Cristo Rey (Ciclo C)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilías 2013, 2014 y 2016 – Ángelus 2015
  • BENEDICTO XVI – Homilías 2007 y 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Joan GUITERAS i Vilanova (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

Solemnidad instituida por el papa Pío XI (1922-1939), a través de la Encíclica Quas Primas, en 1925. Después del Concilio Vaticano II (1962-1965), quedó instituida en el último domingo del Tiempo Ordinario, con el propósito de señalar el término del Año Litúrgico y, a partir de 1970, con el propósito de destacar el carácter escatológico (del griego, estudio de los sucesos al final de los tiempos) se le otorgó la actual denominación: “Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo”.

REY DEL UNIVERSO

2 Sam 5, 1-3; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43

La solemnidad litúrgica de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, nos permite adentrarnos en la naturaleza de su realeza. En la escena de la crucifixión el evangelista nos refiere el tenor de los comentarios que lanzan los mirones; dichos comentarios desvelan uno de los aspectos enigmáticos de la realeza de Jesús. Es un rey que no se salva a sí mismo, como sarcásticamente atestiguan los curiosos. Esa impotencia y esa debilidad parecería desacreditarlo y sin embargo es lo que lo acredita. Es un mesías no mesiánico que no recurre a desplantes de fuerza ni a demostraciones portentosas. El gran signo que despierta la fe del creyente en este Rey-Servidor es su determinación completa de olvidarse de su propia angustia y su propio miedo, para entregarse obedientemente al servicio del Reinado del Padre. Mientras que su antepasado David logró acreditarse por su habilidad guerrera y se atrajo el apoyo de las doce tribus; el Señor Jesús fundamentó su realeza en su condición de servidor obediente.

ANTÍFONA DE ENTRADA Ap 5, 12; 1, 6

Digno es el Cordero que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundamentar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, concede, benigno, que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te alabe eternamente. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Ungieron a David como rey de Israel.

Del segundo libro de Samuel: 5,1-3

En aquellos días, todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David, de la tribu de Judá y le dijeron: “Somos de tu misma sangre. Ya desde antes, aunque Saúl reinaba sobre nosotros, tú eras el que conducía a Israel, pues ya el Señor te había dicho: ‘Tú serás el pastor de Israel, mi pueblo; tú serás su guía’”.

Así pues, los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver a David, rey de Judá. David hizo con ellos un pacto en presencia del Señor y ellos lo ungieron como rey de todas las tribus de Israel.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 121, 1-2. 4-5.

R/. Vayamos con alegría al encuentro del Señor.

¡Qué alegría sentí cuando me dijeron: “Vayamos a la casa del Señor”! Y hoy estamos aquí, Jerusalén, jubilosos, delante de tus puertas. R/.

A ti, Jerusalén, suben las tribus, las tribus del Señor, según lo que a Israel se le ha ordenado, para alabar el nombre del Señor. R/.

Por el amor que tengo a mis hermanos, voy a decir: “La paz sea contigo”. Y por la casa del Señor, mi Dios, pediré para ti todos los bienes. R/.

SEGUNDA LECTURA

Dios nos ha trasladado al Reino de su Hijo amado.

De la carta del apóstol san Pablo a los colosenses: 1, 12-20

Hermanos: Demos gracias a Dios Padre, el cual nos ha hecho capaces de participar en la herencia de su pueblo santo, en el reino de la luz.

Él nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo amado, por cuya sangre recibimos la redención, esto es, el perdón de los pecados.

Cristo es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda la creación, porque en él tienen su fundamento todas las cosas creadas, del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, sin excluir a los tronos y dominaciones, a los principados y potestades. Todo fue creado por medio de él y para él.

Él existe antes que todas las cosas, y todas tienen su consistencia en él. Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo.

Porque Dios quiso que en Cristo habitara toda plenitud y por él quiso reconciliar consigo todas las cosas, del cielo y de la tierra, y darles la paz por medio de su sangre, derramada en la cruz. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mc 11, 9. 10

R/. Aleluya, aleluya.

¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David! R/.

EVANGELIO

Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 23, 35-43

Cuando Jesús estaba ya crucificado, las autoridades le hacían muecas, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve así mismo, si él es el Mesías de Dios, el elegido”.

También los soldados se burlaban de Jesús, y acercándose a él, le ofrecían vinagre y le decían: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había, en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: “Éste es el rey de los judíos”.

Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: “Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le reclamaba, indignado: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho”. Y le decía a Jesús: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”. Jesús le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, te suplicamos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la unidad y de la paz. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

PREFACIO

Cristo, Rey del Universo.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Porque has ungido con el óleo de la alegría, a tu Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, como Sacerdote eterno y Rey del universo, para que, ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana; y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un Reino eterno y universal: Reino de la verdad y de la vida, Reino de la santidad y de la gracia, Reino de la justicia, del amor y de la paz.

Por eso, con los ángeles y los arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 28, 10-11

En su trono reinará el Señor para siempre y le dará a su pueblo la bendición de la paz.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Habiendo recibido, Señor, el alimento de vida eterna, te rogamos que quienes nos gloriamos de obedecer los mandamientos de Jesucristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino de los cielos. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Ungieron a David como rey (2 S 5,1-3)

1ª lectura

La consagración de David como rey de Israel está narrada con sobriedad pero destacando detalles de gran trascendencia en la historia de la salvación: los habitantes del norte y los del sur son hermanos («hueso tuyo y carne tuya somos», v. 1); la imagen del «pastor» (v. 2), antiguo oficio de David, resume la función del dirigente y del rey que no buscan en el gobierno el propio provecho, sino el bienestar de los súbditos; el pacto de David con los ancianos (v. 3) es reflejo de la doctrina general de la alianza, que estará en la base de las relaciones de Dios con su pueblo y de los miembros del pueblo entre sí; el número de los años de gobierno (v. 5) también está cargado de significado, porque estas cifras eran consideradas como símbolo de plenitud: siete como rey de Judá, y cuarenta como rey de Judá e Israel. Todavía en el Nuevo Testamento los números siete y cuarenta conservan el mismo sentido de plenitud (cfr Mt 4,2; 18,22; Ap 1,11; Hch 4,22, etc.). Hebrón, donde había sido ungido también como rey de Judá (cfr 2,1-4), era la ciudad más importante del sur; en su interior conservaba la cueva de Macpelá y en sus alrededores se hallaba la encina sagrada de Mambré. Sin embargo, fue sustituida por Jerusalén, quizá para resaltar que un nuevo reino exigía también una nueva sede de la monarquía.

David es figura de Jesucristo en muchos aspectos, pero la raíz de todos ellos es su condición de rey: Jesucristo será también aclamado Rey de Israel. «Pero ¿qué era para el Señor ser aclamado por Rey de Israel? ¿Qué era para el Rey de los siglos ser hecho rey de los hombres? Cristo no era Rey de Israel para imponer tributos ni para tener ejércitos armados y guerrear visiblemente contra sus enemigos; era Rey de Israel para gobernar las almas, para dar consejos de vida eterna, para conducir al reino de los cielos a quienes estaban llenos de fe, de esperanza y de amor» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 51,4).

La liturgia de la Iglesia propone este texto del libro de Samuel en la Solemnidad de Cristo Rey, junto con la escena de la crucifixión (Lc 23,35-43). Jesús ha conseguido su reinado con la obediencia que culmina en la muerte en la cruz, obteniendo la salvación definitiva para todos los hombres.

Nos ha trasladado al reino de su amor (Col 1,12-20)

2ª lectura

Frente a las propuestas equivocadas de salvación que ofrecían algunas doctrinas se exalta el misterio de Cristo y su misión redentora. Estos versículos constituyen un bellísimo himno al señorío de Jesucristo sobre toda la creación. En la primera estrofa (vv. 15-17) se afirma que el dominio de Cristo abarca al cosmos en todo su conjunto, como consecuencia de su acción creadora. El texto evoca el prólogo de Juan y el comienzo del Génesis. En la segunda estrofa (vv. 18-20) se presenta la nueva creación mediante la gracia, obtenida por Cristo con su muerte en la cruz. Él es Mediador y Cabeza de la Iglesia. Cristo ha restablecido la paz y ha reconciliado todas las cosas con Dios.

Al decir que el Hijo es «imagen del Dios invisible» (v. 15) se expresa la misma noción que la doctrina cristiana posterior explicará como identidad de naturaleza divina entre el Padre y el Hijo, y se alude también a que el Hijo procede del Padre. En efecto, solamente la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, es imagen perfectísima del Padre. «Se le llama “imagen” porque es consustancial y porque, en cuanto tal, procede del Padre, sin que el Padre proceda de Él» (S. Gregorio Nacianceno, De theologia 30,20). Y Santo Tomás explica: «La imagen de un ser puede hallarse en otro de dos maneras: de una parte, cuando se halla en un ser de la misma naturaleza específica, y así es como se halla la imagen de un rey en su hijo; y de otra, en un ser de naturaleza distinta, como la imagen del rey en una moneda. Pues bien, según el primer modo, el Hijo es imagen del Padre, mientras que el hombre se llama imagen de Dios conforme al segundo. De aquí que, para expresar la imperfección de la imagen en el hombre, no se dice que es imagen, sino que es a imagen, para designar un cierto movimiento que tiende a la perfección. En cambio, del Hijo no puede decirse que sea a imagen, porque es imagen perfecta del Padre» (Summa theologiae 1,35,2 ad 3).

Al llamarle «primogénito» (v. 15) muestra que tiene la supremacía y la capitalidad sobre todos los seres creados. «Fue llamado “primogénito” no por su proveniencia del Padre, sino porque en Él fue hecha la creación... Si el Verbo fuera una de las criaturas, habría dicho la Escritura que Él es primogénito de todas las criaturas. Ahora bien, diciendo los santos que Él es “primogénito de toda creación” directamente se muestra que es otro distinto a toda la creación y que el Hijo de Dios no es una criatura» (S. Atanasio, Contra Arrianos 2,63). Es primogénito, porque no sólo es anterior a todas las criaturas, sino que todas fueron creadas «en él», «por él» y «para él»: «en él», en Cristo, como en su principio y su centro, como su modelo o causa ejemplar; «por él», porque Dios Padre, por medio de Dios Hijo, crea todos los seres (cfr Jn 1,3); y «para él», porque Cristo es el fin último de todo (cfr Ef 1,10). Además, se añade que «todas subsisten en él», esto es, porque Cristo las conserva en el ser.

El v. 18 emplea la imagen de Cristo, cabeza, y la Iglesia, cuerpo, de la que se habla en 2,19 y Ef 1,23 y 4,15). «Ya sabemos los cristianos que se llevó a cabo la resurrección en nuestra Cabeza y que se llevará en los miembros. La cabeza de la Iglesia es Cristo, y los miembros de Cristo, la Iglesia. Lo que aconteció en la cabeza se cumplirá más tarde en el cuerpo. Ésta es nuestra esperanza» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 65,1).

Como Cristo tiene la primacía sobre todas las realidades creadas, el Padre quiso, por medio de Él, reconciliarlas todas consigo (v. 20). El pecado había separado a los hombres de Dios, y esto trajo como consecuencia la ruptura del orden perfecto que había entre las criaturas desde el comienzo. Derramando su sangre en la cruz, Cristo restauró la paz. Nada en el universo queda excluido de este influjo pacificador. «La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquélla por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados. La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno. Por tanto, la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 13).

Acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino (Lc 23,35-43)

Evangelio

El episodio del «buen ladrón» es narrado sólo por Lucas. Aquel hombre muestra los signos del arrepentimiento, reconoce la inocencia de Jesús y hace un acto de fe en Él. Jesús, por su parte, le promete el paraíso: «El Señor —comenta San Ambrosio— concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino» (Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.). El episodio también nos invita a admirar los designios de la divina providencia, y la conjunción de la gracia y la libertad humana. Ambos malhechores se encontraban en la misma situación. Uno se endurece, se desespera y blasfema, mientras el otro se arrepiente, acude a Cristo en oración confiada, y obtiene la promesa de su inmediata salvación: «Entre los hombres, a la confesión sigue el castigo; ante Dios, en cambio, a la confesión sigue la salvación» (S. Juan Crisóstomo, De Cruce et latrone).

La palabra «paraíso» (v. 43), de origen persa, se encuentra en varios pasajes del Antiguo Testamento (Ct 4,13; Ne 2,8; Qo 2,5) y del Nuevo (2 Co 12,4; Ap 2,7); en boca de Jesús es un modo de expresarle al buen ladrón que le espera, a su propio lado y de modo inmediato, la felicidad: «Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso enseguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón—, constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día de la Resurrección, en que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 28).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

El buen ladrón

§ 1 Jesús, que no quiso defenderse a Sí mismo, ejerce como abogado del ladrón arrepentido. ¿Qué ha sucedido en el corazón del ladrón para convertirse en la cruz?

