Domingo I de Adviento (ciclo B)


Domingo I de Adviento (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

EL FIN DESCONOCIDO

Is 63, 16-17. 19; 64, 2-7; 1 Cor 1, 3-9; Mc 13, 33-37

Un deseo y una advertencia. En el libro de Isaías encontramos una súplica que el pueblo dirige al Señor, pidiéndole que se manifieste rasgando los cielos y dando pruebas de su presencia salvadora. Los israelitas que sufren los embates del destierro apelan a la fidelidad de Dios a quien juzgan su único Padre y aliado. No encuentran otra salida a sus desgracias que el auxilio divino. En el Evangelio de san Marcos, la invitación reiterada es a estar en vela ante la incertidumbre relativa a la llegada del día del Señor. No se trata de angustiarse ni dejarse amedrentar por el miedo al castigo. El Señor Jesús no viene como un inquisidor decidido a fiscalizar nuestros fallos. Quien haya vivido haciendo el bien, no tendrá de que preocuparse. Los servidores vigilantes que cumplen su voluntad esperan confiadamente su venida.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 24, 1-3

A ti, Señor, levanto mi alma; Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan en ti no quedan defraudados.

ORACIÓN COLECTA

Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene a nosotros, para que, mediante la práctica de las buenas obras, colocados un día a su derecha, merezcamos poseer el reino celestial. Por nuestro Señor Jesucristo ...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Ojalá, Señor, rasgaras los cielos y bajaras.

Del libro del profeta Isaías: 63, 16-17.19; 64, 2-7

Tú, Señor, eres nuestro padre y nuestro redentor; ése es tu nombre desde siempre. ¿Por qué, Señor, nos has permitido alejarnos de tus mandamientos y dejas endurecer nuestro corazón hasta el punto de no temerte? Vuélvete, por amor a tus siervos, a las tribus que son tu heredad. Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con tu presencia.

Descendiste y los montes se estremecieron con tu presencia. Jamás se oyó decir, ni nadie vio jamás que otro Dios, fuera de ti, hiciera tales cosas en favor de los que esperan en él. Tú sales al encuentro del que practica alegremente la justicia y no pierde de vista tus mandamientos.

Estabas airado porque nosotros pecábamos y te éramos siempre rebeldes. Todos éramos impuros y nuestra justicia era como trapo asqueroso; todos estábamos marchitos, como las hojas, y nuestras culpas nos arrebataban, como el viento.

Nadie invocaba tu nombre, nadie se levantaba para refugiarse en ti, porque nos ocultabas tu rostro y nos dejabas a merced de nuestras culpas. Sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre; nosotros somos el barro y tú el alfarero; todos somos hechura de tus manos. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 79, 2ac y 3b.

R/. Señor, muéstranos tu favor y sálvanos.

Escúchanos, pastor de Israel; tú, que estás rodeado de querubines, manifiéstate, despierta tu poder y ven a salvarnos. R/.

Señor, Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos, mira tu viña y vi sí tala; protege la cepa plantada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste. R/.

Que tu diestra defienda al que elegiste, al hombre que has fortalecido. Ya no nos alejaremos de ti; consérvanos la vida y alabaremos tu poder. R/.

SEGUNDA LECTURA

Esperamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 1, 3-9

Hermanos: Les deseo la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Cristo Jesús, el Señor.

Continuamente agradezco a mi Dios los dones divinos que les ha concedido a ustedes por medio de Cristo Jesús, ya que por él los ha enriquecido con abundancia en todo lo que se refiere a la palabra y al conocimiento; porque el testimonio que damos de Cristo ha sido confirmado en ustedes a tal grado, que no carecen de ningún don, ustedes, los que esperan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él los hará permanecer irreprochables hasta el fin, hasta el día de su advenimiento. Dios es quien los ha llamado a la unión con su Hijo Jesucristo, y Dios es fiel.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Sal 84, 8

R/. Aleluya, aleluya.

Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. R/.

EVANGELIO

Velen, pues no saben a qué hora va a regresar el dueño de la casa.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 13, 33-37

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento. Así como un hombre que se va de viaje, deja su casa y encomienda a cada quien lo que debe hacer y encarga al portero que esté velando, así también velen ustedes, pues no saben a qué hora va a regresar el dueño de la casa: si al anochecer, a la medianoche, al canto del gallo o a la madrugada. No vaya a suceder que llegue de repente y los halle durmiendo. Lo que les digo a ustedes, lo digo para todos: permanezcan alerta”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, estos dones que te ofrecemos, tomados de los mismos bienes que nos has dado, y haz que lo que nos das en el tiempo presente para aumento de nuestra fe, se convierta para nosotros en prenda de tu redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 84, 13

El Señor nos mostrará su misericordia y nuestra tierra producirá su fruto.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Te pedimos, Señor, que nos aprovechen los misterios en que hemos participado, mediante los cuales, mientras caminamos en medio de las cosas pasajeras, nos inclinas ya desde ahora a anhelar las realidades celestiales y a poner nuestro corazón en las que han de durar para siempre. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

¡Ojalá rasgaras los cielos y bajases! (Is 63, 16b-17.19b; 64, 2-7)

1ª lectura

Por fin viene el Señor vencedor como Juez que castiga y premia. Al contemplar cercana su venida se eleva esta plegaria llena de confianza y esperanza.

Hay por dos veces (63, 16 y 64, 7) una interpelación apremiante a Dios, invocado como Padre de Israel. Es uno de los pasajes más elocuentes del Antiguo Testamento sobre la entrañable paternidad de Dios con su pueblo. El autor del poema espera confiadamente que el corazón paternal del Señor no quede insensible ante tantos sufrimientos de sus hijos, aunque hayan merecido castigo por su infidelidad (64, 3-6). Las súplicas por el auxilio divino se vuelven dramáticas (63, 17-19a), hasta terminar con la petición de un milagro portentoso (63, 19b). La exposición de las calamidades que ha sufrido el pueblo continúa en 64, 2-7 en el mismo tono que en 63, 16-19: el profeta desarrolla los motivos para que Dios auxilie al pueblo de su heredad.

El grito ardoroso del profeta –¡Ojalá rasgaras los cielos y bajases!– (63, 19b) sintetiza de modo admirable la paciente espera de Israel en las intervenciones salvadoras de Dios; y, en perspectiva mesiánica, asume las esperanzas depositadas en el Salvador esperado por el pueblo elegido a lo largo de su historia. También, de alguna manera, es el clamor de todo hombre que se dirige al Señor con la urgencia de que sus aspiraciones nobles no caigan en saco roto. Este Adviento de siglos, que en cierto modo revive en nuestros días, encuentra de nuevo su respuesta en el designio de Dios Padre, que envió a su Hijo, hecho Hombre, para que llevase a cabo nuestra Redención, y envió al Espíritu Santo para hacer a los hombres partícipes de su Amor.

Las palabras de Is 64, 3 son evocadas por San Pablo para mostrar la sabiduría y el amor de Dios por cuantos le aman y el conjunto de dones futuros que superan la capacidad del hombre: «Según está escrito: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1 Co 2, 9). Ya que estos dones se alcanzan plenamente en la vida futura, también ha sido muy comentado en la espiritualidad cristiana para expresar la felicidad del cielo. Así lo haría por ejemplo San Roberto Belarmino: «¿Acaso no prometes además un premio a los que guardan tus mandamientos, más precioso que el oro fino, más dulce que la miel de un panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice Santiago: La corona de la vida que el Señor ha prometido a los que lo aman. ¿Y qué es esta corona de la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice San Pablo, citando al profeta Isaías: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (De ascensione mentis in Deum, Grado 1)

Esperamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1 Co 1, 3-9)

2ª lectura

San Pablo comienza esta carta primera a los corintios con el saludo habitual de presentación (vv. 1-3) y unas palabras de acción de gracias, en las que recuerda las cualidades y dones más sobresalientes de los cristianos a quienes dirige la epístola (vv. 4-9).

El Apóstol modifica la fórmula epistolar de saludo habitual en el mundo grecorromano (chairein, «saludos») por una más personal y de más fuerza cristiana: «Gracia y paz» (v. 3). «No hay verdadera paz, como no hay verdadera gracia, sino las que vienen de Dios —enseña San Juan Crisóstomo—. Poseed esta paz divina y no tendréis nada que temer, aunque fuerais amenazados por los mayores peligros, ya sea por los hombres, ya sea incluso por los mismos demonios. Al contrario, para el hombre que está en guerra con Dios por el pecado, mirad cómo todo le da miedo» (In 1 Corinthios 1, ad loc.).

La acción de gracias, frecuente en las cartas paulinas, es en este caso de gran densidad doctrinal: recuerda a los corintios que Dios es el origen de su situación privilegiada (v. 4), que gozan de los dones de palabra y ciencia (vv. 5-6), y viven a la espera de la venida gloriosa de Cristo (vv. 7-9).

Los dones y carismas serán tratados con amplitud en otros lugares de la carta (12, 1ss.). Aquí se subraya un enriquecimiento «en palabra y en ciencia» (v. 5), es decir, en conocimiento de la doctrina cristiana y capacidad para expresarla con claridad: «Hay quienes poseen el don de ciencia, pero no el de la palabra; y hay quienes poseen una y otra. Los simples fieles, las inteligencias sencillas conocen nuestras verdades, pero no pueden expresarlas con la claridad con que están en su espíritu. Vosotros, en cambio, dice San Pablo, no sois así: vosotros conocéis esas verdades y podéis hablar de ellas, sois ricos en el don de la palabra y en el de la ciencia» (S. Juan Crisóstomo, In 1 Corinthios 2, ad loc.).

«Os confirmará hasta el final» (v. 8). El horizonte escatológico —los acontecimientos que tendrán lugar al final de la vida de cada persona y de la historia— es clave. Puesto que algunos creían que ya habían alcanzado la plenitud de la perfección, Pablo recuerda que todavía vivimos en lucha y esperanza hasta que llegue «el día del Señor», es decir, del juicio, día en que Jesucristo, como Juez, se manifestará en la plenitud de gloria (cfr 2 Co 1, 14; 1 Ts 5, 2). 

No sabéis cuándo será el momento ¡velad! (Mc 13, 33-37)

Evangelio

Estos versículos resumen cuál debe ser la actitud de los discípulos del Señor (v. 37): estar en vela, vigilantes (vv. 33.35.37). Todas estas palabras vienen en el Evangelio a dar razón de lo que Jesús acababa de responder de modo provocativo cuando le preguntan por cuándo sucederá: «Nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (v. 32). La frase ha sido una de las crux interpretum de los estudiosos de los evangelios. En el contexto de las palabras de Jesús (vv. 30-33), tiene más lógica que aislada. Los escritos apocalípticos presentaban nuevas revelaciones sobre los acontecimientos de la generación presente y el eón o mundo futuro (v. 30). En esa línea argumental, Jesús les dice que no den fe a nuevas revelaciones (v. 32), sólo sus palabras tienen valor perenne (v. 31), y sus palabras son únicamente una: velad (v. 33). En estas condiciones, las palabras de Jesús pueden interpretarse, como hicieron algunos Padres, no como desconocimiento de Cristo acerca de ese momento, sino como conveniencia de no manifestarlo (cfr nota a Mt 24, 36-51), y pueden interpretarse también como desconocimiento de Jesús en cuanto hombre: «Cuando los discípulos le preguntaron sobre el fin, ciertamente, conforme al cuerpo carnal, les respondió: Ni siquiera el Hijo, para dar a entender que, como hombre, tampoco lo sabía. Es propio del ser humano el ignorarlo. Pero en cuanto que Él era el Verbo, y Él mismo era el que había de venir, como juez y como esposo, por eso conoció cuándo y a qué hora había de venir. (...) Pero como se hizo hombre, tuvo hambre y sed y padeció como los hombres y del mismo modo que los hombres, en cuanto hombre no conocía, pero en cuanto Dios, en cuanto era el Verbo y la Sabiduría del Padre, no desconocía nada» (S. Atanasio, Contra Arianos 3, 46).

En resumen, lo seguro es que el Señor vendrá. La Iglesia nos estimula a avivar esta actitud de vigilia en la liturgia del Adviento.

