría del corazón se deja encontrar por quien la busca y se deja ver por quien la ama; se anticipa a quien la desea y va en busca de quien es digno de ella (cf. Sab 6,12-16). Está con los que se dejan aconsejar (cf. Prov 13,10), con los que tienen el corazón dócil y escuchan (cf. 1 Re 3,9). Es un don del Espíritu Santo, que permite ver las cosas con los ojos de Dios, comprender los vínculos, las situaciones, los acontecimientos y descubrir su sentido. Sin esta sabiduría, la existencia se vuelve insípida, porque es precisamente la sabiduría —cuya raíz latina sapere se relaciona con el sabor— la que da gusto a la vida.
Oportunidad y peligro
No podemos esperar esta sabiduría de las máquinas. Aunque el término inteligencia artificial ha suplantado al más correcto utilizado en la literatura científica, machine learning, el uso mismo de la palabra “inteligencia” es engañoso. Sin duda, las máquinas poseen una capacidad inconmensurablemente mayor que los humanos para almacenar datos y correlacionarlos entre sí, pero corresponde al hombre, y sólo a él, descifrar su significado. No se trata, pues, de exigir que las máquinas parezcan humanas; sino más bien de despertar al hombre de la hipnosis en la que ha caído debido a su delirio de omnipotencia, creyéndose un sujeto totalmente autónomo y autorreferencial, separado de todo vínculo social y ajeno a su creaturalidad.
En efecto, el hombre siempre ha experimentado que no puede bastarse a sí mismo e intenta superar su vulnerabilidad utilizando cualquier medio. Empezando por los primeros artefactos prehistóricos, utilizados como prolongación de los brazos, pasando por los medios de comunicación empleados como prolongación de la palabra, hemos llegado hoy a las máquinas más sofisticadas que actúan como ayuda del pensamiento. Sin embargo, cada una de estas realidades puede estar contaminada por la tentación original de llegar a ser como Dios sin Dios (cf. Gn 3), es decir, de querer conquistar por las propias fuerzas lo que, en cambio, debería acogerse como un don de Dios y vivirse en la relación con los demás.
Según la orientación del corazón, todo lo que está en manos del hombre se convierte en una oportunidad o en un peligro. Su propio cuerpo, creado para ser un lugar de comunicación y comunión, puede convertirse en un medio de agresión. Del mismo modo, toda extensión técnica del hombre puede ser un instrumento de servicio amoroso o de dominación hostil. Los sistemas de inteligencia artificial pueden contribuir al proceso de liberación de la ignorancia y facilitar el intercambio de información entre pueblos y generaciones diferentes. Pueden, por ejemplo, hacer accesible y comprensible una enorme riqueza de conocimientos escritos en épocas pasadas o hacer que las personas se comuniquen en lenguas que no conocen. Pero al mismo tiempo pueden ser instrumentos de “contaminación cognitiva”, de alteración de la realidad a través de narrativas parcial o totalmente falsas que se creen —y se comparten— como si fueran verdaderas. Baste pensar en el problema de la desinformación al que nos enfrentamos desde hace años en forma de fake news y que hoy se sirve de deepfakes, es decir, de la creación y difusión de imágenes que parecen perfectamente verosímiles pero que son falsas (también yo he sido objeto de ello), o de mensajes de audio que utilizan la voz de una persona para decir cosas que nunca ha dicho. La simulación, que está a la base de estos programas, puede ser útil en algunos campos específicos, pero se vuelve perversa cuando distorsiona la relación con los demás y la realidad.
Ya desde la primera ola de la inteligencia artificial, la de los medios sociales, hemos comprendido su ambivalencia, dándonos cuenta tanto de sus potencialidades como de sus riesgos y patologías. El segundo nivel de inteligencia artificial generativa marca un salto cualitativo indiscutible. Por lo tanto, es importante tener la capacidad de entender, comprender y regular herramientas que en manos equivocadas podrían abrir escenarios adversos. Como todo lo que ha salido de la mente y de las manos del hombre, los algoritmos. Por ello, es necesario actuar preventivamente, proponiendo modelos de regulación ética para frenar las implicaciones nocivas y discriminatorias, socialmente injustas, de los sistemas de inteligencia artificial y contrarrestar su uso en la reducción del pluralismo, la polarización de la opinión pública o la construcción de un pensamiento único. Así pues, renuevo mi llamamiento exhortando a «la comunidad de las naciones a trabajar unida para adoptar un tratado internacional vinculante, que regule el desarrollo y el uso de la inteligencia artificial en sus múltiples formas». Sin embargo, como en cualquier ámbito humano, la sola reglamentación no es suficiente.
Crecer en humanidad
Estamos llamados a crecer juntos, en humanidad y como humanidad. El reto que tenemos ante nosotros es dar un salto cualitativo para estar a la altura de una sociedad compleja, multiétnica, pluralista, multirreligiosa y multicultural. Nos corresponde cuestionarnos sobre el desarrollo teórico y el uso práctico de estos nuevos instrumentos de comunicación y conocimiento. Grandes posibilidades de bien acompañan al riesgo de que todo se transforme en un cálculo abstracto, que reduzca las personas a meros datos, el pensamiento a un esquema, la experiencia a un caso, el bien a un beneficio, y sobre todo que acabemos negando la unicidad de cada persona y de su historia, disolviendo la concreción de la realidad en una serie de estadísticas.
La revolución digital puede hacernos más libres, pero no ciertamente si nos dejamos atrapar por los fenómenos mediáticos hoy conocidos como cámara de eco. En tales casos, en lugar de aumentar el pluralismo de la información, corremos el riesgo de perdernos en un pantano desconocido, al servicio de los intereses del mercado o del poder. Es inaceptable que el uso de la inteligencia artificial conduzca a un pensamiento anónimo, a un ensamblaje de datos no certificados, a una negligencia colectiva de responsabilidad editorial. La representación de la realidad en macrodatos, por muy funcional que sea para la gestión de las máquinas, implica de hecho una pérdida sustancial de la verdad de las cosas, que dificulta la comunicación interpersonal y amenaza con dañar nuestra propia humanidad. La información no puede separarse de la relación existencial: implica el cuerpo, el estar en la realidad; exige poner en relación no sólo datos, sino también las experiencias; exige el rostro, la mirada y la compasión más que el intercambio.
Pienso en los reportajes de las guerras y en la “guerra paralela” que se hace mediante campañas de desinformación. Y pienso en cuántos reporteros resultan heridos o mueren sobre el terreno para permitirnos ver lo que han visto sus ojos. Porque sólo tocando el sufrimiento de niños, mujeres y hombres podemos comprender lo absurdo de las guerras.
El uso de la inteligencia artificial podrá contribuir positivamente en el campo de la comunicación si no anula el papel del periodismo sobre el terreno, sino que, por el contrario, lo respalda; si aumenta la profesionalidad de la comunicación, responsabilizando a cada comunicador; si devuelve a cada ser humano el papel de sujeto, con capacidad crítica, respecto de la misma comunicación.
