Domingo II de Adviento (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JERÓNIMO Y SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2014, 2017 y 2020
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2005, 2008 y 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Fr. Fausto BAILO (Toronto, Canadá) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
DIOS SÍ DA LA CARA
Is 40, 1-5. 9-11; 2 Pe 3, 8-14; Mc 1, 1-18
Juan Bautista, lo mismo que Isaías, fueron figuras proféticas que consolaron y animaron a unos oyentes pasmados por la desesperanza y el sufrimiento. El profeta que tradicionalmente ha sido llamado Segundo Isaías sabe de lo que está hablando. Dios mostrará su gloria. El tiempo sombrío del exilio y la opresión en Babilonia llegará a su fin en semanas. No hay lugar para la aflicción, sino para la esperanza. El profeta entendió que su misión era consolar y animar a sus hermanos, atrapados en el pantano del destierro. El profeta del Jordán también está cierto que Dios ofrece una segunda oportunidad a Israel. Ese mundo nuevo se cimentará en el interior de cada persona que reconozca su adicción al mal, confiese sus pecados, reciba el bautismo y se comprometa a dejarse guiar por el auxilio de Dios. Jesús, el enviado de Dios, está llegando.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Is 30, 19.30
Pueblo de Sión, mira que el Señor va a venir para salvar a todas las naciones y dejará oír la majestad de su voz para alegría de tu corazón.
ORACIÓN COLECTA
Dios omnipotente y misericordioso, haz que ninguna ocupación terrena sirva de obstáculo a quienes van presurosos al encuentro de tu Hijo, antes bien, que el aprendizaje de la sabiduría celestial, nos lleve a gozar de su presencia. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Preparen el camino del Señor.
Del libro del profeta Isaías: 40, 1-5. 9-11
“Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablen al corazón de Jerusalén y díganle a gritos que ya terminó el tiempo de su servidumbre y que ya ha satisfecho por sus iniquidades, porque ya ha recibido de manos del Señor castigo doble por todos sus pecados”.
Una voz clama: “Preparen el camino del Señor en el desierto, construyan en el páramo una calzada para nuestro Dios. Que todo valle se eleve, que todo monte y colina se rebajen; que lo torcido se enderece y lo escabroso se allane. Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán”. Así ha hablado la boca del Señor.
Sube a lo alto del monte, mensajero de buenas nuevas para Sión; alza con fuerza la voz, tú que anuncias noticias alegres a Jerusalén. Alza la voz y no temas; anuncia a los ciudadanos de Judá: “Aquí está su Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder, el que con su brazo lo domina todo. El premio de su victoria lo acompaña y sus trofeos lo anteceden. Como pastor apacentará su rebaño; llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito a sus madres”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 84, 9ab-10.1l-12.13-14.
R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos al Salvador.
Escucharé las palabras del Señor, palabras de paz para su pueblo santo. Está ya cerca nuestra salvación y la gloria del Señor habitará en la tierra. R/.
La misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron, la fidelidad brotó en la tierra y la justicia vino del cielo. R/.
Cuando el Señor nos muestre su bondad, nuestra tierra producirá su fruto. La justicia le abrirá camino al Señor e irá siguiendo sus pisadas. R/.
SEGUNDA LECTURA
Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva.
De la segunda carta del apóstol san Pedro: 3, 8-14
Queridos hermanos: No olviden que para el Señor, un día es como mil años y mil años, como un día. No es que el Señor se tarde, como algunos suponen, en cumplir su promesa, sino que les tiene a ustedes mucha paciencia, pues no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan.
El día del Señor llegará como los ladrones. Entonces los cielos desaparecerán con gran estrépito, los elementos serán destruidos por el fuego y perecerá la tierra con todo lo que hay en ella.
Puesto que todo va a ser destruido, piensen con cuánta santidad y entrega deben vivir ustedes esperando y apresurando el advenimiento del día del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos.
Pero nosotros confiamos en la promesa del Señor y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia. Por lo tanto, queridos hermanos, apoyados en esta esperanza, pongan todo su empeño en que el Señor los halle en paz con él, sin mancha ni reproche.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 3, 4. 6
R/. Aleluya, aleluya.
Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos, y todos los hombres verán la salvación de Dios. R/.
EVANGELIO
Enderecen los senderos del Señor.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 1-8
Este es el principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. En el libro del profeta Isaías está escrito:
He aquí que yo envío a mi mensajero delante de ti, a preparar tu camino. Voz del que clama en el desierto: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos”.
En cumplimiento de esto, apareció en el desierto Juan el Bautista predicando un bautismo de conversión, para el perdón de los pecados. A él acudían de toda la comarca de Judea y muchos habitantes de Jerusalén; reconocían sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Juan usaba un vestido de pelo de camello, ceñido con un cinturón de cuero y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Proclamaba: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Que te sean agradables, Señor, nuestras humildes súplicas y ofrendas, y puesto que no tenemos méritos en qué apoyarnos, nos socorra el poderoso auxilio de tu benevolencia. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Bar 5, 5; 4, 36
Levántate, Jerusalén, sube a lo alto, para que contemples la alegría que te viene de Dios.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Saciados por el alimento que nutre nuestro espíritu, te rogamos, Señor, que, por nuestra participación en estos misterios, nos enseñes a valorar sabiamente las cosas de la tierra y a poner nuestro corazón en las del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Preparad el camino del Señor (Is 40,1-5.9-11)
1ª lectura
Se inicia aquí una sección del libro de Isaías (40,1 – 48,22) que tiene como referencia inmediata la vuelta de los desterrados de Babilonia, que es presentada como un «nuevo éxodo». Si el éxodo de Egipto es el prototipo de todas las intervenciones que ha hecho Dios en favor de su pueblo, ahora se habla de otro, que es «nuevo» porque el poder con el que actúa el Señor, Creador de todas las cosas, supera a lo manifestado en el antiguo. La noticia de la liberación inminente supone un gran consuelo para el pueblo. Así se dice desde el principio y se reitera en los oráculos que siguen. Por eso, esta parte del libro de Isaías suele denominarse «Libro de la Consolación», y ha sido entendida como figura y anticipo de la consolación que traerá Cristo: «La verdadera consolación, alivio y liberación de los males humanos es la Encarnación de nuestro Dios y Salvador» (Teodoreto de Ciro, Commentaria in Isaiam 40,3).
Con solemnidad, una voz anónima proclama el consuelo de parte del Señor (vv. 1-5). La misma voz pide al profeta que también él grite y pregone la perenne vitalidad de la palabra de Dios y su mensaje de la salvación (vv. 6-11).
Los oráculos se dirigen a los habitantes de Jerusalén deportados en Babilonia. Cuando se pronuncian han pasado ya varias décadas desde que ellos o sus padres fueron forzados a abandonar la ciudad santa. Tras ese tiempo de sufrimientos y separación, su culpa ha sido expiada con creces. Llega el momento de disponerse para emprender, con la ayuda del Señor, el camino de regreso. A lo largo de toda la sección se habla de ese viaje. La voz que habla en nombre del Señor infunde ánimos: no será un camino duro, sino que encontrarán un sendero despejado que los llevará ante la Gloria del Señor. Como en el éxodo de Egipto, en el «camino» de Babilonia hacia Jerusalén el poder de Dios se va a manifestar con prodigios. Las palabras de la voz misteriosa que invita a emprender la marcha avivan la esperanza de los que regresaban a la tierra prometida. Los cuatro Evangelios ven cumplidas estas palabras en el ministerio de Juan Bautista, que es la voz que grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor» (cfr v. 3). En efecto, Juan, con su llamada a la conversión personal y al bautismo de penitencia, prepara el camino para encontrar a Jesús (cfr Mt 3,3; Mc 1,3; Lc 3,4; Jn 1,23), a quien los Evangelios confiesan como «el Señor» (cfr v. 3). Por su parte, Juan Bautista es el heraldo, el «precursor»: «Por este motivo, aquella voz manda preparar un camino para la Palabra de Dios, así como allanar sus obstáculos y asperezas, para que cuando venga nuestro Dios pueda caminar sin dificultad. Preparad un camino al Señor: se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres» (Eusebio de Cesarea, Commentaria in Isaiam 40,366). De ahí que, en la tradición cristiana, «Juan es “más que un profeta” (Lc 7,26). En él, el Espíritu Santo consuma el “hablar por los profetas”. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cfr Mt 11,13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la “voz” del Consolador que llega (Jn 1,23; cfr Is 40,1-3)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 719).
En la segunda parte del oráculo, la voz anónima pide al profeta que hable en nombre del Señor (vv. 6-8). Los proyectos meramente humanos tienen una vigencia limitada, sólo la palabra de Dios permanece. Seguramente hay en esa voz una alusión al poder de Babilonia, que pasa como «flor silvestre» cuando «sopla el aliento del Señor», porque se había alzado contra la bondad de Dios. En el mensaje que ha de transmitir al pueblo se habla de confianza en el poder de Dios, que no llega para devastar sino para cuidar amorosamente y recompensar al pueblo que está a su cuidado (vv. 9-11). Aparece por primera vez la imagen del «rebaño» referida al pueblo de Dios, una de las varias figuras utilizadas en la Sagrada Escritura para expresar la atención amorosa de Dios a su pueblo (cfr Jr 23,3; Ez 34,1ss.; Sal 23,4) y que la tradición cristiana utiliza para exponer el misterio de la Iglesia: «La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Jn 10,1-10). Es también el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como Él mismo anunció (cfr Is 40,11; Ez 34,11-31). Aunque son pastores humanos quienes gobiernan a las ovejas, sin embargo, es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (cfr Jn 10,11; 1 P 5,4), que dio su vida por las ovejas (cfr Jn 10,11-15)» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 6).
No tarda el Señor (2 Pe 3,8-14)
2ª lectura
El autor sagrado reprocha a los falsos maestros su falta de fe y enseña que las cosas no son iguales desde el comienzo. Acaba de decir que Dios llevó a cabo la creación con su Palabra y por ella envió el castigo del diluvio, provocando una profunda transformación en el universo (cf. 2 Pe 3,5-6). Por tanto, hay que creer que también por su Palabra la creación entera sufrirá el cambio profundo que dé origen a «unos cielos nuevos y una tierra nueva» (cfr vv. 7.10; 3,12-13). Además, el tiempo es muy relativo frente a la eternidad de Dios (v. 8), y si Dios retrasa el momento final es por su misericordia, porque quiere que todos los hombres se salven (v. 9; cfr 1 Tm 2,4; Rm 11,22). Una cosa es cierta: hay que mantenerse vigilantes, porque el día del Señor vendrá sin previo aviso (v. 10; cfr Mc 13,32-36). «Como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cfr Hb 9,27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos (cfr Mt 25,31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cfr Mt 25,26), ir al fuego eterno (cfr Mt 25,41)» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 48).
La consideración del fin del mundo y de la Parusía del Señor fundamenta la exhortación moral de los vv. 11-14. «Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio Final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado. (...) La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1042-1043). El cristiano ha de aguardar esos hechos no con miedo, sino con esperanza (vv. 12-14). Al mismo tiempo esta espera no puede inducirle a desentenderse de las realidades humanas: «La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 39).
Comienzo del Evangelio (Mc 1,1-8)
Evangelio
El versículo inicial viene a ser como el pórtico de todo el Evangelio según San Marcos: Jesús de Nazaret es el Mesías («Jesucristo») y también «Hijo de Dios»; con Él llega el momento de la salvación («comienzo») ya que Él mismo es la buena noticia de la salvación («Evangelio»).
La palabra «Evangelio» indica el feliz anuncio, la buena nueva que Dios comunica a los hombres por medio de su Hijo. En este sentido, la frase «Evangelio de Jesucristo» (v. 1) se refiere al mensaje que Él ha anunciado a los hombres de parte del Padre. Pero el contenido de la buena nueva es, en primer lugar, el mismo Jesucristo, sus palabras y sus obras: «Jesús mismo, Evangelio de Dios (cfr Mc 1,1; Rm 1,1-3), ha sido el primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 7). Los Apóstoles, enviados por Cristo, dieron testimonio a judíos y gentiles, por medio de la predicación oral, de la muerte y resurrección de Jesús como cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, y éste era su Evangelio (cfr 1 Co 15,4). Los Apóstoles y otros varones apostólicos, movidos por el Espíritu Santo, pusieron por escrito parte de esta predicación en los evangelios. De este modo, por la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica, la voz de Cristo se perpetúa por todos los siglos y se hace oír en todas las generaciones y en todos los pueblos.
San Juan Bautista es presentado –con una cita de los profetas y también por sus acciones de signo profético– como el nexo de continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: es el último de los Profetas y el primero de los testigos de Cristo. Tal vez el evangelista menciona a Isaías por ser el profeta más importante en el anuncio de los tiempos mesiánicos, pero la cita (vv. 2-3) comienza recogiendo unas palabras de Ml 3,1, seguidas por las de Is 40,3. En todo caso, este texto señala que el Antiguo Testamento, si se entiende a la luz de Jesucristo, es Evangelio: «El Evangelio se refiere en primer lugar a aquel que es cabeza de todo el cuerpo de los salvados, es decir, a Cristo Jesús. (...) El comienzo del Evangelio (...) se refiere a todo el Antiguo Testamento, del que Juan es figura, o a la conexión existente entre el Nuevo y el Antiguo Testamento, cuya parte final está representada precisamente por Juan. (...) Por eso me pregunto por qué los herejes atribuyen los dos Testamentos a dos dioses distintos» (Orígenes, Commentaria in Ioannem 1,13,79-82).
La descripción de la vida sobria del Bautista (vv. 4-6) es acorde con el contenido de su predicación: es necesaria una purificación para recibir al Mesías. La grandeza de Jesús como Mesías la señala Juan cuando no se considera digno de desatarle la correa de las sandalias (v. 7). Si se tiene presente que esta acción se consideraba tan humillante que estaba prohibido exigirla a un esclavo judío, se comprende mejor la expresividad de las palabras del Bautista.
De Juan, el evangelista recuerda, sobre todo, su predicación. El Bautista «predicaba» (cfr v. 4) un bautismo de penitencia, y «predicaba» la llegada de Jesús como alguien «más poderoso que yo» (v. 7), cuyo bautismo será en «el Espíritu Santo». En efecto, el bautismo de Juan suponía reconocer la propia condición de pecador –«confesando sus pecados» (v. 5)–, puesto que tal rito significaba precisamente eso. Esta confesión de los pecados es distinta del sacramento cristiano de la Penitencia. Sin embargo, era agradable a Dios al ser signo de arrepentimiento interior y estar acompañada de frutos dignos de penitencia (Mt 3,7-10; Lc 3,7-9): «El bautismo de Juan no consistió tanto en el perdón de los pecados como en ser un bautismo de penitencia con miras a la remisión de los pecados, es decir, la que tendría que venir después por medio de la santificación de Cristo. (...) No puede llamarse bautismo perfecto sino en virtud de la cruz y de la resurrección de Cristo» (S. Jerónimo, Contra luciferianos 7).
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SAN JERÓNIMO (www.iveargentina.org)
Preparad los caminos del Señor
Aquel ser viviente, que en el Apocalipsis de San Juan y en el comienzo del libro de Ezequiel aparece cuatriforme, por tener cara de hombre, cara de toro, cara de león, y cara de águila, tiene también en este lugar su significado: en Mateo se descubre la cara de hombre, en Lucas la de toro, en Juan la de águila; a Marcos lo representa el león, que ruge en el desierto.
Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en Isaías el profeta: Voz que clama en el desierto: preparad los caminos del Señor, rectificad sus sendas. El que clama en el desierto ciertamente es el león, a cuya voz tiemblan los animales todos, corren en tropel y no son capaces de huir. Considerad al mismo tiempo que Juan el Bautista es llamado la voz, y nuestro Señor Jesucristo la palabra: el siervo precede al Señor.
«Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Por tanto, no del hijo de José. El comienzo del Evangelio es el final de la ley: acaba la ley y comienza el Evangelio.
Conforme está escrito en Isaías el profeta: Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino. Conforme está escrito en Isaías. En cuanto soy capaz de recordar y buscar en mi mente, repasando con la máxima atención tanto la traducción de los setenta como los mismos textos hebreos, nunca he podido encontrar que esto esté escrito en el profeta Isaías. Lo de: «Mira, envío mi mensajero delante de ti», está escrito, sin embargo, al final del profeta Malaquías, ¿cómo es que el evangelista Marcos dice aquí «conforme está escrito en el profeta Isaías?» Los evangelistas hablaban inspirados por el Espíritu Santo. Y Marcos, que esto escribe, no es menos que los demás. En efecto, el apóstol Pedro dice en su carta: «Os saluda la elegida como vosotros, así como mi hijo Marcos». ¡Oh apóstol Pedro, tu hijo Marcos, hijo no según la carne, sino según el espíritu, instruido en las cosas espirituales, ignora esto! Y lo que está escrito en un lugar, lo asigna a otro. «Conforme está escrito en el profeta Isaías: Mira, envío mi mensajero delante de ti». Porfirio, aquel impío, que escribió contra nosotros y que vomitó su rabia en muchos libros, se ocupa de este pasaje en su libro decimocuarto, y dice: «Los evangelistas fueron hombres tan ignorantes, no sólo en las cosas del mundo, sino incluso en las di-vinas Escrituras, que lo escrito por un profeta lo atribuyen a otro». Esta es su objeción. ¿Qué le responderemos nosotros? Gracias a vuestras oraciones me parece haber encontrado la solución. Conforme está escrito en el profeta Isaías. ¿Qué es lo que está escrito en el profeta Isaías? «Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del señor, enderezad sus sendas». Esto es lo que está escrito en Isaías. Ahora bien, esta misma afirmación se halla expuesta más ampliamente en otro profeta. El evangelista mismo dice: Este es Juan el Bautista, de quien también Malaquías dijo: «Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino». Por tanto, lo que dice que está escrito en Isaías, se refiere a este pasaje: «Voz del que dama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas». Para probar que Juan era el mensajero, que había sido enviado, no quiso Marcos recurrir a su propia palabra, sino a la profecía del profeta.
Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión... “ . Juan apareció: nuestro Dios existía. Lo que apareció, dejó de ser y, antes de aparecer, no existió. Por el contrario, el que existía antes y existía siempre y nunca ha tenido principio. Por ello, de Juan el Bautista se dice apareció, mientras del Señor y Salvador se dice existía. Cuando se dice existía significa que no tiene principio. Él mismo es el que dijo: «El que me ha enviado»: pues el ser no tuvo principio. Apareció Juan en el desierto, bautizando y predicando. En el desierto apareció la voz que tenía que anunciar al señor: otra cosa no debía proclamar sino la venida del Salvador. Apareció Juan en el desierto. ¡Feliz innovación: abandonar a los hombres, buscar a los ángeles, dejar las ciudades y encontrar a Cristo en la soledad! Apareció Juan en el desierto, bautizando y predicando: bautizaba con su mano, predicaba con su palabra. El bautismo de Juan precedió al bautismo del Salvador. Del mismo modo como Juan el Bautista fue el precursor del Señor y Salvador, así también su bautismo fue el precursor del bautismo del Salvador. Aquél se dio en la penitencia, éste en la gracia. Allí se otorga la penitencia y el perdón, aquí la victoria.
“Acudía a él gente de toda la región de Judea”. A Juan acude Judea, acude Jerusalén; más a Jesús, el Señor y Salvador, acude todo el mundo. «En Judá Dios es conocido, grande es su nombre en Israel». A Juan, pues, acuden Judea y Jerusalén, más al Salvador acude todo el mundo.
Venían todos y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Eran bautizados por Juan. Juan el Bautista ofrece la sombra de la ley, por ello los judíos son bautizados sólo según la ley. Venían de Jerusalén y eran bautizados por él en el Jordán, el río que baja. Pues la ley baja: aunque bautiza, es, sin embargo, de abajo. Jordán significa esto: río que baja, mientras que nuestro señor, y toda la Trinidad, es de arriba. Alguien podría decir: si la ley es de abajo, ¿no es también de abajo el Señor, que fue bautizado en el Jordán? Fue bautizado en el Jordán justamente, pues guardó los preceptos de la ley. Del mismo modo como fue circuncidado según la ley, según la ley fue bautizado.
Juan llevaba un vestido de piel de camello, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Así como los apóstoles son los primeros entre los sacerdotes, Juan el Bautista es el primero entre los monjes. Y, como nos transmiten los escritos hebreos y puede todavía recordarse, también en las listas de los sacerdotes se nombra a Juan entre los pontífices. De este modo queda claro que aquel varón fue no sólo un santo, sino también un sacerdote. Leemos, además, en el Evangelio de San Lucas que Juan era de linaje sacerdotal. «Hubo, dice, un sacerdote llamado Zacarías..., que en el turno de su grupo...». Esto, propiamente hablando, no puede referirse más que a los príncipes de los sacerdotes, es decir a los pontífices. ¿Por qué he dicho todo esto? Para que sepamos que el que sabía que Cristo iba a venir era sacerdote y, sin embargo, no buscaba a Cristo en el templo, sino en el desierto, donde habíase retirado de la multitud. Para los ojos que esperan a Cristo, ninguna otra cosa merece la atención más que Cristo. Y Juan llevaba su vestido hecho de pelo de camello: no de lana, para que no pudieras pensar que eran vestidos delicados. Nuestro Señor mismo da testimonio en el evangelio del ascetismo de Juan. «Los que visten con elegancia, dice el Señor, están en los palacios de los reyes».
Tratemos ahora de descubrir, con la ayuda de vuestras oraciones, el sentido espiritual del texto. «Tenía Juan un vestido hecho de pelos de camello con un cinturón de cuero a sus lomos» . Juan mismo dice: «Es preciso que él crezca y yo disminuya. El que tiene la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo se alegra mucho, si ve al esposo». Y dice además: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias». Lo de «Es preciso que él crezca y yo disminuya» equivale a decir: es preciso que el Evangelio crezca y yo, la ley, disminuya. Llevaba Juan, es decir, la ley en Juan, un vestido hecho de pelos de camello: no podía llevar la túnica propia del cordero, de quien se dice: «He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo», y también: «Como oveja fue llevado a la muerte». Bajo la ley no podemos llevar la túnica propia de aquel cordero. Y bajo la ley llevaba Juan un cinturón de cuero, porque los judíos consideran pecado solamente el cometido de obra; lo contrario de nuestro Señor Jesús, que en el Apocalipsis de Juan aparece en medio de siete candelabros, llevando un cinturón de oro, y no en los lomos, sino en el pecho .La ley se ciñe a los lomos, mientras que Cristo, es decir, el Evangelio y la virtud de los monjes no sólo condena los actos libidinosos, sino incluso los malos pensamientos. Aquí —en el Evangelio— no está permitido pecar ni siquiera de pensamiento, allí —en la ley—sólo es reo de pecado quien de hecho haya cometido fornicación. En verdad, os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. «Está escrito en la ley, dice Jesús, no cometerás adulterio». Este es el cinturón que se ciñe a los lomos. «Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón». Este es el cinturón de oro, que se ciñe al pecho.
Llevaba un vestido de pelos de camello y «comía langostas y miel silvestre». La langosta es un animal pequeño, intermedio entre las aves y los reptiles, pues no despega de tierra lo suficiente; aunque se eleva un poco, salta más bien que vuela, e incluso, cuando se ha elevado un poco de tierra, cae de nuevo al suelo, al fallarle las alas. Así también, la ley parecía alejarse un poco del error de la idolatría, mas no era capaz de volar al cielo. Nunca se habla en la ley del reino de los cielos. ¿Queréis saber por qué el reino de los cielos sólo se predica en el Evangelio? «Haced penitencia, dice, porque está cerca el reino de los cielos». Así, pues, la ley elevaba un poco a los hombres de tierra, pero no podía llevarlos al cielo. «Donde esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas». Esto respecto a las langostas.
También comía miel, no de la cultivada, sino de la silvestre, entre las fieras, entre las bestias; no en casa, no en la Iglesia, sino fuera de la Iglesia. En la ley llegaba a su fin la miel silvestre, de ahí que nunca hallemos escrito que la miel haya sido ofrecida en los sacrificios. Tal vez alguien se sorprenda y diga: ¿Por qué, siendo ofrecidos a Dios en sacrificio el aceite, la harina, el carnero, el cordero, la sangre de los animales, y demás cosas, sólo la miel no es ofrecida? En definitiva, ¿qué dice la Escritura? Todo lo que se ofrezca en sacrificio, ofrézcase sazonado con sal. «Que vuestra conversación esté sazonada con sal». La miel no se ofrece en absoluto. Y todo lo que haya tocado —se dice—, será impuro. La miel es signo del placer y la sensualidad: el placer conduce siempre a la muerte y no agrada nunca a Dios. Cuanto consigo trae dulzura no se ofrece a Dios en sacrificio. La miel es ciertamente dulce por sí misma y, por despertar con su dulzura los sentidos, se equipara al placer, a la pasión, a la lascivia. Cierto que la miel procede de las flores, que surgen por doquier, pero si te fijas bien, entre las mismas flores hay cadáveres, podredumbre y cosas semejantes... Por tanto, la miel no sólo procede de las flores, sino también de todo lo voluptuoso. Parece ciertamente agradable, más si sabes discernir el peligro, es en realidad mortal. ¿Por qué he dicho esto? Porque en la ley estaban los comienzos, mientras que en el Evangelio está la perfección.
Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Aquí aparece claramente un signo de humildad; es como decir: no soy digno siquiera de ser su siervo. Pero en estas sencillas palabras se nos revela otro misterio. Leemos en el Éxodo, en el Deuteronomio y en el libro de Ruth que cuando alguien se negaba a tomar por mujer a la viuda de su hermano, quien le seguía en orden de parentesco, ante los jueces y los ancianos le decía: a ti te corresponde el matrimonio, tú eres quien debe tomarla por mujer. Si se negaba, la misma a quien no quería tomar por esposa le quitaba su sandalia, le golpeaba en la cara y le escupía. De este modo podía ya casarse con el otro. Esto se hacía para pública deshonra —interpretando de momento el texto al pie de la letra— a fin de que si alguien fuera a rechazar a una mujer especialmente por ser pobre, el miedo a esta pública deshonra le hiciera desistir. Por tanto, aquí se nos revela el sacerdocio. Juan mismo dice: «el que tiene a la esposa es el esposo». Él tiene por esposa a la Iglesia, yo soy simplemente el amigo del esposo: no puedo, siguiendo la ley, desatar la correa de su sandalia, porque él no ha rechazado a la Iglesia por esposa.
Yo os bautizo con agua, yo soy un servidor, él es el Creador y el Señor. Yo os ofrezco agua. Yo, que soy criatura, ofrezco una criatura; él, que es increado, da al increado. Yo os bautizo con agua, ofrezco lo que se ve; él lo que no se ve. Yo, que soy visible, doy agua visible; él, que es invisible, da el Espíritu invisible.
Comentario al evangelio de San Marcos, Comentario a Mc 1, 8, Ciudad Nueva Madrid 1988, pág. 19-27
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SAN JUAN CRISÓSTOMO
“¡Convertíos!”
2. ¿Qué quiere, pues, decir: Para la remisión de los pecados? Los judíos eran unos insensatos y jamás se daban cuenta de sus pecados, sino que, siendo reos de los más graves crímenes, se justificaban en todo a sí mismos. Que fue lo que señaladamente los perdió y apartó de la fe. Esto les echaba Pablo en cara cuando decía: Ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la suya propia, no se han sometido a la justicia de Dios. Y antes había dicho: ¿Qué decir, pues? Que las naciones que no seguían la justicia, alcanzaron la justicia; Israel, empero, que seguía la ley de la justicia, no llegó a la ley de la justicia. ¿Por qué? Porque no la siguió por la fe sino por las obras.
Ahora bien, como ésta era la causa de todos los males, viene Juan, y su misión no es otra que obligarlos a pensar en sus propios pecados. Por lo menos, eso indicaba su figura misma, que era toda de arrepentimiento y confesión; eso también su predicación. Ninguna otra cosa, en efecto, decía sino: Haced frutos dignos del arrepentimiento. Como quiera, pues, que el no condenar sus propios pecados, como bien claro lo dijo Pablo, los hizo alejarse de Cristo, y el reconocerlos lleva al hombre al deseo de buscar al Redentor y a desear el perdón; a prepararlos para eso vino Juan, a persuadirlos al arrepentimiento vino; no para que fueran castigados, sino que, hechos más humildes por el arrepentimiento y condenándose a sí mismos, corrieran a alcanzar el perdón. Mira, si no, con qué precisión lo dice el evangelista. Habiendo dicho: Vino Juan predicando el bautismo en el desierto de la Judea, añadió: Para la remisión de los pecados. Como si Juan mismo nos dijera: Yo los exhortaba a confesar y arrepentirse de sus pecados, no para que fueran condenados, sino para que, confesados y arrepentidos, alcanzaran más fácilmente el perdón. Porque, si no se hubieran condenado a sí mismos, no hubieran ni pedido siquiera la gracia del perdón, y, no buscando el perdón, tampoco lo hubieran alcanzado. En conclusión: este bautismo era una preparación del camino hacia Cristo. De ahí las palabras de Pablo: Para que todos creyeran en el que venía después de él; palabras en que, aparte la dicha, se da otra razón del bautismo de Juan.
No era efectivamente lo mismo andar de casa en casa llevando a Cristo de la mano y decir: “Creed en éste”, que levantar aquella bienaventurada voz en presencia y a la vista de toda la muchedumbre y cumplir todo lo demás que Juan hizo por Él. Ésta es la causa por que Cristo acude al bautismo de Juan. Y era así que la reputación del Bautista y el motivo del rito arrastraba y llamaba a la ciudad entera hacia las orillas del Jordán, y allí se formaba teatro inmenso. Por eso, cuando allá se presentan, Juan los reprende, les exhorta a no forjarse altas ilusiones sobre sí mismos; pues, de no arrepentirse, eran reos de los más graves crímenes; que dejen en paz a sus antepasados y no blasonen tanto de ellos, y reciban, en cambio, al que venía.
A la verdad, la vida de Cristo estaba por entonces como en la penumbra y hasta muchos se imaginaban que había muerto entre la matanza general de Belén. Porque, si es cierto que a los doce años tuvo una aparición, fue para quedar otra vez rápidamente en la sombra. Por eso necesitaba ahora de una brillante introducción en escena, de un comienzo más alto que el de su infancia. De ahí que Juan predica ahora por vez primera lo que jamás habían oído los judíos ni de boca de sus profetas ni de otro alguno.
Juan pregona con voz clara el reino de los cielos, y ya no se habla para nada de la tierra. Por reino de los cielos hay que entender el advenimiento de Cristo, tanto el primero como el segundo. –¿A qué le vas con eso a los judíos, que ni te entienden lo que dices? Podría objetarle alguno, –Justamente les hablo así –contesta Juan– porque la misma obscuridad de mis palabras los despierte y vayan a buscar a quien yo les predico. Lo cierto es que de tal modo levantó las esperanzas de sus oyentes, que hasta los soldados y los publicanos (recaudadores de impuestos) le iban a preguntar qué tenían que hacer y cómo tenían que gobernar su vida. Señal de que se desprendían ya de las cosas mundanas, de que miraban otras más altas y que presentían lo que iba a venir. Todo, en efecto, lo que veían y oían, era para levantarlos a pensar altamente.
