El Bautismo del Señor (Ciclo B)


El Bautismo del Señor (B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2014, 2018 y 2021
  • BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus de 2006
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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DEL MISAL MENSUAL

MARAVILLAS GRATIS

Is 55, 1-11; Is 12, 1; 1 Jn 5, 1-9; Mc 1, 7-11

A veces, el Señor se asemeja a un vendedor ambulante de los muchos que conocemos en calles, rancherías y pueblos. Por medio de Isaías, pregona una extensa cantidad de bienes, desde el agua y el pan, hasta una alianza eterna y promesas amorosas. Sin embargo, en contraste con los vendedores, los ofrece sin cobrar nada. En la Primera carta de Juan nos ofrece algo mejor, la victoria sobre “el mundo”, símbolo juánico del mal. Por si fuera poco, en el Evangelio, Jesús nos ofrece algo tan magnífico que podría parecer una broma: el acceso directo a Dios. Con su venida, la puerta cerrada del cielo (la señal de la ira de Dios contra la humanidad), se tornó abierta y a Dios se le escucha directamente. En síntesis, la fe cristiana ofrece maravillas gratis a los que se abren a ella.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Mt 3,16-17

Inmediatamente después de que Jesús recibió el bautismo, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo se posó sobre él en forma de paloma, y resonó la voz del Padre que decía: “Éste es mi Hijo amado, en quien he puesto todo mi amor”.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, que proclamaste solemnemente a Jesucristo como tu Hijo muy amado, cuando, al ser bautizado en el Jordán, descendió el Espíritu Santo sobre él, concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, que se conserven siempre dignos de tu complacencia. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Vengan por agua; escúchenme y vivirán.

Del libro del profeta Isaías: 55, 1-11

Esto dice el Señor: “Todos ustedes, los que tienen sed, vengan por agua; y los que no tienen dinero, vengan, tomen trigo y coman; tomen vino y leche sin pagar. ¿Por qué gastar el dinero en lo que no es pan y el salario, en lo que no alimenta?

Escúchenme atentos y comerán bien, saborearán platillos sustanciosos. Préstenme atención, vengan a mí, escúchenme y vivirán.

Sellaré con ustedes una alianza perpetua, cumpliré las promesas que hice a David. Como a él lo puse por testigo ante los pueblos, como príncipe y soberano de las naciones, así tú reinarás a un pueblo desconocido, y las naciones que no te conocían acudirán a ti, por amor del Señor, tu Dios, por el Santo de Israel, que te ha honrado.

Busquen al Señor mientras lo pueden encontrar, invóquenlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad; a nuestro Dios, que es rico en perdón.

Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, sus caminos no son mis caminos. Porque así como aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los de ustedes y mis pensamientos a sus pensamientos.

Como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundada y hacerla germinar, a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Isaías 12,2-3. 4bcd. 5-6.

R/. Sacarán agua con gozo de la fuente de salvación.

El Señor es mi Dios y salvador, con él estoy seguro y nada temo. El Señor es mi protección y mi fuerza y ha sido mi salvación. Sacarán agua con gozo de la fuente de salvación. R/.

Den gracias al Señor, invoquen su nombre, cuenten a los pueblos sus hazañas, proclamen que su nombre es sublime. R/.

Alaben al Señor por sus proezas, anúncienlas a toda la tierra. Griten jubilosos, habitantes de Sión, porque el Dios de Israel ha sido grande con ustedes. R/.

SEGUNDA LECTURA

El Espíritu, el agua y la sangre.

De la primera carta del apóstol san Juan: 5, 1-9

Queridos hijos: Todo el que cree que Jesús es el Mesías, ha nacido de Dios. Todo el que ama a un padre, ama también a los hijos de éste. Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos, pues el amor de Dios consiste en que cumplamos sus preceptos. Y sus mandamientos no son pesados, porque todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y nuestra fe es la que nos ha dado la victoria sobre el mundo. Porque, ¿quién es el que vence al mundo? Sólo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios.

Jesucristo es el que vino por medio del agua y de la sangre; él vino no sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Así pues, los testigos son tres: el Espíritu, el agua y la sangre. Y los tres están de acuerdo.

Si aceptamos el testimonio de los hombres, el testimonio de Dios vale mucho más y ese testimonio es el que Dios ha dado de su Hijo.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Jn 1, 29

R/. Aleluya, aleluya.

Vio juan el Bautista a Jesús, que venía hacia él, y exclamo: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. R/.

EVANGELIO

Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 7-11

En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.

Por esos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: “Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Acepta, Señor, los dones que te presentamos en la manifestación de tu Hijo muy amado, para que la oblación de tus hijos se convierta en el mismo sacrificio de aquel que quiso en su misericordia lavar los pecados del mundo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

PREFACIO: El Bautismo del Señor.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Porque mostraste en el Jordán con signos admirables el misterio del nuevo bautismo, para que por aquella voz, venida del cielo, creyéramos que tu Palabra ya estaba habitando en nosotros y, por el Espíritu Santo, que descendió en forma de paloma, se supiera que Cristo, tu Siervo, era ungido con óleo de alegría y enviado a anunciar el Evangelio a los pobres. Por eso, a una con los coros de ángeles, te alabamos continuamente en la tierra, aclamando sin cesar: Santo, Santo, Santo...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 1. 32. 34

Éste es aquél de quien Juan decía: Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Saciados con estos sagrados dones, imploramos, Señor, tu clemencia, para que, escuchando fielmente a tu Unigénito, nos llamemos y seamos de verdad hijos tuyos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Mira a mi siervo, a quien sostengo (Is 42,1-4.6-7)

1ª lectura

El Señor, que ha manifestado su poder en la creación (Is 40,12-31) y que ha mostrado sus designios de salvación con los hechos realizados en la historia (Is 41,1-29), anuncia una nueva etapa en sus acciones para salvar a su pueblo. En esa tarea, desempeñará una función decisiva el «siervo del Señor», que de alguna forma asume en el texto profético el protagonismo en la manifestación y realización de los planes salvíficos. De él y de su misión se habla en cuatro pasajes distribuidos a lo largo de los caps. 42-55, que tal vez formaran parte en su origen de un único poema. Estos cuatro oráculos han sido designados habitualmente como los «Cantos del Siervo».

La mayoría de los exegetas ve en Is 42,1-9 el primer canto, o bien, la primera estrofa de este poema. Los otros tres pasajes son: Is 49,1-6; 50,4-11 y 52,13-53,12. Junto con una gran belleza poética, los cantos presentan difíciles cuestiones de estilo y de contenido. Han sido por ello prolijamente comentados.

Hoy en día se dan fundamentalmente tres explicaciones sobre la identidad del siervo. La primera considera que el siervo es un personaje individual: bien un rey de la casa de Judá, bien el mismo profeta, o, naturalmente, un Mesías futuro, que salvará a Israel. La segunda hipótesis interpreta la figura del siervo colectivamente: el siervo representa a Israel o a un grupo dentro de él. Una tercera hipótesis piensa que el siervo es presentado intencionadamente de forma ambigua, susceptible de ser interpretado de las dos maneras antes mencionadas: como un personaje del pueblo, pero que puede simbolizar a todo Israel.

Los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, sin entrar en la cuestión sobre la personalidad originaria del siervo, nos revelan el verdadero sentido del texto de Isaías. Ven en cada uno de los cuatro cantos una profecía que anuncia al Mesías y que se cumple en Jesucristo. Así pues, el siervo es el futuro Mesías, representado no como rey y conquistador, sino como un salvador que trabaja y sufre. Dios lo ha elegido y su misión se caracterizará por la mansedumbre, fidelidad y constancia que será coronada por el éxito.

En este primer canto (Is 42,1-9) la figura del «siervo» resulta ciertamente misteriosa: el v. 1 le da atributos excepcionales, universales, transcendentes. Los vv. 2-3a hablan de su acción humilde; pero inmediatamente (vv. 3b-7) anuncian su fortaleza hasta «establecer el derecho en la tierra», ser «la luz de las naciones, abrir los ojos de los ciegos y sacar de la prisión a los cautivos...». Todo ello lo podrá realizar «el siervo» porque el Señor «ha puesto su Espíritu sobre él» (v. 1), es decir, se trata de alguien que ha sido elegido por Dios y cuenta con el auxilio del Espíritu del Señor en su tarea de enseñar su Ley hasta los confines de la tierra. Así pues, estas palabras podrían estar expresando de algún modo la propia conciencia del profeta de estar llevando a cabo una tarea: proclamar la palabra de Dios, que él no ha buscado, sino que le ha sido encomendada. Pero también pueden representar en el siervo a todo el pueblo de Israel (cfr 41,8): éste ha sido objeto de la elección divina para dar testimonio a todos los hombres, pacíficamente, de la Ley recibida del Señor

Los Evangelios han interpretado los rasgos característicos del siervo presentes en este primer canto como un vaticinio de la figura de Jesús, objeto de la más plena complacencia del Padre, que en la unidad del Espíritu Santo es verdaderamente luz para todas las naciones y liberador de todos los oprimidos. Así por ejemplo, en los relatos del Bautismo de Jesús en el Jordán y de la Transfiguración resuenan estos rasgos en la voz divina: «Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido» (Mt 3,17); «Éste es mi Hijo, el elegido, escuchadle» (Lc 9,35). Por otra parte, el Evangelio de Mateo, que tiene especial interés en señalar que en Jesús se han cumplido las Escrituras, cita explícitamente los vv. 2-4 de este oráculo de Isaías para mostrar que en Jesús se cumple la profecía del siervo, rechazado por los dirigentes del pueblo, cuyo magisterio amable y discreto había de traer al mundo la luz de la verdad (Mt 12,15-21). Y la misión de Jesús, como «siervo sufriente», que había comenzado con el Bautismo en el Jordán (cfr Mt 3,17), vuelve a mostrarla San Mateo al narrar la oposición que encuentra Jesús entre una parte de los dirigentes judíos, y volverá a señalarla de manera especial en su pasión y muerte (cfr Mt 27,30).

Por otra parte, la fórmula «luz de las naciones (o de las gentes)» del v. 6 parece tener un eco en lo que Jesús dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12; 9,5), y en el Benedictus de Zacarías (Lc 1,78-79). Evocación de las frases del v. 7 se encuentra en la respuesta de Jesús a los enviados de Juan Bautista al preguntarle si Él «es el que había de venir» (cfr Mt 11,4-6; Lc 7,18-22). Por eso dirá San Justino, comentando los vv. 6-7: «Todo esto, amigos, está dicho con relación a Cristo y a las naciones por Él iluminadas» (Dialogus cum Tryphone 122,2).

La Iglesia, en el Concilio Vaticano II, reconoce su responsabilidad de trabajar para que Cristo se manifieste verdaderamente como «luz de las naciones» (v. 6) en todo tiempo y lugar: «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cfr Mc 16,15)» (Lumen gentium, n.1).

Vengan por agua; escúchenme y vivirán (Is 55, 1-11)

1ª lectura (Opcional para el ciclo B)

La invitación al banquete de la Alianza sirve de epílogo a la segunda parte del libro de Isaías, y evoca los mismos temas del cap. 40, que viene a ser su prólogo. Ambos capítulos dan unidad literaria y temática a esta parte del libro. De alguna manera el oráculo aquí recogido resume la doctrina de los capítulos precedentes: la invitación al banquete de la Alianza (vv. 1-3), que recuerda al que celebró Moisés en el Sinaí (Ex 24,5.11); la renovación de la Alianza con David en Sión (vv. 4-5); la transcendencia de Dios que no se contamina con los delitos de los hombres (vv. 8-9); la eficacia de la palabra de Dios (vv. 10-11), y, como síntesis final, la actualización del éxodo como expresión de fe en la constante y renovada salvación de Dios (vv. 12-13).

Estos oráculos constituyen una llamada a la conversión a Dios, a beneficiarse de sus dones salvíficos que se reparten gratuitamente: «Venid a las aguas» (v. 1), «venid a Mí» (v. 3), «buscad al Señor» (v. 6), «que el impío deje su camino» (v. 7). En su origen la llamada se dirige a los exiliados en Babilonia, para que vuelvan a Jerusalén; pero la exhortación transciende cualquier concreción histórica para convertirse en permanente y universal. En efecto, la alusión a una Alianza eterna, en continuidad con el cumplimiento de las promesas hechas a David (cfr v. 3), puede ser entendida desde la fe cristiana como un anticipo de la nueva y eterna Alianza sellada con la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, prenda de salvación para toda la humanidad. En la Eucaristía, banquete de la Nueva Alianza, se hacen plena realidad las palabras del profeta en las palabras que el Señor pronunció al instituir este sacramento: «Tomad y comed» (cfr v. 1) el verdadero pan de vida, el manjar más exquisito, que no se puede comprar con nada (vv. 1-3). Por eso la invitación del profeta sigue siendo una llamada a que el cristiano se beneficie de la Sagrada Eucaristía. Pablo VI, exhortando a los fieles a participar en la celebración dominical, escribía: «¿Cómo podrían abandonar este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para la fiesta eterna» (Gaudete in Domino, n. 322).

Este texto que acabamos de leer es, como todos ellos, una llamada a la conversión. Para volver a la patria antes es necesario volver a Dios, «buscarle» (vv. 6-7). Y el Señor, que se deja encontrar y no juzga a la manera de los hombres, tiene la capacidad de conceder el perdón (vv. 8-9). Se enseña así que la llamada a la conversión se fundamenta en la bondad de Dios que es «pródigo en perdonar» (v. 7). El hombre, por su parte, no debe dejar pasar esa oportunidad que Dios le brinda. Estas palabras se convierten así en un continuo estímulo para volver a empezar en la lucha ascética: «Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos, realizar conquistas espirituales y dar alegremente, porque “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9,7)» (Juan Pablo II, Novo incipiente, 8-IV-1979). Y San Agustín, urgiendo a la conversión, escribía: «No digas, pues: “Mañana me convertiré, mañana agradaré a Dios, y todas mis iniquidades de hoy y de ayer se me perdonarán”. Dices verdad al afirmar que Dios prometió el perdón a tu conversión; pero no prometió el día de mañana a tu dilación» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 144,11).

Las palabras del v. 8 son evocadas por San Pablo en Rm 11,33 y evidencian cómo en numerosas ocasiones hacemos planteamientos pequeños o nos quedamos cortos ante las grandes cosas que Dios nos tiene preparadas.

