Pentecostés (Ciclo C)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Domingo de Pentecostés (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilías 2013-2016 – Catequesis del 8 y 15 de mayo de 2013
  • BENEDICTO XVI – Homilía y Regina Cӕli 2007 y 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Joan MARTÍNEZ Porcel (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses Obispo de Terrassa (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

EL AUXILIO DEL ESPÍRITU

Ez 37, 1-14; Rom 8,22-27; Jn 7, 37-39

La fiesta de Pentecostés es la fiesta del Espíritu. El profeta Ezequiel asocia con frecuencia el agua con el Espíritu. Dios limpiará a su pueblo con el agua y el Espíritu. Por eso mismo el Señor Jesús invita a los sedientos a saciar su sed en los ríos de agua viva. Acto seguido el evangelista nos ofrece la clave de lectura de esa agua viva: Jesús ofrece en realidad su Espíritu. La presencia viva del Espíritu, nos dirá san Pablo, nos despejará de confusiones y ambigüedades. Será el mismo Espíritu de Dios el que guiará nuestro corazón para solicitar aquello que realmente necesitamos. La presencia misteriosa del Espíritu no se atiene a la lógica racional, sino que nos permite comunicarnos con un lenguaje no articulado. Con “gemidos sin palabras” como afirma San Pablo. Quien se decida a vivir bajo la guía del Espíritu, sabrá vivir en sintonía con la voluntad del Padre.

Misa de la Vigilia

ANTÍFONA DE ENTRADA Rm 5, 5; cfr. 8, 11

El amor de Dios ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que habita en nosotros. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Dios eterno y todopoderoso, que quisiste que la celebración del sacramento de la Pascua perdurara a lo largo de estos cincuenta días, haz que todos los pueblos de la tierra, en otro tiempo dispersos, superada la multiplicidad de lenguas, se congreguen y, movidos por el don venido del cielo, confiesen unánimes la gloria de tu nombre. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

El Señor infundirá su espíritu a los huesos secos y revivirán.

Del libro del profeta Ezequiel: 37,1-14

En aquellos días, la mano del Señor se posó sobre mí, y su espíritu me trasladó y me colocó en medio de un campo lleno de huesos. Me hizo dar vuelta entorno a ellos. Había una cantidad innumerable de huesos sobre la superficie del campo y estaban completamente secos.

Entonces el Señor me preguntó: “Hijo de hombre, ¿podrán acaso revivir estos huesos? Yo respondí: “Señor, tú lo sabes”. Él me dijo: “Habla en mi nombre a estos huesos y diles: ‘Huesos secos, escuchen la Palabra del Señor. Esto dice el Señor Dios a estos huesos: He aquí que yo les infundiré el espíritu y revivirán. Les pondré nervios, haré que les brote carne, la cubriré de piel, les infundiré el espíritu y revivirán. Entonces reconocerán ustedes que yo soy el Señor’ ”.

Yo pronuncié en nombre del Señor las palabras que él me había ordenado, y mientras hablaba, se oyó un gran estrépito, se produjo un terremoto y los huesos se juntaron unos con otros. Y vi cómo les iban saliendo nervios y carne y cómo se cubrían de piel; pero no tenían espíritu. Entonces me dijo el Señor: “Hijo de hombre, habla en mi nombre al espíritu y dile: ‘Esto dice el Señor: Ven, espíritu desde los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, para que vuelvan a la vida’ ”.

Yo hablé en nombre del Señor, como él me había ordenado. Vino sobre ellos el espíritu, revivieron y se pusieron de pie. Era una multitud innumerable. El Señor me dijo: “Hijo de hombre: Estos huesos son toda la casa de Israel, que ha dicho: ‘Nuestros huesos están secos; pereció nuestra esperanza y estamos destrozados’. Por eso habla en mi nombre y diles: “Esto dice el Señor: Pueblo mío, yo mismo abriré sus sepulcros, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel. Cuando abra sus sepulcros y los saque de ellos, pueblo mío, dirán que yo soy el Señor. Entonces les infundiré mi espíritu, los estableceré en su tierra y sabrán que yo, el Señor, lo dije y lo cumplí’ ”.

Palabra de Dios.

O bien:

Derramaré mi espíritu sobre mis siervos y siervas.

Del libro del profeta Joel: 3,1-5

Esto dice el Señor Dios: “Derramaré mi espíritu sobre todos; profetizarán sus hijos y sus hijas, sus ancianos soñarán sueños y sus jóvenes verán visiones. También sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi espíritu en aquellos días. Haré prodigios en el cielo y en la tierra: sangre, fuego, columnas de humo. El sol se oscurecerá, la luna se pondrá color de sangre, antes de que llegue el día grande y terrible del Señor.

Cuando invoquen el nombre del Señor se salvarán, porque en el monte Sión y en Jerusalén quedará un grupo, como lo ha prometido el Señor a los sobrevivientes que ha elegido”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 103, 1-2a. 24. 35c. 27-28. 29bc-30

R/. Envía, Señor, tu Espíritu, a renovar la tierra. Aleluya.

Bendice al Señor, alma mía; Señor y Dios mío, inmensa es tu grandeza. Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto. R/.

¡Qué numerosas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con maestría! La tierra está llena de tus creaturas. Bendice al Señor, alma mía. R/.

Todos los vivientes aguardan que les des de comer a su tiempo; les das el alimento y lo recogen, abres tu mano y se sacian de bienes. R/.

Si retiras tu aliento, toda creatura muere y vuelve al polvo. Pero envías tu espíritu, que da vida, y renuevas el aspecto de la tierra. R/.

SEGUNDA LECTURA

El Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 22-27

Hermanos: Sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto; y no sólo ella, sino también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, anhelando que se realice plenamente nuestra condición de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.

Porque ya es nuestra la salvación, pero su plenitud es todavía objeto de esperanza. Esperar lo que ya se posee no es tener esperanza, porque, ¿cómo se puede esperar lo que ya se posee? En cambio, si esperamos algo que todavía no poseemos, tenemos que esperarlo con paciencia.

El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que conoce profundamente los corazones, sabe lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. R/.

EVANGELIO

Brotarán ríos de agua que da la vida.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 7, 37-39

El último día de la fiesta, que era el más solemne, exclamó Jesús en voz alta: “El que tenga sed, que venga a mí; y beba, aquel que cree en mí. Como dice la Escritura: Del corazón del que cree en mí brotarán ríos de agua viva”.

Al decir esto, se refería al Espíritu Santo que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había venido el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Derrama, Señor, sobre estos dones la bendición de tu Espíritu Santo, para que, por medio de ellos, reciba tu Iglesia tan gran efusión de amor, que la impulse a hacer resplandecer en todo el mundo la verdad del misterio de la salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 7, 37

El último día de la fiesta, Jesús se puso de pie y exclamó: El que tenga sed, que venga a mí y beba. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Que nos aprovechen, Señor, los dones que hemos recibido, para que estemos siempre llenos del fervor del Espíritu Santo que derramaste de manera tan inefable en tus Apóstoles. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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Misa del Día

ANTÍFONA DE ENTRADA Sab 1, 7

El Espíritu del Señor llena toda la tierra; él da consistencia al universo y sabe todo lo que el hombre dice. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Dios nuestro, que por el misterio de la festividad de Pentecostés que hoy celebramos santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones, concede al mundo entero los dones del Espíritu Santo y continúa obrando en el corazón de tus fieles las maravillas que te dignaste realizar en los comienzos de la predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Todos quedaron llenos del Espiran Santo y empezaron a hablar.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 2, 1-11

El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse.

En esos días había en Jerusalén judíos devotos, venidos de todas partes del mundo. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.

Atónitos y llenos de admiración, preguntaban: “¿No son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo, pues, los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay medos, partos y elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene. Algunos somos visitantes, venidos de Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes. Y sin embargo, cada quien los oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 103, 1ab. 24ac. 29bc. 30.31.34

R/. Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.

Bendice al Señor, alma mía; Señor y Dios mío, inmensa es tu grandeza. ¡Qué numerosas son tus obras, Señor! La tierra llena está de tus creaturas. R/.

Si retiras tu aliento, toda creatura muere y vuelve al polvo; pero envías tu espíritu, que da vida, y renuevas el aspecto de la tierra. R/.

Que Dios sea glorificado para siempre y se goce en sus creaturas Ojalá que le agraden mis palabras y yo me alegraré en el Señor. R/.

SEGUNDA LECTURA

Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 8-17

Hermanos: Los que viven en forma desordenada y egoísta no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no llevan esa clase de vida, sino una vida conforme al Espíritu, puesto que el Espíritu de Dios habita verdaderamente en ustedes.

Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo. En cambio, si Cristo vive en ustedes, aunque su cuerpo siga sujeto a la muerte a causa del pecado, su espíritu vive a causa de la actividad salvadora de Dios.

Si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, entonces el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra de su Espíritu, que habita en ustedes.

Por lo tanto, hermanos, no estamos sujetos al desorden egoísta del hombre, para hacer de ese desorden nuestra regla de conducta. Pues si ustedes viven de ese modo, ciertamente serán destruidos. Por el contrario, si con la ayuda del Espíritu destruyen sus malas acciones, entonces vivirán.

Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. No han recibido ustedes un espíritu de esclavos, que los haga temer de nuevo, sino un espíritu de hijos, en virtud del cual podemos llamar Padre a Dios.

El mismo Espíritu Santo, a una con nuestro propio espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo, puesto que sufrimos con él para ser glorificados junto con él.

Palabra de Dios.

SECUENCIA

1. Ven, Dios Espíritu Santo, y envíanos desde el cielo tu luz, para iluminarnos.

2. Ven ya, padre de los pobres, luz que penetra en las almas, dador de todos los dones.

3. Fuente de todo consuelo, amable huésped del alma, paz en las horas de duelo.

4. Eres pausa en el trabajo, brisa, en un clima de fuego, consuelo, en medio del llanto.

5. Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran.

6. Sin tu inspiración divina los hombres nada podemos y el pecado nos domina.

7. Lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas.

8. Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas.

9. Concede a aquellos que ponen en ti su fe y su confianza tus siete sagrados dones.

10. Danos virtudes y méritos, danos una buena muerte y contigo el gozo eterno.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. R/.

EVANGELIO

Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo: Reciban el Espíritu Santo.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 20, 19-23

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado.

Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”.

Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.

Palabra del Señor.

O bien:

EVANGELIO

El Espíritu Santo les enseñará todas las cosas.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 14, 15-16.23-26

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre y él les enviará otro Consolador que esté siempre con ustedes, el Espíritu de verdad.

El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El que no me ama, no cumplirá mis palabras. Y la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió.

Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará toda cuanto yo les he dicho”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Concédenos, Señor, que, conforme a la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender con más plenitud el misterio de este sacrificio y haz que nos descubra toda su verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

El misterio de Pentecostés.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Porque tú, para llevar a su plenitud el misterio pascual, has enviado hoy al Espíritu Santo sobre aquellos a quienes adoptaste como hijos al injertarlos en Cristo, tu Unigénito.

Este mismo Espíritu fue quien, al nacer la Iglesia, dio a conocer a todos los pueblos el misterio del Dios verdadero y unió la diversidad de las lenguas en la confesión de una misma fe.

Por eso, el mundo entero se desborda de alegría y también los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Hch 2, 4. 11

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y proclamaban las maravillas de Dios. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Dios nuestro, tú que concedes a tu Iglesia dones celestiales consérvale la gracia que le has dado, para que permanezca siempre vivo en ella el don del Espíritu Santo que le infundiste; y que este alimento espiritual nos sirva para alcanzar la salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Se llenaron del Espíritu Santo (Hch 2,1-11)

1ª lectura

Pentecostés significa, en el libro de los Hechos, el comienzo de la andadura de la Iglesia: animada por el Espíritu Santo, constituye el nuevo Pueblo de Dios que comienza a proclamar el Evangelio a todas las naciones y a convocar a todos los llamados por Dios. La efusión del Espíritu Santo tiene también para los Apóstoles un valor revelador; más tarde, San Pedro verá en el descenso del Espíritu Santo sobre Cornelio y su familia (10,44-48; 11,15-17) una señal clara de la llamada a los gentiles sin pasar por la circuncisión.

El relato de la venida del Espíritu Santo está lleno de simbolismos. Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías: se celebraba cincuenta días después de la Pascua y muchos israelitas peregrinaban ese día a la Ciudad Santa. Su origen era festejar el final de la cosecha de cereales y dar gracias a Dios por ella, junto con el ofrecimiento de las primicias. Después se añadió el motivo de conmemorar la promulgación de la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí. El ruido, como de viento, y el fuego (vv. 2-3) evocan precisamente la manifestación de Dios en el monte Sinaí (cfr Ex 19,16.18; Sal 29) cuando Dios, al darles la Ley, constituyó a Israel como pueblo suyo. Ahora, con los mismos rasgos se manifiesta a su nuevo pueblo, la Iglesia: el viento significa la novedad trascendente de su acción en la historia de los hombres (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 691); el «fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo» (ibidem, n. 696).

La enumeración de la procedencia de los que escuchaban a los discípulos (vv. 5.9-11), y que todos entiendan la lengua hablada por los Apóstoles (vv. 4.6.8.11), evocan, por contraste, la confusión de lenguas en Babel (cfr Gn 11,1-9): «Sin duda, el Espíritu Santo actuaba ya en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés vino sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación; fue, por fin, prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe, por la Iglesia de la Nueva Alianza que habla en todas las lenguas, comprende y abraza en el amor a todas las lenguas, superando así la dispersión de Babel» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 4). Más allá del significado que tuvo en su día, el don del Espíritu Santo nos interpela también porque, en cada momento y en cada lugar, tenemos que saber dar testimonio de Cristo: Cada generación de cristianos (...) necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas, cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 132).

Los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios (Rm 8,8-17)

2ª lectura

Jesucristo nos libera de la muerte y del pecado y nos trae la vida, pero ¿cómo he de vivir esta vida, si soy todavía carnal y la carne no se somete a la Ley de Dios? El Apóstol responde que hemos de vivir no con arreglo a la carne, sino de acuerdo con el Espíritu de Dios que resucitó a Cristo.

Al comienzo de este capítulo señaló que la criatura humana no podía librarse del pecado por sí misma, ni siquiera con la ayuda de la Ley antigua (vv. 1-4). A continuación especificó dos maneras en las que se puede vivir en este mundo (vv. 5-8). La primera es la vida según el Espíritu, con arreglo a la cual se busca a Dios por encima de todas las cosas y se lucha, con su gracia, contra las inclinaciones de la concupiscencia. La segunda es la vida según la carne, por la que el hombre se deja vencer por las pasiones. La vida según el Espíritu, que tiene su raíz en la gracia, no se reduce al mero estar pasivo y a unas cuantas prácticas piadosas. La vida según el Espíritu es un vivir según Dios que informa la conducta del cristiano: pensamientos, anhelos, deseos y obras se ajustan a lo que el Señor pide en cada instante y se realizan al impulso de las mociones del Espíritu Santo. «Es necesario someterse al Espíritu —comenta San Juan Crisóstomo—, entregarnos de corazón y esforzarnos por mantener la carne en el puesto que le corresponde. De esta forma nuestra carne se volverá espiritual. Por el contrario, si cedemos a la vida cómoda, ésta haría descender nuestra alma al nivel de la carne y la volvería carnal (...). Con el Espíritu se pertenece a Cristo, se le posee (...). Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida inmortal» (In Romanos13).