Interrogantes para el hoy y para el mañana
Así pues, surgen espontáneamente algunas preguntas: ¿cómo proteger la profesionalidad y la dignidad de los trabajadores del ámbito de la comunicación y la información, junto con la de los usuarios de todo el mundo? ¿Cómo garantizar la interoperabilidad de las plataformas? ¿Cómo garantizar que las empresas que desarrollan plataformas digitales asuman la responsabilidad de lo que difunden y de lo cual obtienen beneficios, del mismo modo que los editores de los medios de comunicación tradicionales? ¿Cómo hacer más transparentes los criterios en los que se basan los algoritmos de indexación y desindexación y los motores de búsqueda, capaces de exaltar o cancelar personas y opiniones, historias y culturas? ¿Cómo garantizar la transparencia de los procesos de información? ¿Cómo hacer evidente la autoría de los escritos y rastreables las fuentes, evitando el manto del anonimato? ¿Cómo poner de manifiesto si una imagen o un vídeo retratan un acontecimiento o lo simulan? ¿Cómo evitar que las fuentes se reduzcan a un pensamiento único, elaborado algorítmicamente? ¿Y cómo fomentar, en cambio, un entorno que preserve el pluralismo y represente la complejidad de la realidad? ¿Cómo hacer sostenible esta herramienta potente, costosa y de alto consumo energético? ¿Cómo hacerla accesible también a los países en desarrollo?
A partir de las respuestas a estas y otras preguntas, comprenderemos si la inteligencia artificial acabará construyendo nuevas castas basadas en el dominio de la información, generando nuevas formas de explotación y desigualdad; o si, por el contrario, traerá más igualdad, promoviendo una información correcta y una mayor conciencia del cambio de época que estamos viviendo, favoreciendo la escucha de las múltiples necesidades de las personas y de los pueblos, en un sistema de información articulado y pluralista. Por una parte, se cierne el espectro de una nueva esclavitud, por la otra, una conquista de la libertad; por un lado, la posibilidad de que unos pocos condicionen el pensamiento de todos, por otro, la posibilidad de que todos participen en la elaboración del pensamiento.
La respuesta no está escrita, depende de nosotros. Corresponde al hombre decidir si se convierte en alimento de algoritmos o en cambio sí alimenta su corazón con la libertad, ese corazón sin el cual no creceríamos en sabiduría. Esta sabiduría madura sacando provecho del tiempo y comprendiendo las debilidades. Crece en la alianza entre generaciones, entre quienes tienen memoria del pasado y quienes tienen visión de futuro. Sólo juntos crece la capacidad de discernir, de vigilar, de ver las cosas a partir de su cumplimiento. Para no perder nuestra humanidad, busquemos la Sabiduría que es anterior a todas las cosas (cf. Si 1,4), la que pasando por los corazones puros hace amigos de Dios profetas (cf. Sab 7,27). Ella nos ayudará también a orientar los sistemas de inteligencia artificial a una comunicación plenamente humana.
Roma, en San Juan de Letrán, 24 de enero de 2024
FRANCISCO
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BENEDICTO XVI – Homilías en las principales fiestas del año litúrgico
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
659. “Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf. Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16, 12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo “como un abortivo” (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).
660. El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: “Todavía [...] no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.
661. Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que “salió del Padre” puede “volver al Padre”: Cristo (cf. Jn 16, 28). “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre” (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (Prefacio de la Ascensión del Señor, I: Misa Romano).
662. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, “no [...] penetró en un Santuario hecho por mano de hombre [...], sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. “De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25). Como “Sumo Sacerdote de los bienes futuros” (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).
663. Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada” (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 75 [De fide orthodoxa, 4, 2]: PG 94, 1104).
664. Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Niceno-Constantinopolitano: DS 150).
Resumen
665. La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3).
666. Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente.
667. Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.
668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio” (LG 3), “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (LG 5).
670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
... esperando que todo le sea sometido
671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Ts 2, 7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no [...] haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20; cf. 1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tribulación” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
697. La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cf. Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cf. Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (cf. Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (cf. 1 R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. Él es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre “con su sombra” para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es Él quien “vino en una nube y cubrió con su sombra” a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y «se oyó una voz desde la nube que decía: “Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle”» (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que “ocultó a Jesús a los ojos” de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (cf. Lc 21, 27).
792. Cristo “es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 18). Es el Principio de la creación y de la redención. Elevado a la gloria del Padre, “él es el primero en todo” (Col 1, 18), principalmente en la Iglesia por cuyo medio extiende su reino sobre todas las cosas.
965. Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).
2795. El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es, por tanto, nuestra “patria”. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo “ha bajado del cielo”, solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Nuestra patria está en los cielos
Hoy se celebra la fiesta de la Ascensión de Jesús a los cielos. En la primera lectura el suceso está descrito así:
«Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse”».
Ésta es, por así decirlo, la descripción externa del acontecimiento. El significado oculto del hecho, por el contrario, nos ha sido ilustrado por san Pablo en la segunda lectura; y es que Dios «resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos», «sometió bajo sus pies todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia». La Ascensión celebra la entronización de Cristo como Señor del universo.
Es curioso escuchar de la boca de los dos ángeles (los «hombres vestidos de blanco») la misma reprimenda que, en tono menos amable, frecuentemente les ha sido dirigida a los cristianos por parte de los no creyentes: «¿Por qué estáis mirando el cielo?» «¡Los cristianos, ha dicho Hegel, derrochan en el cielo los tesoros destinados a la tierra!» «Ellos, ha afirmado C. Marx, proyectan en el cielo sus deseos no sofocados en la tierra».
La fiesta de hoy nos obliga a reflexionar en qué significa la palabra cielo, que aparece continuamente en las lecturas bíblicas, y en el mismo nombre de la fiesta: «Ascensión de Jesús al cielo».
Algunos hoy confunden este cielo de la fe con el físico o astronómico y de ello surge una mezcla explosiva. Hace tiempo, en los Estados Unidos, tuvo lugar un suicidio en masa de treinta y nueve personas pertenecientes a una pequeña secta denominada «Puerta del cielo» (Heaven’s Gate). ¿El motivo? Cansados y disgustados de la vida en la tierra y descentrados por lo mucho que se habla hoy de los extraños, de objetos no identificados (UFO) y de extraterrestres, estaban ellos impacientes por ascender «a un nivel más alto» e ir a vivir en cualquier otro planeta. El paso cercano a la tierra del cometa Hale-Bopp fue tomado como el signo esperado. Era llegada la hora de dejar acá abajo sus «vehículos» o «contenedores», como llamaban al cuerpo; era necesario darse prisa para subir en la nave, que venía a recogerles, antes de que desapareciera de nuevo en los espacios profundos del cosmos.