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

El día del juicio

Habéis oído, hermanos, la Escritura que nos exhorta e invita a estar en vela con vistas al último día. Que cada cual piense en el suyo particular, no sea que opinando o juzgando que está lejano el día del fin del mundo, os durmáis respecto al vuestro. Habéis oído lo que dijo a propósito de aquél: que lo desconocen tanto los ángeles como el Hijo y sólo lo conoce el Padre. Esto plantea un problema grande, a saber, que guiados por la carne juzguemos que hay algo que conoce el Padre y desconoce el Hijo. Con toda certeza, cuando dijo «lo conoce el Padre», lo dijo porque también el Hijo lo conoce, aunque en el Padre. ¿Qué hay en aquel día que no se haya hecho en el Verbo por quien fue hecho el día? «Que nadie, dijo, busque el último día, es decir, el cuándo ha de llegar». Pero estemos todos en vela mediante una vida recta para que nuestro último día particular no nos coja desprevenidos, pues de la forma como cada uno haya dejado su último día, así se encontrará en el último del mundo. Nada que no hayas hecho aquí te ayudará entonces. Serán las propias obras las que eleven u opriman a cada uno.

¿Qué hemos cantado al Señor en el salmo? Apiádate de mí, Señor, porque me ha pisoteado un hombre. 

Llama «hombre» a quien vive según el hombre. Es más, a quienes viven según Dios se les dice: Dioses sois, y todos hijos del Altísimo. A los réprobos, en cambio, a los que fueron llamados a ser hijos de Dios y quisieron ser más bien hombres, es decir, vivir a lo humano: Sin embargo, dijo, vosotros moriréis como hombres y caeréis como cualquiera de los príncipes. En efecto, el hecho de ser mortal debe ser para el hombre motivo de disciplina, no de jactancia. ¿De qué presume el gusano que va a morir mañana? A vuestra caridad lo digo, hermanos: los mortales soberbios deben enrojecer frente al diablo. Pues él, aunque soberbio, es, sin embargo, inmortal; aunque maligno, es un espíritu. El día del castigo definitivo se le reserva para el final. Con todo, él no sufre la muerte que sufrimos nosotros. Escuchó el hombre: Moriréis. Haga buen uso de su pena. ¿Qué quiero decir con eso? No se encamine a la soberbia que le proporcionó la pena; reconózcase mortal y quiebre el ensalzarse. Escuche lo que se le dice: ¿De qué se ensoberbece la tierra y la ceniza? Si el diablo se ensoberbece, al menos no es tierra ni ceniza. Por eso se ha escrito: Vosotros moriréis como hombres y caeréis como cualquiera de los príncipes. No ponéis atención más que al hecho de ser mortales, y sois soberbios como el diablo. Haga, pues, buen uso el hombre de su pena, hermanos; haga buen uso de su mal para progresar en beneficio propio, ¿Quién ignora que es una pena el tener que morir necesariamente y, lo que es peor, sin saber cuándo? La pena es cierta e incierta la hora; y, de las cosas humanas, sólo de esta pena tenemos certeza absoluta. 

Todo lo demás que poseemos, sea bueno o malo, es incierto. Sólo la muerte es cierta. ¿Qué estoy diciendo? Un niño ha sido concebido: es posible que nazca, es posible quesea abortado. Así de incierto es. Quizá crecerá, quizá no; es posible que llegue a viejo, es posible que no; quizá sea rico, quizá pobre; es posible que alcance honores, es posible que sea despreciado; quizá tendrá hijos, quizá no; es posible que secase y es posible que no. Cualquier otra cosa que puedas nombrar entre los bienes es lo mismo. Mira ahora a los males: es posible que enferme, es posible que no; quizá le pique una serpiente, quizá no; puede ser devorado por una fiera o puede no serlo. Pasa revista a todos los males. Siempre estará presente el «quizá sí, quizá no». En cambio, ¿acaso puedes decir: «Quizá morirá, quizá no»? ¿Por qué los médicos, tras haber examinado la enfermedad y haber visto que es mortal, dicen: «Morirá; no escapará de la muerte»? Ya desde el momento del nacimiento del hombre hay que decir: «No escapará de la muerte». El nacer es comenzar a enfermar; con la muerte llega a su fin la enfermedad, pero se ignora si conduce a otra cosa peor. Había acabado aquel rico con una enfermedad deliciosa y vino a otra tortuosa. Aquel pobre, en cambio, acabó con la enfermedad y llegó a la sanidad. Pero eligió aquí lo que iba a tener después; lo que allí cosechó, aquí lo había sembrado. Por tanto, debemos estar en vela mientras dura nuestra vida y elegir qué hemos de tener en el futuro. 

No amemos al mundo; él oprime a sus amantes, no los conduce al bien. Hemos de fatigarnos para que no nos aprisione, antes que temer su caída. Suponte que cae el mundo; el cristiano se mantiene en pie, porque no cae Cristo. ¿Por qué, pues, dice el mismo Señor: Alegraos porque yo he vencido al mundo? Respondámosle, si os parece bien: «Alégrate tú. Si tú venciste, alégrate tú. ¿Por qué hemos de hacerlo nosotros?». ¿Por qué nos dice «alegraos», sino porque él venció y luchó en favor nuestro? ¿Cuándo luchó? Al tomar al hombre. Deja de lado su nacimiento virginal, su anonadamiento al recibir la forma de siervo y hacerse a semejanza de los hombres siendo en el porte como un hombre; deja de lado esto: ¿dónde está la lucha? ¿Dónde el combate? ¿Dónde la tentación? ¿Dónde la victoria, a la que no precedió lucha? En el principio existía el Verbo y el Verbo existía junto a Dios y el Verbo era Dios. Este existía al principio junto a Dios. Todo fue hecho por él y sin él nada se hizo. ¿Acaso era capaz el judío de crucificar a este Verbo? ¿Le hubiese insultado el impío? ¿Acaso hubiera sido abofeteado este Verbo? ¿O coronado de espinas? Para sufrir todo esto, el Verbo se hizo carne; y tras haber sufrido estas cosas, venció en la resurrección. Su victoria, por tanto, fue para nosotros, a quienes nos mostró la certeza de la resurrección. Dices, pues, a Dios: Apiádate de mí, Señor, porque me ha pisoteado un hombre. No te pisotees a ti mismo y no te vencerá el hombre. Suponte que un hombre poderoso te aterroriza. ¿Con qué? «Te despojo, te condeno, te atormento, te mato». Y tú clamas: Apiádate de mí, Señor, −porque me ha pisoteado un hombre. Si dices la verdad, pones la mirada en ti mismo. Si temes las amenazas de un hombre, te pisa estando muerto; y puesto que no temerías, si no fueras hombre, por eso te pisotea. ¿Cuál es el remedio? Adhiérete, ¡oh hombre!, a Dios, por quien fue hecho el hombre; adhiérete a él; presume de él, invócale, sea él tu fuerza. Dice: En ti, Señor, está mi fuerza. Y, lejos ya de las amenazas de los hombres, cantarás. ¿Qué? Lo dice el mismo salmo: Esperaré en el Señor; no temeré lo que me haga el hombre.

Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 97, 1-4, BAC Madrid 1983, 646-50

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FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020

 Ángelus 2017

Atentos y vigilantes

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy comenzamos el camino de Adviento, que culminará en la Navidad. El Adviento es el tiempo que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, también para verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para el regreso de Cristo. Él regresará a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando haremos memoria de su venida histórica en la humildad de la condición humana; pero Él viene dentro de nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y vendrá de nuevo al final de los tiempos «para juzgar a los vivos y a los muertos». Por eso debemos estar siempre alerta y esperar al Señor con la esperanza de encontrarlo. La liturgia de hoy nos habla precisamente del sugestivo tema de la vigilia y de la espera. En el Evangelio (Marcos 13, 33-37) Jesús nos exhorta a estar atentos y a vigilar para estar listos para recibirlo en el momento del regreso. Nos dice: «Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento [...] No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos». (vv. 33-36).

La persona que está atenta es la que, en el ruido del mundo, no se deja llevar por la distracción o la superficialidad, sino que vive de modo pleno y consciente, con una preocupación dirigida en primer lugar a los demás. Con esta actitud nos damos cuenta de las lágrimas y las necesidades del prójimo, y podemos percibir también sus capacidades y sus cualidades humanas y espirituales. La persona mira después al mundo, tratando de contrarrestar la indiferencia y la crueldad que hay en él y alegrándose de los tesoros de belleza que también existen y que deben ser custodiados. Se trata de tener una mirada de comprensión para reconocer tanto las miserias y las pobrezas de los individuos y de la sociedad, como para reconocer la riqueza escondida en las pequeñas cosas de cada día, precisamente allí donde el Señor nos ha colocado.

La persona vigilante es la que acoge la invitación a velar, es decir, a no dejarse abrumar por el sueño del desánimo, la falta de esperanza, la desilusión; y al mismo tiempo rechaza la llamada de tantas vanidades de las que está el mundo lleno y detrás de las cuales, a veces, se sacrifican tiempo y serenidad personal y familiar. Es la experiencia dolorosa del pueblo de Israel, narrada por el profeta Isaías: Dios parecía haber dejado vagar a su pueblo, fuera de sus caminos (cf. 63, 17), pero esto era el resultado de la infidelidad del mismo pueblo (cf. 64, 4b). También nosotros nos encontramos a menudo en esta situación de infidelidad a la llamada del Señor: Él nos muestra el camino bueno, el camino de la fe, el camino del amor, pero nosotros buscamos la felicidad en otra parte.

Estar atentos y vigilantes son las premisas para no seguir «vagando fuera de los caminos del Señor», perdidos en nuestros pecados y nuestras infidelidades; estar atentos y alerta, son las condiciones para permitir a Dios irrumpir en nuestras vidas, para restituirle significado y valor con su presencia llena de bondad y de ternura. Que María Santísima, modelo de espera de Dios e icono de vigilancia, nos guíe hacia su Hijo Jesús, reavivando nuestro amor por él.

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 Ángelus 2020

El Adviento es una llamada incesante a la esperanza

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, primer domingo de Adviento, empieza un nuevo año litúrgico. En él la Iglesia marca el curso del tiempo con la celebración de los principales acontecimientos de la vida de Jesús y de la historia de la salvación. Al hacerlo, como Madre, ilumina el camino de nuestra existencia, nos sostiene en las ocupaciones cotidianas y nos orienta hacia el encuentro final con Cristo. La liturgia de hoy nos invita a vivir el primer “tiempo fuerte” que es este del Adviento, el primero del año litúrgico, el Adviento, que nos prepara a la Navidad, y para esta preparación es un tiempo de espera, es un tiempo de esperanza. Espera y esperanza.

San Pablo (cfr. 1 Cor 1, 3-9) indica el objeto de la espera. ¿Cuál es? La «Revelación de nuestro Señor» (v. 7). El Apóstol invita a los cristianos de Corinto, y también a nosotros, a concentrar la atención en el encuentro con la persona de Jesús. Para un cristiano lo más importante es el encuentro continuo con el Señor, estar con el Señor. Y así, acostumbrados a estar con el Señor de la vida, nos preparamos al encuentro, a estar con el Señor en la eternidad. Y este encuentro definitivo vendrá al final del mundo. Pero el Señor viene cada día, para que, con su gracia, podamos cumplir el bien en nuestra vida y en la de los otros. Nuestro Dios es un Dios-que-viene —no os olvidéis esto: Dios es un Dios que viene, viene continuamente— : ¡Él no decepciona nuestra espera! El Señor no decepciona nunca. Nos hará esperar quizá, nos hará esperar algún momento en la oscuridad para hacer madurar nuestra esperanza, pero nunca decepciona. El Señor siempre viene, siempre está junto a nosotros. A veces no se deja ver, pero siempre viene. Ha venido en un preciso momento histórico y se ha hecho hombre para tomar sobre sí nuestros pecados —la festividad de Navidad conmemora esta primera venida de Jesús en el momento histórico—; vendrá al final de los tiempos como juez universal; y viene también una tercera vez, en una tercera modalidad: viene cada día a visitar a su pueblo, a visitar a cada hombre y mujer que lo acoge en la Palabra, en los Sacramentos, en los hermanos y en las hermanas. Jesús, nos dice la Biblia, está a la puerta y llama. Cada día. Está a la puerta de nuestro corazón. Llama. ¿Tú sabes escuchar al Señor que llama, que ha venido hoy para visitarte, que llama a tu corazón con una inquietud, con una idea, con una inspiración? Vino a Belén, vendrá al final del mundo, pero cada día viene a nosotros. Estad atentos, mirad qué sentís en el corazón cuando el Señor llama.

