Domingo 2 de Adviento (Ciclo C)


Domingo II de Adviento (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilías en Santa Marta
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2006 y 2009
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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DEL MISAL MENSUAL

TODOS VERÁN LA SALVACIÓN DE DIOS

Bar 5, 1-9; Flp 1, 4-6. 8-11; Lc 3, 1-6

Con mucho entusiasmo y una gran convicción el profeta Baruc anima a sus lectores a alegrarse por la llegada de los israelitas repatriados. Es necesario ponerse la diadema de la victoria, ponerse de pie y alegrarse porque Dios cumple su palabra. Él es quien encabeza la columna de los repatriados que retornan. Recurriendo al lenguaje hiperbólico, el profeta imagina que barrancos y colinas se nivelarán a fin de asegurar la marcha de los caminantes. Con esas mismas imágenes se expresó también Isaías y, a partir de las mismas, inició Juan Bautista su movimiento de renovación general en la vida de Israel. Una transformación de fondo no se opera de manera sencilla, antes bien, es necesario recurrir a un relato y un símbolo poderoso. Juan Bautista reaviva el tema del paso del Jordán y lo asocia al bautismo y la confesión de pecados. Desde esa narrativa pretendía sentar las bases para un cambio verdadero, nacido del interior de la persona.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Is 30, 19. 30

Pueblo de Sión, mira que el Señor va a venir para salvar a todas las naciones y dejará oír la majestad de su voz para alegría de tu corazón.

ORACIÓN COLECTA

Dios omnipotente y misericordioso, haz que ninguna ocupación terrena sirva de obstáculo a quienes van presurosos al encuentro de tu Hijo, antes bien, que el aprendizaje de la sabiduría celestial, nos lleve a gozar de su presencia. El, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Dios mostrará su grandeza.

Del libro del profeta Baruc: 5, 1-9:

Jerusalén, despójate de tus vestidos de luto y aflicción, y vístete para siempre con el esplendor de la gloria que Dios te da; envuélvete en el manto de la justicia de Dios y adorna tu cabeza con la diadema de la gloria del Eterno, porque Dios mostrará tu grandeza a cuantos viven bajo el cielo. Dios te dará un nombre para siempre: “Paz en la justicia y gloria en la piedad”.

Ponte de pie, Jerusalén, sube a la altura, levanta los ojos y contempla a tus hijos, reunidos de oriente y de occidente, a la voz del espíritu, gozosos porque Dios se acordó de ellos. Salieron a pie, llevados por los enemigos; pero Dios te los devuelve llenos de gloria, como príncipes reales.

Dios ha ordenado que se abajen todas las montañas y todas las colinas, que se rellenen todos los valles hasta aplanar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios. Los bosques y los árboles fragantes le darán sombra por orden de Dios. Porque el Señor guiará a Israel en medio de la alegría y a la luz de su gloria, escoltándolo con su misericordia y su justicia.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5.6

R/. Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor.

Cuando el Señor nos hizo volver del cautiverio, creíamos soñar; entonces no cesaba de reír nuestra boca, ni se cansaba entonces la lengua de cantar. R/.

Aun los mismos paganos con asombro decían: “¡Grandes cosas ha hecho por ellos el Señor!”. Y estábamos alegres, pues ha hecho grandes cosas por su pueblo el Señor. R/.

Como cambian los ríos la suerte del desierto, cambia también ahora nuestra suerte, Señor, y entre gritos de júbilo cosecharán aquellos que siembran con dolor. R/.

Al ir, iban llorando, cargando la semilla; al regresar, cantando vendrán con sus gavillas. R/.

SEGUNDA LECTURA

Manténganse limpios e irreprochables para el día de Cristo.

De la carta apóstol san Pablo a los filipenses: 1, 4-6. 8-11

Hermanos: Siempre que pido por ustedes, lo hago con gran alegría, porque han colaborado conmigo en la causa del Evangelio, desde el primer día hasta ahora. Estoy convencido de que aquel que comenzó en ustedes esta obra, la irá perfeccionando siempre hasta el día de la venida de Cristo Jesús.

Dios es testigo de cuánto los amo a todos ustedes con el amor entrañable con que los ama Cristo Jesús. Y ésta es mi oración por ustedes: Que su amor siga creciendo más y más y se traduzca en un mayor conocimiento y sensibilidad espiritual. Así podrán escoger siempre lo mejor y llegarán limpios e irreprochables al día de la venida de Cristo, llenos de los frutos de la justicia, que nos viene de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Lc 3, .4.6

R/. Aleluya, aleluya.

Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos, y todos los hombres verán al Salvador. R/.

EVANGELIO

Todos verán la salvación de Dios.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 3, 1-6

En el año décimo quinto del reinado del César Tiberio, siendo Poncio Pilato procurador de Judea; Herodes, tetrarca de Galilea; su hermano Filipo, tetrarca de las regiones de Iturea y Traconítide; y Lisarías, tetrarca de Abilene; bajo el pontificado de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías.

Entonces comenzó a recorrer toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro de las predicciones del profeta Isaías:

Ha resonado una voz en el desierto: Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que te sean agradables, Señor, nuestras humildes súplicas y ofrendas, y puesto que no tenemos méritos en qué apoyarnos, nos socorra el poderoso auxilio de tu benevolencia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Bar 5, 5; 4, 36

Levántate, Jerusalén, sube a lo alto, para que contemples la alegría que te viene de Dios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Saciados por el alimento que nutre nuestro espíritu, te rogamos, Señor, que, por nuestra participación en estos misterios, nos enseñes a valorar sabiamente las cosas de la tierra y a poner nuestro corazón en las del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Alegres, porque Dios se acordó de ellos (Ba 5,1-9)

1ª lectura

A modo de recapitulación, el libro termina con un nuevo canto de consuelo, el cuarto del escrito. Se promete la felicidad de la gloria para siempre, con connotaciones escatológicas. La nueva Jerusalén recibirá un nombre simbólico, que expresa no sólo la pertenencia a Dios, sino también sus propiedades esenciales: será «Paz de la justicia» y «Gloria de la piedad» (v. 4), que es como decir «paz justa» y «piedad gloriosa». Olimpiodoro comenta en sentido espiritual: «Puesto que Cristo es nuestra paz y Él es nuestra justicia y nuestra gloria, y Él es ejemplo de nuestra ciudadanía según la piedad, también nosotros recibimos de Él esos nombres» (Fragmenta in Baruch 5,4).

Los paralelos de este pasaje con la literatura profética y sapiencial son numerosos: Is 40,4-5; 49,18-22; 60,1-4; Jr 30,15-22; Sal 126; etc. Pero aún resulta más sugerente la relación de los vv. 1-9 con la visión de la Jerusalén mesiánica del Apocalipsis de San Juan 21,1-4, que ya descubrió San Ireneo en su Adversus haereses, donde concluye: «No se puede dar una interpretación alegórica a esto: todo es cierto, verdadero y concreto, y ha sido querido por Dios para gloria de los hombres justos. Como verdaderamente Dios es el que hace resucitar al hombre, así verdaderamente el hombre se vigorizará con la incorruptibilidad y se fortalecerá, en el tiempo del Reino, para poder acoger luego la gloria del Padre. Cuando todo sea renovado, habitará verdaderamente en la ciudad de Dios» (5,35,2).

Quien comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo (Flp 1,4-6.8-11)

2ª lectura

La alegría es una de las notas sobresalientes de este escrito (cfr 3,1; 4,4), causada de modo especial por el buen espíritu y comportamiento de los filipenses. A ella se refiere Pablo como uno de los frutos del Espíritu Santo (cfr Ga 5,22). Proviene de la unión con Dios y del descubrimiento de la amorosa providencia con la que Dios vela por sus criaturas y, de modo particular, por sus hijos. La alegría da serenidad, paz y objetividad al cristiano en todas las acciones de su vida.

El Magisterio de la Iglesia, a partir de las palabras del v. 6, ha enseñado, frente a la herejía pelagiana, que tanto el inicio de la fe, como su aumento, y el acto de fe por el que creemos, son fruto del don de la gracia y de la libre correspondencia humana (cfr Conc. II de Orange, can. 5). Siglos más tarde, el Concilio de Trento reiteró esta enseñanza: así como Dios ha empezado la obra buena, la acabará, si los hombres cooperamos con su gracia (cfr De iustificatione, cap. 13). Junto a esa confianza en el auxilio divino es necesario el esfuerzo personal por corresponder a la gracia, pues, en palabras de San Agustín, «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti» (Sermones169,13).

La identificación de San Pablo con Jesucristo es tan grande que puede decir que han pasado a su corazón los mismos afectos del corazón de Cristo (v. 8).

El crecimiento en la caridad (v. 9) estimula el empeño por alcanzar un mayor «conocimiento» de Dios. «El que ama —dice Santo Tomás— no se contenta con un conocimiento superficial del amado, sino que se esfuerza por conocer cada una de las cosas que le pertenecen, y así penetra hasta su interior» (Summa theologiae 1-2,28,2c).

Preparad el camino del Señor (Lc 3,1-6)

Evangelio

Los cuatro evangelios recogen la actividad del Bautista que precedió la vida pública de Cristo. Lucas la presenta con más detalle y orden: describe el marco general (vv. 1-2), la misión de Juan (vv. 3-6), el contenido de su predicación (vv. 7-14), su relación con el Mesías venidero (vv. 15-18) y su encarcelamiento (vv. 19-20).

Lucas sitúa en el tiempo y en el espacio la aparición pública de Juan Bautista (vv. 1-2). El año decimoquinto del imperio de Tiberio César corresponde al 27 ó al 28/29 de nuestra era, según dos cómputos de tiempo posibles (ver Cronología de la vida de Jesús, pp. 48-50). Poncio Pilato fue praefectus de Judea («procurador» en la terminología posterior) desde el año 26 al 36; su jurisdicción se extendía también a Samaría e Idumea. El Herodes que se menciona es Herodes Antipas, que murió el año 39. Filipo, hermanastro de Herodes Antipas, fue tetrarca de las regiones indicadas en el texto hasta el año 33/34. No es el mismo Herodes Filipo que estaba casado con Herodías, de la que se habla en el v. 19. El sumo sacerdote era Caifás, que ejerció su pontificado desde el año 18 al 36. Anás, su suegro, había sido depuesto el año 15 por la autoridad romana, pero conservaba mucha influencia en la política y la religión judías (cfr Jn 18,13; Hch 4,6). La mención de las circunstancias históricas, seguida de la expresión «vino la palabra de Dios sobre...» (v. 2), es frecuente en el inicio de muchos libros proféticos (Ez 1,3; cfr Os 1,1; Mi 1,1; So 1,1; etc.). De este modo el texto sugiere, como después afirmará Jesús expresamente (16,16), que Juan es el último de los profetas, y a través de él, Dios, con su palabra (v. 2), inaugura el último acto de la historia.

El evangelista presenta la figura del Bautista a la luz de un texto del libro de Isaías (vv. 4-6; cfr Is 40,3-5). En esta parte de Isaías se anuncia al pueblo hebreo que, tras el destierro de Babilonia, habrá un nuevo éxodo; entonces, el pueblo que caminará a través del desierto hasta llegar a la tierra de promisión ya no será guiado por Moisés sino por Dios mismo. El oráculo de Isaías citado es común a los tres evangelios sinópticos, pero sólo San Lucas recoge el último versículo: «Y todo hombre verá la salvación de Dios». De este modo, la dimensión universal del Evangelio se presenta desde la misión misma del Bautista. Todos, hasta los publicanos (v. 12) o los soldados (v. 14), tienen acceso a la salvación: «El Señor desea abrir en vosotros un camino por el que pueda penetrar en vuestras almas. (...) El camino por el que ha de penetrar la palabra de Dios consiste en la capacidad del corazón humano. El corazón del hombre es grande, espacioso y capaz. (...) Prepara un camino al Señor mediante una conducta honesta, y con acciones irreprochables allana tú el sendero, para que la palabra de Dios camine hacia ti sin obstáculo» (Orígenes, Commentaria in Ioannem 21,5-7).

Ante la venida inminente del Señor, los hombres deben disponerse interiormente, hacer penitencia de sus pecados, rectificar su vida para recibir la gracia que trae el Mesías.

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SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)

La predicación de San Juan Bautista

Con haber hecho mención del emperador de la República romana y de los que gobernaban la Judea, diciendo: El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, gobernando Poncio Pilato la Judea, siendo Herodes tetrarca de la Galilea, y sil hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilinia; hallándose sumos sacerdotes Anás y Caifás, el Señor hizo entender su palabra a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto; se determina el tiempo en que el Precursor de nuestro Redentor recibe el encargo de predicar; pues como venía para dar a conocer a Aquel que había de redimir a algunos de los judíos y a muchos de los gentiles, señalando la época del emperador de los gentiles y los príncipes de los judíos, se fija el tiempo de su predicación,

Mas como la gentilidad había de ser congregada y la Judea dispersa culpa de su perfidia, la descripción determina los principados terrenos, puesto que se refiere que en la República romana gobernaba uno solo, y en el reino de la Judea, dividida en cuatro partes, gobernaban varios. Ahora bien, como nuestro Redentor dice (Lc 11, 17): Todo reino dividido quedará destruido, luego está claro había llegado a su término el reino de la Judea, que, dividida, estaba sometida a tantos gobernadores.

