Domingo V de Pascua (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Regina Caeli 2015 y 2018 - Homilías en Santa Marta
- BENEDICTO XVI – Regina Coeli 2006 y 2012
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Joan MARQUÉS i Suriñach (Vilamari, Girona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
SEGUIR CON JESÚS
Hech 9, 26-31; 1 Jn 3, 18-24; Jn 15, 1-8
El discurso de la verdadera vid es una narración alegórica. El Padre es el viñador que poda, limpia y abona su vid. La vid genuina, es decir, la que produce racimos carnosos y suculentos es Jesús. Los sarmientos, es decir los tallos delgados y flexibles de donde brotan hojas y racimos, somos los discípulos de Jesús. En esa dinámica se opera una labor de conjunto entre Dios, su enviado y los que escuchan su palabra. Todo lleva un propósito: generar frutos de vida abundante para el prójimo. La comunidad de los creyentes no debe vivir para sí misma. Es una comunidad misionera y apostólica que tiene que asumir los reclamos y necesidades de la sociedad donde vive. El apóstol san Pablo así lo comprendió y por eso subió a Jerusalén y posteriormente bajó a Cesarea marítima y a Tarso, para anunciar el mensaje de esperanza que le había cambiado la vida. Sus habilidades notables como pastor, predicador y dirigente ayudaron a la construcción de la Iglesia.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 97, 1-2
Canten al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas y todos los pueblos han presenciado su victoria. Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Dios todopoderoso y eterno, lleva a su plenitud en nosotros el sacramento pascual, para que, a quienes te dignaste renovar por el santo bautismo, les hagas posible, con el auxilio de tu protección, abundar en frutos buenos, y alcanzar los gozos de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Les contó cómo había visto al Señor en el camino.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 9, 26-31
Cuando Pablo regresó a Jerusalén, trató de unirse a los discípulos, pero todos le tenían miedo, porque no creían que se hubiera convertido en discípulo.
Entonces, Bernabé lo presentó a los apóstoles y les refirió cómo Saulo había visto al Señor en el camino, cómo el Señor le había hablado y cómo él había predicado, en Damasco, con valentía, en el nombre de Jesús. Desde entonces, vivió con ellos en Jerusalén, iba y venía, predicando abiertamente en el nombre del Señor, hablaba y discutía con los judíos de habla griega y éstos intentaban matarlo. Al enterarse de esto, los hermanos condujeron a Pablo a Cesarea y lo despacharon a Tarso.
En aquellos días, las comunidades cristianas gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria, con lo cual se iban consolidando, progresaban en la fidelidad a Dios y se multiplicaban, animadas por el Espíritu Santo.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 21
R/. Bendito sea el Señor. Aleluya.
Le cumpliré mis promesas al Señor delante de sus fieles. Los pobres comerán hasta saciarse y alabarán al Señor los que lo buscan: su corazón ha de vivir para siempre. R/.
Recordarán al Señor y volverán a él desde los últimos lugares del mundo; en su presencia se postrarán todas las familias de los pueblos. Sólo ante él se postrarán todos los que mueren. R/.
Mi descendencia lo servirá y le contará a la siguiente generación, al pueblo que ha de nacer, la justicia del Señor y todo lo que él ha hecho. R/.
SEGUNDA LECTURA
Este es su mandamiento: que creamos y que nos amemos.
De la primera carta del apóstol san Juan: 3, 18-24
Hijos míos: No amemos solamente de palabra, amemos de verdad y con las obras. En esto conoceremos que somos de la verdad y delante de Dios tranquilizaremos nuestra conciencia de cualquier cosa que ella nos reprochare, porque Dios es más grande que nuestra conciencia y todo lo conoce. Si nuestra conciencia no nos remuerde, entonces, hermanos míos, nuestra confianza en Dios es total.
Puesto que cumplimos los mandamientos de Dios y hacemos lo que le agrada, ciertamente obtendremos de él todo lo que le pidamos. Ahora bien, éste es su mandamiento: que creamos en la persona de Jesucristo, su Hijo, y nos amemos los unos a los otros, conforme al precepto que nos dio. Quien cumple sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. En esto conocemos, por el Espíritu que él nos ha dado, que él permanece en nosotros.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 15, 4, 5
R/. Aleluya, aleluya.
Permanezcan en mí y yo en ustedes, dice el Señor; el que permanece en mí da fruto abundante. R/.
EVANGELIO
El que permanece en mí y yo en él, ese dará fruto abundante.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 15, 1-8
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Al sarmiento que no da fruto en mí, Él lo arranca, y al que da fruto lo poda para que dé más fruto.
Ustedes ya están purificados por las palabras que les he dicho. Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer. Al que no permanece en mí se le echa fuera, como al sarmiento, y se seca; luego lo recogen, lo arrojan al fuego y arde.
Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá. La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se manifiesten así corno discípulos míos”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Dios nuestro, que por el santo valor de este sacrificio nos hiciste participar de tu misma y gloriosa vida divina, concédenos que, así como hemos conocido tu verdad, de igual manera vivamos de acuerdo con ella. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 15, 1. 5
Yo soy la vid verdadera y ustedes los sarmientos, dice el Señor; si permanecen en mí y yo en ustedes darán fruto abundante. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Señor, muéstrate benigno con tu pueblo, y ya que te dignaste alimentarlo con los misterios celestiales, hazlo pasar de su antigua condición de pecado a una vida nueva. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Les contó cómo había visto al Señor en el camino (Hech 9, 26-31)
1ª lectura
Lucas hace notar el vigor de la predicación de Saulo: el mismo ardor que mostraba antes en la persecución de los cristianos (9,1-2), lo renueva ahora en sus controversias con judíos (v. 22) y griegos (v. 29). Pero «los discípulos temían que los judíos hicieran de Saulo un mártir, como habían hecho con San Esteban. A pesar de ese temor le envían a predicar el Evangelio a su propia patria, donde estará más seguro. Veis en esta conducta de los Apóstoles que Dios no lo hace todo inmediatamente con su gracia y que con frecuencia deja actuar a sus discípulos siguiendo la regla de la prudencia» (S. Juan Crisóstomo, Hom. in Act. 21,1).