Con comparaciones muy expresivas (vv. 10 y 11), especialmente para los países áridos del Oriente, se describe la eficacia poderosa y fecunda de la palabra de Dios. Ella realiza la salvación que anuncia. Esta palabra de Dios personificada (cfr Sb 8,4; 9,9-10; 18,14-15) es figura de la Encarnación de Jesucristo, Palabra eterna del Padre, que desciende a la tierra para salvar a los hombres. «No volverá a mí vacía y estéril [la palabra de Dios], dice, sino que prosperará en todas las cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de aquellos que, obedeciéndola, ejecutarán sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: Mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre (Jn 4,34)» (S. Bernardo, In Cantica Canticorum 71,12-13).

A Jesús de Nazaret lo ungió Dios con el Espíritu Santo y poder (Hch 10,34-38)

2ª lectura

La conversión del centurión pagano Cornelio al cristianismo es uno de los puntos culminantes del libro de los Hechos de los Apóstoles. Manifiesta la dimensión universal del Evangelio y hace ver que la fuerza del Espíritu Santo no conoce límites ni barreras. Por ello, como en otras ocasiones, Lucas lo narra dos veces: en este capítulo, según el orden de los acontecimientos y con muchos detalles que subrayan y ayudan a entender los puntos fundamentales, y en el siguiente (Hch 11,1-18), según la justificación de Pedro ante los hermanos de Jerusalén.

Al comienzo de este capítulo se había presentado a Cornelio como hombre piadoso y «temeroso de Dios» (Hch 10,2.4). Esta expresión posee un valor preciso y se usaba para designar a las personas que adoraban al Dios de la Biblia, participaban en las plegarias de la sinagoga (cfr 13,16), y practicaban los principales mandamientos de la Ley judía, aun sin convertirse formalmente al judaísmo mediante la circuncisión.

Después la atención se había desplazado hacia Pedro, quien recibe dos mandatos del Espíritu Santo: comer de los animales que se le presentan en la visión (cfr Hch 13-15) y acompañar a los que han venido a buscarle (cfr v. 20). En casa de Cornelio, Pedro comprende con profundidad que ha sido Dios quien ha guiado todos sus pasos (vv. 28-29). Cuando oye la explicación del centurión (vv. 30-33) entiende (v. 34) el pleno significado de lo que había oído en la enseñanza de Jesús y se da cuenta de que, en los planes salvadores de Dios, judíos y paganos son iguales. Este descubrimiento sencillo y capital ha requerido una especial intervención divina.

Sin embargo, la acción del Espíritu Santo va más lejos que la de los hombres. A Cornelio el ángel sólo le había dicho que mandara venir a Pedro y escuchara sus palabras (vv. 5.22.33) y por eso Pedro, en un apretado discurso, síntesis de todo el Evangelio (vv. 37-43), predica la verdad de Cristo Jesús.

La victoria que ha vencido al mundo es nuestra fe (1 Jn 5,1-6)

lectura (Opcional para el ciclo B)

El bautizado, por la fe en Jesucristo, es hecho hijo de Dios. Como consecuencia, ama a sus hermanos los hombres —no se concibe el amor al padre sin amar a los hermanos—, cumple los mandamientos y participa de la victoria de Cristo sobre el mundo. Es tan importante la fe en Jesucristo, que todo bautizado participa por ella en el triunfo del Señor. Jesús ha vencido al mundo (cfr Jn 16,33) con su muerte y su resurrección, y el cristiano —incorporado a Él por la fe— tiene a su alcance las gracias necesarias para vencer las tentaciones y participar de la misma gloria. En este texto el término «mundo» tiene un sentido peyorativo: significa todo aquello que se opone a la obra redentora de Cristo y a la consiguiente salvación de los hombres.

Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido (Mc 1,7-11)

Evangelio

El Bautista predicaba un bautismo de penitencia, y predicaba la llegada de Jesús como alguien «más poderoso que yo» (v. 7), cuyo bautismo será en «el Espíritu Santo».

En efecto, el bautismo de Juan suponía reconocer la propia condición de pecador —«confesando sus pecados» (v. 5)—, puesto que tal rito significaba precisamente eso. Esta confesión de los pecados es distinta del sacramento cristiano de la Penitencia. Sin embargo, era agradable a Dios al ser signo de arrepentimiento interior y estar acompañada de frutos dignos de penitencia (Mt 3,7-10; Lc 3,7-9): «El bautismo de Juan no consistió tanto en el perdón de los pecados como en ser un bautismo de penitencia con miras a la remisión de los pecados, es decir, la que tendría que venir después por medio de la santificación de Cristo. (...) No puede llamarse bautismo perfecto sino en virtud de la cruz y de la resurrección de Cristo» (S. Jerónimo, Contra luciferianos 7).

El relato del Bautismo de Jesús recuerda que Éste acudió a ser bautizado por Juan aun cuando no tenía necesidad de un bautismo de penitencia. El evangelista se fija sobre todo en la manifestación, por parte de la Trinidad, de Jesús como Hijo y como Mesías. Así lo indican la voz del Padre desde los cielos y el descenso del Espíritu sobre Jesucristo (cfr notas a Mt 3,13-17 y Lc 3,21-22). La tradición entendió el descenso del Espíritu Santo en forma de paloma como un signo de paz y de reconciliación (cfr Gn 8,10-11) ofrecido por Dios a los hombres en Cristo: «Hoy el Espíritu Santo se cierne sobre las aguas en forma de paloma, para que, así como la paloma de Noé anunció el fin del diluvio, de la misma forma ésta fuera signo de que ha terminado el perpetuo naufragio del mundo. Pero a diferencia de aquélla, que sólo llevaba un ramo de olivo caduco, ésta derramará la enjundia completa del nuevo crisma en la cabeza del Autor de la nueva progenie» (S. Pedro Crisólogo, Sermones 160).

En consonancia con ese significado, la apertura de los cielos (cfr v. 10) evoca el cumplimiento del deseo de restauración definitiva que tenía el pueblo, cuando le pedía a Dios: «¡Ojalá abrieras los cielos y bajases!» (Is 63,19). No es extraño que los primeros escritores cristianos entendieran también el episodio en ese sentido, como una puerta de acceso de los hombres a Dios: «Antes, las puertas del cielo permanecían cerradas y la región de arriba era inaccesible. Podemos descender a lo más bajo y, en cambio, no podemos volver a subir a lo más alto. ¿Acaso tuvo lugar sólo el Bautismo del Señor? Tuvo también lugar la renovación del hombre viejo. (...) Se hizo la reconciliación de lo visible con lo invisible. Los poderes del cielo se llenaron de alegría, y fueron curadas las enfermedades de la tierra; las cosas que permanecían escondidas salieron a la luz; los que estaban en el número de los enemigos se hicieron amigos» (S. Hipólito, De theo­phania 6).

El relato de la vocación de Samuel es tipo de la llamada divina a cumplir una misión, pues refleja perfectamente tanto la actitud de quien se sabe llamado, en este caso de Samuel, como las exigencias que Dios impone. En primer lugar (vv. 1-3) presenta a los protagonistas —el Señor, Elí y Samuel— y las circunstancias que rodean el acontecimiento: la noche, cuando todos duermen, el Templo, el Arca y la lámpara de Dios, todavía encendida, indican que aquello es extraordinario y viene sólo de Dios.

La segunda escena (vv. 4-8) es un delicioso diálogo entre el Señor y Samuel, y entre Samuel y Elí, que culmina en una fórmula sublime de disponibilidad: «Aquí estoy porque me has llamado» (v. 8). «Aquel niño nos da muestras de una altísima obediencia. La verdadera obediencia ni discute la intención de lo mandado, ni lo juzga, pues el que decide obedecer con perfección, renuncia a emitir juicios» (S. Gregorio Magno, In primum Regum 2,4,10-11).

La tercera escena (vv. 9-14) refleja la doble función del profeta, que inicia de forma solemne Samuel: escuchar atentamente a Dios (vv. 9-10) y saber transmitir fielmente el mensaje recibido, aunque resulte severo a sus oyentes inmediatos (vv. 11-14). «Inmensamente bienaventurado es aquel que percibe en ­silencio el susurro divino y repite con frecuencia aquello de Samuel: “Habla Señor, que tu siervo escucha”» (S. Bernardo, Sermones de diversis 23,7).

«Habla, Señor, que tu siervo escucha» (v.9). Esta oración fue el inicio del itinerario de Samuel como profeta, llamado por Dios, y la pauta de su comportamiento, pues toda su actividad estuvo regida por el trato asiduo y directo con el Señor y la intercesión por los suyos. Como sugiere el Catecismo de la Iglesia Católica todo esto lo aprendió de su madre desde niño: «La oración del pueblo de Dios se desarrolla a la sombra de la Morada de Dios, el Arca de la Alianza y más tarde el Templo. Los guías del pueblo —pastores y profetas— son los primeros que le enseñan a orar. El niño Samuel aprendió de su madre Ana cómo “estar ante el Señor” (cfr 1 S 1,9-18) y del sacerdote Elí cómo escuchar su Palabra: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 S 3,9-10). Más tarde, también él conocerá el precio y la carga de la intercesión: “Por mi parte, lejos de mí pecar contra el Señor dejando de suplicar por vosotros y de enseñaros el camino bueno y recto” (1 S 12,23)» (n. 2578).

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

En la humildad del Señor brilla su grandeza

1. El Señor viene a bautizarse entre los esclavos, el Juez entre los reos. Pero no te turbes, porque en estas bajezas es donde brilla mejor su alteza. El que quiso ser llevado por tanto tiempo en un vientre virginal y salir de allí con nuestra naturaleza, el que quiso luego ser abofeteado y crucificado y sufrir todo lo demás que sufrió, ¿qué maravilla es que quisiera también ser bautizado y acercarse, confundido entre la turba, a quien era siervo suyo? Lo de verdad maravilloso es que, siendo Dios, quisiera hacerse hombre. Lo demás es ya pura consecuencia. Por eso también Juan se adelantó a decir todo lo que dijo sobre que él no era digno de desatar la correa de su sandalia, y todo lo demás: que Él es juez, y ha de dar a cada uno conforme a su merecido y que a todos haría, copiosamente, don del Espíritu Santo. Con esto, al verle cómo se acerca para ser bautizado, ningún pensamiento bajo debemos tener sobre Él. De ahí que el mismo Juan, cuando llega Jesús, trata de impedírselo, diciendo: Yo soy el que tengo necesidad de ser por ti bautizado, y ¿tú vienes a mí? El bautismo de Juan era simple lavatorio de arrepentimiento y que sólo llevaba a la confesión de las propias culpas. Ahora bien, porque nadie pensara que también Jesús venia a él con esa intención, de antemano corrige Juan semejante idea, llamándole cordero de Dios y redentor de los pecados de la tierra entera. Porque quien tenía poder de quitar los pecados de todo el género humano, mucho más había de estar El mismo sin pecado. De ahí que no dijo Juan: “Mirad al impecable”, sino lo que era mucho más: Mirad al que quita el pecado del mundo. De este modo, y con absoluta plenitud, por lo uno habéis de recibir lo otro, y así recibido, ya podéis comprender que hubieron de ser otros los intentos de Jesús al acercarse para ser bautizado. Por eso, cuando Jesús llega, le dice Juan: Yo soy el que necesito ser por ti bautizado. Y ¿tú vienes a mí? Y no dijo: “¿Y tú vas a ser por mi bautizado?” Pues aun esto temió decir. Pues ¿qué dijo? ¿Y vienes a mí? ¿Qué hace entonces Cristo? Lo que más adelante habla de hacer con Pedro, eso hace aquí con Juan. También Pedro se oponía a que Jesús le lavara los pies; pero el Señor le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; más adelante lo comprenderás. Y luego: No tendrás parte conmigo. Y Pedro inmediatamente desistió de su oposición y cambió totalmente de sentir. Por modo semejante, le dijo aquí Jesús a Juan: Déjame por ahora, pues de esta manera es conveniente que cumplamos toda justicia. Y Juan obedeció inmediatamente. Porque ni Pedro ni Juan eran desmedidamente contumaces, sino que mostraban a par su amor y su obediencia, y en todo trataban de seguir la ordenación del Señor. Mas considerad cómo justamente por el motivo que hacía a Juan recelar, por ése le lleva Cristo a bautizarle. Porque no le dijo: “Así es justo”, sino: Así es conveniente. Lo que por más indigno tenia Juan era que el Señor fuera bautizado por un esclavo suyo, y eso justamente es lo que el Señor le opone para bautizarse. Como si dijera: “¿Tú huyes y rehúsas bautizarme por tenerlo por cosa inconveniente? Pues por eso justamente, déjame por ahora, pues es la cosa más conveniente del mundo”. Y no dijo simplemente: Déjame, sino: Déjame por ahora. No siempre será así—parece decirle el Señor—; ya me verás un día como tú deseas. Por ahora, sin embargo, soporta esto. Y seguidamente le hace ver por qué es eso conveniente. ¿Por qué, pues, es conveniente? Porque de esta manera cumplimos toda la ley. Eso quiso decir al hablar de toda justicia. Porque justicia es el cumplimiento perfecto de los mandamientos. Como quiera, pues, dice Jesús, que he ya cumplido todos los mandamientos y sólo esto me queda por cumplir, quiero también cumplir esto. Yo he venido para destruir la maldición que se fundaba en la transgresión de la ley. Antes, pues, tengo que cumplirla yo toda, tengo que libraros a vosotros de la condenación, y entonces poner término a la ley. Es conveniente, pues, que yo cumpla toda la ley, porque conveniente es también que destruya la maldición contra vosotros que está escrita en la ley. Para este fin tomé carne y he venido al mundo. Entonces le dejó. Y, una vez bañado, Jesús subió inmediatamente del agua, y he aquí que se le abrieron los cielos. Y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y se posaba sobre Él.

Los judíos tenían a Juan por superior a Jesús

2. Las gentes tenían a Juan por muy superior a Jesús. Juan había pasado toda su vida en el desierto, era hijo de un sumo sacerdote, había nacido de una madre estéril, iba ahora vestido de aquel extraño atuendo y llamaba a todos para que se bautizaran: a Jesús, empero, todo el mundo le tenía por hijo de una pobre mujer, pues todavía no se había hecho a todos manifiesto su nacimiento virginal; se había criado en su casa, su trato era corriente con todos y vestía como todo el mundo. De ahí que se le tuviera por inferior a Juan, como quiera que nada se sabía aún de aquellos inefables misterios. Por añadidura, vino a que Juan le bautizara, lo que, aun sin todo lo otro, confirmaba el prestigio en que se tenía al Bautista. A Jesús se le tenía por uno de tantos. Porque, de no ser efectivamente uno de tantos, no hubiera acudido a bañarse confundido entre la muchedumbre. Juan, en cambio, era muy superior a Jesús y hombre maravilloso. Pues bien, porque esta opinión no prevaleciera entre la muchedumbre, apenas se bañó Jesús, se le abren los cielos y desciende el Espíritu Santo, y, juntamente con el Espíritu Santo, se oye una voz que pregona la dignidad del Unigénito allí presente. Sin embargo, aun aquella voz que decía: Este es mi Hijo amado, podía parecer a las turbas que más bien convenía a Juan que a Jesús; porque no dijo la voz: “Este que se está bañando”, sino simplemente: Éste. Cualquiera que la oyera, la hubiera antes bien aplicado al que bañaba que no al bañado, primero por la dignidad misma del bautizante y luego por todo lo anteriormente dicho. De ahí que viniera el Espíritu Santo en forma de paloma para fijar la voz sobre Jesús y hacer patente a todo el mundo que aquel Éste no se dijo por Juan que bautizaba, sino por Jesús, que era bautizado.