El Señor Jesús fue colgado en la cruz, los judíos blasfemaban, los príncipes de los sacerdotes se burlaban, y cuando la sangre de la víctima caída bajo los golpes, todavía no se había secado, el ladrón le rindió homenaje, mientras otros movían la cabeza diciendo: ¡Si tú eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo! (Mateo 27, 10).

Jesús no respondía y justo manteniéndose en silencio, Él castiga a los malvados. Pero para vergüenza de los judíos, el Salvador habla a un hombre que iba a salir en defensa de Su causa, un hombre que no es más que un ladrón, crucificado como Él, pues dos ladrones fueron crucificados con Él, uno a la derecha el otro a su izquierda. Entre ellos se encontraba el Salvador. Era como una balanza perfectamente equilibrada, en la que un platillo elevaba al ladrón creyente, el otro platillo ponía en lo bajo al ladrón incrédulo, que lo insultaba a su izquierda. El de la derecha se humilla profundamente: se tiene por culpable ante el tribunal de su propia conciencia, se vuelve, en la cruz, su propio juez, y su confesión le hace ser su propio médico. Éstas son sus primeras palabras dirigiéndose al otro ladrón: “¿Ni siquiera temes tú?” (Lucas 23, 40).

¿Qué te pasa ladrón? Hasta hace poco eras un ladrón, ¡ahora reconoces a Dios! Hace poco eras un asesino, ¡ahora crees en Cristo!

¡Dinos ladrón, el mal que has hecho, dinos el bien que has visto hacer al Salvador!

Nosotros, hemos dado muerte a vivos, pero Él ha dado vida a muertos, nosotros hemos robado los bienes de otros, pero Él entregó sus tesoros al mundo. Él se hizo pobre para hacerme rico.

El ladrón amonesta al otro ladrón así: Hasta ahora hemos caminado juntos para cometer crímenes, ofrece tu cruz, se te indicará el camino que debes seguir si quieres vivir conmigo. Fuiste mi compañero en el camino del crimen, acompáñame ahora hasta las mansiones de la vida; porque esta cruz es el árbol de la vida. David dijo en uno de sus salmos: “Dios conoce el camino de los justos, pero el camino de los malvados lleva a la muerte” (Salmo 1, 6).

§ 2. La oración del ladrón muestra que ha sido iluminado por la fe. La respuesta de Cristo va mucho más allá de lo que el ladrón le pidió en su oración.

Después de su confesión, se dirige a Jesús: “Señor, le dijo, ¡acuérdate de mí cuando vengas en tu reino!” (Salmo 23, 42).

Yo tendría que decirle al ladrón: ¿qué de bueno has hecho tú para que Cristo se acuerde de ti? ¿En qué buenas obras has empleado tu tiempo? Has hecho el mal a los demás, has derramado la sangre de tu prójimo, ¿Cómo se te ocurre decir: “Acuérdate de mí?” ladrón, tú que te has convertido en el compañero de tu Señor, respóndeme: He reconocido a mi Señor en la ignominia de mi castigo, por eso tengo derecho a esperar de Él. Que Él esté clavado en una cruz poco me importa. No puedo menos que creer en su morada, el trono de Su justicia que está en los cielos.

Señor, le dijo: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino

Cristo no había abierto la boca en presencia de Pilato, o ante los príncipes de los sacerdotes. De Sus labios tan puros no había salido una respuesta a las preguntas de sus enemigos, porque sus preguntas no eran dictadas por la rectitud.

Pero Él habla al ladrón sin hacerse esperar, porque se lo ruega con simplicidad: “De cierto, de cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43).

¿Qué es esto ladrón? Pediste un favor para el tiempo futuro, y ¡lo has obtenido en el mismo día! Tú dijiste: “Cuando vengas en tu reino”, y ¡hoy obtienes un sitio en el cielo!

§ 3. Cómo el ladrón ha recibido la gracia del bautismo.

Pero, ¿cómo explicar esto? ¿Cristo promete la vida al ladrón y el ladrón aún no ha recibido la gracia? El Señor dice en Su santo Evangelio: “El que no nace de nuevo del agua y el Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de los cielos” (Juan 3, 5). Y no hay tiempo para que el ladrón sea bautizado.

En su misericordia, el Redentor imagina un remedio.

Se acerca un soldado, de una lanzada abre el costado de Cristo, y de esta herida “brota sangre y agua” (Juan 19, 31), la cual cae sobre el cuerpo del ladrón.

El apóstol Pablo dijo: “Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a una sangre rociada que clama mejor que la de Abel” (He 12, 22-24). ¿Por qué la Sangre de Cristo habla mejor que la de Abel? la sangre de Abel testimonia un parricidio, la del inocente Cristo testimonia un homicidio y otorga, por los siglos de los siglos, el perdón a los que se arrepienten. ¡Que así sea!

(Sermón sobre la Pasión de Cristo y los dos ladrones)

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FRANCISCO – Homilías 2013, 2014 y 2016 – Ángelus 2015

Homilía 2013

El Señor siempre da más de lo que se pide

La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI.

Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.

1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.

2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.

3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino.” ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estás en tu Reino.”

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.

Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino.

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Homilía 2014

Quien realiza las obras de misericordia demuestra haber acogido la realeza de Jesús

La liturgia de hoy nos invita a fijar la mirada en Jesús como Rey del Universo. La hermosa oración del Prefacio nos recuerda que su reino es «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz». Las lecturas que hemos escuchado nos muestran cómo realizó Jesús su reino; cómo lo realiza en el devenir de la historia; y qué nos pide a nosotros.

Ante todo, cómo realizó Jesús su reino: lo hizo con la cercanía y la ternura hacia nosotros. Él es el pastor, de quien habló el profeta Ezequiel en la primera lectura (cf. 34, 11 - 12. 15-17). Todo este pasaje está entrelazado por verbos que indican la premura y el amor del pastor hacia su rebaño: buscar, cuidar, reunir a los dispersos, conducir al apacentamiento, hacer descansar, buscar a la oveja perdida, recoger a la descarriada, vendar a la herida, fortalecer a la enferma, atender, apacentar. Todos estas actitudes se hicieron realidad en Jesucristo: Él es verdaderamente el «gran pastor de las ovejas y guardián de nuestras almas» (cf. Hb 13, 20; 1 P 2, 25).

Y quienes estamos llamados en la Iglesia a ser pastores, no podemos distanciarnos de este modelo, si no queremos convertirnos en mercenarios. Al respecto, el pueblo de Dios posee un olfato infalible al reconocer a los buenos pastores y distinguirlos de los mercenarios.

Después de su victoria, es decir, tras su Resurrección, ¿cómo lleva adelante Jesús su reino? El apóstol Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, dice: «Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies» (15, 25). Es el Padre quien poco a poco somete todo al Hijo, y al mismo tiempo el Hijo somete todo al Padre, y al final incluso a sí mismo. Jesús no es un rey al estilo de este mundo: para Él reinar no es mandar, sino obedecer al Padre, entregarse a Él, para que se realice su designio de amor y de salvación. Así hay plena reciprocidad entre el Padre y el Hijo. Por lo tanto, el tiempo del reino de Cristo es el largo tiempo del sometimiento de todo al Hijo y de la entrega de todo al Padre. «El último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Cor 15, 26). Y al final, cuando todo sea sometido bajo la realeza de Jesús, y todo, incluso Jesús mismo, sea sometido al Padre, Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).

El Evangelio nos dice qué nos pide el reino de Jesús a nosotros: nos recuerda que la cercanía y la ternura son la norma de vida también para nosotros, y a partir de esto seremos juzgados. Este será el protocolo de nuestro juicio. Es la gran parábola del juicio final de Mateo 25. El Rey dice: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25, 34-36). Los justos contestarán: ¿cuándo hemos hecho todo esto? Y Él responderá: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40).

La salvación no comienza con la confesión de la realeza de Cristo, sino con la imitación de sus obras de misericordia a través de las cuales Él realizó el reino. Quien las realiza demuestra haber acogido la realeza de Jesús, porque hizo espacio en su corazón a la caridad de Dios. Al atardecer de la vida seremos juzgados en el amor, en la proximidad y en la ternura hacia los hermanos. De esto dependerá nuestro ingreso o no en el reino de Dios, nuestra ubicación en una o en otra parte. Jesús, con su victoria, nos abrió su reino, pero está en cada uno de nosotros la decisión de entrar en él, ya a partir de esta vida —el reino comienza ahora— haciéndonos concretamente próximo al hermano que pide pan, vestido, acogida, solidaridad, catequesis. Y si amaremos de verdad a ese hermano o a esa hermana, seremos impulsados a compartir con él o con ella lo más valioso que tenemos, es decir, a Jesús y su Evangelio.

Hoy la Iglesia nos presenta como modelos a los nuevos santos que, precisamente mediante las obras de una generosa entrega a Dios y a los hermanos, sirvieron, cada uno en el propio ámbito, al reino de Dios y se convirtieron en sus herederos. Cada uno de ellos respondió con extraordinaria creatividad al mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Se dedicaron sin reservas al servicio de los últimos, asistiendo a los indigentes, enfermos, ancianos y peregrinos. Su predilección por los pequeños y los pobres era el reflejo y la medida del amor incondicional a Dios. En efecto, buscaron y descubrieron la caridad en la relación fuerte y personal con Dios, de la que brota el verdadero amor por el prójimo. Por ello, en la hora del juicio, escucharon esta dulce invitación: «Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).

Con el rito de canonización, hemos confesado una vez más el misterio del reino de Dios y honrado a Cristo Rey, pastor lleno de amor por su rebaño. Que los nuevos santos, con su ejemplo y su intercesión, hagan crecer en nosotros la alegría de caminar por la senda del Evangelio, la decisión de asumirlo como la brújula de nuestra vida. Sigamos sus huellas, imitemos su fe y su caridad, para que también nuestra esperanza se revista de inmortalidad. No nos dejemos distraer por otros intereses terrenos y pasajeros. Y que la Madre, María, reina de todos los santos, nos guíe en el camino hacia el reino de los cielos.

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Homilía 2016

El Reino de Jesús es vano si no lo acogemos personalmente

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se muestra sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, pero sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.

Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.

Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13,8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.

Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.

En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo está lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».

Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4,1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.

Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.

En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, apenas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.

Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.

Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.

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Ángelus 2015

La fuerza del reino de Cristo es el amor

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Cristo Rey. Y el Evangelio de hoy nos hace contemplar a Jesús mientras se presenta ante Pilatos como rey de un reino que «no es de este mundo» (Jn 18, 36). Esto no significa que Cristo sea rey de otro mundo, sino que es rey de otro modo, y sin embargo es rey en este mundo. Se trata de una contraposición entre dos lógicas. La lógica mundana se apoya en la ambición, la competición, combate con las armas del miedo, del chantaje y de la manipulación de las conciencias. La lógica del Evangelio, es decir la lógica de Jesús, en cambio se expresa en la humildad y la gratuidad, se afirma silenciosa pero eficazmente con la fuerza de la verdad. Los reinos de este mundo a veces se construyen en la arrogancia, rivalidad, opresión; el reino de Cristo es un «reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio).

¿Cuándo Jesús se ha revelado rey? ¡En el evento de la Cruz! Quien mira la Cruz de Cristo no puede no ver la sorprendente gratuidad del amor. Alguno de vosotros puede decir: «Pero, ¡padre, esto ha sido un fracaso!». Es precisamente en el fracaso del pecado —el pecado es un fracaso—, en el fracaso de la ambición humana, donde se encuentra el triunfo de la Cruz, ahí está la gratuidad del amor. En el fracaso de la Cruz se ve el amor, este amor que es gratuito, que nos da Jesús. Hablar de potencia y de fuerza, para el cristiano, significa hacer referencia a la potencia de la Cruz y a la fuerza del amor de Jesús: un amor que permanece firme e íntegro, incluso ante el rechazo, y que aparece como la realización última de una vida dedicada a la total entrega de sí en favor de la humanidad. En el Calvario, los presentes y los jefes se mofan de Jesús clavado en la cruz, y le lanzan el desafío: «Sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mc 15, 30). «Sálvate a ti mismo». Pero paradójicamente la verdad de Jesús es la que en forma de burla le lanzan sus adversarios: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar» (v. 31). Si Jesús hubiese bajado de la cruz, habría cedido a la tentación del príncipe de este mundo; en cambio Él no puede salvarse a sí mismo precisamente para poder salvar a los demás, porque ha dado su vida por nosotros, por cada uno de nosotros. Decir: «Jesús ha dado su vida por el mundo» es verdad, pero es más bonito decir: «Jesús ha dado su vida por mí». Y hoy en la plaza, cada uno de nosotros diga en su corazón: «Ha dado su vida por mí, para poder salvar a cada uno de nosotros de nuestros pecados».