Tras esta primera actividad de Pablo, Lucas detiene su relato (v. 31) para hacer una consideración de carácter general sobre el progreso ininterrumpido de la Iglesia en su conjunto y de las diversas comunidades que han surgido con motivo de la dispersión (cfr 2,41.47; 4,4; 5,14; 6,1.7; 11,21.24; 16,5). Destaca sobre todo la paz y consolación operadas por el Espíritu Santo. Es una nota de justificado optimismo y confianza en la asistencia divina.
No amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad (1 Jn 3,18-24)
2ª lectura
El amor fraterno se debe manifestar con obras y de verdad (v. 18) y tiene como consecuencia la confianza plena en Dios, que conoce todo (vv. 19-22). «Creo que ésta es la perla que buscaba el comerciante descrito en el Evangelio, que, al encontrarla, vendió todo lo que tenía y la compró (cfr Mt 13,46). Ésta es la perla preciosa: la caridad. Sin ella de nada te sirve todo lo que tengas; si sólo posees ésta, te basta. (...) Puedes decirme: “no he visto a Dios”; pero ¿puedes decirme: “no he visto al hombre”? Ama a tu hermano. Si amas a tu hermano que ves, también verás a Dios, porque verás la caridad y dentro de ella habita Dios» (S. Agustín, In Epistolam Ioannis ad Parthos 5,7).
Con un ejemplo muy similar al de St 2,15-16, San Juan indica en que el amor verdadero se manifiesta en obras concretas. «Obras quiere el Señor —decía Santa Teresa—, y que, si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuese menester, lo ayunes porque ella lo coma, no tanto por ella como porque sabes que tu Señor quiere aquello; ésta es la verdadera unión con su voluntad, y que si vieras loar mucho a una persona, te alegres más mucho que si te loasen a ti» (Moradas 5,3,11).
Los mandamientos divinos se resumen en un doble aspecto (vv. 22-24): la fe en Jesucristo y el amor a los hermanos. «Ni podemos amarnos unos a otros con rectitud sin la fe en Cristo; ni podemos creer de verdad en el nombre de Jesucristo sin amor fraterno» (S. Beda, In 1 Epistolam Sancti Ioannis, ad loc.).
La vid y los sarmientos (Jn 15, 1-8)
Evangelio
La imagen de la vid era empleada ya en el Antiguo Testamento para significar al pueblo de Israel (Sal 80,9ss.; Is 5,1-7; cfr Mt 21,33-43). Ahora, al hablar de los sarmientos, esa imagen expresa cómo Jesús y quienes están unidos a Él forman el nuevo Israel de Dios, la Iglesia, cuya cabeza es Cristo. Hace falta estar unidos a la nueva y verdadera Vid, a Cristo, para producir fruto. No se trata ya tan sólo de pertenecer a una comunidad, sino de vivir la vida de Cristo, vida de la gracia, que es la savia vivificante que anima al creyente y le capacita para dar frutos de vida eterna. «En Él y por Él hemos sido regenerados en el Espíritu para producir fruto de vida, no de aquella vida caduca y antigua, sino de la vida nueva que se funda en su amor. Y esta vida la conservaremos si perseveramos unidos a Él y como injertados en su Persona; si seguimos fielmente los mandamientos que nos dio y procuramos conservar los grandes bienes que nos confió, esforzándonos por no contristar, ni en lo más mínimo, al Espíritu que habita en nosotros, pues, por medio de Él, Dios mismo tiene su morada en nuestro interior» (S. Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 10,2).
El Concilio Vaticano II, citando el presente pasaje de San Juan, enseña cómo debe ser el apostolado de los cristianos: «Puesto que Cristo, enviado por el Padre, es la fuente y origen de todo el apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado de los laicos depende de la unión vital que tengan con Cristo. Lo afirma el Señor: El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles, sobre todo mediante la participación activa en la Sagrada Liturgia. Los laicos deben servirse de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa unión realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios» (Apostolicam actuositatem, n. 4).
La imagen de la vid, por otra parte, ayuda a comprender la unidad de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, en el que todos los miembros están íntimamente unidos con la Cabeza, y en ella, unidos también los unos con los otros (cfr 1 Co 12,12-27; Rm 12,4-5; Ef 4,15-16). Quien no está unido a Cristo por medio de la gracia tendrá, finalmente, el mismo destino que los sarmientos secos: el fuego (v. 6). Es claro el paralelismo con otras imágenes de la predicación del Señor acerca del infierno: las parábolas del árbol bueno y del malo (Mt 7,15-20), de la red barredera (Mt 13,49-50), del invitado a las bodas (Mt 22,11-14), etc.
No amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad (1 Jn 3,18-24)
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”
La ignorancia vuelve al alma tímida y débil; así como la instrucción en los dogmas celestiales la hace magnánima y la levanta muy alto. Es porque si no se la instruye en los dogmas, será miedosa, no por su naturaleza, sino por determinación de su voluntad. Cuando yo veo a un hombre valiente que ahora se atreve, ahora se acobarda, no puedo decir que se trata de un defecto natural, pues lo natural no cambia. Y cuando veo a algunos ahora miedosos y enseguida atrevidos, procedo de igual modo; es decir que todo lo atribuyo al libre albedrío.
Los discípulos eran sobremanera tímidos antes de que fueran instruidos en los dogmas como convenía, y antes de recibir el Espíritu Santo. En cambio, después fueron más audaces que los leones. Pedro, quien no había antes soportado las amenazas de una criada, después, crucificado cabeza abajo, azotado y expuesto a mil peligros, no callaba; sino que como si todo eso lo padeciera en sueños, así de libremente predicaba. Pero esto no fue antes de la crucifixión del Señor. Por esto Cristo dice: Levantaos, vamos de aquí. Yo pregunto ¿por qué lo dice? ¿Ignoraba acaso la hora en que Judas llegaría? ¿Temía acaso que Judas se presentara y aprehendiera a sus discípulos; y que antes de terminar Él aquella instrucción, los esbirros se echaran encima? ¡Lejos tal cosa! ¡Eso no dice ni de lejos con su dignidad! Entonces, si no temía ¿por qué saca de ahí a los suyos, y una vez terminado su discurso los lleva al huerto sabido y conocido de Judas?