Por qué no creyeron los judíos

¿Y cómo es —me diréis— que no creyeron los judíos ante estos prodigios? También en tiempo de Moisés hubo muchos prodigios, siquiera no fueran como éstos: sin embargo, después de aquellos prodigios, después de las voces, las trompetas y los relámpagos del Sinaí, se fundieron el becerro de oro y se iniciaron en los ritos de Beelphegor. Y estos mismos que estaban entonces presentes al bautismo de Jesús y que vieron luego resucitado a Lázaro, estuvieron tan lejos de creer al que tales prodigios obraba, que muchas veces intentaron quitarle la vida. Si, pues, con un muerto resucitado ante sus ojos fueron tan malvados, ¿de qué os sorprendéis que no recibieran una voz bajada del cielo? Cuando un alma es insensata y está pervertida y, sobre todo, dominada por la peste de la envidia, nada de todo eso la conmueve: así como, por lo contrario, un alma bien dispuesta, todo lo acepta con facilidad y hasta, en parte, todo eso huelga para ella. No digáis, pues, que no creyeron. Preguntaos más bien si no sucedió cuanto había de suceder para que pudieran creer. A la verdad, ya por boca de su profeta. Dios se prepara este modo de defensa contra todo lo que contra Él pudieran decir. Tenían que perecer los judíos y ser entregados al último castigo. Pues bien, porque nadie pudiera culpar a su providencia de lo que sólo a malicia de ellos mismos se debía, les pregunta Dios: ¿Qué tenía yo que hacer por esta viña que no lo haya hecho? Aquí también, considerad qué tuvo que suceder y no sucedió. Y, si alguna vez delante de ti se habla contra la providencia divina, válete de este mismo argumento para defenderla de quienes pretenden echarle la culpa de lo que es sólo maldad de los hombres. Mirad, si no, qué prodigios se obran aquí: no se abre el paraíso, sino el cielo mismo. Y eso sólo como preludio de los que habían de venir.

Por qué se abren los cielos en el bautismo de Jesús

Más aplacemos para otra ocasión nuestro discurso contra los judíos. Ahora, con la ayuda de Dios, volvamos a nuestro propósito. Y, una vez bañado Jesús, subió del agua, y he aquí que se le abrieron los cielos. — ¿Por qué razón, pues, se abren los cielos?— Porque os deis cuenta de que también en vuestro bautismo se abre el cielo, os llama Dios a la patria de arriba y quiere que no tengáis ya nada de común con la tierra. Aun cuando no lo veáis, no por eso habéis de dejar de creerlo. A los comienzos se dan siempre esos prodigios, y las cosas espirituales vienen a hacerse sensibles y visibles; se dan prodigios como el del Jordán en atención a los más rudos y que necesitan de visión sensible, pues son incapaces de toda idea de la naturaleza espiritual. Sólo a lo visible levantan la cabeza. De este modo, aun cuando después no se hacen ya aquellos prodigios, se puede aceptar por la fe lo que una vez al principio nos pusieron ellos de manifiesto. También en el tiempo de los apóstoles se produjo aquel bramido de viento impetuoso y aparecieron sobre sus cabezas las lenguas de fuego: pero ello no fue por los apóstoles, sino por los judíos allí presentes. Sin embargo, aun cuando ahora no se den esos signos sensibles, nosotros aceptamos lo que ellos pusieron una vez de manifiesto. La paloma apareció entonces para señalar como con el dedo a los allí presentes y a Juan mismo que Jesús era Hijo de Dios; mas no sólo para eso, sino para que tú también adviertas que en tu bautismo viene también sobre ti el Espíritu Santo.

Por qué aparece el Espíritu Santo en forma de paloma

3. Mas ahora ya no necesitamos de visión sensible, pues la fe nos basta por todo. Los signos, en efecto, no son para los que creen sino para los que no creen. —Mas ¿por qué apareció el Espíritu Santo en forma de paloma? Porque la paloma es un ave mansa y pura. Como el Espíritu Santo es espíritu de mansedumbre, aparece bajo la forma de paloma. La paloma, por otra parte, nos recuerda también la antigua historia. Porque bien sabéis que, cuando nuestro linaje sufrió naufragio universal y estuvo a punto de desaparecer, apareció la paloma para señalar la terminación de la tormenta, y, llevando un ramo de olivo, anunció la buena nueva de la paz sobre toda la tierra. Todo lo cual era figura de lo por venir. A la verdad, la situación de los hombres entonces era peor que la de ahora y merecía mayor castigo. Ahora bien, para que no desesperéis, el Señor os trae a la memoria esta historia. Y, en efecto, cuando entonces las cosas habían llegado a estado de desesperación, todavía hubo solución y remedio. Mas entonces fue por medio de castigo: ahora, empero, por gracia y don inefable. Por eso aparece ahora la paloma, no para traer un ramo de olivo en el pico, sino para señalarnos al que venía a librarnos de todos nuestros males y para infundirnos las más bellas esperanzas. Esa paloma no venía para sacar a un solo hombre del arca, sino para levantar al cielo la tierra entera, y, en lugar del ramo de olivo, trae a todo el género humano la filiación divina.

El Espíritu Santo no es inferior al Hijo

Considerad, pues, la grandeza de ese don, y no pensaréis que el Espíritu Santo sea inferior al Hijo por haber aparecido en esa forma. Realmente, oigo decir a algunos que la misma diferencia que va del hombre a la paloma, ésa va de Cristo al Espíritu Santo, pues el uno apareció en nuestra naturaleza y el otro bajo la forma de paloma. ¿Qué puede responderse a esto? A esto se responde que el Hijo de Dios tomó realmente la naturaleza humana; pero el Espíritu Santo no tomó naturaleza de paloma. Por eso no dice el evangelista que el Espíritu Santo apareció en naturaleza de paloma, sino en forma de paloma. Y todavía se trata de caso único —la aparición bajo esta figura—, que ya no se repitió posteriormente. Y si por esta razón decimos que el Espíritu Santo es menor que el Hijo, según esto habrá también que convenir en que los querubines son mucho mejores que Él, y tanto cuanto un águila es mejor que una paloma. Figura, en efecto, de águila tomaron los querubines. Mejores también los simples ángeles, que han aparecido muchas veces en figura de hombres. Pero no, no hay nada de eso. A la verdad, una cosa es la realidad de la encarnación, y otra la condescendencia divina en una aparición pasajera. No seáis, pues, ingratos para con vuestro bienhechor, ni le paguéis con lo contrario a quien os ha abierto la fuente de la bienaventuranza. Porque donde se da la dignidad de la filiación divina, allí no puede existir mal ninguno, allí se nos dan juntos todos los bienes.

El bautismo de Jesús pone fin al de Juan

Por ello justamente, el bautismo judaico cesa y empieza el nuestro. Lo que sucedió con la pascua, eso mismo sucede también con el bautismo. Allí, en efecto, celebrando el Señor las dos pascuas, a la una le puso término y dio principio a la otra; aquí también, al cumplir el bautismo judaico, abrió las puertas de la Iglesia. Como otrora en una sola mesa, así aquí, en un solo río, Cristo está juntamente describiendo la sombra y realizando la verdad. Porque sólo el bautismo de Cristo contiene el don del Espíritu Santo; el de Juan nada tiene que ver con ese don. De ahí que ningún prodigio se cumple en ninguno de los otros bautizados; si solo al bautizarse Aquel que nos había de dar este bautismo. Con ello quiso el Señor que advirtierais, aparte lo ya dicho, que no fue la pureza del que bautizaba, sino la virtud del que era bautizado, la que hizo todo aquello. Sólo por Él se abrieron los cielos y descendió el Espíritu Santo. Porque, desde aquel momento, nos saca de la vida vieja a la nueva, nos abre las puertas de arriba, nos manda desde allí al Espíritu Santo y nos convida a nuestra patria celeste. Y no sólo nos convida, sino que, a par, nos otorga la máxima dignidad. Porque no nos hizo ángeles o arcángeles, sino hijos amados de Dios: de este modo nos conduce a aquella herencia celeste.

(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, homilía 12, 1-3, BAC Madrid 1955, pp. 219-228)

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FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2018

Ángelus 2014

¡Este es el gran tiempo de la misericordia!

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy es la fiesta del Bautismo del Señor. Esta mañana he bautizado a treinta y dos recién nacidos. Doy gracias con vosotros al Señor por estas criaturas y por cada nueva vida. A mí me gusta bautizar a los niños. ¡Me gusta mucho! Cada niño que nace es un don de alegría y de esperanza, y cada niño que es bautizado es un prodigio de la fe y una fiesta para la familia de Dios.

La página del Evangelio de hoy subraya que, cuando Jesús recibió el bautismo de Juan en el río Jordán, “se abrieron los cielos” (Mt 3, 16). Esto realiza las profecías. En efecto, hay una invocación que la liturgia nos hace repetir en el tiempo de Adviento: “Ojalá rasgases el cielo y descendieses!” (Is 63, 19). Si el cielo permanece cerrado, nuestro horizonte en esta vida terrena es sombrío, sin esperanza. En cambio, celebrando la Navidad, la fe una vez más nos ha dado la certeza de que el cielo se rasgó con la venida de Jesús. Y en el día del bautismo de Cristo contemplamos aún el cielo abierto. La manifestación del Hijo de Dios en la tierra marca el inicio del gran tiempo de la misericordia, después de que el pecado había cerrado el cielo, elevando como una barrera entre el ser humano y su Creador. Con el nacimiento de Jesús, el cielo se abre. Dios nos da en Cristo la garantía de un amor indestructible. Desde que el Verbo se hizo carne es, por lo tanto, posible ver el cielo abierto. Fue posible para los pastores de Belén, para los Magos de Oriente, para el Bautista, para los Apóstoles de Jesús, para san Esteban, el primer mártir, que exclamó: “Veo los cielos abiertos” (Hch 7, 56). Y es posible también para cada uno de nosotros, si nos dejamos invadir por el amor de Dios, que nos es donado por primera vez en el Bautismo. ¡Dejémonos invadir por el amor de Dios! ¡Éste es el gran tiempo de la misericordia! No lo olvidéis: ¡éste es el gran tiempo de la misericordia!

Cuando Jesús recibió el Bautismo de penitencia de Juan el Bautista, solidarizándose con el pueblo penitente –Él sin pecado y sin necesidad de conversión–, Dios Padre hizo oír su voz desde el cielo: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco” (v. 17). Jesús recibió la aprobación del Padre celestial, que lo envió precisamente para que aceptara compartir nuestra condición, nuestra pobreza. Compartir es el auténtico modo de amar. Jesús no se disocia de nosotros, nos considera hermanos y comparte con nosotros. Así, nos hace hijos, juntamente con Él, de Dios Padre. Ésta es la revelación y la fuente del amor auténtico. Y, ¡este es el gran tiempo de la misericordia!

¿No os parece que en nuestro tiempo se necesita un suplemento de fraternidad y de amor? ¿No os parece que todos necesitamos un suplemento de caridad? No esa caridad que se conforma con la ayuda improvisada que no nos involucra, no nos pone en juego, sino la caridad que comparte, que se hace cargo del malestar y del sufrimiento del hermano. ¡Qué buen sabor adquiere la vida cuando dejamos que la inunde el amor de Dios!

Pidamos a la Virgen Santa que nos sostenga con su intercesión en nuestro compromiso de seguir a Cristo por el camino de la fe y de la caridad, la senda trazada por nuestro Bautismo.

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Ángelus 2018

Humildad de Jesús – El Espíritu Santo – Recordar nuestro bautismo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La celebración hoy del bautismo del Señor concluye el tiempo de Navidad y nos invita a pensar en nuestro bautismo. Jesús quiso recibir el bautismo predicado y administrado por Juan el Bautista en el Jordán. Era un bautismo de penitencia: los que se acercaban manifestaban el deseo de ser purificados de los pecados y, con la ayuda de Dios, se comprometían a comenzar una nueva vida.

Entendemos así la gran humildad de Jesús, el que no había pecado, poniéndose en fila con los penitentes, mezclado entre ellos para ser bautizado en las aguas del río. ¡Cuánta humildad tiene Jesús! Y al hacerlo, manifestó lo que hemos celebrado en Navidad: la disponibilidad de Jesús para sumergirse en el río de la humanidad, para asumir las deficiencias y debilidades de los hombres, para compartir su deseo de liberación y superación de todo lo que aleja de Dios y hace extraños a los hermanos. Al igual que en Belén, también en las orillas del Jordán, Dios cumple su promesa de hacerse cargo de la suerte del ser humano, y Jesús es el Signo tangible y definitivo. Él se hizo cargo de todos nosotros, se hace cargo de todos nosotros, en la vida, en los días.

El Evangelio de hoy subraya que Jesús, «no bien hubo salido del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él» (Mc 1,10). El Espíritu Santo, que había obrado desde el comienzo de la creación y había guiado a Moisés y al pueblo en el desierto, ahora desciende en plenitud sobre Jesús para darle la fortaleza de cumplir su misión en el mundo. El Espíritu es el artífice del bautismo de Jesús y también de nuestro bautismo. Él nos abre los ojos del corazón a la verdad, a toda la verdad. Empuja nuestra vida por el sendero de la caridad. Él es el don que el Padre ha dado a cada uno de nosotros el día de nuestro bautismo. Él, el Espíritu, nos transmite la ternura del perdón divino. Y siempre es Él, el Espíritu Santo, quien hace resonar la reveladora Palabra del Padre: «Tú eres mi Hijo» (v. 11).