Y esto, ¿quién lo entendió? Lo entendió bien uno de los dos ladrones que fueron crucificados con Él, llamado el «buen ladrón», que le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Y este era un malhechor, era un corrupto y estaba ahí condenado a muerte precisamente por todas las brutalidades que había cometido en su vida. Pero vio en la actitud de Jesús, en la humildad de Jesús, el amor. Y esta es la fuerza del reino de Cristo: es el amor. Por esto la majestad de Jesús no nos oprime, sino que nos libera de nuestras debilidades y miserias, animándonos a recorrer los caminos del bien, la reconciliación y el perdón. Miremos la Cruz de Jesús, miremos al buen ladrón y digamos todos juntos lo que dijo el buen ladrón: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Todos juntos: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Pedir a Jesús, cuando nos sintamos débiles, pecadores, derrotados, que nos mire y decir: «Tú estás ahí. ¡No te olvides de mí!».

Ante las muchas laceraciones en el mundo y las demasiadas heridas en la carne de los hombres, pidamos a la Virgen María que nos sostenga en nuestro compromiso de imitar a Jesús, nuestro rey, haciendo presente su reino con gestos de ternura, comprensión y misericordia.

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BENEDICTO XVI – Homilías 2007 y 2010

Homilía 2007

Dios quiso “pacificar” el universo mediante la cruz de Cristo

Queridos hermanos y hermanas: 

Este año la solemnidad de Cristo, Rey del universo, coronamiento del año litúrgico, se enriquece con la acogida en el Colegio cardenalicio de veintitrés nuevos miembros, a quienes, según la tradición, he invitado hoy a concelebrar conmigo la Eucaristía. A cada uno de ellos dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo con afecto fraterno a todos los cardenales presentes. Además, me alegra saludar a las delegaciones que han venido de diversos países y al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede; a los numerosos obispos y sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a todos los fieles, especialmente a los provenientes de las diócesis encomendadas a la solicitud pastoral de algunos de los nuevos cardenales.

La solemnidad litúrgica de Cristo Rey da a nuestra celebración una perspectiva muy significativa, delineada e iluminada por las lecturas bíblicas. Nos encontramos como ante un imponente fresco con tres grandes escenas: en el centro, la crucifixión, según el relato del evangelista san Lucas; a un lado, la unción real de David por parte de los ancianos de Israel; al otro, el himno cristológico con el que san Pablo introduce la carta a los Colosenses. En el conjunto destaca la figura de Cristo, el único Señor, ante el cual todos somos hermanos. Toda la jerarquía de la Iglesia, todo carisma y todo ministerio, todo y todos estamos al servicio de su señorío.

Debemos partir del acontecimiento central: la cruz. En ella Cristo manifiesta su realeza singular. En el Calvario se confrontan dos actitudes opuestas. Algunos personajes que están al pie de la cruz, y también uno de los dos ladrones, se dirigen con desprecio al Crucificado: “Si eres tú el Cristo, el Rey Mesías —dicen—, sálvate a ti mismo, bajando del patíbulo”. Jesús, en cambio, revela su gloria permaneciendo allí, en la cruz, como Cordero inmolado.

Con él se solidariza inesperadamente el otro ladrón, que confiesa implícitamente la realeza del justo inocente e implora: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). San Cirilo de Alejandría comenta: “Lo ves crucificado y lo llamas rey. Crees que el que soporta la burla y el sufrimiento llegará a la gloria divina” (Comentario a san Lucas, homilía 153). Según el evangelista san Juan, la gloria divina ya está presente, aunque escondida por la desfiguración de la cruz. Pero también en el lenguaje de san Lucas el futuro se anticipa al presente cuando Jesús promete al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43).

San Ambrosio observa: “Este rogaba que el Señor se acordara de él cuando llegara a su reino, pero el Señor le respondió: “En verdad, en verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”. La vida es estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino” (Exposición sobre el evangelio según san Lucas 10, 121). Así, la acusación: “Este es el rey de los judíos”, escrita en un letrero clavado sobre la cabeza de Jesús, se convierte en la proclamación de la verdad. San Ambrosio afirma también: “Justamente la inscripción está sobre la cruz, porque el Señor Jesús, aunque estuviera en la cruz, resplandecía desde lo alto de la cruz con una majestad real” (ib., 10, 113).

La escena de la crucifixión en los cuatro evangelios constituye el momento de la verdad, en el que se rasga el “velo del templo” y aparece el Santo de los santos. En Jesús crucificado se realiza la máxima revelación posible de Dios en este mundo, porque Dios es amor, y la muerte de Jesús en la cruz es el acto de amor más grande de toda la historia.

Pues bien, en el anillo cardenalicio que dentro de poco entregaré a los nuevos miembros del sagrado Colegio está representada precisamente la crucifixión. Queridos hermanos neo-cardenales, para vosotros será siempre una invitación a recordar de qué Rey sois servidores, a qué trono fue elevado y cómo fue fiel hasta el final para vencer el pecado y la muerte con la fuerza de la misericordia divina. La madre Iglesia, esposa de Cristo, os da esta insignia como recuerdo de su Esposo, que la amó y se entregó a sí mismo por ella (cf. Ef 5, 25). Así, al llevar el anillo cardenalicio, recordáis constantemente que debéis dar la vida por la Iglesia.

Si dirigimos ahora la mirada a la escena de la unción real de David, presentada por la primera lectura, nos impresiona un aspecto importante de la realeza, es decir, su dimensión “corporativa”. Los ancianos de Israel van a Hebrón y sellan una alianza con David, declarando que se consideran unidos a él y quieren ser uno con él. Si referimos esta figura a Cristo, me parece que vosotros, queridos hermanos cardenales, podéis muy bien hacer vuestra esta profesión de alianza. También vosotros, que formáis el “senado” de la Iglesia, podéis decir a Jesús: “Nos consideramos como tus huesos y tu carne” (2 S 5, 1). Pertenecemos a ti, y contigo queremos ser uno. Tú eres el pastor del pueblo de Dios; tú eres el jefe de la Iglesia (cf. 2 S 5, 2). En esta solemne celebración eucarística queremos renovar nuestro pacto contigo, nuestra amistad, porque sólo en esta relación íntima y profunda contigo, Jesús, nuestro Rey y Señor, asumen sentido y valor la dignidad que nos ha sido conferida y la responsabilidad que implica.

Ahora nos queda por admirar la tercera parte del “tríptico” que la palabra de Dios pone ante nosotros: el himno cristológico de la carta a los Colosenses. Ante todo, hagamos nuestro el sentimiento de alegría y de gratitud del que brota, porque el reino de Cristo, la “herencia del pueblo santo en la luz”, no es algo que sólo se vislumbre a lo lejos, sino que es una realidad de la que hemos sido llamados a formar parte, a la que hemos sido “trasladados”, gracias a la obra redentora del Hijo de Dios (cf. Col 1, 12-14).

Esta acción de gracias impulsa el alma de san Pablo a la contemplación de Cristo y de su misterio en sus dos dimensiones principales: la creación de todas las cosas y su reconciliación. En el primer aspecto, el señorío de Cristo consiste en que “todo fue creado por él y para él (...) y todo se mantiene en él” (Col 1, 16). La segunda dimensión se centra en el misterio pascual: mediante la muerte en la cruz del Hijo, Dios ha reconciliado consigo a todas las criaturas y ha pacificado el cielo y la tierra; al resucitarlo de entre los muertos, lo ha hecho primicia de la nueva creación, “plenitud” de toda realidad y “cabeza del Cuerpo” místico que es la Iglesia (cf. Col 1, 18-20). Estamos nuevamente ante la cruz, acontecimiento central del misterio de Cristo. En la visión paulina, la cruz se enmarca en el conjunto de la economía de la salvación, donde la realeza de Jesús se manifiesta en toda su amplitud cósmica.

Este texto del Apóstol expresa una síntesis de verdad y de fe tan fuerte que no podemos menos de admirarnos profundamente. La Iglesia es depositaria del misterio de Cristo: lo es con toda humildad y sin sombra de orgullo o arrogancia, porque se trata del máximo don que ha recibido sin mérito alguno y que está llamada a ofrecer gratuitamente a la humanidad de todas las épocas, como horizonte de significado y de salvación. No es una filosofía, no es una gnosis, aunque incluya también la sabiduría y el conocimiento. Es el misterio de Cristo; es Cristo mismo, Logos encarnado, muerto y resucitado, constituido Rey del universo.

¿Cómo no experimentar un intenso entusiasmo, lleno de gratitud, por haber sido admitidos a contemplar el esplendor de esta revelación? ¿Cómo no sentir al mismo tiempo la alegría y la responsabilidad de servir a este Rey, de testimoniar con la vida y con la palabra su señorío? 

Venerados hermanos cardenales, esta es, de modo particular, nuestra misión: anunciar al mundo la verdad de Cristo, esperanza para todo hombre y para toda la familia humana. En la misma línea del concilio ecuménico Vaticano II, mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II fueron auténticos heraldos de la realeza de Cristo en el mundo contemporáneo. Y es para mí motivo de consuelo poder contar siempre con vosotros, sea colegialmente, sea de modo individual, para cumplir también yo esta misión fundamental del ministerio petrino.

Hay un aspecto, unido estrechamente a esta misión, que quiero tratar al final y encomendar a vuestra oración: la paz entre todos los discípulos de Cristo, como signo de la paz que Jesús vino a establecer en el mundo. Hemos escuchado en el himno cristológico la gran noticia: Dios quiso “pacificar” el universo mediante la cruz de Cristo (cf. Col 1, 20). Pues bien, la Iglesia es la porción de humanidad en la que ya se manifiesta la realeza de Cristo, que tiene como expresión privilegiada la paz. Es la nueva Jerusalén, aún imperfecta porque peregrina en la historia, pero capaz de anticipar, en cierto modo, la Jerusalén celestial.

Por último, podemos referirnos aquí al texto del salmo responsorial, el 121: pertenece a los así llamados “cantos de las subidas”, y es el himno de alegría de los peregrinos que suben hacia la ciudad santa y, al llegar a sus puertas, le dirigen el saludo de paz: shalom. Según una etimología popular, Jerusalén significaba precisamente “ciudad de la paz”, la paz que el Mesías, hijo de David, establecería en la plenitud de los tiempos. En Jerusalén reconocemos la figura de la Iglesia, sacramento de Cristo y de su reino.

Queridos hermanos cardenales, este salmo expresa bien el ardiente canto de amor a la Iglesia que vosotros ciertamente lleváis en el corazón. Habéis dedicado vuestra vida al servicio de la Iglesia, y ahora estáis llamados a asumir en ella una tarea de mayor responsabilidad. Debéis hacer plenamente vuestras las palabras del salmo: “Desead la paz a Jerusalén” (v. 6). Que la oración por la paz y la unidad constituya vuestra primera y principal misión, para que la Iglesia sea “segura y compacta” (v. 3), signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).

Pongo, más bien, pongamos todos juntos esta misión bajo la protección solícita de la Madre de la Iglesia, María santísima. A ella, unida al Hijo en el Calvario y elevada como Reina a su derecha en la gloria, le encomendamos a los nuevos purpurados, al Colegio cardenalicio y a toda la comunidad católica, comprometida a sembrar en los surcos de la historia el reino de Cristo, Señor de la vida y Príncipe de la paz.

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Homilía 2010

Participar en la plenitud de Cristo mediante la obediencia de la cruz

Queridos hermanos y hermanas:

En la solemnidad de Cristo Rey del universo, tenemos la alegría de reunirnos en torno al altar del Señor junto a los 24 nuevos cardenales, que ayer agregué al Colegio cardenalicio. A ellos, ante todo, dirijo mi cordial saludo, que extiendo a los demás purpurados y a todos los prelados presentes; así como a las ilustres autoridades, a los señores embajadores, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles, venidos de diferentes partes del mundo para esta feliz circunstancia, que reviste un notable carácter de universalidad.

Muchos de entre vosotros habrán notado que también el anterior consistorio público para la creación de cardenales, que tuvo lugar en noviembre de 2007, se celebró en la vigilia de la solemnidad de Cristo Rey. Han pasado tres años y, por tanto, según el ciclo litúrgico dominical, la Palabra de Dios nos sale al encuentro a través de las mismas lecturas bíblicas, propias de esta importante festividad. Esta se sitúa en el último domingo del año litúrgico y nos presenta, al término del itinerario de la fe, el rostro regio de Cristo, como el Pantocrátor en el ábside de una antigua basílica. Esta coincidencia nos invita a meditar profundamente sobre el ministerio del Obispo de Roma y sobre el ministerio de los cardenales, vinculado a él, a la luz de la singular Realeza de Jesús, nuestro Señor.