Sabemos bien que la vida está hecha de altos y bajos, de luces y sombras. Cada uno de nosotros experimenta momentos de desilusión, de fracaso y de pérdida. Además, la situación que estamos viviendo, marcada por la pandemia, en muchos genera preocupaciones, miedo y malestar; se corre el riesgo de caer en el pesimismo, el riesgo de caer en ese cierre y en la apatía. ¿Cómo debemos reaccionar frente a todo esto? Nos lo sugiere el Salmo de hoy: «Nuestra alma en Yahveh espera, él es nuestro socorro y nuestro escudo; en él se alegra nuestro corazón, y en su santo nombre confiamos» (Sal 32, 20-21). Es decir, el alma en espera, una espera confiada del Señor hace encontrar consuelo y valentía en los momentos oscuros de la existencia. ¿Y de qué nace esta valentía y esta apuesta confiada? ¿De dónde nace? Nace de la esperanza. Y la esperanza no decepciona, esa virtud que nos lleva adelante mirando al encuentro con el Señor.

El Adviento es una llamada incesante a la esperanza: nos recuerda que Dios está presente en la historia para conducirla a su fin último para conducirla a su plenitud, que es el Señor, el Señor Jesucristo. Dios está presente en la historia de la humanidad, es el «Dios con nosotros», Dios no está lejos, siempre está con nosotros, hasta el punto que muchas veces llama a las puertas de nuestro corazón. Dios camina a nuestro lado para sostenernos. El Señor no nos abandona; nos acompaña en nuestros eventos existenciales para ayudarnos a descubrir el sentido del camino, el significado del cotidiano, para infundirnos valentía en las pruebas y en el dolor. En medio de las tempestades de la vida, Dios siempre nos tiende la mano y nos libra de las amenazas. ¡Esto es bonito! En el libro del Deuteronomio hay un pasaje muy bonito, que el profeta dice al pueblo: “Pensad, ¿qué pueblo tiene a sus dioses cerca de sí como tú me tienes a mí cerca?”. Ninguno, solamente nosotros tenemos esta gracia de tener a Dios cerca de nosotros. Nosotros esperamos a Dios, esperamos que se manifieste, ¡pero también Él espera que nosotros nos manifestemos a Él!

María Santísima, mujer de la espera, acompañe nuestros pasos en este nuevo año litúrgico que empezamos, y nos ayude a realizar la tarea de los discípulos de Jesús, indicada por el apóstol Pedro. ¿Y cuál es esta tarea? Dar razones de la esperanza que hay en nosotros (cfr. 1 P 3, 15).

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BENEDICTO XVI - Homilías 2008 y 2009

2008

El Adviento es un tiempo de espera y de esperanza, de escucha y de reflexión

Queridos hermanos y hermanas:

Con este primer domingo de Adviento entramos en el tiempo de cuatro semanas con que inicia un nuevo año litúrgico y que nos prepara inmediatamente para la fiesta de la Navidad, memoria de la encarnación de Cristo en la historia. Pero el mensaje espiritual de Adviento es más profundo y ya nos proyecta hacia la vuelta gloriosa del Señor, al final de nuestra historia. Adventus es palabra latina que podría traducirse por “llegada”, “venida”, “presencia”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico que indicaba la llegada de un funcionario, en particular la visita de reyes o emperadores a las provincias, pero también podía utilizarse para la aparición de una divinidad, que salía de su morada oculta y así manifestaba su poder divino: su presencia se celebraba solemnemente en el culto.

Los cristianos, al adoptar el término “Adviento”, quisieron expresar la relación especial que los unía a Cristo crucificado y resucitado. Él es el Rey que, al entrar en esta pobre provincia llamada tierra, nos ha hecho el don de su visita y, después de su resurrección y ascensión al cielo, ha querido permanecer siempre con nosotros: percibimos su misteriosa presencia en la asamblea litúrgica.

En efecto, al celebrar la Eucaristía, proclamamos que él no se ha retirado del mundo y no nos ha dejado solos, y, aunque no lo podamos ver y tocar como sucede con las realidades materiales y sensibles, siempre está con nosotros y entre nosotros; más aún, está en nosotros, porque puede atraer a sí y comunicar su vida a todo creyente que le abra el corazón. Por tanto, Adviento significa hacer memoria de la primera venida del Señor en la carne, pensando ya en su vuelta definitiva; y, al mismo tiempo, significa reconocer que Cristo presente en medio de nosotros se hace nuestro compañero de viaje en la vida de la Iglesia, que celebra su misterio.

Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, alimentada por la escucha de la Palabra de Dios, debería ayudarnos a ver el mundo de una manera diversa, a interpretar cada uno de los acontecimientos de la vida y de la historia como palabras que Dios nos dirige, como signos de su amor que nos garantizan su cercanía en todas las situaciones; en particular, esta certeza debería prepararnos para acogerlo cuando “de nuevo venga con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”, como repetiremos dentro de poco en el Credo. En esta perspectiva, el Adviento es para todos los cristianos un tiempo de espera y de esperanza, un tiempo privilegiado de escucha y de reflexión, con tal de que se dejen guiar por la liturgia, que invita a salir al encuentro del Señor que viene.

“¡Ven, Señor Jesús!”: esta ferviente invocación de la comunidad cristiana de los orígenes debe ser también, queridos amigos, nuestra aspiración constante, la aspiración de la Iglesia de todas las épocas, que anhela y se prepara para el encuentro con su Señor. “¡Ven hoy, Señor!”; ilumínanos, danos la paz, ayúdanos a vencer la violencia. ¡Ven, Señor! rezamos precisamente en estas semanas. “Señor, ¡que brille tu rostro y nos salve!”: hemos rezado así, hace unos instantes, con las palabras del salmo responsorial. Y el profeta Isaías, en la primera lectura, nos ha revelado que el rostro de nuestro Salvador es el de un padre tierno y misericordioso, que cuida de nosotros en todas las circunstancias, porque somos obra de sus manos: “Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es “Nuestro redentor”“ (Is 63, 16).

Nuestro Dios es un padre dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos y a acoger a los que confían en su misericordia (cf. Is 64, 4). Nos habíamos alejado de él a causa del pecado, cayendo bajo el dominio de la muerte, pero él ha tenido piedad de nosotros y por su iniciativa, sin ningún mérito de nuestra parte, decidió salir a nuestro encuentro, enviando a su Hijo único como nuestro Redentor. Ante un misterio de amor tan grande brota espontáneamente nuestro agradecimiento, y nuestra invocación se hace más confiada: “Muéstranos, Señor, hoy, en nuestro tiempo, en todas las partes del mundo, tu misericordia; haz que sintamos tu presencia y danos tu salvación” (cf. Aleluya).

Queridos hermanos y hermanas, en este inicio del Adviento, el mejor mensaje que recibimos de san Lorenzo es el de la santidad. Nos repite que la santidad, es decir, el salir al encuentro de Cristo que viene continuamente a visitarnos, no pasa de moda; más aún, con el paso del tiempo resplandece de modo luminoso y manifiesta la perenne tensión del hombre hacia Dios. Por tanto, que esta celebración jubilar sea para vuestra comunidad parroquial ocasión para renovar vuestra adhesión a Cristo, para profundizar aún más vuestro sentido de pertenencia a su Cuerpo místico, que es la Iglesia, y para vivir un compromiso constante de evangelización a través de la caridad... a fin de que, como el apóstol san Pablo recordaba a los Corintios, también nosotros vivamos de modo que seamos “irreprensibles” en el día del Señor (cf. 1 Co 1, 7-9).

Prepararnos para la venida de Cristo es también la exhortación que nos dirige el evangelio de hoy: “¡Velad!”, nos dice Jesús en la breve parábola del dueño de casa que se va de viaje y no se sabe cuándo volverá (cf. Mc 13, 33-37). Velar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar lo que él amó, conformar la propia vida a la suya. Velar implica pasar cada instante de nuestro tiempo en el horizonte de su amor, sin dejarse abatir por las dificultades inevitables y los problemas diarios. Así hizo san Lorenzo y así debemos hacer nosotros.

Pidamos al Señor que nos conceda su gracia, para que el Adviento sea para todos un estímulo a caminar en esta dirección. Que nos guíen y nos acompañen con su intercesión María, la humilde Virgen de Nazaret, elegida por Dios para ser la Madre del Redentor; san Andrés, cuya fiesta celebramos hoy; y san Lorenzo, ejemplo de intrépida fidelidad cristiana hasta el martirio. Amén.

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2009

Adviento, visita de Dios y tiempo oportuno de conversión

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico del Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la primera carta a los Tesalonicenses, el apóstol san Pablo nos invita a preparar la “venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts 5, 23) conservándonos sin mancha, con la gracia de Dios. San Pablo usa precisamente la palabra “venida”, parousia, en latín adventus, de donde viene el término Adviento.

Reflexionemos brevemente sobre el significado de esta palabra, que se puede traducir por “presencia”, “llegada”, “venida”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su escondimiento para manifestarse con fuerza, o que se celebra presente en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra “Adviento” para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre “provincia” denominada tierra para visitar a todos; invita a participar en la fiesta de su Adviento a todos los que creen en él, a todos los que creen en su presencia en la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se quería decir substancialmente: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no podamos verlo o tocarlo, como sucede con las realidades sensibles, él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras.

Por lo tanto, el significado de la expresión “Adviento” comprende también el de visitatio, que simplemente quiere decir “visita”; en este caso se trata de una visita de Dios: él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. En la vida cotidiana todos experimentamos que tenemos poco tiempo para el Señor y también poco tiempo para nosotros. Acabamos dejándonos absorber por el “hacer”. ¿No es verdad que con frecuencia es precisamente la actividad lo que nos domina, la sociedad con sus múltiples intereses lo que monopoliza nuestra atención? ¿No es verdad que se dedica mucho tiempo al ocio y a todo tipo de diversiones? A veces las cosas nos “arrollan”.

El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos comenzando, nos invita a detenernos, en silencio, para captar una presencia. Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Dios nos dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros. ¡Cuán a menudo nos hace percibir Dios un poco de su amor! Escribir –por decirlo así– un “diario interior” de este amor sería una tarea hermosa y saludable para nuestra vida. El Adviento nos invita y nos estimula a contemplar al Señor presente. La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como “visita”, como un modo en que él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?

Otro elemento fundamental del Adviento es la espera, una espera que es al mismo tiempo esperanza. El Adviento nos impulsa a entender el sentido del tiempo y de la historia como “kairós”, como ocasión propicia para nuestra salvación. Jesús explicó esta realidad misteriosa en muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados a esperar el regreso de su dueño; en la parábola de las vírgenes que esperan al esposo; o en las de la siembra y la siega. En la vida, el hombre está constantemente a la espera: cuando es niño quiere crecer; cuando es adulto busca la realización y el éxito; cuando es de edad avanzada aspira al merecido descanso. Pero llega el momento en que descubre que ha esperado demasiado poco si, fuera de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar. La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente a lo largo de nuestra vida, nos acompaña y un día enjugará también nuestras lágrimas. Un día, no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el reino de Dios, reino de justicia y de paz.