De este episodio desagradable se ve asimismo cuán importante sea esclarecer lo que “hemos de entender cuando el Evangelio nos habla del cielo. Platón, uno de los más grandes maestros de la humanidad, ha recluido en una semejanza el sentido espiritual del cielo; se trata del así llamado mito de la caverna. No os asustéis, veréis que se trata de una filosofía muy comprensible. Y, después, ¿quién ha dicho que los tesoros más profundos del pensamiento humano deben estar reservados sólo a los dotados y a quienes han podido estudiar en la universidad? N o existe idea por profunda que sea que, encontrando un lenguaje apto, no pueda hacerse entender incluso por las personas menos instruidas.
Por lo tanto, escribe Platón, imagina esta escena. Unos hombres han sido confinados en el fondo de una gruta o caverna oscura, con las espaldas en sentido opuesto a la entrada. Han sido atados de tal modo que no pueden mirar más que hacia adelante, hacia la pared del fondo. A sus espaldas, detrás de un pequeño muro, hay gente, que va y viene llevando varios objetos en la mano y en la cabeza. Entre la entrada de la gruta y esta gente con varios objetos existe un foco, que proyecta sus propias sombras sobre la pared del fondo, que es la única que pueden ver los prisioneros. No habiendo visto desde siempre nada más, las personas encadenadas en la gruta piensan que aquellas sombras son la única realidad, que no existe ninguna otra. Tanto que si alguno consiguiese liberarse y salir fuera, a cielo abierto, y volver después hacia atrás, intentando explicar a los prisioneros cómo están verdaderamente las cosas, les pondrían a ellos a morir, pensando que por la excesiva luz les ha comenzado a dar vueltas el cerebro (¡lo que hicieron, de hecho, los atenienses con Sócrates!).
Ésta, dice Platón, es nuestra condición, los hombres, en el mundo. Todo el mundo es una caverna. Las cosas, que nosotros creemos verdaderas y reales, no son más que sombras de la realidad, que se encuentran allá arriba en el cielo. Son imitaciones de la realidad celestial. Es necesario soltarse del cuerpo, que nos encadena a la materia y a las ilusiones, y «salir de la caverna» para conocer la verdadera realidad. Por lo tanto, Platón ya había entendido que el cielo, en cuanto patria definitiva del hombre, no es algo físico, situado en cualquier parte remota del cosmos. Es un cielo cualitativamente distinto, situado fuera del espacio y del tiempo. Él lo llamaba el «mundo de las ideas» o hiperuranio.
Nuestro gran pintor Rafael ha compendiado magistralmente el pensamiento de Platón en el famoso cuadro llamado La escuela de Atenas. En él vemos representados a los dos máximos filósofos antiguos, Platón y Aristóteles, con planteamientos opuestos. Aristóteles, con la mano dirigida hacia abajo, afirma que la realidad está sobre la tierra y que nuestro conocimiento debe partir de las cosas, que se ven y que se tocan; Platón, con el dedo dirigido hacia arriba, recuerda que la realidad está en lo alto, en el cielo.
Hoy todos, quien más quien menos, somos «aristotélicos con la mirada y la atención dirigidas a la tierra». A todos, sin embargo, nos serviría un poco de platonismo. Si el tan despreciado «amor platónico» significa un amor más espiritual, más poético e ideal, entonces, también en el amor, sería útil llegar a ser todos un poco más platónicos, visto que hoy el peligro mayor es el de minimizar el amor, reduciéndolo sólo a la esfera física de los sentidos.
Hay frases en la Escritura, que parecen reiteradas según el módulo platónico de ver las cosas, ilustrado por el mito de la caverna. Aquel personaje del cuadro de Rafael con el dedo dirigido hacia el cielo, podría muy bien ser san Pablo cuando dice:
«Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Colosenses 3, 1-2).
Entonces, ¿la fe cristiana ya no sería más que una forma de platonismo puesta al día? ¿Nada de nuevo habría sucedido con la venida de Cristo? No, hay una diferencia substancial; el cielo de los cristianos no es el mismo que el de Platón. Los cristianos ya no razonan más con el esquema espacial abajo/arriba o en lo bajo/en lo alto, sino con el esquema temporal/presente/ futuro. Cuando hablamos del cielo, nosotros no entendemos un espacio, que está por encima de nosotros, sino un acontecimiento, que está delante de nosotros, hacia el que estamos encaminados. Y este evento es el retorno glorioso del Señor, la parusía, los «cielos nuevos y la tierra nueva» (Isaías 66, 22). Después de haber dicho a los apóstoles: «¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?», los dos ángeles les dicen, por el contrario, en qué dirección deben mirar, esto es, hacia el retorno del Señor:
«El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse».
San Pablo dice la misma cosa:
«Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo» (Filipenses 3, 20).
«No tenemos aquí abajo ciudad permanente», dice la Escritura, y, llegados a este punto, nos esperábamos que el texto prosiguiese diciendo: «pero, buscamos la de allá arriba»; por el contrario, está escrito: «sin embargo, buscamos la futura» (Hebreos 13, 14).
Alguno dirá: pero ¿esto qué diferencia crea? ¡Es una enorme diferencia! A los ojos de Platón este mundo perdía todo valor. El mundo para él era una caverna, esto es, una prisión; jugando con la semejanza de las dos palabras en griego, él decía que el cuerpo (soma) es una tumba (sema). Huir, evadirse del mundo, llega a ser, en este caso, la palabra de mandato. No hay salvación de la carne y del mundo, sino sólo por la carne y para el mundo.
Para los cristianos, no. El cristiano no es un dualista como Platón. El cuerpo no es un simple «vehículo» o «contenedor» para dejarlo acá abajo. Está destinado a participar en la gloria junto con el alma. La resurrección de Cristo y su ascensión al cielo en su verdadero cuerpo están para indicar precisamente esto. Nosotros queremos ser felices «en esta nuestra carne», no sin ella, y así será según nos asegura la fe. El encuentro con el Señor, que viene, o «estar con Cristo» (Filipenses 1, 23): he aquí lo que es el «cielo» para nosotros los cristianos.
Más aún: si este mundo es de Dios, creado por él y, asimismo, en espera de la plena redención (cfr. Romanos 8, 19), entonces no sólo no podemos desinteresamos de su suerte, sino que debemos contribuir a su conservación y a su perfección. Lejos de quitarnos el deber de mejorar las condiciones de vida en este mundo, la fe en el retorno de Cristo y en una vida futura llega a ser un estímulo formidable, que no deja tranquilo en su pereza a nadie. El tiempo se nos ha dado para «hacer el bien a todos» decía san Pablo (Gálatas 6, 10). ¡Por lo tanto, es otra cosa distinta que para «amontonar en el cielo los tesoros destinados a la tierra»! (cfr. Mateo 6, 19-20).