El primer servicio del Sucesor de Pedro es el de la fe. En el Nuevo Testamento, Pedro se convierte en «piedra» de la Iglesia en cuanto portador del Credo: el «nosotros» de la Iglesia comienza con el nombre de aquel que fue el primero en profesar la fe en Cristo, comienza con su fe; una fe primero inmadura y todavía «demasiado humana», pero luego, después de la Pascua, madura y capaz de seguir a Cristo hasta el don de sí mismo; madura en creer que Jesús es verdaderamente el Rey; que lo es precisamente porque permaneció en la cruz y, de ese modo, dio la vida por los pecadores. En el Evangelio se ve que todos piden a Jesús que baje de la cruz. Lo escarnecen, pero es también un modo de disculparse, como si dijeran: no es culpa nuestra si tú estás ahí en la cruz; es sólo culpa tuya porque, si tú fueras realmente el Hijo de Dios, el Rey de los judíos, no estarías ahí, sino que te salvarías bajando de ese patíbulo infame. Por tanto, si te quedas ahí, quiere decir que tú estás equivocado y nosotros tenemos razón. El drama que tiene lugar al pie de la cruz de Jesús es un drama universal; atañe a todos los hombres frente a Dios que se revela por lo que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad queda desfigurada, despojada de toda gloria visible, pero está presente y es real. Sólo la fe sabe reconocerla: la fe de María, que une en su corazón también esta última tesela del mosaico de la vida de su Hijo; ella aún no ve todo, pero sigue confiando en Dios, repitiendo una vez más con el mismo abandono: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38). Y luego está la fe del buen ladrón: una fe apenas esbozada, pero suficiente para asegurarle la salvación: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Es decisivo el «conmigo». Sí, esto es lo que lo salva. Ciertamente, el buen ladrón está en la cruz como Jesús, pero sobre todo está en la cruz con Jesús. Y, a diferencia del otro malhechor, y de todos los demás que los escarnecen, no pide a Jesús que baje de la cruz ni que lo bajen. Dice, en cambio: «Acuérdate de mí cuando entres en tu reino». Lo ve en la cruz, desfigurado, irreconocible y, aun así, se encomienda a él como a un rey, es más, como al Rey. El buen ladrón cree en lo que está escrito en la tabla encima de la cabeza de Jesús: «el rey de los judíos»: lo cree, y se encomienda. Por esto ya está, en seguida, en el «hoy» de Dios, en el paraíso, porque el paraíso es estar con Jesús, estar con Dios.

Aquí, queridos hermanos, tenemos el primer y fundamental mensaje que la Palabra de Dios nos transmite hoy a nosotros: a mí, Sucesor de Pedro, y a vosotros, cardenales. Nos llama a estar con Jesús, como María, y no a pedirle que baje de la cruz, sino a permanecer allí con él. Y esto, a causa de nuestro ministerio, debemos hacerlo no sólo por nosotros mismos, sino por toda la Iglesia, por todo el pueblo de Dios. Sabemos por los Evangelios que la cruz fue el punto crítico de la fe de Simón Pedro y de los demás Apóstoles. Está claro y no podía ser de otro modo: eran hombres y pensaban «según los hombres»; no podían tolerar la idea de un Mesías crucificado. La «conversión» de Pedro se realiza plenamente cuando renuncia a querer «salvar» a Jesús y acepta ser salvado por él. Renuncia a querer salvar a Jesús de la cruz y acepta ser salvado por su cruz. «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32), dice el Señor. Todo el ministerio de Pedro consiste en su fe, una fe que Jesús reconoce en seguida, desde el inicio, como genuina, como don del Padre celestial; pero una fe que debe pasar a través del escándalo de la cruz, para llegar a ser auténtica, verdaderamente «cristiana»; para llegar a ser «roca» sobre la que Jesús pueda construir su Iglesia. La participación en el señorío de Cristo sólo se verifica en concreto al compartir su anonadamiento, con la cruz. También todo mi ministerio, queridos hermanos, y por consiguiente también el vuestro, consiste en la fe. Jesús puede construir sobre nosotros su Iglesia en la medida en que encuentra en nosotros la fe verdadera, pascual, la fe que no quiere hacer que Jesús baje de la cruz, sino que se encomienda a él en la cruz. En este sentido el lugar auténtico del Vicario de Cristo es la cruz, persistir en la obediencia de la cruz.

Este ministerio es difícil, porque no se acomoda al modo de pensar de los hombres —a la lógica natural que, por otra parte, siempre está activa también en nosotros mismos—; pero este es y sigue siendo siempre nuestro primer servicio, el servicio de la fe, que transforma toda la vida: creer que Jesús es Dios, que es el Rey precisamente porque ha llegado hasta ese punto, porque nos ha amado hasta el extremo. Y esta realeza paradójica debemos testimoniarla y anunciarla como hizo él, el Rey, es decir, siguiendo su mismo camino y esforzándonos por adoptar su misma lógica, la lógica de la humildad y del servicio, del grano de trigo que muere para dar fruto. El Papa y los cardenales están llamados a estar profundamente unidos ante todo en esto: todos juntos, bajo la guía del Sucesor de Pedro, deben permanecer en el señorío de Cristo, pensando y actuando según la lógica de la cruz; y esto nunca es fácil ni se puede dar por descontado. En esto debemos ser compactos, y lo somos porque no nos une una idea, una estrategia, sino que nos unen el amor de Cristo y su Santo Espíritu. La eficacia de nuestro servicio a la Iglesia, la Esposa de Cristo, depende esencialmente de esto, de nuestra fidelidad a la realeza divina del Amor crucificado. Por esto, en el anillo que hoy os entrego, sello de vuestro pacto nupcial con la Iglesia, está representada la imagen de la crucifixión. Y, por el mismo motivo, el color de vuestro vestido alude a la sangre, símbolo de la vida y del amor. La sangre de Cristo que, según una antigua iconografía, María recoge del costado traspasado de su Hijo muerto en la cruz; y que el apóstol san Juan contempla mientras brota junto con el agua, según las Escrituras proféticas.

Queridos hermanos, de aquí deriva nuestra sabiduría: sapientia crucis. Sobre esto reflexionó a fondo san Pablo, el primero en trazar un pensamiento cristiano orgánico, centrado precisamente en la paradoja de la cruz (cf. 1 Co 1, 18-25; 2, 1-8). En la carta a los Colosenses —de la cual la liturgia de hoy propone el himno cristológico— la reflexión paulina, fecundada por la gracia del Espíritu, alcanza ya un nivel impresionante de síntesis a la hora de expresar una auténtica concepción cristiana de Dios y del mundo, de la salvación personal y universal; y todo se centra en Cristo, Señor de los corazones, de la historia y del cosmos: «Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 19-20). Queridos hermanos, estamos llamados a anunciar siempre al mundo a Cristo «imagen del Dios invisible», a Cristo «primogénito de toda la creación» y «primogénito de entre los muertos», para que —como escribe el Apóstol— «tenga él el primado sobre todas las cosas» (Col 1, 15.18). El primado de Pedro y de sus Sucesores está totalmente al servicio de este primado de Jesucristo, único Señor; al servicio de su reino, es decir, de su señorío de amor, a fin de que venga y se extienda, renueve a los hombres y las cosas, transforme la tierra y haga brotar en ella la paz y la justicia.

Dentro de este designio, que trasciende la historia y, al mismo tiempo, se revela y se realiza en ella, encuentra su lugar la Iglesia, «cuerpo» del que Cristo es «la cabeza» (cf. Col 1, 18). En la carta a los Efesios, san Pablo habla explícitamente del señorío de Cristo y lo relaciona con la Iglesia. Formula una oración de alabanza a la «grandeza de la potencia de Dios», que resucitó a Cristo y lo constituyó Señor universal, y concluye: «Bajo sus pies sometió todas la cosas / y lo constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, / que es su Cuerpo, / la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22-23). La misma palabra «plenitud», que corresponde a Cristo, san Pablo la atribuye aquí a la Iglesia, por participación: en efecto, el cuerpo participa de la plenitud de la Cabeza. Venerados hermanos cardenales —y me dirijo también a todos vosotros, que compartís con nosotros la gracia de ser cristianos— he aquí nuestro gozo: participar, en la Iglesia, en la plenitud de Cristo mediante la obediencia de la cruz, «participar en la herencia de los santos en la luz», haber sido «trasladados» al reino del Hijo de Dios (cf. Col 1, 12-13). Por esto nosotros vivimos en perenne acción de gracias, e incluso en medio de las pruebas no perdemos la alegría y la paz que Cristo nos ha dejado, como prenda de su reino, que ya está en medio de nosotros, que esperamos con fe y esperanza, y ya comenzamos a saborear en la caridad. Amén.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo, Señor y Rey

440. Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36).

IV. SEÑOR

446. En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por “Kyrios” [“Señor”]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título “Señor” para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1 Co 2,8).

447. El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.

448. Con mucha frecuencia, en los Evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7).

449. Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque él es de “condición divina” (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9;1 Co 12, 3; Flp 2,11).

450. Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el “Señor” (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). “ La Iglesia cree.. que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (GS 10, 2; cf. 45, 2).

451. La oración cristiana está marcada por el título “Señor”, ya sea en la invitación a la oración “el Señor esté con vosotros”, o en su conclusión “por Jesucristo nuestro Señor” o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: “Maran atha” (“¡el Señor viene!”) o “Maran atha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Co 16, 22): “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

Artículo 7. “DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”

I. VOLVERA EN GLORIA

Cristo reina ya mediante la Iglesia...

668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.

669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio”, “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (Lumen Gentium, 3; 5).

670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (Lumen Gentium, 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).

... esperando que todo le sea sometido

671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (Lumen Gentium, 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).

Un pueblo sacerdotal, profético y real

783. Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, Profeta y Rey”. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (cf. Redemptor Hominis, 18-21).

786. El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo”. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo “venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Para el cristiano, “servir es reinar” (Lumen Gentium, 36), particularmente “en los pobres y en los que sufren” donde descubre “la imagen de su Fundador pobre y sufriente” (Lumen Gentium, 8). El pueblo de Dios realiza su “dignidad regia” viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.

De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León Magno, serm. 4, 1).

Su participación en la misión real de Cristo

908. Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, “para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado” (Lumen Gentium, 36).

El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable (San Ambrosio, Psal. 118, 14, 30: PL 15, 1403A).

2105. El deber de dar a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (Dignitatis Humanae, 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (Apostolicam Actuositatem, 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf Dignitatis Humanae, 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf Apostolicam Actuositatem, 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, enc. “Inmortale Dei”; Pío XI “Quas primas”).

2628. La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el “Rey de la gloria” (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre mayor” (S. Agustín, Sal. 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.

Cristo, el juez

II. PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS

678. Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Joel 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

679. Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “todo juicio al Hijo” (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).

La resurrección de los muertos

1001. ¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (Lumen Gentium, 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

. El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).

V. EL JUICIO FINAL

1038. La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles,... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda... E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31. 32. 46).

1039. Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:

Todo el mal que hacen los malos se registra - y ellos no lo saben. El día en que “Dios no se callará” (Sal 50, 3) ... Se volverá hacia los malos: “Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre -pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí” (San Agustín, serm. 18, 4, 4).

1040. El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo El decidirá su advenimiento. Entonces, El pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).

1041. El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2 Ts 1, 10).

“Venga tu Reino”

2816. En el Nuevo Testamento, la palabra “basileia” se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:

Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos (San Cipriano, Dom. orat. 13).

2817. Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:

Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?’ (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).

2818. En la oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor “a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo” (MR, plegaria eucarística IV).

2819. “El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):

Solo un corazón puro puede decir con seguridad: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: ‘Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal’ (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: ‘¡Venga tu Reino!’ (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).

2820. Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf Gaudium et Spes, 22; 32; 39; 45; EN 31).

2821. Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt 5, 13-16; 6, 24; 7, 12-13).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Jesucristo rey del universo y de los corazones

De vez en cuando nos llega la noticia de grandes festejos organizados por un pueblo en honor de su soberano en circunstancias particulares. Hoy es todo el pueblo cristiano quien hace fiesta a su Soberano y Rey. Un reino, el suyo, que el prefacio de hoy define «de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz». Dice san Pablo en la segunda lectura, que arrancándonos del reino de las tinieblas el Padre nos ha trasladado al reino de su Hijo, en el que tenemos «la redención y la remisión de los pecados».

La solemnidad de hoy, en cuanto a su institución, es bastante reciente. De hecho, fue instituida por el papa Pío XI, en 1925, en respuesta a los regímenes políticos ateos y totalitarios, que negaban los derechos de Dios y de la Iglesia. El clima del que nació la fiesta es atestiguado, por ejemplo, por la revolución mexicana, cuando muchos cristianos fueron a la muerte gritando hasta el último momento: «¡Viva Cristo rey!»