Existen maneras muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno de un presente cargado de sentido, la espera puede resultar insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente está vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grande, porque el futuro es del todo incierto. En cambio, cuando el tiempo está cargado de sentido, y en cada instante percibimos algo específico y positivo, entonces la alegría de la espera hace más valioso el presente. Queridos hermanos y hermanas, vivamos intensamente el presente, donde ya nos alcanzan los dones del Señor, vivámoslo proyectados hacia el futuro, un futuro lleno de esperanza. De este modo, el Adviento cristiano es una ocasión para despertar de nuevo en nosotros el sentido verdadero de la espera, volviendo al corazón de nuestra fe, que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado durante muchos siglos y que nació en la pobreza de Belén. Al venir entre nosotros, nos trajo y sigue ofreciéndonos el don de su amor y de su salvación. Presente entre nosotros, nos habla de muchas maneras: en la Sagrada Escritura, en el año litúrgico, en los santos, en los acontecimientos de la vida cotidiana, en toda la creación, que cambia de aspecto si detrás de ella se encuentra él o si está ofuscada por la niebla de un origen y un futuro inciertos.

Nosotros podemos dirigirle la palabra, presentarle los sufrimientos que nos entristecen, la impaciencia y las preguntas que brotan de nuestro corazón. Estamos seguros de que nos escucha siempre. Y si Jesús está presente, ya no existe un tiempo sin sentido y vacío. Si él está presente, podemos seguir esperando incluso cuando los demás ya no pueden asegurarnos ningún apoyo, incluso cuando el presente está lleno de dificultades.

Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno. Precisamente por esta razón es, de modo especial, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede eliminar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos alienta a caminar confiados. La Virgen María, por medio de la cual nos ha sido dado el Niño Jesús, es modelo y sostén de este íntimo gozo. Que ella, discípula fiel de su Hijo, nos obtenga la gracia de vivir este tiempo litúrgico vigilantes y activos en la espera. Amén.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

LOS DOMINGOS DE ADVIENTO 

78. «Las lecturas del Evangelio tienen una característica propia: se refieren a la venida del Señor al final de los tiempos (I domingo), a Juan Bautista (II y III domingo), a los acontecimientos que prepararon de cerca el nacimiento del Señor (IV domingo). Las lecturas del Antiguo Testamento son profecías sobre el Mesías y el tiempo mesiánico, tomadas principalmente del libro de Isaías. Las lecturas del Apóstol contienen exhortaciones y amonestaciones conformes a las diversas características de este tiempo» (OLM 93). El Adviento es el tiempo que prepara a los cristianos a las gracias que serán dadas, una vez más en este año, en la celebración de la gran Solemnidad de la Navidad. Ya desde el I domingo de Adviento, el homileta exhorta al pueblo para que emprenda su preparación caracterizada por distintas facetas, cada una de ellas sugerida por la rica selección de pasajes bíblicos del Leccionario de este tiempo. La primera fase del Adviento nos invita a preparar la Navidad animándonos no sólo a dirigir la mirada al tiempo de la primera Venida del nuestro Señor, cuando, como dice el prefacio I de Adviento, Él asume «la humildad de nuestra carne», sino también, a esperar vigilantes su Venida «en la majestad de su gloria», cuando «podamos recibir los bienes prometidos».

79. Por tanto, existe un doble significado de Adviento, un doble significado de la Venida del Señor. Este tiempo nos prepara para su Venida en la gracia de la fiesta de la Navidad y a su retorno para el juicio al final de los tiempos. Los textos bíblicos deberían ser explicados considerando este doble significado. Según el texto, se puede evidenciar una u otra Venida, aunque, con frecuencia, el mismo pasaje presenta palabras e imágenes relativas a ambas. Existe, además, otra Venida: escuchamos estas lecturas en la asamblea eucarística, donde Cristo está verdaderamente presente. Al comienzo del tiempo de Adviento la Iglesia recuerda la enseñanza de san Bernardo, es decir, que entre las dos Venidas visibles de Cristo, en la historia y al final de los tiempos, existe una venida invisible, aquí y ahora (cf. Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento), así como hace suyas las palabras de san Carlos Borromeo:

«Este tiempo (…) nos enseña que la venida de Cristo no solo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos (Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento)».

I domingo de Adviento 

80. El evangelio del I domingo de Adviento, en los tres ciclos, es una narración sinóptica que anuncia la venida inminente del Hijo del Hombre en gloria, un día y una hora desconocidos. Nos exhorta a estar vigilantes y en alerta, a esperar signos espaventosos en el cielo y en la tierra, a no dejarnos sorprender. Siempre nos da una cierta impresión empezar de este modo el Adviento, ya que, de modo inevitable, este tiempo nos trae a la mente la Navidad y, en muchos lugares, el sentir común está ya sumergido con las dulces representaciones del Nacimiento de Jesús en Belén. No obstante, la Liturgia nos presenta estas imágenes a la luz de otras que nos recuerdan cómo el mismo Señor nacido en Belén «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos», como dice el Credo. En este domingo, es responsabilidad del homileta recordar a los cristianos que siempre deben preparase para esta venida y para el juicio. Realmente, el Adviento constituye tal preparación: la Venida de Jesús en la Navidad está conectada íntimamente con su Venida en el último día.

81. Durante los tres años, la lectura del Profeta puede interpretarse ya sea como indicativa del glorioso advenimiento final del Señor como de su primer advenimiento «en la humildad de nuestra carne», de la que nos habla la Navidad. Tanto Isaías (en el año A) como Jeremías (en el año C), anuncian que «llegan días». En el contexto de esta Liturgia, las palabras que siguen apuntan claramente al tiempo final; pero se refieren, también, a la inminente Solemnidad de la Navidad. 

82. ¿Qué sucederá al final de los días? Isaías dice (en el año A): «Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles». El homileta tiene varias posibilidades de interpretación que se pueden desarrollar en consecuencia. «El monte de la casa del Señor» podría ser correctamente explicado como una imagen de la Iglesia, llamada a reunir a todas las gentes. También podría hacer de primer anuncio de la Fiesta inminente de la Navidad. «Confluirán los gentiles» hacia el Niño en el pesebre es un texto que se cumplirá, en particular, en Epifanía, cuando los Magos vengan a adorarlo. El homileta tendría que recordar a los fieles que también ellos pertenecen a los gentiles que caminan hacia Cristo, un viaje que se inicia con intensidad renovada en el I domingo de Adviento. Las mismas palabras, ricamente inspiradas, son también aplicables a la Venida en el final de los tiempos, citada explícitamente por el Evangelio. El profeta prosigue: «Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos». Las palabras conclusivas del pasaje profético son, al mismo tiempo, una maravillosa llamada a la celebración de la Navidad y a la espera del adviento del Hijo del Hombre en la gloria: «Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor».

83. La primera lectura del libro de Isaías en el año B se presenta como una oración que instruye a la Iglesia en la actitud penitencial propia de este periodo. Se inicia presentando un problema: el de nuestro pecado. «Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?». Es evidente que esta pregunta debe ser considerada. ¿Quién puede comprender el misterio de la iniquidad humana? (cf. 2 Ts 2, 7). Nuestra experiencia, ya sea en nosotros mismos o en el mundo que nos rodea – el homileta puede presentar ejemplos – solo puede hacer brotar de lo profundo de los corazones un grito inmenso dirigido a Dios: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!». Esta sentida petición encuentra respuesta definitiva en Jesucristo. En él Dios ha rasgado los cielos y ha descendido entre nosotros. Y en él, como había pedido el profeta, Dios «cuando ejecutarás portentos inesperados: “descendiste y las montañas se estremecieron”. Jamás se oyó ni se escuchó …». La Navidad es la celebración de las obras maravillosas realizadas por Dios y que nunca hubiéramos podido esperar. 

84. La Iglesia, en este I domingo de Adviento, fija además la mirada en el Retorno de Jesús en gloria y majestad. «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!» Los Evangelios, con este mismo tono, describen la Venida final. Y ¿estamos preparados? No, no lo estamos, y por ello tenemos necesidad de un tiempo de preparación. La oración del profeta continúa: «Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos». Una cosa muy parecida se invoca en la oración colecta de este domingo: «Dios todopoderoso, aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras…». 

86. Naturalmente la Eucaristía que nos disponemos a celebrar es la preparación más intensa de la comunidad para la Venida del Señor, ya que ella misma señala dicha Venida. En el prefacio que abre la plegaria eucarística en este domingo, la comunidad se presenta a Dios «en vigilante espera». Nosotros, que damos gracias, pedimos hoy ya poder cantar con todos los ángeles: «Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios del universo». Aclamando el «Misterio de la fe» expresamos el mismo espíritu de vigilante espera: «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas». En la plegaria eucarística los cielos se abren y Dios desciende. Hoy recibimos el Cuerpo y la Sangre del Hijo del Hombre que llegará sobre las nubes con gran poder y gloria. Con su gracia, dada en la Sagrada Comunión, esperamos que cada uno de nosotros pueda exclamar: «Me levantaré y alzaré la cabeza; se acerca mi liberación». 

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CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La tribulación final y la venida de Cristo en gloria

“DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”

I. VOLVERA EN GLORIA

668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.

669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio”, “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (LG 3;5).

670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).

... esperando que todo le sea sometido

671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).

El glorioso advenimiento de Cristo, esperanza de Israel

673. Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos “toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad” (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44: 1 Te 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén “retenidos” en las manos de Dios (cf. 2 Te 2, 3-12).

674. La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).

La última prueba de la Iglesia

675. Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el “Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Te 2, 4-12; 1Te 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).

676. Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI, “Divini Redemptoris” que condena el “falso misticismo” de esta “falsificación de la redención de los humildes”; GS 20-21).

677. La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13).

La Iglesia, consumada en la gloria

769. La Iglesia “sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo” (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, “la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios” (San Agustín, civ. 18, 51; cf. LG 8). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (cf. 2Co 5, 6; LG 6), y aspira al advenimiento pleno del Reino, “y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria” (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, “todos los justos desde Adán, `desde el justo Abel hasta el último de los elegidos’ se reunirán con el Padre en la Iglesia universal” (LG 2).

“¡Ven, Señor Jesús!”

451. La oración cristiana está marcada por el título “Señor”, ya sea en la invitación a la oración “el Señor esté con vosotros”, o en su conclusión “por Jesucristo nuestro Señor” o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: “Maran atha” (“¡el Señor viene!”) o “Maran atha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Co 16, 22): “¡Amén! ¡ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

V. LOS SACRAMENTOS DE LA VIDA ETERNA

1130. La Iglesia celebra el Misterio de su Señor “hasta que él venga” y “Dios sea todo en todos” (1 Co 11, 26; 15, 28). Desde la era apostólica, la Liturgia es atraída hacia su término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: “¡Marana tha!” (1 Co 16, 22). La liturgia participa así en el deseo de Jesús: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros...hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” (Lc 22, 15-16). En los sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida eterna, aunque “aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del Gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tt 2, 13). “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!...¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 17.20).

    S. Tomás resume así las diferentes dimensiones del signo sacramental: “Unde sacramentum est signum rememorativum eius quod praecessit, scilicet passionis Christi; et desmonstrativum eius quod in nobis efficitur per Christi passionem, scilicet gratiae; et prognosticum, id est, praenuntiativum futurae gloriae” (“Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros en virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera”, STh III, 60, 3).

1403. En la última cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: “Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt 26, 29; cf. Lc 22, 18; Mc 14, 25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia “el que viene” (Ap 1, 4). En su oración, implora su venida: “Maran atha” (1 Co 16, 22), “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20), “que tu gracia venga y que este mundo pase” (Didaché 10, 6).

2817. Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:

    Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?’ (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).

Dios dona a los hombres la gracia para poder aceptar la revelación y acoger al Mesías

35. Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger en la fe esa revelación en la fe. Sin embargo, las pruebas de la existencia de Dios pueden disponer a la fe y ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana.

Reconocer que todos somos pecadores

827. “Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación” (LG 8; cf UR 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf 1 Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación:

La Iglesia es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo (SPF 19).

1431. La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron “animi cruciatus” (aflicción del espíritu), “compunctio cordis” (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4).

2677. “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... “Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora para nosotros como oró para sí misma: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad”.

    “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la “Madre de la Misericordia”, a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus manos “ahora”, en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, “la hora de nuestra muerte”. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.

Perdona nuestras ofensas

2839. Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¡Velad!