En el que vive según el Espíritu, vive Cristo mismo (v. 10; cfr Ga 2,20; 1 Co 15,20-23) y, por eso, puede esperar con certeza su futura resurrección (vv. 9-13). De ahí que Orígenes comente: «También cada uno debe probar si tiene en sí el Espíritu de Cristo. (...) Quien posee [la sabiduría, la justicia, la paz, la caridad, la santificación] está seguro de tener en sí el Espíritu de Cristo y puede esperar que su cuerpo mortal sea vivificado por la inhabitación en él del Espíritu de Cristo» (Commentarii in Romanos 6,13).

«El cuerpo está muerto a causa del pecado» (v. 10) significa que el cuerpo humano está destinado a la muerte por el pecado, como si ya estuviera muerto.

El pueblo de Israel había entendido que era el primogénito de Dios, y sus hijos, hijos de Dios en cuanto miembros del pueblo (cfr Ex 4,22-23; Is 1,2); sin embargo, San Pablo explica ahora que la relación del hombre con Dios ha sido restablecida de modo nuevo e insospechado merced al Espíritu de Jesucristo, el único y verdadero Hijo de Dios. Gracias al Espíritu, el cristiano puede participar en la vida de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza. Esta participación viene a ser entonces una «adopción filial» (v. 15) y por eso puede llamar individualmente a Dios: «¡Abbá, Padre!», como lo hacía Jesús. Al ser, por adopción, verdaderamente hijo de Dios, el cristiano tiene —por decirlo así— un derecho a participar también en su herencia: la vida gloriosa en el Cielo (vv. 14-17).

Os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre (Jn 14,15-16.23b-26)

Evangelio

Jesús anuncia que, tras su resurrección, enviará el Espíritu Santo a los Apóstoles, que les guiará haciéndoles recordar y comprender cuanto Él les había dicho. El Espíritu Santo es revelado así como otra Persona divina con relación a Jesús y al Padre. Con ello se anuncia ya el misterio de la Santísima Trinidad, que se revelará en plenitud con el cumplimiento de esta promesa.

El auténtico amor ha de manifestarse con obras (v. 15). «Esto es en verdad el amor: obedecer y creer al que se ama» (S. Juan Crisóstomo, In Ioannem 74). Por eso Jesús quiere hacernos comprender que el amor a Dios, para serlo de veras, ha de reflejarse en una vida de entrega generosa y fiel al cumplimiento de la voluntad divina: el que recibe sus mandamientos y los guarda, ése es quien le ama (cfr v. 21).

Paráclito (v. 16) significa «llamado junto a uno» con el fin de acompañar, consolar, proteger, defender... De ahí que el Paráclito se traduzca por «Consolador», «Abogado», etc. Jesús habla del Espíritu Santo como de «otro Paráclito» (v. 16), porque el mismo Jesús es nuestro Abogado y Mediador en el cielo junto al Padre (cfr 1 Jn 2,1), y el Espíritu Santo será dado a los discípulos en lugar suyo cuando Él suba al cielo como Abogado o Defensor que les asista en la tierra.

El Paráclito es nuestro Consolador mientras caminamos en este mundo en medio de dificultades y bajo la tentación de la tristeza. «Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 128).

Los Apóstoles se extrañan (v. 22) debido a que entienden las palabras de Jesús como una manifestación reservada sólo a ellos, mientras que era creencia común entre los judíos que el Mesías se manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador. La respuesta de Jesús (v. 23) es en apariencia evasiva, pero en realidad, al apuntar el modo de esa manifestación, explica por qué no se manifiesta al mundo: Él se da a conocer a quien le ama y guarda sus mandamientos. Dios se había manifestado repetidas veces en el Antiguo Testamento y había prometido su presencia en medio del pueblo (cfr Ex 29,45; Ez 37,26-27; etc.). En cambio, aquí nos habla Jesús de una presencia en cada persona. A esta presencia se refiere San Pablo cuando afirma que cada uno de nosotros es templo del Espíritu Santo (cfr 1 Co 6,19; 2 Co 6,16-17).

La conciencia de esta inhabitación de la Trinidad en el alma ha sido para los santos fuente de grandes consuelos: «Ha sido el hermoso sueño que ha iluminado toda mi vida, convirtiéndola en un paraíso anticipado» (B. Isabel de la Trinidad, Epistula1906). Y San Josemaría Escrivá, meditando en la inhabitación de la Santísima Trinidad en el al­ma, renovada por la gracia, escribe: «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas di­vinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!» (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 306).

El término que traducimos por «recordar» (v. 26) incluye también la idea de «sugerir»: el Espíritu Santo traerá a la memoria de los Apóstoles lo que ya habían escuchado a Jesús, pero con una luz tal, que les capacitará para descubrir la profundidad y riqueza de lo que habían visto y escuchado. Así, «los Apóstoles comunicaron a sus oyentes los dichos y los hechos de Jesús con aquella mayor comprensión que les daban los acontecimientos gloriosos de Cristo (cfr 2,22) y la enseñanza del Espíritu de la Verdad» (Conc. Vaticano II, Dei Verbum, n. 18). «En efecto, el Espíritu Santo enseñó y recordó: enseñó todo aquello que Cristo no había dicho por superar nuestras fuerzas, y recordó lo que el Señor había enseñado y que, bien por la oscuridad de las cosas, bien por la torpeza de su entendimiento, ellos no habían podido conservar en la memoria» (Teofilacto, Enarratio in Evangelium Ioannis, ad loc.).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

El don de Dios, la gracia de Dios y la abundancia de su misericordia

1. Hoy celebramos la santa festividad del día sagrado en que vino el Espíritu Santo. La fiesta, grata y alegre, nos invita a deciros algo sobre el don de Dios, sobre la gracia de Dios y la abundancia de su misericordia para con nosotros, es decir, sobre el mismo Espíritu Santo. Hablo a condiscípulos en la escuela del Señor. Tenemos un único maestro, en el que todos somos uno; quien, para evitar que podamos vanagloriarnos de nuestro magisterio, nos amonestó con estas palabras: No dejéis que los hombres os llamen maestro, pues uno es vuestro maestro: Cristo. Bajo la autoridad de este maestro, que tiene en el cielo su cátedra —pues hemos de ser instruidos en sus escritos—, poned atención a lo poco que voy a decir, sí me lo concede quien me manda hablaros. Quienes ya lo sabéis, recordadlo; quienes lo ignoráis, aprendedlo. Con frecuencia estimula al espíritu dotado de una santa curiosidad el que la fragilidad y debilidad humana sea admitida a investigar tales misterios. Ciertamente es admitida. Lo que está oculto en las Escrituras, no lo está para negar el acceso a ello, sino más bien para abrirlo a quien llame, según las palabras del mismo Señor: Pedid, y recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Con frecuencia, pues, al espíritu de los interesados en estas cosas le intriga el por qué el Espíritu Santo prometido fue enviado a los cincuenta días de su pasión y resurrección.

2. Ante todo, exhorto a vuestra caridad a que no sea perezosa en reflexionar un poquito sobre las razones por las que dijo el Señor: Él no puede venir sin que yo me vaya. Como si —por hablar a modo carnal—, como si Cristo el Señor tuviese algo guardado en el cielo y lo confiase al Espíritu Santo que venía de allí, y, por tanto, él no pudiese venir a nosotros antes de que volviera aquél para confiárselo; o como si nosotros no pudiéramos soportar a ambos a la vez o fuéramos incapaces de tolerar la presencia de uno y otro; o como si uno excluyera al otro, o como si, cuando vienen a nosotros, sufrieran ellos estrecheces en vez de dilatarnos nosotros. ¿Qué significa, pues: Él no puede venir sin que yo me vaya? Os conviene, dijo, que yo me vaya; pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. Escuche vuestra caridad lo que estas palabras significan, según yo he entendido o creo haber entendido, o según he recibido por don suyo. Hablo lo que creo. Yo pienso que los discípulos estaban centrados en la forma humana de Jesús, y en cuanto hombres, el afecto humano los tenía apresados en el hombre. El, en cambio, quería que su amor fuese más bien divino, para transformarlos de esta forma, de carnales, en espirituales, cosa que no consigue el hombre más que por don del Espíritu Santo. Algo así les dice: «Os envío un don que os transforme en espirituales, es decir, el don del Espíritu Santo. Pero no podéis llegar a ser espirituales si no dejáis de ser carnales. Más dejaréis de ser carnales si desaparece de vuestros ojos mi forma carnal para que se incruste en vuestros corazones la forma de Dios.» Esta forma humana, o sea, esta forma de siervo, por la que el Señor se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo; esta forma humana tenía cautivado el afecto del siervo Pedro cuando temía que muriese aquel a quien tanto amaba. Amaba, en efecto, a Jesucristo el Señor, pero como un hombre a otro hombre, como hombre carnal a otro hombre carnal, y no como espiritual a la majestad. ¿Cómo lo demostramos? Pues, habiendo preguntado el Señor a sus discípulos quién decía la gente que era él y habiéndole recordado ellos las opiniones ajenas, según las cuales unos decían que era Juan, otros que Elías, o Jeremías, o uno de los profetas, les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y Pedro, él solo en nombre de los demás, uno por todos, dijo: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. ¡Estupenda y verísima respuesta! En atención a la misma mereció escuchar: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Puesto que tú me dijiste, yo te digo; dijiste antes, escucha ahora; proclamaste tu confesión, recibe la bendición. Así, pues, también yo te digo: «Tú eres Pedro»; dado que yo soy la piedra, tú eres Pedro, pues no proviene «piedra» de Pedro, sino Pedro de «piedra», como «cristiano» de Cristo, y no Cristo de «cristiano». Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; no sobre Pedro, que eres tú, sino sobre la piedra que has confesado. Edificaré mi Iglesia: te edificaré a ti, que al responder así te has convertido en figura de la Iglesia. Esto y las demás cosas las escuchó por haber dicho: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo; como recordáis, había oído también: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, es decir, el razonamiento, la debilidad, la impericia humanas, sino mi Padre que está en los cielos. A continuación comenzó el Señor Jesús a predecir su pasión y a mostrarles cuánto iba a sufrir de parte de los impíos. Ante esto, Pedro se asustó y temió que al morir Cristo pereciera el Hijo del Dios vivo. Ciertamente, Cristo, el Hijo del Dios vivo, el bueno del bueno, Dios de Dios, el vivo del vivo, fuente de la vida y vida verdadera, había venido a perder a la muerte, no a perecer él de muerte. Con todo, Pedro, siendo hombre y, como recordé, lleno de afecto humano hacia la carne de Cristo, dijo: Ten compasión de ti, Señor. ¡Lejos de ti el que eso se cumpla! Y el Señor rebate tales palabras con la respuesta justa y adecuada. Como le tributó la merecida alabanza por la anterior confesión, así da la merecida corrección a este temor. Retírate, Satanás, le dice. ¿Dónde queda aquello: Dichoso eres, Simón, hijo de Juan? Distingue sus palabras cuando lo alaba y cuando lo corrige; distingue las causas de la confesión y del temor. La de la confesión: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. La causa del temor: Pues no gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres. ¿No vamos a querer, pues, que a los tales se les diga: Os conviene que yo me vaya. Pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. Hasta que no se sustraiga a vuestra mirada carnal esta forma humana, jamás seréis capaces de comprender, sentir o pensar algo divino. Sea suficiente lo dicho. De aquí la conveniencia de que se cumpliese su promesa respecto al Espíritu Santo después de la resurrección y ascensión de Jesucristo el Señor. Haciendo referencia al mismo Espíritu Santo, Jesús había exclamado y dicho: Quien tenga sed, que venga a mí y beba, y de su seno fluirán ríos de agua viva. A continuación, hablando en propia persona, dice el mismo evangelista Juan: Esto lo decía del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Pues aún no se había otorgado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado. Así, pues, una vez glorificado nuestro Señor Jesucristo con su resurrección y ascensión, envió al Espíritu Santo.

3. Como nos enseñan los libros santos, el Señor pasó con sus discípulos cuarenta días después de su resurrección, apareciéndoseles para que nadie pensara que era una ficción la verdad de la resurrección del cuerpo, entrando a donde estaban ellos y saliendo, comiendo y bebiendo. Más a los cuarenta días, lo que celebramos hace exactamente diez, en su presencia ascendió a los cielos, prometiendo que volvería tal como se iba. Lo que significa que será juez en la misma forma humana en la que fue juzgado. Quiso enviar el Espíritu en un día distinto al de su ascensión; no ya después de dos o tres días, sino después de diez. Esta cuestión nos compele a investigar y preguntarnos por algunos misterios encerrados en los números. Los cuarenta días resultan de multiplicar 10 por 4. En este número, según me parece, se nos confía un misterio. Hablo en cuanto hombre a hombres, y justamente se nos llama expositores de las Escrituras, no afirmadores de nuestras propias opiniones. Este número 40, que contiene cuatro veces el 10, significa, según me parece, este siglo que ahora vivimos y atravesamos, y en el que nos hallamos envueltos por el pasar del tiempo, la inestabilidad de las cosas, la marcha de unos y la llegada de otros; por la rapacidad momentánea y por cierto fluir de las cosas sin consistencia. En este número, pues, está simbolizado este siglo, en atención a las cuatro estaciones que completan el año o a los mismos cuatro puntos cardinales del mundo, conocidos por todos y frecuentemente mencionados por la Sagrada Escritura: De oriente a occidente y del norte al sur. A lo largo de este tiempo y de este mundo, divididos ambos en cuatro partes, se predica la ley de Dios, cual número 10. De aquí que, ante todo, se nos confía el decálogo, pues la ley se encierra en diez preceptos, porque parece que este número contiene cierta perfección.

El que cuenta, llega en orden ascendente hasta él, y luego vuelve a comenzar con el 1 para llegar de nuevo al 10 y volver al 13 , tanto si se trata de centenas como de millares o de cifras superiores: a base de añadir decenas, se forma la selva infinita de los números. Así, pues, la ley perfecta, indicada en el número 10, predicada en todo el mundo, que consta de cuatro partes, es decir, 10 multiplicado por 4, da como resultado 40. Mientras vivimos en este siglo, se nos enseña a abstenernos de los deseos mundanos; esto es lo que significa el ayuno de cuarenta días, conocido por todos bajo el nombre de cuaresma. Esto te lo ordenó la ley, los profetas y el Evangelio. Como lo manda la ley, Moisés ayunó cuarenta días; como lo mandan los profetas, ayunó Elías cuarenta días; y como lo manda el Evangelio, ayunó cuarenta días Cristo el Señor. Cumplidos otros diez días después de los cuarenta que siguieron a la resurrección, solamente diez días, no 10 multiplicado por 4, vino el Espíritu Santo, para que con la ayuda de la gracia pueda cumplirse la ley. En efecto, la ley sin la gracia es letra que mata. Pues, si se hubiese dado una ley, dice, que pudiese vivificar, la justicia procedería totalmente de la ley. Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa se otorgase a los creyentes por la je en Jesucristo.