Pero, si la institución de la fiesta es reciente, no lo es así su contenido y su idea central, que, por el contrario, es antiquísima y se puede decir que nace con el cristianismo. La solemne proclamación de fe: «Jesús es el Señor» con la que muchos mártires de los primeros siglos iban al martirio, poniendo su lealtad a Cristo por encima de la del emperador, estaba ya en esta línea. Apenas la fe cristiana fue libre para expresarse en el arte, las dos imágenes favoritas de Cristo fueron las mismas que encontramos constantemente asociadas a la fiesta de hoy: la del Buen Pastor y la del Pantocrator, esto es, el dominador universal. Esta última frecuentemente llenaba de sí la entera media naranja del ábside en las iglesias, envolviendo a la asamblea en un gesto más de protección que de dominio. Cuando se comenzó a dibujar y pintar el crucifijo (en los primeros tiempos, la cruz había sido representada sin Cristo encima), fue de esta manera como vino representado: con la corona en la cabeza, el hábito y el porte real. Era un modo de afirmar, también con los colores, la verdad proclamada en la liturgia: «Dios reina desde el madero» (regnavit a ligno Deus).

Para descubrir cómo esta fiesta nos afecta de cerca, baste recordar una distinción sencillísima. Existen dos universos, dos mundos o cosmos: el macrocosmos, que es el universo grande y exterior a nosotros, y el microcosmos o pequeño universo, que es cada uno de los hombres. Es pequeño, pero en realidad más grande que el universo material externo. El hombre, en efecto, aunque no es más que un pequeño punto de casi nada en el universo, con su inteligencia es capaz de «abrazar» y dominar el entero cosmos con todas sus galaxias. La liturgia misma en la reforma, que ha seguido al Concilio Vaticano II, ha sentido la necesidad de arrinconar el acento de lo festivo acentuando el aspecto humano y espiritual de la celebración de este día más que el, por así decirlo, político. La oración de la fiesta ya no pide más, como se hacía en el pasado, el «aunar a todas las familias de los pueblos para someterlas a la dulce autoridad de Cristo», sino que dice: «haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin».

Es conmovedor hacer notar en el evangelio de hoy una cosa. En él se refiere que, en el momento de su muerte, sobre la cabeza de Cristo colgaba el escrito: «Éste es el rey de los judíos» y los circunstantes le desafiaban para que mostrara abiertamente su realeza: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Muchos, incluso, de entre sus amigos esperaban una demostración espectacular de su realeza en el último momento. Pero, él escoge demostrar su realeza preocupándose de un solo hombre, que, además, era un malhechor:

«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino... le respondió: ... Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”».

Desde esta perspectiva la pregunta más importante para plantearnos en la fiesta de Cristo Rey no es si él reina o no en el mundo, sino si reina o no dentro de mí; no si su realeza es reconocida por los estados y por los gobiernos, sino si es reconocida y vivida por mí. ¿Cristo es Rey y Señor de mi vida? ¿Quién reina dentro de mí, quién fija los fines y establece las prioridades: Cristo o algún otro?

Según san Pablo existen dos posibles modos de vivir: o «para sí mismos» o «para el Señor». Escribe:

«Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Romanos 14, 7-9).

«Vivir para sí mismo» significa vivir como quien tiene el propio principio y el propio fin en sí mismo; indica una existencia encerrada en sí mismo, tendida solo a la propia satisfacción y a la propia gloria sin alguna perspectiva de eternidad. «Vivir para el Señor», por el contrario, significa vivir del Señor, de la vida que viene de él, de su Espíritu, y vivir para el Señor, esto es, en vistas a él, para su gloria. Se trata de una sustitución del principio dominante: ya no más «yo», sino Dios.

Se trata de operar en la propia vida una especie de revolución copernicana. En el sistema antiguo, tolemaico, se pensaba que la tierra inmóvil estuviese en el centro del universo, mientras que el sol le giraba alrededor, como su vasallo y servidor, para iluminarla y calentarla; pero, Copérnico le ha dado el giro a esta opinión, demostrando que el sol está fijo en el centro y la tierra gira en tomo a él para recibir luz y calor. Para realizar en nuestro pequeño mundo esta revolución copernicana, debemos pasar también nosotros del sistema antiguo al sistema nuevo. En el sistema antiguo es la «tierra», mi «yo», el que quiere estar en el centro y dictar leyes, asignando a cada cosa su puesto, que se corresponde con los propios gustos. En el sistema nuevo, es el «sol», Cristo, el que está al centro y reina, mientras que mi «yo» se vuelve humildemente hacia él, para contemplarle, servirle y recibir de él «el Espíritu y la vida».

Se trata verdaderamente de una nueva existencia. Frente a ella, la misma muerte ha perdido su carácter de irreparable. La contradicción máxima que experimenta el hombre desde siempre, la de la vida y de la muerte, ha sido superada. La contradicción más radical ya no está más entre el «vivir» y el «morir», sino que está entre vivir «para sí mismo» y vivir «para el Señor». «Vivir para sí mismo» ya es la verdadera muerte. Para quien cree, la vida y la muerte física son solamente dos fases y dos modos distintos de vivir para el Señor y con el Señor: el primero, a modo de primicia en la fe y en la esperanza; el segundo, con la plena y definitiva posesión en el modo por el que se entra con la muerte.

En uno de los ciclos litúrgicos precedentes (ciclo A), en la segunda lectura de esta fiesta, se escuchaba una palabra del Apóstol, que nos hace reflexionar:

«Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios, al que se lo había sometido todo. Y así Dios lo será todo para todos» (1 Corintios 15, 25-28).

¿Qué significa esto? Que, con mi elección, yo puedo adelantar o retrasar el cumplimiento final de la historia de la salvación. He aquí un pensamiento valeroso, pero verdadero, de Orígenes: yo soy miembro del cuerpo de Cristo y Cristo no quiere someterse al Padre sólo con una parte de su cuerpo sino con todo. Mientras haya, pues, un solo miembro que rechace ofrecerse con él al Padre, él no puede considerar concluida su obra, no puede someter el Reino al Padre. No se resigna a dejarnos atrás.

La Eucaristía nos ofrece cada vez la oportunidad ideal para renovar nuestra elección. Allí, Cristo se ofrece al Padre y ofrece consigo a todo su cuerpo en un único e indiviso ofrecimiento; se anticipa, en el misterio, a la entrega del Reino al Padre, que tendrá lugar al final de los tiempos. Como un arroyo, que desemboca en un río grande desde un valle lateral y viene desde aquel momento trasportado a sí mismo por el río principal en su curso hacia el mar, así también nosotros cuando «desembocamos o nos abandonamos» en Cristo.

En muchos comercios, en ciertos períodos del año, hay pegado un cartel con la inscripción: «Se aceptan listas de boda». ¿Qué son estas listas de boda? Los que están a punto de casarse, para evitar recibir regalos inútiles o duplicados, redactan una lista de cosas, que se sentirían felices con recibirlas por los amigos como regalo, y la depositan en un comercio a su elección, que después discretamente la indican a sus conocidos. Pues bien, también Jesús ha depositado en alguna parte su lista de bodas, el elenco de regalos, que, como rey, quisiera recibir de sus súbditos, en la fiesta de Cristo Rey y durante todo el resto del año. Basta abrir el Evangelio de Mateo, en el capítulo 25 (el Evangelio de esta fiesta en el ciclo A). Allí se dice definitivamente cuáles son los regalos que él considera hechos para sí mismo: «Estaba desnudo..., tenía hambre...» Volvámosla a leer y escojamos el regalo que ofrecer a Jesús.

«Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre») (Apocalipsis 1,5-6).

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PREGONES - La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Someterse al Rey

Jesucristo es el Hijo de Dios, es el Rey del Universo. Vino al mundo, pero el mundo no lo recibió.

El Rey fue apresado, torturado, crucificado y muerto en la Cruz, porque los hombres no reconocieron su reinado.

Su Reino no es de este mundo y, sin embargo, reinó sobre el mundo, comprando con su sangre, derramada hasta la última gota, a todos los hombres, para hacerlos parte de su Reino.

El Rey resucitó de entre los muertos para darle vida al mundo, ganándose el derecho de juzgar a cada hombre. Al final de los tiempos, el Rey vendrá con todo su poder y su gloria y, como justo Juez, expulsará de su Reino a los que no obraron como Él les enseñó y les mandó: con misericordia.

Lo que los hombres hacen o dejan de hacer con el prójimo, lo hacen o lo dejan de hacer con el Rey. ¡Ay de aquel que desprecia al Rey!, porque de Él es todo el poder y la justicia, y de las obras de amor que hicieron o dejaron de hacer le darán cuentas al Rey.

Él es un Rey de amor, que juzgará a cada uno en el amor, y de acuerdo a la ley del amor.

Todo el que pertenece al Reino de Dios debe someterse a la ley y cumplir sus mandamientos.

Todo aquel que no se quiera someter al Rey será apartado y echado al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque el que no se somete al Rey desobedece a Dios y se aparta de Él, perdiendo la oportunidad de participar de la gloria eterna de Dios en el Paraíso.

Obra tú con misericordia, adora a tu Rey. Su Reino no es de este mundo, pero Él ha venido a construir su Reino en el mundo, para reunir en su Reino, que es la Santa Iglesia Católica, a todos los hijos de Dios.

En el mundo reina el Rey del Universo, que está vivo, y está presente en cuerpo, en sangre, en alma, en divinidad, y con toda su majestuosidad derrama constantemente para el mundo su misericordia.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Cristo Rey con todo derecho

El último domingo del Tiempo Ordinario celebramos la solemnidad de Cristo, Rey del Universo. Nos ofrece hoy la Iglesia un pasaje, de san Lucas en este caso, en el que aparece Jesús despreciado y materialmente humillado por los judíos, por haber manifestado su condición real. Según nos narran los Evangelios, poco antes había reconocido ser el Rey de los judíos, respondiendo a la pregunta de Pilato. Pero el Señor no se había otorgado a sí mismo la realeza y mucho menos usurpaba indebidamente un título al considerarse Rey. Ya los Magos, por una revelación cuya naturaleza desconocemos, relacionaron la estrella que vieron en Oriente con el nacimiento del Rey de los judíos. Rey de Israel lo reconoció Natanael, cuando Jesús le dijo que lo había visto antes que Felipe bajo la higuera. Y asimismo la muchedumbre, saciada por los panes y los peces multiplicados milagrosamente por Jesús, quiere proclamarlo Rey, pero en aquella ocasión se marchó al monte Él solo.

El domingo anterior a su muerte acoge, sin embargo, el Señor los clamores de la gente que lo proclaman hijo de David y Rey, y hasta reprende a los fariseos que se escandalizan: Os digo que si éstos callan gritarán las piedras, les dice. Se cumple con su paso por Jerusalén cabalgando un borrico lo que profetizó Zacarías: No temas, hija de Sión. Mira a tu rey, que llega montado en un pollino de asna. Y al viernes siguiente, sabiendo que le esperaba la muerte, no teme proclamar ante Pilato su condición real, aunque dejando claro que no es un reino terreno el suyo.

A pesar de las burlas que se escucharon al pie de la Cruz era cierta la inscripción: «Este es el Rey de los judíos» referida a Cristo. Tan seguro estaba el Señor del poder que garantizaba su realeza, que no tenía necesidad de demostrarlo a los que le retaban: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Se hubiera comportado, de haberlo hecho, como tantos poderosos de este mundo que necesitan mostrar su fuerza para ser respetados por otros que también se consideran fuertes. Jesucristo, en cambio, siendo Dios y absolutamente poderoso; Señor y Rey de cuanto existe y de todo el poder que puede ser pensado, no siente esa necesidad: doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo. Por esto, poco antes de morir, puede decir al buen ladrón que lo reconoce como Rey: hoy estarás conmigo en el Paraíso.

También en nuestro tiempo algunos son incapaces de entender otros reinados que los de la fuerza, las riquezas, las influencias... Con esos poderes se imponen algunos materialmente. Se trata en todo caso de reinados de aquí, que para unos y para otros duran, en el mejor de los casos, mientras están en el mundo. Conviene por ello recordar, como nos enseña el salmo segundo refiriéndose a Nuestro Señor, que por el contrario Su Reino es un Reino eterno y todos los reyes le servirán y obedecerán. ¡Qué seguridad, sentirse en un Reino así!, un Reino de justicia, de amor y de paz. Porque, siendo gobernado por la misma bondad, podemos sentirnos siempre seguros y además, su Reino no tendrá fin, como decimos al recitar el Credo.

El cristiano, consciente de seguir a Cristo, existiendo bajo Cristo, vive orgullosamente seguro. Aclama desde el fondo de su corazón, como en un permanente domingo de Ramos: Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel... ¡Hosanna al Hijo de David!... ¡Hosanna en las alturas! Y así van pasando para él sus días, ocupado ordinariamente en actividades semejantes a las de cualquiera –se diría que su vida no tiene nada de especial–, pero convencido, sin embargo, de ser, en cierto sentido, extraordinario: más próximo a Dios por voluntad del Creador que al resto de la Creación, al sentirse capaz de difundir a los otros hombres el talento incomparable de reconocerse hijo de Dios y destinado a ser uno con Él eternamente.