Y también se muestra, no sólo bajo qué gobernadores, sino debajo qué sacerdotes aconteció. Y porque Juan Bautista daría a conocer a Aquel que a la vez sería rey y sacerdote, el evangelista Lucas señaló el tiempo de su predicación por el reino y el sacerdocio, anunciando quiénes reinaban y quiénes eran sacerdotes.

Vino por toda la ribera del Jordán predicando un bautismo penitencia para la remisión de los pecados. Es cosa clara para todos los que leen el Evangelio que Juan no sólo predicó el bautismo de penitencia, sino que también bautizó a algunos. Mas, no obstante pudo dar su bautismo para remisión de los pecados, porque por el bautismo de Cristo se nos concede la remisión de los dos. Y así debe notarse que se dice: predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados; porque, como no podía él dar el bautismo que perdonaría los pecados, lo predicaba. De manera que así como precedía con su predicación al Verbo encarnado del Padre, así también su bautismo, precediéndole, fuera figura del verdadero.

Prosigue: Como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías: La voz de uno que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas: En efecto, el mismo Juan Bautista, preguntado quién era, respondió diciendo (Jn. 1,23):Yo soy la voz del que clama en el desierto. El cual, según hemos dicho antes, es llamado voz por el profeta porque iba delante del Verbo.

Ahora, qué es lo que clamaba se manifiesta cuando prosigue: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. ¿Qué otra cosa hace todo el que predica la verdadera fe y las buenas obras sino preparar el camino del Señor, que viene a los corazones de los oyentes?

Para que este poder de la gracia halle camino abierto y alumbre la luz de la verdad, para que, inculcando con la predicación santos pensamientos en el alma, enderece los caminos del Señor: Todo sea terraplenado, y todo monte y collado, allanado. ¿Qué se entiende aquí por el nombre de vallesino los hombres humildes? ¿Y qué por el de montes collados sino los soberbios? Luego, a la venida del Señor, los valles se terraplenaron y los montes y collados se allanaron, porque, según dice Él (Lc. 14,11), todo el que se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado. En efecto, el valle, terraplenado, se eleva, y el monte y el collado, allanados; se abajan. La gentilidad, pues, ciertamente, por su fe en el hombre Jesucristo como Mediador entre Dios y los hombres, recibió la plenitud de la gracia, mientras que la Judea, por su error, debido a su perfidia, perdió aquello de que se envanecía.

De manera que todo valle será terraplenado, porque los corazones de los humildes, mediante la predicación de la santa doctrina, se llenarán de la gracia de las virtudes, según lo que está escrito (Sal. 103, 10): Tú haces brotar las fuentes en los valles; y como en otro lugar se dice (Sal. 64,14): Y abundarán en grano los valles. Pues bien, el agua se desliza de los montes, esto es, la doctrina de la verdad huye de las mentes soberbias; en cambio, brotan las fuentes en los valles, esto es, las mentes de los humildes reciben la enseñanza de, la predicación.

Ya hemos visto cómo los valles abundan en grano, porque se han llenado con el sustento de la verdad las bocas de los que, por mansos y sencillos, parecían a este mundo despreciables. [4.] También el pueblo, que había visto a Juan Bautista dotado de una admirable santidad, creía que él era particularmente aquel monte elevado y sólido del cual está escrito (Mich. 4,1): En los últimos tiempos, el monte de la casa del Señor será fundado sobre la cima do los montes; pues creían que él era el Cristo, según lo que dice el Evangelio (Lc. 3,15): Opinando el pueblo que quizá Juan era si Cristo y prevaleciendo esta opinión en el corazón de todos, le requerían, diciendo: ¿Por ventura eres tú el Cristo?, Pero, si Juan no se hubiera tenido por valle, no habría estado lleno de gracia en el espíritu, el cual, para dar a entender lo que era, dijo (Mt. 3,11): El que viene después de mí es más poderoso que yo y no soy yo digno de besarle la sandalias. Y de nuevo dice (Jn. 3,28): El esposo es aquel que tiene esposa; mas el amigo del esposo, que está para asistirle y atenderle y se llena de gozo con oír la voz del esposo. Mi gozo, pues, ahora es completo. Conviene que él crezca y que yo mengüe. Ved que, siendo por su admirable conducta virtuosa, tal que se opinaba que sería el Cristo, no sólo respondió que él no era el Cristo, sino que decía no ser siquiera digno de desatar la correa de su calzado, esto es de escudriñar el misterio de su encarnación. Los que opinaban que él era el Cristo, creían que la Iglesia era su esposa; pero él dice: El esposo es aquel que tiene esposa; como si, dijera: Yo no soy esposo, pero soy amigo del esposo; y declara que su gozo está, en la voz suya, sino en oír la voz del esposo, porque su corazón se alegraba, no precisamente porque, cuando predicaba, los pueblos le oían humildes, sino porque él oía interiormente la voz de la Verdad para predicarla afuera. Y dice bien que el gozo es completo, porque quien se goza en la voz suya, no tiene gozo completo.

También dice: Conviene que Él crezca y que yo mengüe. Respecto a lo cual hay que inquirir en qué creció Cristo y en que menguó Juan, sino en que el pueblo, que veía la abstinencia de Juan y tan distante de los hombres, creía que él era el Cristo; mientras que, viendo a Cristo comer con los publicanos y con los pecadores, creía que éste no era el Cristo, sino un profeta; pero, andando el tiempo, Cristo, que había sido tenido por un profeta, fue reconocido por el Cristo; y Juan, que era tenido por Cristo, se dio a conocer que era profeta. Y así se cumplió lo que e Cristo predijo su Precursor: Conviene que El crezca y que yo mengüe. Efectivamente, en la apreciación del pueblo, Cristo crecía, porque fue reconocido por lo que era; y Juan menguó, porque dejó de ser llamado lo que no era.

Por consiguiente, puesto que Juan perseveró en la santidad precisamente, porque se mantuvo humilde en su corazón, y, en cambio, muchos han caído precisamente porque se envanecieron en sí mismos con pensamientos altivos, dígase con razón: Todo valle será terraplenado, y todo monte y collado, allanado; porque los humildes reciben la gracia que rechazan de sí los corazones de los soberbios.

Prosigue: Y así los caminos torcidos serán enderezados, y los escabrosos, igualados. Los caminos torcidos son enderezados cuando los corazones de los malos, torcidos por la injusticia, se rigen por la norma de la justicia; y los escabrosos se tornan planos cuando las almas que no son mansas, sino iracundas, vuelven a la suavidad de la mansedumbre por la infusión de la gracia celestial.

De manera que, cuando el alma iracunda no recibe la palabra la verdad, es como si la aspereza del camino impidiera el paso del caminante; en cambio, cuando el alma iracunda, por la gracia de la mansedumbre que ha recibido, acepta la palabra de exhortación, el predicador encuentra llano el camino allí donde antes no podía dar un paso por la escabrosidad del mismo camino, esto es, donde no podía predicar.

Y continúa: Y verá toda carne al Salvador de Dios. Como a carne se toma en el sentido de todo hombre, y todos los hombres no han podido ver en esta vida al Salvador de Dios, esto es, a Cristo, ¿adónde, pues, tiende el profeta la mirada de la profecía esta sentencia sino al día del último juicio? En el cual, abriéndose los cielos, aparezca Cristo, en el trono de su majestad, asistido por los ángeles y sentado con los apóstoles, todos, así los elegidos como los réprobos, le verán igualmente, para que los justos gocen sin fin del don de la retribución y los injustos giman perpetuamente en la venganza del suplicio.

(Homilía sobre los Evangelios, Homilía XX, Ed. BAC. Madrid 1968, pp. 622-625)

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FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 – Homilías en Santa Marta

Ángelus 2015

Si estoy enamorado de Jesús, debo darlo a conocer

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este segundo domingo de Adviento, la liturgia nos pone en la escuela de Juan el Bautista, que predicaba «un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Lc 3, 3). Y quizá nosotros nos preguntamos: «¿Por qué nos deberíamos convertir? La conversión concierne a quien de ateo se vuelve creyente, de pecador se hace justo, pero nosotros no tenemos necesidad, ¡ya somos cristianos! Entonces estamos bien». Pensando así, no nos damos cuenta de que es precisamente de esta presunción que debemos convertirnos —que somos cristianos, todos buenos, que estamos bien—: de la suposición de que, en general, va bien así y no necesitamos ningún tipo de conversión. Pero preguntémonos: ¿es realmente cierto que en diversas situaciones y circunstancias de la vida tenemos en nosotros los mismos sentimientos de Jesús? ¿Es verdad que sentimos como Él lo hace? Por ejemplo, cuando sufrimos algún mal o alguna afrenta, ¿logramos reaccionar sin animosidad y perdonar de corazón a los que piden disculpas? ¡Qué difícil es perdonar! ¡Cómo es difícil! «Me las pagarás»: esta frase viene de dentro. Cuando estamos llamados a compartir alegrías y tristezas, ¿lloramos sinceramente con los que lloran y nos regocijamos con quienes se alegran? Cuando expresamos nuestra fe, ¿lo hacemos con valentía y sencillez, sin avergonzarnos del Evangelio? Y así podemos hacernos muchas preguntas. No estamos bien, siempre tenemos que convertirnos, tener los sentimientos que Jesús tenía.

La voz del Bautista grita también hoy en los desiertos de la humanidad, que son —¿cuáles son los desiertos de hoy?— las mentes cerradas y los corazones duros, y nos hace preguntarnos si en realidad estamos en el buen camino, viviendo una vida según el Evangelio. Hoy, como entonces, nos advierte con las palabras del profeta Isaías: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (v. 4). Es una apremiante invitación a abrir el corazón y acoger la salvación que Dios nos ofrece incesantemente, casi con terquedad, porque nos quiere a todos libres de la esclavitud del pecado. Pero el texto del profeta expande esa voz, preanunciando que «toda carne verá la salvación de Dios» (v. 6). Y la salvación se ofrece a todo hombre, todo pueblo, sin excepción, a cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros puede decir: «Yo soy santo, yo soy perfecto, yo ya estoy salvado». No. Siempre debemos acoger este ofrecimiento de la salvación. Y por ello el Año de la Misericordia: para avanzar más en este camino de la salvación, ese camino que nos ha enseñado Jesús. Dios quiere que todos los hombres se salven por medio de Jesucristo, el único mediador (cf. 1 Tim 2, 4-6).

Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a dar a conocer a Jesús a quienes todavía no lo conocen. Y esto no es hacer proselitismo. No, es abrir una puerta. «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9, 16), declaraba san Pablo. Si a nosotros el Señor Jesús nos ha cambiado la vida, y nos la cambia cada vez que acudimos a Él, ¿cómo no sentir la pasión de darlo a conocer a todos los que conocemos en el trabajo, en la escuela, en el edificio, en el hospital, en distintos lugares de reunión? Si miramos a nuestro alrededor, nos encontramos con personas que estarían disponibles para iniciar o reiniciar un camino de fe, si se encontrasen con cristianos enamorados de Jesús. ¿No deberíamos y no podríamos ser nosotros esos cristianos? Os dejo esta pregunta: «¿De verdad estoy enamorado de Jesús? ¿Estoy convencido de que Jesús me ofrece y me da la salvación?». Y, si estoy enamorado, debo darlo a conocer. Pero tenemos que ser valientes: bajar las montañas del orgullo y la rivalidad, llenar barrancos excavados por la indiferencia y la apatía, enderezar los caminos de nuestras perezas y de nuestros compromisos.

Que la Virgen María, que es Madre y sabe cómo hacerlo, nos ayude a derrumbar las barreras y los obstáculos que impiden nuestra conversión, es decir, nuestro camino hacia el Señor. ¡Sólo Él, Jesús, puede realizar todas las esperanzas del hombre!

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Ángelus 2018

Testigos humildes pero valientes

Queridos hermanas y hermanas: ¡buenos días!

El domingo pasado la liturgia nos invitaba a vivir el tiempo de Adviento y de espera del Señor con actitud de vigilancia y también de oración: “velad” y “orad”. Hoy, segundo domingo de Adviento, se nos indica cómo dar sustancia a esta espera: emprendiendo un camino de conversión, cómo hacer concreta esta espera. Como guía en este camino, el Evangelio nos presenta la figura de Juan el Bautista, que «recorrió toda la región del río Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Lc 3,3). Para describir la misión del Bautista, el evangelista Lucas recoge la antigua profecía de Isaías que dice así: «Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado» (vv. 4-5).