Pero aun en el caso de que Judas se presentara, podía El cegar los ojos de los esbirros, como lo hizo luego, no estando presente Judas. Entonces ¿por qué sale del cenáculo? Lo hace para dar un respiro a sus discípulos. Pues es verosímil que éstos, por hallarse en un sitio tan público, temblaran y temieran, tanto por el sitio como por ser ya de noche. La noche había avanzado, y ellos no podían atender al Maestro, teniendo constantemente el pensamiento y el ánimo ocupados en los que los habían de acometer, sobre todo habiendo ya Jesús declarado que los males estaban inminentes.
Les dijo: Todavía un poco y ya no estaré con vosotros; y luego: Viene el príncipe de este mundo. Habiendo oído esto, y habiéndose turbado como si enseguida hubieran de ser aprehendidos, los lleva Cristo a otro lugar, con el objeto de que, creyéndose ellos ya en sitio seguro, finalmente escucharan sin temor. Por lo cual les dice: Levantaos, vamos de aquí. Luego añadió: Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos. ¿Qué quiere dar a entender con esta parábola? Que no puede tener vida quien no escucha sus palabras; y que los milagros que luego ellos harían provendrían del poder suyo.
Mi Padre es el viñador. ¿Cómo es eso? ¿Necesita el Hijo de auxilio? ¡Lejos tal cosa! La parábola no indica eso. Observa cuán exactamente va Cristo siguiéndola. No dice que la raíz goce de los cuidados del viñador, sino los sarmientos. La raíz aquí no se menciona; pero se asevera que los sarmientos nada podrán hacer sin el auxilio de su poder; y que por lo mismo deben permanecer unidos a El mediante la fe los discípulos, como los sarmientos a la vid. Todo sarmiento que en Mí no produce fruto lo cortará el Padre. Alude aquí al momento de vivir, y a que nadie puede sin buenas obras estar unido a Él.
Y a todo el que produce fruto lo limpia. Es decir, procura que lleve fruto abundante. Ciertamente, antes que los sarmientos es la raíz la que necesita cuidado. Se la debe cavar en torno y quitarle los impedimentos. Pero para nada trata aquí de la raíz, sino solamente de los sarmientos, con lo cual demuestra que se basta a Sí mismo; mientras que los discípulos necesitan de grandes cuidados, aun estando dotados de virtud. Por eso dice que al sarmiento que lleva fruto lo limpia. Al que no produce fruto alguno no lo mantiene en la vid ni puede El permanecer en él; y al que produce fruto lo torna más fructífero.
Podría decirse que esto se refiere a las fatigas y trabajos que luego iban a venir. Pues lo limpiará quiere decir que lo podará, con lo que producirá mayor fruto. Declárase con esto que la tentación los torna más fuertes. Y para que no preguntaran a quiénes se refería, ni tampoco dejarlos solícitos, les dice: Y vosotros estáis purificados por la fe en la doctrina que os he enseñado. ¿Adviertes cómo aquí se muestra viñador cuidadoso de los sarmientos? Dice, pues, que Él los ha purificado a pesar de que antes dijo que eso lo hizo el Padre; pero es que en esto no hay entre el Padre y el Hijo diferencia. Conviene que además vosotros pongáis en la purificación la parte que se debe.
Y para declararles que todo eso lo llevó a cabo sin la cooperación de ellos, dice: Así como el sarmiento no puede llevar fruto por sí mismo, así tampoco el que en Mí no permanece. Y con el objeto de que no quedaran separados de El por el temor, les conforta los ánimos y los une a Sí mismo y les concede la buena esperanza. Pues la raíz permanece; y el ser separado o arrancado de la vid es cosa no de ella sino de los mismos sarmientos. Y mezclando lo suave y lo amargo, y partiendo de ambas cosas, nos exige primeramente que nosotros hagamos lo que nos toca.
Quien permanece en Mí y Yo en él. ¿Adviertes cómo concurre a la purificación el Hijo no menos que el Padre? El Padre purifica y Cristo contiene en Sí. Y el permanecer unido a la raíz es causa de que el sarmiento produzca fruto. El sarmiento no podado, aunque produzca fruto, pero no da todo lo que debía; mas el que no permanece en la vid, ningún fruto produce. Ya se demostró antes que purificar es también obra del Hijo; y el permanecer unido a la raíz es cosa del Padre, que engendra esa raíz.
¿Notas cómo todo es común al Padre y al Hijo, así el purificar como el gozar el sarmiento del jugo de la raíz? Gran mal es no poder hacer nada; pero no para aquí el castigo, sino que va mucho más allá. Pues dice: Será echado fuera y ya no se le cultivará; y se secará. Es decir, que si algo tenía de la raíz, lo perderá: si alguna gracia y favor poseía, se le despojará y juntamente quedará sin auxilios y sin vida. Y ¿en qué acabará?: Será arrojado al fuego. No le sucede eso al que permanece en la vid. Declara luego qué sea el permanecer en la vid y dice: Si mi doctrina permanece en vosotros. ¿Ves cómo con toda razón dije anteriormente que El busca la demostración del amor mediante las obras?
Porque habiendo dicho: Yo haré cuanto vosotros pidáis, añadió: Si permaneciereis en mí y mi doctrina permaneciere en vosotros, pedid cuanto queráis y se os concederá. Dijo esto para indicar que quienes les ponían asechanzas irían al fuego, pero ellos fructificarían. Pasado ya el miedo que sentían por los enemigos, tras de haber demostrado a los discípulos que ellos eran inexpugnables, añadió Jesús: En esto es glorificado mi Padre, en que fructifiquéis abundantemente, como corresponde a discípulos míos. Por aquí hace creíble su discurso, pues si redunda en gloria del Padre el que ellos fructifiquen, El no descuidará su gloria propia. Y os haréis mis discípulos. ¿Adviertes cómo aquel que lleva fruto ése es su discípulo? ¿Qué significa: En esto es glorificado mi Padre? Quiere decir que el Padre se goza de ver que permanecéis en Mí y hacéis fruto.