La gran solemnidad que hoy celebramos nos inunda, por tanto, de una alegría contagiosa. No nos conformamos con exultar interiormente, ni tampoco sólo con “los nuestros”, al reconocernos junto a otros cristianos hijos, aunque siervos de tan gran Rey. La misma Gracia que nos hace ser de la familia de Dios, ha puesto, por así decir, en cada uno, la necesidad imperiosa de comunicar a la humanidad entera esta gran verdad de nuestra gozosa condición: un tesoro demasiado grande para dejarlo encerrado sólo en cada uno; y parece, más bien, que su valor se acrecienta en nosotros cuanto más se comparte.

Es lo que debía sentir la Madre de Dios, que no puede contenerse y exulta: mi alma alaba al Señor y se llena de gozo mi espíritu en Dios mi Salvador.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El reino de Dios

En la Aclamación al Evangelio, que muchas veces da el tema del día, cantamos: “Bendito su Reino que viene”. Y, de hecho, la fiesta de Cristo Rey nos resulta este año como la fiesta también del Reino de Dios. Cuántas veces oímos proclamar esta realidad del Reino de Dios en el transcurso de los tres ciclos litúrgicos que hoy se cierra: el Reino de Dios es como una semilla, un campo, un tesoro escondido, un banquete; el Reino de Dios está cerca; ¡el Reino de Dios está entre ustedes! Hoy, podemos finalmente dedicarle toda nuestra atención.

En el Evangelio de Mateo encontramos la expresión “Reino de los cielos”, pero se trata de la misma realidad; Mateo, que escribe para los cristianos provenientes del judaísmo, evita, si puede, pronunciar el nombre de Dios y, en su lugar, como hacían justamente los hebreos, pone la perífrasis “cielos” . El reino de los cielos no indica, pues, algo que existe sólo en el cielo, o sea, fuera y después de este mundo, sino algo que ya está iniciado y presente aquí entre nosotros; está “en” este mundo, pese a no ser “de” este mundo (cf. Jn. 17,15-16).

En las lecturas de hoy encontramos una tercera expresión: Reino de Cristo (Nos hizo entrar en el Reino de su hijo muy querido; Acuérdate de mí cuando entres en tu Reino); pero se trata una vez más de la misma realidad: el Reino de Dios se llama Reino de Cristo porque encontró en Jesús su plena y definitiva concreción.

Las tres expresiones indican, pues, lo mismo; pero, ¿qué? ¿Qué es este Reino misterioso que no es de este mundo, que no atrae la atención de los curiosos (cf. Lc. 17,21), que no crea violencia, sino que, en todo caso, la sufre? Podemos empezar diciendo lo que no es. No es una institución política o jurídica, como son los reinos humanos. Reino es aquí una palabra en activo: significa el reinar o la Potestad de Dios. El Reino de Dios es la soberanía de Dios que coincide con la voluntad y la santidad de Dios: Venga a nosotros tu Reino es como decir: Hágase tu voluntad. Por eso se llama, igualmente bien, Reino de verdad, Reino de amor, Reino de santidad y justicia. En el concepto de Reino de Dios, está encerrada toda la fuerza, la vitalidad y la santidad que caracterizan la imagen bíblica de Dios. Al creyente familiarizado con el lenguaje de la Escritura, el solo pronunciar esta palabra Reino de Dios debería hacerle vibrar algo grande e indefinido en el corazón.

El concepto de Reino de Dios comprende, no obstante, también un significado pasivo que tiene que ver con el hombre. En sentido activo indica −decía− la voluntad de Dios; en sentido pasivo, indica la aceptación de esa misma voluntad que se realiza en la obediencia de la creatura y en el ordenamiento de todas las cosas según la voluntad y el proyecto de Dios. Justamente por eso el Reino de Dios se convirtió en Reino de Cristo, porque, al hacerse obediente hasta la muerte, Jesús recibió en sí mismo toda la voluntad de Dios; nada de ella quedó afuera y sin cumplir; no quedaron residuos pasivos, por así decirlo, sino que todo fue como quemado en su obediencia. En Jesús se realizó la perfecta adecuación entre esos dos aspectos que constituyen el Reino de Dios; por eso pasó a ser Rey y Señor y la “causa de Dios” con los hombres se llama ahora Jesucristo. Se entiende por qué, después de la Pascua, los apóstoles no predican más el Reino de Dios, sino que predican a Jesucristo crucificado y resucitado (1 Col 1,23: Nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado). Lo que pareció a algunos estudiosos una anomalía y una discontinuidad en el paso de Jesús a la Iglesia es, en realidad, la cosa más clara y consecuente del mundo: con la Pascua, Jesús se convirtió para nosotros en “poder de Dios y sabiduría de Dios” (cf. 1 Col. 1,24); él mismo pasó a ser inicio y modelo del Reino. Pensando en este grandioso acontecimiento, en el Apocalipsis se canta: Te damos gracias, Señor Dios todopoderoso —el que es y el que era— porque has ejercido tu inmenso poder y has establecido tu Reino (Apoc. 11,17).

De este Reino de Dios, de cuyo significado ahora sabemos un poco, el Evangelio nos dice tres cosas aparentemente contradictorias: Primero, que está cerca, más aún, que ya está aquí en re nosotros (cf. Mc. 1, 15; Lc. 17,21); segundo, que todavía debe venir (“¡Venga a nosotros tu Reino!”); tercero, que debemos buscarlo nosotros mismos (“Busquen ante todo el Reino de Dios”).

En realidad, estas tres cosas son ciertas y son actuales también hoy. El Reino de Dios ya está aquí en medio de nosotros porque Jesús está presente en la Iglesia con su palabra, sus sacramentos y, sobre todo, con su Espíritu. A quien, después de la Pascua le preguntó: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? Jesús le respondió: Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes y serán mis testigos (Hech. 1,6-8); era como decir que el Reino de Dios se realiza ahora donde hay discípulos que, con el poder del Espíritu Santo, dan testimonio de Jesús.

No obstante, también es cierto que el Reino todavía debe venir y es cierto en muchos sentidos: en sentido moral e histórico, porque los hombres y las instituciones todavía distan de estar ordenados según la voluntad de Dios y el modelo de Cristo; en sentido escatológico, porque esperamos el día en que el Reino se cumpla y sea presentado al Padre y haya cielos nuevos y tierra nueva; esperamos el momento en que se diga: Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo (Mt. 25,34).

Es actual, por consiguiente, también la tercera cosa, el buscar el Reino de Dios; más aún, de las tres, esta es ciertamente la que nos toca más de cerca y de la que debemos ocuparnos de aquí en más. Un cristiano que está aferrado a la pasión del Reino y que decide ser su “buscador”, tiene ante los ojos tres campos de trabajo, uno más comprometido que el otro, pero comunicados entre sí, y, por así decirlo, concéntricos, ya que el trabajo realizado en uno redunda en beneficio de los otros dos.

El más amplio de todos es el campo llamado “mundo”. Este debe convertirse de hecho en lo que ya es de derecho a partir de la resurrección de Cristo, o sea, “el mundo de nuestro Señor Jesucristo”. Cuando Pablo dice que toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios... Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción (Rom. 8,19-21), es como si dijera que el mundo entero espera convertirse en Reino. Cuántos proyectos para mejorar el mundo; pero el mundo necesita sobre todo una cosa, de la que depende todo el resto: ¡ser liberado del pecado! Porque el pecado es lo único que no forma parte de la estructura originaria de la creación, sino que le fue inoculado desde el exterior, “contra su voluntad”, dice Pablo, por la malvada voluntad del hombre. Por lo tanto, son verdaderos “operadores del Reino”, los que, conscientemente o no, trabajan para disminuir el peso del pecado en el mundo, luchando por una política más humana, por una información más honesta, por una sociedad más justa y por una cultura más respetuosa de la dignidad del hombre.

El segundo campo es la Iglesia. Decir que hay que buscar en la Iglesia el Reino de Dios no es decir una tautología o una herejía; significa decir que debemos comprometernos a hacer prevalecer en ella la obra de Dios por sobre la del hombre. También la Iglesia debe ser de hecho lo que ya es de derecho, o sea, un “Reino de sacerdotes”, un fermento en la masa, una luz en el candelabro, una ciudad en la montaña. Y esto es obra de todos. La diferencia entre la Iglesia y el mundo no es que una pertenezca a Cristo y el otro no; sino que una sabe que le pertenece y el otro no. Para quien es consciente de haber sido “trasladado al Reino de la luz”, surge una exigencia nueva que es la coherencia, el “caminar como hijos de la luz” (cf. Ef. 5,8). En la Iglesia debemos hacer que brille la soberanía de Dios en la obediencia del hombre, para que ella realice y manifieste a todo el mundo el Reino de Dios.

El tercer y último campo, en el cual buscar el Reino, es el personal de nuestra existencia. Hemos llegado, así, a ese nivel en que la liturgia de hoy toca nuestra vida cotidiana y nos interpela de cerca. ¿Qué significa buscar el Reino de Dios en nuestra vida? Es difícil decirlo en pocas palabras. Negativamente, San Pablo lo expresa así: No permitan que el pecado reine en sus cuerpos mortales (Rom. 6,12); el Reino de Dios comienza en nosotros donde termina el reino del pecado. Así es como debemos representarnos concreta, y casi visiblemente, el crecimiento de Dios en nosotros: como un pequeño frente de luz que avanza penosamente, luchando para echar hacia atrás el frente invasor de las tinieblas que está listo para reconquistar el terreno perdido; como la creatura nueva que lucha contra el hombre viejo; como David que lucha contra Goliat. A veces, en los momentos de tentación (por ejemplo, con la ira), no es difícil experimentar en uno, casi físicamente, esta lucha: algo de tenebroso sube del fondo de nosotros mismos y nos obnubila la vista, la mente y el corazón; hasta la persona que tenemos enfrente se da cuenta de que hay en nosotros algo que no es bueno, simplemente mirándonos a los ojos. Es la guerra entre “las dos leyes” que es también guerra entre dos reinos (cf, Rom. 7,22-23). Esta es la división y la espada que Jesús dice que vino a traer a la tierra (cf. 434 Lc. 12,51): una división buena, aunque haga sufrir, porque lleva al predominio del espíritu sobre la carne, de la libertad sobre la esclavitud.

Buscar el Reino de Dios en nuestra vida significa también, positivamente, “crecer en el amor” (cf. 1 Tes. 3,2), porque el amor es la esencia y el resumen del Reino de Dios. El que ama a su hermano está en la luz (cf. 1 Jn. 2,10) y ya está en el Reino. Dentro de él se celebra, en espíritu y en verdad, la fiesta de Cristo Rey. Juan llama “Vida” aquello que los otros evangelistas llaman Reino de Dios, por eso puede decir: Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la Vida, porque amamos a nuestros hermanos (1 Jn. 3,14).

El apóstol Pablo nos describe en su texto el momento del cumplimiento final, cuando Jesucristo entregue el Reino a Dios Padre y dice que esto no sucederá hasta que “todo esté sometido bajo sus pies” (cf. 1 Col 15,24ssq.). Podemos, pues, de alguna manera para nosotros misteriosa, apurar o retardar el momento al que toda la historia humana tiende como el momento del parto (cf. Rom. 8,22) y el momento de su descanso. Hasta que no estemos enteramente sometidos a Cristo, Cristo no puede someterse enteramente al Padre; hay como un retraso, una suspensión y un sufrimiento en el universo. El Padre aguarda ese momento porque para eso creó todos los mundos y puso en obra la entera historia de la salvación: “Yo —dice Jesucristo— beberé de este vino con ustedes en el Reino de mi Padre (d. Mt. 26,29). Hasta que no actuemos de manera de subir al Reino, él no puede beber solo ese vino pues prometió beberlo con nosotros. Permanece, pues, en la tristeza por todo el tiempo en que nosotros persistamos en la iniquidad. Somos, por lo tanto, la causa de la demora de su alegría. Mientras yo no esté sometido al Padre, no puede decirse siquiera que él esté sometido. No quiere recibir sin ti su gloria plena: sin ti, o sea, sin su pueblo, que es su cuerpo y sus miembros (Orígenes, Hom. in Lev. 7,2).

Al término del año litúrgico, fijemos entonces la mirada en ese punto misterioso del que partimos al comienzo y desde el cual, el domingo que viene, al empezar el Adviento, retornaremos el camino para un nuevo año de gracia; fijemos la mirada en “nuestra patria que está en los cielos” y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transformará nuestro pobre cuerpo mortal haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio (Flp. 3,20-21).