Por eso, la letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica; no para que cumplas otros preceptos distintos de los que se te ordenan en la letra; pero la letra sola te hace culpable, mientras que la gracia libra del pecado y otorga el cumplimiento de la letra. En consecuencia, por la gracia se hace realidad la remisión de todos los pecados y la fe que actúa por la caridad. No penséis, pues, que por haber dicho: La letra mata, se ha condenado a la letra. Significa solamente que la letra hace culpables. Una vez recibido el precepto, si te falta la ayuda de la gracia, inmediatamente advertirás no sólo que no cumples la ley, sino que además eres culpable de su transgresión.

Pues donde no hay ley, tampoco hay transgresión. Al decir: La letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica, no se dice nada en contra de la ley, cual si se la condenara a ella y se alabase al espíritu; lo que se dice es que la letra mata, pero la letra sola, sin la gracia. Tomad un ejemplo. Con idéntica forma de hablar se ha dicho: La ciencia infla. ¿Qué significa que la ciencia infla? ¿Se condena la ciencia? Si infla, nos sería mejor permanecer en la ignorancia. Mas como añadió: La caridad, en cambio, edifica, del mismo modo que antes había añadido: El Espíritu, en cambio, vivifica, y debe entenderse que la letra sin el Espíritu mata y con él vivifica, así también la ciencia sin caridad infla, mientras que la caridad con ciencia edifica. Así, pues, se envió al Espíritu Santo para que pudiera cumplirse la ley y se hiciese realidad lo que había dicho el mismo Señor: No vine a derogar la ley, sino a cumplirla. Esto lo concede a los creyentes, a los fieles y a aquellos a quienes otorga el Espíritu Santo. En la medida en que uno se hace capaz de él, en esa misma medida adquiere facilidad para cumplir la ley.

4. Estoy diciendo a vuestra caridad algo que también vosotros podréis considerar y ver fácilmente: que la caridad cumple la ley. El temor al castigo hace que el hombre la cumpla, pero todavía como si fuera un esclavo. En efecto, si haces el bien porque temes sufrir un mal o si evitas hacer el mal porque temes sufrir otro mal, si alguien te garantizase la impunidad, cometerías al instante la iniquidad. Si se te dijera: «Estate tranquilo; ningún mal sufrirás, haz esto», lo harías. Sólo el temor al castigo te echaría atrás, no el amor a la justicia. Aún no actuaba en ti la caridad. Considera, pues, cómo obra la caridad. Amemos al que tememos de manera que lo temamos con un amor casto. También la mujer casta teme a su esposo. Pero distingue entre temor y temor. La esposa casta teme que la abandone el marido ausente; la esposa adúltera teme ser sorprendida por la llegada del suyo. La caridad, pues, cumple la ley, puesto que el amor perfecto expulsa el temor; es decir, el temor servil, que procede del pecado, pues el casto temor del Señor permanece por los siglos de los siglos. Si, pues, la caridad cumple la ley, ¿de dónde proviene esa caridad? Haced memoria, prestad atención, y ved que la caridad es un don del Espíritu Santo, pues el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Con toda razón, pues, envió Jesucristo el Señor al Espíritu Santo una vez cumplidos los diez días, número en que simboliza también la perfección de la ley, puesto que gratuitamente nos concede cumplir la ley quien no vino a derogarla, sino a cumplirla.

5. El Espíritu Santo, en cambio, suele confiársenos en las Sagradas Escrituras no ya bajo el número 10, sino bajo el 7; la ley, en el número 10, y el Espíritu Santo, en el 7. La relación entre la ley y el 10 es conocida; la relación entre el Espíritu Santo y el 7 vamos a recordarla. Antes que nada, en el primer capítulo del libro denominado Génesis se mencionan las obras de Dios. Se hace la luz; se hace el cielo, llamado firmamento, que separa unas aguas de las otras; aparece la tierra seca, se separa el mar de la tierra, y se otorga a ésta la fecundidad de toda clase de especies; se crean los astros, el mayor y el menor, el sol y la luna, y todos los demás; las aguas producen los seres que le son propios, y la tierra los suyos; se crea al hombre a imagen de Dios. Dios completa todas sus obras en el sexto día, pero no se oye hablar de santificación al enumerar a todas y cada una de tales obras. Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz se hizo, y vio Dios que la luz era buena. No se dijo: «Santificó Dios la luz.» Hágase el firmamento, y se hizo, y vio Dios que era bueno; tampoco aquí se dijo que hubiera sido santificado el firmamento. Y para no perder el tiempo en cosas evidentes, dígase lo mismo de las demás obras, incluidas las del sexto día, con la creación del hombre a imagen de Dios; se las menciona a todas, pero de ninguna se dice que fuera santificada. Mas, llegados al día séptimo, en el que nada se creó, sino que se hace referencia al descanso de Dios, Dios lo santificó. La primera santificación va unida al séptimo día; examinados todos los textos de la Escritura, allí se la encuentra por primera vez. Donde se menciona el descanso de Dios se insinúa también nuestro propio descanso. En efecto, el trabajo de Dios no fue tal que requiriera descanso, ni santificó aquel día en que está permitido no trabajar como congratulándose con un día de vacaciones después del trabajo. Esta forma de pensar es carnal. Aquí se hace referencia al descanso que ha de seguir a nuestras buenas obras, de la misma manera que se menciona el descanso de Dios después de haber hecho buenas todas las cosas. Pues Dios creó todas las cosas, y he aquí que eran muy buenas. Y en el séptimo día descansó Dios de todas las buenas obras que había hecho. ¿Quieres descansar también tú? Haz antes obras de todo punto buenas. Así, la observancia carnal del sábado y de las demás prescripciones se dio a los judíos como ritos llenos de simbolismo. Se les impuso un cierto descanso; haz tú lo que simboliza aquel descanso. El descanso espiritual es la tranquilidad del corazón, tranquilidad que proviene de la serenidad de la buena conciencia. En conclusión, quien no peca es quien observa verdaderamente el sábado. Y a los que se les ordena guardar el sábado, se les da también este precepto: No haréis ninguna obra servil. Todo el que comete pecado es siervo del pecado. Así, pues, el número 7 está dedicado al Espíritu Santo, como el 10 a la ley. Esto lo insinúa también el profeta Isaías allí donde dice: Lo llenará el Espíritu de sabiduría y entendimiento —vete contándolo—, de consejo y fortaleza, de ciencia y de piedad, el espíritu del temor de Dios. Como presentando la gracia espiritual en orden descendente hasta nosotros, comienza con la sabiduría y concluye con el temor; nosotros, en cambio, al tender o ascender de abajo arriba, debemos comenzar por el temor y terminar con la sabiduría, pues el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría. Sería cosa larga y superior a mis fuerzas, aunque no a vuestra avidez, el recordar todos los testimonios acerca del número 7 en relación con el Espíritu Santo. Baste, pues, con lo dicho.

6. Considerad ahora con atención cómo era necesario que se nos trajese a la memoria y se confiase a nuestra reflexión, según hemos ya mostrado, el número 10, puesto que la ley se cumple mediante la gracia del Espíritu Santo, y el número 7 en atención a esa misma gracia del Espíritu Santo. Al enviar al Espíritu Santo diez días después de su ascensión, Cristo nos confiaba en el número 10 la misma ley que ordenaba cumplir. ¿Dónde encontraremos aquí que se nos confíe el número 7 en atención, sobre todo, al Espíritu Santo? En el libro de Tobías verás que la misma fiesta, es decir, la de Pentecostés, constaba de algunas semanas. ¿Cómo? Multiplica el número 7 por sí mismo, o sea, 7 por 7, como se aprende en la escuela; 7 por 7 dan 49. Estando así las cosas, al 49, que resulta de multiplicar 7 por 7, se añade uno más para obtener el 50 —Pentecostés—, y de esta forma se nos encarece la unidad. En efecto, el mismo Espíritu nos reúne y nos congrega, razón por la que dejó como primera señal de su venida el que cuantos lo recibieron hablaron también cada uno las lenguas de todos. La unidad del cuerpo de Cristo se congrega a partir de todas las lenguas, es decir, reuniendo a todos los pueblos extendidos por la totalidad del orbe de la tierra. Y el hecho de que cada uno hablase entonces en todas las lenguas, era un testimonio a favor de la unidad futura en todas ellas. Dice el Apóstol: Soportándoos mutuamente en el amor —esto es, la caridad—, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. En consecuencia, puesto que el Espíritu Santo nos convierte de multiplicidad en unidad, se le apropia por la humildad y se le aleja por la soberbia. Es agua que busca un corazón humilde, cual lugar cóncavo donde detenerse; en cambio, ante la altivez de la soberbia, como altura de una colina, rechazada, va en cascada. Por eso se dijo: Dios resiste a los soberbios y, en cambio, a los humildes les da su gracia. ¿Qué significa les da su gracia? Les da el Espíritu Santo. Llena a los humildes, porque en ellos encuentra capacidad para recibirlo.

8. Como el interés de vuestra caridad es una ayuda para mi debilidad ante el Señor nuestro Dios, escuchad algo más, cuya dulzura, una vez expuesto, se corresponde con su oscuridad sí no le acompaña la explicación. Así al menos me parece a mí. Antes de su resurrección, cuando los eligió como discípulos, el Señor les mandó que echasen las redes al mar. Las echaron, y capturaron una cantidad innumerable de peces, hasta el punto de que las redes se rompían y las barcas cargadas sino que les dijo solamente: Echad las redes. Pues, si les hubiese mandado echarlas a la derecha, hubiese dado a entender que sólo se habían capturado peces buenos; si a la izquierda, sólo peces malos. Puesto que se echaron indistintamente, ni sólo a la derecha ni sólo a la izquierda, se cogieron peces buenos y malos. Aquí está simbolizada la Iglesia del tiempo presente, es decir, la Iglesia en este mundo. En efecto, también aquellos siervos enviados a llamar a los invitados salieron y llevaron a cuantos encontraron, buenos y malos, y se llenó de comensales el banquete de bodas. Ahora, pues, están juntos buenos y malos. Si las redes no se rompen, ¿cómo es que hay cismas? Si las naves no están sobrecargadas de peso, ¿cómo la Iglesia está casi siempre agobiada por los escándalos de multitud de hombres carnales, en alboroto continuo y perturbador? Lo dicho lo hizo el Señor antes de su resurrección. Una vez resucitado, en cambio, encontró a sus discípulos pescando como la vez anterior; él mismo les mandó echar las redes; pero no a cualquier lado o indistintamente, puesto que ya había tenido lugar la resurrección. Después de ésta, en efecto, su cuerpo, es decir, la Iglesia, ya no tendrá malos consigo. Echad, les dijo, las redes a la derecha. Ante su mandato, echaron las redes a la derecha, y capturaron un número determinado de peces. En aquellos otros de los que no se indica el número, en quienes se simbolizaba la Iglesia del tiempo presente, parece cumplirse el texto: Lo anuncié y hablé, y se multiplicaron por encima del número. Se advierte, pues, que había algunos que excedían del número, superfluos en cierta manera; más, con todo, se les recoge. En la segunda pesca, en cambio, los peces capturados son grandes y un número fijo. Quien así lo hiciere, dijo, y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos. Se capturaron, pues, 153 peces grandes. Esta cifra no se menciona en balde; ¿a quién no le causa intriga? Si en verdad no hubiera querido enseñarnos nada el Señor, o no hubiese dicho: Echad las redes, o nada le hubiese interesado a él el echarlas a la derecha. Este número 153 significa algo, y correspondió al evangelista decirlo, como poniendo los ojos en la primera pesca, en que las redes rotas simbolizaban los cismas, puesto que en la Iglesia de la vida eterna no habrá cisma alguno, porque no habrá disensión; todos serán grandes, porque estarán llenos de caridad; como, volviendo los ojos a lo que sucedió la primera vez, que simbolizaba los cismas, el evangelista tuvo a bien precisar, a propósito de esta segunda pesca, que, a pesar de ser tan grandes, no se rompieron las redes. El significado de la parte derecha ya está manifiesto al indicar que todos eran buenos. También está dicho qué simbolizaba el que fueran grandes: Quien así lo hiciere y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos. También se mencionó el significado de que no se rompieran las redes, a saber, que entonces no habrá cismas. ¿Y el número 153? Con toda certeza, este número no indica cuántos serán los santos. Los santos no serán 153, puesto que sólo contando los que no se mancharon con mujeres, se llega a 144.000. Este número, como si de un árbol se tratara, parece brotar de cierta semilla. La semilla de este número grande es un número menor, a saber, 17. El número 17 da 153 si, contando desde el 1 hasta el 17, sumas cada cifra a la anterior, pues si te limitas a enumerarlos todos sin sumarlos, te quedarás con sólo 17; pero si cuentas de la siguiente manera: 1 más 2 son 3; más 3, 6; más 4 y más 5, 15, etc., cuando llegues al 17 llevarás en tus dedos 153. Ahora haz memoria ya de lo que antes recordé y os indiqué y considera a quiénes y qué significa el número 10 y el 7. El 10, la ley; el 7, el Espíritu Santo. De todo lo cual, ¿no hemos de entender que han de estar en la Iglesia de la resurrección eterna, donde no habrá cismas ni temor a la muerte, puesto que tendrá lugar después de la resurrección; que han de estar allí, repito, y que han de vivir eternamente con el Señor los que hayan cumplido la ley por la gracia del Espíritu Santo y don de Dios, cuya fiesta celebramos?

(Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 270, 1-7, BAC, Madrid, 1983, pp. 248-263, Fiesta de Pentecostés. Hacia el año 416)

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FRANCISCO – Homilías 2013-2016 – Catequesis del 8 y 15 de mayo de 2013

Homilía 2013

Novedad – Armonía – Misión

Queridos hermanos y hermanas:

En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.

Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».

A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.

1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad —Dios ofrece siempre novedad—, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.

2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad, nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura - y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2 Jn v. 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?

3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.

La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.

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Homilía 2014

El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda y nos hace hablar

«Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2, 4).

Hablando a los Apóstoles en la Última Cena, Jesús dijo que, tras marcharse de este mundo, les enviaría el don del Padre, es decir, el Espíritu Santo (cf. Jn 15, 26). Esta promesa se realizó con poder el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento, sino que se trata de un acontecimiento que se ha renovado y se renueva aún. Cristo glorificado a la derecha del Padre sigue cumpliendo su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.

El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de la vida. Él nos enseña el camino, el sendero. En los primeros tiempos de la Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2), y Jesús mismo es el camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar siguiendo sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.

El Espíritu Santo nos recuerda, nos recuerda todo lo que dijo Jesús. Es la memoria viviente de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace comprender las palabras del Señor.

Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a un hecho mnemónico, es un aspecto esencial de la presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia. El Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo lo que dijo Cristo, nos hace entrar cada vez más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos esta experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se relaciona con un pasaje de la Escritura... Es el Espíritu que nos hace recorrer este camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de nuestra parte una respuesta: cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en actitudes, opciones, gestos, testimonio. En esencia, el Espíritu nos recuerda el mandamiento del amor y nos llama a vivirlo.

Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de camino, es un hombre o una mujer prisionero del momento, que no sabe tomar en consideración su historia, no sabe leerla y vivirla como historia de salvación. En cambio, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don del Espíritu. Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria cristiana. Y ese día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que desde el inicio meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.

El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda, y —otro rasgo— nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No hay cristianos mudos, mudos en el alma; no, no hay sitio para esto.

Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8, 15; Gal 4, 6); y esto no es sólo un «modo de decir», sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).

Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de nosotros puede decir: «Jesús es el Señor» —lo hemos escuchado hoy— sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los demás reconociendo en ellos a hermanos y hermanas; a hablar con amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las esperanzas, las tristezas y las alegrías de los demás.

Pero hay algo más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en la profecía, es decir, haciéndonos «canales» humildes y dóciles de la Palabra de Dios. La profecía se realiza con franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención de construir. Llenos del Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la vida.

Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino; nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús; nos hace orar y decir Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.

El día de Pentecostés, cuando los discípulos «se llenaron de Espíritu Santo», fue el bautismo de la Iglesia, que nace «en salida», en «partida» para anunciar a todos la Buena Noticia. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, a nuestra Madre que salió con prontitud, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: las dos vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido perentorio con los Apóstoles: no tenían que alejarse de Jerusalén antes de recibir de lo alto la fuerza del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4.8). Sin Él no hay misión, no hay evangelización. Por ello, con toda la Iglesia, con nuestra Madre Iglesia católica invocamos: ¡Ven, Espíritu Santo!

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Homilía 2015

El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo

«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo: recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 21.22), así dice Jesús. La efusión que se dio en la tarde de la resurrección se repite en el día de Pentecostés, reforzada por extraordinarias manifestaciones exteriores. La tarde de Pascua Jesús se aparece a sus discípulos y sopla sobre ellos su Espíritu (cf. Jn 20, 22); en la mañana de Pentecostés la efusión se produce de manera fragorosa, como un viento que se abate impetuoso sobre la casa e irrumpe en las mentes y en los corazones de los Apóstoles. En consecuencia reciben una energía tal que los empuja a anunciar en diversos idiomas el evento de la resurrección de Cristo: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas» (Hch 2, 4). Junto a ellos estaba María, la Madre de Jesús, la primera discípula, y allí Madre de la Iglesia naciente. Con su paz, con su sonrisa, con su maternidad, acompañaba el gozo de la joven Esposa, la Iglesia de Jesús.

La Palabra de Dios, hoy de modo especial, nos dice que el Espíritu actúa, en las personas y en las comunidades que están colmadas de él, las hace capaces de recibir a Dios ‘Capax Dei’, dicen los Santos Padres. Y ¿Qué es lo que hace el Espíritu Santo mediante esta nueva capacidad que nos da? Guía hasta la verdad plena (Jn 16, 13), renueva la tierra (Sal 104, 30) y da sus frutos (Ga 5, 22-23). Guía, renueva y fructifica.

En el Evangelio, Jesús promete a sus discípulos que, cuando él haya regresado al Padre, vendrá el Espíritu Santo que los «guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Lo llama precisamente «Espíritu de la verdad» y les explica que su acción será la de introducirles cada vez más en la comprensión de aquello que él, el Mesías, ha dicho y hecho, de modo particular de su muerte y de su resurrección. A los Apóstoles, incapaces de soportar el escándalo de la pasión de su Maestro, el Espíritu les dará una nueva clave de lectura para introducirles en la verdad y en la belleza del evento de la salvación. Estos hombres, antes asustados y paralizados, encerrados en el cenáculo para evitar las consecuencias del viernes santo, ya no se avergonzarán de ser discípulos de Cristo, ya no temblarán ante los tribunales humanos. Gracias al Espíritu Santo del cual están llenos, ellos comprenden «toda la verdad», esto es: que la muerte de Jesús no es su derrota, sino la expresión extrema del amor de Dios. Amor que en la Resurrección vence a la muerte y exalta a Jesús como el Viviente, el Señor, el Redentor del hombre, el Señor de la historia y del mundo. Y esta realidad, de la cual ellos son testigos, se convierte en Buena Noticia que se debe anunciar a todos.

El Espíritu Santo renueva −guía y renueva− la tierra. El Salmo dice: «Envías tu espíritu y repueblas la faz tierra» (Sal 104, 30). El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre el nacimiento de la Iglesia encuentra una correspondencia significativa en este salmo, que es una gran alabanza a Dios Creador. El Espíritu Santo que Cristo ha mandado de junto al Padre, y el Espíritu Creador que ha dado vida a cada cosa, son uno y el mismo. Por eso, el respeto de la creación es una exigencia de nuestra fe: el ‘jardín’ en el cual vivimos no se nos ha confiado para que abusemos de él, sino para que lo cultivemos y lo custodiemos con respeto (cf. Gn 2, 15). Pero esto es posible solamente si Adán ‘el hombre formado con tierra’ se deja a su vez renovar por el Espíritu Santo, si se deja reformar por el Padre según el modelo de Cristo, nuevo Adán. Entonces sí, renovados por el Espíritu, podemos vivir la libertad de los hijos en armonía con toda la creación y en cada criatura podemos reconocer un reflejo de la gloria del Creador, como afirma otro salmo: «¡Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2.10). Guía, renueva y da, da fruto.

En la carta a los Gálatas, san Pablo vuelve a mostrar cual es el ‘fruto’ que se manifiesta en la vida de aquellos que caminan según el Espíritu (Cf. Ga 5, 22). Por un lado está la «carne», acompañada por sus vicios que el Apóstol nombra, y que son las obras del hombre egoísta, cerrado a la acción de la gracia de Dios. En cambio, en el hombre que con fe deja que el Espíritu de Dios irrumpa en él, florecen los dones divinos, resumidos en las nueve virtudes gozosas que Pablo llama «fruto del Espíritu». De aquí la llamada, repetida al inicio y en la conclusión, como un programa de vida: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5, 16.25).

El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos del Espíritu Santo. El estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo. En el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido −como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas−, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés personal, entre otras cosas. En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). El don del Espíritu Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz. Reforzados por el Espíritu Santo −que guía, nos guía a la verdad, que nos renueva a nosotros y a toda la tierra, y que nos da los frutos− reforzados en el espíritu y por estos múltiples dones, llegamos a ser capaces de luchar, sin concesión alguna, contra el pecado, de luchar, sin concesión alguna, contra la corrupción que, día tras día, se extiende cada vez más en el mundo, y de dedicarnos con paciente perseverancia a las obras de la justicia y de la paz.

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Homilía 2016

La paternidad de Dios y la presencia maternal de María

«No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18)

La misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos.

El apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, dice: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,14-15). He aquí la relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.

El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído. También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.

A todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.

«No os dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz.

Como afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9). Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo cambie. Podemos mirarnos como hermanos, y nuestras diferencias harán que se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad

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Catequesis del 8 de mayo de 2013

Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El tiempo pascual que estamos viviendo con alegría, guiados por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cf. Jn 3, 34) por Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.

Pero, ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es «Kyrios», Señor. Esto significa que Él es verdaderamente Dios como lo es el Padre y el Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo, en efecto, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.

Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que madure y crezca hasta su plenitud. El hombre es como un peregrino que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva fluyente y fresca, capaz de saciar en profundidad su deseo profundo de luz, amor, belleza y paz. Todos sentimos este deseo. Y Jesús nos dona esta agua viva: esa agua es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante», nos dice Jesús (Jn 10, 10).

Jesús promete a la Samaritana dar un «agua viva», superabundante y para siempre, a todos aquellos que le reconozcan como el Hijo enviado del Padre para salvarnos (cf. Jn 4, 5-26; 3, 17). Jesús vino para donarnos esta «agua viva» que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, animada por Dios, nutrida por Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos precisamente esto: el cristiano es una persona que piensa y obra según Dios, según el Espíritu Santo. Pero me pregunto: y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? ¿O nos dejamos guiar por otras muchas cosas que no son precisamente Dios? Cada uno de nosotros debe responder a esto en lo profundo de su corazón.

A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos plenamente? Nosotros sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella sacia la sed, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (5, 5). El «agua viva», el Espíritu Santo, Don del Resucitado que habita en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por ello, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y por sus frutos, que son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como «hijos en el Hijo Unigénito». En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado en otras ocasiones, san Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues... habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos “Abba, Padre”. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con Él, seremos también glorificados con Él» (8, 14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestro corazón: la vida misma de Dios, vida de auténticos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, contemplados como hermanos y hermanas en Jesús a quienes hemos de respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dice: Dios te ama. Nos dice esto. Dios te ama, Dios te quiere. Nosotros, ¿amamos de verdad a Dios y a los demás, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: Dios es amor, Dios nos espera, Dios es el Padre, nos ama como verdadero papá, nos ama de verdad y esto lo dice sólo el Espíritu Santo al corazón, escuchemos al Espíritu Santo y sigamos adelante por este camino del amor, de la misericordia y del perdón. Gracias.

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Catequesis del 15 de mayo de 2013

El Espíritu Santo os guiará hasta la verdad completa.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:

Hoy quisiera reflexionar sobre la acción que realiza el Espíritu Santo al guiar a la Iglesia y a cada uno de nosotros a la Verdad. Jesús mismo dice a los discípulos: el Espíritu Santo «os guiará hasta la verdad» (Jn 16, 13), siendo Él mismo «el Espíritu de la Verdad» (cf. Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13).

Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico respecto a la verdad. Benedicto XVI habló muchas veces de relativismo, es decir, de la tendencia a considerar que no existe nada definitivo y a pensar que la verdad deriva del consenso o de lo que nosotros queremos. Surge la pregunta: ¿existe realmente «la» verdad? ¿Qué es «la» verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos encontrarla? Aquí me viene a la mente la pregunta del Procurador romano Poncio Pilato cuando Jesús le revela el sentido profundo de su misión: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Pilato no logra entender que «la» Verdad está ante él, no logra ver en Jesús el rostro de la verdad, que es el rostro de Dios. Sin embargo, Jesús es precisamente esto: la Verdad, que, en la plenitud de los tiempos, «se hizo carne» (Jn 1, 1.14), vino en medio de nosotros para que la conociéramos. La verdad no se aferra como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una Persona.

Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es «la» Palabra de verdad, el Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Es precisamente el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la Verdad. Jesús lo define el «Paráclito», es decir, «aquel que viene a ayudar», que está a nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y, durante la última Cena, Jesús asegura a los discípulos que el Espíritu Santo enseñará todo, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14, 26).

¿Cuál es, entonces, la acción del Espíritu Santo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia para guiarnos a la verdad? Ante todo, recuerda e imprime en el corazón de los creyentes las palabras que dijo Jesús, y, precisamente a través de tales palabras, la ley de Dios —como habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento— se inscribe en nuestro corazón y se convierte en nosotros en principio de valoración en las opciones y de guía en las acciones cotidianas; se convierte en principio de vida. Se realiza así la gran profecía de Ezequiel: «os purificaré de todas vuestras inmundicias e idolatrías, y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo... Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (36, 25-27). En efecto, es del interior de nosotros mismos de donde nacen nuestras acciones: es precisamente el corazón lo que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él.

El Espíritu Santo, luego, como promete Jesús, nos guía «hasta la verdad plena» (Jn 16, 13); nos guía no sólo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad, sino que nos guía incluso «dentro» de la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión cada vez más profunda con Jesús, donándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y esto no lo podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será superficial. La Tradición de la Iglesia afirma que el Espíritu de la Verdad actúa en nuestro corazón suscitando el «sentido de la fe» (sensus fidei) a través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio, se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida, la profundiza con recto juicio y la aplica más plenamente en la vida (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 12). Preguntémonos: ¿estoy abierto a la acción del Espíritu Santo, le pido que me dé luz, me haga más sensible a las cosas de Dios? Esta es una oración que debemos hacer todos los días: «Espíritu Santo haz que mi corazón se abra a la Palabra de Dios, que mi corazón se abra al bien, que mi corazón se abra a la belleza de Dios todos los días». Quisiera hacer una pregunta a todos: ¿cuántos de vosotros rezan todos los días al Espíritu Santo? Serán pocos, pero nosotros debemos satisfacer este deseo de Jesús y rezar todos los días al Espíritu Santo, para que nos abra el corazón hacia Jesús.

Pensemos en María, que «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19.51). La acogida de las palabras y de las verdades de la fe, para que se conviertan en vida, se realiza y crece bajo la acción del Espíritu Santo. En este sentido es necesario aprender de María, revivir su «sí», su disponibilidad total a recibir al Hijo de Dios en su vida, que quedó transformada desde ese momento. A través del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo habitan junto a nosotros: nosotros vivimos en Dios y de Dios. Pero, nuestra vida ¿está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas antepongo a Dios?

Queridos hermanos y hermanas, necesitamos dejarnos inundar por la luz del Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el único Señor de nuestra vida. En este Año de la fe preguntémonos si hemos dado concretamente algún paso para conocer más a Cristo y las verdades de la fe, leyendo y meditando la Sagrada Escritura, estudiando el Catecismo, acercándonos con constancia a los Sacramentos. Preguntémonos al mismo tiempo qué pasos estamos dando para que la fe oriente toda nuestra existencia. No se es cristiano a «tiempo parcial», sólo en algunos momentos, en algunas circunstancias, en algunas opciones. No se puede ser cristianos de este modo, se es cristiano en todo momento. ¡Totalmente! La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y nos dona, atañe para siempre y totalmente nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más frecuencia para que nos guíe por el camino de los discípulos de Cristo. Invoquémosle todos los días. Os hago esta propuesta: invoquemos todos los días al Espíritu Santo, así el Espíritu Santo nos acercará a Jesucristo.

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BENEDICTO XVI – Homilía y Regina Caeli 2007 y 2010

Regina Caeli 2007

La Iglesia por su misma naturaleza, es misionera

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy la gran fiesta de Pentecostés, en la que la liturgia nos hace revivir el nacimiento de la Iglesia, tal como lo relata san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-13). Cincuenta días después de la Pascua, el Espíritu Santo descendió sobre la comunidad de los discípulos, que “perseveraban concordes en la oración en común” junto con “María, la madre de Jesús”, y con los doce Apóstoles (cf. Hch 1, 14; 2, 1). Por tanto, podemos decir que la Iglesia tuvo su inicio solemne con la venida del Espíritu Santo.

En ese extraordinario acontecimiento encontramos las notas esenciales y características de la Iglesia: la Iglesia es una, como la comunidad de Pentecostés, que estaba unida en oración y era “concorde”: “tenía un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32). La Iglesia es santa, no por sus méritos, sino porque, animada por el Espíritu Santo, mantiene fija su mirada en Cristo, para conformarse a él y a su amor. La Iglesia es católica, porque el Evangelio está destinado a todos los pueblos y por eso, ya en el comienzo, el Espíritu Santo hace que hable todas las lenguas. La Iglesia es apostólica, porque, edificada sobre el fundamento de los Apóstoles, custodia fielmente su enseñanza a través de la cadena ininterrumpida de la sucesión episcopal.