3. Considerad, si no, la impresión que había de producir contemplar a un hombre de treinta años que venía del desierto, hijo que era de un sumo sacerdote, que jamás necesitó de nada humano, que en todo su porte infundía respeto y que llevaba consigo al profeta Isaías. El profeta, en efecto, estaba también allí pregonando a voces: “Éste es el que yo dije que había de venir gritando, y que con clara voz había de predicarlo todo por el desierto”. Y es así que era tal el empeño de los profetas por las cosas de nuestra salvación, que no se contentaron con anunciar con mucha anticipación al Señor que nos venía a salvar, sino al mismo que le había de servir; y no sólo le nombran a él, sino que señalan el lugar en que había de morar, la manera cómo al venir había de predicar y enseñar y el bien que de su predicación resultaría.
Mirad, si no, cómo el profeta y el Bautista vienen a parar a los mismos pensamientos, aunque se valen de distintas palabras. El profeta había dicho que Juan vendría diciendo: Preparad el camino del Señor, haced derechas sus sendas. Y Juan, de hecho, venido, dijo: Haced frutos dignos del arrepentimiento. Lo que vale tanto como: Preparad el camino del Señor. ¿Veis cómo por lo que había dicho el profeta y por lo que él mismo predicó, resultaba evidente que Juan sólo vino para ir delante preparando el camino, pero no para dar la gracia, es decir, el perdón de los pecados? No, su misión era preparar de antemano las almas para que recibieran al Dios del universo.
Lucas es aún más explícito, pues no se contentó con citar el comienzo de la profecía, sino que la transcribió íntegra: Todo barranco será terraplenado y todo monte y collado será abajado. Y lo torcido será camino recto, y lo áspero senda llana. Y verá toda carne la salvación de Dios. Ya veis cómo el profeta lo dijo todo anticipadamente: el concurso del pueblo, el mejoramiento de las cosas, la facilidad de la predicación, la causa de todos esos acontecimientos, si bien todo lo puso figuradamente, pues ése es el estilo de la profecía. En efecto, cuando dice: Todo barranco será terraplenado y todo monte y collado será abajado, y los caminos ásperos serán senda llana, nos da a entender que los humildes serán exaltados, y los soberbios humillados, y la dificultad de la ley se cambiará en la facilidad de la fe. “Basta ya –viene a decir– de sudores y trabajos; gracia más bien y perdón de los pecados, que nos dará grande facilidad para nuestra salvación”.
Luego nos da la causa de todo esto, diciendo: Y verá toda carne la salvación de Dios. No ya no sólo los judíos y sus prosélitos, sino toda la tierra y el mar y toda la humana naturaleza. Porque por “lo torcido” el profeta quiso significar toda vida humana corrompida: publicanos, rameras, ladrones, magos; todos los cuales, extraviados antes, entraron luego por la senda derecha. El Señor mismo lo dijo: Los publicanos y rameras se os adelantan en el reino de Dios, porque creyeron. Lo mismo indicó el profeta por otras palabras, diciendo: Entonces pacerán juntos lobos y corderos. Y, efectivamente, como en un pasaje por los barrancos y collados significa la diferencia de costumbres que había de fundirse en la igualdad de un solo amor a la sabiduría; así, en éste, por estos contrarios animales, indica igualmente los varios caracteres de los hombres que habían de unirse en la armonía única de la religión.
Y también aquí da la razón: Porque habrá –dice– quien se levante a imperar sobre las naciones y en Él esperarán los pueblos. Lo mismo que había dicho antes: Y verá toda carne la salvación de Dios. Y en uno y otro pasaje se nos manifiesta que la virtud y conocimiento del Evangelio se extendería hasta los últimos confines de la tierra, cambiando la fiereza y dureza de las costumbres del género humano en la mayor mansedumbre y blandura.
Ahora bien, Juan llevaba un vestido de pelos de camello, y un cinturón de piel sobre sus lomos. Ya veis cómo unas cosas las predijeron los profetas; pero otras las dejaron que las contaran los evangelistas. Así, Mateo, por una parte, cita las profecías, y por otra añade lo suyo por su cuenta. Y aquí no tuvo por cosa secundaria decirnos cómo vestía este santo.
4. Realmente, tenía que ser maravilloso y sorprendente contemplar tanta resistencia en un cuerpo humano, y esto era lo que más atraía a los judíos. Ellos veían en Juan al gran Elías, y lo que tenían entonces ante sus ojos les traía a la memoria a aquel santo de tiempos pretéritos y hasta les admiraba más éste que el otro. Porque Elías al cabo vivía en las ciudades y bajo techo; pero Juan desde la cuna se había pasado la vida entera en el desierto. Y es que, como precursor de quien tantas cosas antiguas venía a destruir: el trabajo, la maldición, la tristeza, el sudor, tenía que llevar en sí mismo algunas señales de este don divino y estar por encima de la maldición primera del paraíso. Así, Juan, ni aró la tierra, ni abrió surcos en ella, ni comió el pan con el sudor de su frente. La mesa la tenía siempre puesta; aún era más fácil que su mesa su vestido, y más que su vestido su casa, y es que no necesitaba ni de techo, ni de lecho, ni de mesa, ni de nada semejante, sino que llevaba, en carne humana, una especie de vida de ángel.
Por ello llevaba también un manto de pelos, enseñando por sola su figura a apartarse de las cosas humanas y a no tener nada de común con la tierra, sino volver a aquella primera nobleza en que se hallara Adán antes de que necesitara de mantos y vestidos. De esta manera, la figura misma de Juan era un símbolo del reino de Dios y de la penitencia. (…)
–Mas ¿por qué –me diréis– usaba Juan de ceñidor del vestido? –Esa era la costumbre de los antiguos antes de introducirse la moda blanda y afeminada actual. Así por lo menos aparece ceñido Pedro, e igualmente Pablo: Al hombre –dice el texto sagrado– cuyo es este ceñidor... Así vestía Elías, así cada uno de aquellos antiguos santos, no sólo porque estaban en actividad continua, ora de camino, ora en otra cualquiera obra necesaria; sino también porque pisoteaban todo ornato de sus personas y se abrazaban con todo género de asperezas. Este fue uno de los mayores motivos de la alabanza que Cristo tributó a Juan cuando dijo: ¿Qué salisteis a ver en el desierto: A un hombre vestido de ropas delicadas? Los que llevan ropas delicadas moran en los palacios de los reyes.
5. Pues si tan áspera vida llevaba Juan Bautista–él tan puro, más brillante que el cielo, el más grande de los profetas, el mayor de los nacidos de mujer–, si él, que tan grande confianza podía tener, hasta tal extremo despreciaba toda molicie y se abrazaba con una vida tan dura, ¿qué excusa tendremos nosotros, que, después de recibir tan grande beneficio, cargados como vamos de incontables pecados, no imitamos ni una mínima parte de su penitencia? ¡Nosotros, que andamos borrachos y ahítos y oliendo a perfumes; que apenas si nos diferenciamos en cosa de esas mujeres perdidas del teatro; que por todas partes nos emblandecemos, y nos hacemos así presa fácil del demonio!
Entonces salió hacia él toda la Judea y Jerusalén y toda la región del Jordán, y se hacían bautizar por él en el río, confesando sus pecados. ¿Ves la fuerza que tuvo el advenimiento del profeta, cómo levantó en vilo al pueblo entero, cómo les hizo pensar en sus pecados? A la verdad, cosa de maravilla era ver a un simple hombre que tales muestras daba de sí, con qué libertad hablaba, cómo los dominaba a todos cual si fueran niños, qué gracia, en fin, irradiaba de su mismo rostro.
Hubo también de contribuir a la impresión que apareciera un profeta después de tanto tiempo. Faltaba, en efecto, entre ellos el carisma profético, y volvía ahora después de siglos. La forma misma de su predicación era nueva y sorprendente. No oían de Juan lo que estaban acostumbrados a oír de los profetas: guerras, y batallas y victorias de acá abajo, hambres y pestes, babilonios y persas, toma de la ciudad y cosas por el estilo. Juan hablaba sólo de los cielos, y del reino de los cielos, y de los castigos del infierno. Por eso, no obstante hacer tan poco que habían sido pasados a cuchillo todos los que se habían retirado al desierto a las órdenes de Judas y Teudas, no es la gente menos diligente en acudir allí a la llamada de Juan. Bien es cierto que tampoco los llamaba con los mismos fines: la tiranía, la sedición y la revolución. Él quería sólo guiarlos hacia el reino de arriba. De ahí que tampoco los retenía consigo en el desierto: los bautizaba, les daba las enseñanzas de una divina filosofía y los despedía. Y cifra de su enseñanza era siempre despreciar las cosas de la tierra y levantarse y apresurarse en cada momento por las venideras.
Imitemos también nosotros a Juan, apartémonos de la disolución y la embriaguez, convirtámonos a una vida recogida. He aquí venido el tiempo de la confesión o penitencia tanto para los catecúmenos como para los bautizados; para los unos, a fin de que por la penitencia se hagan dignos de los divinos misterios; para los otros, a fin de que, lavadas las manchas contraídas después del bautismo, se acerquen con limpia conciencia a la mesa sagrada. Apartémonos, pues, de esa vida muelle y disoluta. Porque no, no son compatibles la confesión y la disolución. Bien nos lo puede enseñar Juan con su vestido, con su alimento, con su vivienda.
–Pues qué –me diréis–. ¿Es que nos mandas ese rigor de vida? –No os lo mando, sólo os lo aconsejo, sólo os exhorto a ello. Y si ello es para vosotros imposible, haced penitencia aun siguiendo en las ciudades. El último juicio está llamando a las puertas. Y, si está aún lejos, no por ello puede nadie estar confiado. El fin de la vida de cada uno equivale al fin del mundo para quien es llamado a dar cuenta a Dios. Más que está realmente llamando a la puerta, oye a Pablo, que dice: La noche ha pasado y el día está cercano. Y otra vez: El que ha de venir vendrá, y no tardará. Realmente los signos que han de llamar, como quien dice, a este día ya se han cumplido: Se predicará–dice el Señor–este Evangelio del reino en todo el mundo para testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin.
6. Atended con cuidado a lo que dijo el Señor. No dijo: Cuando el Evangelio haya sido creído por todos los hombres, sino: Cuando haya sido predicado en todo el mundo. Por eso dijo también: Para testimonio de las naciones, con lo que nos da a entender que no ha de esperar, para venir, a que todos abracen la fe. Para testimonio, en efecto, vale tanto como para acusación, para prueba, para condenación de los que no hubieren creído.
Más nosotros, no obstante oír y ver estas cosas, seguimos durmiendo y viendo sueños, como cargados de embriaguez en la noche más profunda. Y es así que las cosas presentes, buenas o malas, no se diferencian nada de los sueños. Por eso, yo os exhorto a que os despertéis ya y levantéis los ojos al sol de justicia. Nadie que duerma puede contemplar al sol ni recrear sus ojos con la belleza de sus rayos. Todo lo que ve lo ve como entre sueños. Necesitamos, pues, de mucha penitencia y de muchas lágrimas, primero porque pecamos sin remordimiento; segundo, porque nuestros pecados son tan grandes, que no merecerían perdón. Y que no miento, testigos son muchos de los que me están oyendo. Sin embargo, aunque no merecerían perdón, arrepintámonos y seremos coronados.
Y notad que llamo arrepentirse, no sólo al apartarse del mal pasado, sino–lo que es mejor–practicar en adelante el bien. Haced –dice Juan– frutos dignos del arrepentimiento, ¿Cómo los haremos? Practicando acciones contrarias a las del pecado. ¿Has robado lo ajeno? Da ahora hasta lo tuyo. ¿Has vivido largo tiempo deshonestamente? Abstente ahora, en determinados días, hasta de tu propia mujer. Practica la continencia. ¿Has insultado, has tal vez herido o golpeado a los que pasaban a tu lado? Bendice ahora a los que te insulten a ti, haz bien a los que te hieran. No basta para nuestra salud que nos arranquemos el dardo; hay que aplicar también a la herida los convenientes remedios. ¿Te has dado a la gula y a la embriaguez el tiempo pasado? Ayuna y bebe ahora agua. Atiende a extirpar el daño que de ahí te ha venido. ¿Miraste con ojos intemperantes la belleza ajena? No mires ya en absoluto a mujer alguna, y así estarás más seguro.
Apártate de lo malo –dice el profeta– y haz el bien. Y otra vez: Cese tu lengua en el mal y tus labios no pronuncien engaño. Pues dinos qué bien es ése: Busca la paz y persíguela; la paz, digo, no sólo con los hombres, sino con Dios. Y dijo bien el salmista: Persíguela. Porque la paz ha sido arrojada, ha sido desterrada, y, dejando la tierra, se ha marchado al cielo. De allí, sin embargo, podemos, si queremos, hacerla volver nuevamente. Basta que echemos de nosotros la soberbia y arrogancia y cuanto a la paz se opone y nos abracemos con la vida sobria y humilde. Nada hay peor que la ira y la audacia. Esta es la que hace a los hombres al mismo tiempo soberbios y viles; por lo uno nos convierte en seres ridículos, por lo otro, en hombres odiosos. Son dos contrarios males los que lleva consigo: la altanería y la adulación. Más, si nosotros cortamos todo exceso de la pasión, seremos humildes con perfección y elevados con seguridad. En nuestros cuerpos, de los excesos se originan las destemplanzas, y, cuando los elementos traspasan sus propios términos y llegan a la desmesura, vienen las enfermedades sin número y las muertes desastradas. Lo mismo es fácil ver que acontece en nuestras almas.
(Obras de San Juan Crisóstomo, homilía 10, 2-6, BAC Madrid 1956 (II), pp. 182-95)
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FRANCISCO – Ángelus 2014, 2017 y 2020
Ángelus 2014
En la consolación es el Espíritu Santo el protagonista
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este domingo marca la segunda etapa del tiempo de Adviento, un período estupendo que despierta en nosotros la espera del regreso de Cristo y la memoria de su venida histórica. La liturgia de hoy nos presenta un mensaje lleno de esperanza. Es la invitación del Señor expresado por boca del profeta Isaías: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios» (40, 1). Con estas palabras se abre el Libro de la consolación, donde el profeta dirige al pueblo en exilio el anuncio gozoso de la liberación. El tiempo de la tribulación ha terminado; el pueblo de Israel puede mirar con confianza hacia el futuro: le espera finalmente el regreso a la patria. Por ello la invitación es dejarse consolar por el Señor.
Isaías se dirige a gente que atravesó un período oscuro, que sufrió una prueba muy dura; pero ahora llegó el tiempo de la consolación. La tristeza y el miedo pueden dejar espacio a la alegría, porque el Señor mismo guiará a su pueblo por la senda de la liberación y de la salvación. ¿De qué modo hará todo esto? Con la solicitud y la ternura de un pastor que se ocupa de su rebaño. Él, en efecto, dará unidad y seguridad al rebaño, lo apacentará, reunirá en su redil seguro a las ovejas dispersas, reservará atención especial a las más frágiles y débiles (cf. v. 11). Esta es la actitud de Dios hacia nosotros, sus criaturas. Por ello el profeta invita a quien le escucha —incluidos nosotros, hoy— a difundir entre el pueblo este mensaje de esperanza: que el Señor nos consuela. Y dejar espacio a la consolación que viene del Señor.
Pero no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros no experimentamos en primer lugar la alegría de ser consolados y amados por Él. Esto sucede especialmente cuando escuchamos su Palabra, el Evangelio, que tenemos que llevar en el bolsillo: ¡no olvidéis esto! El Evangelio en el bolsillo o en la cartera, para leerlo continuamente. Y esto nos trae consolación: cuando permanecemos en oración silenciosa en su presencia, cuando lo encontramos en la Eucaristía o en el sacramento del perdón. Todo esto nos consuela.