Si el cielo es para nosotros como «el Señor que viene» (cfr. Isaías 40, 10; Mateo 21, 9), entonces, debemos estar siempre vigilantes, porque él ya viene ahora a nosotros en la Eucaristía; viene en el pobre, en el necesitado, en el que sufre. Antes que nosotros vayamos al cielo, es el cielo el que viene a nosotros.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Dar testimonio de Cristo vivo
La ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al cielo es la evidencia más tangible de que Él es el Hijo de Dios, que bajó del cielo para hacerse hombre y morir por la salvación de los hombres, que descendió a los infiernos anunciando su victoria, que resucitó de entre los muertos y subió a los cielos, para sentarse a la derecha de su Padre y ser glorificado con la gloria que tenía antes de que el mundo existiera, y que al mismo tiempo se ha quedado en el mundo en la Eucaristía y en cada hijo de Dios.
Jesús, Rey y Señor, ha destinado a sus apóstoles, a los sucesores de los apóstoles y a los sacerdotes que ellos ordenan, para que hagan sus obras y lleven el Evangelio a todos los pueblos, para que todos puedan conocerlo y crean en Él.
Conquistar los corazones de los hombres es una misión y responsabilidad muy grande, porque el que crea será salvado, pero el que se resista a creer será condenado.
Eleva tú la mirada al cielo, y recibe los dones y gracias que el Señor te envía por la acción del Espíritu Santo, para que, fortalecido, puedas cumplir con tu misión como testigo de que Cristo está vivo, llevando la buena nueva y dando testimonio con tu vida de que Él vive en ti, haciendo sus obras, viviendo tu vida ordinaria con los pies en la tierra, pero con el corazón en el cielo, que es en donde están tus tesoros.
Pero no te quedes mirando al cielo, no tengas miedo, llénate de valor y ve a anunciar que Cristo ha vencido al mundo.
Alégrate, porque tú has creído en el Señor y en sus promesas, y Él te ha prometido que estará contigo todos los días hasta el fin del mundo.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Lo que corre de nuestra cuenta
Nuestro Señor asciende a los cielos, entre la admiración y la perplejidad de sus discípulos. Y nosotros, que también somos sus discípulos y queremos cada día desempeñar mejor esta misión, para la que el mismo Cristo cuenta con cada uno, nos ponemos hoy en el lugar de aquellos apóstoles..., junto a ellos. Queremos dar a nuestro Dios, con esta vida que llevamos, la misma respuesta generosa, positiva, que ellos le dieron.
Dice san Marcos que la doctrina que enseñaban los apóstoles quedaba confirmada con los milagros que la acompañaban. Era, indudablemente, como para sentirse felices y llenos de entusiasmo, comprobar que, en efecto, había valido la pena la entrega generosa que hacía ya tres años hicieron de su vida y las incomprensiones que apenas comenzaban a padecer. San Lucas, por su parte, manifiesta en su evangelio que mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría. Nada más lógico que esa alegría, aunque fuera acompañada de otros sentimientos, incluso de cierto temor, razonable, al sentirse por primera vez separados físicamente del Maestro.
Es preciso que los discípulos del Señor, en nuestro siglo, nos tomemos como aquellos primeros el compromiso cristiano. Predicaron por todas partes, afirma el evangelista. Es lo primero –y lo único– que nos dice san Marcos tras la ascensión del Señor a los cielos, y con lo que concluye su Evangelio. Nos da así a entender que, en adelante, la vida de quienes fueron leales a Cristo consistiría en eso: anunciar por todas partes lo que de Jesús habían aprendido. Pero no estaban solos: el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban. Era la promesa de Jesús. Se marchaba a los cielos, pero a la vez se quedaba con ellos para siempre: presente en la Eucaristía de modo muy singular; y presente, de modo especialísimo, por la acción del Espíritu Santo, que dentro de pocos días iban a recibir, como Jesús les había anunciado. El Paráclito inundaría de luz las inteligencias de cuantos fueran fieles y de fuerza sus corazones.
Con la misma confianza con que le habían seguido hasta entonces, estaban dispuestos ahora a continuar la misión encomendada. Ya no le verían a su lado, pero no les faltaría su fuerza ni su consuelo ningún día, según recoge san Mateo finalizando su evangelio:
—Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Si se refiere el Señor a una presencia suya para siempre, hasta el fin del mundo, quiere decir, por consiguiente, que entonces pensaba ya en nosotros. Ese poder en favor de sus discípulos sigue siendo actual y eficaz hoy para que, en medio de las dificultades de nuestro tiempo, extendamos nosotros su doctrina salvadora, contagiando a muchos más esa alegría de vivir con Dios, que es propia de quienes nos sabemos hijos suyos.
No existe tiempo, ni lugar, ni circunstancias imposibles para la Gracia de Dios. Marcharon por todas partes, nos advierte el evangelista; y esa presencia de Jesús sobrenatural, abundante en el cielo y en la tierra en favor nuestro para la tarea que nos pide, es una realidad cada día de nuestra vida y siempre. En verdad no hay ocasión apostólica en la que podamos echar de menos el auxilio divino. Tal vez debamos pedir perdón por nuestra falta de fe, por nuestra debilidad, porque no supimos corresponder a la Gracia que, con la luz del Espíritu Santo, nos hacía notar la ausencia de Dios y nos impulsaba a inculcar el sentido cristiano de la vida en ese ambiente..., en esa persona... Quizás luego, en el silencio sincero de nuestra oración, en un examen de conciencia franco, hemos reconocido humildemente la debilidad nuestra de carácter; que nos pudieron los respetos humanos: el qué dirán o el qué pensarán; que tal vez nos faltó fe en la promesa divina; o que, fiados sólo en las fuerzas humanas y contemplando el estado general de las cosas, nos parecía imposible que algo se pudiera hacer por ese profundo cambio necesario para reconducir a Dios determinada situación.
Pero, ¿nos sentimos positivamente interpelados por quienes no aman a Cristo? ¿Son, esas situaciones o actitudes tan lamentables, y a veces tan próximas, estímulo de nuestra oración, de nuestra mortificación, de nuestra acción, porque deseamos que nuestro Dios sea más amado? ¿Me importa si las personas disfrutan de la amistad divina, o casi sólo me preocupa su salud, su bienestar material, sus relaciones humanas, que son necesidades importantes, pero meramente terrenas y transitorias?
La fiesta de hoy nos anima a mirar al Cielo. Jesús asciende a la derecha del Padre, pero nos deja como herencia, para compartir con Él todos los días, la fascinante tarea de la santificación del mundo: su misma tarea. Pidamos a Santa María, Reina de los Apóstoles, entusiasmo sobrenatural y humano para acometer la empresa: nuestro Padre Dios confía hoy como ayer en sus apóstoles.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Con nosotros hasta el fin del mundo
Hoy celebramos el misterio conclusivo de la vida de Jesús: su Ascensión al cielo. Como hacemos a menudo, nos preguntamos dos cosas: primera, cuál es el contenido histórico de tal misterio, es decir, qué conmemora; segunda, cuál es su contenido espiritual, es decir, qué significa ese misterio para la Iglesia y para nosotros.