Como me amó el Padre, así os amo Yo. Ahora habla Cristo en forma más humana; puesto que semejante expresión tiene su propia fuerza, tomada como dicha a hombres. Puesto que quien quiso morir, quien en tal forma colmó de honores a los siervos, a los enemigos y a los adversarios ¿cuán grande amor no demuestra al hacer eso? Como si les dijera: Pues Yo os amo, tened confianza. Si es gloria del Padre que fructifiquéis, no temáis mal alguno. Y nuevamente, para no hacer que desmayen de ánimo, mira cómo los une consigo: Permaneced en mi amor.
Más ¿cómo podremos hacerlo?: Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Otra vez el discurso procede al modo humano, puesto que el Legislador no está sujeto a preceptos. ¿Ves cómo lo que yo constantemente digo aparece aquí de nuevo a causa de la rudeza de los oyentes? Pues muchas cosas las dice Jesús acomodándose a ellos, y por todos los medios les demuestra que están seguros y que sus enemigos perecerán; y que todo cuanto tienen lo tienen del Hijo; y que si viven sin pecado, nadie los vencerá.
Advierte cómo habla con ellos con plena autoridad, pues no les dice: Permaneced en el amor del Padre, sino: En mi amor. Y para que no dijeran: Nos has hecho enemigos de todos, y ahora nos abandonas y te vas, les declara que Él no se les aparta, sino que si quieren los tendrá unidos a Sí como el sarmiento lo está a la vid. Y para que no, por el contrario, por excesiva confianza, se tornen perezosos, les declara que semejante bien, si se dan a la desidia, no será permanente ni inmóvil. Y para no atribuirse todo a Sí mismo y con esto causarles una más grave caída, les dice: En esto es glorificado el Padre. En todas partes les demuestra su amor y el del Padre. De modo que no eran gloria del Padre las cosas de los judíos sino los dones que ellos iban a recibir. Y para que no dijeran: ya perdimos todo lo paterno y hemos quedado sin nada y abandonados, les dice: Miradme a Mí: Soy amado del Padre, y sin embargo tengo que padecer todo lo que ahora acontece. De modo que no os abandono porque no os ame. Si yo recibo la muerte, pero no la tomo como indicio de que el Padre no me ame, tampoco vosotros debéis turbaros. Si permanecéis en mi amor, estos males en nada podrán dañaros por lo que hace al amor.
Siendo, pues, el amor algo muy grande e invencible, y no consistiendo en solas palabras, manifestémoslo en las obras. Jesús nos reconcilió consigo, siendo nosotros sus enemigos. En consecuencia nosotros, hechos ya sus amigos, debemos permanecer siéndolo. El comenzó la obra, nosotros a lo menos vayamos tras El. Él no nos ama para propio provecho, pues de nada necesita; amémoslo nosotros a lo menos por propia utilidad. Él nos amó cuando éramos sus enemigos; nosotros amémoslo a Él, que es nuestro amigo.
Más sucede que procedemos al contrario. Pues diariamente por culpa nuestra es blasfemado su nombre a causa de las rapiñas y de la avaricia. Quizá alguno de vosotros me diga: diariamente nos hablas de la avaricia. Ojalá pudiera yo hacerlo también todas las noches. Ojalá pudiera hacerlo siguiéndoos al foro y a la mesa. Ojalá pudieran las esposas, los amigos, los criados, los hijos, los siervos, los agricultores, los vecinos y aun el pavimento mismo y el piso lanzar continuamente semejantes voces, para así descansar nosotros un poco de nuestra obligación.
Porque esta enfermedad tiene invadido al orbe todo y se ha apoderado de todos los ánimos: ¡tiranía en verdad grande la de las riquezas! Cristo nos redimió y nosotros nos esclavizamos a las riquezas. A un Señor predicamos y a otro obedecemos. Y a éste en todo lo que nos ordena diligentemente procedemos: por éste nos olvidamos de nuestro linaje, de la amistad, de las leyes de la naturaleza y de todo. Nadie hay que mire al Cielo; nadie que piense en las cosas futuras. Llegará un tiempo en que ya no habrá utilidad en estas palabras, pues dice la Escritura: En el infierno ¿quién te confesará? (Sal 6, 1). Amable es el oro y nos proporciona grandes placeres y grandes honores. Sí, pero no tantos como el Cielo. Muchos aborrecen al rico y le huyen; mientras que al virtuoso lo respetan y ensalzan. Me objetarás que al pobre, aun cuando sea virtuoso, lo burlan, Sí, pero no son los que de verdad son hombres, sino los que están locos, y, por lo mismo, se han de despreciar. Si rebuznaran en contra nuestra los asnos y nos gritaran los grajos; y por otra parte nos ensalzaran los sobrios y prudentes, todos en forma alguna rechazaríamos las alabanzas de éstos para volvernos hacia el ruido y clamor de los irracionales.
Quienes admiran las cosas presentes son como los grajos y aun peores que los asnos. Si un rey terreno te alaba, para nada te preocupas del vulgo, aun cuando todos te burlen; y alabándote el Rey del universo ¿todavía anhelas los aplausos y encomios de los escarabajos y de los cínifes? Porque no son otra cosa tales hombres si con Dios se les compara; y aun son más viles que esos animalejos. ¿Hasta cuándo nos revolcaremos en el cieno? ¿Hasta cuándo dejaremos de buscar como espectadores y encomiadores nuestros a los parásitos y dados a la gula? Tales hombres pueden encomiar a jugadores, a ebrios, a glotones; pero en cambio qué sea la virtud y qué el vicio no son capaces de imaginarlo ni en sueños.
Si alguno se burla de ti porque no sabes trazar los surcos en el barbecho, no lo llevarás a mal. Por el contrario, te burlarás tú de quien te reprenda por semejante impericia. Pero cuando quieres ejercitar la virtud ¿te atendrás al juicio y harás tus espectadores a quienes en absoluto la ignoran? Por esto nunca llegamos a lograr ese ejercicio y arte; porque ponemos nuestro interés no en manos de hombres peritos, sino de ignorantes. Ahora bien: tales hombres no lo examinan según las reglas del arte, sino según su ignorancia.