Para preparar el camino al Señor que viene, es necesario tener en cuenta los requisitos de conversión a la que invita el Bautista. ¿Cuáles son estos requisitos de conversión? Ante todo, estamos llamados a rellenar los barrancos causados por la frialdad y la indiferencia, abriéndonos a los demás con los mismos sentimientos de Jesús, es decir, con esa cordialidad y atención fraterna que se hace cargo de las necesidades del prójimo. Es decir, rellenar los barrancos producidos por la frialdad. No se puede tener una relación de amor, de fraternidad, de caridad con el prójimo si hay “agujeros”, así como no se puede ir por un camino con muchos baches, ¿no? Hace falta cambiar de actitud. Y todo esto hacerlo también con una atención especial por los más necesitados. Después es necesario rebajar tantas asperezas causadas por el orgullo y la soberbia. Cuánta gente, quizás sin darse cuenta, es soberbia, áspera, no tiene esa relación de cordialidad. Hay que superar esto haciendo gestos concretos de reconciliación con nuestros hermanos, de solicitud de perdón por nuestras culpas. No es fácil reconciliarse, siempre se piensa: ¿quién da el primer paso? Pero el Señor nos ayuda a hacerlo si tenemos buena voluntad. La conversión, de hecho, es completa si lleva a reconocer humildemente nuestros errores, nuestras infidelidades, nuestras faltas.

El creyente es aquel que, a través de su hacerse cercano al hermano, como Juan el Bautista, abre caminos en el desierto, es decir, indica perspectivas de esperanza incluso en aquellos contextos existenciales tortuosos, marcados por el fracaso y la derrota. No podemos rendirnos ante las situaciones negativas de cierre y de rechazo; no debemos dejarnos subyugar por la mentalidad del mundo, porque el centro de nuestra vida es Jesús y su palabra de luz, de amor, de consuelo. ¡Es Él! El Bautista invitaba a la gente de su tiempo a la conversión con fuerza, con vigor, con severidad. Sin embargo, sabía escuchar, sabía hacer gestos de ternura, gestos de perdón hacia la multitud de hombres y mujeres que acudían a él para confesar sus pecados y ser bautizados con el bautismo de la penitencia.

El testimonio de Juan el Bautista, nos ayuda a ir adelante en nuestro testimonio de vida. La pureza de su anuncio, su valentía al proclamar la verdad lograron despertar las expectativas y esperanzas del Mesías que desde hace tiempo estaban adormecidas. También hoy, los discípulos de Jesús están llamados a ser sus testigos humildes pero valientes para reencender la esperanza, para hacer comprender que, a pesar de todo, el reino de Dios sigue construyéndose día a día con el poder del Espíritu Santo. Pensemos, cada uno de nosotros: ¿cómo puedo cambiar algo de mi actitud, para preparar el camino al Señor?

La Virgen María nos ayude a preparar día tras día el camino del Señor, comenzando por nosotros mismos; y a sembrar a nuestro alrededor, con tenaz paciencia, semillas de paz, de justicia y de fraternidad.

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Homilía 24 de junio de 2013

Siguiendo el ejemplo de san Juan, voz de la Palabra

Una Iglesia inspirada en la figura de Juan el Bautista: que “existe para proclamar, para ser voz de una palabra, de su esposo que es la palabra” y “para proclamar esta palabra hasta el martirio” a manos “de los más soberbios de la tierra”. Es la línea que trazó el Santo Padre en la misa del 24, fiesta litúrgica del nacimiento del santo a quien la Iglesia venera como “el hombre más grande nacido de mujer”.

La reflexión del Papa se centró en el citado paralelismo, porque “la Iglesia tiene algo de Juan”, si bien –alertó enseguida– es difícil delinear su figura. “Jesús dice que es el hombre más grande que haya nacido”. He aquí entonces la invitación a preguntarse quién es verdaderamente Juan, dejando la palabra al protagonista mismo. Él, en efecto, cuando “los escribas, los fariseos, van a pedirle que explique mejor quién era”, responde claramente: “Yo no soy el Mesías. Yo soy una voz, una voz en el desierto”. En consecuencia, lo primero que se comprende es que “el desierto” son sus interlocutores; gente con “un corazón sin nada”. Mientras que él es “la voz, una voz sin palabra, porque la palabra no es él, es otro. Él es quien habla, pero no dice; es quien predica acerca de otro que vendrá después”. En todo esto –explicó el Papa– está “el misterio de Juan” que “nunca se adueña de la palabra; la palabra es otro. Y Juan es quien indica, quien enseña”, utilizando los términos “detrás de mí... yo no soy quien vosotros pensáis; viene uno después de mí a quien yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias”. Por lo tanto, “la palabra no está”, está en cambio “una voz que indica a otro”. Todo el sentido de su vida “está en indicar a otro”.

Prosiguiendo su homilía, el Papa Francisco puso de relieve que la Iglesia elige para la fiesta de san Juan “los días más largos del año; los días que tienen más luz, porque en las tinieblas de aquel tiempo Juan era el hombre de la luz: no de una luz propia, sino de una luz reflejada. Como una luna. Y cuando Jesús comenzó a predicar”, la luz de Juan empezó a disiparse, “a disminuir, a desvanecerse”. Él mismo lo dice con claridad al hablar de su propia misión: “Es necesario que Él crezca y yo mengüe”.

“Voz, no palabra; luz, pero no propia, Juan parece ser nadie”, sintetizó el Pontífice. He aquí desvelada “la vocación” del Bautista –afirmó–: “Rebajarse. Cuando contemplamos la vida de este hombre tan grande, tan poderoso –todos creían que era el Mesías–, cuando contemplamos cómo esta vida se rebaja hasta la oscuridad de una cárcel, contemplamos un misterio” enorme. En efecto –prosiguió– “nosotros no sabemos cómo fueron” sus últimos días. Se sabe sólo que fue asesinado y que su cabeza acabó “sobre una bandeja como gran regalo de una bailarina a una adúltera. Creo que no se puede descender más, rebajarse”. Sin embargo, sabemos lo que sucedió antes, durante el tiempo que pasó en la cárcel: conocemos “las dudas, la angustia que tenía”; hasta el punto de llamar a sus discípulos y mandarles “a que hicieran la pregunta a la palabra: ¿eres tú o debemos esperar a otro?”. Porque no se le ahorró ni siquiera “la oscuridad, el dolor en su vida”: ¿mi vida tiene un sentido o me he equivocado?

En definitiva –dijo el Papa–, el Bautista podía presumir, sentirse importante, pero no lo hizo: él “sólo indicaba, se sentía voz y no palabra”. Este es, según el Papa Francisco, “el secreto de Juan”. Él “no quiso ser un ideólogo”. Fue un “hombre que se negó a sí mismo, para que la palabra” creciera. He aquí entonces la actualidad de su enseñanza, subrayó el Santo Padre: “Nosotros como Iglesia podemos pedir hoy la gracia de no llegar a ser una Iglesia ideologizada”, para ser en cambio “sólo la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans”, dijo citando el íncipit de la constitución conciliar sobre la divina revelación. Una “Iglesia que escucha religiosamente la palabra de Jesús y la proclama con valentía”; una “Iglesia sin ideologías, sin vida propia”; una “Iglesia que es mysterium lunae, que tiene luz procedente de su esposo” y que debe disminuir la propia luz para que resplandezca la luz de Cristo. “El modelo que nos ofrece hoy Juan” –insistió el Papa Francisco– es el de “una Iglesia siempre al servicio de la Palabra”; “una Iglesia–voz que indica la palabra, hasta el martirio”.

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Homilía 24 de junio de 2014

Cristianos que saben abajarse

Preparar, discernir, disminuir. En estos tres verbos se encierra la experiencia espiritual de san Juan Bautista, aquel que precedió la venida del Mesías “predicando el bautismo de conversión” al pueblo de Israel. Y el Papa Francisco, durante la misa celebrada en la Casa Santa Marta el martes 24 de junio, solemnidad de la Natividad del Precursor, propuso este trinomio como paradigma de la vocación de todo cristiano, encerrándolo en tres expresiones referidas a la actitud del Bautista con respecto a Jesús: “después de mí, delante de mí, lejos de mí”.

Juan trabajó sobre todo para “preparar, sin coger nada para sí”. Él, recordó el Pontífice, “era un hombre importante: la gente lo buscaba, lo seguía”, porque sus palabras “eran fuertes” como “espadas afiladas”, según la expresión de Isaías (Is 49, 2). El Bautista “llega al corazón de la gente”. Y si quizá tuvo la tentación de creer que era importante, no cayó en ella”, como demuestra la respuesta dada a los doctores que le preguntaban si era el Mesías: “Soy voz, sólo voz –dijo– de uno que grita en el desierto. Yo soy solamente voz, pero he venido para preparar el camino al Señor”. Su primera tarea, por lo tanto, es “preparar el corazón del pueblo para el encuentro con el Señor”.

Pero ¿quién es el Señor? En la respuesta a esta pregunta se encuentra “la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quién era el Señor”. Y “el Espíritu –observó el Papa– le reveló esto”. De modo que “él tuvo el valor de decir: “Es éste. Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”“. Mientras “en la preparación Juan decía: “Tras de mí viene uno...”, en el discernimiento, que sabe discernir y señalar al Señor, dice: “Delante de mí... ese es”“.

Aquí se inserta “la tercera vocación de Juan: disminuir”. Porque precisamente “desde ese momento –recordó el obispo de Roma– su vida comenzó a decrecer, a disminuir para que creciera el Señor, hasta anularse a sí mismo”. Esta fue –hizo notar el Papa Francisco– “la etapa más difícil de Juan, porque el Señor tenía un estilo que él no había imaginado, a tal punto que en la cárcel”, donde había sido recluido por Herodes Antipas, “sufrió no sólo la oscuridad de la celda, sino la oscuridad de su corazón”. Las dudas le asaltaron: “Pero ¿será éste? ¿No me habré equivocado?”. A tal grado, recordó el Pontífice, que pide a los discípulos que vayan a Jesús para preguntarle: “Pero, ¿eres tú verdaderamente, o tenemos que esperar a otro?”.

“La humillación de Juan –subrayó el obispo de Roma– es doble: la humillación de su muerte, como precio de un capricho”, y también la humillación de no poder vislumbrar “la historia de salvación: la humillación de la oscuridad del alma”. Este hombre que “había anunciado al Señor detrás de él”, que “lo había visto delante de él”, que “supo esperarle, que supo discernir”, ahora “ve a Jesús lejano. Esa promesa se alejó. Y acaba solo, en la oscuridad, en la humillación”. No porque amase el sufrimiento, sino “porque se anonadó tanto para que el Señor creciera”. Acabó “humillado, pero con el corazón en paz”.

“Es bello –concluyó el Papa Francisco– pensar así la vocación del cristiano”. En efecto, “un cristiano no se anuncia a sí mismo, anuncia a otro, prepara el camino a otro: al Señor”. Es más “debe saber discernir, debe conocer cómo discernir la verdad de aquello que parece verdad y no es: hombre de discernimiento”. Y finalmente “debe ser un hombre que sepa abajarse para que el Señor crezca, en el corazón y en el alma de los demás”.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2006 y 2009

2006

Comprometerse a construir la “morada de Dios con los hombres”.

Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana tuve la alegría de dedicar una nueva iglesia parroquial, consagrada a María, Estrella de la Evangelización, en el barrio Torrino norte de Roma. Es un acontecimiento que, aunque de por sí atañe a ese barrio, cobra un significado simbólico dentro del tiempo litúrgico del Adviento, mientras nos preparamos para celebrar la Navidad del Señor.

Durante estos días la liturgia nos recuerda constantemente que “Dios viene” a visitar a su pueblo, para habitar en medio de los hombres y formar con ellos una comunión de amor y de vida, es decir, una familia. El evangelio de san Juan expresa así el misterio de la Encarnación: “El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros”; literalmente: “acampó entre nosotros” (Jn 1, 14). La construcción de una iglesia entre las casas de un pueblo o de un barrio de una ciudad evoca este gran don y misterio.

La iglesia-edificio es signo concreto de la Iglesia-comunidad, formada por las “piedras vivas” que son los creyentes, imagen que solían usar los Apóstoles. San Pedro (cf. 1 P 2, 4-5) y san Pablo (cf. Ef 2, 20-22) ponen de relieve que la “piedra angular” de este templo espiritual es Cristo y que, unidos a él y bien compactos, también nosotros estamos llamados a participar en la edificación de este templo vivo. Por tanto, aunque Dios es quien toma la iniciativa de venir a habitar en medio de los hombres, y él mismo es el artífice principal de este proyecto, también es verdad que no quiere realizarlo sin nuestra colaboración activa.

Así pues, prepararse para la Navidad significa comprometerse a construir la “morada de Dios con los hombres”. Nadie queda excluido; cada uno puede y debe contribuir a hacer que esta casa de la comunión sea más grande y hermosa. Al final de los tiempos, quedará acabada y será la “Jerusalén celestial”: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva —se lee en el libro del Apocalipsis— (...). Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. (...) Esta es la morada de Dios con los hombres” (Ap 21, 1-3).

El Adviento nos invita a dirigir la mirada a la “Jerusalén celestial”, que es el fin último de nuestra peregrinación terrena. Al mismo tiempo, nos exhorta a comprometernos, mediante la oración, la conversión y las buenas obras, a acoger a Jesús en nuestra vida, para construir junto con él este edificio espiritual, del que cada uno de nosotros —nuestras familias y nuestras comunidades— es piedra preciosa.