El hecho “histórico” aparece evocado con abundancia de detalles en la primera lectura de los Hechos, en forma indirecta y alusiva por Pablo en la segunda lectura (Lo hizo sentar a su derecha en los cielos), y en forma sintética y clara por Marcos en el pasaje evangélico: Después de decirles esto, el señor Jesús, fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Hasta hace algún tiempo, esta descripción implicaba ciertamente un acto de fe, pero era comprensible y dejaba a todos tranquilos; el cielo todavía era considerado, como en la época de Jesús, ese espacio misterioso y vacío que está sobre la tierra y en el cual habita Dios. Sin embargo, hoy se hace cada vez más difícil seguir pensando en este esquema del mundo en tres planos: cielo, tierra, espacio subterráneo. Desde que el hombre, con sus máquinas, violó los espacios de este cielo, nos convencemos cada vez más de que no existe un cielo como aquel que imaginamos durante tantos siglos.
¿Qué significa entonces decir que Cristo subió al cielo? La respuesta –incluso si no hemos reparado en ello– está en el mismo Evangelio: Fue llevado al cielo, es decir, se sentó a la derecha de Dios. Jesús no entra en un “lugar” sino en una “dimensión” nueva donde ya no tienen sentido nuestras expresiones “sobre”, “abajo”, “adelante”, “atrás”. Ir al cielo significa ir a Dios; estar en el cielo significa estar cerca de Dios. El cielo no existe sino que se forma en el mismo momento en que la primera criatura llega definitivamente a Dios; el cielo se forma entonces con la resurrección y la exaltación de Cristo (W. Kasper). Jesús no subió a un cielo ya existente, fue a formar el cielo: En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes (Jn. 14, 2-3). Por lo tanto, el cielo es el cuerpo de Cristo vuelto a surgir, con el cual se confundirán y se harán una sola materia, para hacer un solo Espíritu con él, todos los salvados (cfr. 1 Cor 6, 17; 15, 49 ssq.). El cielo es ese “templo” misterioso del que se habla en el Apocalipsis, que es el Cordero mismo, muerto y de pie (Apoc. 5, 6), el templo destruido y vuelto a construir (cfr. Jn. 2, 19).
Y ahora, una vez aclarado este punto (el significado de ir al cielo), que podía velar nuestra fe, esforcémonos por penetrar en el significado que tiene para nosotros el misterio que celebramos.
¿Qué nos atestigua la fiesta de la Ascensión? Nos atestigua que Jesús fue al Padre. Desde hace algunos domingos, estamos escuchando las palabras de Cristo: Yo voy al Padre; si yo no voy...; he aquí que ahora yo vengo a ti, oh Padre. Ir al Padre no significa tanto dejar esta tierra sino ser glorificado, ir a recibir el trono en la nueva condición adquirida con la Encarnación y la Pascua. Cristo, incluso como hombre, con su cuerpo, resulta glorificado por el Padre con aquella gloria que él, en calidad de Hijo de Dios, tenía antes que existiera el mundo (cf. Jn. 17, 5). Con él, un fragmento de nuestro universo ha llegado definitivamente a Dios y ha sido recibido por él. Sin embargo, se trata de una “primicia” que exige un séquito, o mejor aún, una Cabeza que pide su cuerpo, que es la Iglesia. Por eso, con él todos nosotros nos hemos elevado en esperanza y en promesa; nos hemos convertido en candidatos a estar un día con nuestro Jefe y Maestro cerca de Dios: “Hoy recordamos y celebramos el día en el cual nuestra pobre naturaleza fue elevada en Cristo hasta el trono de Dios Padre” (san León Magno). Por lo tanto, la Ascensión atestigua que Jesús fue al Padre y que también nosotros iremos al Padre.
La Ascensión atestigua también que él está con nosotros. Él fue al Padre y él volverá (del mismo modo que ha subido, dice el ángel a los apóstoles), pero todavía y ya está con nosotros (“todavía”, con respecto a la primera venida de la Encarnación, “ya”, con respecto a la segunda venida, porque la escatología ya se ha iniciado con la resurrección). Quédate con nosotros, le rogaron los dos discípulos de Emaús, y él se ha quedado de verdad: Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).
En el 35, había muerto desde hacía cinco años, y sin embargo podía decirle a Saulo: ¿Por qué me persigues?, signo de que todavía estaba de alguna manera entre los hombres. “Él no abandonó el cielo al bajar hasta nosotros, ni tampoco se alejó de nosotros cuando de nuevo subió al cielo” (san Agustín).
Por cierto, no es la presencia de antes; Cristo murió en la carne, pero vive en el Espíritu (cfr. 1 Pe 3, 18): la suya no es entonces una presencia según la carne sino según el Espíritu. Desde luego, esta nueva presencia es preferible a la primera, tanto es así que Jesús puede decir: Sin embargo, les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes (cfr. Jn. 16, 7). En esta nueva condición, puede hacerse presente a cada hombre, en todos los puntos de la tierra y de la historia, no solamente a sus contemporáneos judíos; es contemporáneo de todo hombre y de toda generación; ¡es nuestro contemporáneo!
La fiesta de la Ascensión nos brinda la oportunidad de volver a iluminar cada año con nueva luz la más grande certeza de nuestra vida: ¡Jesús vive y está con nosotros! Y nuestra esperanza más grande: ¡Iremos a estar con él cerca del Padre! El que tiene esta esperanza en él –escribe el apóstol san Juan– se purifica, así como él es puro (1 Jn. 3, 3). No sólo se purifica a sí mismo; el que tiene esta esperanza no permanece con la vista en el cielo, como hicieron aquel día los apóstoles, vuelca más bien esta experiencia en empeño y testimonio: Entonces ellos partieron –se lee en la conclusión del Evangelio de hoy– y predicaron por todas partes. Vayamos también nosotros con humildad, sabiendo en qué vasos llevamos esta esperanza, Y marchemos con coraje.
La Eucaristía nos consagra cada domingo a esta misión: Cristo se fue al cielo, nosotros volvamos a la ciudad, a la espera “de ser revestidos con potencia desde lo alto”.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
En el estadio Funchal, Madeira (12-V-1991)
– Ascensión
“Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre” (Jn 16, 28).
Son las palabras que pronunció Cristo la víspera de su pasión y muerte en la cruz cuando, en el Cenáculo, se despedía de los Apóstoles (Hch 1, 3). A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. El Salmo nos invita a proclamar: “Sube Dios entre aclamaciones” (Sal 47, 6).