En consecuencia, os ruego, despreciemos el juicio del vulgo. O mejor aún, no ambicionemos las alabanzas ni los dineros ni los haberes. No tengamos la pobreza como un mal. La pobreza maestra de la prudencia, de la paciencia y de todas las virtudes. En pobreza vivió el pobre Lázaro y recibió la corona. Jacob no pedía a Dios sino su pan. José, puesto en extrema pobreza, no solamente era esclavo, sino además cautivo; pero precisamente por esto más lo encomiamos. No lo admiramos tanto cuando distribuye el grano, como cuando vive encarcelado; no lo ensalzamos más ceñido con la diadema, como ceñido con la cadena; no lo encumbramos más cuando se asienta en su solio que cuando es acometido de asechanzas y vendido.
Pensando todas estas cosas, y también las coronas que para estos certámenes están preparadas, no alabemos las riquezas, los honores, los placeres, el poder, sino la pobreza, las cadenas, las ataduras, la paciencia, todo lo que se emplea para adquirir la virtud. Al fin y al cabo, el término de aquellas cosas está repleto de tumultos y perturbaciones y todas se acaban con la vida. En cambio, el fruto de estas otras son el cielo y, los bienes celestiales, que ni el ojo vio, ni el oído oyó. Ojalá nos acontezca a todos alcanzarlos por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. —Amén.
(Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía LXXVI (LXXV), Tradición S.A. México 1981, Tomo 2, pp. 271-277)
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FRANCISCO – Regina Caeli 2015 y 2018 - Homilías en Santa Marta
Regina Caeli 2015
Sarmientos vivos de la Iglesia
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús durante la última Cena, en el momento en el que sabe que la muerte está ya cercana. Ha llegado su «hora». Por última vez Él está con sus discípulos, y entonces quiere imprimir bien en sus mentes una verdad fundamental: también cuando Él ya no estará físicamente en medio a ellos, podrán permanecer aún unidos a Él de un modo nuevo, y así dar mucho fruto. Todos podemos estar unidos a Jesús de un modo nuevo. Si por el contrario uno perdiese esta comunión con Él, esta comunión con Él se volvería estéril, es más, dañina para la comunidad. Y para expresar esta realidad, este nuevo modo de estar unidos a Él, Jesús usa la imagen de la vid y los sarmientos, y dice así: «Así como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 4-5). Con esta figura nos enseña cómo quedarnos en Él, estar unidos a Él, aunque no esté físicamente presente.
Jesús es la vid y a través de Él —como la savia en el árbol— pasa a los sarmientos el amor mismo de Dios, el Espíritu Santo. Es así: nosotros somos los sarmientos, y a través de esta parábola, Jesús quiere hacernos entender la importancia de permanecer unidos a Él. Los sarmientos no son autosuficientes, sino que dependen totalmente de la vid, en donde se encuentra la fuente de su vida. Así es para nosotros cristianos. Insertados con el Bautismo en Cristo, hemos recibido gratuitamente de Él el don de la vida nueva; y podemos permanecer en comunión vital con Cristo. Es necesario mantenerse fieles al Bautismo, y crecer en la amistad con el Señor mediante la oración, la oración de todos los días, la escucha y la docilidad a su Palabra —leer el Evangelio—, la participación en los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía y Reconciliación.
Si uno está íntimamente unido a Jesús, goza de los dones del Espíritu Santo, que —como nos dice san Pablo— son «amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5, 22). Estos son los dones que recibimos si permanecemos unidos a Jesús; y como consecuencia, una persona que está así unida a Él hace mucho bien al prójimo y a la sociedad, es una persona cristiana. De estas actitudes, de hecho, se reconoce si uno es un auténtico cristiano, como por los frutos se reconoce al árbol. Los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda nuestra persona es transformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo. Recibimos un nuevo modo de ser, la vida de Cristo se convierte también en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús. Como consecuencia, podemos amar a nuestros hermanos, comenzando por los más pobres y los que sufren, como hizo Él, y amarlos con su corazón y llevar así al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz.
Cada uno de nosotros es un sarmiento de la única vid; y todos juntos estamos llamados a llevar los frutos de esta pertenencia común a Cristo y a la Iglesia. Encomendémonos a la intercesión de la Virgen María, para que podamos ser sarmientos vivos en la Iglesia y testimoniar de manera coherente nuestra fe —coherencia de vida y pensamiento, de vida y fe—, conscientes de que todos, de acuerdo a nuestra vocación particular, participamos de la única misión salvífica de Cristo.
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Regina Caeli 2018
Todos estamos llamados a ser santos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La Palabra de Dios, también este quinto Domingo de Pascua, continúa indicándonos el camino y las condiciones para ser comunidad del Señor Resucitado. El pasado Domingo se puso de relieve la relación entre el creyente y Jesús Buen Pastor. Hoy el Evangelio nos propone el momento en el que Jesús se presenta como la vid verdadera y nos invita a permanecer unidos a Él para llevar mucho fruto (cf. Juan 15, 1-8). La vid es una planta que forma un todo con el sarmiento; y los sarmientos son fecundos únicamente cuando están unidos a la vid. Esta relación es el secreto de la vida cristiana y el evangelista Juan la expresa con el verbo «permanecer», que en el pasaje de hoy se repite siete veces. «Permaneced en mí» dice el Señor; permanecer en el Señor.
Se trata de permanecer en el Señor para encontrar el valor de salir de nosotros mismos, de nuestras comodidades, de nuestros espacios restringidos y protegidos, para adentrarnos en el mar abierto de las necesidades de los demás y dar un respiro amplio a nuestro testimonio cristiano en el mundo. Este coraje de salir de sí mismos y de adentrarse en las necesidades de los demás, nace de la fe en el Señor Resucitado y de la certeza de que su Espíritu acompaña nuestra historia. Uno de los frutos más maduros que brota de la comunión con Cristo es, de hecho, el compromiso de caridad hacia el prójimo, amando a los hermanos con abnegación de sí, hasta las últimas consecuencias, como Jesús nos amó. El dinamismo de la caridad del creyente no es fruto de estrategias, no nace de solicitudes externas, de instancias sociales o ideológicas, sino del encuentro con Jesús y del permanecer en Jesús. Él es para nosotros la vida de la que absorbemos la savia, es decir, la «vida» para llevar a la sociedad una forma diferente de vivir y de brindarse, lo que pone en el primer lugar a los últimos.