La fiesta del bautismo de Jesús invita a cada cristiano a recordar su bautismo. No puedo preguntaros si os acordáis del día de vuestro bautismo, porque la mayoría de vosotros erais niños, como yo; nos bautizaron de niños. Pero os hago otra pregunta: ¿sabéis la fecha de vuestro bautismo? ¿Sabéis en qué día fuiste bautizado? Pensadlo todos. Y si no sabéis la fecha o la habéis olvidado, al volver a casa, preguntádselo a vuestra madre, a la abuela, al tío, a la tía, al abuelo, al padrino, o a la madrina: ¿en qué fecha? Y de esa fecha tenemos que acordarnos siempre, porque es una fecha de fiesta, es la fecha de nuestra santificación inicial, es la fecha en la que el Padre nos dio al Espíritu Santo que nos impulsa a caminar, es la fecha del gran perdón. No lo olvidéis: ¿cuál es mi fecha de bautismo?

Invoquemos la protección materna de María Santísima, para que todos los cristianos comprendan cada vez más el don del bautismo y se comprometan a vivirlo con coherencia, testimoniando el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

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Ángelus 2021

Dios nos acaricia con su misericordia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy celebramos el Bautismo del Señor. Dejamos, hace pocos días, a Jesús niño visitado por los Magos; hoy lo encontramos como adulto en la orilla del Jordán. La Liturgia nos hace realizar un salto de unos treinta años, treinta años de los que sabemos una cosa: fueron años de vida escondida, que Jesús pasó en familia —algunos, primero, en Egipto, como migrante para huir de la persecución de Herodes, los otros en Nazaret, aprendiendo la profesión de José—, en familia obedeciendo a sus padres, estudiando y trabajando. Impresiona que el Señor haya pasado así la mayor parte del tiempo en la Tierra, viviendo la vida de todos los días, sin aparecer. Pensemos que, según los Evangelios, fueron tres años de predicaciones, de milagros y tantas cosas. Tres. Y los otros, todos los otros, de vida escondida en familia. Es un bonito mensaje para nosotros: nos revela la grandeza de lo cotidiano, la importancia a los ojos de Dios de cada gesto y momento de la vida, también el más sencillo, también el más escondido.

Después de estos treinta años de vida escondida empieza la vida pública de Jesús. Y empieza precisamente con el bautismo en el río Jordán. Pero Jesús es Dios, ¿por qué se hace bautizar? El bautismo de Juan consistía en un rito penitencial, era signo de la voluntad de convertirse, de ser mejores, pidiendo perdón por los propios pecados. Realmente Jesús no lo necesitaba. De hecho, Juan Bautista trata de oponerse, pero Jesús insiste. ¿Por qué? Porque quiere estar con los pecadores: por eso se pone a la fila con ellos y cumple su mismo gesto. Lo hace con la actitud del pueblo, con su actitud [de la gente] que, como dice un himno litúrgico, se acercaba “desnuda el alma y desnudos los pies”. El alma desnuda, es decir, sin cubrir nada, así, pecador. Este es el gesto que hace Jesús, y baja al río para sumergirse en nuestra misma condición. Bautismo, de hecho, significa precisamente “inmersión”. En el primer día de su ministerio, Jesús nos ofrece así su “manifiesto programático”. Nos dice que Él no nos salva desde lo alto, con una decisión soberana o un acto de fuerza, un decreto, no: Él nos salva viniendo a nuestro encuentro y tomando consigo nuestros pecados. Es así como Dios vence el mal del mundo: bajando, haciéndose cargo. Es también la forma en la que nosotros podemos levantar a los otros: no juzgando, no insinuando qué hacer, sino haciéndonos cercanos, com-padeciendo, compartiendo el amor de Dios. La cercanía es el estilo de Dios con nosotros; Él mismo se lo dijo a Moisés: “Pensad: ¿qué pueblo tiene sus dioses tan cercanos como vosotros me tenéis a mí?”. La cercanía es el estilo de Dios con nosotros.

Después de este gesto de compasión de Jesús, sucede algo extraordinario, los cielos se abren y se desvela finalmente la Trinidad. El Espíritu Santo desciende en forma de paloma (cf. Mc 1,10) y el Padre dice a Jesús: «Tú eres mi Hijo muy querido» (v. 11). Dios se manifiesta cuando aparece la misericordia. No olvidar esto: Dios se manifiesta cuando aparece la misericordia, porque ese es su rostro. Jesús se hace siervo de los pecadores y es proclamado Hijo; baja sobre nosotros y el Espíritu desciende sobre Él. Amor llama amor. Vale también para nosotros: en cada gesto de servicio, en cada obra de misericordia que realizamos Dios se manifiesta, Dios pone su mirada en el mundo. Esto vale para nosotros.

Pero, antes de que hagamos cualquier cosa, nuestra vida está marcada por la misericordia que se ha fijado sobre nosotros. Hemos sido salvados gratuitamente. La salvación es gratis. Es el gesto gratuito de misericordia de Dios con nosotros. Sacramentalmente esto se hace el día de nuestro Bautismo; pero también aquellos que no están bautizados reciben la misericordia de Dios siempre, porque Dios está allí, espera, espera que se abran las puertas de los corazones. Se acerca, me permito decir, nos acaricia con su misericordia.

La Virgen, a la que ahora rezamos, nos ayude a custodiar nuestra identidad, es decir la identidad de ser “misericordiados”, que está en la base de la fe y de la vida.

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BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2006

HOMILÍA

El Bautismo es el puente que Jesús ha construido entre él y nosotros

Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras que el evangelista san Marcos menciona al inicio de su evangelio: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1, 11), nos introducen en el corazón de la fiesta de hoy del Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo de Navidad. El ciclo de las solemnidades navideñas nos permite meditar en el nacimiento de Jesús anunciado por los ángeles, envueltos en el esplendor luminoso de Dios. El tiempo navideño nos habla de la estrella que guía a los Magos de Oriente hasta la casa de Belén, y nos invita a mirar al cielo que se abre sobre el Jordán, mientras resuena la voz de Dios. Son signos a través de los cuales el Señor no se cansa de repetirnos: “Sí, estoy aquí. Os conozco. Os amo. Hay un camino que desde mí va hasta vosotros. Hay un camino que desde vosotros sube hacia mí”. El Creador, para poder dejarse ver y tocar, asumió en Jesús las dimensiones de un niño, de un ser humano como nosotros. Al mismo tiempo, Dios, al hacerse pequeño, hizo resplandecer la luz de su grandeza, porque, precisamente abajándose hasta la impotencia inerme del amor, demuestra cuál es la verdadera grandeza, más aún, qué quiere decir ser Dios.

El significado de la Navidad, y más en general el sentido del año litúrgico, es precisamente el de acercarnos a estos signos divinos, para reconocerlos presentes en los acontecimientos de todos los días, a fin de que nuestro corazón se abra al amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía sirven sobre todo para hacernos capaces de ver, para abrirnos los ojos y el corazón al misterio de un Dios que viene a estar con nosotros, la fiesta del Bautismo de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la cotidianidad de una relación personal con él. En efecto, Jesús se ha unido a nosotros, mediante la inmersión en las aguas del Jordán. El Bautismo es, por decirlo así, el puente que Jesús ha construido entre él y nosotros, el camino por el que se hace accesible a nosotros; es el arco iris divino sobre nuestra vida, la promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, la señal que nos indica el camino por recorrer de modo activo y gozoso para encontrarlo y sentirnos amados por él.

Queridos amigos, estoy verdaderamente feliz porque también este año, en este día de fiesta, tengo la oportunidad de bautizar a algunos niños. Sobre ellos se posa hoy la “complacencia” de Dios. Desde que el Hijo unigénito del Padre se hizo bautizar, el cielo realmente se abrió y sigue abriéndose, y podemos encomendar toda nueva vida que nace en manos de Aquel que es más poderoso que los poderes ocultos del mal. En efecto, esto es lo que implica el Bautismo: restituimos a Dios lo que de él ha venido. El niño no es propiedad de los padres, sino que el Creador lo confía a su responsabilidad, libremente y de modo siempre nuevo, para que ellos le ayuden a ser un hijo libre de Dios. Sólo si los padres maduran esta certeza lograrán encontrar el equilibrio justo entre la pretensión de poder disponer de sus hijos como si fueran una posesión privada, plasmándolos según sus propias ideas y deseos, y la actitud libertaria que se expresa dejándolos crecer con plena autonomía, satisfaciendo todos sus deseos y aspiraciones, considerando esto un modo justo de cultivar su personalidad.

Si con este sacramento el recién bautizado se convierte en hijo adoptivo de Dios, objeto de su amor infinito que lo tutela y defiende de las fuerzas oscuras del maligno, es preciso enseñarle a reconocer a Dios como su Padre y a relacionarse con él con actitud de hijo. Por tanto, según la tradición cristiana, tal como hacemos hoy, cuando se bautiza a los niños introduciéndolos en la luz de Dios y de sus enseñanzas, no se los fuerza, sino que se les da la riqueza de la vida divina en la que reside la verdadera libertad, que es propia de los hijos de Dios; una libertad que deberá educarse y formarse con la maduración de los años, para que llegue a ser capaz de opciones personales responsables.

Queridos padres, queridos padrinos y madrinas, os saludo a todos con afecto y me uno a vuestra alegría por estos niños que hoy renacen a la vida eterna. Sed conscientes del don recibido y no ceséis de dar gracias al Señor que, con el sacramento que hoy reciben, introduce a vuestros hijos en una nueva familia, más grande y estable, más abierta y numerosa que la vuestra: me refiero a la familia de los creyentes, a la Iglesia, una familia que tiene a Dios por Padre y en la que todos se reconocen hermanos en Jesucristo. Así pues, hoy vosotros encomendáis a vuestros hijos a la bondad de Dios, que es fuerza de luz y de amor; y ellos, aun en medio de las dificultades de la vida, no se sentirán jamás abandonados si permanecen unidos a él. Por tanto, preocupaos por educarlos en la fe, por enseñarles a rezar y a crecer como hacía Jesús, y con su ayuda, “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52).

Volviendo ahora al pasaje evangélico, tratemos de comprender aún más lo que sucede hoy aquí. San Marcos narra que, mientras Juan Bautista predica a orillas del río Jordán, proclamando la urgencia de la conversión con vistas a la venida ya próxima del Mesías, he aquí que Jesús, mezclado entre la gente, se presenta para ser bautizado. Ciertamente, el bautismo de Juan es un bautismo de penitencia, muy distinto del sacramento que instituirá Jesús. Sin embargo, en aquel momento ya se vislumbra la misión del Redentor, puesto que, cuando sale del agua, resuena una voz desde cielo y baja sobre él el Espíritu Santo (cf. Mc 1, 10): el Padre celestial lo proclama como su hijo predilecto y testimonia públicamente su misión salvífica universal, que se cumplirá plenamente con su muerte en la cruz y su resurrección. Sólo entonces, con el sacrificio pascual, el perdón de los pecados será universal y total. Con el Bautismo, no nos sumergimos simplemente en las aguas del Jordán para proclamar nuestro compromiso de conversión, sino que se efunde en nosotros la sangre redentora de Cristo, que nos purifica y nos salva. Es el Hijo amado del Padre, en el que él se complace, quien adquiere de nuevo para nosotros la dignidad y la alegría de llamarnos y ser realmente “hijos” de Dios.

Dentro de poco reviviremos este misterio evocado por la solemnidad que hoy celebramos; los signos y símbolos del sacramento del Bautismo nos ayudarán a comprender lo que el Señor realiza en el corazón de estos niños, haciéndolos “suyos” para siempre, morada elegida de su Espíritu y “piedras vivas” para la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. La Virgen María, Madre de Jesús, el Hijo amado de Dios, vele sobre ellos y sobre sus familias y los acompañe siempre, para que puedan realizar plenamente el proyecto de salvación que, con el Bautismo, se realiza en su vida. Y nosotros, queridos hermanos y hermanas, acompañémoslos con nuestra oración; oremos por los padres, los padrinos y las madrinas y por sus parientes, para que les ayuden a crecer en la fe; oremos por todos nosotros aquí presentes para que, participando devotamente en esta celebración, renovemos las promesas de nuestro Bautismo y demos gracias al Señor por su constante asistencia. Amén.

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ÁNGELUS

Mediante el Bautismo nos introducimos en la relación de Jesús con el Padre

Queridos hermanos y hermanas:

En este domingo, que sigue a la solemnidad de la Epifanía, celebramos el Bautismo del Señor. Fue el primer acto de su vida pública, narrado en los cuatro evangelios. Al llegar a la edad de casi treinta años, Jesús dejó Nazaret, fue al río Jordán y, en medio de mucha gente, se hizo bautizar por Juan. El evangelista san Marcos escribe: «Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”» (Mc 1, 10-11). En estas palabras: “Tú eres mi Hijo amado”, se revela qué es la vida eterna: es la relación filial con Dios, tal como Jesús la vivió y nos la ha revelado y dado.

Esta mañana, según la tradición, en la capilla Sixtina administré el sacramento del Bautismo a trece recién nacidos. A los padres, a los padrinos y a las madrinas, el celebrante les pregunta habitualmente: “¿Qué pedís a la Iglesia de Dios para vuestros hijos?”; ante su respuesta: “El Bautismo”, él añade: “Y el Bautismo, ¿qué os da?”. “La vida eterna”, responden. He aquí la realidad admirable: la persona humana, mediante el Bautismo, es introducida en la relación única y singular de Jesús con el Padre, de manera que las palabras que resonaron desde el cielo sobre el Hijo unigénito llegan a ser verdaderas para todo hombre y toda mujer que renace por el agua y por el Espíritu Santo: Tú eres mi hijo amado.

Queridos amigos, ¡qué grande es el don del Bautismo! Si nos diéramos plenamente cuenta de ello, nuestra vida se convertiría en un “gracias” continuo. ¡Qué alegría para los padres cristianos, que han visto nacer de su amor una nueva criatura, llevarla a la pila bautismal y verla renacer en el seno de la Iglesia a una vida que jamás tendrá fin! Don, alegría, pero también responsabilidad. En efecto, los padres, juntamente con los padrinos, deben educar a los hijos según el Evangelio. Esto me hace pensar en el tema del VI Encuentro mundial de las familias, que se celebrará en los próximos días en la ciudad de México: “La familia, formadora en los valores humanos y cristianos”. Desde ahora, queridos hermanos y hermanas, os invito a implorar para este importante encuentro mundial de las familias la abundancia de las gracias divinas. Hagámoslo, invocando la intercesión materna de la Virgen María, Reina de la familia.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

Fiesta del Bautismo del Señor

131. Con la Fiesta del Bautismo del Señor, prolongación de la Epifanía, concluye el tiempo de la Navidad y se inicia el Tiempo Ordinario. Mientras Juan bautiza a Jesús a orillas del Jordán sucede algo grandioso: los cielos se abren, se oye la voz del Padre y el Espíritu Santo desciende en forma visible sobre Jesús. Se trata de una manifestación del misterio de la Santísima Trinidad. Pero ¿por qué se produce esta visión en el momento en el que Jesús es bautizado? El homileta debe responder a esta pregunta.