Ciertamente, entre todas las piedras que forman la Jerusalén celestial María santísima es la más espléndida y preciosa, porque es la más cercana a Cristo, piedra angular. Pidamos por su intercesión que este Adviento sea para toda la Iglesia un tiempo de edificación espiritual y así se apresure la venida del reino de Dios.

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    2009

La Palabra de Dios es el sujeto que mueve la historia

Queridos hermanos y hermanas:

En este segundo domingo de Adviento, la liturgia propone el pasaje evangélico en el que san Lucas, por decirlo así, prepara la escena en la que Jesús está a punto de aparecer para comenzar su misión pública (cf. Lc 3, 1-6). El evangelista destaca la figura de Juan el Bautista, que fue el precursor del Mesías, y traza con gran precisión las coordenadas espacio-temporales de su predicación. San Lucas escribe: “En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (Lc 3, 1-2). Dos cosas atraen nuestra atención. La primera es la abundancia de referencias a todas las autoridades políticas y religiosas de Palestina en los años 27 y 28 d.C. Evidentemente, el evangelista quiere mostrar a quien lee o escucha que el Evangelio no es una leyenda, sino la narración de una historia real; que Jesús de Nazaret es un personaje histórico que se inserta en ese contexto determinado. El segundo elemento digno de destacarse es que, después de esta amplia introducción histórica, el sujeto es “la Palabra de Dios”, presentada como una fuerza que desciende de lo alto y se posa sobre Juan el Bautista.

Mañana celebraremos la memoria litúrgica de san Ambrosio, el gran obispo de Milán. Tomo de él un comentario a este texto evangélico: “El Hijo de Dios —escribe—, antes de reunir a la Iglesia, actúa ante todo en su humilde siervo. Por esto, san Lucas dice bien que la palabra de Dios descendió sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto, porque la Iglesia no tiene su origen en los hombres sino en la Palabra” (Expos. del Evangelio de Lucas 2, 67). Así pues, este es el significado: la Palabra de Dios es el sujeto que mueve la historia, inspira a los profetas, prepara el camino del Mesías y convoca a la Iglesia. Jesús mismo es la Palabra divina que se hizo carne en el seno virginal de María: en él Dios se ha revelado plenamente, nos ha dicho y dado todo, abriéndonos los tesoros de su verdad y de su misericordia. San Ambrosio prosigue en su comentario: “Descendió, por tanto, la Palabra, para que la tierra, que antes era un desierto, diera sus frutos para nosotros” (ib.).

Queridos amigos, la flor más hermosa que ha brotado de la Palabra de Dios es la Virgen María. Ella es la primicia de la Iglesia, jardín de Dios en la tierra. Pero, mientras que María es la Inmaculada —así la celebraremos pasado mañana—, la Iglesia necesita purificarse continuamente, porque el pecado amenaza a todos sus miembros. En la Iglesia se libra siempre un combate entre el desierto y el jardín, entre el pecado que aridece la tierra y la gracia que la irriga para que produzca frutos abundantes de santidad. Pidamos, por lo tanto, a la Madre del Señor que nos ayude en este tiempo de Adviento a “enderezar” nuestros caminos, dejándonos guiar por la Palabra de Dios.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

II y III domingo de Adviento

87. En los tres ciclos, los textos evangélicos del II y III domingo de Adviento, están dominados por la figura de san Juan Bautista. No sólo, el Bautista es, también con frecuencia, el protagonista de los pasajes evangélicos del Leccionario ferial en las semanas que siguen a estos domingos. Además, todos los pasajes evangélicos de los días 19, 21, 23 y 24 de diciembre atienden a los acontecimientos que circundan el nacimiento de Juan. Por último, la celebración del Bautismo de Jesús por mano de Juan cierra todo el ciclo de la Navidad. Todo lo que aquí se dice tiene como finalidad ayudar al homileta en todas las ocasiones en las que el texto bíblico evidencia la figura de Juan Bautista.

88. Orígenes, teólogo maestro del siglo III, ha constatado un esquema que expresa un gran misterio: independientemente del tiempo de su Venida, Jesús ha sido precedido, en aquella Venida, por Juan Bautista (Homilía sobre Lucas, IV, 6). De suyo, ha sucedido que desde el seno materno, Juan saltó para anunciar la presencia del Señor. En el desierto, junto al Jordán, la predicación de Juan anunció a Aquél que tenía que venir después de él. Cuando lo bautizó en el Jordán, los cielos se abrieron, el Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma visible y una voz desde el cielo lo proclamaba el Hijo amado del Padre. La muerte de Juan fue interpretada por Jesús como la señal para dirigirse resolutivamente hacia Jerusalén, donde sabía que le esperaba la muerte. Juan es el último y el más grande de todos los profetas; tras él, llega y actúa para nuestra salvación Aquél que fue preanunciado por todos los profetas.

89. El Verbo divino, que en un tiempo se hizo carne en Palestina, llega a todas las generaciones de creyentes cristianos. Juan precedió la venida de Jesús en la historia y también precede su venida entre nosotros. En la comunión de los santos, Juan está presente en nuestras asambleas de estos días, nos anuncia al que está por venir y nos exhorta al arrepentimiento. Por esto, todos los días en Laudes, la Iglesia recita el Cántico que Zacarías, el padre de Juan, entonó en su nacimiento: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados» (Lc 1,76-77).

90. El homileta debería asegurarse que el pueblo cristiano, como componente de la preparación a la doble venida del Señor, escuche las invitaciones constantes de Juan al arrepentimiento, manifestadas de modo particular en los Evangelios del II y III domingo de Adviento. Pero no oímos la voz de Juan sólo en los pasajes del Evangelio; las voces de todos los profetas de Israel se concentran en la suya. «Él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo» (Mt 11,14). Se podría también decir, al respecto de todas las primeras lecturas en los ciclos de estos domingos, que él es Isaías, Baruc y Sofonías. Todos los oráculos proféticos proclamados en la asamblea litúrgica de este tiempo son para la Iglesia un eco de la voz de Juan que prepara, aquí y ahora, el camino al Señor. Estamos preparados para la Venida del Hijo del Hombre en la gloria y majestad del último día.

Estamos preparados para la Fiesta de la Navidad de este año.

91. Por ejemplo, cada asamblea en la que vienen proclamadas las Escrituras es la «Jerusalén» del texto del profeta Baruc (II domingo C): «Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas perpetuas de la gloria que Dios te da». Este es un profeta que nos invita a una preparación precisa y nos llama a la conversión: «Envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua». En la Iglesia vivirá el Verbo hecho carne, por esta razón a ella van dirigidas las palabras: «Ponte en pie Jerusalén, sube a la altura, mira hacia Oriente y contempla a tus hijos, reunidos de Oriente a Occidente, a la voz del Espíritu, gozosos, porque Dios se acuerda de ti».

92. En estos domingos se leen diversas profecías mesiánicas clásicas de Isaías. «Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz» (Is 11,1; II domingo A). El anuncio se cumple en el Nacimiento de Jesús. Otro año: «Una voz grita: “En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios”» (Is 40,3; II domingo B). Los cuatro evangelistas reconocen el cumplimiento de estas palabras en la predicación de Juan en el desierto. En el mismo Isaías se lee: «Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos – ha hablado la boca del Señor –» (Is 40,5). Esto se dice del último día. Esto se dice de la Fiesta de Navidad.

93. Es impresionante cómo en las diversas ocasiones en las que Juan Bautista aparece en el Evangelio se repite con frecuencia el núcleo de su mensaje sobre Jesús: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8; II domingo B). El Bautismo de Jesús en el Espíritu Santo es la conexión directa entre los textos a los que nos hemos referido hasta ahora y el centro hacia el que este Directorio atrae la atención, es decir, el Misterio Pascual, que se ha cumplido en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo sobre todos los que creen en Cristo. El Misterio Pascual viene preparado por la Venida del Hijo Unigénito engendrado en la carne y sus infinitas riquezas serán posteriormente desveladas en el último día. Del niño nacido en un establo y del que vendrá sobre las nubes, Isaías dice: «Sobre él se posará el espíritu del Señor» (Is 11,2; II domingo A); y también, recurriendo a las palabras que el mismo Jesús declarará cumplidas en sí mismo: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren» (Is 61,1; III domingo B. Cf. Lc 4,16-21).

94. El Leccionario del tiempo de Adviento es, de hecho, un conjunto de textos del Antiguo Testamento que convencen y que, de modo misterioso, encuentran su cumplimiento en la Venida del Hijo de Dios en la carne. Como siempre, el homileta puede recurrir a la poesía de los profetas para describir a los cristianos aquellos misterios en los que ellos mismos son introducidos a través de las Celebraciones Litúrgicas. Cristo viene continuamente y las dimensiones de su venida son múltiples. Ha venido. Volverá de nuevo en gloria. Viene en Navidad. Viene ya ahora, en cada Eucaristía celebrada a lo largo del Adviento. A todas estas dimensiones se les puede aplicar la fuerza poética de los profetas: «Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará» (Is 35,4; III domingo A). «No temas Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva» (Sof 3,16-17; III domingo C). «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen» (Is 40,1-2; II domingo B).

95. No sorprende, entonces, que el espíritu de espera ansiosa crezca durante las semanas de Adviento; que en el III domingo, los celebrantes se endosan vestiduras de un gozoso rosa claro, y que este domingo toma el nombre de los primeros versos de la antífona de entrada que, desde hace siglos, se canta en este día, con las palabras extraídas de la carta de san Pablo a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca».

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CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Los profetas y la espera del Mesías

II. LOS MISTERIOS DE LA INFANCIA Y DE LA VIDA OCULTA DE JESUS

Los preparativos

522. La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la “Primera Alianza” (Hb 9,15), todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.

La espera del Mesías y de su Espíritu

711. “He aquí que yo lo renuevo” (Is 43, 19): dos líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres (cf. So 2, 3), que aguardan en la esperanza la “consolación de Israel” y “la redención de Jerusalén” (cf. Lc 2, 25. 38).

Ya se ha dicho cómo Jesús cumple las profecías que a él se refieren. A continuación se describen aquellas en que aparece sobre todo la relación del Mesías y de su Espíritu.

712. Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a aparecer en el Libro del Emmanuel (cf. Is 6, 12) (“cuando Isaías tuvo la visión de la Gloria” de Cristo: Jn 12, 41), en particular en Is 11, 1-2:

Saldrá un vástago del tronco de Jesé,

y un retoño de sus raíces brotará.

Reposará sobre él el Espíritu del Señor:

espíritu de sabiduría e inteligencia,

espíritu de consejo y de fortaleza,

espíritu de ciencia y temor del Señor.

713. Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra “condición de esclavos” (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.

714. Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):

El Espíritu del Señor está sobre mí,

porque me ha ungido.

Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,

a proclamar la liberación a los cautivos

y la vista a los ciegos,

para dar la libertad a los oprimidos

y proclamar un año de gracia del Señor.

715. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.

716. El Pueblo de los “pobres” (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (cf. Lc 1, 17).

722. El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese “llena de gracia” la madre de Aquél en quien “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la “Hija de Sión”: “Alégrate” (cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva en sí al Hijo eterno, es la acción de gracias de todo el Pueblo de Dios, y por tanto de la Iglesia, esa acción de gracias que ella eleva en su cántico al Padre en el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 46-55).

La misión de Juan Bautista

523. San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). “Profeta del Altísimo” (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf. Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22;Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del esposo” (Jn 3, 29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).

IV. EL ESPIRITU DE CRISTO EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS

Juan, Precursor, Profeta y Bautista

717. “Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan” (Jn 1, 6). Juan fue “lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15. 41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La “visitación” de María a Isabel se convirtió así en “visita de Dios a su pueblo” (Lc 1, 68).

718. Juan es “Elías que debe venir” (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante [como “precursor”] del Señor que viene. En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de “preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 17).

719. Juan es “más que un profeta” (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma el “hablar por los profetas”. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cf. Mt 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la “voz” del Consolador que llega (Jn 1, 23; cf. Is 40, 1-3). Como lo hará el Espíritu de Verdad, “vino como testigo para dar testimonio de la luz” (Jn 1, 7; cf. Jn 15, 26; 5, 33). Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las “indagaciones de los profetas” y la ansiedad de los ángeles (1 P 1, 10-12): “Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo... Y yo lo he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios... He ahí el Cordero de Dios” (Jn 1, 33-36).

720. En fin, con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la “semejanza” divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 5).

El exilio de Israel presagia la Pasión

710. El olvido de la Ley y la infidelidad a la Alianza llevan a la muerte: el Exilio, aparente fracaso de las Promesas, es en realidad fidelidad misteriosa del Dios Salvador y comienzo de una restauración prometida, pero según el Espíritu. Era necesario que el Pueblo de Dios sufriese esta purificación (cf. Lc 24, 26); el Exilio lleva ya la sombra de la Cruz en el Designio de Dios, y el Resto de pobres que vuelven del Exilio es una de las figuras más transparentes de la Iglesia.

La oración de Pablo

2632. La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús (cf Mt 6, 10. 33; Lc 11, 2. 13). Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica (cf Hch 6, 6; 13, 3). Es la oración de Pablo, el Apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana (cf Rm 10, 1; Ef 1, 16-23; Flp 1, 9-11; Col 1, 3-6; 4, 3-4. 12). Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.