La Iglesia, además, por su misma naturaleza, es misionera, y desde el día de Pentecostés el Espíritu Santo no cesa de impulsarla por los caminos del mundo, hasta los últimos confines de la tierra y hasta el fin de los tiempos. Esta realidad, que podemos comprobar en todas las épocas, ya está anticipada en el libro de los Hechos, donde se describe el paso del Evangelio de los judíos a los paganos, de Jerusalén a Roma. Roma indica el mundo de los paganos y así todos los pueblos que están fuera del antiguo pueblo de Dios. Efectivamente, los Hechos concluyen con la llegada del Evangelio a Roma. Por eso, se puede decir que Roma es el nombre concreto de la catolicidad y de la misionariedad; expresa la fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los tiempos, a una Iglesia que habla todas las lenguas y sale al encuentro de todas las culturas.

Queridos hermanos y hermanas, el primer Pentecostés tuvo lugar cuando María santísima estaba presente en medio de los discípulos en el Cenáculo de Jerusalén y oraba. También hoy nos encomendamos a su intercesión materna, para que el Espíritu Santo venga con abundancia sobre la Iglesia de nuestro tiempo, llene el corazón de todos los fieles y encienda en ellos, en nosotros, el fuego de su amor.

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Homilía 2010

El fuego del Espíritu Santo hace emerger la mejor parte del hombre

Queridos hermanos y hermanas:

En la celebración solemne de Pentecostés se nos invita a profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por tanto, hagamos nuestra, y con especial intensidad, la invocación de la Iglesia: Veni, Sancte Spiritus! Una invocación muy sencilla e inmediata, pero a la vez extraordinariamente profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo. En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo.

De esta oración de Cristo nos habla el pasaje evangélico de hoy, que tiene como contexto la última Cena. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16). Aquí se nos revela el corazón orante de Jesús, su corazón filial y fraterno. Esta oración alcanza su cima y su cumplimiento en la cruz, donde la invocación de Cristo es una cosa sola con el don total que él hace de sí mismo, y de ese modo su oración se convierte —por decirlo así— en el sello mismo de su entrega en plenitud por amor al Padre y a la humanidad: invocación y donación del Espíritu Santo se encuentran, se compenetran, se convierten en una única realidad. «Y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre». En realidad, la oración de Jesús —la de la última Cena y la de la cruz— es una oración que continúa también en el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. Jesús, de hecho, siempre vive su sacerdocio de intercesión en favor del pueblo de Dios y de la humanidad y, por tanto, reza por todos nosotros pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo.

El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles —lo hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11)— presenta el «nuevo curso» que la obra de Dios inició con la resurrección de Cristo, obra que implica al hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios muerto, resucitado y vuelto al Padre brota ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. Y ¿qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia. Este es el efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso, la unidad es el signo de reconocimiento, la «tarjeta de visita» de la Iglesia a lo largo de su historia universal. Desde el principio, desde el día de Pentecostés, habla todas las lenguas. La Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y estas deben conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de universalidad. La Iglesia nunca llega a ser prisionera de fronteras políticas, raciales y culturales; no se puede confundir con los Estados ni tampoco con las Federaciones de Estados, porque su unidad es de otro tipo y aspira a cruzar todas las fronteras humanas.

De esto, queridos hermanos, deriva un criterio práctico de discernimiento para la vida cristiana: cuando una persona, o una comunidad, se cierra en su modo de pensar y de actuar, es signo de que se ha alejado del Espíritu Santo. El camino de los cristianos y de las Iglesias particulares siempre debe confrontarse con el de la Iglesia una y católica, y armonizarse con él. Esto no significa que la unidad creada por el Espíritu Santo sea una especie de igualitarismo. Al contrario, este es más bien el modelo de Babel, es decir, la imposición de una cultura de la unidad que podríamos definir «técnica». La Biblia, de hecho, nos dice (cf. Gn 11, 1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio, en Pentecostés, los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada uno comprenda el mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión. La Iglesia es por naturaleza una y múltiple, destinada como está a vivir en todas las naciones, en todos los pueblos, y en los contextos sociales más diversos. Sólo responde a su vocación de ser signo e instrumento de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1) si permanece autónoma de cualquier Estado y de cualquier cultura particular. Siempre y en todo lugar la Iglesia debe ser verdaderamente católica y universal, la casa de todos en la que cada uno puede encontrar su lugar.

El relato de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece también otra sugerencia muy concreta. La universalidad de la Iglesia se expresa con la lista de los pueblos, según la antigua tradición: «Somos partos, medos, elamitas...», etcétera. Se puede observar aquí que san Lucas va más allá del número 12, que siempre expresa ya una universalidad. Mira más allá de los horizontes de Asia y del noroeste de África, y añade otros tres elementos: los «romanos», es decir, el mundo occidental; los «judíos y prosélitos», comprendiendo de modo nuevo la unidad entre Israel y el mundo; y, por último, «cretenses y árabes», que representan a Occidente y Oriente, islas y tierra firme. Esta apertura de horizontes confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión del espacio humano, de la historia de las naciones: el Espíritu Santo abarca hombres y pueblos y, a través de ellos, supera muros y barreras.

En Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama descendió sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos y les dio el nuevo ardor de Dios. Se realiza así lo que había predicho el Señor Jesús: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Los Apóstoles, junto a los fieles de las distintas comunidades, han llevado esta llama divina hasta los últimos confines de la tierra; han abierto así un camino para la humanidad, un camino luminoso, y han colaborado con Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra. ¡Qué distinto este fuego del de las guerras y las bombas! ¡Qué distinto el incendio de Cristo, que la Iglesia propaga, respecto a los que encienden los dictadores de toda época, incluido el siglo pasado, que dejan detrás de sí tierra quemada! El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.

Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. Pero este efecto del fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos «queme», preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por un lado, queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las consecuencias que eso conlleva.

Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos diga lo que repetía a menudo a sus amigos: «No tengáis miedo». Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas. Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: no por nada en el lenguaje de Jesús el «fuego» es sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida, elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración audaz, con la cual pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama —y sólo ella— tiene el poder de salvarnos. Para defender nuestra vida, no queremos perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime. Amén.

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Regina Caeli 2010

No hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María

Queridos hermanos y hermanas:

Cincuenta días después de la Pascua, celebramos la solemnidad de Pentecostés, en la que recordamos la manifestación del poder del Espíritu Santo, el cual —como viento y como fuego— descendió sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo y los hizo capaces de predicar con valentía el Evangelio a todas las naciones (cf. Hch 2, 1-13). Sin embargo, el misterio de Pentecostés, que justamente nosotros identificamos con ese acontecimiento, verdadero «bautismo» de la Iglesia, no se limita a él. En efecto, la Iglesia vive constantemente de la efusión del Espíritu Santo, sin el cual se quedaría sin fuerzas, como una barca de vela a la que le faltara el viento. Pentecostés se renueva de modo particular en algunos momentos fuertes, tanto en ámbito local como universal, tanto en pequeñas asambleas como en grandes convocatorias. Los concilios, por ejemplo, han tenido sesiones que se han visto gratificadas por efusiones especiales del Espíritu Santo, y entre ellos está ciertamente el concilio ecuménico Vaticano II. Podemos recordar también el célebre encuentro de los movimientos eclesiales con el venerable Juan Pablo II, aquí en la plaza de San Pedro, precisamente en Pentecostés de 1998. Pero la Iglesia conoce innumerables «pentecostés» que vivifican las comunidades locales: pensemos en las liturgias, especialmente en las que se viven en momentos especiales para la vida de la comunidad, en las cuales se percibe de modo evidente la fuerza de Dios infundiendo en las almas alegría y entusiasmo. Pensemos en las numerosas asambleas de oración, en las cuales los jóvenes sienten claramente la llamada de Dios a enraizar su vida en su amor, incluso consagrándose totalmente a él.

Por lo tanto, no hay Iglesia sin Pentecostés. Y quiero añadir: no hay Pentecostés sin la Virgen María. Así fue al inicio, en el Cenáculo, donde los discípulos «perseveraban en la oración con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos», como nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles (1, 14). Y así es siempre, en cada lugar y en cada época. Fui testigo de ello nuevamente hace pocos días, en Fátima. En efecto, ¿qué vivió esa inmensa multitud en la explanada del santuario, donde todos éramos realmente un solo corazón y una sola alma? Era un renovado Pentecostés. En medio de nosotros estaba María, la Madre de Jesús. Esta es la experiencia típica de los grandes santuarios marianos —Lourdes, Guadalupe, Pompeya, Loreto— o también de los más pequeños: en cualquier lugar donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor dona su Espíritu.

Queridos amigos, en esta fiesta de Pentecostés, también nosotros queremos estar espiritualmente unidos a la Madre de Cristo y de la Iglesia invocando con fe una renovada efusión del divino Paráclito. La invocamos por toda la Iglesia, y de modo particular en este Año sacerdotal por todos los ministros del Evangelio, a fin de que el mensaje de la salvación se anuncie a todas las naciones.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

n. 56. Con una homilética que encarne estos principios y las prospectivas que resaltan a lo largo del Tiempo Pascual, el pueblo cristiano llegará pronto a celebrar la Solemnidad de Pentecostés en la que Dios Padre, «en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo» (CEC 1082). La Lectura de ese día, tomada de los Hechos de los Apóstoles, cuenta el evento de Pentecostés, mientras el Evangelio ofrece la narración de lo que sucede la tarde del Domingo de Pascua. El Señor resucitado exhaló sobre sus discípulos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Pascua es Pentecostés. Pascua ya es el don del Espíritu Santo. Pentecostés, no obstante, es la convincente manifestación de la Pascua a todas las gentes, ya que reúne muchas lenguas en el único lenguaje nuevo que comprende las «grandezas de Dios» (Hch 2,11) manifestadas y reveladas en la Muerte y Resurrección de Jesús. En la Celebración Eucarística, además, la Iglesia reza: «Te pedimos, Señor, que, según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender la realidad misteriosa de este sacrificio y nos lleve al conocimiento pleno de toda la verdad revelada» (oración sobre las ofrendas). Para los fieles, la participación en la Sagrada Comunión en este día, se convierte en el acontecimiento de su Pentecostés. Mientras se dirigen en procesión a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, la antífona de Comunión pone en sus labios el canto de los versículos de la Escritura tomados de la narración de Pentecostés, que dice: «Se llenaron todos de Espíritu Santo, y hablaban de las maravillas de Dios. Aleluya». Estos versículos encuentran su cumplimiento en los fieles que reciben la Eucaristía. La Eucaristía es Pentecostés.

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Pentecostés

696. El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que “surgió [...] como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha” (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, “que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que “bautizará en el Espíritu Santo y el fuego” (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!” (Lc 12, 49). En forma de lenguas “como de fuego” se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). “No extingáis el Espíritu” (1 Ts 5, 19).

726. Al término de esta misión del Espíritu, María se convierte en la “Mujer”, nueva Eva “madre de los vivientes”, Madre del “Cristo total” (cf. Jn 19, 25-27). Así es como ella está presente con los Doce, que “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu” (Hch 1, 14), en el amanecer de los “últimos tiempos” que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.

731. El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36), derrama profusamente el Espíritu.

732. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:

«Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado» (Oficio Bizantino de las Horas. Oficio Vespertino del día de Pentecostés, Tropario 4)

737. La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la comunión con Dios, para que den “mucho fruto” (Jn 15, 5. 8. 16).

738. Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):

«Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios. Ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí [...] y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual» (San Cirilo de Alejandría, Commentarius in Iohanem, 11, 11: PG 74, 561).

739. Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la Segunda parte del Catecismo).

740. Estas “maravillas de Dios”, ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la Tercera parte del Catecismo).

741. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la Cuarta parte del Catecismo).

830. La palabra “católica” significa “universal” en el sentido de “según la totalidad” o “según la integridad”. La Iglesia es católica en un doble sentido:

1076. El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo (cf SC 6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la “dispensación del Misterio”: el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, “hasta que él venga” (1 Co 11,26). Durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa en su Iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama “la Economía sacramental”; esta consiste en la comunicación (o “dispensación”) de los frutos del Misterio pascual de Cristo en la celebración de la liturgia “sacramental” de la Iglesia.

Por ello es preciso explicar primero esta “dispensación sacramental” (capítulo primero). Así aparecerán más claramente la naturaleza y los aspectos esenciales de la celebración litúrgica (capítulo segundo).

1287. Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las maravillas de Dios” (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).

2623. El día de Pentecostés, el Espíritu de la promesa se derramó sobre los discípulos, “reunidos en un mismo lugar” (Hch 2, 1), que lo esperaban “perseverando en la oración con un mismo espíritu” (Hch 1, 14). El Espíritu que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo (cf Jn 14, 26), será también quien la instruya en la vida de oración.

El testimonio apostólico en Pentecostés

599. La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han “entregado a Jesús” (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.

597. Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato), lo cual solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a “la ignorancia” (Hch 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavía se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio, apoyándose en el grito del pueblo: “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27, 25), que equivale a una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6):

Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy [...] No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la sagrada Escritura» (NA 4).

674. La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia (cf. Rm 11, 31), se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” (Rm 11, 20) respecto a Jesús. San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y san Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).

715. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés (cf. Hch 2, 17-21). Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.

El misterio de Pentecostés continúa en la Iglesia

1152. Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a través de los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia no anulan, sino purifican e integran toda la riqueza de los signos y de los símbolos del cosmos y de la vida social. Aún más, cumplen los tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por Cristo, y prefiguran y anticipan la gloria del cielo.

1226. Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, san Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: “Convertíos [...] y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa”, declara san. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: “el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos” (Hch 16,31-33).

1302. De la celebración se deduce que el efecto del sacramento de la Confirmación es la efusión especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día de Pentecostés.

1556. “Para realizar estas funciones tan sublimes, los Apóstoles se vieron enriquecidos por Cristo con la venida especial del Espíritu Santo que descendió sobre ellos. Ellos mismos comunicaron a sus colaboradores, mediante la imposición de las manos, el don espiritual que se ha transmitido hasta nosotros en la consagración de los obispos” (LG 21).

La Iglesia, comunión en el Espíritu

767. “Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia” (LG 4). Es entonces cuando “la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación” (AG 4). Como ella es “convocatoria” de salvación para todos los hombres, la Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).

775. “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano “(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

798. El Espíritu Santo es “el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo” (Pío XII, Mystici Corporis: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, “que tiene el poder de construir el edificio” (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por “la gracia concedida a los apóstoles” que “entre estos dones destaca” (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas “carismas”] mediante las cuales los fieles quedan “preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia” (LG 12; cf. AA 3).

796. La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del cuerpo, implica también la distinción de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del esposo y de la esposa. El tema de Cristo Esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como “el Esposo” (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa “desposada” con Cristo Señor para “no ser con él más que un solo Espíritu” (cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo “amó y por la que se entregó a fin de santificarla” (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29):

«He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos [...] Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza [ex persona capitis] o en el de cuerpo [ex persona corporis]. Según lo que está escrito: “Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.”(Ef 5,31-32) Y el Señor mismo en el evangelio dice: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19,6). Como lo habéis visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal ...Como cabeza él se llama “esposo” y como cuerpo “esposa” (San Agustín, Enarratio in Psalmum 74, 4: PL 36, 948-949).