Cuando somos íntimos con el Señor, como son íntimos y unidos entre sí la vid y los sarmientos, somos capaces de dar frutos de vida nueva, de misericordia, de justicia y de paz, que derivan de la Resurrección del Señor. Es lo que hicieron los santos, aquellos que vivieron en plenitud la vida cristiana y el testimonio de la caridad, porque eran verdaderos sarmientos de la vid del Señor. Pero para ser santos «no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos […] Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» (Gaudete et Exsultate, 14). Todos nosotros estamos llamados a ser santos; debemos ser santos con esta riqueza que recibimos del Señor resucitado. Cada actividad —el trabajo, el descanso, la vida familiar y social, el ejercicio de las responsabilidades políticas, culturales y económicas— cada actividad, pequeña o grande, si se vive en unión con Jesús y con actitud de amor y de servicio, es una ocasión para vivir en plenitud el Bautismo y la santidad evangélica.
Que nos sea de ayuda María, Reina de los santos y modelo de perfecta comunión con su Hijo divino. Que nos enseñe Ella a permanecer en Jesús, como sarmientos a la vid y a no separarnos nunca de su amor. Nada, de hecho, podemos sin Él, porque nuestra vida es Cristo vivo, presente en la Iglesia y en el mundo.
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Homilía en Santa Marta (9.I.14)
La vida cristiana es un doble permanecer: nosotros en Dios y Dios en nosotros
El amor verdadero no es el de las telenovelas. No está hecho de ilusiones. El verdadero amor es concreto, se centra en los hechos y no en las palabras; en el dar y no en la búsqueda de beneficios. La receta espiritual para vivir el amor hasta el extremo está en el verbo “permanecer”, un “doble permanecer: nosotros en Dios y Dios en nosotros”.
El Papa Francisco, en la misa del jueves 9 de enero, indicó en la persona de Jesucristo, Verbo de Dios hecho hombre, el fundamento único del amor verdadero. Ésta es la verdad, dijo, “la clave para la vida cristiana”, “el criterio” del amor.
Como es costumbre, el Pontífice si inspiró para su meditación en la liturgia del día, en especial en la primera lectura (Jn 4, 11-18), donde se encuentra más de una vez una palabra decisiva: “permanecer”. El apóstol Juan, dijo el Papa, “nos dice muchas veces que debemos permanecer en el Señor. Y nos dice también que el Señor permanece en nosotros”. En esencia afirma “que la vida cristiana es precisamente “permanecer”, este doble permanecer: nosotros en Dios y Dios en nosotros”. Pero “no permanecer en el espíritu del mundo, no permanecer en la superficialidad, no permanecer en la idolatría, no permanecer en la vanidad. No, permanecer en el Señor. Y el Señor, explicó el Papa, “corresponde a esta” actitud nuestra, y, así, “Él permanece en nosotros”. Es más, es “Él quien permanece antes en nosotros”, que, por el contrario, “muchas veces lo sacamos fuera” y así “no podemos permanecer en Él”.
“Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él” escribe una vez más Juan que, afirmó el Papa, nos dice en la práctica cómo “este permanecer es lo mismo que permanecer en el amor”. Y es una “cosa hermosa oír esto del amor”, añadió, alertando: “Mirad que el amor del que habla Juan no es el amor de las telenovelas. No, es otra cosa”. En efecto, explicó el Pontífice, “el amor cristiano tiene siempre una cualidad: lo concreto. El amor cristiano es concreto. Jesús mismo, cuando habla del amor, nos habla de cosas concretas: dar de comer a los hambrientos, visitar a los enfermos”. Son todas “cosas concretas” porque, precisamente “el amor es concreto”. Es “lo concreto de la vida cristiana”.
Así, el Papa Francisco advirtió: “cuando no existe lo concreto” se acaba por “vivir un cristianismo de ilusiones, porque no se comprende bien dónde está el centro del mensaje de Jesús”. El amor “no llega a ser concreto” y se convierte en “un amor de ilusiones”. Es una “ilusión” también la que “tenían los discípulos cuando, mirando a Jesús, creían que fuese un fantasma” como relata el pasaje evangélico de Marcos (Mc 6, 45-52). Pero, comentó el Papa, “un amor de ilusiones, no concreto, no nos hace bien”.
“Pero ¿cuándo sucede esto?”, fue la pregunta del Papa para comprender cómo se cae en la ilusión y no en lo concreto. Y la respuesta, dijo, se encuentra muy clara en el Evangelio. Cuando los discípulos piensan que ven a un fantasma, explicó el Pontífice citando el texto, “dentro de sí estaban fuertemente asombrados porque no habían comprendido el hecho de los panes, la multiplicación de los panes: su corazón estaba endurecido”. Y “si tú tienes el corazón endurecido, no puedes amar. Y piensas que el amor es imaginarse las cosas. No, el amor es concreto”.
Hay un criterio fundamental para vivir de verdad el amor. “El criterio del permanecer en el Señor y el Señor en nosotros −afirmó el Papa− y el criterio de lo concreto en la vida cristiana es lo mismo, siempre: el Verbo vino en la carne”. El criterio es la fe en la “encarnación del Verbo, Dios hecho hombre”. Y “no existe un cristianismo auténtico sin este fundamento. La clave de la vida cristiana es la fe en Jesucristo, Verbo de Dios hecho hombre”.
El Papa Francisco sugirió también el modo de “conocer” el estilo del amor concreto, explicando que “hay algunas consecuencias de este criterio”. Y propuso dos de ellas. La primera es que “el amor está más en las obras que en las palabras. Jesús mismo lo dijo: no los que me dicen “Señor, Señor”, los que hablan mucho, entrarán en el Reino de los cielos; sino aquellos que cumplen la voluntad de Dios”. Es la invitación, por lo tanto, a ser “concretos” cumpliendo “las obras de Dios”.