2636. Las primeras comunidades cristianas vivieron intensamente esta forma de participación (cf Hch 12, 5; 20, 36; 21, 5; 2 Co 9, 14). El Apóstol Pablo les hace participar así en su ministerio del Evangelio (cf Ef 6, 18-20; Col 4, 3-4; 1 Ts 5, 25); él intercede también por ellas (cf 2 Ts 1, 11; Col 1, 3; Flp 1, 3-4). La intercesión de los cristianos no conoce fronteras: “por todos los hombres, por todos los constituidos en autoridad” (1 Tm 2, 1), por los perseguidores (cf Rm 12, 14), por la salvación de los que rechazan el Evangelio (cf Rm 10, 1).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Juan el Bautista, profeta del Altísimo

El Evangelio de este domingo está ocupado por entero con la figura de Juan el Bautista. He aquí como él se presenta al mundo:

«Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale, y todos verán la salvación de Dios».

No podemos pasar el tiempo, que nos separa de la Navidad, sin dedicar la atención, al menos una vez, a este heraldo que preparó a la humanidad para la primera venida de Cristo. Veremos cómo él tiene algo muy actual que decirnos.

Desde el momento de su nacimiento, Juan el Bautista fue saludado por su padre Zacarías como profeta:

«Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lucas 1,76).

Nosotros hoy estamos en la búsqueda de profetas. En el mundo y en la Iglesia todos solicitan profetas. En la Edad Media, la pregunta mágica, que todos tenían en los labios (al menos según el famoso ciclo épico de los caballeros de la Mesa Redonda) era: «¿Dónde está el Santo Grial?»; hoy la pregunta es: «¿Dónde están los profetas?» Los profetas son como los ojos de la humanidad. Sin ellos la humanidad se siente ciega y no sabe en qué dirección moverse. La mayor desgracia del pueblo de Israel después del exilio no era la falta de comida o de sacrificios en el templo sino la falta de profetas: «Ya no vemos nuestros signos, ni hay profeta, nadie entre nosotros sabe hasta cuándo» (Salmo 74, 9).

Pero, ¿quién es el verdadero profeta? San Juan Bautista nos ayuda a descubrirlo. ¿Qué es lo que ha hecho el Precursor para ser definido por Cristo «más que un profeta»? (cfr. Lucas 7,26). Ante todo, en la estela de los antiguos profetas de Israel él ha predicado contra la opresión y la injusticia social. En el Evangelio del domingo próximo le escucharemos decir:

«El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (Lucas 3,10).

A los cobradores de las tasas, que tan frecuentemente desangraban a los pobres con exigencias arbitrarias, les dice: «No exijáis más de lo establecido» (Lucas 3, 13). A los soldados proclives a la violencia: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie» (Lucas 3,14). También las palabras, que ahora mismo hemos escuchado sobre los montes a rebajar, los valles a rellenar y los pasos tortuosos a enderezar, pueden tener una aplicación social. Podríamos hoy entenderlas así: «Cada injusta diferencia social entre los más ricos (los montes) y los más pobres (los valles) debe ser eliminada o al menos reducida; las vías tortuosas de la corrupción y del engaño deben ser enderezadas».

Hasta aquí reconocemos fácilmente la idea, que tenemos hoy del profeta: uno que empuja al cambio; que denuncia los inconvenientes del sistema, que señala con el dedo contra el poder en todas sus formas, religiosa, económica, militar, que se atreve a gritarle a la cara al tirano, como de hecho hará Juan el Bautista con Herodes: «¡No te es lícito!» (Mateo 14,4).

Pero, Juan el Bautista hace también una segunda cosa: «Dar a su pueblo el conocimiento de la salvación mediante el perdón de sus pecados» (Lucas 1,77). ¿En qué sentido podremos preguntarnos que todo esto hace de él un profeta? ¿Dónde está la profecía en este caso? Los profetas anunciaban una salvación futura; pero, Juan el Bautista no anuncia una salvación futura; señala a uno que está presente. Él es aquel que indica de inmediato con el dedo hacia una persona y grita: «He ahí el cordero de Dios» (Juan 1,29). Y añade: «Aquel que era esperado desde siglos y siglos está aquí, es él». ¡Qué escalofrío debió traspasar aquel día por el cuerpo de los presentes al escucharle hablar así!

Alguno podría pensar: pero, ¿qué profeta es el Precursor, si se limita sólo a señalar a aquel que todos tienen ante los ojos? ¡Y, por el contrario, precisamente aquí está la grandeza de su profecía! Los profetas tradicionales ayudaban a los contemporáneos a sobrepasar el muro del tiempo y ver en el futuro, pero él ayuda a superar el muro, todavía más compacto, de las apariencias contrarias y hace descubrir al Mesías escondido detrás de las apariencias de un hombre como los demás. El Bautista inauguraba así la nueva profecía cristiana, que no consiste en anunciar una salvación futura («en los últimos tiempos»), sino en revelar la presencia misteriosa y escondida de Cristo en el mundo.

¿Qué tiene que decimos todo esto a nosotros? Ante todo, esto: que también nosotros debemos considerar juntos los dos aspectos del ministerio profético, esto es, el empeño por la justicia social, por una parte, y el anuncio del Evangelio por otra. No podemos partir este deber por la mitad, ni en un sentido ni en otro. Un anuncio de Cristo, no acompañado con el esfuerzo por la promoción humana, resultaría desencarnado y poco creíble; un empeño por la justicia, privado del anuncio de fe y del contacto regenerador con la palabra de Dios, se agotaría pronto o terminaría en una estéril contestación.

Nos dice asimismo que el anuncio del Evangelio y la lucha por la justicia no deben permanecer como dos cosas yuxtapuestas sin unión entre ellas. Debe ser precisamente el Evangelio de Cristo el que nos empuje a luchar por el respeto del hombre, de tal modo que haga posible a cada hombre «ver la salvación de Dios». Juan Bautista no predicaba contra los abusos como un agitador social sino como el heraldo del Evangelio para «preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (cfr. Lucas 1, 17).

En un domingo de Adviento como el de hoy, en 1511, un hermano dominico español, fray Antonio de Montesinos, hizo una homilía sobre las palabras, que hemos oído al inicio: «Voz que grita en el desierto» (lsaías 40, 3). Hablaba a una asamblea o grupo de conquistadores en una de las tierras poco antes colonizadas de América central. Sus palabras caían como mazazos sobre la cabeza de los presentes. Decía: «¿Con qué justicia y con qué derecho tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tantas guerras detestables a estas gentes, que eran dóciles y pacíficas en sus tierras, y habéis eliminado a muchos de ellos?.. ¿Por qué los tenéis así oprimidos y fatigados, sin darles de comer, ni curarles en sus enfermedades? ¿Qué cuidado tenéis para que conozcan la doctrina cristiana y a su Dios y creador? ¿Éstos no son hombres? ¿No tienen un alma racional? ¿No estáis obligados a amarles como a vosotros mismos?»

El famoso Bartolomé de las Casas, que nos ha transmitido esta predicación, dice que algunos de los presentes permanecieron indignados, otros llamados y compungidos. Juan el Bautista fue el inspirador de esta denuncia profética que Juan Pablo II recordó, con ocasión de los 500 años de la evangelización de América latina, como la interpretación más auténtica del Evangelio en aquel momento histórico. También, Antonio de Montesinos al igual como el Bautista parece que pagó con su vida la valentía de gritarles a los conquistadores su «non licet», no os es lícito.

También hoy en la liturgia la austera y fascinante figura de Juan el Bautista no debiera pasar en vano ante nuestros ojos, sino suscitar análogas y valientes tomas de postura en nombre del Evangelio.

Hay un campo donde estamos llamados a asumir el papel de los acusados, más que el de los acusadores. Ha sido observado, datos en la mano, que «en el Norte del mundo, ciertos perros tienen bienes a su disposición diecisiete veces mayores de los que disponen ciertos niños del Sur del mundo». Cómo no recordar, ante este hecho, el grito de Juan el Bautista: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo» (Lucas 3,11). O el grito de Montesinos a los conquistadores: «¿Éstos no son hombres como vosotros?»

Si el Bautista nos empuja, os decía, a luchar contra la injusticia para poder anunciar a todos, también a los pobres, la Buena Noticia, debemos, antes de terminar, recoger algún apunte asimismo a este respecto. ¿Cómo el Precursor anuncia a Jesucristo? ¿Qué método usa? No es en los contenidos en lo que él es nuestro maestro. Él se sitúa en los albores de la fe, tiene una cristología pobre y elemental; no conoce todavía los títulos más elevados de Jesús: Verbo, Hijo de Dios, Señor. Como compensación, sin embargo, tiene una capacidad extraordinaria para hacer sentir cercano e importante para la vida a Cristo. Grita: En medio de vosotros está uno «que es más fuerte que yo» (Lucas 3, 16). Comunica el sentido de la urgencia de la decisión («¡el hacha ya está en la raíz!»: Lucas 3, 9) y la importancia de su puesta en juego: «en su mano tiene el bieldo» (Lucas 3,17). Esto es, ante él se decide quién permanece y quién cae, quién será grano bueno y quién paja que dispersa el viento.

Juan el Bautista nos recuerda, de este modo, que para participar en el esfuerzo de la evangelización de la Iglesia no se requiere necesariamente un gran conocimiento de la teología o la capacidad de hacer razonamientos complicados. Se exige más bien valentía, convicción, experiencia (se entiende, de Cristo) y coherencia de vida. Todos pueden hablar de Cristo como hablaba el Precursor, incluso quien no ha estudiado.

Juan el Bautista se definía a sí mismo como «la voz que grita en el desierto». Esperemos que él no grite asimismo hoy «en el desierto», sino que su voz alcance a muchos y haga nacer en ellos el deseo de preparar en verdad, en el propio corazón, los caminos al Cristo que viene.

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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)

Llamados a ser profetas del Señor

«El Señor llama a la conversión. Él envía a sus profetas a anunciar la Buena Nueva, a preparar sus caminos, porque el Reino de los cielos está cerca.

El Señor envió a Juan el Bautista a anunciar la venida del Hijo de Dios, para que estuvieran preparados para recibirlo, para recibir de Él el Bautismo con el Espíritu Santo, y librarlos de la opresión del pecado original, perdonando todos sus pecados, para darle los bienes eternos a quien decida seguirlo.

Pero el mundo no lo recibió. Su vida, en una cruz, por todos los hombres dio. Los perdonó, los redimió, con su muerte los justificó, y derramando su misericordia les dio los medios para que se conviertan y se salven, acudiendo a los sacramentos y transmitiendo su mensaje de generación en generación.

Y a todos los que reciben su mensaje y su misericordia los llama como profetas, para que anuncien la Buena Nueva al mundo entero, a través de la evangelización de todos los pueblos, invitándolos a la conversión, llamando su atención hacia la mirada del Crucificado, para que sepan que a todos y a cada uno los ama Dios; tanto, que les ha dado a su único Hijo para salvarlos.

Acepta tú el llamado a ser profeta del Señor. Abraza la fe y convierte tu corazón. Déjate llenar de su amor y de su misericordia y, con docilidad, déjate guiar por el Espíritu Santo, para que tengas el valor de abrir tu boca y gritar con fuerte voz: ¡rectifiquen sus caminos!, porque el Hijo de Dios, que ha muerto en la Cruz y ha resucitado para darle vida al mundo, está a la puerta y llama».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Rectitudes en concreto

Metidos ya de lleno en el Adviento, la Iglesia nos recuerda, con las palabras del Bautista, que es necesario quitar de la vida personal todo obstáculo para la vida que Dios quiere vivir en el hombre. Juan, como precursor del Mesías, ejemplificaba al pueblo escogido con imágenes que todos podían entender fácilmente. El Salvador vendría como por un camino, que debía ser andadero para que su salvación no se hiciera esperar. Pero bien sabemos que no siempre los caminos son así. No pocas veces, al caminar, uno se encuentra con obstáculos que parecen insuperables: un monte, por ejemplo. Entonces, si se trata de continuar, hay que rodearlo. Así procedemos de ordinario en los caminos de este mundo.

Juan el Bautista, conocedor de los modos habituales humanos, reclama para el Señor que se avecina un modo muy distinto de actuar. Para Dios que llega, no es suficiente con acomodar en cierta medida la conducta en su apariencia externa. Eso equivaldría sin más a sortear obstáculos pero, en el fondo, haciéndolos compatibles con la conducta de siempre. Se supone que así Dios tendría cabida en nuestra vida, aunque evidentemente fuera a costa de ajustarse Él a los obstáculos, que no queremos quitar.

¿No es cierto que a veces sentimos la tentación de continuar con nuestros apegos caprichosos cuando pensamos en amar a Dios sobre todas las cosas? No es el Evangelio –no es Dios– quien debe ajustarse a nuestra vida, sino al revés. Debemos pedir luz, claridad en nuestra mente, para reconocer que Él es el Señor, que –siendo Padre amoroso– es también nuestro Dios, nuestro Creador, y ha dispuesto para nuestro bien que podamos servirle, aunque para hacerlo, más de una vez debamos rectificar algo en nuestra vida, grande o pequeño.