Comienza un nuevo año litúrgico. El año litúrgico es un ciclo de tiempo en el que la Iglesia recorre todo el misterio de Cristo desde su nacimiento a su regreso al final de los tiempos. Dentro de este período hay unas etapas más breves como son las cuatro semanas de Adviento, que iniciamos hoy, como preparación a la Navidad.

El Evangelio, que leeremos en este segundo año del ciclo litúrgico trienal, es el de Marcos. Según una tradición, que encuentra numerosas confirmaciones en los escritos del Nuevo Testamento, Marcos fue discípulo e «intérprete» de Pedro, del que puso por escrito sus recuerdos y la predicación. Su narración se basa por lo tanto en un testimonio ocular de excepcional importancia. Casi con seguridad escribió en Roma, en donde Pedro estuvo en activo durante los últimos años de su vida. Su Evangelio en orden de tiempo fue el primero a ser escrito, es ¡el primer libro de «catecismo» de los cristianos! Por su brevedad y por el carácter predominantemente narrativo, el Evangelio de Marcos es el instrumento ideal para una primera aproximación a la figura de Jesús. Escuchemos de nuevo alguna frase del pasaje evangélico de hoy:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad! ».

Este modo de hablar de Jesús sobreentiende una visión bien precisa del mundo. La podemos resumir así: el tiempo presente es como una larga noche; la vida por la que somos conducidos asemeja a un sueño; la actividad frenética, que en ella desarrollamos, es en realidad como un soñar. San Pablo explicita esta visión cuando escribe: «La noche está avanzada, el día se echa encima» (Romanos 13, 12), entendiendo por «noche» esta vida y por «día» la vida futura.

Desde siempre y en todas las culturas solemos asociar la idea del sueño a la de la muerte (es común hablar del «sueño de la muerte»); pero, en la Biblia está asociada todavía más frecuentemente a la de la vida. Es la vida la que es un sueño; la muerte será más bien un despertar y para muchos un brusco despertar. Un escritor español del Seiscientos, Calderón de la Barca, ha escrito un famoso drama titulado precisamente «La vida es sueño». La nuestra, más que la «tierra de los vivientes», se debiera llamar, decía san Agustín, la «tierra de los durmientes».

Del sueño expresa nuestra vida algunas características bien precisas. La primera es la brevedad. El sueño tiene lugar fuera del tiempo. Daos cuenta. En el sueño las cosas no duran como se mantienen en la realidad. Situaciones, que exigirían días y semanas en el sueño, tienen lugar en pocos minutos. A veces se tienen sueños cuyo contenido, en la realidad, ocuparía jornadas enteras; os despertáis, miráis el reloj y descubrís que os habéis dormido durante una decena de minutos. Es una imagen de nuestra vida: llegados a la vejez, uno mira hacia atrás y tiene la impresión de que todo no haya sido más que un suspiro.

Otra característica es la irrealidad o vanidad. Uno puede soñar que está en un banquete y que come y bebe hasta la saciedad; se despierta Y se encuentra pleno de hambre. He aquí que un pobre, una noche, sueña haber conseguido ser rico. Se deleita en el sueño, se pavonea, desprecia hasta a su propio padre, haciendo como si no lo reconociera. Pero, se despierta y se encuentra tan pobre como antes. Así sucede también cuando se sale del sueño de esta vida. Uno acá abajo ha sido un ricachón, pero he aquí que muere y se encuentra exactamente en la misma posición que aquel pobre que despierta después de haber soñado ser rico. ¿Qué le queda de todas sus riquezas si no las ha usado bien? Un puñado de moscas, esto es, se encuentra con las manos vacías. Vanidad.

Hay, sin embargo, una característica del sueño que no se aplica a la vida y es la ausencia o carencia de responsabilidad. Tú puedes haber matado o robado durante el sueño; te despiertas y no hay traza alguna de culpa; tu certificado de antecedentes penales no está manchado, no debes amortizar pena alguna. No es así en la vida, lo sabemos bien. ¡Lo que uno hace en la vida, deja rastro, y qué huella! En efecto está escrito que «dará a cada cual según sus obras» (Romanos 2, 6).

En el plano físico hay sustancias, que nos «inducen» y concilian el sueño; se llaman somníferos y son bien conocidos por una generación como la nuestra, enferma de insomnio. También en el plano moral existe un terrible somnífero. Se llama la costumbre. No hablo, naturalmente, de las buenas costumbres que más bien son virtudes, sino de las malas costumbres, o el hacer las cosas por costumbre, mecánicamente, sin convicción alguna ni participación interior. Se ha dicho que la costumbre es como un vampiro. El vampiro –al menos estando a lo que se cree o se dice– ataca a las personas que duermen y mientras chupa su sangre, al mismo tiempo, introduce en ellas un líquido soporífero, que les hace experimentar aún más dulce el dormir, de tal manera que aquel desventurado se da por vencido siempre más en el sueño y el vampiro puede chuparle la sangre mientras quiere. En efecto, éste no puede adormecer a la presa, sino que más bien ataca a quien ya duerme; por el contrario, aquella [la costumbre] primero adormece a las personas y después [el vampiro] chupa su sangre, esto es, las energías, el arrojo, la voluntad; inyectando asimismo la costumbre una especie de licor soporífero, que hace hallar siempre más dulce el sueño. El hábito o costumbre para con el vicio adormece la conciencia; por lo cual uno ya no siente más el remordimiento, cree estar muy bien y no se da cuenta que se está muriendo espiritualmente.

La única salvación cuando este «vampiro» se te acerca y se te pone como encima es que algo venga de improviso a despertarte y sacarte del sueño. Esto es lo que pretende hacer con nosotros la palabra de Dios con sus gritos para despertar, que se nos hacen oír tan frecuentemente durante el Adviento: «Velad»; «ya es hora de espabilarse» (Romanos 13, 11); «despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Efesios 5, 14).

Pero, ¿qué significa en este caso velar? Jesús lo explica aquí y en otros pasajes del Evangelio mediante algunas aproximaciones: «Velad y estad atentos»; «velad y vigilad» (Marcos 13, 33); «velad y orad» (Marcos 14, 38).

Estar atentos significa estar como «estirados» o proclives hacia alguna cosa. Nosotros debemos ser como personas que se ponen un punto de mira, que se fijan un blanco, una meta. ¿Habéis visto alguna vez a un cazador en el momento de poner el punto de mira? ¡Qué atención y qué concentración! He aquí, cómo deberíamos estar nosotros. No para abatir a un pobre pájaro, sino para no fallar el blanco de toda una vida, que es la eternidad. En efecto, nosotros estamos destinados a la eternidad. ¿Para qué serviría vivir bien y durante prolongado tiempo, si no nos fuese dado vivir para siempre?

En cuanto al estar prontos, Jesús lo explica con la imagen del portero o del mayordomo de casa, que está siempre dispuesto o pronto a abrir apenas llega el amo de casa: «Es como uno que ha partido para un largo viaje y le ha ordenado al portero vigilar o velar». Los porteros y las porteras pasan por ser gente curiosa, siempre dispuesta a espiar, escuchar, referir... Quizás sea una calumnia respecto a los pobres porteros; en todo caso no es por esto por lo que están puestos como modelo, sino por su estar siempre con los ojos abiertos sobre quién va y quién viene, prontos a tirarse abajo de la cama, si saben que el amo de la casa puede llegar de un momento a otro.

La oración, además, es el contenido principal de la vigilancia. Entre el rumor de las voces, que nos llegan de todas partes, y nos distraen, velar o vigilar significa, en ciertos momentos, imponer silencio a todo y a todos, apagar todo «audio» o escucha, para situarse ante la presencia de Dios, volver a encontrarse consigo mismo y reflexionar sobre la propia vida. Orar es estar en el umbral desde donde se puede echar una mirada sobre el otro mundo, el mundo de Dios. Es «pasar de este mundo al Padre».

La vigilancia toma valor del motivo por el que se vela. Vigila también el mujeriego, decía san Agustín, y vigila el ladrón, pero ciertamente no es bueno su vigilar. Velan quienes pasan la noche en la discoteca, pero frecuentemente para enajenarse y no pensar. Ahora el motivo de la vigilancia está formulado así por Jesús:

«Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento».

No sirve consolarse diciendo que nadie sabe cuándo será el fin del mundo. Hay una venida, un retorno de Cristo, que tiene lugar en la vida de cada persona, en el instante de su muerte. El mundo pasa, termina, para mí en el momento en que yo paso del mundo y termino de vivir. ¡Hay bastante más «fin del mundo» que esto! Hay tantos fines del mundo cuantas son las personas humanas, que dejan este mundo. Para millones de personas, el fin del mundo es hoy.

¿Por qué la liturgia nos acoge con una palabra tan sobria en el umbral del nuevo año? ¿Quizás Dios nos amenaza, no nos quiere bien? No, es por amor, porque tiene miedo de perdemos. Lo peor que se puede hacer ante un peligro que nos sobreviene es cerrar los ojos y no mirar. La noche en que naufragó el Titanic he leído que tuvo lugar una cosa del género. Había habido mensajes vía radio por parte de otras naves que señalaban en la ruta a un iceberg. Pero, en el tras atlántico tenía lugar entonces una fiesta y un baile; no se quiso molestar a los pasajeros. Así que no se tomó ninguna precaución dejando cualquier decisión para la mañana siguiente. Mientras tanto, la nave y el iceberg estaban marchando a gran velocidad la una contra el otro, hasta que tuvo lugar durante la noche un tremendo choque y se inició el gran naufragio. Esto nos hace pensar en aquello que dijo Jesús en otra parte del Evangelio, hablando de la generación del diluvio: «La gente comía y bebía y se casaba hasta el día en que... llegó el diluvio y se los llevó a todos» (Mateo 24, 38-39).

Terminamos con una palabra de Jesús que, también en esta ocasión, nos abre el corazón a la confianza y a la esperanza:

«Dichoso el criado a quien su amo al llegar lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Preparados para un evento inesperado

Permanezcan alerta. Es lo que nos pide Dios. Es la advertencia del Hijo de Dios, que hace a los hombres que en su cruz redimió, para que, cuando Él vuelva, lo estén esperando.

Significa estar preparados para un evento inesperado, con la seguridad de que en cualquier momento sucederá.

Es creer en la Palabra del Hijo de Dios y en sus promesas, porque todo lo que ha dicho se cumplirá, y volverá para darnos los bienes eternos que, con su muerte y resurrección, nos ha merecido.

Significa mantener bien preparada y dispuesta la morada del alma, despierta, renunciando constantemente a todas aquellas cosas del mundo que nos provocan una pereza espiritual, que nos conduce a la indiferencia de lo sagrado, y nos induce a un sueño y un sopor insoportable, en medio de la abundancia de bienes materiales, de tentaciones causadas por la ambición, el orgullo, la soberbia, el egoísmo, con lo que traicionan la confianza y el amor de Cristo.

Es mantener la esperanza en el Salvador, acudir a Él, y no querer hacer todo con nuestras propias fuerzas.

Permanece tú alerta y bien preparado, limpiando constantemente la morada del Señor, que es tu alma, manteniendo tu corazón encendido en el fuego del amor de Cristo, invocando la presencia del Espíritu Santo, alimentando la fe y la esperanza con tus obras de caridad, contemplando la cruz, y adorando el Cuerpo y la Sangre, la presencia viva de Jesús, que baja cada día del cielo por el poder del sacerdote, y descansa en sus manos, que han sido ungidas para que siempre tenga una morada bien dispuesta, bien preparada.

Permanece atento en la alegría y en la esperanza de que un día, de la misma manera, el Señor vendrá a ti y te ungirá para que seas digno de entrar con Él a la Patria Celestial.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Vigilar para Dios

Comenzamos una vez más el Adviento. Tiempo de preparación a la gran solemnidad de la Navidad. Nos ofrece, pues, la Iglesia una nueva ocasión de disponernos del mejor modo a la venida de Dios. El Omnipotente, desea que participemos de sus maravillas y se pone a nuestra altura. A la altura de la humanidad, encarnándose en Santa María, Virgen, y a la altura de cada uno: todos tenemos la posibilidad, la oportunidad, de conocerle, de tratarle, de amarle. El Adviento, por tanto, es tiempo para una mayor conciencia sobrenatural, para unos mayores deseos de vida hacia Dios, de mejores disposiciones que hagan efectivos –auténtica realidad– esos deseos.