Dejemos ahora que la invitación de Isaías —«Consolad, consolad a mi pueblo»— resuene en nuestro corazón en este tiempo de Adviento. Hoy se necesitan personas que sean testigos de la misericordia y de la ternura del Señor, que sacude a los resignados, reanima a los desanimados. Él enciende el fuego de la esperanza. ¡Él enciende el fuego de la esperanza! No nosotros. Muchas situaciones requieren nuestro testimonio de consolación. Ser personas gozosas, que consuelan. Pienso en quienes están oprimidos por sufrimientos, injusticias y abusos; en quienes son esclavos del dinero, del poder, del éxito, de la mundanidad. ¡Pobrecillos! Tienen consolaciones maquilladas, no la verdadera consolación del Señor. Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos, testimoniando que sólo Dios puede eliminar las causas de los dramas existenciales y espirituales. ¡Él puede hacerlo! ¡Es poderoso!
El mensaje de Isaías, que resuena en este segundo domingo de Adviento, es un bálsamo sobre nuestras heridas y un estímulo para preparar con compromiso el camino del Señor. El profeta, en efecto, habla hoy a nuestro corazón para decirnos que Dios olvida nuestros pecados y nos consuela. Si nosotros nos encomendamos a Él con corazón humilde y arrepentido, Él derrumbará los muros del mal, llenará los vacíos de nuestras omisiones, allanará las dosis de soberbia y vanidad y abrirá el camino del encuentro con Él. Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio, en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista. Es Él quien nos consuela, es Él quien nos da la valentía de salir de nosotros mismos. Es Él quien nos conduce a la fuente de toda consolación auténtica, es decir, al Padre. Y esto es la conversión. Por favor, dejaos consolar por el Señor. ¡Dejaos consolar por el Señor!
La Virgen María es la «senda» que Dios mismo se preparó para venir al mundo. Confiamos a ella la esperanza de salvación y de paz de todos los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.
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Ángelus 2017
Preparar la venida del Señor con cuidado y felicidad
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado empezamos el Adviento con la invitación a vigilar; hoy, segundo domingo de este tiempo de preparación a la Navidad, la liturgia nos indica los contenidos propios: es un tiempo para reconocer los vacíos para colmar en nuestra vida, para allanar las asperezas del orgullo y dejar espacio a Jesús que viene.
El profeta Isaías se dirige al pueblo anunciando el final del exilio en Babilonia y el regreso a Jerusalén. Él profetiza: «Una voz clama: “En el desierto abrid camino a Yahveh. […]. Que todo valle sea elevado”» (40, 3). Los valles para elevar representan todos los vacíos de nuestro comportamiento ante Dios, todos nuestros pecados de omisión. Un vacío en nuestra vida puede ser el hecho de que no rezamos o rezamos poco. El Adviento es entonces el momento favorable para rezar con más intensidad, para reservar a la vida espiritual el puesto importante que le corresponde. Otro vacío podría ser la falta de caridad hacia el prójimo, sobre todo, hacia las personas más necesitadas de ayuda no solo material, sino también espiritual. Estamos llamados a prestar más atención a las necesidades de los otros, más cercanos. Como Juan Bautista, de este modo podemos abrir caminos de esperanza en el desierto de los corazones áridos de tantas personas. «Y todo monte y cerro sea rebajado» (v. 4), exhorta aún Isaías. Los montes y los cerros que deben ser rebajados son el orgullo, la soberbia, la prepotencia. Donde hay orgullo, donde hay prepotencia, donde hay soberbia no puede entrar el Señor porque ese corazón está lleno de orgullo, de prepotencia, de soberbia. Por esto, debemos rebajar este orgullo. Debemos asumir actitudes de mansedumbre y de humildad, sin gritar, escuchar, hablar con mansedumbre y así preparar la venida de nuestro Salvador, Él que es manso y humilde de corazón (cf. Mateo 11, 29). Después se nos pide que eliminemos todos los obstáculos que ponemos a nuestra unión con el Señor: «¡Vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie! Se revelará la gloria de Yahveh —dice Isaías— y toda criatura a una la verá (Isaías 40, 4-5). Estas acciones, sin embargo, se cumplen con alegría, porque están encaminadas a la preparación de la llegada de Jesús. Cuando esperamos en casa la visita de una persona querida, preparamos todo con cuidado y felicidad. Del mismo modo queremos prepararnos para la venida del Señor: esperarlo cada día con diligencia, para ser colmados de su gracia cuando venga.
El Salvador que esperamos es capaz de transformar nuestra vida con su gracia, con la fuerza del Espíritu Santo, con la fuerza del amor. En efecto, el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones el amor de Dios, fuente inagotable de purificación, de vida nueva y de libertad. La Virgen María vivió en plenitud esta realidad, dejándose «bautizar» por el Espíritu Santo que la inundó de su poder. Que Ella, que preparó la venida del Cristo con la totalidad de su existencia, nos ayude a seguir su ejemplo y guíe nuestros pasos al encuentro con el Señor que viene.
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Ángelus 2020
La conversión es una gracia de Dios
El Evangelio de este domingo (Mc 1, 1-8) presenta la figura y la obra de Juan el Bautista, que señaló a sus contemporáneos un itinerario de fe similar al que el Adviento nos propone a nosotros, que nos preparamos para recibir al Señor en Navidad. Este itinerario de fe es un itinerario de conversión. ¿Qué significa la palabra “conversión”? En la Biblia quiere decir, ante todo, cambiar de dirección y orientación; y, por tanto, cambiar nuestra manera de pensar. En la vida moral y espiritual, convertirse significa pasar del mal al bien, del pecado al amor de Dios. Esto es lo que enseñaba el Bautista, que en el desierto de Judea proclamaba «un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (v. 4). Recibir el bautismo era un signo externo y visible de la conversión de quienes escuchaban su predicación y decidían hacer penitencia. Ese bautismo tenía lugar con la inmersión en el Jordán, en el agua, pero resultaba inútil, era solamente un signo y resultaba inútil sin la voluntad de arrepentirse y cambiar de vida.
La conversión implica el dolor de los pecados cometidos, el deseo de liberarse de ellos, el propósito de excluirlos para siempre de la propia vida. Para excluir el pecado, hay que rechazar también todo lo que está relacionado con él, las cosas que están ligadas al pecado y, esto es, hay que rechazar la mentalidad mundana, el apego excesivo a las comodidades, el apego excesivo al placer, al bienestar, a las riquezas. El ejemplo de este desapego nos lo ofrece una vez más el Evangelio de hoy en la figura de Juan el Bautista: un hombre austero, que renuncia a lo superfluo y busca lo esencial. Este es el primer aspecto de la conversión: desapego del pecado y de la mundanidad. Comenzar un camino de desapego hacia estas cosas.
El otro aspecto de la conversión es el fin del camino, es decir, la búsqueda de Dios y de su reino. Desapego de las cosas mundanas y búsqueda de Dios y de su reino. El abandono de las comodidades y la mentalidad mundana no es un fin en sí mismo, no es una ascesis solo para hacer penitencia; el cristiano no hace “el faquir”. Es otra cosa. El desapego no es un fin en sí mismo, sino que tiene como objetivo lograr algo más grande, es decir, el reino de Dios, la comunión con Dios, la amistad con Dios. Pero esto no es fácil, porque son muchas las ataduras que nos mantienen cerca del pecado, y no es fácil… La tentación siempre te tira hacia abajo, te abate, y así las ataduras que nos mantienen cercanos al pecado: inconstancia, desánimo, malicia, mal ambiente y malos ejemplos. A veces el impulso que sentimos hacia el Señor es demasiado débil y parece casi como si Dios callara; nos parecen lejanas e irreales sus promesas de consolación, como la imagen del pastor diligente y solícito, que resuena hoy en la lectura de Isaías (cf. Is 40,1.11). Y entonces sentimos la tentación de decir que es imposible convertirse de verdad. ¿Cuántas veces hemos sentido este desánimo? “¡No, no puedo hacerlo! Lo empiezo un poco y luego vuelvo atrás”. Y esto es malo. Pero es posible, es posible. Cuando tengas esa idea de desanimarte, no te quedes ahí, porque son arenas movedizas: son arenas movedizas: las arenas movedizas de una existencia mediocre. La mediocridad es esto. ¿Qué se puede hacer en estos casos, cuando quisieras seguir pero sientes que no puedes? En primer lugar, recordar que la conversión es una gracia: nadie puede convertirse con sus propias fuerzas. Es una gracia que te da el Señor, y que, por tanto, hay que pedir a Dios con fuerza, pedirle a Dios que nos convierta Él, que verdaderamente podamos convertirnos, en la medida en que nos abrimos a la belleza, la bondad, la ternura de Dios. Pensad en la ternura de Dios. Dios no es un padre terrible, un padre malo, no. Es tierno, nos ama tanto, como el Buen Pastor, que busca la última de su rebaño. Es amor, y la conversión es esto: una gracia de Dios. Tú empieza a caminar, porque es Él quien te mueve a caminar, y verás cómo llega. Reza, camina y siempre darás un paso adelante.
Que María Santísima, a quien pasado mañana celebraremos como la Inmaculada Concepción, nos ayude a desprendernos cada vez más del pecado y de la mundanidad, para abrirnos a Dios, a su palabra, a su amor que regenera y salva.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2005, 2008 y 2011
2005
La Virgen es ejemplo para el creyente que vive buscando a Dios
Queridos hermanos y hermanas:
En este tiempo de Adviento la comunidad eclesial, mientras se prepara para celebrar el gran misterio de la Encarnación, está invitada a redescubrir y profundizar su relación personal con Dios.
La palabra latina “adventus” se refiere a la venida de Cristo y pone en primer plano el movimiento de Dios hacia la humanidad, al que cada uno está llamado a responder con la apertura, la espera, la búsqueda y la adhesión. Y al igual que Dios es soberanamente libre al revelarse y entregarse, porque sólo lo mueve el amor, también la persona humana es libre al dar su asentimiento, aunque tenga la obligación de darlo: Dios espera una respuesta de amor. Durante estos días la liturgia nos presenta como modelo perfecto de esa respuesta a la Virgen María, a quien el próximo 8 de diciembre contemplaremos en el misterio de la Inmaculada Concepción.
La Virgen, que permaneció a la escucha, siempre dispuesta a cumplir la voluntad del Señor, es ejemplo para el creyente que vive buscando a Dios. A este tema, así como a la relación entre verdad y libertad, el concilio Vaticano II dedicó una reflexión atenta. En particular, los padres conciliares aprobaron, hace exactamente cuarenta años, una Declaración concerniente a la cuestión de la libertad religiosa, es decir, al derecho de las personas y de las comunidades a poder buscar la verdad y profesar libremente su fe. Las primeras palabras, que dan el título a este documento, son “Dignitatis humanae”: la libertad religiosa deriva de la singular dignidad del hombre que, entre todas las criaturas de esta tierra, es la única capaz de entablar una relación libre y consciente con su Creador. “Todos los hombres –dice el Concilio–, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y voluntad libre, (...) se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa” (Dignitatis humanae, 2).
El Vaticano II reafirma así la doctrina católica tradicional, según la cual el hombre, en cuanto criatura espiritual, puede conocer la verdad y, por tanto, tiene el deber y el derecho de buscarla (cf. ib., 3). Puesto este fundamento, el Concilio insiste ampliamente en la libertad religiosa, que debe garantizarse tanto a las personas como a las comunidades, respetando las legítimas exigencias del orden público. Y esta enseñanza conciliar, después de cuarenta años, sigue siendo de gran actualidad. En efecto, la libertad religiosa está lejos de ser asegurada efectivamente por doquier: en algunos casos se la niega por motivos religiosos o ideológicos; otras veces, aunque se la reconoce teóricamente, es obstaculizada de hecho por el poder político o, de manera más solapada, por el predominio cultural del agnosticismo y del relativismo.
Oremos para que todos los hombres puedan realizar plenamente la vocación religiosa que llevan inscrita en su ser. Que María nos ayude a reconocer en el rostro del Niño de Belén, concebido en su seno virginal, al divino Redentor, que vino al mundo para revelarnos el rostro auténtico de Dios.
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2008
Creer en Dios y comprometerse en la construcción de su Reino
Queridos hermanos y hermanas:
Desde hace una semana estamos viviendo el tiempo litúrgico de Adviento: tiempo de apertura al futuro de Dios, tiempo de preparación para la santa Navidad, cuando él, el Señor, que es la novedad absoluta, vino a habitar en medio de esta humanidad decaída para renovarla desde dentro. En la liturgia de Adviento resuena un mensaje lleno de esperanza, que invita a levantar la mirada al horizonte último, pero, al mismo tiempo, a reconocer en el presente los signos del Dios-con-nosotros.
En este segundo domingo de Adviento la Palabra de Dios asume el tono conmovedor del así llamado segundo Isaías, que a los israelitas, probados durante decenios de amargo exilio en Babilonia, les anunció finalmente la liberación: “Consolad, consolad a mi pueblo –dice el profeta en nombre de Dios–. Hablad al corazón de Jerusalén, decidle bien alto que ya ha cumplido su tribulación” (Is 40, 1-2). Esto es lo que quiere hacer el Señor en Adviento: hablar al corazón de su pueblo y, a través de él, a toda la humanidad, para anunciarle la salvación.
También hoy se eleva la voz de la Iglesia: “En el desierto preparadle un camino al Señor” (Is 40, 3). Para las poblaciones agotadas por la miseria y el hambre, para las multitudes de prófugos, para cuantos sufren graves y sistemáticas violaciones de sus derechos, la Iglesia se pone como centinela sobre el monte alto de la fe y anuncia: “Aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza” (Is 40, 11).
Este anuncio profético se realizó en Jesucristo. Él, con su predicación y después con su muerte y resurrección, cumplió las antiguas promesas, revelando una perspectiva más profunda y universal. Inauguró un éxodo ya no sólo terreno, histórico y como tal provisional, sino radical y definitivo: el paso del reino del mal al reino de Dios, del dominio del pecado y la muerte al del amor y la vida. Por tanto, la esperanza cristiana va más allá de la legítima esperanza de una liberación social y política, porque lo que Jesús inició es una humanidad nueva, que viene “de Dios”, pero al mismo tiempo germina en nuestra tierra, en la medida en que se deja fecundar por el Espíritu del Señor. Por tanto, se trata de entrar plenamente en la lógica de la fe: creer en Dios, en su designio de salvación, y al mismo tiempo comprometerse en la construcción de su reino. En efecto, la justicia y la paz son un don de Dios, pero requieren hombres y mujeres que sean “tierra buena”, dispuesta a acoger la buena semilla de su Palabra.
Primicia de esta nueva humanidad es Jesús, Hijo de Dios e hijo de María. Ella, la Virgen Madre, es el “camino” que Dios mismo se preparó para venir al mundo. Con toda su humildad, María camina a la cabeza del nuevo Israel en el éxodo de todo exilio, de toda opresión, de toda esclavitud moral y material, hacia “los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que habita la justicia” (2 P 3, 13). A su intercesión materna encomendamos las esperanzas de paz y de salvación de los hombres de nuestro tiempo.
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2011
La misión de Juan fue un llamamiento extraordinario a la conversión
¡Queridos hermanos y hermanas!
El domingo de hoy marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento. Este periodo del año litúrgico pone de relieve a las dos figuras que han tenido un papel preeminente en la preparación de la venida histórica del Señor Jesús: la Virgen María y san Juan Bautista. Justo sobre este último se concentra el texto de hoy del Evangelio de Marcos. Describe la personalidad y la misión del Precursor de Cristo (cfr Mc 1,2-8). Empezando por el aspecto exterior, Juan es presentado como una figura muy ascética: vestido de piel de camello, se nutre de langostas y miel silvestre, que encuentra en el desierto de Judea (cfr Mc 1,6). Jesús mismo, una vez, lo contrapone a aquellos que “están en los palacios del rey” y que “visten con lujo” (Mt 11,8). El estilo de Juan Bautista debería llamar a todos los cristianos a optar por la sobriedad como estilo de vida, especialmente en preparación de la fiesta de Navidad, en la que el Señor –como diría san Pablo– “de rico que era, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros os hicierais ricos por medio de su pobreza” (2 Cor 8,9).