Examinemos nuestra conciencia, pues con frecuencia la primera tendencia interior ante los requerimientos divinos para ser más santos, no es una respuesta afirmativa, incondicionada, generosa. No pocas veces tratamos de cumplir con Dios, pero en el sentido más estrecho de esta expresión: para quitarnos el cuidado de encima. Intentamos en ocasiones cumplir su voluntad, pero acoplándola a nuestra vida, a nuestra jornada habitual, a nuestra organización ya establecida y decididamente inamovible. Acogemos el querer divino en la vida forzado, como con calzador y, en esas circunstancias, se nos hacen patentes aquellas palabras del Señor: no se puede servir a dos señores...

Las metáforas que emplea Juan el Bautista son muy gráficas, aunque parezcan exageradas por su claridad. Manifiestan sin ambages que es nuestra vida la que debe atenerse a la vida de Dios que puede y debe habitar en nosotros, aunque en ocasiones haya que ser drásticos y se nos antoje extensivo el cambio: “rellenando un valle” o “aplanando un monte”. Cambiando, en definitiva, hasta lo más establecido de nuestra vida por Dios si fuera necesario, para cumplir mejor su voluntad.

Pidamos al Señor esa fortaleza que necesitaremos alguna vez, cuando, siendo francos con nosotros mismos, reconocemos que amar a Dios como Él espera, no es sólo cuestión de unos pequeños detalles que debemos cuidar mejor: de orden, de intensidad en el trabajo, de puntualidad... En ocasiones hace falta un verdadero cambio de actitud, como quien modifica el planteamiento de un negocio: sus objetivos y por tanto los medios a emplear. Puede costar mucho en ocasiones y, por eso, pedimos al Señor, junto a su luz para descubrir su voluntad entre nuestras cosas, la santa intransigencia con lo que debe ser cambiado, para que, en nuestra vida de hombres, asiente como se merece la de Dios.

Buen momento éste del Adviento para preguntarnos si hay en nosotros alguna actitud que cambiar, para que Dios “se sienta” mejor acogido en nuestra vida. Mientras esperamos su venida en la próxima Navidad, podemos ahondar en el examen, con interés por descubrir alguna “colina que allanar”, algún “valle que rellenar”, para que el Señor llegue a cada uno más fácilmente, con todo el esplendor de su fuerza salvadora. Que no nos duela lo que haya que cortar, ni nos detenga el esfuerzo necesario para una mudanza eficaz. Tengamos fe y confianza también en la feliz alegría que Dios nos promete si le somos leales, ya en esta vida. Así el viñador corta sin miedo el sarmiento, para que, brotando de nuevo, dé más fruto y el labrador se fatiga ilusionado pensando en la próxima cosecha y arranca de raíz la mala hierba que ya crecía frondosa, quizás por su lamentable descuido.

De ordinario no bastará con un deseo general de mejora o de purificación, será preciso fijarse en detalles bien concretos que habrá que cambiar, porque así, como ahora están, suponen un obstáculo para una mejor acogida al Señor que vienen para salvarnos. Casi siempre serán detalles: modos de vivir –acciones habituales u omisiones– que pueden parecer irrelevantes, siendo en todo caso manifestaciones de una peculiar actitud con respecto a Dios. Por eso, a la hora verdad, es necesario rectificar en lo concreto. Así, pues, la ilusión por amar a Dios acaba siendo efectiva con obras y de verdad, según dice el Apóstol.

Estamos en un buen momento –el mejor y único momento de que disponemos– para mejorar realmente nuestra acogida a Dios que llega. Será preciso posiblemente cambiar un poco, sólo algunos detalles pequeños, que bastarán para que, esa Vida de Dios que viene a implantarse en la nuestra, crezca sin obstáculos hasta su completo desarrollo y produzca frutos abundantes, como el árbol en tierra buena. Un pequeño cambio –sí– tal vez; pero imprescindible para que sea verdad que deseamos acoger a Dios con lo mejor de nuestro corazón.

Confiemos a nuestra Madre del Cielo los buenos propósitos de mejora en este Adviento. Nadie se preparó como Ella a la venida de Dios, y, salvo Él, nadie como Ella nos quiere.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Un camino para el Señor

El Evangelio de hoy no nos habla directamente de Jesús, sino de su precursor Juan Bautista y, a través de él, el profeta Isaías. Por una vez, la liturgia quiere hacernos vivir el Adviento tal como lo vieron los hombres hasta Juan Bautista: en ausencia de él y en el ansia de él. “Desde los profetas hasta Juan Bautista, fue el tiempo de las promesas; desde Juan Bautista hasta el fin de los tiempos es el tiempo de su cumplimiento” (San Agustín, Enarr. in, Ps. 109.1). Los Padres de la Iglesia distinguían estos dos tiempos, llamando al primero el tiempo de la representación y al segundo el tiempo de la realidad.

El centro de la prédica del Bautista está contenido en esa frase de Isaías que él repite con gran fuerza a sus contemporáneos:

    Una voz proclama: Preparen el camino del Señor. Allanen sus caminos.

A decir verdad, en Isaías el texto sonaba de una manera un poco distinta. Decía: Una voz proclama: Preparen en el desierto el camino del Señor (Is. 40,3). Por lo tanto, no una voz en el desierto, sino un camino en el desierto. Los evangelistas (cf. Mt. 3.3; Jn. 1.23), aplicando el texto al Bautista que predicaba en el desierto de Judea, modificaron la puntuación.

¿Qué significa esta imagen de un camino trazado en el desierto? Evoca grandes hechos de la Biblia: en primer lugar, el éxodo de Egipto, cuando el Señor seguía a su pueblo por el desierto y, por así decirlo, le trazaba antes un sendero hacia la salvación; después, el retorno del exilio, esperado e imaginado como un nuevo éxodo hacia la libertad (cf. Is. 46,3-4; 63-9; Jer. 16,14-15). Por lo tanto, en boca del precursor, esa expresión evoca sobre todo una promesa: está por iniciar en el mundo un nuevo éxodo hacia la libertad de la que los anteriores no eran más que representaciones, un nuevo retorno del exilio.

Por lo tanto, una promesa, pero también un compromiso, un programa concreto de acción. Jerusalén era una ciudad rodeada, puede decirse, por el desierto: al este, las calles de acceso, apenas trazadas, se borraban fácilmente por la acción del viento que movía la arena, mientras que al oeste se perdían entre la aspereza del terreno que bajaba en pendiente hacia el mar. Cuando debía llegar un cortejo o un personaje importante, había que salir de la ciudad e ir al desierto para trazar un camino menos provisorio; se cortaban malezas, se llenaba una hondonada, se aplanaba un obstáculo, se reparaba un puente o se acomodaba un vado. Se hacia eso, por ejemplo, en el momento de la Pascua para recibir a los peregrinos que llegaban de la Diáspora. De esas realidades se inspira Juan Bautista; quiere decir: está por llegar alguien que está por encima de todos, alguien a quien se denomina simplemente y por antonomasia “El que debe venir”, el esperado por la gente; hay que trazar un camino en el desierto para que pueda llegar.

Pero he aquí el gran salto de la metáfora a la realidad: este camino no se traza en la tierra, sino en el corazón de cada hombre; no se traza en el desierto, sino en la propia vida. Para hacerla, la cuestión no es ponerse a trabajar materialmente, la cuestión es convertirse. Allanar los caminos del Señor: esa orden empieza a parecernos menos extraña y enigmática. Supone una realidad amarga: el hombre es como una ciudad invadida, hasta debajo de las murallas, por el desierto; está cerrado en sí mismo, en su egoísmo; es como un castillo con una fosa alrededor y los puentes levadizos levantados. Peor aún: el hombre complicó sus caminos con el pecado y se quedó atrapado adentro como en un laberinto. Isaías y Juan Bautista hablan metafóricamente de barrancos, de montes, de pasos tortuosos, de lugares inaccesibles. Basta con llamar a estas cosas por sus verdaderos nombres que son orgullo, pereza, supercherías, violencias, ambiciones, mentiras, hipocresías, impudicias, superficialidad, embriagueces de todo tipo (puesto que uno puede ponerse ebrio no sólo de vino, o de drogas, sino también de la propia belleza, de la propia inteligencia o de uno mismo que es la peor ebriedad). Nos damos cuenta entonces inmediatamente de que el discurso es también para nosotros; es para cada hombre que en esta situación desea y espera “la salvación de Dios”.

Allanar un camino para el Señor tiene por lo tanto un significado muy concreto: significa empezar a reformar nuestra vida (la Biblia, como se ha visto, lo llama conversión). Cuidado con oponer a esta invitación las seguridades que nos vienen de nuestra práctica cristiana (“¡Somos hijos de Abraham!”; “¡Somos hijos de la Iglesia!”)

Nuestra vida se desarrolla entre dos venidas del Señor: la de la encarnación y la de la parusía. Pero hay una venida o visita del Señor que ya es un hecho actualmente; es el Señor que viene con la gracia, con la inspiración, que viene a buscar flores “a su jardín” (Cant. 5,1) Y frutos de su árbol (cf. Lc 13, 6ssq.). San Bernardo llamaba a este Adviento “la venida del medio” (medius adventus). Por esta venida del medio debemos allanar un camino, abrir un pasaje. Si uno de nosotros por ejemplo vive en una relación pecaminosa cerró todos los accesos; Dios no puede llegar hasta nosotros, debe mantenerse a distancia, fuera de la puerta. Se trata, objetivamente, de una situación de rechazo peligrosísima; allanar un camino para el Señor, para esa persona significa: cortar con esa relación, plantearse seriamente el problema moral, regularizar la situación frente a Dios y la propia conciencia, tomar en serio —si de eso se trata— el deber de la fidelidad conyugal. Si alguien, en su acción cotidiana (en el comercio, el trabajo, las relaciones sociales), comete injusticias y engaña al prójimo, tal vez fingiendo pretextos engañosos de resarcimiento y compensación para acallar la conciencia, también ésa es una ciudad sin accesos para Dios. Allanar un camino al Señor significa comenzar a estar más atentos Y a ser más escrupulosos en la justicia, o incluso —como tuvo que hacer Zaqueo en un caso similar— restituir. Si estamos tan llenos de nosotros mismos, si somos intolerantes, despiadados con todos, sin amor, también en ese caso, si queremos realmente “ver la salvación de Dios” debemos allanar el camino, realizar una apertura hacia los demás, humillamos, pedir perdón a quienes hemos hecho sufrir o a los que desesperamos.

Están, además, los que viven habitualmente en el fondo de la “barranca”: deprimidos psíquicos, pero también mezquinos, perezosos, incapaces de pedirse el más mínimo esfuerzo. También ellos deben preocuparse por salir, por establecer una relación que los comprometa, que los saque de su estéril autoconmiseración.

De manera que hay para todos. Si queremos realmente vivir el Adviento (¡vivirlo, no contemplarlo!) ese es el camino. Dios nos repite, aquí y ahora, lo que dijo por medio del profeta Isaías a su pueblo: Este es el camino, síganlo (Is. 30,21). En la primera lectura escuchamos estas palabras del profeta Baruc: Dios dispuso que sean aplanadas las altas montañas y las colinas seculares, y que se rellenen los valles hasta nivelar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios. Dios aplana, Dios colma. Dios traza el camino; ¿No contrasta todo esto con la orden del Bautista que nos confía el deber de aplanar, de trazar, de hacer? No, las dos cosas son ciertas; nosotros no podremos hacer nada solos, ni siquiera quitar el primer y más pequeño obstáculo, si Dios a su vez, no actúa con nosotros y no nos previene (si el Señor no construye la casa, es inútil que se fatiguen los constructores...). Pero Dios, a su vez, no nos avisa si negamos nuestro esfuerzo, si no nos comprometemos, libremente pero con voluntad. Ya mismo, desde hoy: hoy, si oyes su voz, no endurezcas el corazón (cf. Heb. 3,7-8). Antes de la llegada de Jesús es Juan el que grita: ¡Preparen el camino al Señor!; ahora es el Espíritu Santo el que grita en nuestro corazón: ¡Preparen el camino al Señor! Él guía al Señor hasta el interior del castillo, el interior de “la ciudad fortificada” (Sal. 60,11), él nos ayuda a entregar a Jesús las llaves de nuestro corazón que es lo más importante que debemos hacer durante este Adviento. Si entregamos realmente a Jesús las llaves de nuestro corazón, él vendrá ¡y para nosotros será Navidad!

“Cada hombre verá la salvación del Señor” –gritaba Juan Bautista en el desierto, aludiendo sin duda al Salvador que estaba por manifestarse. También nosotros nos preparamos ahora con humildad y fe para ver la salvación del Señor que llega a nosotros en la Eucaristía. Aquel para quien queremos trazar un camino hacia nuestro corazón nos precede con su gracia y con su visita: ¡viene a nuestro encuentro para que podamos ir a su encuentro!