Los autores sagrados describen la vuelta de Cristo al Padre. “El Señor –dice San Marcos– (...) fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). En los Hechos de los Apóstoles, el Evangelista San Lucas escribe: “Fue levantado en presencia de ellos (de los discípulos), y una nube lo ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9). En el AT la nube era señal de la presencia de Dios (cf. EX 13, 21-22; 40, 34-35), por lo que Jesucristo, saliendo del mundo visible, es envuelto por esta presencia divina. Termina su presencia visible en la tierra, el Hijo unigénito hecho hombre vive en el seno trinitario con el Padre y el Espíritu Santo.
San Pablo, por su parte, en la Carta a los Efesios, comenta de este modo el misterio de la Ascensión: “¿Qué quiere decir «subió» sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Éste que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo” (Ef 4, 9-10). Así se cumplieron las palabras del Señor: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre”.
En la Ascensión, Jesucristo “sube” a fin de completar todas las cosas: el mundo entero, todas las criaturas, y la historia del hombre.
– “Id por todo el mundo”: el Espíritu Santo
En esta perspectiva se explica el último mandato que Jesús dio a sus Apóstoles antes de ir al Padre: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15). Así escribe el evangelista San Marcos, mientras que en los Hechos de los Apóstoles, San Lucas refiere: “Seréis mis testigos –dice el Señor– en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Predicar el Evangelio quiere decir dar testimonio de Cristo: de aquél que “pasó haciendo el bien” (cf. Hch 10, 38), de aquél que fue crucificado por los pecados del mundo, de aquél que resucitó y vive para siempre.
La predicación del Evangelio, esto es, dar testimonio de Cristo es deber de todas las personas bautizadas en el Espíritu Santo. Antes de volver al Padre, el Señor Jesús subraya exactamente este hecho, al ordenar a los Apóstoles que esperaban el cumplimiento de la promesa del Padre: “Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días... Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 5.8).
La Iglesia sólo con la fuerza del Espíritu Santo puede dar testimonio de Cristo. Sólo con su fuerza puede predicar el Evangelio a toda criatura.
La Ascensión del Señor está ligada íntimamente a Pentecostés, y la Iglesia dedica los días intermedios entre ambas a la novena al Espíritu Santo, cuyo inicio tuvo lugar en el Cenáculo de Jerusalén.
Jesucristo subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Esta plenitud del mundo creado se realiza en virtud del Espíritu Santo. Esta obra tiene lugar en la historia terrena de los hombres: el Espíritu Santo plasma de manera invisible pero real, lo que el Apóstol San Pablo llama el Cuerpo de Cristo, refiriéndose a él con los siguientes términos: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef 4, 4-6).
De este modo la Ascensión del Señor no es solamente una despedida; más bien es el inicio de una nueva presencia y de una nueva acción salvífica: “Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo” (Jn 5, 17). Este obrar con la fuerza del Espíritu Santo, del Espíritu Paráclito que descendió en Pentecostés, da la fuerza divina a la vida terrena de la humanidad en la Iglesia visible. Con la fuerza del Espíritu Santo, Cristo glorificado a la derecha del Padre, el Señor de la Iglesia, concede “a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12). Estos son los criterios esenciales de la constante vitalidad de la Iglesia.
– Espera activa
La Pascua es una nueva creación del mundo y del hombre. Todo lo celebramos en la Eucaristía dominical: lo nuevo, lo creativo, y lo que hace descansar, “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo” (Ordinario de la misa).
“Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como lo habéis visto subir al cielo” (Hch 1, 11). Con estas palabras termina el relato de la Ascensión del Señor. Antes, Cristo mismo había dicho: “No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros” (Jn 14, 18), afirmación que alguno podría considerar referida sólo a las apariciones en aquellos cuarenta días, después de la resurrección. ¡Pero no! De hecho, cuando ya subía definitivamente al Padre, dijo: “Y he aquí que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 18, 20).
Este “yo estoy” tiene la fuerza del nombre de Dios. “Yo estoy” como hijo en el Padre (o, a la diestra del Padre), y “estoy con vosotros” (quiere decir con la Iglesia y con el mundo), en el poder del Espíritu Santo. Gracias a este poder, nuestra permanencia en la fe cristiana tiene carácter de espera de su venida: la segunda definitiva venida de Cristo Salvador.
Pero esta espera no es pasiva: constituye la edificación del Cuerpo de Cristo. La humanidad debe dar este “Cuerpo” definitivo y escatológico a aquél que asumió el cuerpo, haciéndose hombre en el seno de la Virgen María. ¡No permanezcamos, pues, pasivamente a su espera! En todos lados, en el trabajo o durante el tiempo libre, en tu tierra o viajando por otros lugares, cuando acoges a otros o aceptas su hospitalidad, ¡eres heraldo itinerante de Cristo! Debemos llegar “todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios”. Debemos llegar al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo (Ef 4, 13).
La Ascensión del Señor es, a la luz de la liturgia de hoy, la solemnidad de la maduración del Espíritu Santo para “la plenitud de Cristo”. Jesús nos conduce al Padre eterno de nuestras almas (cf. 1 P 2, 25).
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
El cuerpo de Cristo, glorificado desde el instante de la Resurrección, asciende ahora al cielo y se sienta a la diestra de Dios. “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13). “Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la Casa del Padre (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino (MR, Prefacio)” (C.E.C., 661).
Antes de marcharse dijo Jesús: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Hay que recoger este encargo del Señor con agradecimiento y con sentido de responsabilidad. Es un orgullo santo poder colaborar con Dios en la propagación de la Buena Nueva por lo que supone de confianza en nosotros, rechazando la tentación del emboscamiento que se justifica tras ese y yo, ¿por qué me voy a meter en la vida de los demás? ¿Hasta qué punto no estaré invadiendo la intimidad de los demás, sus conciencias?
¡No son los demás, son mis familiares y mis buenos amigos! El apostolado no debe hacerse con el estilo del representante de un laboratorio o una editorial, pongamos por caso, que va de casa en casa ofreciendo su producto. Es a través de la amistad y la confianza que ella genera con ocasión de los continuos contactos profesionales y sociales, como influiremos cristianamente en la sociedad de un modo natural, sin rarezas ni impertinentes intromisiones. Sí, pero vivimos en un mundo plural y hay que respetar las creencias de los demás. Ciertamente. Pero una cosa es el respeto a las personas y otra el respeto humano, la vergüenza para abordar ciertos temas. El respeto humano hunde sus raíces en el temor a que la verdad que voy a recordar no va a ser bien acogida, con lo que se ofende a la verdad, y a la buena disposición de los demás. Cuando hay confianza y amor a la libertad y a la verdad, entre amigos, no hay secretos, se habla de todo. En cualquier caso, no se trata de imponer nada a nadie, ni de hablar de lo que no se desea. Se trata de hacer partícipe a familiares y amigos de inquietudes y esperanzas que interesan a todos.