132. La explicación está en la finalidad por la que Jesús va a Juan para que le bautice. Juan está predicando un bautismo de penitencia. Jesús recibe este signo de arrepentimiento junto a muchos otros que corren hacia Juan. En un primer momento, Juan intenta impedírselo, pero Jesús insiste. Y esta insistencia manifiesta su intención: ser solidario con los pecadores. Quiere estar donde están ellos. Lo mismo expresa el apóstol Pablo, pero con un tipo de lenguaje diferente: «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar por nuestros pecados» (2 Cor 5,21).

133. Y es, justamente, en este momento de intensa solidaridad con los pecadores, cuando tiene lugar la grandiosa epifanía trinitaria. La voz del Padre tronó desde el cielo, anunciando: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto». Tenemos que comprender que lo que le agrada al Padre, reside en la voluntad del Hijo de ser solidario con los pecadores. De este modo se manifiesta como Hijo de este Padre, es decir, el Padre que «tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 3,16). En aquel preciso instante, el Espíritu aparece como una paloma, desciende sobre el Hijo, imprimiendo una especie de aprobación y de autorización a toda la escena inesperada.

134. El Espíritu que ha plasmado esta escena preparándola a lo largo de los siglos de la Historia de Israel («que habló por los profetas», como profesamos en el Credo), está presente en el homileta y en sus oyentes: abre sus mentes a una comprensión todavía más profunda de lo sucedido. El mismo Espíritu acompañó a Jesús en cada instante de su existencia terrenal, caracterizando todas sus acciones para que fueran revelación del Padre. Por tanto, podemos escuchar el texto del profeta Isaías de este día como una prolongación de las palabras del Padre en el corazón de Jesús: «Tú eres mi Hijo, el amado». Su diálogo de amor continúa: «mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu… Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones».

135. En el salmo responsorial de esta fiesta se escuchan las palabras del Salmo 28: «La voz del Señor está sobre las aguas». La Iglesia canta este salmo como celebración de las palabras del Padre que tenemos el privilegio de escuchar y cuya escucha marca nuestra fiesta. «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» – esta es la «voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica» (Sal 28,3-4).

136. Después del Bautismo, el Espíritu conduce a Jesús al desierto para ser tentado por Satanás. Sucesivamente y conducido siempre por el Espíritu, Jesús va a Galilea donde proclama el Reino de Dios. Durante su maravillosa predicación, marcada por milagros prodigiosos, Jesús afirma en una ocasión: «Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12,50). Con estas palabras se refería a su próxima muerte en Jerusalén. De este modo comprendemos cómo el Bautismo de Jesús por parte de Juan Bautista no fue el definitivo sino una acción simbólica de lo que se habría cumplir en el Bautismo de su agonía y muerte en la Cruz. Porque es en la Cruz donde Jesús se revela a sí mismo, no en términos simbólicos, sino concretamente y en completa solidaridad con los pecadores. Es en la Cruz donde «Dios lo hizo expiar por nuestros pecados» (2 Cor 5,21) y donde «nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito» (Gal 3,13). Es allí donde desciende al caos de las aguas de ultratumba, y lava para siempre nuestros pecados. Pero por la Cruz y la Muerte, Jesús es también liberado de las aguas, llamado a la Resurrección por la voz del Padre que dice: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado… Yo seré para él un padre y el será para mí un hijo» (Heb 1,5). Esta escena de muerte y resurrección es una obra de arte escrita y dirigida por el Espíritu. La voz del Señor sobre las grandes aguas de la muerte, con fuerza y poder, saca a su Hijo de la muerte. «La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica».

137. El Bautismo de Jesús es modelo también para el nuestro. En el Bautismo descendemos con Cristo a las aguas de la muerte, donde son lavados nuestros pecados. Y después de habernos sumergido con Él, con Él salimos de las aguas y oímos, fuerte y potente, la voz del Padre que, dirigida también a nosotros en lo profundo de nuestros corazones, pronuncia un nombre nuevo para cada uno de nosotros: «¡Amado! Mi predilecto». Sentimos este nombre como nuestro, no en virtud de las buenas obras que hemos realizado, sino porque Cristo, en su amor sin límites, ha deseado intensamente compartir con nosotros su relación con el Padre.

138. La Eucaristía celebrada en esta Fiesta propone de nuevo, en cierto modo, los mismos acontecimientos. El Espíritu desciende sobre los dones del pan y del vino ofrecido por los fieles. Las palabras de Jesús: «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre», anuncian su intención de recibir el Bautismo de muerte para nuestra Salvación. Y la asamblea reza, el «Padre nuestro» junto con el Hijo, porque con Él siente dirigida a sí misma la voz del Padre que llama «amado» al Hijo.

139. En una ocasión, a lo largo de su ministerio, Jesús dijo: «el que cree en mí, como dice la Escritura: “De su seno brotarán manantiales de agua viva”». Aquellas aguas vivas han comenzado a brotar en nosotros con el Bautismo, y se transforman en un río siempre más caudaloso en cada celebración de la Eucaristía.

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

 III. LOS MISTERIOS DE LA VIDA PÚBLICA DE JESUS

El Bautismo de Jesús

535. El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamabaun bautismo de conversión para el perdón de los pecados(Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a hacerse bautizar por él.Entonces aparece Jesús. El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que él esmi Hijo amado(Mt 3, 13-17). Es la manifestación (Epifanía) de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios.

536. El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores (cf. Is 53, 12); es yael Cordero de Dios que quita el pecado del mundo(Jn 1, 29); anticipa ya elbautismode su muerte sangrienta (cf Mc 10, 38; Lc 12, 50). Viene ya acumplir toda justicia(Mt 3, 15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados (cf. Mt 26, 39). A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo (cf. Lc 3, 22; Is 42, 1). El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene aposarsesobre él (Jn 1, 32-33; cf. Is 11, 2). De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo,se abrieron los cielos(Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.

 537. Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre yvivir una vida nueva(Rm 6, 4):

Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él para ser glorificados con él (S. Gregorio Nacianc. Or. 40, 9).

Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios (S. Hilario, Mat 2).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Descubrir el propio Bautismo

Hoy la liturgia conmemora el Bautismo de Jesús en el Jordán. El relato evangélico es muy breve y podemos leerlo enteramente:

«Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”».

¿Jesús, también él, tenía quizás necesidad de ser bautizado como nosotros? Ciertamente, no. Él quiso mostrar con aquel gesto que se había hecho uno como nosotros en todo. Sobre todo, quería poner término al bautismo «de agua» e inaugurar el «del Espíritu». En el Jordán no fue el agua la que santificó a Jesús, sino que Jesús santificó el agua. No sólo el agua del Jordán, sino la de todos los baptisterios del mundo.

Es la ocasión anual para reflexionar sobre el significado de nuestro bautismo. Como todo sacramento, el bautismo está hecho de dos cosas: de gestos y de palabras. La vista y el oído entrambos son llamados en la causa. Asemeja a una representación, a un drama. La diferencia está en que en el drama el acontecimiento está representado, en el sacramento está renovado. Podemos decir que también en el sacramento el acontecimiento está representado, siempre que entendamos el verbo en el sentido fuerte de que está hecho presente. El sacramento, se dice en teología, «causa lo que significa».

Recorramos los momentos principales del rito. Comencemos con la imposición del nombre. «¿ Qué nombre habéis elegido para vuestro hijo?» En este momento, viene pronunciado en público por vez primera el que será nuestro nombre para la eternidad. La Biblia nos asegura que también Dios nos conoce y nos llama por el nombre (cfr. Isaías 43, 1). Precisamente porque el nombre está destinado a acompañar al niño durante toda la vida, los padres, al decido, debieran evitar escoger nombres demasiado extraños que un día podrían ser molestos para los propios hijos.

Sigue, a este punto, la renuncia a Satanás y la profesión de fe. Pero, vayamos al momento propio y verdadero del bautismo. La liturgia dedica particular atención al elemento del que Jesús ha querido servirse, el agua del Jordán, el agua que brotó del costado de Cristo. A causa del bautismo, el agua llega a ser una criatura querida para los primeros cristianos, que la llamaban afectuosamente «nuestra agua» o hasta con san Francisco «la hermana agua». Como los pececitos, decía Tertuliano, nacen y viven en el agua, mientras que boquean y mueren si se les aleja de ella, así nosotros los cristianos, si nos alejamos de nuestro bautismo.

El celebrante pide a los padres que se acerquen a la fuente, toma entre los brazos al niño o a la niña y, llamándole por su nombre, por tres veces lo sumerge en el agua, pronunciando las sencillas y solemnes palabras señaladas por Jesús mismo en el Evangelio: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Aquí se ve cómo en los sacramentos es importante ver y oír. Hemos visto realizar un gesto y hemos oído pronunciar algunas palabras. En esto está la clave para entender el significado profundo del bautismo. Ante todo, el gesto. Por tres veces el niño se sumerge enteramente o sólo con la cabeza en el agua y por tres veces ha surgido. Esto simboliza a Jesucristo que durante tres días fue sepultado bajo tierra y al tercer día resucitó. San Pablo en efecto explica así el bautismo:

«¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva».

Por otra parte, las palabras «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» recuerdan o, mejor, hacen presente a la Trinidad. Así, en el Bautismo nosotros profesamos los dos más grandes misterios de nuestra fe; con los gestos recordamos la encarnación, muerte y resurrección de Cristo; con las palabras, la unidad y Trinidad de Dios.

En el actuar de Dios se nota siempre una desproporción entre los medios empleados y los resultados obtenidos. Los medios son sencillísimos (en el bautismo, un poco de agua junto con alguna palabra); los resultados, grandiosos. El bautizado es una criatura nueva, ha renacido del agua y del Espíritu; ha llegado a ser hijo de Dios, miembro del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y templo vivo del Espíritu Santo. El Padre celestial pronuncia sobre cada niño o adulto, que sale de la fuente bautismal, las palabras que dijo sobre Jesús cuando salió de las aguas del Jordán: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto o mi hija predilecta: en ti me he complacido».

Todo, en el bautismo acontece en símbolo, en imagen, esto es, a través de signos; pero, lo que a través de ellos ha conseguido el niño no es un símbolo, es una realidad. Él no ha descendido en verdad a la muerte, sino que Jesús le ha concedido a la par el fruto de su muerte y de su victoria sobre el demonio.

Imaginad esta escena. En un estadio se desarrolla una épica lucha: un valiente se ha enfrentado al cruel tirano de la ciudad y con enorme fatiga, heridas y sangre, lo ha vencido. Tú estás en la explanada; no te has ni fatigado, ni has reportado heridas. Pero, si no tienes miedo por el valiente, participas con él, te alegras por su victoria, tendrás ciertamente parte en su premio. Supón, más bien, que aquel valiente no tenga necesidad alguna para sí de la corona; ¿qué sucederá en este caso? ¡Sucederá que el héroe le dará a su amigo y Partidario la corona ganada! Así sucede entre nosotros y Cristo. Una vez había yo explicado este concepto durante un bautizo. Cuando, después del rito, levanté al niño presentándolo a la asamblea, hubo un murmullo espontáneo de aplausos y todos entendimos que era para Jesús. Aquel niño era su trofeo. Él había luchado y vencido por él de nuevo.

Terminemos nuestra reseña. Completan el bautismo algunos ritos menores; pero, bastante sugestivos. Uno es el de la vestidura blanca, que se le impone al niño, como signo de su inocencia, que los padres deberán ayudarle a conservar durante toda la vida. Otro es el rito de la luz. El sacerdote enciende una vela del cirio pascual y la entrega al padre: es símbolo de la fe, que los padres, padrino y madrina deberán transmitir al niño.

Así hemos explicado, creo, el sentido de los principales ritos del bautismo. Ahora quisiera responder a una pregunta que la gente frecuentemente se plantea sobre el bautismo. ¿Por qué bautizar a los niños siendo pequeños? ¿Por qué no esperar a que sean mayores y decidan ellos mismos libremente? Es una pregunta seria; pero, puede esconder un engaño. El mundo y el maligno no esperan a que vuestros hijos tengan veinte años para inocularles las semillas del mal. Por otra parte, queriendo ser coherentes, con este paso sería necesario no enseñarles a los niños ninguna lengua, no darles educación alguna, ni inculcarles principio alguno, dejando que un día decidan por sí mismo cuál adoptar.

Pero, hay una razón mucho más seria que éstas. Cuando habéis procreado a vuestro hijo y le habéis dado vida, ¿quizás le habéis pedido primero su permiso? No era posible; pero, sabiendo que la vida es un don inmenso, habéis supuesto justamente que el niño un día os habría sido agradecido por ello. Acaso, ¿se le pide permiso a una persona antes de hacerle un regalo? ¿Qué regalo sería? Ahora bien, el bautismo es la vida divina que nos viene gratuitamente «donada» a nosotros. No es violar la libertad de los hijos; hacer, sí, que puedan recibir este don en el alba misma de la vida.

Cierto, todo esto supone que los padres sean ellos mismos creyentes y quieran ayudar al niño a desarrollar el don de la fe. La Iglesia les reconoce a ellos una competencia decisiva en este campo. Por esto no quiere que un niño sea bautizado contra la voluntad de sus padres. A veces, hay buenas abuelas creyentes que sufren porque un nieto suyo o una nieta no han sido bautizados y quisieran ellos hacerla a escondidas. Pero, excepto casos particularísimos, esto no está permitido por la Iglesia.

Así, hemos llegado a la conclusión. ¿Qué finalidad puede haber tenido para adultos como nosotros el haber revisado los ritos de nuestro bautismo y escuchado su explicación? ¿Sólo una finalidad informativa? No, ciertamente. Ésta es la ocasión, si somos creyentes, para renovar y ratificar nuestro mismo bautismo. En el bautismo, otros han prometido por nosotros, se han hecho garantes. A la pregunta del sacerdote: «¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?», han respondido en nombre nuestro: «La fe»; a la pregunta: «¿Renuncias a Satanás?» han respondido: «Sí, renuncio»; ala pregunta: «¿Crees?» han respondido: «Creo»; a la pregunta: «¿Quieres ser bautizado?», han respondido, siempre en nombre nuestro: «Sí, quiero». Es necesario que, una vez en la vida, nosotros decidamos por sí solos, en libertad, qué responder a todas estas preguntas. Sólo entonces nuestro bautismo viene «liberado» y puede expresar toda su fuerza. Sólo entonces viene como «descongelado» y nosotros, de cristianos nominales, llegamos a ser cristianos reales, maduros.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Recibir la fuerza del Espíritu Santo

Juan el bautista fue enviado como precursor del Salvador a promover un bautismo de conversión y de penitencia, bautizando con agua a todos aquellos que quisieran mostrar a Dios su arrepentimiento, su fe y su amor.