Hay una pregunta que cada uno debe hacerse a sí mismo: “Si yo permanezco en Jesús, permanezco en el Señor, permanezco en el amor, ¿qué hago por Dios −no lo que pienso o lo que digo− y qué hago por los demás?”. Por lo tanto, “el primer criterio es amar con las obras, no con las palabras”. Las palabras, por lo demás, “se las lleva el viento: hoy están, mañana ya no están”.
El “segundo criterio de lo concreto” propuesto por el Papa es: “en el amor es más importante dar que recibir”. La persona “que ama da, da cosas, da vida, se entrega a sí mismo a Dios y a los demás”. En cambio, la persona “que no ama y que es egoísta busca siempre recibir. Busca siempre tener cosas, tener ventajas. He aquí, entonces, el consejo espiritual de “permanecer con el corazón abierto, no como el de los discípulos que estaba cerrado” y les llevaba a no comprender. Se trata, afirmó una vez más el Papa, de “permanecer en Dios”, así “Dios permanece en nosotros. Y permanecer en el amor”.
El único “criterio para permanecer está en nuestra fe en Jesucristo Verbo de Dios hecho carne: precisamente el misterio que celebramos en este tiempo”. Y luego volvió a afirmar que “las dos consecuencias prácticas de este modo concreto de vida cristiana, de este criterio, son que el amor está más en las obras que en las palabras; y que el amor está más en dar que en recibir”.
Precisamente “mirando al Niño, en estos tres últimos días del tiempo de Navidad”, mirando al Verbo que se hizo carne”, el Papa Francisco concluyó la homilía invitando a renovar “nuestra fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Pidamos la gracia −deseó− de que nos conceda este modo concreto de amor cristiano para permanecer siempre en el amor” y de hacer lo posible para que “Él permanezca en nosotros”.
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Homilía en Santa Marta (22.V.14)
La vocación cristiana es permanecer en el amor de Dios
“Paz, amor y alegría” son “las tres palabras clave” que Jesús nos ha confiado. Quien las realiza en nuestra vida, no según los criterios del mundo, es el Espíritu Santo. A esto el Papa Francisco dedicó la homilía del jueves 22 de mayo, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta.
“Jesús, en el discurso de despedida, en los últimos días antes de subir al cielo, habló de muchas cosas”, pero siempre sobre el mismo punto, representado por “tres palabras clave: paz, amor y alegría”.
Sobre la primera, recordó el Papa, “hemos ya reflexionado” en la misa de anteayer, reconociendo que el Señor “no nos da una paz como la da el mundo, nos da otra paz: ¡una paz para siempre!”. Respecto a la segunda palabra clave, “amor”, Jesús, destacó el Papa, “había dicho muchas veces que el mandamiento es amar a Dios y amar al prójimo”. Y “habló de ello también en diversas ocasiones” cuando “enseñaba cómo se ama a Dios, sin los ídolos”. Y también “cómo se ama al prójimo”. En resumen, Jesús encierra todo este discurso en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo, en él se nos dice cómo seremos juzgados. Allí el Señor explica cómo “se ama al prójimo”.
Pero, en el pasaje evangélico de san Juan (Jn 15, 9-11), “Jesús dice una cosa nueva sobre el amor: no sólo amad, sino permaneced en mi amor”. En efecto, “la vocación cristiana es permanecer en el amor de Dios, o sea, respirar y vivir de ese oxígeno, vivir de ese aire”.
Pero ¿cómo es este amor de Dios? El Papa Francisco respondió con las mismas palabras de Jesús: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”. Por eso, observó, es “un amor que viene del Padre”. Y la “relación de amor entre Él y el Padre” llega a ser una “relación de amor entre Él y nosotros”. Así, “nos pide permanecer en ese amor que viene del Padre”. Luego, “el apóstol Juan seguirá adelante −dijo el Pontífice− y nos dirá también cómo debemos dar este amor a los demás” pero lo primero es “permanecer en el amor”. Y esta es, por lo tanto, también la “segunda palabra que Jesús nos deja.
Y ¿cómo se permanece en el amor? Nuevamente el Papa respondió a la pregunta con las palabras del Señor: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Y, exclamó el Pontífice, “es algo bello esto: yo sigo los mandamientos en mi vida”. Hermoso hasta el punto, explicó, que “cuando no permanecemos en el amor son los mandamientos que vienen, solos, por el amor”. Y “el amor nos lleva a cumplir los mandamientos, así naturalmente” porque “la raíz del amor florece en los mandamientos” y los mandamientos son el “hilo conductor” que sujeta, en “este amor que llega”, la cadena que une al Padre, a Jesús y a nosotros.
La tercera palabra que indicó el Papa es la “alegría”. Al recordar la expresión de Jesús propuesta en la lectura del Evangelio –“Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”−, el Pontífice evidenció que precisamente “la alegría es el signo del cristiano: un cristiano sin alegría o no es cristiano o está enfermo”, su salud cristiana “no está bien”. Y, añadió, “una vez dije que hay cristianos con la cara avinagrada: siempre con la cara roja e incluso el alma está así. ¡Y esto es feo!”. Estos “no son cristianos”, porque “un cristiano sin alegría no es cristiano”.
Para el cristiano, en efecto, la alegría está presente “también en el dolor, en las tribulaciones, incluso en las persecuciones”. Al respecto el Papa invitó a mirar a los mártires de los primeros siglos −como las santas Felicidad, Perpetua e Inés− que “iban al martirio como si fuesen a las bodas”. He aquí entonces, “la gran alegría cristiana” que “es también la que custodia la paz y custodia el amor”.
Por lo tanto, tres palabras clave: paz, amor y alegría. No vienen, de hecho, “del mundo” sino del Padre. Por lo demás, explicó, es el Espíritu Santo “quien realiza esta paz; quien realiza este amor que viene del Padre; quien lleva a cabo el amor entre el Padre y el Hijo y que luego llega a nosotros; que nos da la alegría”. Sí, dijo, “es el Espíritu Santo, siempre el mismo; ¡el gran olvidado de nuestra vida!”. Y al respecto el Papa, dirigiéndose a los presentes, confesó su deseo de preguntar, pero “¡no lo haré!” especificó, cuántos rezan al Espíritu Santo. “¡No, no alcéis la mano!” y añadió en seguida con una sonrisa; la cuestión, repitió, es que el Espíritu Santo es verdaderamente “¡el gran olvidado!”. Pero es “Él el don que nos da la paz, que nos enseña a amar y nos colma de alegría”.