813. La Iglesia es una debido a su origen: “El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas” (UR2). La Iglesia es una debido a su Fundador: “Pues el mismo Hijo encarnado [...] por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios [...] restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” (GS 78, 3). La Iglesia es una debido a su “alma”: “El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia” (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:

«¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia» (Clemente de Alejandría, Paedagogus 1, 6, 42).

1097. En la liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad de la “comunión del Espíritu Santo” que reúne a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales.

1108. La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).

1109. La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la asamblea con el Misterio de Cristo. “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo” (2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Envía tu Espíritu y serán creados

Las lecturas de la fiesta de Pentecostés nos permiten tomar un aspecto fundamental de la acción del Paráclito: el Espíritu Santo como creador o la potencia creadora del Espíritu. En el Salmo responsorial leemos: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra» (Salmo 103,30).

Pero, es el Evangelio el que nos ofrece el apunte más significativo. En el cenáculo, la tarde de la Pascua, Jesús «exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’».

Este gesto alude conscientemente al gesto de Dios, que en la creación «insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Génesis 2,7). Con aquel gesto Jesús viene, por lo tanto, a decir que el Espíritu Santo es el aliento divino, que da vida a la nueva creación, como dio vida en la primera creación. Precisamente de aquí partió la Iglesia para definir la divinidad del Espíritu Santo en el concilio de Constantinopla del año 381: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y dador de vida...» Si el Espíritu es creador, entonces es Dios, porque crear es prerrogativa exclusiva de Dios.

Proclamar que el Espíritu Santo es creador significa decir que su esfera de acción no está restringida sólo a la Iglesia sino que se extiende de un modo distinto a toda la creación. Ningún tiempo y ningún lugar están privados de su benéfica acción. Él actúa fuera de la Biblia y dentro de ella; actúa antes de Cristo, en el tiempo de Cristo y después de Cristo, aunque si bien nunca separadamente de él. Nadie puede sustraerse a su luz benéfica, como nadie puede sustraerse al calor del sol. «Toda verdad, sea dicha por quien sea, ha escrito santo Tomás de Aquino, viene del Espíritu Santo». Cierto, la acción del Espíritu de Cristo fuera de la Iglesia no es la misma que dentro de la Iglesia y en los sacramentos. Allá él actúa por potencia, aquí por presencia y en persona.

Lo más importante, a propósito de la potencia creadora del Espíritu Santo, no es, sin embargo, comprenderlo o explicar sus implicaciones sino que es experimentarlo. ¿Y qué significa hacer la experiencia del Espíritu como creador? Para descubrirlo partamos del relato de la creación:

«En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Génesis 1, 1-2).

¿Qué deducimos de estas palabras? Que el universo existía ya en el momento en que interviene el Espíritu, pero todavía era caos, confusión y oscuridad. Es a continuación de su aparición (aunque si bien «antes» y «después» tienen aquí sólo sentido en relación a nosotros) cuando vemos a lo creado tomar sus espacios, la luz separarse de las tinieblas, la tierra firme del mar y tomar todo una forma definitiva. El Espíritu Santo, por lo tanto, es el que hace pasar a lo creado del caos al cosmos, el que hace de ello algo bello, ordenado, limpio: un «mundo» precisamente según el significado original de esta palabra. La ciencia nos enseña hoy que este proceso ha durado miles de millones de años; pero, lo que la Biblia quiere decimos con su lenguaje sencillo e imaginativo es que la lenta evolución hacia la vida y el orden actual del mundo no ha acontecido casualmente, obedeciendo a impulsos ciegos de la materia, sino por un proyecto puesto en él desde el comienzo por el creador.

La acción creadora de Dios no está limitada al instante inicial. Dios no ha sido sólo una vez sino que siempre es creador. Y no sólo en el sentido de que «conserva» el ser y gobierna con su Providencia al mundo sino también en el sentido de que sostiene, comunica continuamente el ser y la energía, empuja, anima y renueva la creación. Aplicado al Espíritu Santo, esto significa que él es siempre aquel que hace pasar del caos al cosmos, esto es, del desorden al orden, de la confusión a la armonía, de la deformidad a la belleza, de la vejez a la juventud. Todo esto, cierto, no de forma mecánica o de golpe sino actuando en lo interno de la misma evolución natural de las cosas y de las especies. Él es aquel que siempre «crea y renueva la faz de la tierra».

Y esto a todos los niveles: tanto en el macro-cosmos como en el micro-cosmos, esto es, en el universo entero como en cada hombre singular. Debemos creer que, no obstante las apariencias, el Espíritu Santo está siempre presente en el mundo y lo hace progresar. Cuántos descubrimientos nuevos, no sólo en el campo físico sino también en el moral y social. Un texto del Vaticano II dice, en cuanto al orden social, que «el Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución» (Gaudium et spes, 26). No es sólo el mal el que crece sino también el bien, con la diferencia de que el mal se elimina, termina consigo mismo, porque es no-ser; el bien, por el contrario, se acumula y permanece. Cierto, ¡hay todavía tanto caos en tomo a nosotros: caos moral, político, social! El mundo tiene aún tanta necesidad del Espíritu de Dios; por esto, no nos debemos cansar de invocarlo con las palabras del Salmo: «¡ Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra!»

Centrémonos ahora sobre el micro-cosmos, sobre el «pequeño mundo», que es nuestro mismo corazón. Hay, asimismo, un caos en cada uno de nosotros y en nuestro corazón. Existen deseos, proyectos, propósitos, sentimientos contrastantes y en lucha entre sí, que se nos toman a nosotros mismos frecuentemente un enigma. Un autor espiritual del medioevo, Guido II, describía en estos términos su estado espiritual (¡y pensar que se trata de un monje cartujo, que vivía en la más alta contemplación!): «Me doy cuenta, Señor, que la tierra de mi espíritu está todavía endeble y vacía, que las tinieblas recubren la superficie del abismo... Ella, de hecho, está en la confusión, como en una especie de caos espantoso y oscuro, ignorando tanto su fin como su origen y el modo de su naturaleza... Así es mi alma, Dios mío, así es mi alma. Una tierra desierta y vacía, ciega e informe, y las tinieblas están sobre la superficie del abismo... Pero, el abismo de mi espíritu te invoca, Señor, hasta que tú crees, también en mí, los cielos nuevos y la tierra nueva».

Un filón de la literatura moderna no hace más que reemprender en clave psicológica este tema del hombre abandonado al caos, que se debate en las marañas de las propias contradicciones (el hombre «del subsuelo», lo llama Dostoevskij); o que escoge rehacer, en sentido contrario, el camino de la creación: no ya desde la nada al ser sino desde el ser a la nada, desde la luz a las tinieblas. El camino del nihilismo. ¡La fe en el Espíritu creador qué luz envía sobre esta experiencia universal de caos! El Espíritu de Dios, que estaba en acción sobre y dentro del caos fundamental, está aún operando en el mundo.

Nosotros llevamos en nosotros mismos el vestigio del caos primordial: nuestra inconsciencia. Lo que el psicoanálisis moderno ha descrito como el paso del inconsciente a la conciencia, del «Es» al «Super-yo», es un aspecto de esta creación, que debe realizarse en nosotros, que consiste en el paso de lo informe a lo formado. El Espíritu Santo quiere aletear, también, sobre el caos de nuestro inconsciente, en el que se agitan fuerzas oscuras, impulsos contrastantes, en el que se anidan angustias y neurosis, pero, asimismo, posibilidades inexploradas. «El Espíritu todo lo sondea...» (1 Corintios 2,10). A quien tiene problemas con el propio inconsciente (y ¿quién no los tiene?) no se le puede dar mejor consejo que el de cultivar una particular devoción al Espíritu Santo e invocarlo frecuentemente en su cualidad de creador. Él es el mejor sicoanalista y psiquiatra del mundo. La devoción al Espíritu Santo no induce necesariamente a prescindir de las ayudas humanas en tal campo; pero, ciertamente las completa y las sobrepasa.

Hay un tiempo de nuestra jornada diaria en el que es más necesario y más espontáneo experimentar la potencia creadora del Espíritu: es el despertar de la mañana. Cada mañana, que sucede a la noche, es una reminiscencia y un símbolo de la salida del mundo de su caos fundamental. Se renueva el prodigio. La noche es como una repetición temporal en el caos. Angustias, sueños, pesadillas, bien y mal, realidad y lo irreal: todo está mezclado y confuso en la noche. Los sueños no tienen tiempo, ni color; un mundo en estado magmático. A veces nos despertamos con la sensación de tener que comenzarlo todo de nuevo, desde cero, como si fuésemos ateos, que nunca han conocido a Dios, y no saben qué cosa sean la fe, la esperanza y la caridad.

De ahí la importancia de iniciar cada nuevo día junto con el Espíritu Santo para que transforme nuestro caos nocturno en la luz de la fe, de la esperanza y de la caridad. Yo me doy cuenta de ello como de una necesidad física, frente al cansancio por quitarme de encima la pesadez, la inercia y el olvido de la noche. Un autor antiguo decía que nuestra mente es como un molino: el primer grano que se le pone dentro, aquello es lo que continuará a triturar durante todo el día. De aquí la importancia de poner en nuestro «molino», de buena mañana, el grano de Dios, antes que el maligno meta en él su cizaña.

Un modo sencillo para hacer esto es aprender a decir de inmediato, apenas nos despertamos: «¡Ven, oh Espíritu creador!» Son las primeras palabras del himno más famoso que exista en honor del Espíritu Santo, el Veni Creator.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Llenos del amor del Espíritu Santo

El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es la efusión de amor entre el Padre y el Hijo y, en unidad con el Padre y el Hijo, es un solo Dios verdadero.

Jesucristo fue enviado por su Padre al mundo para morir por la salvación de los hombres, y fue resucitado por la fuerza del Espíritu Santo. Subió al cielo y, en unidad al Padre, envió al Espíritu Santo al mundo, para ser derramado en los corazones de todos los hombres que aman a Dios, para que, llenos de sus dones, obren y, con sus frutos y carismas, glorifiquen a Dios.

Jesús, con su resurrección, ha traído la paz a sus sacerdotes, y les ha dado el poder de la acción del Espíritu Santo, para establecer en el mundo la paz a través del perdón de los pecados. Por tanto, la verdadera paz se establece en los corazones de los hombres mediante la reconciliación de cada uno con Cristo, por el Espíritu Santo.

Recibe tú el Espíritu Santo, y pídele que te llene y te desborde de su amor, para que infunda en ti sus siete dones: Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Ciencia, Piedad, Fortaleza, y Santo Temor de Dios, y así puedas cumplir con los compromisos que adquiriste cuando fuiste bautizado con el fuego del Espíritu Santo, como hijo de Dios.

Acude a la Virgen María, Madre de Cristo y Esposa del Espíritu Santo, para que te consiga la gracia de la docilidad a las inspiraciones, influjos y mociones del Espíritu y, movido por su fuerza, hagas las obras de Dios, conservando la paz en tu corazón, y llevándola a los demás, para que, unidos en un mismo cuerpo y un mismo espíritu, permanezcan en oración con la Madre de Dios, y sea para el mundo un nuevo y eterno Pentecostés».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La victoria segura

La primera venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles no se narra en los evangelios sino en otro libro del nuevo testamento, “Los Hechos de los Apóstoles”, escrito por uno de los evangelistas, san Lucas. Aquel día se cumplió, como Jesús había prometido, el descenso del Paráclito, la segunda de la Santísima Trinidad, sobre los que estaban reunidos en aquel lugar. Yo rogaré al Padre –les había dicho– y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce.

Como nos sucedería a cualquiera, si estuviéramos a punto de quedarnos sin quien más queremos en la vida, los apóstoles estaban tristes al oírle a Jesús decir que se marchaba. El ambiente de la última cena era especialmente íntimo; diríamos que Jesús se desahoga con los suyos, les manifiesta abiertamente –aunque sin poder evitar el misterio para las inteligencias de ellos, todavía demasiado humanas, poco sobrenaturales– lo que lleva en su corazón en esas últimas horas antes de la pasión. A la vez, sale al paso de la inquietud de los apóstoles, de lo que en esos momentos les preocupa. Se acerca la hora triunfo y, aunque no será como ellos se imaginan, va a cumplirse –y a la perfección– la tarea redentora que le llevó a encarnarse.

Una vez consumada la misión del Hijo en favor del hombre, la presencia de Dios junto a nosotros –siempre necesaria para que podamos ser santos– tendrá lugar con la Tercera Persona, el Santificador: Os conviene que me vaya, les dijo, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si yo me voy, os lo enviaré. El mismo Dios, en su Tercera Persona, es prometido por Jesucristo antes de su Pasión y de su Ascensión. Y de tal modo sería su venida y su presencia en el mundo que, por duro y misterioso que les pareciera a los apóstoles, era muy conveniente para el hombre esa otra presencia divina en nosotros. Con admirable sencillez, les expone Jesús el plan divino para la santificación de humanidad: Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. La presencia permanente de Dios Espíritu Santo en el cristiano se manifiesta en un testimonio continuo en él de Jesucristo; de modo que, por la acción del Paráclito, los hijos de Dios tenemos en la mente y en el corazón la vida y las enseñanzas de Jesús. Su doctrina es así una referencia constante para la propia conducta y un ideal de vida para la sociedad: el cristiano, consecuente con su condición, intenta de modo natural, a instancias del Espíritu, implantar con su vida por doquier el ideal del Evangelio.

Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho. Deseemos vivamente, por tanto, ese “singular” recuerdo –propiamente sobrenatural– de los sentimientos y afanes de Cristo en nuestro corazón. Se vive así, como Él quiere –como se sentía san Pablo–, una vida verdaderamente trascendente, porque ya no es únicamente terrena, pues, sin abandonar este mundo, por la acción del Espíritu Santo, vivimos también la vida de Dios, somos otros Cristos. Y de tal manera es esto necesario, que, si prescindiéramos de este nuevo modo de existencia en Jesucristo seríamos, como personas, algo truncado, seres sin terminar, sin lograr la plenitud que propiamente nos corresponde: En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí.

La Santa Misa, con la Comunión Eucarística, constituye la esencia y la raíz de la vida cristiana. Y de tal modo, que es en unión con el sacrificio de Cristo en la Cruz, que se renueva de modo incruento cotidianamente en nuestros altares, como tienen la debida relevancia sobrenatural cada uno de nuestros pensamientos, palabras y acciones. A esto nos lleva el Espíritu Santo. Esa vida que Jesús quiere para los suyos y que quiere presente en la sociedad, para que sea vivificada desde dentro, es la que de Él brota para los hombres: de su Cruz y su Resurrección. Es la misma que anticipadamente dío a sus discípulos como comida y bebida “la noche en que iba a ser entregado”. El Paráclito, en efecto, impulsándonos suavemente a vivir como Cristo, nos ha enseñado y nos invita a organizar nuestra existencia en torno a la Santa Misa. Así se vive la vida de Cristo y llega a ser una realidad la ofrenda de nosotros a Dios Padre en favor de los hombres.