Jesucristo fue enviado al mundo como Mesías y Salvador, como el Cordero de Dios que perdona los pecados del mundo para reconciliar a todos los hombres con Dios. Y, en un acto de humildad, acudió a Juan para dejarse bautizar, asumiendo en su cuerpo todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, desde el pecado original, para destruir el pecado con su muerte en la cruz y con su resurrección renovar a toda la humanidad, aceptando su misión redentora, manifestando el amor del Padre por la humanidad, que tanto amó al mundo que envió a su único Hijo para que todo el que crea en Él, se salve.

Y, abriéndose los cielos, es la voz del Padre quien revela al Hijo, en cuya humildad se complace, y envía al Espíritu Santo sobre Él, para ungirlo y descubrir al mundo la divinidad, que no se ve ante los ojos de los hombres, que tan solo su humanidad podían ver. Y para darle la fuerza, los dones y la gracia que, como hombre, necesitaba, para cumplir su misión divina.

Y le dio el poder de transmitir esos dones y esa gracia a todos los hombres, bautizándolos con el Espíritu Santo, para hacerlos, a su imagen y semejanza, hijos de Dios, y el Padre en sus hijos se complazca. 

Agradece tú que has sido bautizado, y corresponde viviendo como un buen cristiano, acudiendo a los sacramentos y cumpliendo los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, para que, asistido por la gracia del Espíritu Santo, Dios, que es tu Padre, ponga en ti sus complacencias.

Sigue el ejemplo de Jesús e, imitando su humildad, déjate por Él reconciliar con su Corazón a través del sacramento de la confesión, y recibe la fuerza y el don del Espíritu Santo, y la gracia derramada del sacramento de la Sagrada Eucaristía, para que perseveres hasta el final y seas salvado y llevado a la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la gloria celestial».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo

Antes de dar comienzo a su misión apostólica Nuestro Señor es bautizado por Juan, el Bautista, como hoy recordamos. De los varios detalles que nos ofrece el evangélico propio de esta fiesta, nos fijaremos esta vez únicamente en esa manifestación de la Trinidad –“Teofanía”– que al comienzo de la vida pública de Jesucristo, pone de manifiesto, en cierta medida, todo el Evangelio. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por así decir, se hacen ver. Es como si por unos instantes abandonara Dios su trascendencia absoluta respecto al hombre para que éste tenga alguna experiencia de que El y así pudiese constar para siempre.

A lo largo de los años siguientes, el Hijo, que había tomado carne humana para abrirnos el acceso a la intimidad divina, vivió como perfecto hombre entre los hombres, pero sin perder la vida sobrenatural de relación íntima con el Espíritu Santo y con el Padre. Con mucha frecuencia dejaba traslucir Jesús esta comunión de las tres Personas. Así, se dirige expresamente al Padre, antes de los milagros. Otras veces habla de “mi Padre”, o de “vuestro Padre” –refiriéndose a nuestra relación con Él– revelando, de este modo, que tenemos un verdadero Padre en el Cielo. En ningún momento, sin embargo, utiliza la expresión “nuestro Padre”, como si el Padre eterno pudiera serlo de nosotros en el mismo sentido que lo es del Verbo encarnado. El hombre –criatura, aunque especialmente amada por Dios– puede llegar a ser hijo de Dios por adopción; el Hijo lo es por naturaleza, siendo el mismo Dios.

Recordamos las palabras de Jesús a María Magdalena la mañana misma de su resurrección: –Suéltame, le dijo, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». También los hombres tenemos un Padre en los cielos. Y es tan decisiva esta realidad, que así –Padre– llamamos a Dios al rezar, con la oración que Cristo nos enseñó: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre... Para sus hijos, los hombres, Dios es sobre todo un Padre. Es un Padre, el mejor de los padres posible; y, por asombroso que nos parezca, nos quiere a cada uno muchísimo más que el mejor padre del mundo pueda querer a su único hijo.

Decíamos que Jesús se refiere también en numerosas ocasiones a la Tercera Persona trinitaria, al Espíritu Santo. Recordemos, entre otras, aquella declaración rebosante de lógica humana y sobrenatural: Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Son palabras del Hijo, de nuestro Salvador, que nos anima a pedir a Dios, ya que es verdadero Padre de los hombres, lo mejor que Él tiene. Quiere que seamos como los hijos, niños pequeños, con sus padres, que sin más contemplaciones y les piden no más grande, y lo más hermoso, lo mejor.

El Espíritu Santo, Dios Santificador, actúa permanentemente dando luz, fuerza, estímulo nuestra vida cristiana. Por eso, deberíamos tenerlo de continuo en la mente y en el corazón. Deseemos que nos conduzca santamente por el mundo: en cada momento, en cada circunstancia. De hecho, Jesús prometió a sus discípulos –y en ellos estábamos cada uno– la asistencia infalible de la Tercera Persona para los momentos de persecución por el Evangelio: cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué debéis decir; porque en aquel momento se os comunicará lo que vais a decir. Pues no sois vosotros los que vais a hablar, sino que será el Espíritu de vuestro Padre quien hable en vosotros.

La vida del hombre sólo es realmente rica, si, aparte de ser una permanente relación con las personas, con las cosas, con las circunstancias de este mundo; es, ante todo, una existencia de continua relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Si no, es necesario afirmar –sin miedo a que alguno diga que exageremos– que es un fracaso de vida humana. Habiéndonos pensado y creado el Amor de Dios para la Trinidad, nos quedaríamos truncados, chatos; más, haríamos el ridículo ante los hombres y entre los ángeles de Dios, si todo nuestro horizonte fueran las grandezas de este mundo.

Recordemos, finalmente, aquel momento –próxima ya su pasión y muerte– de la resurrección de Lázaro. Ante el sepulcro de quien lleva ya cuatro días enterrado, Jesús se dirige al Padre delante de los presentes: alzando los ojos hacia lo alto, dijo:

– Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la muchedumbre que está alrededor, para que crean que Tú me enviaste. Y llama a Lázaro, que sale del sepulcro.

Jesús, que encarnó nuestra humanidad, también para darnos ejemplo con su vida, manifiesta sin disimulo su permanente relación con el Espíritu Santo y con el Padre. Santa María, que concibió a Jesús por obra del Paráclito, es la más feliz de las criaturas, porque Dios la contempla como Hija, Madre y Esposa. Encomendémonos a su cuidado maternal, para que nos consiga la gracia de vivir también en un trato continuo y feliz con la Trinidad.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El Bautismo del Señor y nuestro Bautismo

Desde Navidad en adelante, la elección de los pasajes evangélicos de la misa sigue un criterio cronológico correspondiente al desarrollo histórico de los hechos. Este criterio saca a la luz un hecho sorprendente: en la “biografía” de Jesús hay un vacío de treinta años. Litúrgicamente este vacío cae entre la fiesta de la Epifanía y el domingo siguiente, en el cual se conmemora el Bautismo de Cristo. En la fiesta de la Epifanía dejamos a Cristo en brazos de su madre, niño de pocas semanas; el domingo siguiente, nos encontramos delante de un hombre de cerca de 30 años, confundido entre la muchedumbre que se agolpa sobre la orilla del Jordán donde Juan Bautista está bautizando.

Misterio de fe, para nosotros, este Bautismo que Jesús viene a solicitar junto con los pecadores, como alguien que espera su turno ante un confesionario lleno de penitentes. Pero misterio más grande es el que la liturgia y el evangelio dejan de narrar: esos treinta años de silencio en los que Jesús caló hasta el fondo en la condición humana haciéndose en todo semejante a los hombres menos en el pecado (Fil. 2,7; Hebr. 4,15). También esto es evangelio: evangelio del silencio, del escondimiento, evangelio de los pobres hombres que son hombres y basta, que del mundo toma ron sólo un poco de aire para respirar y un poco de alimento para sobrevivir pagándolo todo con el propio sudor.

Jesús imitó al hombre perfectamente. Lo imitó en el nacer, como la Iglesia lo recuerda en Navidad, lo imitó en la muerte como nos aprestamos a recordarlo en la Cuaresma y la Pascua. Pero lo imitó también en el vivir. Ese vacío de 30 años en el evangelio debe enseñamos precisamente esto: en Nazaret, durante 30 años. Jesús vivió el terrible cotidiano de la vida.

Y ahora vamos a considerar de cerca el misterio del día: el Bautismo de Jesús en el Jordán. Este episodio ha sido para la Iglesia siempre la ocasión para dos clases de reflexión: una sobre Jesucristo y una sobre sí misma, es decir, sobre su propio Bautismo. Ya hemos desarrollado una vez el aspecto cristológico del Bautismo en el Jordán, es decir, lo que el episodio reveló a los hombres sobre Jesucristo: su relación de hijo respecto al Padre, la naturaleza de su mesianidad hecha de servicio, su vocación profética a ser la luz de todos los pueblos (ver ciclo A). Hoy debemos concentrar nos en el significado “para nosotros” del Bautismo de Jesús, es decir, en lo que nos dice acerca de nuestro Bautismo.

Una vez, en los comienzos de la Iglesia, el Bautismo se administraba mayormente a los adultos que eran capaces de vivir y comprender lo que hacían. Era precedido de un largo e intenso catecumenado, se celebraba con la participación activa de toda la comunidad, especialmente en la noche de Pascua. Se entraba de esa manera en la familia de Dios y toda la familia acogía festiva mente al nuevo hermano de fe. La espiritualidad del Bautismo plasmaba toda la vida de la Iglesia y los pastores se referían siempre a ello para ilustrar los carismas y los empeños de la vida cristiana. El Bautismo no era sentido sólo como un acto, sino también como un estado.

Las cosas, lamentablemente, cambiaron poco a poco y el bautismo terminó siendo confinado al comienzo de la vida como un rito más bien formal que servía para imponer el nombre al recién nacido y a registrarlo entre los fieles de la religión cristiana. Hoy, esto ya no nos basta. Han nacido movimientos catecumenales en los que numerosos cristianos tratan de rehacer el camino hacia la fe para hacerla consciente y operante. Reactivar el propio bautismo llegó a ser para muchos el empeño más sentido. Otros grupos hacen el mismo camino, pero concentrándose en un aspecto del bautismo: el don del Espíritu. Son los llamados grupos de Renovación en el espíritu o carismáticos. En el centro de su experiencia está el descubrimiento de que el Espíritu Santo recibido en el bautismo descansa en ellos como fuego sepultado bajo las cenizas que debe ser vuelto a la luz y encendido de nuevo para que pueda iluminar y calentar la vida espiritual de los cristianos, a me nudo oscura y triste.

En diversas formas todos los cristianos deberían tomar parte en este redescubrimiento del bautismo. La misma Iglesia nos invita a hacerla cuando da al bautismo una nueva solemnidad e impulsa a los padres cristianos a prepararse ellos mismos al bautismo de su propio hijo. El bautismo debe dejar de parecemos sólo un rito y volver a ser lo que es en el Nuevo Testamento: la condición de vida del cristiano, su “ambiente vital”, su nacimiento que debe servir de modelo a su crecimiento.

Volvamos, pues, a interrogar la liturgia de hoy con este fin. En el Bautismo de Jesús en el Jordán están presentes las realidades constitutivas del bautismo cristiano: la remisión de los peca dos, el don del Espíritu, la filiación divina y el llamado profético a ser instrumentos de salvación para los demás, san Juan hablará de un renacimiento del agua y del Espíritu (Jn. 3,5) y san Pablo de un ser injertados en Cristo, consepultados y resucitados con él (cfr. 1 Cor 10,1-13; Rom. 6,3-11). Son diversas imágenes para decir las mismas cosas que ya encontramos expresadas implícitamente en el episodio evangélico.

De todas estas cosas, yo quisiera detenerme en una que encuentro hoy particularmente necesaria: la de la misión profética. Con el bautismo, el cristiano entra a tomar parte de la misión profética de Jesús y del pueblo mesiánico fundado por él. El mismo nombre de “cristiano”, con el cual desde ese día tiene el derecho de llamarse, significa “ungido” o consagrado, junto con Cristo. Isaías nos explicó en la primera lectura en qué consiste tal unción recibida de Jesús: Yo he puesto mi espíritu sobre él para que lleve el derecho a las naciones... Yo, el Seriar, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de las naciones para abrir los ojos a los ciegos, para hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las tinieblas. Y finalmente, el texto que resuena también en el pasaje evangélico de hoy:

El Espíritu del Señor está sobre mí porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos... (Is. 61, 1).

Jesús es, por tanto, consagrado a un servicio para todos los hombres: un servicio de salvación, de liberación, de justicia. La “complacencia” expresada por el Padre sobre él en el Bautismo es motivada precisamente por la prontitud y la obediencia de Jesús para aceptar este servicio.

He aquí, pues, también para nosotros el sentido profundo y existencial además de sacramental, de nuestro Bautismo: éste nos ha consagrado a un servicio de salvación para los demás, especial mente para los pobres, los afligidos, y para los prisioneros de todas las prisiones, físicas y morales. Entonces, no un privilegio. Nos inquietaríamos si debiéramos considerar el bautismo como un don hecho a algunos con preferencia a otros, una discriminación entre los hombres, obrada, por añadidura, por Dios que se hace llamar Padre de todos. Dejemos, pues, de estar inquietos (y de estarlo. temamos por la responsabilidad), si pensamos que el Bautismo nos consagra para los demás; que se trata de un don hecho a nosotros para que nosotros lo llevemos a los otros.

Redescubrir el propio bautismo significa también esto para la Iglesia: redescubrirse como Iglesia para el mundo, como Iglesia para los pobres y los afligidos. La vocación profética llama al bautizado a un testimonio audaz y lleno de esperanza: debe testimoniar que Dios está en contra de la esclavitud Y de la opresión del pobre, contrario al pecado y a la muerte.

¡Participemos, pues, en esta misión exaltante que por sí so la puede rescatar la vida de la inutilidad y el egoísmo! Entonces debemos, sin pérdida de tiempo, salir de nosotros mismos. En la familia, los padres deben comenzar a educar a los hijos para esta apertura hacia los otros, dándoles ellos mismos el primer ejemplo. En la profesión –por ejemplo, en la del médico– el cristiano aplica su carisma profético cuando da a su trabaja esta intención añadida de querer curar a quien está oprimido de la terrible opresión de la enfermedad. (Por tanto, no sólo la intención de servir a sí mismo y a la ciencia) Sólo este arrojo profético puede preservar a los cristianos y a la Iglesia, en este momento histórico, de caer en un estéril victimismo y de la tentación de querer edificar los bastiones apenas demolidos.