Por lo que se refiere a la misión de Juan, fue un llamamiento extraordinario a la conversión: su bautismo “está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios” (Jesús de Nazaret, I, Madrid 2007, p. 36) y de la inminente aparición del Mesías, definido como “aquél que es más fuerte que yo” y que “bautizará en Espíritu Santo” (Mc 1,7.8). La llamada de Juan va por tanto más allá y más en profundidad respecto a la sobriedad del estilo de vida: llama a un cambio interior, a partir del reconocimiento y de la confesión del propio pecado. Mientras nos preparamos a la Navidad, es importante que entremos en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida. Dejémonos iluminar por un rayo de la luz que proviene de Belén, la luz de Aquél que es “el más Grande” y se ha hecho pequeño, “el más Fuerte” y se ha hecho débil.
Los cuatro evangelistas describen la predicación de Juan Bautista refiriéndose a un pasaje del profeta Isaías: “Una voz grita: «En el desierto preparad el camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios»” (Is 40,3). Marcos inserta también una cita de otro profeta, Malaquías, que dice: “Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino” (Mc 1,2; cfr Mal 3,1). Estas alusiones a las Escrituras del Antiguo Testamento “hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a É hay que abrirle la puerta, prepararle el camino” (Jesús de Nazaret, I, p. 37).
A la materna intercesión de María, Virgen de la espera, confiamos nuestro camino al encuentro del Señor que viene, mientras proseguimos nuestro itinerario de Adviento para preparar en nuestro corazón y en nuestra vida la venida del Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
II y III domingo de Adviento
87. En los tres ciclos, los textos evangélicos del II y III domingo de Adviento, están dominados por la figura de san Juan Bautista. No sólo, el Bautista es, también con frecuencia, el protagonista de los pasajes evangélicos del Leccionario ferial en las semanas que siguen a estos domingos. Además, todos los pasajes evangélicos de los días 19, 21, 23 y 24 de diciembre atienden a los acontecimientos que circundan el nacimiento de Juan. Por último, la celebración del Bautismo de Jesús por mano de Juan cierra todo el ciclo de la Navidad. Todo lo que aquí se dice tiene como finalidad ayudar al homileta en todas las ocasiones en las que el texto bíblico evidencia la figura de Juan Bautista.
88. Orígenes, teólogo maestro del siglo III, ha constatado un esquema que expresa un gran misterio: independientemente del tiempo de su Venida, Jesús ha sido precedido, en aquella Venida, por Juan Bautista (Homilía sobre Lucas, IV, 6). De suyo, ha sucedido que desde el seno materno, Juan saltó para anunciar la presencia del Señor. En el desierto, junto al Jordán, la predicación de Juan anunció a Aquél que tenía que venir después de él. Cuando lo bautizó en el Jordán, los cielos se abrieron, el Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma visible y una voz desde el cielo lo proclamaba el Hijo amado del Padre. La muerte de Juan fue interpretada por Jesús como la señal para dirigirse resolutivamente hacia Jerusalén, donde sabía que le esperaba la muerte. Juan es el último y el más grande de todos los profetas; tras él, llega y actúa para nuestra salvación Aquél que fue preanunciado por todos los profetas.
89. El Verbo divino, que en un tiempo se hizo carne en Palestina, llega a todas las generaciones de creyentes cristianos. Juan precedió la venida de Jesús en la historia y también precede su venida entre nosotros. En la comunión de los santos, Juan está presente en nuestras asambleas de estos días, nos anuncia al que está por venir y nos exhorta al arrepentimiento. Por esto, todos los días en Laudes, la Iglesia recita el Cántico que Zacarías, el padre de Juan, entonó en su nacimiento: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados» (Lc 1,76-77).
90. El homileta debería asegurarse que el pueblo cristiano, como componente de la preparación a la doble venida del Señor, escuche las invitaciones constantes de Juan al arrepentimiento, manifestadas de modo particular en los Evangelios del II y III domingo de Adviento. Pero no oímos la voz de Juan sólo en los pasajes del Evangelio; las voces de todos los profetas de Israel se concentran en la suya. «Él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo» (Mt 11,14). Se podría también decir, al respecto de todas las primeras lecturas en los ciclos de estos domingos, que él es Isaías, Baruc y Sofonías. Todos los oráculos proféticos proclamados en la asamblea litúrgica de este tiempo son para la Iglesia un eco de la voz de Juan que prepara, aquí y ahora, el camino al Señor. Estamos preparados para la Venida del Hijo del Hombre en la gloria y majestad del último día. Estamos preparados para la Fiesta de la Navidad de este año.
91. Por ejemplo, cada asamblea en la que vienen proclamadas las Escrituras es la «Jerusalén» del texto del profeta Baruc (II domingo C): «Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas perpetuas de la gloria que Dios te da». Este es un profeta que nos invita a una preparación precisa y nos llama a la conversión: «Envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua». En la Iglesia vivirá el Verbo hecho carne, por esta razón a ella van dirigidas las palabras: «Ponte en pie Jerusalén, sube a la altura, mira hacia Oriente y contempla a tus hijos, reunidos de Oriente a Occidente, a la voz del Espíritu, gozosos, porque Dios se acuerda de ti».
92. En estos domingos se leen diversas profecías mesiánicas clásicas de Isaías. «Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz» (Is 11,1; II domingo A). El anuncio se cumple en el Nacimiento de Jesús. Otro año: «Una voz grita: “En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios”» (Is 40,3; II domingo B). Los cuatro evangelistas reconocen el cumplimiento de estas palabras en la predicación de Juan en el desierto. En el mismo Isaías se lee: «Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos – ha hablado la boca del Señor –» (Is 40,5). Esto se dice del último día. Esto se dice de la Fiesta de Navidad.
93. Es impresionante cómo en las diversas ocasiones en las que Juan Bautista aparece en el Evangelio se repite con frecuencia el núcleo de su mensaje sobre Jesús: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8; II domingo B). El Bautismo de Jesús en el Espíritu Santo es la conexión directa entre los textos a los que nos hemos referido hasta ahora y el centro hacia el que este Directorio atrae la atención, es decir, el Misterio Pascual, que se ha cumplido en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo sobre todos los que creen en Cristo. El Misterio Pascual viene preparado por la Venida del Hijo Unigénito engendrado en la carne y sus infinitas riquezas serán posteriormente desveladas en el último día. Del niño nacido en un establo y del que vendrá sobre las nubes, Isaías dice: «Sobre él se posará el espíritu del Señor» (Is 11,2; II domingo A); y también, recurriendo a las palabras que el mismo Jesús declarará cumplidas en sí mismo: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren» (Is 61,1; III domingo B. Cf. Lc 4,16-21).
94. El Leccionario del tiempo de Adviento es, de hecho, un conjunto de textos del Antiguo Testamento que convencen y que, de modo misterioso, encuentran su cumplimiento en la Venida del Hijo de Dios en la carne. Como siempre, el homileta puede recurrir a la poesía de los profetas para describir a los cristianos aquellos misterios en los que ellos mismos son introducidos a través de las Celebraciones Litúrgicas. Cristo viene continuamente y las dimensiones de su venida son múltiples. Ha venido. Volverá de nuevo en gloria. Viene en Navidad. Viene ya ahora, en cada Eucaristía celebrada a lo largo del Adviento. A todas estas dimensiones se les puede aplicar la fuerza poética de los profetas: «Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará» (Is 35,4; III domingo A). «No temas Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva» (Sof 3,16-17; III domingo C). «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen» (Is 40,1-2; II domingo B).
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CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Los profetas y la espera del Mesías
II. LOS MISTERIOS DE LA INFANCIA Y DE LA VIDA OCULTA DE JESUS
Los preparativos
522. La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la “Primera Alianza” (Hb 9,15), todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.
La espera del Mesías y de su Espíritu
711. “He aquí que yo lo renuevo” (Is 43, 19): dos líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres (cf. So 2, 3), que aguardan en la esperanza la “consolación de Israel” y “la redención de Jerusalén” (cf. Lc 2, 25. 38).
Ya se ha dicho cómo Jesús cumple las profecías que a él se refieren. A continuación se describen aquellas en que aparece sobre todo la relación del Mesías y de su Espíritu.
712. Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a aparecer en el Libro del Emmanuel (cf. Is 6, 12) (“cuando Isaías tuvo la visión de la Gloria” de Cristo: Jn 12, 41), en particular en Is 11, 1-2:
Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el Espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y temor del Señor.
713. Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra “condición de esclavos” (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
714. Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
715. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
716. El Pueblo de los “pobres” (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (cf. Lc 1, 17).
722. El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese “llena de gracia” la madre de Aquél en quien “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la “Hija de Sión”: “Alégrate” (cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva en sí al Hijo eterno, es la acción de gracias de todo el Pueblo de Dios, y por tanto de la Iglesia, esa acción de gracias que ella eleva en su cántico al Padre en el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 46-55).
La misión de Juan Bautista
523. San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). “Profeta del Altísimo” (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf.Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22;Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del esposo” (Jn 3, 29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).
IV. EL ESPIRITU DE CRISTO EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS
Juan, Precursor, Profeta y Bautista
717. “Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. (Jn 1, 6). Juan fue “lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15. 41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La “visitación” de María a Isabel se convirtió así en “visita de Dios a su pueblo” (Lc 1, 68).
718. Juan es “Elías que debe venir” (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante [como “precursor”] del Señor que viene. En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de “preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 17).
719. Juan es “más que un profeta” (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma el “hablar por los profetas”. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cf. Mt 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la “voz” del Consolador que llega (Jn 1, 23; cf. Is 40, 1-3). Como lo hará el Espíritu de Verdad, “vino como testigo para dar testimonio de la luz” (Jn 1, 7; cf. Jn 15, 26; 5, 33). Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las “indagaciones de los profetas” y la ansiedad de los ángeles (1 P 1, 10-12): “Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo ... Y yo lo he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios ... He ahí el Cordero de Dios” (Jn 1, 33-36).
720. En fin, con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la “semejanza” divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 5).
Los cielos nuevos y la tierra nueva
1042. Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:
La Iglesia ... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo...cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo (LG 48)
1043. La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10).
1044. En este “universo nuevo” (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. “Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4; cf. 21, 27).
1045. Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era “como el sacramento” (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), “la Esposa del Cordero” (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.
1046. En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:
Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios ... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción ... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8, 19-23).
1047. Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, “a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo, haer. 5, 32, 1).
1048. “Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres” (GS 39, 1).
1049. “No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios” (GS 39, 2).
1050. “Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal” (GS 39, 3; cf. LG 2). Dios será entonces “todo en todos” (1 Co 15, 22), en la vida eterna:
La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna (San Cirilo de Jerusalén, catech. ill. 18, 29).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Una voz en el desierto
En el Evangelio se insiste en este aserto de Juan el Bautista: «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor».
Desierto es una palabra que habla poderosamente hoya nuestra conciencia, tanto colectiva como personal. Casi el 33% de la superficie terrestre está ocupada por el desierto. Y la proporción está en un pavoroso aumento a causa del fenómeno de la desertización. Cada año centenares de miles de hectáreas de terreno cultivable se transforman en desierto. Es uno de los fenómenos más inquietantes a nivel mundial. Cerca de 135 millones de personas han sido retiradas de su sede natural en los últimos años por el desierto que avanza.
Pero, yo no estoy aquí, naturalmente, para hablaros de desiertos o de desertización. Si he hecho referencia al fenómeno es porque existe un otro desierto: no fuera sino dentro de nosotros; no en las afueras de nuestras ciudades, sino dentro de ellas. Existe otra desertización, que avanza implacablemente, haciendo tierra quemada, y también ésta no fuera sino dentro de nosotros, frecuentemente dentro de nuestros mismos muros domésticos. Es la aridez de las relaciones humanas, la soledad, la indiferencia, el anonimato. El desierto es el lugar en donde, si gritas, nadie te escucha; si yaces extenuado en tierra, nadie se te acerca; si una bestia feroz te asalta, nadie te defiende; si gozas con una gran alegría o tienes una gran pena, no tienes a nadie con quien compartida. ¿No es esto lo que sucede a muchos en nuestras ciudades? ¿Nuestro agitamos y gritar no es igualmente ello con frecuencia un gritar en el desierto?
Pero, el desierto más peligroso es el que cada uno de nosotros lleva dentro. Precisamente el corazón puede llegar a ser un desierto: árido, apagado, sin afectos, sin esperanza, relleno de arena. «Conchas de sepia o jibión», diría el poeta. ¿Por qué muchos no consiguen descolgarse del trabajo, apagar el teléfono móvil, la radio, el compac disc...? Tienen miedo de encontrarse con el desierto. La naturaleza rehúye del vacío, tiene horror del vacío (horror vacui); pero, también el hombre rehúye del vacío. Si nos examinásemos honestamente veríamos cuántas cosas cada uno de nosotros hace para no encontrarse solo, cara a cara consigo mismo y con la realidad.
Cuanto más aumentan en nuestros días los medios de comunicación, más disminuye la verdadera comunicación. Se acusa a la televisión de haber apagado el diálogo en la familia y a veces esto ciertamente es verdadero. Pero, debemos admitir que la televisión viene frecuentemente a rellenar un vacío que ya está allí. No es la causa, sino el efecto de la falta de diálogo y de intimidad.
El Evangelio, lo hemos escuchado, habla de una voz, que resonó un día en el desierto. Proclamaba una gran noticia:
«Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo».
De esta espera se había hablado durante siglos con términos vagos y remotos: «En aquellos días...», «en los últimos días...» y he aquí que ahora se echa hacia delante un hombre y proclama con seguridad: «Aquel día es este día. La hora decisiva ha llegado». Él señala con el dedo hacia una persona y exclama: «¡He ahí el Cordero de Dios, el que bautizará al mundo con el Espíritu Santo!» ¡Qué escalofrío debió recorrer por el cuerpo de sus oyentes!
Os decía yo que nosotros también estamos frecuentemente en el desierto, si no físicamente, al menos espiritualmente. Por ello, aquella voz está también dirigida hacia nosotros. Juan el Bautista está ya muerto, pero continúa su función. El Papa es en el mundo de hoy un verdadero Juan el Bautista, un precursor, uno que va recorriendo el mundo para preparar los caminos para la venida de Cristo.
¿Y cuál es la cosa que todos, grandes y pequeños, repetimos en la Iglesia? La misma que anunciaba el Bautista: «El Mesías ha venido, está presente en el mundo. ¡En medio de vosotros hay uno a quien vosotros no conocéis! ¡Él os bautizará en Espíritu Santo!» Es precisamente este el modo con que Jesús ha hecho florecer al desierto en el mundo y puede también transformar nuestro moderno desierto: bautizándonos con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el amor en persona. El hecho de que Jesús bautice con el Espíritu Santo quiere decir que derrama sobre el mundo el amor, que «sumerge» a la humanidad en un baño de amor.
Es Juan el Bautista quien anuncia la venida de Jesucristo a la tierra. La anuncia con palabras sencillas, se diría con palabras de un pueblerino (las ataduras de las sandalias, el hacha, el aventador, el grano, la parva), pero ¡cuán eficaces! Él ha recibido el extraordinario deber de sacudir al mundo de la torpeza, de despertarlo del gran sueño. Cuando se prolonga una espera, nace el cansancio, se va hacia delante por la fuerza de la inercia. La idea de que algo puede cambiar y lo esperado que tiene que venir aparece en verdad poco a poco siempre más imposible (quien lo haya visto, vuelva a pensar en el bellísimo Esperando a Godot de Samuel Beckett).
«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Romanos 5,5).