María, al pie de la Cruz, sigue encarnando el hágase en mí según tu palabra, que pronunció al saberse destina para Madre de Jesús. El Espíritu Santo vendrá sobre ti, le había anunciado Gabriel, y toda su existencia terrena fue un empeño por vivir según el deseo divino. ¡Ojalá que nosotros, dóciles al Paráclito, queramos imitarla.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Carismas y sacramentos, pentecostés que continúa

Cada año, la fiesta de Pentecostés ofrece a la Iglesia la oportunidad de volver a meterse, por así decirlo, en sí misma y descubrirse animada y conducida por el Espíritu Santo. Una presencia fuerte, pero discreta y silenciosa de la que no es fácil darse cuenta; Juan Bautista comenzó a predicar a sus contemporáneos diciendo: En medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen (Jn. 1,26); el desconocido era entonces Jesús; ahora deberíamos quizás repetir lo mismo sobre el Espíritu Santo: En medio de nosotros –más aún, dentro de nosotros–  ¡hay alguien que no conocemos!

En los últimos días de su vida, Jesús promete a los discípulos dejarles su Espíritu como su herencia más verdadera, como continuación de su presencia misma: Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad (Jn. 14,16-17). En el texto evangélico que acabamos de leer revivimos el momento en el cual esta promesa se hace realidad; en el Cenáculo, el Resucitado entra, saluda a sus discípulos y, soplando sobre ellos, dice: Reciban al Espíritu Santo. Pentecostés, descripta por Lucas en la primera lectura, es el suceso que hace evidente y pública esta donación que Jesús hace a la Iglesia.

Por lo tanto, el Espíritu Santo es ante todo esto: la presencia “espiritual” de Jesús resucitado en la Iglesia, presencia que continúa, de distinta manera, su presencia histórica de un tiempo; presencia que es, sin embargo, misteriosamente, también una persona: la tercera Persona de la Trinidad. Es el alma de la Iglesia: “Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo permanece en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad una dominación, la misión una propaganda, el culto una evocación y el actuar cristiano una moral de esclavos. Pero en él: el cosmos se subleva y gime en los dolores del Reino, Cristo resucitado está presente, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia es comunión trinitaria, la autoridad es servicio liberador, la misión es Pentecostés, la liturgia es conmemoración y anticipación, el actuar humano se deifica” (Ignacio de Laodicea).

Esto es el Espíritu Santo en la Iglesia. Pero a nosotros no nos basta con saber que el Espíritu Santo está presente genéricamente en la Iglesia; queremos saber cómo está presente también en cada uno de nosotros, cómo podemos entrar en contacto con él y tener así nuestro Pentecostés personal. La respuesta está contenida en la segunda lectura de hoy, tomada del apóstol Pablo y se resume en dos grandes palabras: dones o carismas y sacramentos: Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Y enseguida explica qué es un don diciendo que “en cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (cf. 1 Cor. 7,7). Junto a este don particular que es el carisma, está el don común a todos que es el sacramento: Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu... todos hemos bebido de un mismo Espíritu. Aquí se alude a los dos máximos sacramentos del Bautismo (“bautizados”) y de la Eucaristía (“bebido”); a ellos se agrega, en el trozo evangélico, el sacramento de la Penitencia: Reciban el Espíritu Santo: los pecados serán perdonados...

¿En qué relación están entre sí el don o carisma y el sacramento? Una, el Espíritu inspira “dónde quiere”, cómo quiere y cuándo quiere; es la manifestación libre del Espíritu, no ligada ni a ritos, ni a instituciones especiales; la otra, es el Espíritu el que da a través de gestos instituidos por Cristo y confiados a la mediación y a la jurisdicción de la Iglesia. Pero se trata siempre del “mismo Espíritu” que actúa en una y otra para bien de todo el cuerpo. Podemos imaginamos algo así: un gran lago que recibe el agua que baja de la montaña en varios arroyos y después la distribuye cuesta abajo en un río único, del cual todos pueden sacar agua, ya sea para irrigar o para alimentar las centrales de luz y energía. Los carismas son dones dados a los individuos para enriquecer y santificar a la Iglesia; los sacramentos son dones dados a la Iglesia para enriquecer y santificar a los individuos. Hay una armonía y una reciprocidad perfecta entre los dos; romperla, en un sentido o en otro, significa empobrecer a la Iglesia y comprometer su admirable equilibrio; significa caer o en el sacramentalismo o en un espiritualismo vacío. Un texto del Concilio Vaticano II dice: “El Espíritu Santo no sólo santifica al Pueblo de Dios y lo guía y adorna de virtud por medio de los sacramentos y los ministerios sino que, ‘distribuyendo a cada uno los propios dones como él quiere’ (1 Cor. 12, 11), dispensa entre los fieles de todo tipo gracias especiales, con las cuales los vuelve aptos y dispuestos a asumir distintas obras y oficios, útiles para la renovación y la mayor expansión de la Iglesia según estas palabras: “En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (1 Cor. 12,7). Y estos carismas, extraordinarios o también más simples y más comunes, como están sobre todo adaptados y son útiles a las necesidades de la Iglesia, deben recibirse con gratitud y consuelo” (LG 12). Es providencial, entonces, que en la fiesta de este año podamos abarcar juntas, con una sola mirada, estas dos caras del Pentecostés que continúa: los sacramentos y los carismas.

¡El Espíritu Santo y los sacramentos! El Espíritu Santo interviene en los sacramentos en dos sentidos: obra el sacramento y hace operante al sacramento; interviene en la “confección” del sacramento e interviene en su recepción. La teología de la Iglesia siempre distinguió dos efectos diversos de los sacramentos: un efecto operado por sí mismo, independientemente de la intención del hombre, por la fuerza de la simple institución de Cristo (“ex opere operato”) y un efecto que depende en cambio de las disposiciones interiores de quien administra o recibe el sacramento (“ex opere operantis”). Estos dos efectos, de distinto modo, se originan en la acción del Espíritu Santo: el primero se origina siempre, por sí mismo y automáticamente, por así decirlo; el segundo surge de la acción del Espíritu Santo en una misteriosa unión con la libertad del hombre. Por eso, el Espíritu Santo es quien asegura el equilibrio eficaz de los sacramentos; impide apuntar todo al “ex opere operato” (como ocurrió a veces en el pasado), reduciendo los sacramentos a ritos mágicos; pero también impide que se insista solamente en el “ex opere operantis”, o sea en las disposiciones personales del receptor, con el riesgo de reducir los sacramentos a signos de la acción del hombre, en lugar de signos del actuar y del poder de Dios.

El Espíritu Santo es también la forma oculta, el alma, de los sacramentos; el rito y la palabra de los sacramentos (lo que los teólogos llaman la materia y la forma) son solamente una parte de éste, son lo que se ve y se siente; detrás de eso, hay una forma oculta que anima el todo y lo convierte en un hecho de gracia y es el Espíritu Santo. En los sacramentos, el Espíritu Santo torna eficaz y actualiza el misterio pascual de Jesús; más aún, hace presente al mismo Jesús en calidad de Señor resucitado. ¿De dónde le llega al agua toda esa fuerza por la cual, a la vez que toca el cuerpo, purifica la mente?, se preguntaban los Padres de la Iglesia; y respondían: ¡La fuerza le viene del Espíritu! Podemos hacer la misma pregunta para la Eucaristía: ¿De dónde le llega al pan toda esa fuerza por la cual, mientras es comido por el cuerpo, nutre el alma? La respuesta es siempre: ¡del Espíritu Santo!

El Espíritu Santo realiza la consagración del pan y el vino, como realizó la Encarnación del Verbo en María; en el canon de la Misa, decimos: “Que el Espíritu Santo santifique estos dones para que sean el cuerpo y la sangre de Jesucristo”. Él se muestra realmente como “el Señor que da la vida”, como decimos en el Credo: hace que las especies del pan y el vino estén vivas convirtiéndolas en el cuerpo y la sangre de Jesús.

El Espíritu Santo es, por lo tanto, quien realiza el sacramento; pero es también quien permite recibir, en el sentido fuerte, los sacramentos; hace que nos acerquemos a ellos espiritual y no sólo materialmente. Jesús decía a propósito de la Eucaristía: El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve (Jn 6, 63): “carne” es el rito sacramental, incluso la Misa, si es vivida sin fe y sin participación interior, o sea, sin la luz del Espíritu Santo.

La principal confianza, al recibir los sacramentos, no debe ser puesta en la preparación (aunque esta sea indispensable), ni en la concentración (que no obstante debe existir), ni en la ascesis, ni en agitarse como Marta por la casa y querer afanarse, una vez recibido Jesús; la confianza debe ponerse toda en el Dador: Como los ojos de los servidores están fijos en las manos de su señor... así miran nuestros ojos al Señor, nuestro Dios (Sal. 123,2). Los sacramentos son esencialmente gestos de Dios; él es el protagonista y en cuanto queremos serlo nosotros, se empañan y decaen. Ni siquiera el sacerdote o el obispo que administra los sacramentos es el verdadero protagonista: ¿Pedro bautiza? ¡Es Cristo el que bautiza! ¿Pablo celebra la Eucaristía? ¡Es Cristo el que celebra la Eucaristía! Nosotros somos, ni más ni menos que “espectadores”, en el buen sentido de esta palabra, o sea, los que están para admirar, para aplaudir, para vitorear, con entusiasmo, al gran vencedor que es Jesús; en el Bautismo, la lucha no es entre nosotros y Satanás sino entre Cristo y Satanás: No tendrán necesidad de combatir en esta ocasión; deténganse allí sin moverse y verán la salvación que el Señor les tiene preparada. (2 Cron. 20,17).

Es posible que una comunidad cristiana viva los sacramentos bajo esta luz y con esta fuerza, pero para que esto ocurra es necesario redescubrir y valorizar también el otro “canal” del Espíritu que son los dones propios, los carismas. Los carismas son los mejores aliados de los sacramentos; existe una atracción fortísima entre las dos cosas porque ambas provienen del “mismo Espíritu” y juntas tienden a construir el mismo cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Los sacramentos potencian y alimentan los carismas y los carismas reavivan los sacramentos. Es necesario recibir carismáticamente los sacramentos para recibirlos bien; recibirlos carismáticamente significa (literalmente) recibirlos como “dones” del Resucitado, y por ende, en un clima de alabanzas, de alegría y de fervor que los preserve del hábito, la exterioridad y la aridez.

En la lectura de hoy, San Pablo nos habló de una gran “variedad de carismas” y en la misma carta a los Corintios reserva tres capítulos enteros a este tema. En la comunidad cristiana primitiva había una verdadera florescencia de carismas: carismas de fe y de oración, carismas de apostolado y de doctrina, carismas de profecía y de servicio a la comunidad. Los carismas eran, por así decirlo, el sistema nervioso en el cuerpo de la Iglesia, los que aseguraban su dinamismo y su “sensibilidad” al Espíritu y obraban la diversificación de los miembros. Para el Apóstol, todo esto era riqueza: Ustedes han sido colmados en él con toda clase de riquezas (1 Col 1,5). También hoy —tal como exhortó Vaticano II— debemos recibir “con gratitud y consuelo los carismas”. Admitámoslo entonces: los carismas nos dan miedo. Por un doble motivo: primero, porque hacen visible y operante la presencia del Espíritu de Dios y frente al Espíritu de Dios, el hombre es presa del miedo porque lo ve distinto y mucho más fuerte y santo que él; segundo, porque cada receptor humano resulta un conductor inadecuado para esta energía divina, la frena y la deforma. Frente a desórdenes potenciales o reales que derivan de él (como ocurría ya en la Iglesia de Corinto) , siempre es actual la tentación de “extinguir al Espíritu” (1 Tes. 5,19). Pero es, justamente, una tentación. ¿Quién nos da derecho, en realidad, a escandalizamos y exigir que los dones del Espíritu sean inmunes a esas debilidades humanas y a esa oscuridad que volvemos a encontrar en todo el resto de la vida de la Iglesia, incluido el ejercicio de la autoridad? ¿Será acaso que la autoridad en la Iglesia es vivida en estado puro, en la perfecta forma evangélica y no más bien con los límites de la pobreza humana? ¿Será por eso algunos sueñan con eliminar la autoridad de la Iglesia?

Después del Concilio Vaticano II, asistimos a un signo grandioso en toda la Iglesia católica: la reaparición de los carismas; no se trata solamente del llamado “movimiento carismático”; casi todos los movimientos de renovación que aparecen en la Iglesia católica y en otras confesiones cristianas muestran esa sorprendente nota común. A través de ellos, el pueblo cristiano vuelve a adquirir su espontaneidad, su creatividad, su fuerza de testimonio que es el signo típico de la acción del Espíritu de Dios: Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos (Hech. 1,8). Es quizás la esperanza más bella para el futuro de la Iglesia, sobre todo porque —a diferencia de otros despertares análogos del pasado— éste no nació contra la Iglesia, sino con profundo amor por la Iglesia y su jerarquía.

Ahora, entreguémonos a la fuerza de la Eucaristía para vivir lo que aprendimos. Ante nuestros ojos, está por cumplirse el prodigio más grande: el Espíritu Santo hace vivir las especies del pan y el vino efectivizando en ellas la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo. Este es el momento en que también nosotros somos “revestidos de potencia desde lo alto”.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la Misa de Pentecostés (22-V-1988)

– La misión del Hijo y del Espíritu Santo

“Se llenaron todos del Espíritu Santo” (Hch 2,4).

Este es el día (haec est dies), en que el poder del misterio pascual se manifiesta en el nacimiento de la Iglesia.

Este es el día, en que ante Jerusalén –en presencia de los habitantes de la ciudad y de los peregrinos– se cumplen las palabras que dirigió Jesús a los Apóstoles después de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22).

Leemos en los hechos de los Apóstoles: “Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería” (Hch 2,4).

En este discurso, que comprendieron enseguida los que lo escuchaban, incluso los que provenían de distintos países del mundo entonces conocido, se manifiesta el inicio de la misión: “como el Padre me ha enviado, así os mando yo” (Jn 20,21). “Id (por todo el mundo) y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt 28,19).

– La misión de la Iglesia

La Iglesia lleva dentro de sí desde el día de su nacimiento la misión del Hijo y del Espíritu Santo, y, en virtud del Espíritu de verdad, el Espíritu-Paráclito, permanece en ella la misión del Hijo: el Evangelio de la salvación eterna.

“Les oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua” (Hch 2,11), exclaman totalmente desconcertados los que participaban en el Pentecostés de Jerusalén.

“¡Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas!... Envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (Sal 103/104,24.30).

Así se expresa el Salmista.

Sin embargo, “las maravillas de Dios”, que anuncian los Apóstoles el día de Pentecostés por medio de Pedro, tienen un solo nombre: “Jesucristo”. Y hay una sola expresión del poder de Dios, que se ha manifestado entre nosotros: “Jesús es el Señor” (1 Cor 12,3).