 Ya estamos bien persuadidos de que la gran bondad y excelencia divina merecen de nuestra parte una permanente correspondencia de amor. Sin duda, tenemos la intención cada día de conducirnos en todo momento como más agrade a Dios, y tal vez de modo expreso a partir de un ofrecimiento de obras con el que comenzamos nuestras jornadas. No despreciamos, en todo caso, el consejo –la advertencia, podríamos decir incluso– de Jesús: velad: porque no sabéis cuándo será el momento.

 Y posiblemente nos conmueve notar que Jesucristo, a pesar de su inefable divinidad y señorío, acude a razonamientos humanos convincentes para cualquiera. Dios se pone a la altura del hombre corriente, del hombre de la calle no menos que del profundo intelectual concentrado en sus estudios. Se apoya en la experiencia universal cotidiana y concluye como cualquiera con sentido común. La Salvación, ese destino supremo que ansiamos aún sin saberlo y Dios nos tiene preparado en su inmensa bondad, no es empresa laboriosa, reservada a gentes con cualidades extraordinarias. El cielo puede ser para cada uno. Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: velad. No en vano estamos persuadidos de que es nuestro Dios la misma justicia, por encima de tantos intereses desleales de este mundo.

 Tanto da si alguien tiene mucho o poco, si es muy famoso o conocido sólo entre los suyos, si es sano o enfermo, hombre o mujer, joven o viejo. Porque Dios, Creador y Señor del hombre, ha distribuido según su voluntad los diversos dones, como el señor de la parábola que dio atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo, mientras volvía. A todos hace la misma observación: ¡velad! Es lo que espera de todos: que se ocupen en aquellas atribuciones que les ha concedido. No parece excesivamente importante en qué se deba ocupar en concreto cada siervo, sino más bien en qué esmero puso en la tarea encomendada, cualquiera que ésta fuera. Una actitud de primoroso cuidado en el trabajo, en atención a su señor, es lo que se espera de los empleados.

 A efectos prácticos, ya que deseamos ocuparnos de nuestros quehaceres como Dios manda, vale la pena que adoptemos esa actitud de precavida vigilancia –por si viene de improviso–, sintiendo la efectiva y real inseguridad de que Dios, justo juez, puede llamarnos a la eternidad cuando menos lo esperamos. ¡Claro que queremos hacer todo por amor a Él! Deseamos comportarnos en cada instante con esa perfección y rectitud de intención a la que nos anima la liturgia de la Iglesia: que todos nuestros pensamientos y nuestras acciones tengan en ti, Señor, su comienzo y alcancen por ti su fin. Sin embargo, el simple ajetreo de la vida o nuestra personal miseria nos inducen a decaer de esa exigencia. Por si eso sucede, nos convendrá tratarnos como a niños, en ocasiones irresponsables, que más bien por temor a ser castigados se comportan como deben.

 Siempre estaremos convencidos de que, aunque los sentimientos no acompañen –que no deben ser confundidos con el verdadero amor–, las obras de obediencia, aún a contrapelo, son prueba ineludible de fidelidad. Tesón perseverante por cumplir lo mandado, he aquí la garantía de una paz segura fundada en el amor. Y si el cuerpo parece resistirse no será por mucho tempo. Nuestro Dios suele premiar ese esfuerzo de sus hijos que pudo acabar en rebeldía, y les concede mayor complacencia en la tarea encomendada de la que podrían imaginar. Después, lo que parecía arduo y sin interés, se hace atractivo y menos costoso. Pero tal vez quiere el Señor ese primer movimiento de la voluntad del hijo con la Cruz pesada, que acabará cargando Él.

 Al reanudar tu tarea ordinaria, se te escapó como un grito de protesta: ¡siempre la misma cosa!

 Y yo te dije: –sí, siempre la misma cosa. Pero esa tarea vulgar –igual que la que realizan tus compañeros de oficio– ha de ser para ti una continua oración, con las mismas palabras entrañables, pero cada día con música distinta.

 Es misión muy nuestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica.

 San Josemaría Escrivá nos recuerda la gran importancia de cualquier tarea hecha por Dios. Nuestra Madre del Cielo nos puede recordar –se lo pedimos– que nada es pequeño, aunque lo parezca, ni inútil aunque cueste, pues, podremos decir siempre: hágase en mi según tu palabra.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

La espera y la gracia

Comienza con este domingo un nuevo año litúrgico. El año litúrgico, o año de la Iglesia, tiene la misma duración que el año civil, pero tiene un comienzo distinto, y sobre todo un contenido totalmente distinto. El elemento común entre los dos es el domingo que en los países cristianos escalona el ritmo tanto del año litúrgico como del año civil constituyendo una especie de encuentro entre la naturaleza y la gracia.

Decía un contenido distinto. El año civil se desarrolla, de hecho, a través de días, meses y estaciones que no recuerdan nada, sino que sólo reflejan los ritmos del cosmos, es decir, la rotación diaria de la tierra alrededor de sí misma y su marcha anual alrededor del sol, de la cual depende la alternancia de luz y tinieblas, de calor y frío. El año litúrgico supone todo esto, como la gracia supone a la naturaleza, pero le añade una nueva dimensión: la historia. Precisamente, esa historia que tiene como protagonistas a Dios y al hombre, que por lo tanto interesa a todos los hombres y comparada con la cual toda otra historia aparece como particular y de poca importancia.

El año litúrgico es la evocación y la actualización (es decir, memoria y presencia) de la entera historia de la salvación ya realizada y al mismo tiempo promesa y anticipación de la historia de la salvación que ha de realizarse todavía. Todo tiempo o ciclo litúrgico hace revivir una fase particular de esa historia; éstas son, por así decirlo, las estaciones del año litúrgico; entre ellas, Adviento representa la primavera, estación de espera y de promesas.

Los textos de este primer domingo nos permiten descubrir qué es el Adviento en su realidad más profunda: una trama de memoria, de presencia y espera, como lo es también toda la liturgia de la Iglesia. Memoria y espera alternan en la oración apasionada de Isaías en la primera lectura: Tú, Señor, eres nuestro Padre, “nuestro Redentor” es tu nombre desde siempre... Las naciones temblaban ante ti cuando hacías parientas inesperados que nadie había escuchado jamás... Pero ahora estás irritado porque nosotros hemos pecado... ¡Si rasgaras el cielo y descendieras! El recuerdo de la bondad y de la solicitud pasadas de Dios hacen descubrir la tristeza de la situación presente, gravada de pecado y de desgracia, pero también induce a esperar una nueva intervención de Dios en el futuro.

Esta espera resuena también en el pasaje evangélico. En él, Jesús nos hace llegar aquella solemne y austera palabra que llena por sí sola todo el Adviento: ¡Vigilen! Es una palabra que hace de nosotros, sus discípulos, otros tantos vigías; mejor aún –como se expresa Jesús– otros tantos cuidadores. Es como uno que partió para un viaje y ordenó a su cuidador que vigilara.

Esta parábola del cuidador, hecha de poquísimas palabras, parece ser el núcleo originario de todo el pasaje evangélico de hoy. Es una de las parábolas más modernas del Evangelio, más actual hoy, tal vez, que en el tiempo de Jesús (muy pocos palacios de entonces tenían un cuidador y además sus tareas eran bastante más fáciles que las de hoy). La vida del cuidador en un establecimiento urbano moderno es realmente una parábola viva para el cristiano. No debe alejarse sin tener un suplente; debe cerrar las puertas, vigilar para ver quién viene y quién va, estar alerta a los ladrones; en suma, vigilar siempre. Su vida es una vida de espera, o mejor, de atención. Atención (de ad-tendere, es decir, tender a o hacia alguna cosa) es la palabra que encierra el sentido de todas las metáforas usadas por Jesús en el contexto de estos discursos escatológicos: ¡Estén atentos y vigilen/ Se trata de una atención no sólo de la mente, sino también del corazón y de toda la vida; vivir en tensión hacia alguna cosa, prontos a captar todas las señales que anuncian su presencia.

Lo opuesto a esta vigilancia, sería: o, la desesperación de quien no espera ya nada del futuro, de quien ha dejado de esperar (y de creer) y por esto vive al día, resignado o con rabia; o, la acedia y el sueño espiritual de quien espera todavía, pero no hace nada para tender hacia el objeto de su esperanza; de quien presume –como se decía una vez– que se salvará sin mérito. En ambos casos, el resultado es una experiencia gris y chata, sin tensión espiritual, sin sobresaltos de fe, de penitencia y caridad. Una lámpara apagada, la sal convertida en insípida, una cosa tibia sobre la que pesa la amenaza divina: Estoy por vomitarte de mi boca (Apc. 3, 16).

Es muy oportuno que la Iglesia, al comienzo de Adviento, de mucho realce a aquellas palabras de san Pablo: Hermanos, ahora es tiempo de despenar del sueño (Rom. 13, 11). Precisamente de eso se trata: no tanto de vigilar cuanto de despertar.

Hasta aquí la primera y tercera lectura. Hoy, sin embargo, quisiera dedicar mayor atención a la segunda lectura y hacer de ella el centro de la reflexión sobre la palabra de Dios. Ella también nos habla del “día del Señor”, es decir, de la espera; pero nos habla sobre todo de la presencia: “Mientras esperan la revelación de Nuestro Señor Jesucristo, no les falta ningún don de la gracia. Fiel es Dios y él los llamó a vivir en comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor”. El cristiano no vive, entonces, sólo en espera de Cristo, sino también en comunión con Cristo, es decir, en posesión de lo que espera. Esto nos recuerda el tiempo de Adviento. En el pasaje que hemos oído (se trata del saludo inicial de la primera carta a los Corintios) san Pablo contempla la comunidad tal como ésta aparece a los ojos de Dios: “Rica de todos los dones”. La realidad esencial, el don del cual brotan todos los otros dones, está encerrada en una palabra que se repite tres veces en el breve texto: la gracia.

Gracia era hasta hace algún tiempo la palabra más común del vocabulario cristiano: crecer en la gracia, perder la gracia, vivir en gracia, morir en gracia. La gracia era todo. Desde hace algún tiempo, es una de las tantas palabras que entró en crisis. De grado, se la omite y se comprende también por qué. Hemos institucionalizado también la gracia ligándola rígidamente a nuestras obras y a la exclusiva mediación de la Iglesia visible (personas Y sacramentos). Hemos “canalizado” la gracia (de hecho, se hablaba de los canales de la gracia), mientras que la gracia es una realidad soberanamente libre que sopla donde quiere como el Espíritu de quien es casi un sinónimo. Así, casi hemos cuantizado la gracia oscureciendo su gratuidad y debilitando su trascendencia, o hasta la hemos volatilizado en sutiles discusiones metafísicas.

¿Qué era la gracia para san Pablo que fue quien inventó esta palabra y el teólogo por excelencia de la gracia? Es la síntesis de todos los bienes que nos ha dado Dios Padre, en Jesucristo, y que nos han sido participados en el Espíritu Santo. Otra palabra que se le puede poner al lado a causa de la profundidad de significado es salvación, o, en el lenguaje de san Juan, vida. Su contenido es tan rico que necesita ser traducido por una serie de otros conceptos: justificación, fe, paz, esperanza, gloria: justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo; por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios (Rom. 5, 1-2).

La principal característica de la gracia es la de ser don gratuito de Dios (cfr. Rom. 3, 21 ssq.). Excluye –al menos en su origen– las obras, el mérito, la jactancia, la observancia y la ley: Por la gracia han sido salvados mediante la fe y esto no viene de ustedes, sino que es don de Dios (Ef. 2, 8). “Busca el mérito, la causa, la justicia –exclama Agustín– y ve si encuentras jamás otra cosa que gracia” (Ser. 185; PL. 38, 999).