El amor es la única «lluvia» que puede parar la progresiva «desertización» espiritual de nuestro planeta, y el Evangelio no es otra cosa que esto: el anuncio del amor de Dios para con nosotros y entre nosotros. La Navidad misma, ¿qué es? «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único...» (Juan 3, 16). La prueba de que Dios nos ama. Si por cualquier cataclismo, decía san Agustín, todas las Biblias del mundo fueran destruidas y no quedara más que una copia; y si incluso esta copia estuviese tan echada a perder que quedase sana sólo una página; y si de esta página quedase sólo una línea aún legible; y bien si esta línea es aquélla en donde se dice: «Dios es amor», estaría salvada toda la Biblia, porque todo está contenido allí.
¿Qué aporta este gran amor de Dios a nuestras necesidades cotidianas? Nosotros advertimos la falta de amor en nuestras relaciones humanas (entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre amigos, entre parientes); menos, en la relación con Dios. Pero, ambas cosas no existen sin relación entre sí. Si un río grande se seca, todos los canales adyacentes, que recogían agua de él para regar, se secan. Por el contrario, si está repleto, también los riachuelos y canales están llenos. Si cortamos [el amor] fuera de su fuente, que es el amor de Dios, todos los otros amores sufren.
Este mensaje más que nunca es actual y necesario en el mundo de hoy. Nuestra civilización, toda ella dominada por la técnica, tiene necesidad de un corazón para que el hombre pueda sobrevivir en ella. Incluso, muchos no creyentes están convencidos que debemos darle más espacio a las «razones del corazón», si queremos evitar que la humanidad aboque en una era glaciar. La humanidad entera sufre de «insuficiencia cardíaca». Hubo un tiempo en que la sociedad sufría por falta de conocimiento, de espíritu crítico, de racionalidad, no por falta de generosidad, de corazón y de credulidad. Como reacción, tuvo lugar el Iluminismo, esto es, la exaltación de la razón y de sus «laces». Hoy sucede al revés: lo que falta no son el espíritu crítico y los conocimientos técnicos. De éstos tenemos a disposición una gran mole, de tal manera que no sabemos cómo gestionarlos. Más que de luces, tenemos necesidad de calor. Una de las modernas idolatrías es la idolatría del «IQ», esto es, del «coeficiente de inteligencia». Se han puesto al día numerosos métodos para medirlo, aunque si bien hasta ahora, por suerte, son tenidos todos ellos en buena parte inatendibles. Por lo demás, no se tiene en cuenta el «coeficiente del corazón» de las personas. Y precisamente es la dureza del corazón la que crea los desiertos de los que estamos hablando.
Sin embargo, junto a estos signos negativos, debemos registrar también un hecho animador, que nos permite hacer triunfar «las razones de la esperanza». Si nuestra sociedad asemeja tan frecuentemente a un desierto, sin embargo, es verdad que en este desierto el Espíritu está haciendo florecer muchas iniciativas como otros tantos oasis. En muchos países se han desarrollado en estos años decenas y decenas de asociaciones, que tienen la finalidad de romper el aislamiento, de acoger a tantas voces que «gritan en el desierto» de nuestras ciudades. Tienen nombres distintos: «el teléfono de la esperanza», «la voz amiga», «la mano tendida», «el teléfono amigo», «el teléfono verde», «el teléfono azul». Millones y millones de telefonadas al año. Son voces de personas solas, desesperadas, presas de problemas más grandes que ellos. No buscan dinero (éste no pasa a través del hilo del teléfono), sino otra cosa: una voz amiga, una razón de esperanza, alguno con quien comunicarse. Desde el otro lado del hilo, hay millones de voluntarios que escuchan, buscan dar un poco de calor humano y, si son creyentes, de ayudar a las personas a rezar, a ponerse en contacto con Dios, que frecuentemente es lo que les ayuda más.
De igual forma, si no pertenecemos a alguna de estas asociaciones, todos nosotros podemos hacer, en nuestra pequeñez, algo de lo que ellos hacen. El teléfono, al menos para comenzar, lo tenemos ya todos. No esperemos siempre a oído sonar, para darnos cuenta que hay alguno que tiene necesidad de nosotros, quizás no lejos de nosotros. Especialmente al acercarse la Navidad.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Llamados a ser profetas
El Señor llama a la conversión. Él envía a sus profetas a anunciar la Buena Nueva, a preparar sus caminos, porque el Reino de los cielos está cerca.
El Señor envió a Juan el Bautista a anunciar la venida del Hijo de Dios, para que estuvieran preparados para recibirlo, para recibir de Él el Bautismo con el Espíritu Santo, y librarlos de la opresión del pecado original, perdonando todos sus pecados, para darle los bienes eternos a quien decida seguirlo.
Pero el mundo no lo recibió. Su vida, en una cruz, por todos los hombres dio. Los perdonó, los redimió, con su muerte los justificó y, derramando su misericordia, les dio los medios para que se conviertan y se salven, acudiendo a los sacramentos y transmitiendo su mensaje de generación en generación.
Y a todos los que reciben su mensaje y su misericordia los llama como profetas, para que anuncien la Buena Nueva al mundo entero, a través de la evangelización de todos los pueblos, invitándolos a la conversión, llamando su atención hacia la mirada del Crucificado, para que sepan que a todos y a cada uno los ama Dios; tanto, que les ha dado a su único Hijo para salvarlos.
Acepta tú el llamado a ser profeta del Señor. Abraza la fe y convierte tu corazón. Déjate llenar de su amor y de su misericordia y, con docilidad, déjate guiar por el Espíritu Santo, para que tengas el valor de abrir tu boca y gritar con fuerte voz: ¡rectifiquen sus caminos!, porque el Hijo de Dios, que ha muerto en la cruz y ha resucitado para darle vida al mundo, está a la puerta y llama.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Lo que en realidad pretendemos
En este segundo domingo de Adviento nos presenta la Iglesia, para nuestra meditación a los cristianos, a Juan el Bautista. Lo vemos cargado de celo por Dios y por la salvación eterna de los hombres, el único destino para el que hemos sido creados. Predica, dice el evangelista, un bautismo de penitencia, que en muchos casos llevaba a los oyentes al arrepentimiento, una vez reconocidas las propias culpas. Ese pesar, ese dolor al contemplar sin ambages la vida pasada, que en ocasiones nos avergüenza y ha sido indigna de un hijo de Dios, es imprescindible: hay que pasar por él como condición para el cambio de actitud que reclama nuestra vida.
A Juan le urge su tarea. Considera vital que la gente abandone la vida del pecado. Esa indiferencia respecto a Dios y excesiva preocupación por uno mismo que complace. De él, en cambio, apenas se preocupa. Con lo que consigue para su alimento en la agreste naturaleza que le rodea le basta. Podemos suponer, en todo caso, que logra lo suficiente para cumplir con su misión, lo único relevante para el Bautista.
Como recordamos, Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, prima de la Santísima Virgen, había sido “tocado” por el Espíritu Santo desde el vientre de su madre: Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:
–Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.
Estas cosas sucedían treinta años atrás cuando la madre de Jesús –después de haber recibido el anuncio de que iba a ser madre de Dios– fue a visitar a Isabel que llenaba ya seis meses encinta. Sin embargo, alcanzan ahora todo su protagonismo. Aquel niño sería el Precursor del Hijo de Dios encarnado, que advertiría, según nos muestra hoy San Mateo, de la inminente venida de Jesús, portador de un mensaje superior al suyo: Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo.
Todo, en la liturgia de la palabra que estamos meditando, nos habla de preparación. De preparación nuestra para un acontecimiento único, grandioso y de absoluta trascendencia para los hombres. Sin exagerar, podemos decir que se trata de la preparación más importante en que cabe pensar. Estamos implicados, en cuanto hombres y de un modo más expreso en cuanto cristianos, en el acontecimiento de la venida de Dios a la humanidad. Que no es algo que puede interesarnos o no; que nos puede parecer más o menos valioso; en lo que podemos sentirnos afectarnos hasta cierto punto, según las circunstancias de cada uno. No se trata de algo que, en definitiva, reclama en alguna medida nuestra atención y nuestra adhesión. No; el acontecimiento de la Encarnación y vida pública de Jesucristo es el único que puede, –dependiendo de la actitud personal y libre ante él– consumar nuestra vida en la única plenitud que le es debida, por voluntad de Dios, nuestro Creador.
Dependiendo de cuál sea la actitud personal, libre, de cada uno, ante el anuncio de Juan, conseguiremos o no culminar el sentido y destino de nuestra vida. Porque nos ha ofrecido Dios, Padre nuestro, su vida, a través del nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ese ofrecimiento es real ofrecimiento, no algo otorgado sin intervención nuestra, como es, por ejemplo, la condición de persona humana, con los múltiples rasgos que nos hacen ser cada uno, exclusivos en nuestra común naturaleza. Únicamente llegaremos a ser cuanto podemos en Jesucristo y libremente empeñados en ello. En definitiva, todo es una cuestión de disposiciones efectivas ante esa venida, en la que vivimos de modo permanente mientras no llega el encuentro definitivo con Dios.
Pero ahora, que se acerca la Navidad, evocamos de un modo más insistente y detallado que Dios vino como hombre a nuestro mundo y que, como consecuencia, espera Dios nuestra acogida, y una preparación que nos disponga a la mejor bienvenida que podamos darle. La actitud del Bautista, aparte de lo desproporcionada que nos pueda parecer su indumentaria y sus alimentos para hoy en día en muchos lugares, pone indudablemente de manifiesto un máximo interés, un máximo empeño, haber dado toda la prioridad a lo que Dios espera de los hombres. Juan se había tomado las cosas de Dios en muy serio. Dios era para él lo único que daba sentido a su existencia. En realidad, así es para todos, pero Juan era muy consciente y consecuente con ello: empeñaba su vida entera y de modo apasionado en las cosas de Dios.
María, la madre de nuestro Salvador, es ejemplo maravilloso –en su sencillez– de entrega incondicional a los planes divinos. Y a ella nos encomendamos, pidiéndole nos enseñe a ser, antes que nada, buenos hijos del Padre nuestro que ésta en los cielos.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
“El Evangelio de Jesucristo Hijo de Dios”
En el año litúrgico que hemos comenzado hace poco tenemos por guía a san Marcos. Marcos era de Jerusalén y era un jovencito cuando Jesús acabó su vida. Primero fue discípulo de san Pablo; los Hechos lo designan con el nombre de Juan Marcos. A un cierto punto, siguió al apóstol san Pedro, recogió de viva voz su testimonio y mientras estaba con él, en Roma, entre los años 60 y 70 después de Cristo, escribió su evangelio que es el más antiguo entre los cuatro y por esto la fuente más importante para conocer la historia de Jesús. De este evangelio de Marcos la liturgia de hoy nos ha hecho escuchar el comienzo simple y solemne: Comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios. Son cinco o seis palabras que encierran en sí la síntesis del evangelio entero y de las cuales se desprende una luz extraordinaria. Si el Adviento debe introducirnos en el conocimiento de “aquél que ha de venir”, permanecemos hoy totalmente fieles al espíritu del Adviento, si reflexionamos sobre estas palabras. Podríamos titular así este esfuerzo nuestro: una comunidad cristiana que redescubre las raíces de su fe, y reexamina sus títulos de posesión de la verdad.
La palabra “comienzo” tiene aquí una gran importancia: puede significar el comienzo histórico del evangelio y entonces nos traslada al momento en el cual. Jesús comenzó a predicar su evangelio, es decir, cerca del año 28 d.C.; y puede significar comienzo literario, es decir, comienzo de la narración, o del libro, que encierra la predicación de Jesús. Los dos sentidos son verdaderos y están contenidos en la frase de Marcos.
Las palabras Buena Noticia de Jesucristo significan la buena noticia que se refiere a Jesucristo, es decir, que tienen a Jesús por objeto. No indican todavía quién es el sujeto que hace este anuncio, que difunde la buena noticia sobre Jesucristo. Sin embargo, esto se sobreentiende: no es Marcos y tampoco Pedro; es la Iglesia, la comunidad que ya abrazó aquel anuncio y que por él ha sido transformada y ahora lo grita al mundo. La Iglesia es el ambiente vital (Sitz im Leben, como dicen los estudiosos) en el cual se ha formado el anuncio y ha sido puesto por escrito después que por algunos años había ido desarrollándose baja la forma de testimonios y recuerdos orales. El sentido de la frase es entonces el siguiente: Comienzo de la Buena Noticia sobre Jesucristo, por parte de la Iglesia.
“Jesucristo” parece ser aquí como el nombre y el apellido de una misma persona (como nosotros decimos Juan Pérez o Diego Fernández). Pero no es así. Y Marcos a través de todo su evangelio nos lo hace entender. Cristo no es un nombre cualquiera; es un título y una afirmación. Significa de hecho: Jesús es el Cristo, es decir, el Mesías. Esto encierra el secreto de Jesús, algo que no debía ser divulgado a la ligera, tanto que después de la profesión de fe de Pedro (Tú eres el Mesías, él impone a los discípulos severamente que no hablen de eso con nadie (Mc. 8,30). El motivo de tanto secreto era que aquel título, en el modo nuevo en que lo entendía Jesús, no podía ser comprendido antes de la cruz.
Sin embargo, todavía no llegamos a lo más importante. La cumbre de la frase figura recién al final con el título “Hijo de Dios”: Comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios. Marcos puso al comienzo de su evangelio un acto de fe; ¡Jesús es el Hijo de Dios! Fue el descubrimiento último en el orden del tiempo el que los discípulos hicieron recién después de la Pascua, a la luz de Pentecostés. Pero está puesto aquí, al comienzo del evangelio para afirmar que Jesús era el Hijo de Dios ya al comienzo de su misión, aun cuando los hombres todavía no estaban en condiciones de reconocerlo como tal. Y está puesto así quizás también para oponerse a la incipiente herejía de los adopcionistas que sostenían que Jesús llegó a ser Hijo de Dios en el tiempo gracias a los méritos adquiridos en su vida terrenal.
Así pues, nació y se desarrolló la fe cristiana, en torno a la certeza de que Jesús es el Hijo de Dios. Esto constituyó el corazón del anuncio apostólico; quien llegaba a la fe llegaba a esta fe comenzando por aquel primer creyente pagano –a menudo olvidado– que fue para Marcos el centurión romano que comandaba la ejecución de Jesús: Al verlo expirar así, el centurión que estaba frente a él, exclamó: ‘¡“Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!” (Mc. 15,39); cfr. también Hechos 8,37: “Si crees con todo el corazón está permitido” /que seas bautizado/. Respondió entonces el eunuco: “Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios”.
Así nosotros, los creyentes, venidos veinte siglos después, gracias al evangelio de Marcos, nos ponemos en contacto con la fe en Jesucristo de la primerísima generación cristiana. Pero ¿qué significado y qué finalidad tiene este contacto? ¿Sólo el de refrescar un recuerdo histórico o de reavivar nuestra fe personal en Jesús? En este punto, las palabras con las que Marcos “comienza” su evangelio llaman a la mente las palabras con las que lo cierra: “Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios (=se convierte en Kyrios, Señor). Ellos fueron entonces a predicar por todas partes (aquí está la palabra griega kerygma) mientras el Señor los asistía (¡estaba a la diestra de Dios y obraba junto a ellos!) y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban (Mc. 16,19 ssq.).
El anuncio es tal si realmente es anunciado, si circula, si se hace noticia y “buena noticia” para los hermanos. Si no, se convierte, como en un talento escondido bajo tierra (aun cuando bajo tierra significara lo íntimo del propio corazón) y que se transforma en condena para quien lo ha recibido: ¡Siervo malo...! (Lc. 19,22).