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la Parroquia de Santa María Dolorosa (9-XII-1979)

– Conversión

San Pablo dice a los Filipenses: “En todas mis oraciones pido con gozo por vosotros, a causa de vuestra comunión en el Evangelio desde el primer día hasta ahora...” (Fil 1,4-5).

Me permito repetir las palabras del Apóstol: “Testigo me es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús” (Fil 1,8).

En la liturgia del domingo de hoy, que es el II del período de Adviento, se repite muy frecuentemente la misma palabra invitando, por así decirlo, a concentrar sobre ella nuestra atención. Es la palabra: “preparad”. “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas... Y toda carne verá la salud de Dios” (Lc 3,4.6). La hemos escuchado hace poco en el Evangelio según San Lucas, y antes aún en el canto solemne del aleluya.

La Iglesia toma hoy esta palabra de labios de Juan Bautista. Él enseñó así, predicó de este modo, cuando la palabra de Dios descendió sobre él en el desierto (cfr. Lc 3,2). Él la acogió y “vino por toda la región del Jordán predicando el bautismo de penitencia” (Lc 3,3). La palabra “preparad” es la palabra de la conversión –en griego le corresponde la expresión “metanoia”–, por lo que se ve que esta expresión va dirigida al hombre interior, al espíritu humano.

– Disponer el alma

Y de este modo es necesario comprender la palabra “preparad”. El lenguaje del Precursor de Cristo es metafórico. Habla de los caminos, de los senderos que es necesario “enderezar”, de los montes y collados que deben ser “allanados”, de los barrancos que es necesario “rellenar”, esto es, colmar para elevarlos a un nivel adecuadamente más alto; finalmente, habla de los lugares intransitables que deben ser allanados.

Se dice todo esto en metáfora –tal como si se tratase de preparar la acogida de un huésped especial al que se le debe facilitar el camino, para quien se debe hacer accesible el país, hacerlo atrayente, y digno de ser visitado.

Esta metáfora espléndida de Juan, en la que resuenan las palabras del gran Profeta Isaías que se refería al paisaje de Palestina, expresa lo que es necesario hacer en el alma, en el corazón, en la conciencia, para hacerlos accesibles al Huésped Supremo: a Dios que debe venir en la noche de Navidad y debe llegar después constantemente al hombre, y por último llegar para cada uno al fin de la vida, y para todos al fin del mundo.

Éste es el significado de la palabra “preparad” en la liturgia de hoy. El hombre, en su vida, se prepara constantemente para algo.

Por esto se ve que vivimos preparándonos siempre para algo. Toda nuestra vida es una preparación de etapa en etapa, de día en día, de una tarea a otra.

– Vocación

Cuando la Iglesia, en esta liturgia del Adviento, nos repite la llamada de Juan Bautista pronunciada en el Jordán, quiere que todo este “prepararse” de día en día que constituye la trama de toda la vida, lo llenemos con el recuerdo de Dios. Porque, en fin de cuentas, nos preparamos para el encuentro con Él. Y toda nuestra vida sobre la tierra tiene su definitivo sentido y valor cuando nos preparamos siempre para ese encuentro constante y coherentemente. “Firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús” (Fil 1,6). Esta “obra buena” comenzó ya en cada uno de nosotros en el momento de la concepción, en el momento de nacer, porque hemos traído con nosotros al mundo nuestra humanidad y todos los “dones de la naturaleza”, que pertenecen a ella. Esta “obra buena” comenzó mucho más en cada uno de nosotros por el bautismo, cuando fuimos convertidos en hijos de Dios y herederos de su Reino. Es necesario desarrollar esta “obra buena” de día en día con constancia y confianza hasta el fin, “hasta el día de Cristo”. De este modo toda la vida se convierte en cooperación con la gracia y en maduración de esta plenitud que Dios mismo espera de nosotros.

Efectivamente, cada uno de nosotros se parece al agricultor de que habla el Salmo responsorial de hoy:

“Los que con llanto siembran/ en júbilo cosechan. Van y andan llorando/ los que llevan y esparcen la semilla,/ pero vendrán alegres trayendo sus gavillas” (Sal 125/126,5-6).

Esforcémonos para ver así toda nuestra vida. Toda ella es un adviento. Y precisamente por esto es “interesante” y merece la pena de ser vivida en plenitud, es digna del ser creado a imagen y semejanza de Dios: en cada una de las vocaciones, en cada situación, en cada experiencia.

Por esto adquieren una particular elocuencia y actualidad las palabras del Apóstol en la segunda lectura de la liturgia de hoy: “rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar los mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Fil 1,4-11).

–Os recomiendo la participación en la Santa Misa festiva.

–Os recomiendo la instrucción religiosa.

–Finalmente, os recomiendo a los jóvenes. Actuad de modo que puedan ser atendidos, ayudados, iluminados, animados, amados, lanzados hacia grandes ideales.

Os deseo una buena preparación para la fiesta de Navidad.

Deseo todo bien para el alma y para el cuerpo.

Deseo la paz de la conciencia.

Deseo la gracia del Adviento.

El Señor está cerca.

***

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Jerusalén, despójate de tu vestido de luto... Ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua, porque Dios mostrará tu esplendor a cuantos viven bajo el cielo”. En el Adviento la Iglesia nos invita, no sólo a celebrar el aniversario del nacimiento de Jesús Niño, sino, y como consecuencia de ello, a vivir con más fe y con más amor al Señor durante la espera de su segunda venida gloriosa. Desde esta perspectiva a la que aluden las palabras del profeta Baruc, el pasado, el presente y el futuro están indisolublemente unidos. Toda nuestra vida es un adviento, una espera alegre y esforzada para el encuentro definitivo con Cristo.

La llegada de Cristo en esta Navidad y su venida gloriosa al final de los tiempos constituirá una explosión de alegría para nosotros si buscamos esa conversión que el Espíritu Santo por boca del Bautista propone. La conversión implica una reorientación radical de toda la vida, que es posible porque contamos con la ayuda de Dios “La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: ‘Conviértenos, Señor, y nos convertiremos’ (Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo” (CEC, 1432).

Dios se acerca en esta Navidad y nos dice: “Preparad el camino”. Pero, en ocasiones, esa voz “grita en el desierto” porque hay a nuestro alrededor otras voces que nos seducen y convencen que la realización personal y la felicidad están en la acumulación de poder adquisitivo, de influencias, en la mesa bien abastecida, la satisfacción sexual sin distinguir entre lujuria y amor, la comodidad egoísta que huye de compromisos estables... Estas voces crean expectativas que no responden a nuestras necesidades más profundas y cuando nos plegamos a ellas nos movemos en un mundo de engaño. El Espíritu del Señor nos pide que enderecemos lo que está torcido y “todos verán la salvación de Dios”.

“Una voz grita en el desierto”. De alguna forma y en determinados momentos nos hemos vuelto sordos y hemos dado más crédito al ruido exterior que a esa voz de Dios. Una voz que no es bulliciosa ni desconsiderada con nuestra dignidad: la voz del “dulce huésped del alma” (Secuencia de Pentecostés), que, como el murmullo de una fuente, nos llama continuamente y que percibimos en los pliegues más recónditos de la conciencia.

La llamada de Dios en este Adviento lleva implícita la fuerza para ese cambio radical de vida, pues el mayor castigo sería no llamar y permitir que los hombres se entreguen a su corazón obstinado. ¡Abrir el Evangelio y abrirse personalmente a su mensaje de salvación! ¡Tratemos de huir del estrépito ambiental que impide oír la voz de Dios! Liberémonos de la prisión del yo, y de los falsos profetas de nuestro tiempo que cierran la salida para el encuentro con Jesucristo que llega en esta Navidad en la tierna figura de un Niño y al que alaban todas las jerarquías élicas y los coros celestiales.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«El Señor vendrá...»

I. LA PALABRA DE DIOS

Ba 5, 1-9: «Dios mostrará su esplendor sobre tí»

Sal 125: «El Señor ha estado grande con nosotros»

Flp 1, 4-6.8-11: «Manteneos limpios e irreprochables para el día de Cristo»

Lc 3, 1-6: «Todos verán la salvación de Dios»

II. LA FE DE LA IGLESIA

«La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (1817).

«La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna» (1818).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la Voluntad del Padre» (S. Ireneo de Lyón) (53).

Cada uno de nosotros estaba torcido. Por la venida de Cristo, ya realizada, lo que estaba torcido en nuestra alma se ha enderezado. ¿De qué te sirve a tí que Cristo haya venido históricamente en la humanidad si no ha venido también a tu alma? Roguemos pues para que cada día se realice en nosotros su venida de manera que podamos decir: Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí (Orígenes, In. Lc. 22, 1-5).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

Las tres lecturas convergen en un mismo mensaje: Esperanza. «Todos verán la salvación de Dios» (Evangelio). «Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura, contempla a tus hijos... gozosos, porque Dios se acuerda de ellos». Son bellísimas imágenes de la esperanza en Baruc.

«Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús». La salvación anunciada se realizó y se realiza en Cristo (Segunda lectura).

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

Los preparativos para la venida del Salvador: 552-524.

La esperanza, virtud teologal: 1817-1821.

La respuesta:

La virtud de la esperanza: 2090-2092.

La oración «venga a nosotros tu Reino»: 2816-2821.

C. Otras sugerencias

La antífona de Entrada: «Pueblo de Sión: mira el Señor que viene a salvar a los pueblos. El hará oír su voz gloriosa en la alegría de vuestro corazón», son la respuesta al «a Ti levanto mi alma...» del primer domingo.

Apoyados en el texto de Baruc (Primera lectura) contemplamos que «Dios se acuerda de nosotros» «nos ama» nos conduce por los caminos de la historia, por en medio de tribulaciones y dificultades, como un Dios salvador y liberador en Jesucristo.

La virtud de la esperanza se alimenta en la oración: «venga a nosotros tu Reino».

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El Precursor: preparad el camino del Señor.

– La vocación del Bautista. Su figura en el Adviento.

I. Pueblo de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón.

Mira al Señor que viene... Iba a llegar el Salvador y nadie advertía nada. El mundo seguía como de costumbre, en la indiferencia más completa. Sólo María sabe; y José, que ha sido advertido por el ángel. El mundo está en la oscuridad: Cristo está aún en el seno de María. Y los judíos seguían disertando sobre el Mesías, sin sospechar que lo tenían tan cerca. Pocos esperaban la consolación de Israel: Simeón, Ana... Estamos en Adviento, en la espera.

Y en este tiempo litúrgico la Iglesia propone a nuestra meditación la figura de Juan el Bautista. Este es aquel de quien habló el profeta Isaías diciendo: Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas.

La llegada del Mesías fue precedida de profetas que anunciaban de lejos su llegada, como heraldos que anuncian la llegada de un gran rey. “Juan aparece como la línea divisoria entre ambos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo. El Señor mismo enseña de algún modo lo que es Juan, cuando dice: La ley y los Profetas hasta Juan Bautista. Es personificación de la antigüedad y anuncio de los tiempos nuevos. Como representante de la antigüedad, nace de padres ancianos; como quien anuncia los tiempos nuevos, se muestra ya profeta en el seno de su madre. Aún no había nacido cuando, a la llegada de Santa María, salta de gozo dentro de su madre. Juan se llamó el profeta del Altísimo, porque su misión fue ir delante del Señor para preparar sus caminos, enseñando la ciencia de salvación a su pueblo”.

Toda la esencia de la vida de Juan estuvo determinada por esta misión, desde el mismo seno materno. Esta será su vocación; tendrá como fin preparar a Jesús un pueblo capaz de recibir el reino de Dios y, por otra parte, dar testimonio público de Él. Juan no hará su labor buscando una realización personal, sino para preparar al Señor un pueblo perfecto. No lo hará por gusto, sino porque para eso fue concebido. Así es todo apostolado: olvido de uno mismo y preocupación sincera por los demás.

Juan realizará acabadamente su cometido, hasta dar la vida en el cumplimiento de su vocación. Muchos conocieron a Jesús gracias a la labor apostólica del Bautista. Los primeros discípulos siguieron a Jesús por indicación expresa suya, y otros muchos estuvieron preparados interiormente gracias a su predicación.

La vocación abraza la vida entera y todo se pone en función de la misión divina. De la respuesta que Juan dé más tarde, hace depender el Señor la conversión de muchos de los hijos de Israel.

Cada hombre, en su sitio y en sus propias circunstancias, tiene una vocación dada por Dios; de su cumplimiento dependen otras muchas cosas queridas por la voluntad divina: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes. ¿Acercamos al Señor a quienes nos rodean? ¿Somos ejemplares en la realización de nuestro trabajo, en la familia, en nuestras relaciones sociales? ¿Hablamos del Señor a nuestros compañeros de trabajo o de estudio?

– Humildad de Juan. Necesidad de esta virtud para el apostolado.