Vivir esta preocupación no es fanatismo ni beatería. Fanatismo es obligar por la fuerza a los demás a que adopten nuestros puntos de vista. No es fanatismo, por ejemplo, ser vegetariano y convencer a los demás de las ventajas de las hortalizas sobre las carnes y pescados. Fanatismo sería poner bombas para destruir los mataderos e impedir el transporte de animales para ser sacrificados. Si estamos llamados a amar a los enemigos y a rezar por ellos, nada más opuesto al cristianismo que el fanatismo o cualquier forma de exclusivismo. Fanatismo no; pero irenismo, entreguismo o inhibición tampoco.
“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio...”. Para llevar a cabo este mandato del Señor, no siempre cómodo ni fácil, contamos con su ayuda: “Estad seguros de que Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”
Lo verdaderamente importante para el autor de Hechos no es cuándo pasó algo o cuánto duró, sino qué pasó y con qué finalidad. Ahora importa la misión, la tarea, el testimonio, la evangelización. Y en ese contexto hay que situar el “reproche” de los ángeles: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?”
La presencia de Dios entre su pueblo encontró en la nube un signo y el pueblo veía en ella el de Yavé. San Lucas, en la nube quiere simbolizar por una parte la ocultación de Jesús y por otra la nueva presencia de Cristo en medio de los suyos.
La finalidad del relato de san Marcos es subrayar el anuncio del Resucitado a partir de su triunfo. Su permanente presencia se notará a través de los “signos”. Y apoyarán y “acompañarán” tanto a los que predican como a los que oyen.
Una de las mayores dificultades con que se encuentra el que ofrece signos o señales de algo, es que su mensaje no sea entendido o simplemente captado. Nuestra sociedad tiene unas claves, unas categorías, que conectan pronto y bien con determinadas noticias, valores, actitudes, etc. Pero está herméticamente cerrada para otras estimaciones.
— “«Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de vivos y muertos» (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación» porque el Padre «bajo sus pies sometió todas las cosas» (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente” (668; cf. 669).
— “Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre (Dn 7, 14)” (664; cf. 662-663).
— El mandato misionero:
“La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación», por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres” (AG 1): “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20) (849-850; cf. 851).
— “El Señor arrastró cautivos cuando subió a los cielos, porque con su poder trocó en incorrupción nuestra corrupción. Repartió sus dones, porque enviando desde arriba al Espíritu Santo, a unos les dio palabras de sabiduría, a otros de ciencia, a otros de gracia de los milagros, a otros la de curar, a otros la de interpretar. En cuanto Nuestro Señor subió a los cielos, su Santa Iglesia desafió al mundo y, confortada con su Ascensión, predicó abiertamente lo que creía a ocultas” (San Gregorio Magno, hom. 29 in Ev.).
Subió porque había bajado; bajó para que nosotros subamos; se va para que la Iglesia sea signo de su presencia; nosotros somos Iglesia y presencia.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Jesús nos espera en el Cielo
– Culmina en este misterio la exaltación de Cristo glorioso.
I. Una bendición fue el último gesto de Jesús en la tierra, según el Evangelio de San Lucas. Los Once han partido desde Galilea al monte que Jesús les había indicado, el monte de los Olivos, cercano a Jerusalén. Los discípulos, al ver de nuevo al Resucitado, le adoraron, se postraron ante Él como ante su Maestro y su Dios. Ahora son mucho más profundamente conscientes de lo que ya, mucho tiempo antes, tenían en el corazón y habían confesado: que su Maestro era el Mesías. Están asombrados y llenos de alegría al ver que su Señor y su Dios ha estado siempre tan cercano. Después de aquellos cuarenta días en su compañía podrán ser testigos de lo que han visto y oído; el Espíritu Santo los confirmará en las enseñanzas de Jesús, y les enseñará la verdad completa
El Maestro les habla con la Majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Jesús confirma la fe de los que le adoran, y les enseña que el poder que van a recibir deriva del propio poder divino. La facultad de perdonar los pecados, de renacer a una vida nueva mediante el Bautismo... es el poder del mismo Cristo que se prolonga en la Iglesia. Esta es la misión de la Iglesia: continuar por siempre la obra de Cristo, enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y las exigencias que llevan consigo esas verdades, ayudarles con la gracia de los sacramentos.
Les dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.
Y después de decir esto, mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos . Así nos describe San Lucas la Ascensión del Señor en la Primera lectura de la Misa
Poco a poco se fue elevando. Los Apóstoles se quedaron largo rato mirando a Jesús que asciende con toda majestad mientras les da su última bendición, hasta que una nube lo ocultó. Era la nube que acompañaba la manifestación de Dios : «era un signo de que Jesús había entrado ya en los cielos».
La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los cielos. Es el último misterio de la vida del Señor aquí en la tierra. Es un misterio redentor, que constituye, con la Pasión, la Muerte y la Resurrección, el misterio pascual. Convenía que quienes habían visto morir a Cristo en la Cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios . Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y voy a Ti, Padre Santo.
La Ascensión del Señor a los Cielos la contemplamos en el segundo misterio glorioso del Santo Rosario. Se fue Jesús con el Padre. – Dos Ángeles de blancas vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? (Hch 1, 11)
Pedro y los demás vuelven a Jerusalén --cum gaudio magno– con gran alegría. (Lc 24, 52). – Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria.
— La Ascensión fortalece y alienta nuestro deseo de alcanzar el Cielo. Fomentar esta esperanza.
II. «Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del paraíso –enseña San León Magno en esta solemnidad–, sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido».
La Ascensión fortalece y alienta nuestra esperanza de alcanzar el Cielo y nos impulsa constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Ahora nuestra esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada.
El Señor se encuentra en el Cielo con su Cuerpo glorificado, con la señal de su Sacrificio redentor, con las huellas de la Pasión que pudo contemplar Tomás, que claman por la salvación de todos nosotros. La Humanidad Santísima del Señor tiene ya en el Cielo su lugar natural, pero Él, que dio su vida por cada uno, nos espera allí. Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios (...)
Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús (Hch 1, 12-14).
La esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro diario caminar. Imitaremos a los Apóstoles, que «se aprovecharon tanto de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre; la misma visión de su cuerpo no era obstáculo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni descendiendo se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había separado de sus discípulos».
— La Ascensión y la misión apostólica del cristiano.
III. Cuando estaban mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, se presentaron junto a ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (Cfr. Jn 4, 6), cuando llora por Lázaro (Cfr. Jn 11, 35), cuando ora largamente (Cfr. Lc 6, 12), cuando se compadece de la muchedumbre (Cfr. Mt 15, 32; Mc 8, 2)
Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?.