Si tenemos este coraje, o al menos este deseo ardiente, de compartir la misión de Cristo por los demás, el Padre nos comunicará el Espíritu de su Hijo y convertidos así en un solo cuerpo y un solo espíritu con Jesucristo, podrá pronunciar también sobre nosotros aquella dulcísima palabra: ¡Tú, tú también, eres mi hijo predilecto, en quien me he complacido!

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor (12-I-1997)

– El bautismo de penitencia de Juan

“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).

La Iglesia celebra hoy el bautismo de Cristo, y también este año tengo la alegría de administrar, en esta circunstancia, el sacramento del bautismo a algunos recién nacidos.

Antes de administrar el sacramento a estos niños recién nacidos quisiera detenerme a reflexionar con vosotros en la palabra de Dios que acabamos de escuchar. El Evangelio de San Marcos, como los demás sinópticos, narra el bautismo de Jesús en el río Jordán. La liturgia de la Epifanía recuerda este acontecimiento, presentándolo en un tríptico que comprende también la adoración de los Magos de Oriente y las bodas de Caná. Cada uno de estos tres momentos de la vida de Jesús de Nazaret constituye una revelación particular de su filiación divina.

Lo que Juan el Bautista confería a orillas del Jordán era un bautismo de penitencia, para la conversión y el perdón de los pecados. Pero anunciaba: “Detrás de mí viene el que puede más que yo (...). Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,7-8). Anunciaba esto a una multitud de penitentes, que se le acercaban confesando sus pecados, arrepentidos y dispuestos a enmendar su vida.

– El bautismo libera de la culpa original y perdona los pecados

De muy diferente naturaleza es el bautismo que imparte Jesús y que la Iglesia, fiel a su mandato, no deja de administrar. Este bautismo libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica una nueva vida que es participación de la vida de Dios Padre y que nos ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre, muerto y resucitado.

– Revelación de la Santísima Trinidad

Cuando Jesús sale del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él como una paloma y tras abrirse el cielo, desde lo alto se oye la voz del Padre: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11). Por tanto, el acontecimiento del bautismo de Cristo no es sólo revelación de su filiación divina, sino también, al mismo tiempo, revelación de toda la Santísima Trinidad: el Padre −la voz de lo alto− revela en Jesús al Hijo unigénito consustancial con él, y todo esto se realiza por virtud del Espíritu Santo que bajo la forma de paloma desciende sobre Cristo, el consagrado del Señor.

Los Hechos de los Apóstoles nos hablan del bautismo que el apóstol Pedro administró al centurión Cornelio y a sus familiares. De este modo, Pedro realiza el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El bautismo con el agua y el Espíritu Santo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia, sacramento de la vida nueva en Cristo.

También estos niños dentro de poco recibirán ese mismo bautismo y se convertirán en miembros vivos de la Iglesia. Serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave fortaleza de Cristo, que se les da para luchar contra el mal. El agua bendita que se les derrama es signo de la purificación interior mediante el don del Espíritu Santo, que Jesús nos hizo al morir en la cruz. Después se recibe una segunda y más importante unción con el “crisma”, para indicar que son consagrados a imagen de Jesús, el ungido del Padre. La vela encendida que se les entrega es símbolo de la luz de la fe que los padres y padrinos deberán custodiar y alimentar continuamente con la gracia vivificante del Espíritu.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. En el Bautismo, que representa nuestro nacimiento a la vida cristiana, cada uno “vuelve a escuchar la voz que un día resonó a orillas del Jordán: Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco (Lc 3,22); y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto. Se cumple así en la historia de cada uno el designio del Padre: a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29)” (Juan Pablo II).

Saboreemos esta verdad al pensar en nuestro Bautismo y procuremos no olvidarla, sobre todo, cuando la vida presente su cara menos simpática. Quien ha creado todo lo que vemos y no vemos, al que adoran millones y millones de ángeles con enorme respeto y una profunda veneración, quien tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa, es mi Padre. Mi Padre. No un ser lejano que vive el margen de mis temores y esperanzas, sino Alguien a quien puedo acudir con la confianza con la que un pequeño acude a su madre o a su padre en sus apuros.

Desde el día de nuestro Bautismo, el Espíritu Santo que descendió también a nuestro corazón va labrando en él la imagen de Jesús. Pero “no como un artista, dice S. Cirilo de Alejandría, que dibujara en nosotros la divina sustancia como si Él fuera ajeno a ella. No es de esta forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios”.

Si somos dóciles a esa acción del Espíritu Santo y que se manifiesta en impulsos de una mayor generosidad con Dios y con quienes nos rodean, en una lucha más seria contra nuestras inclinaciones torcidas, iremos poco a poco pareciéndonos cada vez más a Jesucristo, haciéndonos una sola cosa con Él, sin dejar de ser nosotros mismos, como ese hierro que metido en la fragua va progresivamente llenándose de luz y energía. Nuestra vida se convierte entonces, en cierto sentido, en una prolongación de la vida terrena de Jesús, porque Él vive verdaderamente en nosotros como el fuego en el hierro.

S. Francisco de Sales solía decir que entre Jesucristo y los buenos cristianos no existe más diferencia que la que se da entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. La partitura es la misma, pero la interpretación suena con una modalidad distinta, personal; y es el Espíritu Santo quien la dirige contando con las distintas maneras de ser de esos instrumentos que somos nosotros. ¡Qué inmenso valor adquiere entonces todo lo que hacemos: el trabajo, las contrariedades diarias bien llevadas, los pequeños y grandes servicios, el dolor! Sí, Dios se complace en nosotros, porque en cada uno ve la imagen de su Hijo preferido.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica 

«El hijo amado del Padre es el Hijo-siervo»

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 42,1-4.6-7: «Mirad a mi siervo a quien prefiero»

Sal 28,1-4.9-10: «El Señor bendice a su pueblo con la paz»

Hch 10,34-38: «Dios ungió a Jesús con la fuerza del Espíritu Santo»

Mt 3,13-17: «Apenas se bautizó Jesús, vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El «Siervo» es presentado por Isaías como alguien excepcional y desconcertante. Su misión de renovar a Israel, haciendo retornar a los exilados, es presentada por S. Mateo, tan amigo de citar el AT, como el que toma nuestras flaquezas y carga con nuestras enfermedades.

A las comunidades cristianas les preocupaba por qué Cristo se hizo bautizar. La razón de que «cumplamos así todo lo que Dios quiere», parece expresar la plena solidaridad con la humanidad pecadora a la que había venido a salvar. La presentación como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» invita a pensar así. La salvación la llevará a cabo como «siervo paciente de Dios», según Isaías.

III. SITUACIÓN HUMANA

La vida es un reto permanente para el que quiere tomársela en serio. Una cosa es dejar pasar los días y otra vivirlos. El hombre hace fructífera su existencia cuando afronta el afán de cada día.

Hay hombres que entienden su vida como una apuesta en beneficio de los demás, y pueden encontrarse en el camino con quienes han hecho lo mismo que ellos.

Jesús, al comienzo de su vida pública, tiene delante el proyecto salvador del Padre y le va a costar la vida. Pero esa es precisamente la razón de su vivir: «Dar la vida en rescate por muchos».

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– El Bautismo de Jesús: “El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente...anticipa ya el «bautismo» de su muerte sangrienta... por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados. A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo. El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a «posarse» sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, «se abrieron los cielos» (Mt 3,16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación” (536).

– El Bautismo en la economía de la salvación: 1224. 1225.

La respuesta

– Por el Bautismo, somos incorporados a la Iglesia y a su misión: “El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12,13)” (1267; cf 1268-1270).

– El Bautismo, remisión de los pecados: 1263. 1264.

El testimonio cristiano

– «Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él, para ser glorificados con él (San Gregorio Nacianceno, Or. 40,9)» (537).

– «Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño del agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la voz del Padre, llegaremos a ser hijos de Dios (San Hilario, Mat. 2)» (537).

La escena del Jordán, manifestación trinitaria, nos muestra el amor íntimo de Dios revelándose en el Hijo amado a los hombres.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

A) El Señor es bautizado. Nuestro bautismo.

— Jesús quiso ser bautizado. Institución del Bautismo cristiano. Agradecimiento

I. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua y he aquí que se le abrieron los Cielos y vio al espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz del Cielo que decía: Este es mi hijo, el amado, en quien me he complacido.

En la solemnidad de hoy conmemoramos el bautismo de Jesús por San Juan Bautista en las aguas del río Jordán. Sin tener mancha alguna que purificar, quiso someterse a este rito de la misma manera que se sometió a las demás observancias legales, que tampoco le obligaban. Al hacerse hombre, se sujetó a las leyes que rigen la vida humana y a las que regían en el pueblo israelita, elegido por Dios para preparar la venida de nuestro Redentor. Juan cumplió, con energía, la misión de profetizar y suscitar un gran movimiento de penitencia como preparación inmediata al reino mesiánico

El Señor deseó se bautizado, dice San Agustín, «para proclamar con su humildad lo que para nosotros era necesidad».

Con el bautismo de Jesús quedó preparado el Bautismo cristiano, que fue directamente instituido por Jesucristo con la determinación progresiva de sus elementos, y lo impuso como ley universal el día de su Ascensión: Me fue dado todo poder en el Cielo y en la tierra, dirá el Señor; id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.

En el Bautismo recibimos la fe y la gracia. El día en que fuimos bautizados fue el más importante de nuestra vida. De igual modo que «la tierra árida no da fruto si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos como un leño seco, nunca hubiéramos dado frutos de vida sin esta lluvia gratuita de lo alto». Nos encontrábamos, antes de recibir el Bautismo, con la puerta del cielo cerrada y sin ninguna posibilidad de dar el más pequeño fruto sobrenatural

Hoy nuestra oración nos puede ayudar a dar gracias por haber recibido este don inmerecido y para alegrarnos por tantos bienes como Dios nos concedió. «La gratitud es el primer sentimiento que debe nacer en nosotros de la gracia bautismal; el segundo es el gozo. Jamás deberíamos pensar en nuestro bautismo sin un profundo sentimiento de alegría interior».

Hemos de agradecer la purificación de nuestra alma de la mancha del pecado original, y de cualquier otro pecado si lo hubo, en el momento de recibir el Bautismo. Todos los hombres somos miembros de la familia humana que en su origen fue dañada por el pecado de nuestros primeros padres. Este «pecado original se transmite juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y se halla como propio en cada uno». Pero Jesús dotó al Bautismo de una especialísima eficacia para purificar la naturaleza humana y liberarla de ese pecado con el que hemos nacido. El agua bautismal significa y opera de un modo real lo que el agua natural evoca: la limpieza y la purificación de toda mancha e impureza».

«Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo: no se te ocurra − nos exhorta San León Magno − ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo».

— Efectos del Bautismo: limpia el pecado original, nueva vida, filiación divina, etcétera

II. Dios todopoderoso y eterno, que en el bautismo de Cristo en el Jordán quisiste revelar solemnemente que él era tu Hijo amado enviándole tu Espíritu Santo: concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, la perseverancia continua en el cumplimiento de tu voluntad.

El Bautismo nos inició en la vida cristiana. Fue un verdadero nacimiento a la vida sobrenatural. Es la nueva vida que predicaron los Apóstoles y de la que habló Jesús a Nicodemo: En verdad te digo que quien no naciera de arriba no podrá entrar en el reino de Dios... Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que nace del Espíritu, es espíritu.

El resultado de esta nueva vida es cierta divinización del hombre y la capacidad de producir frutos sobrenaturales

La dignidad del bautizado está como velada muchas veces, por desgracia, en la existencia ordinaria; por eso nosotros, al igual que hicieron los santos, hemos de esforzarnos en vivir conforme a esa dignidad

Nuestra más alta dignidad, la condición de hijos de Dios, que se nos comunica en el Bautismo, es consecuencia de la nueva generación. Si la generación humana da como resultado la «paternidad» y la «filiación», de modo semejante aquellos que son engendrados por Dios son realmente hijos suyos: ¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues − lo somos realmente! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos...

En el momento del Bautismo, por la efusión del Espíritu Santo, se produce el milagro de un nuevo nacimiento. El agua bautismal se bendice en la noche de Pascua y en la oración se pide: Así como el Espíritu Santo descendió sobre María y produjo en Ella el nacimiento de Cristo, así descienda Él sobre su Iglesia y produzca en su claustro materno (la pila bautismal) el renacer de los hijos de Dios.

A esta expresión tan gráfica corresponde esta profunda realidad: el bautizado renace a una nueva vida, a la vida de Dios, por eso es su «hijo». Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo.

Demos muchas gracias a nuestro Padre Dios que ha querido dones tan inconmensurables, tan fuera de toda medida, para cada uno de nosotros. − ¡Qué gran bien nos puede hacer el considerar frecuentemente estas realidades! Padre − me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central −, pensaba en lo que usted me dijo... − ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, “engallado” el cuerpo y soberbio por dentro... − ¡hijo de Dios!

Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la “soberbia”.

— Incorporación a la Iglesia. Llamada a la santidad y al apostolado. Bautismo de los niños

III. En la Iglesia nadie es un cristiano aislado. A partir del Bautismo, el cristiano forma parte de un pueblo, y la Iglesia se le presenta como la verdadera familia de los hijos de Dios. «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente». Y el Bautismo es la puerta por donde se entra a la Iglesia.

«Y en la Iglesia, precisamente por el bautismo, somos llamados todos a la santidad», cada uno en su propio estado y condición, y a ejercer el apostolado. «La llamada a la santidad y la consiguiente exigencia de santificación personal, es universal: todos, sacerdotes y laicos, estamos llamados a la santidad; y todos hemos recibido, con el bautismo, las primicias de esa vida espiritual que, por su misma naturaleza, tiende a la plenitud».