Hoy, debe ser más verdadero que nunca para nosotros ese diálogo que se entrelaza entre sacerdote y pueblo al comienzo del prefacio: ¡Se elevan nuestros corazones! ¡Se vuelven al Señor!” Sí, nuestros corazones se vuelven al Señor. Nuestros primeros hermanos en la fe tenían una palabra que −pronunciada de distinta forma− servía para expresar, a veces, una y otra cosa juntas, a saber, la certeza de la presencia del Reino entre ellos o la esperanza de su venida: Maran-atha: ¡el Señor está aquí! Maraná-tha: ¡Ven, Señor! Y agregaban: ¡Venga la gracia y que pase este mundo! (Didache, 10,6). Hagamos nuestra, al término del año litúrgico, esta oración: Sí, Señor, estás aquí con nosotros; has estado con nosotros todo este ciclo, te sentimos presente muchas veces en tu palabra y en el pan que consagramos y comimos juntos, en tu memoria; tu Espíritu Santo realmente te hizo vivo entre nosotros. Ahora, Señor, nos atrevemos a dirigirte también la otra oración, la que “el Espíritu y la Esposa” nos ponen en los labios en el Apocalipsis: ¡Ven! Saboreamos las primicias de tu Espíritu y gemimos porque esperamos tu plenitud. No sabemos bien qué significa decirte: ¡Ven!, ni de qué manera deseamos, en verdad, que vengas, pero igualmente lo decimos. Que venga tu Reino y pase este mundo: no “el” mundo, sino “este” mundo, el mundo como lo conocemos ahora, tan cargado de pecado y sufrimiento. Envía una efusión nueva de tu Espíritu sobre la Iglesia que espera un “nuevo Pentecostés”; haz que, viéndola renovada y reconstruida, podamos entonar pronto entre nosotros aquel cántico antiguo:

“¡Aleluya! Porque el Señor, nuestro Dios, el Todopoderoso, ha establecido su Reino. Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria a Dios, porque han llegado las bodas del Cordero: su esposa ya se ha preparado (Apoc. 19,6-7).

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la Misa de Cristo Rey (23-XI-1980)

− Jesús reina en la cruz

Regnavit a ligno Deus!

El texto evangélico de San Lucas, que se acaba de proclamar, nos lleva con el pensamiento a la escena altamente dramática que se desarrolla en el “lugar llamado Calvario” (Lc 23,33) y nos presenta, en torno a Jesús crucificado, tres grupos de personas que discuten diversamente sobre su “figura” y sobre su “fin”. ¿Quién es en realidad el que está allí crucificado? Mientras la gente común y anónima permanece más bien incierta y se limita a mirar, los príncipes, en cambio, se burlaban diciendo: “A otros salvó, sálvese a sí mismo, si es el Mesías de Dios el Elegido”. Como se ve, su arma es la ironía negativa y demoledora. Pero también los soldados −el segundo grupo− lo escarnecían y, como en tono de provocación y desafío, le decían: “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”, partiendo, quizá, de las palabras mismas de la inscripción, que veían puesta sobre su cabeza. Estaban, además, los dos malhechores, en contraste entre sí, al juzgar al compañero de pena: mientras uno blasfemaba de él, recogiendo y repitiendo las expresiones despectivas de los soldados y de los jefes, el otro declaraba abiertamente que Jesús “nada malo había hecho” y, dirigiéndose a Él, le imploraba así: “Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu reino”.

He aquí cómo, en el momento culminante de la crucifixión, precisamente cuando la vida del Profeta de Nazaret está para ser suprimida, podemos recoger, incluso en lo vivo de las discusiones y contradicciones, estas alusiones arcanas al rey y al reino.

Esta escena os es bien conocida y no necesita comentarios. Pero es muy oportuno y significativo y, diría, es muy justo y necesario que esta fiesta de Cristo-Rey se enmarque precisamente en el Calvario. Podemos decir, sin duda, que la realeza de Cristo, como la celebramos y meditamos también hoy, debe referirse siempre al acontecimiento que se desarrolla en ese monte, y debe ser comprendida en el misterio salvífico que allí realiza Cristo: me refiero al acontecimiento y al misterio de la redención del hombre. Cristo Jesús −debemos ponerlo de relieve− se afirma rey precisamente en el momento que, entre los dolores y los escarnios de la cruz, entre las incomprensiones y las blasfemias de los circunstantes, agoniza y muere. En verdad, es una realeza singular la suya, tal que sólo pueden reconocerla los ojos de la fe: Regnavit a ligno Deus!

Reinado espiritual

La realeza de Cristo, que brota de la muerte en el Calvario y culmina con el acontecimiento de la resurrección, inseparable de ella, nos llama a esa centralidad, que le compete en virtud de lo que es y de lo que ha hecho. Verbo de Dios e Hijo de Dios, ante todo y, sobre todo, “por quien todo fue hecho”, como repetiremos dentro de poco en el Credo, tiene un intrínseco, esencial e inalienable primado en el orden de la creación, respecto a la cual es la causa suprema y ejemplar. Y después que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), también como hombre e Hijo del hombre, consigue un segundo título en el orden de la redención, mediante la obediencia al designio del Padre, mediante el sufrimiento de la muerte y el consiguiente triunfo de la resurrección.

Al converger en Él este doble primado, tenemos, pues, no sólo el derecho y el deber, sino también la satisfacción y el honor de confesar su excelso señorío sobre las cosas y sobre los hombres que, con término ciertamente ni impropio ni metafórico, puede ser llamado realeza. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre” (Fil 2,8-11).

Este es el nombre del que nos habla el Apóstol: es el nombre del Señor y vale la pena designar la incomparable dignidad, que compete a Él solo y le sitúa a Él solo en el centro, más aún, en el vértice del cosmos y de la historia.

Apostolado

Pero queriendo considerar, además de los títulos y de las razones, también la naturaleza y el ámbito de la realeza de Cristo nuestro Señor, no podemos prescindir de remontarnos a esa potestad que Él mismo, cuando iba a dejar esta tierra, definió total y universal, poniéndola en la base de la misión confiada a los Apóstoles: “Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20).

En estas palabras no hay sólo −como es evidente− la reivindicación explícita de una autoridad soberana, sino que se indica, además, en el acto mismo en que es participada por los Apóstoles, una ramificación suya en distintas, aun cuando coordinadas, funciones espirituales. Efectivamente, si Cristo resucitado dice a los suyos que vayan y recuerda lo que ya ha mandado, si les da la misión tanto de enseñar como de bautizar, esto se explica porque Él mismo, precisamente en virtud de la potestad suma que le pertenece, posee en plenitud estos derechos y está habilitado para ejercitar estas funciones, como Rey, Maestro y Sacerdote.

Ciertamente no se trata de preguntarnos cuál sea el primero de estos tres títulos, porque, en el contexto general de la misión salvífica que Cristo ha recibido del Padre, corresponden a cada uno de ellos funciones igualmente necesarias e importantes. Sin embargo, incluso para mantenernos en sintonía con el contenido de la liturgia de hoy, es oportuno insistir en la función real y concentrar nuestra mirada, iluminada por la fe, en la figura de Cristo como Rey y Señor.

A este respecto aparece obvia la exclusión de cualquier referencia de naturaleza política o temporal. A la pregunta formal que le hizo Pilato: “¿Eres Tú el rey de los judíos?” (Jn 18,33), Jesús responde explícitamente que su reino no es de este mundo y, ante la insistencia del procurador romano, afirma: “Tú dices que soy rey”, añadiendo inmediatamente después: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). De este modo declara cuál es la dimensión exacta de su realeza y la esfera en que se ejercita: es la dimensión espiritual que comprende, en primer lugar, la verdad que hay que anunciar y servir. Su reino, aun cuando comienza aquí abajo en la tierra, nada tiene, sin embargo, de terreno y transciende toda limitación humana, puesto que tiende hacia la consumación más allá del tiempo, en la infinitud de la eternidad.

A este reino nos ha llamado Cristo Señor, otorgándonos una vocación que es participación en esos poderes suyos que ya he recordado. Todos nosotros estamos al servicio del Reino y, al mismo tiempo, en virtud de la consagración bautismal, hemos sido investidos de una dignidad y de un oficio real, sacerdotal y profético, a fin de poder colaborar eficazmente en su crecimiento y en su difusión.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Termina el Año Litúrgico con la Solemnidad de Cristo Rey. Pero ¿qué rey es éste que agoniza de forma tan atroz y humillante? Aparentemente todo parece un fracaso: las autoridades religiosas, el pueblo y los soldados romanos, ignorantes del misterio que presenciaban, se burlaban diciendo “A otros ha salvado, que se salve a sí mismo si él es el Mesías de Dios”. También uno de los crucificados con Él se unió al coro de los blasfemos. Jesús sufre y calla porque Él reina desde la Cruz y no desde el poder. Su reino es de amor: “Dios amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16).

Debemos rogar al Espíritu Santo que no olvidemos esta gran lección: la entrega de nuestra vida hasta el último aliento por amor a Dios y a los demás, unida a la de Cristo en la Cruz, es lo que nos salva y nos asocia a la implantación del reinado de Cristo en este mundo. Lo que resulta escandaloso o mera locura, es fuerza y sabiduría de Dios, “porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Co 1,25).

Frente a la tentación de la fuerza y el poder de un reinado político, Jesús reina desde la Cruz. Su corona son las espinas. Su cetro y su púrpura una caña y un manto de burla. Sus armas la verdad. Su ley el amor. Ante el desafío para que emplee su poder divino bajando de la Cruz, el Señor calla. Pero su silencio también habla. Habla de un amor inmenso, grande como el mismo Dios. Allí nos salvó de la muerte y luego entregó su Espíritu.

Salvo María, la Madre de Jesús y nuestra, y quienes están más o menos cerca de la Cruz, tan sólo un pecador arrepentido −el buen ladrón que la tradición conoce con el nombre de Dimas− alcanza a ver algo del misterio de Jesús y, con humildad, le pide que se acuerde de él cuando llegue a su reino. He repetido muchas veces −dice S. Josemaría Escrivá de Balaguer−, aquel verso del himno eucarístico: peto quod petivit latro poenitens, y siempre me conmuevo: ¡pedir como el ladrón arrepentido! Reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz. Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo. Jesús, como de costumbre, le dio más de lo que pedía.

Hoy estarás conmigo en el paraíso. Cristo es Rey de un modo radicalmente distinto a los de esta tierra. Sí, existe un mundo en el que la verdad y la vida −como reza el Prefacio de hoy−, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz, contrastan con las perversiones que nos rodean. Cristo nos ha abierto las puertas de ese mundo. Es lo que hoy celebramos con toda la Iglesia. Que María nos consiga del Espíritu Santo el don de sabiduría para ver en los sinsabores y penas de la vida lo que va edificando el Reinado de Jesucristo.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Amén»

I. LA PALABRA DE DIOS

2 S 5, 1-3: Ungieron a David como rey de Israel

Sal 121, 1-2.3-4a.4b-5: Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»

Col 1, 12-20: Nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido

Lc 23, 35-43: Señor, acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino

II. LA FE DE LA IGLESIA

«El nombre de Cristo significa “Ungido”, “Mesías”. Jesús es el Cristo porque “Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder” (Hch 10, 38). Era “el que ha de venir” (Lc 7, 19), el objeto de “la esperanza de Israel” (Hch 28, 20)» (453).

«El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: él es el Hijo único del Padre y El mismo es Dios. Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios» (454).

«El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad “Nadie puede decir: ‘¡Jesús es Señor!’ sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3)» (455).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

La vida cristiana de cada día será también el «Amén» al «Creo» de la Profesión de fe de nuestro Bautismo: «Que tu símbolo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe» (San Agustín) (1064).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

David es ungido del Señor. Es Cristo o ungido. Se ungía a los reyes porque representaban a Dios en medio de su pueblo.

Jesús fue ungido por el Espíritu Santo públicamente en el Bautismo del Jordán. En la cruz es proclamado rey por el título de su condena y por la invocación del malhechor crucificado junto a él.

Los redimidos por Cristo han de ser trasladados a su reino eterno, en el que Cristo es el primer ciudadano y soberano a partir de la Resurrección. El himno recogido en esta carta acumula título sobre título para exaltar la indescriptible grandeza de nuestro Señor.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

Cristo, Hijo único de Dios, Señor: 436-451.

La respuesta:

Amén: 1061-1065.

C. Otras sugerencias

La entronización del Rey del universo se hace en la cruz, suplicio de muerte para malhechores.

El reinado de Jesucristo es el Reinado de Dios, de amor y de vida. Amor que tiene su máxima expresión en la cruz. Vida que la gana para todos los hombres en la cruz.

Los nombres de Jesús, los adjetivos sobre su reinado, las alabanzas y los cánticos a Cristo Rey, todo, debe entenderse referido a Dios que en Jesucristo se hace visible.