Esta gran obra de Dios, la mayor de todas en la historia de la creación y en la historia del hombre, está unida al nombre de Jesús de Nazaret, al Hijo de Dios que “se despojó de su rango tomando la condición de esclavo, que se sometió incluso a la muerte, y una muerte de Cruz, al que Dios levantó y al que Dios le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”: Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (cf. Flp 2,7-9.11).

Señor -Kyrios- significa Dios (Adonai).

– El Espíritu Santo en la Iglesia.

Precisamente esta verdad, esta “grande, la mayor obra de Dios” es la que anuncia Pedro el día de Pentecostés. Él habla por virtud del Espíritu Santo. “Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).

Desde el día de Pentecostés de Jerusalén la Iglesia pronuncia esta verdad salvífica: “Jesús es el Señor”. La anuncian los Apóstoles, la acogen los que los escuchan, procedentes de diversos pueblos y naciones de la tierra. Y confiesan: “¡Jesucristo – el crucificado y resucitado–  es el Señor!”.

Desde el día de Pentecostés, en virtud del Espíritu Santo – que da la vida–  comienza la peregrinación en la fe del nuevo Israel, del pueblo mesiánico.

La dignidad de hijos de Dios en cuyos corazones mora el Espíritu Santo como en un templo, se ha convertido en la herencia de este pueblo. El mandato nuevo de amar como Cristo nos ha amado (cf. Jn 13,34) se ha convertido en su ley. El reino de Dios, comenzado en la tierra por el mismo Dios, se ha convertido en su fin. Así enseña el Concilio Vaticano II: “Este pueblo mesiánico..., aunque no excluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza de salvación” (LG 9).

“La Iglesia es en Cristo como un sacramento... de la unión íntima con Dios” (LG 1).

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Así inició la Iglesia su andadura proclamando su mensaje de salvación por todos los rincones del mundo, encontrando en su camino adhesiones agradecidas y heroicas y rechazos enconados e inhumanos.

Y así continúa en el umbral del Tercer Milenio, porque nada ni nadie puede encarcelar al viento o hacerlo desaparecer. Ella recuerda a todos que somos hijos de Dios, quien ha enviado “a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá, Padre!” (Gal 4,6). Insistiéndonos en que es Jesucristo quien “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre” (G.S.,22). Y, sobre todo, que Dios sale a la búsqueda del hombre porque lo ha creado a su imagen y semejanza y lo quiere elevar a la dignidad de hijo suyo. Y lo busca, enseña Juan Pablo II, “porque el hombre se ha alejado de Él, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre... Satanás lo ha engañado persuadiéndolo de ser él mismo Dios, y poder conocer, como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio sin tener que contar con la voluntad divina”. Sí, Dios quiere liberar al hombre de la prisión del yo, porque “donde está el Espíritu de Dios, allí está la libertad” (2 Co 3,17).

El autor principal de esta tarea de tan hondo calado es el Espíritu Santo. Él es el alma de la Iglesia, su fuerza, el secreto de su dilatada historia que ha entrado ya en el Tercer Milenio, aunque sus orígenes se remontan a los tiempos de los Patriarcas y Profetas, al Corazón de Dios.

La Liturgia de la Solemnidad de hoy nos invita a suplicar la ayuda constante del Espíritu Santo con una Secuencia realmente hermosa: “Ven, Espíritu divino... Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento..., guía al que tuerce el sendero..., y danos tu gozo eterno”.

María, que concibió a Jesucristo por obra del Espíritu Santo y fue dócil a sus inspiraciones, es nuestro modelo: “Ella, la Madre del amor hermoso, será para los cristianos – dice Juan Pablo II–  la Estrella que guía con seguridad sus pasos (los de toda la Iglesia) al encuentro del Señor”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«¡Ven, Espíritu Santo!»

I. LA PALABRA DE DIOS

Hch 2, 1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar

Sal 103, 1ab y 24ac.29bc-30.31 y 34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra

1 Co 12, 3b-7. 12-13: Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo

Jn 20, 19-23: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

«El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina. Desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu» (731).

«En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en El: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu hace entrar al mundo en los «últimos tiempos», el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado» (732).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«¡Ven, Espíritu Santo!, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos» (Secuencia del día).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

En Pentecostés se vuelve a proclamar el Evangelio del Domingo II de Pascua. Coinciden los comienzos y el fin del Tiempo pascual y ambos abrazan los Cincuenta días «como un solo día que no conoce ocaso... como un gran Domingo». El domingo de Pentecostés destaca el envío de la Iglesia al mundo, impulsada por el Espíritu Santo.

«La misión es trinitaria, del Padre al Hijo y de éste, “en el Espíritu”, a la Iglesia. Agente decisivo de la primera fue el Espíritu, desde la encarnación hasta la resurrección. Y lo será también de la segunda, «pues la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento» (cf 737; 797).

«En la misión se coloca en primer plano el perdón de los pecados, porque Jesús fue enviado a liberar a los hombres de la esclavitud más grande, la del pecado... obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas» (549 y 430). Lo mismo la Iglesia que recibió la misión del Jesús (cf 976).

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

«El Espíritu y la Iglesia en “los últimos tiempos”»: 731-741.

«La Iglesia, Templo del Espíritu Santo»: 797-801.

La respuesta:

Catequesis sobre el misterio de la Iglesia: 770-776.

La misión tarea permanente de la Iglesia y de todos sus miembros: 849-852; 863.

C. Otras sugerencias

Los carismas: son dones de Dios a la Iglesia y al mundo; se han de ejercer en la unidad y caridad del Cuerpo de Cristo; requieren, por tanto, el discernimiento de los pastores de la Iglesia (cf 799-801).

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La venida del Espíritu Santo

— La fiesta judía de Pentecostés. El envío del Espíritu Santo. El viento impetuoso y las lenguas de fuego.

I. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya.

Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías; muchos israelitas peregrinaban a Jerusalén en estos días para adorar a Dios en el Templo. El origen de la fiesta se remontaba a una antiquísima celebración en la que se daban gracias a Dios por la cosecha del año, a punto ya de ser recogida. Después se sumó en ese día el recuerdo de la promulgación de la Ley dada por Dios en el monte Sinaí. Se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y la cosecha material que los judíos festejaban con tanto gozo se convirtió, por designio divino, en la Nueva Alianza, en una fiesta de inmensa alegría: la venida del Espíritu Santo con todos sus dones y frutos

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego.

El fuego aparece en la Sagrada Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador. Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que el Espíritu Santo realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine... Purifica, Señor, con el fuego del Espíritu Santo nuestras entrañas y nuestro corazón.

El fuego también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. En otra ocasión, Jesús ya había advertido a los suyos: el Paráclito, el Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho. Él es quien lleva a la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo: « habiendo enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino ».

En el Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por el « soplo » , para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y darles una vida propia. El viento impetuoso del día de Pentecostés expresa la fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la Iglesia y en las almas

San Pedro, ante la multitud de gente que se congrega en las inmediaciones del Cenáculo, les hace ver que se está cumpliendo lo que ya había sido anunciado por los Profetas: Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne.... Quienes reciben la efusión del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como los compañeros de Moisés, o como los Profetas, sino todos los hombres, en la medida en que reciban a Cristo. La acción del Espíritu Santo debió producir, en los discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración, que todos estaban fuera de sí, llenos de amor y alegría

— El Paráclito santifica continuamente a la Iglesia y a cada alma. Correspondencia a las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo

II. La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente; también santifica a cada alma, a través de innumerables inspiraciones, que son «todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna». Su actuación en el alma es «suave y apacible (...); viene a salvar, a curar, a iluminar.

En Pentecostés, los Apóstoles fueron robustecidos en su misión de testigos de Jesús, para anunciar la Buena Nueva a todas las gentes. Pero no solamente ellos: cuantos crean en Él tendrán el dulce deber de anunciar que Cristo ha muerto y resucitado para nuestra salvación. Y sucederá en los últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán. Así predica Pedro la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de los últimos días, los días en que ha sido derramado de una manera nueva el Espíritu Santo sobre aquellos que creen que Jesús es el Hijo de Dios, y llevan a cabo su doctrina

Todos los cristianos tenemos desde entonces la misión de anunciar, de cantar las magnalia Dei, las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable.

Al comprender que la santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida dependen de la correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos sentiremos necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido. Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y también pequeños extravíos, que es preciso enderezar

Nos es necesario pedir también una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve a acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro

— Correspondencia: docilidad, vida de oración, unión con la Cruz.

III. Para ser más fieles a la constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nuestra alma podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad (...), vida de oración, unión con la Cruz.

Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera.

El Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola jaculatoria si no es por una moción del Espíritu Santo, como nos señala San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está presente y nos mueve en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva en un consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos considerado, quizá, muchas veces. Nos damos cuenta de que esa claridad no depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de Dios. Es el Espíritu Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a realizar una obra buena. Él es quien nos sugiere una pequeña mortificación, o nos hace encontrar la palabra adecuada que mueve a una persona a ser mejor

Vida de oración, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo (...). Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas.

Unión con la Cruz, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El Espíritu Santo es fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.

Podemos terminar nuestra oración haciendo nuestras las peticiones que se contienen en el himno que se canta en la Secuencia de la Misa de este día de Pentecostés: Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres; ven, dador de las gracias; ven, lumbre de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce refrigerio. Descanso en el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el llanto. – Oh luz santísima!, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles (...). Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo.

Para tratar mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz como acercarnos a Santa María, que supo secundar como ninguna otra criatura las inspiraciones del Espíritu Santo. Los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús.

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Rev. D. Joan MARTÍNEZ Porcel (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

MISA DE LA VIGILIA (Jn 7, 37-39) «De su seno correrán ríos de agua viva»

Hoy contemplamos a Jesús en el último día de la fiesta de los Tabernáculos, cuando puesto en pie gritó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua viva’» (Jn 7, 37-38). Se refería al Espíritu.

La venida del Espíritu es una teofanía en la que el viento y el fuego nos recuerdan la trascendencia de Dios. Tras recibir al Espíritu, los discípulos hablan sin miedo. En la Eucaristía de la vigilia vemos al Espíritu como un “río interior de agua viva”, como lo fue en el seno de Jesús; y a la vez descubrimos que también, en la Iglesia, es el Espíritu quien infunde la vida verdadera. Habitualmente nos referimos al papel del Espíritu en un nivel individual, en cambio hoy la palabra de Dios remarca su acción en la comunidad cristiana: «El Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él» (Jn 7,39). El Espíritu constituye la unidad firme y sólida que transforma la comunidad en un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo. Por otra parte, él mismo es el origen de la diversidad de dones y carismas que nos diferencian a todos y a cada uno de nosotros.

La unidad es signo claro de la presencia del Espíritu en nuestras comunidades. Lo más importante de la Iglesia es invisible, y es precisamente la presencia del Espíritu que la vivifica. Cuando miramos la Iglesia únicamente con ojos humanos, sin hacerla objeto de fe, erramos, porque dejamos de percibir en ella la fuerza del Espíritu. En la normal tensión entre unidad y diversidad, entre iglesia universal y local, entre comunión sobrenatural y comunidad de hermanos necesitamos saborear la presencia del Reino de Dios en su Iglesia peregrina. En la oración colecta de la celebración eucarística de la vigilia pedimos a Dios que «los pueblos divididos (...) se congreguen por medio de tu Espíritu y, reunidos, confiesen tu nombre en la diversidad de sus lenguas».

Ahora debemos pedir a Dios saber descubrir el Espíritu como alma de nuestra alma y alma de la Iglesia.

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Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses Obispo de Terrassa (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

MISA DEL DÍA «Recibid el Espíritu Santo»

Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.

El Espíritu que Jesús comunica crea en el discípulo una nueva condición humana y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas.

El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas.

El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el Espíritu. «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (Hch 2,2-3).

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente. Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.

El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Llenarse del Espíritu Santo

«Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar» (Jn 20, 22-23).

Eso dijo Jesús. Y se lo dijo a sus discípulos.

Y te lo dijo a ti, cuando te ordenó sacerdote.

Y así como el Padre lo envió a Él, te envía Él a ti.

Es grande tu misión, sacerdote, porque te hace responsable de la manifestación del misterio de la redención de tu Señor, que revela en ti su grandeza, por el sacramento de la penitencia y la reconciliación.

Tu Señor ha venido a traerte la paz, sacerdote, y te envía a llevarla a los demás. Pero no te envía solo, te envía con el Espíritu Santo que te ha sido dado, y que brota de tu corazón como río de agua viva, porque tú has creído.

Recibe, sacerdote, al Espíritu Santo, y permítele que haga su morada en ti. Y, con docilidad, abandónate a sus inspiraciones, y déjalo actuar, para que sea Él quien obre en ti, quien hable a través de ti, y quien transforme los corazones, llegando con efusión a todas las almas que escuchan tu predicación.

¡Espíritu Santo, ven, lléname de ti, y desbórdame de tu amor!

Invócalo, sacerdote, invócalo, y dile: ¡Espíritu Santo, ven!, y pídele que te llene y te desborde de Sabiduría, para que puedas participar en el plan de Dios según su voluntad.

Pídele que te llene y te desborde de Entendimiento, para saber transmitir el conocimiento divino a través de las verdades que te han sido reveladas de Dios.

Pídele que te llene y te desborde de Ciencia, para saber discernir en cualquier circunstancia, lo que está bien de lo que está mal, según el conocimiento de Dios y lo que te revela en la intimidad.

Pídele que te llene y te desborde de Piedad, para buscar hacer siempre su voluntad.

Pídele que te llene y te desborde de Fortaleza, para que tengas el valor de enfrentar cualquier dificultad, y mantenerte fiel a su amistad, a su amor y a su ley.

Pídele que te llene y te desborde del Santo Temor de Dios, para evitar todo lo que te aparte de Él, haciendo su voluntad para agradarle en todo.

Abre tu corazón, sacerdote, y disponte a recibir los dones del Espíritu Santo que acabas de pedir, porque Dios no duda en consentir a quien pide en nombre de su Hijo, desde un corazón con rectitud de intención.

Agradece, sacerdote, el favor de tu Señor, que te envía para que des fruto, y ese fruto permanezca.

Recuerda, sacerdote, que en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Recíbelo, y pon al servicio de los demás los dones que Él te da, bautizando al pueblo de Dios, en un mismo Espíritu, para que formen un solo cuerpo del cual Cristo es cabeza.

Recibe, sacerdote, la paz de tu Señor, y llénate de alegría, porque tu Señor te envía a recoger con Él.

Ofrécele a tu Señor los frutos de los dones recibidos como ofrenda unida en el único y eterno sacrificio redentor, para que seas partícipe de esa redención, y entrégale tu Amor, tu Alegría, tu Paz, tu Paciencia, tu Longanimidad, tu Benignidad, tu Bondad, tu Mansedumbre, tu Fidelidad, tu Modestia, tu Continencia, y tu Castidad. Y pídele que te dé el carisma de tu vocación al sacerdocio ministerial.

Permanece reunido en oración con la Madre de tu Señor, invocando al Espíritu Santo, para que sea para ti y para el mundo, un nuevo y eterno Pentecostés.

(Espada de Dos Filos II, n. 96)

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