La gracia es algo de lo cual no podemos disponer, sino que ella dispone de nosotros, nos cambia dándonos una nueva identidad que se expresa en los títulos de hijo de Dios, hermano de Cristo, templo del Espíritu Santo. Es una identidad que “agrada” a Dios. Nosotros asociamos con gusto gracia y belleza; y de hecho se trata de la belleza. En el Nuevo Testamento para decir de las personas y las cosas que son buenas y santas se dice que son bellas (kalós) (cfr. 1 Pe. 4, 10; Jn 10, 32). Santa Catalina de Siena, que contempló un día un alma en gracia, dice que su belleza le pareció muy semejante a la de Dios mismo. Y es esta hermosura de gracia lo que el Apóstol saluda en los Corintios con las palabras: Gracia a ustedes y paz de Dios Padre nuestro y del Señor Jesucristo.

En el centro de esta grandiosa realización está Jesucristo: La ley fue dada por medio de Moisés, la gracia por medio de Jesucristo (Jn 1, 17). Para Pablo, toda la vida cristiana se desarrolla bajo el signo de la gracia. Él justifica plenamente, con su doctrina, aquella exclamación de un personaje de Bernanos: “¡Todo es gracia!”

Estas palabras mías, más que un cuadro completo de la doctrina de la gracia, quisieran impulsar a que nos enamoremos de nuevo de esta palabra, para rescatarla del olvido y del desinterés, para redescubrir su profundidad que es grande como la profundidad misma de Dios, para gustar su dulzura y para llenarla de esperanza.

La gracia es la “presencia” de la salvación (como la gloria es su esperanza); es el Adviento siempre actual, aquel que no se extiende en el tiempo sino en el alma, porque Adviento significa visita y la gracia no es otra cosa que esto: Dios que visita al hombre, transformándolo con su presencia de un ser lleno de debilidad en un copartícipe de la naturaleza divina (2 Pe. 1, 4), en una criatura que Dios ama Y en la cual “se complace”.

De todo esto ahora se nos da un signo visible Y una prenda segura: la Eucaristía.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

En la Parroquia de Santa Ana (2-XII-1984)

– Profeta Isaías

“¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 63, 19). El Profeta Isaías dice en la primera lectura –siglos antes de Cristo– lo que fue el misterio más profundo del primer Adviento.

¿Que no deja de ser un misterio después de la primera venida de Cristo? Seguiremos las palabras del Profeta, deteniéndonos en ellas con recogimiento. “Porque tú eres nuestro Padre, / que Abraham no nos conoce, ni Israel nos recuerda./ Tú, Yahveh, eres nuestro Padre, / tu nombre es «El que nos rescata» desde siempre. ¿Por qué nos dejaste errar, Yahveh, fuera de tus caminos, / endurecerse nuestros corazones lejos de tu temor? Vuélvete, por amor de tus siervos, por las tribus de tu heredad” (Is 63, 16-17).

Padre Redentor: en el corazón mismo del Adviento está grabado el inescrutable misterio de Dios; que se manifiesta en estas palabras: Padre y Redentor. A Él se dirige el hombre, consciente de su alejamiento de los caminos de Dios:

“¿Por qué nos extravías?”.

El Adviento manifiesta el deseo del retorno a estos caminos, que el hombre ha abandonado durante su historia terrena, y que cada vez parece abandonar más. Por esto clama el Profeta: “Vuélvete por amor a tus siervos, / y a las tribus de tu heredad./ ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 63, 17-19).

Qué verdad tan profunda y fundamental se revela en este grito. Para que el hombre pudiera retornar a estos caminos, que Dios le trazó desde el principio, Dios mismo “debe” acercarse a él.

Pero Dios no “debe”, porque es totalmente libre. Y el Profeta es plenamente consciente de ello. Se invoca a Dios con palabras tan fuertes, lo hace porque es consciente de su alianza, de su amor misericordioso... Y también porque la situación del hombre y de la humanidad es grave..., es “desgarradora”.

¿Acaso no es lo mismo también en nuestro tiempo? El grito de Isaías, ¿no es también el grito de nuestro Adviento? “Jamás oído oyó ni ojo vio/ un Dios, fuera de ti, / que hiciera tanto por el que espera en Él./ Sales al encuentro del que practica la justicia/ y se acuerda de tus caminos” (Is 64, 3-4).

El Profeta da testimonio del Dios de nuestros padres: del Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, del Dios de Moisés. Del Dios que ha hecho tanto por Israel, su Pueblo. ¡Ha salido tantas veces al encuentro! “Reiteraste tu alianza a los hombres” –rezamos en la IV plegaria eucarística–.

Y si así decía Isaías, muchos siglos antes de Cristo, ¡cuánto más nosotros, el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza, nosotros –la Iglesia– debemos pronunciar el mismo testimonio con los labios; y llevarlo a los corazones!

– El pecado. Conversión

“Salir al encuentro” de Dios en Jesucristo.

Y mirad la imagen del pecado de Israel, que Isaías tiene ante los ojos en su tiempo: “Estabas airado y nosotros fracasamos:/ aparta nuestras culpas y seremos salvos./ Todos éramos impuros, / nuestra justicia era un paño manchado;/ todos nos marchitábamos como follaje, / nuestras culpas nos arrebataban como el viento./ Nadie invocaba tu nombre/ ni se esforzaba por aferrarse a ti” (Is 64, 4-6).

Es la imagen de hace muchos siglos. ¡Pero qué actual! La historia de la salvación se desarrolla a través de la historia del pecado. La venida de Dios, el continuo venir de Dios encuentra en el pasado, y en nuestra contemporaneidad, una ola contraria: apartarse de Dios. La llamada de Dios está sofocada por olvidarse de Él. El Adviento se realiza en medio del anti-Adviento.

Lo que ahora dice Isaías es quizá más duro: “pues nos ocultabas tu rostro/ y nos entregabas al poder de nuestra culpa” (64, 6). Sí. Esto fue cada vez más grave: el hombre entregado al poder de su culpa. Abandonado a sí mismo a su orgullo en su debilidad. Esto fue grave y el primer pecado, el original del que nos habla el libro del Génesis y San Pablo.

Y es grave en nuestra época, que rehúye llamar al pecado por su nombre, para no encontrarse con él en la presencia del Dios omnipotente que ama. El hombre “entregado al poder de su culpa” es el hombre que no se decide al arrepentimiento y a la conversión. El hombre que permanece en el pecado contra el Espíritu Santo.

– Llamada del Adviento. ¡Velad!

Sí. En este punto la imagen pintada de la palabra de Isaías es verdaderamente grave. Sin embargo, valiéndose del horror que suscita esta imagen, el Profeta no cesa de proclamar el Adviento de Dios. “Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, / nosotros la arcilla, y tú, el alfarero:/ somos todos obra de tu mano” (Is 64, 7).

El comienzo del Adviento se encuentra en la realidad misma de la creación. Dios, que ha creado al mundo, ha abierto, a la vez, en sí el camino hacia Él, lo ha abierto sobre todo creando al hombre a su imagen y semejanza. ¡Y vendrá por este camino! Hoy toda la Iglesia medita en la liturgia del primer domingo de Adviento las penetrantes palabras de Isaías.

El Adviento es el “tiempo” particular de la Iglesia. Se llama “tiempo fuerte”. Y debe ser también el “tiempo fuerte” de nuestros corazones y de nuestras conciencias. El Señor Jesús dice en el Evangelio: “¡Velad!”.

“Velad, pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad, entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!” (Mc 13, 33-37).

Analizad vuestros pensamientos, sentimientos, deseos, obras. Se transparenta en ellos aquel grito: “Muéstranos, Señor, tu misericordia/ y danos tu salvación” (Sal 84, 8).

¡Volved a despertarlo y reanimadlo! Que él dé de nuevo tono a nuestra vida.

¡Velad! Es decir, vivid en la perspectiva del Adviento, del “Ven” de Dios.

“Tú, Señor, eres nuestro Padre, / tu nombre de siempre es ‘nuestro redentor’’”.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Comienza el Adviento, con el que preparamos la venida de nuestro Salvador. Con la llegada de Jesucristo a la Tierra para iluminar la noche de este mundo, esta tierra ya no es sólo un valle de lágrimas, aunque el sufrimiento tenga un protagonismo excesivo, porque todas las angustias que vemos y sentimos están amparadas por una misericordia amorosa: “Pastor de Israel, escucha; tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos”, pedimos con el Salmo Responsorial. Quien celebre así el Adviento aguardará con alegría la Navidad próxima y la eterna y entenderá porqué esa fiesta llena de gozo el corazón de los creyentes.

Toda nuestra existencia es un adviento, una preparación para el encuentro con el Señor. Todos, cada cual a su tiempo, seremos el invitado que se presenta a la gran fiesta del cielo donde nos aguarda “el dueño de la casa”. De ahí la invitación del Evangelio de hoy a estar vigilantes, a que nuestra vida esté orientada a Dios, “pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos” (Evangelio). La muerte, para un buen cristiano, no es nunca repentina o inesperada. Repentina es una cosa que no se espera, y nosotros debemos estar, con vigilante conciencia, aguardando a Dios. La muerte repentina es como si el Señor nos sorprendiera por detrás y, al volvernos, nos encontráramos en sus brazos (San Josemaría Escrivá).

El hombre es el único ser que sabe que va a morir. No es morboso considerar esto. No es caprichoso asociar el sentido común con el común sentido de la muerte. Es sencillamente realismo, lucidez. ¡La muerte, magna cogitatio, qué gran pensamiento!, decía S. Agustín ¡Qué realismo, qué sano despego de los bienes de este mundo, qué sentido del aprovechamiento del tiempo..., puede proporcionarnos si no nos la ocultamos! ¡Qué alegría también, porque sabemos que no todo acaba con ella: “la vida se cambia, no se pierde”, reza el Prefacio de Difuntos! “¡Aleluya, muéstranos Señor tu misericordia y danos la salvación!”

Adviento, tiempo de preparación para la llegada del Señor en la próxima Navidad y tiempo también para disponernos para su segunda y definitiva vuelta, para el encuentro con Él para siempre. Preguntémonos si nuestros pensamientos, afectos, palabras y obras están orientados hacia Dios, de forma que cuando llegue el momento de presentarnos ante Él “no tengan de qué acusaros en el tribunal de Jesucristo”, como propone S. Pablo en la 2ª Lectura de hoy.

Nos pide el Señor que estemos vigilantes, que no dejemos para más adelante lo que puede hacerse hoy. ¡En cuántas ocasiones, cuando nos damos cuenta que debemos cortar con un abuso, abandonar una rutina, tomar una resolución más generosa, hacer una buena Confesión, decimos: mañana será otro día, más adelante, cuando salga de esta situación...! Siempre estamos mañaneando con Dios, con aplazamientos, aguardando a que llegue un mañana que la experiencia nos dice que no amanece nunca. ¡Hoy, ahora! ¡Vigilad! Sería un buen modo de comenzar el Adviento.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“Desconocer el momento de la venida del Señor es invitación a la vigilancia”

Is 63, 16b-17.19b; 64, 2b-7: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”

Sal 79, 2ac y 3b.15-16.18-19: “Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”

Co 1, 3-9: “Aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo”

Mc 13, 33-37: “Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa”

Los que vuelven del destierro encuentran su casa y su patria desoladas. Solamente Dios puede sacarlos de tal situación. Invocado como “padre” y “redentor”, títulos que por cierto no se habían dado antes más que a Abraham, induce a pensar que fue este camino a través del cual Dios fue descubierto por el pueblo como Padre y Salvador.

En Cristo, la paternidad y la redención se manifestarán plenamente; mientras tanto, son los signos humanos de Jesús los que nos muestran tales atributos.

Sólo en Dios la realidad que rodea al hombre y el hombre mismo tienen sentido y fundamento. “Sales al encuentro del que practica la justicia”, es decir, la justicia y la salvación divinas son el horizonte y la referencia de la actuación humana. No es alienación ni lejanía; es acercamiento de la acción salvadora de Dios.

No parece posible vivir sin esperanza. El que no la tiene es como si estuviera muerto. Una manera de muerte es que la vida carezca de sentido. Hoy nos encontramos con gentes que no tienen norte; o porque lo han perdido o porque nunca lo han conocido. Incluso habrá quien siga creyendo que la vida carece de sentido.