Los ángeles dicen a los Apóstoles que es hora de comenzar la inmensa tarea que les espera, que no se debe perder un instante. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos, la nuestra. Y hoy, en nuestra oración, es bueno que oigamos aquellas palabras con las que el Señor intercede ante Dios Padre por nosotros mismos: no pido que los saques del mundo, de nuestro ambiente, del propio trabajo, de la propia familia..., sino que los preserves del mal. Porque quiere el Señor que cada uno en su lugar continúe la tarea de santificar el mundo, para mejorarlo y ponerlo a sus pies: las almas, las instituciones, las familias, la vida pública... Porque sólo así el mundo será un lugar donde se valore y respete la dignidad humana, donde se pueda convivir en paz, con la verdadera paz, que tan ligada está a la unión con Dios.
Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima.
Quienes conviven o se relacionan con nosotros nos han de ver leales, sinceros, alegres, trabajadores; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y saben actuar como hijos de Dios en las incidencias que acarrea cada día. Las mismas normas corrientes de la convivencia –que para muchos quedan en algo externo, necesario para el trato social– han de ser fruto de la caridad, manifestaciones de una actitud interior de interés por los demás: el saludo, la cordialidad, el espíritu de servicio.
Jesús se va, pero se queda muy cerca de cada uno. De un modo particular lo encontramos en el Sagrario más próximo, quizá a menos de un centenar de metros de donde vivimos o trabajamos. No dejemos de ir muchas veces, aunque sólo podamos con el corazón en la mayoría de las ocasiones, a decirle que nos ayude en la tarea apostólica, que cuente con nosotros para extender por todos los ambientes su doctrina
Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María. Junto a Ella esperan la llegada del Espíritu Santo. Dispongámonos nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés muy cerca de nuestra Señora.
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Rev. Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Ma. de Poblet (Tarragona, España) (www.evangeli.net)
«El Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios»
Hoy en esta solemnidad, se nos ofrece una palabra de salvación como nunca la hayamos podido imaginar. El Señor Jesús no solamente ha resucitado, venciendo a la muerte y al pecado, sino que, además, ¡ha sido llevado a la gloria de Dios! Por esto, el camino de retorno al Padre, aquel camino que habíamos perdido y que se nos abría en el misterio de Navidad, ha quedado irrevocablemente ofrecido en el día de hoy, después que Cristo se haya dado totalmente al Padre en la Cruz.
¿Ofrecido? Ofrecido, sí. Porque el Señor Jesucristo, antes de ser llevado al cielo, ha enviado a sus discípulos amados, los Apóstoles, a invitar a todos los hombres a creer en Él, para poder llegar allá donde Él está. «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará» (Mc 16, 15-16).
Esta salvación que se nos da consiste, finalmente, en vivir la vida misma de Dios, como nos dice el Evangelio según san Juan: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
Pero aquello que se da por amor ha de ser aceptado en el amor para poder ser recibido como don. Jesucristo, pues, a quien no hemos visto, quiere que le ofrezcamos nuestro amor a través de nuestra fe, que recibimos escuchando la palabra de sus ministros, a quienes sí podemos ver y sentir. «Nosotros creemos en aquel que no hemos visto. Lo han anunciado aquellos que le han visto. (...) Quien ha prometido es fiel y no engaña: no faltes en tu confianza, sino espera en su promesa. (...) ¡Conserva la fe!» (San Agustín). Si la fe es una oferta de amor a Jesucristo, conservarla y hacerla crecer hace que aumente en nosotros la caridad.
¡Ofrezcamos, pues, al Señor nuestra fe!
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Quedarse con Jesús
«Sepan que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo»
Eso dijo Jesús.
Y lo dijo antes de subir al cielo.
Y se lo dijo a los Apóstoles, que lo escucharon y le creyeron.
Tu Señor estuvo con ellos, y con los que lo siguieron después de ellos, como está contigo, sacerdote. Y tú, sacerdote, ¿le crees?
Y así como Él está contigo, ¿tú estás con Él?
Tu Señor es tu amigo. Y tú, sacerdote, ¿eres un amigo fiel?
Tu Señor está contigo. Permanece tú con Él. No mirando al cielo, viendo que se ha ido, sino haciendo sus obras, seguro de que Él está contigo.
Tu Señor te ha llamado, y te ha elegido, y te ha enviado a bautizar a su pueblo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
No le digas que no sabes hablar, y eres tan solo un muchacho, porque allá a donde te envíe irás, y todo cuanto te ordene lo dirás.
Tu Señor te dice “no les tengas miedo, que yo estoy contigo para salvarte”.
Y tú, sacerdote, ¿le crees?
Tu Señor te ha dicho: “yo te envío para que seas mi testigo”, y ha puesto sus palabras en tu boca.
A Él le ha sido dado todo el poder en los cielos y en la tierra. Y con ese poder te envía a predicar el Evangelio por todo el mundo, para que crean en Él, y con ese poder te envía a todas las naciones, para arrancar y abatir, para destruir y arruinar, para construir y plantar.
Pero tu Señor, que ha sido en todo igual a ti, menos en el pecado, conoce tu debilidad, tu fragilidad, tu incapacidad, tu miseria, tu maldad, tu concupiscencia, tu impotencia, tu ignominia, tu infidelidad, tu soberbia, tu egoísmo, tu falta de generosidad, tu fe debilitada, tu esperanza atribulada, tu falta de paz, tu miedo, tu angustia, tu temor a la soledad que te lleva al desánimo y a la inseguridad, que da cabida a la duda y a la incredulidad.
Te comprende, te compadece, porque te entiende, y sabe que, a pesar de ser un pecador, tú tienes mucho amor, y eso le basta, porque un corazón contrito y humillado Él no lo desprecia.
Tu Señor te conoce, sacerdote, y sabe que tú solo no puedes, pero que quieres lo que Él quiere, que quieres porque Él quiere, que quieres como Él quiere, y que quieres cuando Él quiere.
Esa es la disposición que te mantiene configurado con tu Señor, en un mismo espíritu, y en un solo corazón, por el Espíritu Santo que se ha derramado en ti, porque lo amas.
Tu Señor ha subido al cielo a sentarse a la derecha de su Padre, para ser glorificado con la gloria que tenía junto a Él, antes de que el mundo existiera.
Y a ti, sacerdote, de esa gloria te hace parte, y te envía a hacer sus obras y aún mayores, para que sea glorificado el Padre en el Hijo.
Por tanto, sacerdote, tu Señor glorifica al Padre a través de ti.
Tu Señor, que ha venido al mundo a morir por ti, para salvarte, ha resucitado, y ha subido al Padre, para enviarte al Espíritu Santo que te une a Él, y te hace uno con Él, porque tu Señor ha venido al mundo para quedarse.
Tu Señor se queda contigo, sacerdote, y a través de ti permanece su presencia viva en el mundo, hasta que vuelva.
(Espada de Dos Filos II, n. 86)
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