La doxología de la plegaria eucarística y el Amén de las oraciones nos hacen recapitular todo en el único Dios y Señor, en el Rey del universo.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El reinado de Cristo.

– Un reinado de justicia y de amor.

I. El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz, nos recuerda una de las Antífonas de la Misa.

La Solemnidad que celebramos «es como una síntesis de todo el misterio salvífico». Con ella se cierra el año litúrgico, después de haber celebrado todos los misterios de la vida del Señor, y se presenta a nuestra consideración a Cristo glorioso, Rey de toda la creación y de nuestras almas. Aunque las fiestas de Epifanía, Pascua y Ascensión son también de Cristo Rey y Señor de todo lo creado, la de hoy fue especialmente instituida para mostrar a Jesús como el único soberano ante una sociedad que parece querer vivir de espaldas a Dios.

En los textos de la Misa se pone de manifiesto el amor de Cristo Rey, que vino a establecer su reinado, no como la fuerza de un conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentran las ovejas dispersas, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas: y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad. Con esta solicitud buscó el Señor a los hombres dispersos y alejados de Dios por el pecado. Y como estaban heridos y enfermos, los curó y vendó sus heridas. Tanto los amó que dio la vida por ellos. «Como Rey viene para revelar el amor de Dios, para ser el Mediador de la Nueva Alianza, el Redentor del hombre. El Reino instaurado por Jesucristo actúa como fermento y signo de salvación para construir un mundo más justo, más fraterno, más solidario, inspirado en los valores evangélicos de la esperanza y de la futura bienaventuranza, a la que todos estamos llamados. Por esto en el Prefacio de la celebración eucarística de hoy se habla de Jesús que ha ofrecido al Padre un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz». Así es el Reino de Cristo, al que somos llamados para participar en él y para extenderlo a nuestro alrededor con un apostolado fecundo. El Señor ha de estar presente en familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo... Ante los que reducen la religión a un cúmulo de negaciones, o se conforman con un catolicismo de media tinta; ante los que quieren poner al Señor de cara a la pared, o colocarle en un rincón del alma...: hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a hacer de Cristo un auténtico rey de todos los corazones..., también de los suyos.

– Que Cristo reine en primer lugar en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en todas las acciones...

II. Oportet autem illum regnare..., es necesario que Él reine....

San Pablo enseña que la soberanía de Cristo sobre toda la creación se cumple ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva tras el juicio universal. El Apóstol presenta este acontecimiento misterioso para nosotros, como un acto de solemne homenaje al Padre: Cristo ofrecerá como un trofeo toda la creación, le brindará el Reino que hasta entonces le había encomendado. Su venida gloriosa al fin de los tiempos, cuando haya establecido el cielo nuevo y la tierra nueva, llevará consigo el triunfo definitivo sobre el demonio, el pecado, el dolor y la muerte.

Mientras tanto, la actitud del cristiano no puede ser pasiva ante el reinado de Cristo en el mundo. Nosotros deseamos ardientemente ese reinado: ¡Oportet illum regnare...! Es necesario que reine en primer lugar en nuestra inteligencia, mediante el conocimiento de su doctrina y el acatamiento amoroso de esas verdades reveladas; es necesario que reine en nuestra voluntad, para que obedezca y se identifique cada vez más plenamente con la voluntad divina; es preciso que reine en nuestro corazón, para que ningún amor se interponga al amor a Dios; es necesario que reine en nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo; en nuestro trabajo, camino de santidad... ¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas.

La fiesta de hoy es como un adelanto de la segunda venida de Cristo en poder y majestad, la venida gloriosa que llenará los corazones y secará toda lágrima de infelicidad. Pero es a la vez una llamada y acicate para que a nuestro alrededor el espíritu amable de Cristo impregne todas las realidades terrenas, pues «la esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino más bien estimular, el empeño por cultivar esta tierra, en donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana que aya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo. Por lo tanto, aunque haya que distinguir con cuidado el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo, el progreso terreno, en cuanto que puede ayudar a organizar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el reino de Dios.

»Los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad –es decir, todos los bienes de la naturaleza y los frutos de nuestro esfuerzo– los volveremos a encontrar, después de que los hayamos propagado (...), y esta vez ya limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva al Padre el Reino eterno y universal (...). El Reino está ya presente misteriosamente en esta tierra; y cuando el Señor venga alcanzará su perfección». Nosotros colaboramos en la extensión del reinado de Jesús cuando procuramos hacer más humano y más cristiano el pequeño mundo que nos rodea, el que cada día frecuentamos.

– Extender el Reino de Cristo.

III. A la pregunta de Pilato, contestó Jesús: Mi reino no es de este mundo... Y ante la nueva interpelación del procurador, respondió: Yo soy Rey. Para esto he nacido.... No siendo de este mundo, el Reino de Cristo comienza ya aquí. Se extiende su reinado en medio de los hombres cuando éstos se sienten hijos de Dios, se alimentan de Él y viven para Él. Cristo es un Rey a quien se le ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra, y gobierna siendo manso y humilde de corazón, sirviendo a todos, porque ha venido no a ser servido, sino a servir, y dar su vida para la redención de muchos. Su trono fue primero el pesebre de Belén, y luego la Cruz del Calvario. Siendo el Príncipe de los reyes de la tierra, no exige más tributos que la fe y el amor.

Un ladrón fue el primero en reconocer su realiza: Jesús –le decía con una fe sencilla y humilde–, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. El título que para muchos fue motivo de escándalo y de injurias, será la salvación de este hombre en el que ha ido arraigando la fe, cuando más oculta parecía estar la divinidad del Salvador, que «concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino».

En la fiesta de hoy oímos al Señor que nos dice en la intimidad de nuestro corazón: Yo tengo sobre ti pensamientos de paz y no de aflicción, y hacemos el propósito de arreglar en nuestro corazón lo que no sea conforme con el querer de Cristo. A la vez, le pedimos poder colaborar en esa tarea grande de extender su reinado a nuestro alrededor y en tantos lugares donde aún no le conocen. A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reinado de cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Esto sólo lo lograremos acercando a muchos a Jesús, mediante un apostolado constante y eficaz entre las personas que diariamente pasan cerca de nuestra vida.

Para hacer realidad nuestros deseos acudimos, una vez más, a Nuestra Señora. «María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de caridad, quasi fluvium pacis (Is 66, 12), como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia».

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Rev. D. Joan GUITERAS i Vilanova (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Éste es el Rey de los judíos

Hoy, el Evangelio nos hace elevar los ojos hacia la cruz donde Cristo agoniza en el Calvario. Ahí vemos al Buen Pastor que da la vida por las ovejas. Y, encima de todo hay un letrero en el que se lee: «Éste es el Rey de los judíos» (Lc 23,38). Este que sufre horrorosamente y que está tan desfigurado en su rostro, ¿es el Rey? ¿Es posible? Lo comprende perfectamente el buen ladrón, uno de los dos ajusticiados a un lado y otro de Jesús. Le dice con fe suplicante: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lc 23,42). La respuesta de Jesús es consoladora y cierta: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).

Sí, confesemos que Jesús es Rey. “Rey” con mayúscula. Nadie estará nunca a la altura de su realeza. El Reino de Jesús no es de este mundo. Es un Reino en el que se entra por la conversión cristiana. Un Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz. Un Reino que sale de la Sangre y el agua que brotaron del costado de Jesucristo.

El Reino de Dios fue un tema primordial en la predicación del Señor. No cesaba de invitar a todos a entrar en él. Un día, en el Sermón de la montaña, proclamó bienaventurados a los pobres en el espíritu, porque ellos son los que poseerán el Reino.

Orígenes, comentando la sentencia de Jesús «El Reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,21), explica que quien suplica que el Reino de Dios venga, lo pide rectamente de aquel Reino de Dios que tiene dentro de él, para que nazca, fructifique y madure. Añade que «el Reino de Dios que hay dentro de nosotros, si avanzamos continuamente, llegará a su plenitud cuando se haya cumplido aquello que dice el Apóstol: que Cristo, una vez sometidos quienes le son enemigos, pondrá el Reino en manos de Dios el Padre, y así Dios será todo en todos». El escritor exhorta a que digamos siempre «Sea santificado tu nombre, venga a nosotros tu Reino».

Vivamos ya ahora el Reino con la santidad, y demos testimonio de él con la caridad que autentifica a la fe y a la esperanza.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Soldados del ejército del Rey

«Lleva en su manto y en su muslo escrito: “Rey de reyes y Señor de señores”» (Apoc 19, 16).

Eso dice la Escritura.

Y el Rey de reyes y Señor de señores es Cristo, que se reúne con sus ejércitos para vencer al enemigo y a sus ejércitos.

Es el Rey que anuncia su triunfo, porque vendrá de nuevo con todo su poder y toda su majestad, y con sus ángeles del cielo, para reunir a su pueblo en el banquete del Rey, porque sus juicios son verdaderos y justos.

Sacerdote: tú eres un soldado del ejército del Rey, y tú luchas cada día junto a Él para obtenerle la victoria de su pueblo sobre sus enemigos.

Tú eres, sacerdote, quien lucha día a día entregando la vida por su Rey, porque el Rey te ha cautivado, te ha motivado cuando te ha llamado, y tú lo has seguido, porque es un Rey que no ha impuesto su voluntad sobre la tuya, pero que te ha dado la libertad para descubrir cuál es su voluntad, y darte cuenta de que su voluntad es mejor que la tuya.

Tú has dejado todo, para tomar las armas del Rey y seguirlo, y el Rey te ha provisto de regalos para que en la lucha no seas vencido.

Son los dones, sacerdote, que en función a tu ministerio del orden sacerdotal el Espíritu Santo ha infundido, y te da la gracia para que descubras que ya no eres tú, sino el Rey quien vive en ti. Es Cristo, quien se manifiesta en ti y a través de ti, es él quien lucha y quien vence todas tus batallas, porque es él quien tiene todo el poder.

Concientiza, sacerdote, tu debilidad, tu pequeñez, y tu fragilidad, porque eres sólo un soldado del gran ejército del Rey, pero con Él, por Él y en Él, eres parte del Rey, quien te comparte su poder.

Abre tus ojos para que veas los milagros que tus manos realizan, para que veas y reconozcas a los más necesitados que Dios pone en tu camino, para que sea Él, y no tú, quien los sane, quien los cure, quien los convierta, quien los salve.

Pero eres tú el soldado que actúa con el poder del Rey, mientras el Rey permanece sentado en su trono a la derecha de su Padre, protegiendo a su ejército contra el ataque del enemigo, mientras cada soldado es fortalecido con su gracia.

Sacerdote, soldado del ejército del Rey de reyes y Señor de señores, dispón tu corazón a recibir la gracia de tu Señor, para que seas fortalecido y enviado con el arma que gana todas las batallas: es el arma del amor.

Disponte sacerdote a recibir el amor.

Déjate amar por Dios y ama con el amor que recibes: ese es el poder de Dios que quiere darte, esa es la gracia de Dios que quiere manifestarte, y esa es la gran verdad que quiera revelarte.

El Rey del universo es un Rey de amor. Si tienes amor nada te falta. Las batallas se vencen con amor, pero nadie puede dar lo que no tiene, y nadie puede tener lo que no recibe, y nadie puede recibir si no abre la puerta.

Sacerdote, el Rey está a la puerta y llama. Escucha su voz y ábrele la puerta, para que pueda entrar. Entonces cenará contigo y tú con él en el gran banquete del Rey, y esa es la victoria sobre todas las batallas.

Deja que el Rey cure tus heridas, deja que sane la lepra de tu corazón.

Mantén firme tu fe y pide la gracia de ser alimentado, fortalecido, para que estés bien dispuesto a recibir las armas que te procuren la victoria.

Tú construyes, sacerdote, el Reino del Cielo en la tierra. Prepara el camino para que sea un reino de sacerdotes, una nación santa, y un pueblo bien dispuesto, para que cuando Cristo vuelva a proclamar su victoria puedas cantar alabanzas, unido con todos los soldados del Rey y sus ángeles, diciendo “aleluya, aleluya, ha vencido el Rey, y ha establecido su reinado el Señor Dios todopoderoso”, para que des testimonio y digas: “Dios me ha sanado, porque yo era un leproso, porque tenía un corazón de piedra y Él me dio un corazón de carne, porque yo era débil y frágil y me vistió de fortaleza y de fe, y me dio un corazón dispuesto para amar y para recibir el amor, con el que he ganado todas mis batallas”.

Ese es, sacerdote, el testimonio al que has sido llamado a dar cuando salgas al campo de batalla, al que has sido enviado por el Rey, como precursor de su victoria.

Dichosos los invitados al banquete de las bodas del Cordero, que es el Rey de reyes y Señor de señores.

(Espada de Dos Filos V, n. 91)

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