II. Plenamente consciente de la misión que le ha sido encomendada, Juan sabe que ante Cristo no es ni siguiera digno de llevarle las sandalias, lo que solía hacer el último de los criados con su señor; para ese menester cualquiera servía. El Bautista no tiene reparo en proclamar que él carece de importancia ante Jesús. Ni siquiera se define a sí mismo según su ascendencia sacerdotal. No dice: “Yo soy Juan, hijo de Zacarías, de la tribu sacerdotal de...”. Por el contrario, cuando le preguntan: ¿Quién eres tú?, Juan dice: Yo soy la voz que clama en el desierto: Preparad los caminos del Señor, allanad sus sendas. Él no es más que eso: la voz. La voz que anuncia a Jesús. Esa es su misión, su vida, su personalidad. Todo su ser viene definido por Jesús; como tendría que ocurrir en nuestra vida, en la vida de cualquier cristiano. Lo importante de nuestra vida es Jesús.

A medida que Cristo se va manifestando, Juan busca quedar en segundo plano, ir desapareciendo. Sus mejores discípulos serán los que sigan, por indicación suya, al Maestro en el comienzo de su vida pública. Este es el Cordero de Dios, dirá a Juan y a Andrés, indicando a Jesús que pasaba. Con gran delicadeza se desprenderá de quienes le siguen para que se vayan con Cristo. Juan “perseveró en la santidad, porque se mantuvo humilde en su corazón”; por eso mereció también aquella formidable alabanza del Señor: En verdad os digo que no ha salido de entre los hijos de mujer nadie mayor que Juan.

El Precursor señala también ahora el sendero que hemos de seguir. En el apostolado personal –cuando vamos preparando a otros para que encuentren a Cristo–, debemos procurar no ser el centro. Lo importante es que Cristo sea anunciado, conocido y amado: Sólo Él tiene palabras de vida eterna, sólo en Él se encuentra la salvación. La actitud de Juan es una enérgica advertencia contra el desordenado amor propio, que siempre nos empuja a ponernos indebidamente en primer plano. Un afán de singularidad no dejaría sitio a Jesús.

El Señor nos pide también que vivamos sin alardes, sin afanes de protagonismo, que llevemos una vida sencilla, corriente, procurando hacer el bien a todos y cumpliendo nuestras obligaciones con honradez. Sin humildad no podríamos acercar a nuestros amigos al Señor. Y entonces nuestra vida quedaría vacía.

– Nosotros somos testigos y precursores. Apostolado con quienes tratamos habitualmente.

III. Nosotros, sin embargo, no somos sólo precursores; somos también testigos de Cristo. Hemos recibido con la gracia bautismal y la Confirmación el honroso deber de confesar, con las obras y de palabra, la fe en Cristo. Para cumplir esta misión recibimos frecuentemente, y aun a diario, el alimento divino del Cuerpo de Jesús; los sacerdotes nos prodigan la gracia sacramental y nos instruyen con la enseñanza de la Palabra divina.

Todo lo que poseemos es tan superior a lo que Juan tenía, que Jesús mismo pudo decir que el más pequeño en el reino de Dios es mayor que Juan. Sin embargo, ¡qué diferencia! Jesús está a punto de llegar, y Juan vive fundamentalmente para ser el Precursor. Nosotros somos testigos; pero, ¿qué clase de testigos somos? ¿Cómo es nuestro testimonio cristiano entre nuestros colegas, en la familia? ¿Tiene suficiente fuerza para persuadir a los que no creen todavía en Él, a quienes no le aman, a los que tienen una idea falsa acerca de Jesús? ¿Es nuestra vida una prueba, al menos una presunción, a favor de la verdad del cristianismo? Son preguntas que podrían servirnos para vivir este Adviento, en el que no puede faltar un sentido apostólico.

Mira al Señor que viene... Juan sabe que Dios prepara algo muy grande, de lo cual él debe ser instrumento, y se coloca en la dirección que le señala el Espíritu Santo. Nosotros sabemos mucho más acerca de lo que Dios tenía preparado para la humanidad. Nosotros conocemos a Cristo y a su Iglesia, tenemos los sacramentos, la doctrina salvadora perfectamente señalada... Sabemos que el mundo necesita que Cristo reine, sabemos que la felicidad y la salvación de los hombres dependen de Él. Tenemos al mismo Cristo, al mismo que conoció y anunció el Bautista.

Somos testigos y precursores. Hemos de dar testimonio, y, al mismo tiempo, señalar a otros el camino. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama.

Quizá el mundo ahora, en muchos casos, tampoco espera nada. O espera en otra dirección, de donde no vendrá nadie. Muchos se hallan volcados hacia los bienes materiales como si fueran su fin último; pero con ellos no llenarán su corazón jamás. Hemos de señalarles el camino. A todos. “Conocéis –nos dice San Agustín– lo que cada uno de vosotros tiene que hacer en su casa, con el amigo, el vecino, con su dependiente, con el superior, con el inferior. Conocéis también de qué modo da Dios ocasión, de qué manera abre la puerta con su palabra. No queráis, pues, vivir tranquilos hasta ganarlos para Cristo, porque vosotros habéis sido ganados por Cristo”.

Nuestra familia, los amigos, los compañeros de trabajo, aquellas personas a quienes vemos con frecuencia, deben ser los primeros en beneficiarse de nuestro amor al Señor. Con el ejemplo y con la oración debemos llegar incluso hasta aquellos con quienes no tenemos ocasión de hablar.

Nuestra gran alegría será haber acercado a Jesús, como hizo el Bautista, a muchos que estaban lejos o indiferentes. Sin perder de vista que es la gracia de Dios y no nuestras fuerzas humanas la que consigue mover las almas hacia Jesús. Y como nadie da lo que no tiene, se hace más urgente un esfuerzo por crecer en la vida interior, de forma que el amor de Dios sobreabundante pueda contagiar a todos los que pasan por nuestro lado.

La Reina de los Apóstoles aumentará nuestra ilusión y esfuerzo por acercar almas a su Hijo, con la seguridad de que ningún esfuerzo es vano ante Él.

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Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Todos verán la salvación de Dios

 Hoy, la Iglesia se propone la contemplación de las palabras proféticas de Isaías que se refieren al Precursor del Señor, Juan Bautista, el cual se dio a conocer en el río Jordán anunciando la salvación de Dios. Él tenía la misión de abrir rutas, aplanar caminos, allanar montañas, convertir los terrenos escabrosos en valles frondosos (cf. Lc 3,4-5). También ahora a los cristianos se nos pide —sin ningún miedo al mundo actual— trabajar apostólicamente para que todos puedan vislumbrar la salvación (cf. Lc 3,6) que sólo viene de Dios por Jesucristo.

Tenemos muchas hondonadas para rellenar, muchos caminos para allanar, muchas montañas para trasladar. Quizá son tiempos difíciles, pero no nos faltarán los medios si contamos con la gracia de Dios. Seremos precursores en la medida en que vivamos cerca del Señor y entonces se cumplirán aquellas palabras de la Carta a Diogneto: «Lo que es el alma para el cuerpo, así son los cristianos dentro del mundo». Naturalmente, hemos de amar de todo corazón este mundo en el que vivimos, como decía un personaje de una novela de Dostoiewski: «Amad a toda la creación en su conjunto y en sus elementos, cada hoja, cada rayo, los animales, las plantas. Y amando comprenderéis el misterio divino de las cosas. Y una vez comprendido acabaréis por amar el mundo entero con un amor universal».

San Justino afirmaba: «Todas las cosas noblemente humanas nos pertenecen». Y desde las entrañas del mundo —en medio del trabajo, de la familia, del ambiente social— seremos precursores preparando los caminos de la salvación que viene de Dios. Con el ejemplo y la palabra sacudiremos la pereza de los que nos rodean, les abriremos amplios horizontes ante su existencia egoísta y aburguesada, les complicaremos la vida, haciendo que se olviden de sí mismos y los llevaremos a la alegría y a la paz, tal como san Josemaría Escrivá describió el trabajo apostólico de los cristianos en medio del mundo.

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Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas

Hoy, por boca de Juan el Bautista, el Evangelio nos urge a prepararle el camino al Señor Jesús. Pero, ¿nosotros hemos de abrirle una ruta a Dios? ¿No soy yo, más bien, quien necesita ser auxiliado por Dios? Ciertamente no podemos hacer nada sin Él, pero a la vez Él nos quiere necesitar: «Enderezad sus sendas» (Lc 3,4). ¿Cómo es eso? Porque el amor no se puede imponer; en todo caso, se puede proponer: «Él que te creó sin ti, no te salvará sin ti» (San Agustín).

Jesús está a punto de llegar a la tierra, y lo encontraremos hecho un niño pequeño, “indefenso”, reclinado sobre un pesebre: tan pequeño que no podrá escalar los muros de soberbia de mi corazón, ni emerger por encima de las olas de mi sensualidad…

En palabras de Benedicto XVI, «la fe cristiana nos ofrece precisamente el consuelo de que Dios es tan grande que puede hacerse pequeño». Pero, insisto, tan pequeño que, si no nos empequeñecemos también nosotros, no lo veremos ni siquiera pasar, o, incluso, podríamos llegar a tenerle miedo (como Herodes). Así, pues, hemos de enderezar nuestros corazones para que podamos «discernir lo mejor, a fin de que seamos puros y sin falta hasta el día de Cristo» (Flp 1,10).

«Enderezad sus sendas!». No es nueva esta petición. Ya hace muchos siglos —en tiempos del profeta Baruc— que Yavéh-Dios lo pedía a Israel. Lo podemos notar en la primera lectura de hoy: «Dios mandó allanar toda alta montaña y las rocas eternas, y rellenar todo valle hasta nivelar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios» (Bar 5,7). Del mismo modo que el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, si apartamos los obstáculos (colinas de soberbia, valles de tibieza…), nosotros cantaremos con lágrimas en los ojos: «El Señor ha hecho con nosotros cosas grandes: estamos llenos de alegría» (Sal 125,3).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

El verdadero profeta

«Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos» (Mt 4, 17).

Eso dijo Juan el Bautista.

Y lo dijo con voz de profeta, para que sea escuchada ayer, hoy y siempre, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, para que todos vean la salvación de Dios.

Tu Señor te envía a ti también, sacerdote, para que hagas lo mismo. Profeta de las naciones te ha constituido, porque para Él ya te tenía consagrado desde antes de nacer.

Eres tú, sacerdote, creado a imagen y semejanza de Dios, para ser Cristo, desde siempre y para la eternidad.

Eres tú, sacerdote, el que el mismo Cristo llama para ser sacerdote para la eternidad.

Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Tú has sido llamado y has sido elegido.

Él te llama por tu nombre, y espera ser correspondido.

Es tu sí, sacerdote, el que consuma ese deseo de Dios, para el que has nacido.

Eres tú, sacerdote, el que Cristo eligió, porque desde antes de hacer, Él ya te conocía.

Para ser profeta hay que ser llamado, y hay que ser elegido, hay que ser consagrado y hay que ser constituido.

Para eso, es para lo que tu Señor te ha llamado y te ha elegido, te ha consagrado y te ha constituido.

Él espera que tú correspondas y digas sí, y lleves en tu boca no tu palabra, sino la suya, no tu verdad, sino la única verdad, que es Él mismo, con la voz que clama en el desierto: “preparen los caminos del Señor”.

Tu Señor es el que vino después de Juan, pero antes que tú, y es más fuerte que él y que tú, y ni siquiera eres digno de quitarle las sandalias. Pero Él dijo que no hay, entre los nacidos de mujer, ninguno mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él. Y se refiere a ti, sacerdote. Él confía en ti, y espera de ti, que seas un verdadero profeta.

El verdadero profeta profesa la verdad y la vive, convence con su palabra, respaldada por el ejemplo.

El verdadero profeta tiene credibilidad ante los demás, porque lo ven, porque lo escuchan, porque creen en él, porque lleva la única verdad en la que cree, porque la vive, porque la conoce, porque la profesa, porque hace suya la verdad que es Cristo: que es el único Hijo de Dios, que ha sido enviado al mundo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna por Él, con Él y en Él.

El verdadero profeta no solo expresa la verdad con palabras, sino que muestra el camino, andando el camino, poniendo su fe por obras, para ser ejemplo.

Tu Señor es el camino que conduce a la vida, vida que es Cristo, por quien fuiste creado a imagen y semejanza del Padre, para ser sacerdote desde siempre y para la eternidad, desde un principio.

Para eso has sido llamado, elegido, consagrado y constituido por Cristo, con Cristo y en Cristo, que sólo espera tu sí para ser correspondido.

Y tú, sacerdote, ¿profesas la verdad?

¿Bautizas al pueblo de Dios en el Espíritu Santo y su fuego?

¿Crees en que tu Señor está pronto a venir?

¿Preparas sus caminos?

¿Confiesas tus pecados?

¿Eres un siervo fiel y prudente que da fruto?, ¿o crees que sólo por ser un profeta estás exento de perecer en el fuego del infierno?

Rectifica tu camino, sacerdote. Acércate a tu Señor con el corazón contrito y humillado, que Él no desprecia. Analiza tu conciencia y pide perdón, permaneciendo siempre en la disposición a recibir la gracia y la misericordia de Dios, que provoca la conversión de tu corazón, todos los días, dando testimonio de fe y de amor con tus obras, para que seas verdadero profeta, verdadero sacerdote, que clama en el desierto con voz fuerte que estén preparados para cuando Cristo vuelva.

(Espada de Dos Filos I, n. 8)

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