Otra verdad íntimamente unida a esta condición de miembro de la Iglesia es la del carácter sacramental, «un cierto signo espiritual e indeleble» impreso en el alma. Es como el resello de posesión de Cristo sobre el alma del bautizado. Cristo tomó posesión de nuestra alma en el momento de ser bautizado. Él nos rescató del pecado con su Pasión y Muerte

Con estas consideraciones comprendemos bien el deseo de la Iglesia de que los niños reciban pronto estos dones de Dios. Desde siempre ha urgido a los padres para que bauticen a sus hijos cuanto antes. Es una muestra práctica de fe. No se atenta a su libertad, como no se les causó agravio alguno por darles la vida natural, ni por alimentarles, limpiarles y curarles, cuando no podían ellos pedir estos bienes. Por el contrario, tienen derecho a recibir esa gracia. − ¡Qué buen apostolado habremos de hacer en muchos casos!: con amigos, compañeros, conocidos…

En el caso del Bautismo está en juego algo infinitamente mayor que ningún otro bien: la gracia y la fe; quizá, la salvación eterna. Sólo por ignorancia y por una fe dormida se puede explicar que muchos niños queden privados, por sus propios padres ya cristianos, del mayor don de su vida. Nuestra oración se dirige a Dios hoy, para que no permita que esto suceda

Hemos de agradecer a nuestros padres que, quizá a los pocos días de nacer, nos llevaran a recibir este santo sacramento

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B) El bautismo del Señor.

– Manifestación del misterio trinitario en el Bautismo de Cristo.

I. Apenas se bautizó el Señor se abrió el cielo, y el Espíritu Santo se posó sobre Él como una paloma. Y se oyó la voz del Padre que decía: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.

Hace aún pocos días celebrábamos la Epifanía, la manifestación del Señor a los gentiles, representados en aquellos hombres sabios que llegaron a Jerusalén preguntando por el nacido rey de los judíos. Ya había tenido lugar una primera revelación a los pastores, que, en la misma noche de la Navidad, se dirigen al lugar donde ha nacido el Niño, a quien le llevan sus presentes. También la fiesta de hoy es una epifanía, una manifestación de la divinidad de Cristo señalada por la voz de Dios Padre, venida del Cielo, y por la presencia del Espíritu Santo en forma de paloma, que significa la Paz y el Amor. Los Padres de la Iglesia suelen señalar una tercera manifestación de la divinidad de Jesús. Ésta tendrá lugar en Caná de Galilea, donde, a través de su primer milagro, Jesús manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él.

En la Primera lectura de la Misa, Isaías anuncia la figura del Mesías: He aquí mi siervo..., mi elegido, en quien se complace mi alma. Sobre Él he puesto mi Espíritu... La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará... Yo, el Señor, te he llamado... para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas. Esta descripción profética tiene su plena realización en el Bautismo del Señor. Entonces descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre Él, y se oyó una voz que venía del cielo: Tú eres el Hijo mío, el amado, en Ti me he complacido. Las tres divinas Personas de la Trinidad intervienen en esta gran epifanía a orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz, dando testimonio del Hijo, Jesús es bautizado por Juan, el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre Él. La expresión de Isaías mi siervo es sustituida ahora por mi Hijo amado, que indica la Persona y la naturaleza divina de Cristo.

Con el Bautismo de Jesús se inicia de modo solemne su misión salvadora. A la vez, el Espíritu Santo comenzaba por medio del Mesías su acción en las almas, que durará hasta el fin de los tiempos.

La liturgia propia de este domingo es especialmente apta para que recordemos con alegría nuestro Bautismo y sus consecuencias en nuestra vida. Cuando San Agustín menciona en sus Confesiones el día en que recibió este sacramento, lo recuerda con profundo gozo: “rebosante de dulzura extraordinaria, aquellos días no me saciaba de considerar la profundidad de su designio para la salvación del género humano”. Con ese gozo hemos de recordar hoy que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

El misterio del Bautismo de Jesús nos adentra en el misterio inefable de cada uno de nosotros, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia. Hemos sido bautizados no sólo en agua, como hacía el Precursor, sino en el Espíritu Santo, que nos comunica la vida de Dios. Demos gracias hoy al Señor por aquel día memorable en el que fuimos incorporados a la vida de Cristo y destinados con Él a la vida eterna. Alegrémonos de haber sido quizá bautizados a los pocos días de haber nacido, como es costumbre inmemorial en la Iglesia, en el caso de neófitos hijos de padres cristianos.

– Nuestra filiación divina en Cristo por el sacramento del Bautismo.

II. Fuimos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, para entrar en comunión con la Trinidad Beatísima. En cierto modo se han abierto para cada uno de nosotros los cielos, a fin de que entremos en la casa de Dios y conozcamos la filiación divina. “Si tuvieses piedad verdadera −enseña San Cirilo de Jerusalén−, también descenderá sobre ti el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre desde lo alto que dice: éste no es el Hijo mío, pero ahora después del Bautismo ha sido hecho mío”. La filiación divina ha sido uno de los grandes dones que recibimos aquel día en que fuimos bautizados. San Pablo nos habla de esta filiación y, dirigiéndose a cada bautizado, no duda en pronunciar estas dichosísimas palabras: Ya no eres esclavo sino hijo: y si hijo, también heredero.

En el rito de este sacramento se indica que la configuración con Cristo tiene lugar mediante una regeneración espiritual, como enseñaba Jesús a Nicodemo: quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios. “El Bautismo cristiano es, en efecto, un misterio de muerte y de resurrección: la inmersión en el agua bautismal simboliza y actualiza la sepultura de Jesús en la tierra y la muerte del hombre viejo, mientras que la emersión significa la resurrección de Cristo y el nacimiento del hombre nuevo”. Este nuevo nacimiento es el fundamento de la filiación divina. Y así, por este sacramento, “los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos Abba! ¡Padre! (Rom 8, 15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre”. Esta filiación lleva consigo la aniquilación de todo pecado del alma y la infusión de la gracia.

Por el Bautismo se perdonan el pecado original y todos los pecados personales, y la pena eterna y temporal debida por los pecados. El ser configurados con Cristo resucitado, simbolizado en la emersión del agua bautismal, indica que la gracia divina, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo se han asentado en el alma del bautizado, la cual se ha constituido en morada de la Santísima Trinidad. Al cristiano se le abren las puertas del Cielo, y se alegran los ángeles y los santos. En la naturaleza humana permanecen aquellas consecuencias del pecado original que, si bien proceden de él, no son en sí mismas pecado, pero inclinan a él; el hombre bautizado sigue sujeto a la posibilidad de errar, a la concupiscencia y a la muerte, consecuencias todas ellas del pecado original. Sin embargo, el Bautismo ha sembrado ya en el cuerpo humano la semilla de una renovación y resurrección gloriosas. ¡Qué diferencia tan enorme entre la persona que iba, o llevaban, camino de la iglesia para recibir este sacramento, y la que vuelve ya bautizada! El cristiano “sale del Bautismo resplandeciente como el sol y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero con Cristo”.

Demos muchas gracias al Señor por tanto bien, que querríamos comprender hoy en toda su grandeza. Por último, te pedimos..., Señor, humildemente que escuchemos con fe la palabra de tu Hijo para que podamos llamarnos y ser, en verdad, hijos tuyos. Es nuestro mayor deseo y nuestra más grande aspiración.

– Proyección del Bautismo en la vida diaria.

III. En la Segunda lectura, San Pedro recuerda aquel comienzo mesiánico de Jesús, que estaba en la mente de muchos de los que le escuchaban y del que algunos de ellos habían sido testigos oculares. Conocéis −les dice el Apóstol− lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque todo comenzó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo...

Pertransivit benefaciendo..., pasó haciendo el bien... Éste puede ser un resumen de la vida de Cristo aquí en la tierra. Ése debe ser el resumen de la vida de cada bautizado, pues toda su vida se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo: cuando trabaja, en el descanso, cuando sonríe o presta uno de los innumerables servicios que conlleva la vida familiar o profesional...

En la fiesta de hoy se nos invita a tomar renovada conciencia de los compromisos adquiridos por nuestros padres o padrinos, en nuestro nombre, el día de nuestro Bautismo; a reafirmar nuestra ferviente adhesión a Cristo y la voluntad de luchar por estar cada día más cerca de Él; y a separarnos de todo pecado, incluso venial, ya que al recibir este sacramento fuimos llamados a la santidad, a participar de la misma vida divina.

Es precisamente este Bautismo el que nos hace “fideles” –fieles–, palabra que, como aquella otra, “sancti” –santos–, empleaban los primeros seguidores de Jesús para designarse entre sí, y que aún hoy se usa: se habla de los “fieles” de la Iglesia. Seremos fieles en la medida en que nuestra vida –¡tantas veces lo hemos meditado!– esté edificada sobre el cimiento firme y seguro de la oración. San Lucas nos ha dejado escrito en su Evangelio que Jesús, después de haber sido bautizado, estaba en oración. Y comenta Santo Tomás de Aquino: en esta oración, el Señor nos enseña que “después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el Cielo; pues, si bien por el Bautismo se perdonan los pecados, queda sin embargo la inclinación al pecado que interiormente nos combate, y quedan también el demonio y la carne que exteriormente nos impugnan”.

Junto al agradecimiento y la alegría por tantos bienes como nos han llegado en este sacramento, renovemos hoy nuestra fidelidad a Cristo y a la Iglesia, que, en muchas ocasiones, se traducirá en la fidelidad a nuestra oración diaria.

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Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

«Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco»

Hoy, la Iglesia celebra el Bautismo del Señor. Aquel día, todas las aguas del mundo fueron purificadas y recibieron la fuerza para significar la limpieza de pecado. Aunque el Bautismo que administraba Juan tenía sólo un significado de conversión y de reconocimiento de nuestra pecabilidad, Jesús quiso pasar por ahí por solidaridad con todos los hombres, como Vanguardista de una renovada Humanidad. Él, «que no conoció pecado, [Dios] le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Jesús instituirá el nuevo Bautismo que nos hará hijos de Dios en Él y nos reconciliará con el Padre: será el Cordero de Dios que quitará el pecado del mundo.

«También hoy –escribe san Gregorio Nacianceno– Cristo es iluminado; dejemos que esta luz divina nos penetre. Cristo es bautizado, bajemos con Él al agua, para subir después con Él». Aquel día, en el Jordán se vio descender el Espíritu Santo sobre el Señor y se oyó la voz del Padre: «Eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1,11). Juan Pablo II comenta que «al salir de las aguas de la fuente sagrada, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída cerca del río Jordán: ‘Tú eres mi Hijo...’; y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo».

San Cirilo de Jerusalén nos hace reflexionar sobre este hecho sobrenatural, diciéndonos: «Si tú tienes una piedad sincera, sobre ti descenderá también el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre que viene de lo alto: ‘Éste no era mi hijo, pero ahora, después del Bautismo, ha sido hecho hijo mío’». A partir de este momento todos estamos invitados a seguir el mismo Camino de Cristo, a conocer su Verdad y a vivir su misma Vida. Somos elegidos, consagrados y enviados para colaborar en la misión apostólica. Somos también hijos amados y predilectos, y el Padre se complacerá en cada uno de nosotros.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Precursores de la Salvación

«Detrás de mí viene uno, más grande que yo, al que yo no soy digno de desatarle las correas de las sandalias. Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo» (Mc 1, 7-8).

Eso dice Juan el Bautista.

Bautismo, renovación, vida, pureza, gracia santificante con la cual se abre el cielo, para hacer a los hombres hijos de Dios.

Bautismo que une a los hijos en un solo pueblo santo de Dios.

Bautismo que regenera y hace nuevas todas las cosas.

Gracia que purifica al hombre para hacerlo digno de la unión con su Señor.

Bautismo que el mismo Cristo recibe, pero que no necesita, porque la pureza no puede ser purificada: la pureza es y Cristo es.

Pero que obedece a la voluntad del Padre, para hacerse en todo como los hombres, menos en el pecado, para abajarse completamente a la miseria del hombre.

Y, como signo de contradicción, el que recibe el Bautismo para el perdón de los pecados es el Cordero de Dios que quita los pecados de los hombres.

Una sola es la fe, una misma es la esperanza, y uno solo es el Bautismo.

Sacerdote: tú eres esa unión entre Dios y los hombres, tú eres quien consigue que a través del poder de tus manos el cielo se abra, para que el Espíritu Santo derrame su gracia y se escuche la voz de Dios, presentando al mundo a sus hijos que acaban de ser afiliados a él.

Bautismo con agua, que lava, que limpia, que quita toda mancha dando vida, porque es el agua de la vida, es el agua viva del manantial del Espíritu Santo, que renueva y que santifica.

Sacerdote: si tú no bautizas, ¿quién podrá ser hijo de Dios?; si tú no impartes los sacramentos ¿quién podrá transformar su alma para dignificarla y poder ser unida con Dios?

Tú eres el sacerdote que bautiza en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que ata en el cielo, porque lo que ata en la tierra queda atado en el cielo.

Pero, si el sacerdote no ata nada en la tierra ¿qué quedará unido al cielo?

Sacerdote: eres tú el que continúa el camino de Jesús, el que cumple la voluntad de Dios impartiendo la misericordia de Dios a través de los sacramentos.

Sacerdote: si tú no bautizas ¿cómo llegará la misericordia de Dios a los hombres? Y, si la misericordia de Dios no es derramada a través de ti ¿cómo es que llegará la gracia de Dios a los hombres? Y si la gracia no llega, sacerdote, ¿quién se salvará?

En tus manos está el poder de hacer llegar la gracia y la misericordia de Dios a todos los rincones del mundo.

En tus manos está el poder de purificar las almas, para renovar los corazones de los hombres.

En tus manos, sacerdote, está el poder de cambiar al mundo, y de llevar a Cristo a todos los corazones.

Bautiza, sacerdote, a tu pueblo. Cumple la voluntad de tu Señor. Obedece y ejerce tu ministerio como Cristo te enseñó.

Devuélvele la pureza a esas creaturas inocentes que llevan la oscuridad en sus almas desde su nacimiento, porque están manchadas de un pecado que sus pequeñas manos no cometieron, pero un hombre y una mujer, por su desobediencia, trajeron el pecado al mundo; y a través de tus manos, sacerdote, le devuelves la pureza que, por la obediencia de un hombre y una mujer, regenera a las almas para salvarlas.

Tú eres, sacerdote, precursor de la salvación de cada alma que Dios envía al mundo, nacida de un vientre de mujer, que nace con mancha de pecado, porque ese vientre ha sido concebido desde un principio, manchado de pecado, porque vientre inmaculado y puro sólo hay uno, y la pureza se ha engendrado y ha nacido de ese vientre sin mancha ni pecado, y por la obediencia de ese hombre y esa mujer has sido tú sacerdote bautizado con el Espíritu Santo, unido al Padre, por filiación divina, que te concede por heredad la vida.

Bautiza, sacerdote, porque tienes el poder en tus manos de hacer justicia.

No cometas, sacerdote, la injusticia de tu pereza, de tu tibieza y de tu resignación.

Sirve al pueblo de Dios para que sea santo, llevándole la Buena Nueva de la salvación, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para que sean todos hijos de Dios.

(Espada de Dos Filos I, n. 51)

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