En este punto me vienen a la mente las palabras de Isaías que hemos oído en la primera lectura de hoy: Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: ¡Aquí está tu Dios! Marcos e Isaías hablan de la misma persona ya que “nuestro Dios” es uno solo y porque en Jesucristo está el mismo Dios que ha visitado a su pueblo (Lc. 7,16). Es hora de retomar la buena noticia de Jesucristo, Hijo de Dios, para gritarla con fuerza (es el sentido de kerygma) en Jerusalén y en las ciudades de Judá, es decir, en la Iglesia y fuera de la Iglesia. Isaías nos ofrece el modelo de cómo debería anunciarse hoy el evangelio; con qué fuerza profética y arrojo carismático. Nos enseña también cómo hacer de este anuncio un anuncio de liberación y de consolación para el hombre de hoy, encorvado también él bajo el peso de tantas esclavitudes. ¡Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablen al corazón (no sólo al cerebro) de Jerusalén y díganle: Ha terminado tu esclavitud! Ha terminado, con tal que quieras reconocer el tiempo de su visitación (cfr. Lc. 19,44).
También Juan el Bautista nos ofrece un espléndido ejemplo de la proclamación del evangelio. Los contenidos de su anuncio –es decir, los títulos con los que habla Jesús– son todavía títulos “pobres”; él habla en el comienzo de la historia de Jesús, no al final, no después de Pascua. Todo lo que él entendió de Jesús es que se trata de alguien a quien él ni siquiera es digno de desatar la correa de los zapatos, que es “el más fuerte”, aquél que bautizará en el Espíritu Santo y que pondrá al mundo, por así decirlo, a hierro y fuego (Mateo, en el pasaje paralelo, habla del Espíritu Santo y fuego), es decir, que hará el juicio escatológico. Jesús es para él todavía un misterio, alguien para quien no dispone de parangones; pero no es todavía “el Hijo de Dios”.
No es, en consecuencia, por los contenidos que él es nuestro maestro, sino por el modo con que proclama a Jesús. Tuvo la capacidad de hacer sentir a Cristo” cercano”, a las puertas (Jn. 1,26), como alguien que está en medio de los hombres y no como una abstracción mental, sino como alguien que ya tiene en su mano la horquilla (Mt. 3,12) y se apresta a hacer el juicio, por lo que no hay que perder el tiempo. La fuerza de su anuncio estaba en su humildad (Jn. 3,30: Es necesario que yo disminuya y él crezca), en su austeridad y en su coherencia. No se puede anunciar de modo creíble la buena nueva de Jesucristo, Hijo de Dios, viviendo en el lujo y las comodidades, “habitando en la casa como rey”, como dijo Jesús (una palabra que debería hacer reflexionar a algunos cristianos de hoy que efectivamente viven en casas como reyes). Si la buena noticia debe ser anunciada a los pobres, debe ser anunciada por los pobres, es decir, por la gente que no desmiente con la vida las bienaventuranzas que predica con las palabras. También estas cosas son parte de aquellos “signos que confirman la palabra” de las que hablaba el final del evangelio dé Marcos. Los otros signos –aquellos obrados por Dios– vendrán después, siempre que no falten los primeros.
Una cosa, por tanto, podemos aprender de la figura de Juan el Bautista: para ser testigos y evangelizadores de Jesús, no se pide necesariamente una gran teología y un saber usar a la perfección el lenguaje cristológico; no es necesario saber hacer razonamientos complicados -la cristología de Juan el Bautista es una cristología “pobre”; sobre Cristo “el más pequeño en el Reino de los cielos sabe más que él”. Se requiere, sí, el coraje, la convicción, la experiencia, (se entiende experiencia de Cristo) y la coherencia. También los simples y los indoctos, por tanto, pueden ser evangelizadores y llegar a ser “pescadores de hombres”. El reclutamiento está abierto a todos; en estos tiempos del despertar, Jesús está diciendo a todos: ¿Quieres ser mi testigo? ¿Quieres ser mi precursor? Nadie debería echarse atrás diciendo: no sé hablar, o soy joven (Jer. 1,6). La palabra y la fuerza las da él.
Hoy tenemos necesidad de anunciadores valientes e inspirados como Isaías y Juan el Bautista. Frente a ellos, el mundo no podría permanecer insensible como sucede en cambio cuando de Jesucristo, Hijo de Dios, se habla sólo con sabiduría de palabras, con volúmenes que no se terminan nunca, pero sin fuerza y sin coherencia de vida. San Pablo dijo “Nadie puede decir, Jesús es el Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor. 12,3). Con mayor razón -porque el misterio es aún más grande- nadie puede decir: Jesús es el Hijo de Dios sino bajo la acción del Espíritu Santo. La oración es, por esto, la generadora del anuncio; sólo en ella se alcanza ese Espíritu que hace decir: He creído, por eso he hablado (2 Cor. 4,13).
Comienzo del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios: para nosotros, esta frase lapidaria de Marcos asume hoy el valor de una interpelación, de una ocasión de salvación: reconocer que Jesús es el Hijo de Dios es el comienzo y el fundamento del evangelio. Es la roca del cristianismo: Nadie puede poner un fundamento diverso del que ya está puesto y que es Jesucristo (1 Cor. 3,11). Quien intentara poner hoy un fundamento diverso –un Jesús sólo hombre o sólo profeta– no edificaría sino que destruiría. “Si alguno –escribía san Ignacio de Antioquía en el momento en el cual empezaron a difundirse las primeras herejías sobre Jesús– les habla sin reconocer quién es Jesucristo, ¡sean sordos!”.
Ahora sabemos quién es “aquél que debe venir” y que el tiempo de Adviento nos invita a esperar. Estamos, empero, en la fe, no todavía en la visión. Él sigue siendo para nosotros, a pesar de todo, un misterio en que creer y frente al cual debemos humillarnos como Juan el Bautista. Por eso dejemos de hablar de él y confiemos en la Eucaristía. Aquél a quien no somos dignos de desatar la correa de las sandalias, se hace ahora nuestra comida y nuestra bebida. Viene a sostener e iluminar desde dentro nuestra fe y nuestra esperanza. Quizás él nos hará comprender cuál es para nosotros aquel “monte alto” al cual debemos subir y en el cual nos espera para darle testimonio.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de S. Gaspar del Búfalo (6-XII-1981)
– Redención
“La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan” (Sal 84/85,11).
Adviento quiere decir “venida” y quiere decir también “encuentro”. Dios, que viene, se acerca al hombre, para que el hombre se encuentre con Él y sea fiel a este encuentro. Para que permanezca en él, hasta el fin.
En la liturgia de hoy habla primero Isaías, Profeta del gran adviento. Su mensaje es hoy gozoso, lleno de confianza: “Consolad, consolad a mi pueblo dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados.
Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: «Ahí está vuestro Dios» (Is 40,1-2.9-11).
Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede.
Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas”.
Al mismo tiempo que este mensaje, tenemos la llamada a “preparar” y “allanar” el camino, la misma que hará suya, en las riberas del Jordán, Juan Bautista, último Profeta de la venida del Señor. En síntesis, Isaías afirma: El Señor viene... como Pastor; es preciso crear las condiciones necesarias para el encuentro con Él. Es necesario preparase.
“Una voz clama: En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios.
Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; que lo torcido se enderece, y lo escabroso se iguale.
Se revelará la gloria de Yahveh, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahveh ha hablado” (Is 40,3-5).
Aceptemos, pues, con alegría, tanto la buena noticia como los deberes que ella pone ante nosotros. Dios quiere estar con nosotros; viene como dominador, “su brazo domina”, pero, sobre todo, viene como Pastor, y como tal, “apacienta el rebaño, su mano lo reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres” (Is 40,11).
Estamos aquí para fortalecernos en nuestra alegría y en nuestra esperanza y, a la vez, para que podamos siempre de nuevo, llevados por la convicción acerca de la presencia de Dios en nuestros caminos, prepararle el sendero, removiendo de Él todo lo que hace difícil e incluso no digáis que Dios se ha dado prisa o que tarda.
Y luego escuchamos: “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión” (2P 3,9).
Así, pues, de modo inesperado se nos pone delante la imagen de Dios Pedagogo, de ese Pastor al que conocemos bien, que espera pacientemente a todos los que todavía no han cogido la pala y no han comenzado a “preparar” y “allanar” sus caminos; que han permanecido sordos al grito gozoso: “Mirad a vuestro Dios... Mirad: Dios, el Señor, viene”.
Este tiempo nuestro humano, vivido de modo humano, con su contenido y su sustancia, que nosotros realizamos, continúa gracias a la paciencia de Dios. Así, lo que alguno puede parecer como falta de cumplimiento de la promesa por parte de Dios es, en cambio, el misericordioso don que Él hace al hombre.
– El pecado
Sin embargo, es cierto que “el día del Señor” vendrá, y vendrá inesperadamente; será una sorpresa para cada uno de los hombres. Por esto, el problema de la “conversión”, el problema del “encuentro”, y de “estar con Dios” es cuestión de cada día; porque cada día puede ser para cada hombre, para mí, “el día del Señor”. Debemos hacernos, pues, la pregunta de Pedro: ¿Cómo debemos ser nosotros en la santidad de la conducta, y en la piedad, esperando y acelerando la venida del día de Dios? (cf. 2Pe 3,11-12).
La perspectiva escatológica del Apóstol: “un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia” (2Pe 3,13) habla del encuentro definitivo del Creador con la creación en el reino del siglo venidero, para el cual debe madurar cada hombre mediante el adviento interior de la fe, esperanza y caridad.
El testigo de esta verdad es Juan Bautista, que en la región del Jordán predica “que se bautizaran, para que se perdonasen los pecados” (Mc 1,4). Se cumplen así las palabras de la primera lectura del libro de Isaías. Efectivamente, Juan predicaba: “Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme a desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,7-8).
Juan distingue claramente el “adviento de preparación” del “adviento del encuentro”. El adviento de encuentro es obra del Espíritu Santo, es el bautismo del Espíritu Santo. Es Dios mismo que va al encuentro del hombre; quiere encontrarlo en el corazón mismo de su humanidad, confirmando así esta humanidad como imagen eterna de Dios y, al mismo tiempo, haciéndola “nueva”.
Las palabras de Juan sobre el Mesías, sobre Cristo: “Él os bautizará con Espíritu Santo” alcanza la raíz misma del encuentro del hombre con Dios viviente, encuentro que se realiza en Jesucristo y se inscribe en el proceso de la espera de los nuevos cielos y de la nueva tierra, en que habite la justicia: adviento del “mundo futuro”. En Él, en Cristo, Dios ha asumido la figura concreta del Pastor anunciado por los Profetas, y al mismo tiempo se ha convertido en el Cordero que quita el pecado del mundo; por esto, se mezcló con la muchedumbre que seguía a Juan, para recibir de sus manos el bautismo de penitencia y hacerse solidario con cada hombre, para transmitirle luego, a su vez, el Espíritu Santo, esa potencia divina que nos hace capaces de liberarnos de los pecados y de cooperar a la preparación y a la venida “de los nuevos cielos y de la nueva tierra”.
“La espera de una nueva tierra –enseña el Concilio Vaticano II– no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar una vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios” (Gaudium et Spes 39).
Escuchemos la Palabra de Dios con la convicción de que ella, cuando es escuchada por el hombre, tiene la potencia del “Adviento” y, por lo tanto, la capacidad de transformar y renovar. Entonces digamos desde lo profundo del corazón las palabras del Salmista: “Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra” (Sal 84/85,9-10).
– Confesión para vivir bien el adviento
Digamos con alegría estas palabras, que ellas infunden en nuestros corazones la nueva esperanza y la nueva fuerza, porque anuncian que la gloria de Dios habitará en le tierra, que la salvación está cerca de los que le buscan. Dios anuncia la paz, y hace posible los tiempos de la fidelidad y de la justicia.
“Hablad al corazón de Jerusalén” (Is 40,2).
¡Preparad el camino del Señor! ¡Enderezad sus senderos! Que esto se realice en el sacramento de la reconciliación en la humilde y confiada confesión del Adviento, a fin de que ante el recuerdo de la primera venida de Cristo, que es la Navidad, y a la vez en la perspectiva escatológica de su Adviento definitivo, el pecado quede eliminado y expiado, para que la Iglesia pueda proclamar a cada uno de vosotros que ha terminado la esclavitud, y que el Señor Dios viene con fuerza.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
El Adviento es una fuerte llamada de la Iglesia al corazón de sus hijos ante la llegada del Señor. “Hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen” (1ª Lect) “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Todos verán la salvación de Dios. Aleluya” Y San Pedro en la 2ª Lectura: “Queridos hermanos: No perdáis de vista una cosa, para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa..., lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros porque no quiere que nadie se perezca sino que todos se conviertan”.
El espectáculo deprimente del mal parece desmentir este anuncio de salvación. Una gran parte de la humanidad siente la mordedura del hambre, el frío, gime bajo la injusticia y la falta de las más elementales condiciones para una existencia digna. Y lo que es más lacerante: los anhelos de un mundo en paz y mejor parecen fracasar siempre. Hay divisiones y enfrentamientos entre naciones, entre familiares y amigos, entre colegas y vecinos que se nos antojan insolubles. La salvación anunciada por la Iglesia ¿no aparece ante los pobres, los que sufren, las víctimas de la violencia y la injusticia, como mera palabrería? No. “La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra..., la salvación seguirá sus pasos” (Salmo Responsorial).
Debemos cultivar la esperanza de la salvación prometida y practicar la penitencia, la conversión, una concepción de la vida basada en una cultura del amor, del servicio, de la paz y no del egoísmo y el placer, dando más importancia a la salvación que viene de Dios que a la que nos viene propuesta día a día por las voces del polvo. Metanoiete, convertíos, para que en vosotros y a través de vosotros, Dios se haga presente en este mundo.
La mejor conversión, la más práctica y eficaz porque se traduce en hechos, es una buena Confesión. Ella nos lleva a lamentar de corazón el mal ocasionado por nuestra actuación o nuestras omisiones y a formular un propósito, con la ayuda de la gracia sacramental, de enmendar la conducta. Una conversión que nos purifica de nuestros abusos e inmundicias y nos va asemejando a Jesucristo. Formulemos el propósito de hacer una buena Confesión que nos prepare para la Navidad que llega, que imprima también un giro total a nuestra vida haciéndola más humana, más cristiana.
Entonces, cada uno, al recobrar la vida del Espíritu Santo que recibimos en el día del Bautismo (Evangelio), se convierte en mensajero y en constructor de la salvación, de la paz. Una paz que se irá instalando poco a poco en las familias, en las relaciones laborales y sociales y que llegará también a esos ámbitos donde la violencia impone su ley. Una paz que es presagio de la salvación que atraviesa ya la historia humana por la llegada de Cristo y está destinada a alumbrar un día “un cielo nuevo y una nueva tierra “, como nos asegura la 2ª Lectura de hoy.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Esperamos un cielo nuevo y una nueva tierra donde habite la justicia”
Is 40,1-5.9-11: “Preparadle el camino al Señor”
Sal 84,9ab-10.11-12.13-14: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”
2 P 3,8-14: “Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva”
Mc 1,1-8: “Allanad los senderos del Señor”
Se observa en Isaías una progresiva espiritualización de las manifestaciones de Dios. Lejos de los viejos signos en el viento, en la tormenta u otras señales meteorológicas, ahora se muestra mediante su Palabra, por sus promesas. Y cuanto más “espirituales” más liberadoras son estas epifanías.
La misma línea de “provisionalidad” de señales nos advierte S. Juan Bautista al indicar que vendrá otro “que os bautizará con el Espíritu Santo”. Pero lo más urgente es la “metanoia”, el cambio de pensamiento y de rumbo vital. Porque Dios “se convierte” (viene) a nosotros, nosotros nos convertimos a Él.
El hombre que no ha perdido la ilusión por el futuro no se arredra ante las dificultades. Es consciente de que los valles han de levantarse y los montes y colinas han de allanarse. Esto se denomina esfuerzo. Y no faltan hoy quienes remueven del camino las piedras u obstáculos para que otros puedan avanzar que es, en definitiva, ir preparando el Reino de Dios. Y cuanto menos selectivo sea el esfuerzo y más universal el afán, más claramente se verá el Reino de Dios.