– “Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa”.

“¿Cuándo? Sin duda en el último día; al fin del mundo. En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16)” (1001).

– El Adviento, actualización de la espera de Cristo:

“Al celebrar el Adviento, la Iglesia actualiza la espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda venida. Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: `Es preciso que Él crezca y que yo disminuya’ (Jn 3, 30)” (524).

– La esperanza se apoya en las promesas divinas:

“Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman y hacen su voluntad. En cada circunstancia cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, `perseverar hasta el fin’... En la esperanza, la Iglesia implora que `todos los hombres se salven’. Espera estar en la gloria del cielo, unida a Cristo, su esposo” (1821).

– Por la esperanza aguardamos la vida eterna:

“La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo” (1817).

– “Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque su deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin (Santa Teresa de Jesús, excl. 15, 3)” (1821).

La esperanza cristiana no inventa el Reino de Dios, pero hace que permanezcamos atentos a sus signos.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

En la espera del Señor

– Vigilantes ante la llegada del Mesías.

I. Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras.

Quizá hayamos tenido la experiencia –decía R. Knox en un sermón sobre el Adviento– de lo que es caminar en la noche y arrastrar los pies durante kilómetros, alargando ávidamente la vista hacia una luz en la lejanía que representa de alguna forma el hogar. ¡Qué difícil resulta apreciar en plena oscuridad las distancias! Lo mismo puede haber un par de kilómetros hasta el lugar de nuestro destino, que unos pocos cientos de metros. En esa situación se encontraban los profetas cuando miraban hacia adelante, en espera de la redención de su pueblo. No podían decir, con una aproximación de cien años ni de quinientos, cuándo habría de venir el Mesías. Sólo sabían que en algún momento la estirpe de David retoñaría de nuevo, que en alguna época se encontraría una llave que abriría las puertas de la cárcel; que la luz que sólo se divisaba entonces como un punto débil en el horizonte se ensancharía al fin, hasta ser un día perfecto. El pueblo de Dios debía estar a la espera.

Esta misma actitud de expectación desea la Iglesia que tengamos sus hijos en todos los momentos de nuestra vida. Considera como una parte esencial de su misión hacer que sigamos mirando al futuro, aunque ya pronto va a cumplirse el segundo milenio de aquella primera Navidad, que la liturgia nos presenta inminente. Nos alienta a que caminemos con los pastores, en plena noche, vigilantes, dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que sale de la gruta de Belén.

Cuando el Mesías llegó, pocos le esperaban realmente. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas y de la vida del mundo.

Estad vigilantes, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa. Despertad, nos repetirá San Pablo. Porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra existencia.

Convocad a todo el mundo, anunciadlo a las naciones y decid: Mirada Dios nuestro Salvador, que llega. Anunciadlo y que se oiga; proclamadlo con fuerte voz. La Iglesia nos alerta con cuatro semanas de antelación para que nos preparemos a celebrar de nuevo la Navidad y, a la vez, para que, con el recuerdo de la primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por eso, el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza.

“Ven, Señor, y no tardes”. Preparemos el camino para el Señor que llegará pronto; y si advertimos que nuestra visión está nublada y no vemos con claridad esa luz que procede de Belén, de Jesús, es el momento de apartar los obstáculos. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios. Es el momento de discernir qué cosas nos separan del Señor, y tirarlas lejos de nosotros. Para ello, este examen debe ir a las raíces mismas de nuestros actos, a los motivos que inspiran nuestras acciones.

– Principales enemigos de nuestra santidad: las tres concupiscencias. La Confesión, medio para preparar la Navidad.

II. Como en este tiempo queremos de verdad acercarnos más a Dios, examinaremos a fondo nuestra alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para mantenernos alejados del Señor. De una forma u otra, allí están los principales obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida.

“La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...), no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).

“El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...).

“Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.

La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos.

Puesto que el Señor viene a nosotros, hemos de prepararnos. Cuando llegue la Navidad, el Señor debe encontrarnos atentos y con el alma dispuesta; así debe hallarnos también en nuestro encuentro definitivo con Él. Necesitamos enderezar los caminos de nuestra vida, volvernos hacia ese Dios que viene a nosotros. Toda la existencia del hombre es una constante preparación para ver al Señor, que cada vez está más cerca; pero en el Adviento la Iglesia nos ayuda a pedir de una manera especial; Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad: enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

Prepararemos este encuentro en el sacramento de la Penitencia. Cercana ya la Navidad de 1980, el Papa Juan Pablo II estuvo con más de dos mil niños en una parroquia romana. Y comenzó la catequesis: ¿Cómo os preparáis para la Navidad? Con la oración, responden los chicos gritando. Bien, con la oración, les dice el Papa, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis? Y los millares de chicos, más fuerte todavía, responden: ¡Lo haremos! Sí, debéis hacerlo, les dice Juan Pablo II. Y en voz más baja: El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño Dios.

Así lo haremos también nosotros en las semanas que faltan para la Nochebuena, con más amor, con más contrición cada vez. Porque siempre podemos recibir con mejores disposiciones este sacramento de la misericordia divina, como consecuencia de examinar más a fondo nuestra alma.

– Vigilantes mediante la oración, la mortificación y el examen de conciencia.

III. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad sobre aviso, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (...). Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, o a medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana. No sea que cuando viniere de repente, os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo a todos digo, velad.

Para mantener este estado de vigilia es necesario luchar, porque la tendencia de todo hombre es vivir con los ojos puestos en las cosas de la tierra. Especialmente en este tiempo de Adviento, no vamos a dejar que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y embriaguez y los cuidados de esta vida, y perder de vista así la dimensión sobrenatural que deben tener todos nuestros actos. San Pablo compara esta vigilia sobre nosotros a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender. “Este adversario enemigo nuestro por dondequiera que pueda procura dañar; y pues él no anda descuidado, no lo andemos nosotros”.

Estaremos alerta si cuidamos con esmero la oración personal, que evita la tibieza y, con ella, la muerte de los deseos de santidad; estaremos vigilantes si no descuidamos las mortificaciones pequeñas, que nos mantienen despiertos para las cosas de Dios. Estaremos atentos mediante un delicado examen de conciencia, que nos haga ver los puntos en que nos estamos separando, casi sin darnos cuenta, de nuestro camino.

“Hermanos –nos dice San Bernardo–, a vosotros, como a los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y entendidos: los auténticos caminos de la salvación. Meditad en ellos con suma atención. Profundizad en el sentido de este Adviento. Y, sobre todo, fijaos quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene; para qué, cuándo y por dónde viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta devoción este Adviento si no contuviera algún gran misterio”.

Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no tardará, leemos en las antífonas de la liturgia.

Santa María, Esperanza nuestra, nos ayudará a mejorar en este tiempo de Adviento. Ella espera con gran recogimiento el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que nacerá en Belén. Junto a Ella nos será fácil disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o ninguna importancia ante Jesús.

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Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

«Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento»

 Hoy, en este primer domingo de Adviento, la Iglesia comienza a recorrer un nuevo año litúrgico. Entramos, por tanto, en unos días de especial expectación, renovación y preparación.

Jesús advierte que ignoramos «cuándo será el momento» (Mc 13, 33). Sí, en esta vida hay un momento decisivo. ¿Cuándo será? No lo sabemos. El Señor ni tan sólo quiso revelar el momento en que se habría de producir el final del mundo.

En fin, todo eso nos conduce hacia una actitud de expectación y de concienciación: «No sea que llegue (...) y os encuentre dormidos» (Mc 13, 36). El tiempo en esta vida es tiempo para la entrega, para la maduración de nuestra capacidad de amar; no es un tiempo para el entretenimiento. Es un tiempo de “noviazgo” como preparación para el tiempo de las “bodas” en el más allá en comunión con Dios y con todos los santos.

Pero la vida es un constante comenzar y recomenzar. El hecho es que pasamos por muchos momentos decisivos: quizá cada día, cada hora y cada minuto han de convertirse en un tiempo decisivo. Muchos o pocos, pero –en definitiva– días, horas y minutos: es ahí, en el momento concreto, donde nos espera el Señor. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –este momento único, que cada uno recuerda y en el cual uno hizo claramente aquello que el Señor nos pide– es importante; pero todavía son más importantes, y más difíciles, las sucesivas conversiones (San Josemaría).

En este tiempo litúrgico nos preparamos para celebrar el gran “advenimiento”: la venida de Nuestro Amo. “Navidad”, “Nativitas”: ¡ojalá que cada jornada de nuestra existencia sea un “nacimiento” a la vida de amor! Quizá resulte que hacer de nuestra vida una permanente “Navidad” sea la mejor manera de no dormir. ¡Nuestra Madre Santa María vela por nosotros!

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

La misión del sacerdote

«Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento» (Mc 13, 33).

Eso dice Jesús.

Y te lo dice a ti, sacerdote, y también te dice que tienes una gran responsabilidad.

Tú has sido llamado y elegido, y has sido enviado con una misión compartida con tu Señor: preparar a los hombres para cuando Él venga; para que tengan fe, y ese día sea de alegría y de paz, y no un día terrible.

Tu Señor te asegura que su misericordia estará presente en ese día, porque Él es la misericordia misma que quiere derramar a los hombres a través de tu ministerio sacerdotal. Es así, a través de ti, como se hace presente, resucitado y vivo, para ser Él mismo quien prepara a los hombres.

Tu Señor anuncia que va a venir por segunda vez, ya no para hacer un sacrificio, sino para recoger sus frutos. Y es a través de ti, sacerdote, que Él prepara a los hombres, ofreciendo su único y eterno sacrificio, como ofrenda agradable al Padre. 

Tú eres, sacerdote, un don, un regalo, para que el hombre pueda llegar a Dios.

Y tú, sacerdote, ¿te das cuenta de la grandeza de tu misión?

¿Reconoces que tú eres Cristo vivo y resucitado, pero también signo de contradicción? 

Que el rechazo, la persecución, el desprecio y la soledad no te hagan perder de vista esa gran responsabilidad, porque la indiferencia del mundo ante la grandeza de Dios destruye al sacerdote, y si el sacerdote no se alimenta de la Palabra, no la vive, y así el mismo sacerdote es el que permite esa indiferencia. 

¿Eres consciente de para qué fuiste llamado?, ¿cuándo fuiste llamado?, ¿cómo fuiste llamado?

Reflexiona, sacerdote, y dale sentido a tu vida. Date cuenta de que eres responsable de los actos de las almas que se te han encomendado, y de que tienes el poder y las armas para dirigir esos actos hacia Dios. Esa es tu misión, sacerdote. 

Pídele a tu Señor, que te ayude a predicar su palabra, y que puedas cumplirla también, que la pongas por obra, para ser ejemplo, para no ser causa de tu propia destrucción. 

Que tengas verdaderamente fe, esperanza y amor; que contagies, sostengas, guíes, convenzas y enseñes a su pueblo.

Que seas consciente de que tienes en ti mismo la capacidad para hacer llegar a todos los hombres las catorce obras de misericordia, pero no te das cuenta. Y esa es tu misión: llevar a todos los rincones del mundo la misericordia de tu Señor derramada en la cruz.

Que tengas fe suficiente para expulsar a todos los demonios y para construir el Reino de los cielos en la tierra, porque esa es tu misión.

Haz oración, sacerdote, y medita todas estas cosas en tu corazón, porque cuando entiendas bien cuál es tu misión, le darás una gran satisfacción a tu Señor, porque amarás la cruz y lo dejarás todo cada día, para seguirlo, porque esa es tu misión.

Acude al auxilio de tu Madre, sacerdote, y pídele que te ayude a creer, para poder cumplir con tu misión, construyendo y preparando el Reino de los cielos, para que, cuando su Hijo venga, no encuentre su morada como en su nacimiento, en un pesebre pobre y escondido, sino un Reino rico en fe, en esperanza y en amor, esperando al Rey que vendrá con toda su majestad y esplendor.

(Espada de Dos Filos I, n. 1)

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