– La conversión es condición indispensable para el Reino de Dios:
“Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mc 2,17). Les invita a la conversión, sin la cual no pueden entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lc 15,7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para la remisión de los pecados» (Mt 26,28)” (545).
La acogida del Evangelio lleva a la conversión: 1229-1233.
– El Bautismo, lugar principal de la conversión primera:
“Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva” (1247).
“Bautizaba Juan y bautizaba Cristo. Se preocuparon los discípulos de Juan, porque las gentes corrían hacia Cristo y corrían hacia Juan, pero mientras Juan enviaba a Cristo los que le venían, Cristo no enviaba sus bautizados a Juan... Los judíos decían que Cristo era mayor y que había que acudir a su bautismo, pero ellos no lo entendían así y defendían el de Juan. Fueron a éste para que resolviera la cuestión. Bien pudo decirles: Tenéis razón. Pero sabía ante quien se humillaba... y entendía que la salvación está en Cristo” (San Agustín, Tract, 13,8).
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
El Precursor: preparad el camino del Señor.
– La vocación del Bautista. Su figura en el Adviento.
I. Pueblo de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón.
Mira al Señor que viene... Iba a llegar el Salvador y nadie advertía nada. El mundo seguía como de costumbre, en la indiferencia más completa. Sólo María sabe; y José, que ha sido advertido por el ángel. El mundo está en la oscuridad: Cristo está aún en el seno de María. Y los judíos seguían disertando sobre el Mesías, sin sospechar que lo tenían tan cerca. Pocos esperaban la consolación de Israel: Simeón, Ana...Estamos en Adviento, en la espera.
Y en este tiempo litúrgico la Iglesia propone a nuestra meditación la figura de Juan el Bautista. Este es aquel de quien habló el profeta Isaías diciendo: Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas.
La llegada del Mesías fue precedida de profetas que anunciaban de lejos su llegada, como heraldos que anuncian la llegada de un gran rey. “Juan aparece como la línea divisoria entre ambos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo. El Señor mismo enseña de algún modo lo que es Juan, cuando dice: La ley y los Profetas hasta Juan Bautista. Es personificación de la antigüedad y anuncio de los tiempos nuevos. Como representante de la antigüedad, nace de padres ancianos; como quien anuncia los tiempos nuevos, se muestra ya profeta en el seno de su madre. Aún no había nacido cuando, a la llegada de Santa María, salta de gozo dentro de su madre. Juan se llamó el profeta del Altísimo, porque su misión fue ir delante del Señor para preparar sus caminos, enseñando la ciencia de salvación a su pueblo”.
Toda la esencia de la vida de Juan estuvo determinada por esta misión, desde el mismo seno materno. Esta será su vocación; tendrá como fin preparar a Jesús un pueblo capaz de recibir el reino de Dios y, por otra parte, dar testimonio público de Él. Juan no hará su labor buscando una realización personal, sino para preparar al Señor un pueblo perfecto. No lo hará por gusto, sino porque para eso fue concebido. Así es todo apostolado: olvido de uno mismo y preocupación sincera por los demás.
Juan realizará acabadamente su cometido, hasta dar la vida en el cumplimiento de su vocación. Muchos conocieron a Jesús gracias a la labor apostólica del Bautista. Los primeros discípulos siguieron a Jesús por indicación expresa suya, y otros muchos estuvieron preparados interiormente gracias a su predicación.
La vocación abraza la vida entera y todo se pone en función de la misión divina. De la respuesta que Juan dé más tarde, hace depender el Señor la conversión de muchos de los hijos de Israel.
Cada hombre, en su sitio y en sus propias circunstancias, tiene una vocación dada por Dios; de su cumplimiento dependen otras muchas cosas queridas por la voluntad divina: “De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes”. ¿Acercamos al Señor a quienes nos rodean? ¿Somos ejemplares en la realización de nuestro trabajo, en la familia, en nuestras relaciones sociales? ¿Hablamos del Señor a nuestros compañeros de trabajo o de estudio?
– Humildad de Juan. Necesidad de esta virtud para el apostolado.
II. Plenamente consciente de la misión que le ha sido encomendada, Juan sabe que ante Cristo no es ni siguiera digno de llevarle las sandalias, lo que solía hacer el último de los criados con su señor; para ese menester cualquiera servía. El Bautista no tiene reparo en proclamar que él carece de importancia ante Jesús. Ni siquiera se define a sí mismo según su ascendencia sacerdotal. No dice: “Yo soy Juan, hijo de Zacarías, de la tribu sacerdotal de...”. Por el contrario, cuando le preguntan: ¿Quién eres tú?, Juan dice: Yo soy la voz que clama en el desierto: Preparad los caminos del Señor, allanad sus sendas. Él no es más que eso: la voz. La voz que anuncia a Jesús. Esa es su misión, su vida, su personalidad. Todo su ser viene definido por Jesús; como tendría que ocurrir en nuestra vida, en la vida de cualquier cristiano. Lo importante de nuestra vida es Jesús.
A medida que Cristo se va manifestando, Juan busca quedar en segundo plano, ir desapareciendo. Sus mejores discípulos serán los que sigan, por indicación suya, al Maestro en el comienzo de su vida pública. Este es el Cordero de Dios, dirá a Juan y a Andrés, indicando a Jesús que pasaba. Con gran delicadeza se desprenderá de quienes le siguen para que se vayan con Cristo. Juan “perseveró en la santidad, porque se mantuvo humilde en su corazón”; por eso mereció también aquella formidable alabanza del Señor: En verdad os digo que no ha salido de entre los hijos de mujer nadie mayor que Juan.
El Precursor señala también ahora el sendero que hemos de seguir. En el apostolado personal –cuando vamos preparando a otros para que encuentren a Cristo–, debemos procurar no ser el centro. Lo importante es que Cristo sea anunciado, conocido y amado: Sólo Él tiene palabras de vida eterna, sólo en Él se encuentra la salvación. La actitud de Juan es una enérgica advertencia contra el desordenado amor propio, que siempre nos empuja a ponernos indebidamente en primer plano. Un afán de singularidad no dejaría sitio a Jesús.
El Señor nos pide también que vivamos sin alardes, sin afanes de protagonismo, que llevemos una vida sencilla, corriente, procurando hacer el bien a todos y cumpliendo nuestras obligaciones con honradez. Sin humildad no podríamos acercar a nuestros amigos al Señor. Y entonces nuestra vida quedaría vacía.
– Nosotros somos testigos y precursores. Apostolado con quienes tratamos habitualmente.
III. Nosotros, sin embargo, no somos sólo precursores; somos también testigos de Cristo. Hemos recibido con la gracia bautismal y la Confirmación el honroso deber de confesar, con las obras y de palabra, la fe en Cristo. Para cumplir esta misión recibimos frecuentemente, y aun a diario, el alimento divino del Cuerpo de Jesús; los sacerdotes nos prodigan la gracia sacramental y nos instruyen con la enseñanza de la Palabra divina.
Todo lo que poseemos es tan superior a lo que Juan tenía, que Jesús mismo pudo decir que el más pequeño en el reino de Dios es mayor que Juan. Sin embargo, ¡qué diferencia! Jesús está a punto de llegar, y Juan vive fundamentalmente para ser el Precursor. Nosotros somos testigos; pero, ¿qué clase de testigos somos? ¿Cómo es nuestro testimonio cristiano entre nuestros colegas, en la familia? ¿Tiene suficiente fuerza para persuadir a los que no creen todavía en Él, a quienes no le aman, a los que tienen una idea falsa acerca de Jesús? ¿Es nuestra vida una prueba, al menos una presunción, a favor de la verdad del cristianismo? Son preguntas que podrían servirnos para vivir este Adviento, en el que no puede faltar un sentido apostólico.
Mira al Señor que viene... Juan sabe que Dios prepara algo muy grande, de lo cual él debe ser instrumento, y se coloca en la dirección que le señala el Espíritu Santo. Nosotros sabemos mucho más acerca de lo que Dios tenía preparado para la humanidad. Nosotros conocemos a Cristo y a su Iglesia, tenemos los sacramentos, la doctrina salvadora perfectamente señalada... Sabemos que el mundo necesita que Cristo reine, sabemos que la felicidad y la salvación de los hombres dependen de Él. Tenemos al mismo Cristo, al mismo que conoció y anunció el Bautista.
Somos testigos y precursores. Hemos de dar testimonio, y, al mismo tiempo, señalar a otros el camino. “Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama”.
Quizá el mundo ahora, en muchos casos, tampoco espera nada. O espera en otra dirección, de donde no vendrá nadie. Muchos se hallan volcados hacia los bienes materiales como si fueran su fin último; pero con ellos no llenarán su corazón jamás. Hemos de señalarles el camino. A todos. “Conocéis –nos dice San Agustín– lo que cada uno de vosotros tiene que hacer en su casa, con el amigo, el vecino, con su dependiente, con el superior, con el inferior. Conocéis también de qué modo da Dios ocasión, de qué manera abre la puerta con su palabra. No queráis, pues, vivir tranquilos hasta ganarlos para Cristo, porque vosotros habéis sido ganados por Cristo”.
Nuestra familia, los amigos, los compañeros de trabajo, aquellas personas a quienes vemos con frecuencia, deben ser los primeros en beneficiarse de nuestro amor al Señor. Con el ejemplo y con la oración debemos llegar incluso hasta aquellos con quienes no tenemos ocasión de hablar.
Nuestra gran alegría será haber acercado a Jesús, como hizo el Bautista, a muchos que estaban lejos o indiferentes. Sin perder de vista que es la gracia de Dios y no nuestras fuerzas humanas la que consigue mover las almas hacia Jesús. Y como nadie da lo que no tiene, se hace más urgente un esfuerzo por crecer en la vida interior, de forma que el amor de Dios sobreabundante pueda contagiar a todos los que pasan por nuestro lado.
La Reina de los Apóstoles aumentará nuestra ilusión y esfuerzo por acercar almas a su Hijo, con la seguridad de que ningún esfuerzo es vano ante Él.
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Fr. Fausto BAILO (Toronto, Canadá) (www.evangeli.net)
«Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión»
Hoy, cuando se alza el telón del drama divino, podemos escuchar ya la voz de alguien que proclama: «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Mc 1,3). Hoy, nos encontramos ante Juan el Bautista cuando prepara el escenario para la llegada de Jesús.
Algunos creían que Juan era el verdadero Mesías. Pues hablaba como los antiguos profetas, diciendo que el hombre ha de salir del pecado para huir del castigo y retornar hacia Dios a fin de encontrar su misericordia. Pero éste es un mensaje para todos los tiempos y todos los lugares, y Juan lo proclamaba con urgencia. Así, sucedió que una riada de gente, de Jerusalén y de toda Judea, inundó el desierto de Juan para escuchar su predicación.
¿Cómo es que Juan atraía a tantos hombres y mujeres? Ciertamente, denunciaba a Herodes y a los líderes religiosos, un acto de valor que fascinaba a la gente del pueblo. Pero, al mismo tiempo, no se ahorraba palabras fuertes para todos ellos: porque ellos también eran pecadores y debían arrepentirse. Y, al confesar sus pecados, los bautizaba en el río Jordán. Por eso, Juan Bautista los fascinaba, porque entendían el mensaje del auténtico arrepentimiento que les quería transmitir. Un arrepentimiento que era algo más que una confesión del pecado –en sí misma, ¡un gran paso hacia delante y, de hecho, muy bonito! Pero, también, un arrepentimiento basado en la creencia de que sólo Dios puede, a la vez, perdonar y borrar, cancelar la deuda y barrer los restos de mi espíritu, enderezar mis rutas morales, tan deshonestas.
«No desaprovechéis este tiempo de misericordia ofrecido por Dios», dice San Gregorio Magno. –No estropeemos este momento apto para impregnarnos de este amor purificador que se nos ofrece, podemos decirnos, ahora que el tiempo de Adviento comienza a abrirse paso ante nosotros.
¿Estamos preparados, durante este Adviento, para enderezar los caminos para nuestro Señor? ¿Puedo convertir este tiempo en un tiempo para una confesión más auténtica, más penetrante en mi vida? Juan pedía sinceridad –sinceridad con uno mismo– a la vez que abandono en la misericordia Divina. Al hacerlo, ayudaba al pueblo a vivir para Dios, a entender que vivir es cuestión de luchar por abrir los caminos de la virtud y dejar que la gracia de Dios vivificara su espíritu con su alegría.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
El verdadero profeta
«Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos».
Eso dijo Juan el Bautista.
Y lo dijo con voz de profeta, para que sea escuchada ayer, hoy y siempre, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, para que todos vean la salvación de Dios.
Tu Señor te envía a ti también, sacerdote, para que hagas lo mismo. Profeta de las naciones te ha constituido, porque para Él ya te tenía consagrado desde antes de nacer.
Eres tú, sacerdote, creado a imagen y semejanza de Dios, para ser Cristo, desde siempre y para la eternidad.
Eres tú, sacerdote, el que el mismo Cristo llama para ser sacerdote para la eternidad.
Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Tú has sido llamado y has sido elegido.
Él te llama por tu nombre, y espera ser correspondido.
Es tu sí, sacerdote, el que consuma ese deseo de Dios, para el que has nacido.
Eres tú, sacerdote, el que Cristo eligió, porque desde antes de hacer, Él ya te conocía.
Para ser profeta hay que ser llamado, y hay que ser elegido, hay que ser consagrado y hay que ser constituido.
Para eso, es para lo que tu Señor te ha llamado y te ha elegido, te ha consagrado y te ha constituido.
Él espera que tú correspondas y digas sí, y lleves en tu boca no tu palabra, sino la suya, no tu verdad, sino la única verdad, que es Él mismo, con la voz que clama en el desierto: “preparen los caminos del Señor”.
Tu Señor es el que vino después de Juan, pero antes que tú, y es más fuerte que él y que tú, y ni siquiera eres digno de quitarle las sandalias. Pero Él dijo que no hay, entre los nacidos de mujer, ninguno mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él. Y se refiere a ti, sacerdote. Él confía en ti, y espera de ti, que seas un verdadero profeta.
El verdadero profeta profesa la verdad y la vive, convence con su palabra, respaldada por el ejemplo.
El verdadero profeta tiene credibilidad ante los demás, porque lo ven, porque lo escuchan, porque creen en él, porque lleva la única verdad en la que cree, porque la vive, porque la conoce, porque la profesa, porque hace suya la verdad que es Cristo: que es el único Hijo de Dios, que ha sido enviado al mundo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna por Él, con Él y en Él.
El verdadero profeta no solo expresa la verdad con palabras, sino que muestra el camino, andando el camino, poniendo su fe por obras, para ser ejemplo.
Tu Señor es el camino que conduce a la vida, vida que es Cristo, por quien fuiste creado a imagen y semejanza del Padre, para ser sacerdote desde siempre y para la eternidad, desde un principio.
Para eso has sido llamado, elegido, consagrado y constituido por Cristo, con Cristo y en Cristo, que sólo espera tu sí para ser correspondido.
Y tú, sacerdote, ¿profesas la verdad?
¿Bautizas al pueblo de Dios en el Espíritu Santo y su fuego?
¿Crees en que tu Señor está pronto a venir? ¿Preparas sus caminos?
¿Confiesas tus pecados?
¿Eres un siervo fiel y prudente que da fruto?, ¿o crees que sólo por ser un profeta estás exento de perecer en el fuego del infierno?
Rectifica tu camino, sacerdote. Acércate a tu Señor con el corazón contrito y humillado, que Él no desprecia. Analiza tu conciencia y pide perdón, permaneciendo siempre en la disposición a recibir la gracia y la misericordia de Dios, que provoca la conversión de tu corazón, todos los días, dando testimonio de fe y de amor con tus obras, para que seas verdadero profeta, verdadero sacerdote, que clama en el desierto con voz fuerte que estén preparados para cuando Cristo vuelva.
(Espada de Dos Filos I, n. 8)
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