Y, como conclusión, el Pontífice repitió la oración inicial de la misa, en la que “hemos pedido al Señor: ¡custodia tu don!”. Juntos, dijo, “hemos pedido la gracia para que el Señor custodie siempre el Espíritu Santo en nosotros, el Espíritu que nos enseña a amar, nos colma de alegría y nos da la paz”.
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BENEDICTO XVI – Regina Coeli 2006 y 2012
2006
María es camino seguro para la unión con Cristo
Queridos hermanos y hermanas:
En este V domingo de Pascua, la liturgia nos presenta la página del evangelio de san Juan en la que Jesús, hablando a los discípulos durante la última Cena, los exhorta a permanecer unidos a él como los sarmientos a la vid. Se trata de una parábola realmente significativa, porque expresa con gran eficacia que la vida cristiana es misterio de comunión con Jesús: “El que permanece en mí y yo en él —dice el Señor—, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). El secreto de la fecundidad espiritual es la unión con Dios, unión que se realiza sobre todo en la Eucaristía, con razón llamada también “Comunión”. Me complace subrayar este misterio de unidad y de amor en este período del año, en el que muchísimas comunidades parroquiales celebran la primera Comunión de los niños. A todos los niños que en estas semanas se encuentran por primera vez con Jesús Eucaristía quiero dirigirles un saludo especial, deseándoles que se conviertan en sarmientos de la Vid, que es Jesús, y crezcan como verdaderos discípulos suyos.
Un camino seguro para permanecer unidos a Cristo, como los sarmientos a la vid, es recurrir a la intercesión de María, a quien ayer, 13 de mayo, veneramos particularmente recordando las apariciones de Fátima, donde en 1917 se manifestó varias veces a tres niños, los pastorcitos Francisco, Jacinta y Lucía. El mensaje que les encomendó, en continuidad con el de Lourdes, era una fuerte exhortación a la oración y a la conversión, un mensaje de verdad profético, considerando que el siglo XX se vio sacudido por destrucciones inauditas, causadas por guerras y regímenes totalitarios, así como por amplias persecuciones contra la Iglesia.
Además, el 13 de mayo de 1981, hace 25 años, el siervo de Dios Juan Pablo II sintió que había sido salvado milagrosamente de la muerte por la intervención de “una mano materna”, como él mismo dijo, y todo su pontificado estuvo marcado por lo que la Virgen había anunciado en Fátima. Aunque no faltaron preocupaciones y sufrimientos, y aunque existen motivos de preocupación por el futuro de la humanidad, consuela lo que la “blanca Señora” prometió a los pastorcitos: “Al final, mi Corazón inmaculado triunfará”.
Con esta certeza, nos dirigimos ahora con confianza a María santísima, agradeciéndole su constante intercesión y pidiéndole que siga velando sobre el camino de la Iglesia y de la humanidad, especialmente sobre las familias, las madres y los niños.
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2012
El sarmiento vive con la oración, los sacramentos y la caridad
¡Queridos hermanos y hermanas!
El evangelio de hoy, Quinto Domingo de Pascua, se inicia con la imagen de la viña. Jesús dijo a sus discípulos: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador” (Jn. 15,1). A menudo, en la biblia, a Israel se le compara con la viña fecunda cuando le es fiel a Dios; pero si se aleja de Él, se vuelve estéril, incapaz de producir aquel “vino que recrea el corazón del hombre”, como canta el salmo 104 (v. 15). La viña verdadera de Dios, la vida verdadera, es Jesús, quien con su sacrificio de amor nos da la salvación, nos abre el camino para ser parte de esta viña. Y como Cristo permanece en el amor de Dios Padre, así los discípulos, sabiamente podados por la palabra del Maestro (cf. Jn. 15,2-4), si están profundamente unidos a Él, se convierten en sarmientos fecundos, que producen cosechas abundantes. San Francisco de Sales escribe: “La rama unida y articulada al tronco rinde fruto no por su propia virtud, sino en virtud de la cepa: nosotros estamos unidos por el amor a nuestro Redentor, como los miembros a la cabeza; por eso es que las buenas obras, portando el valor de Él, merecen la vida eterna” (Trattato dell’amore di Dio, XI, 6, Roma 2011, 601).
En el día de nuestro bautismo, la Iglesia nos injerta como sarmientos en el misterio pascual de Jesús, en su propia persona. De esta raíz recibimos la preciosa savia para participar en la vida divina. Como discípulos, también nosotros, con la ayuda de los pastores de la Iglesia, crecemos en la viña del Señor unidos por su amor. «Si el fruto que debemos portar es el amor, su premisa es este “permanecer”, que tiene que ver profundamente con aquella fe que no abandona al Señor» (Gesù di Nazaret, Milán 2007, 305). Es indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de Él, porque sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn. 15,5). En una carta escrita a Juan el profeta, que vivió en el desierto de Gaza en el siglo V, un creyente hacía la pregunta: ¿Cómo es posible tener el hombre la libertad, y a la vez no poder hacer nada sin Dios? Y el monje responde: Si el hombre inclina su corazón hacia el bien y pide ayuda de Dios, recibe la fuerza necesaria para llevar a cabo su trabajo. Por eso es que la libertad humana y el poder de Dios van juntos. Esto es posible porque el bien viene del Señor, pero se realiza gracias a sus fieles (cf. Ef. 763, SC 468, París 2002, 206). El verdadero “permanecer” en Cristo garantiza la eficacia de la oración, como dice el beato cisterciense Guerrico de Igny: «Oh Señor Jesús… sin ti no podemos hacer nada. Porque tú eres el verdadero jardinero, creador, cultivador y custodio de tu jardín, que plantas con tu palabra, riegas con tu espíritu y haces crecer con tu fuerza» (Sermo ad excitandam devotionem in psalmodia, SC 202, 1973, 522).
Queridos amigos, cada uno de nosotros es como un sarmiento, que vive sólo si hace crecer cada día con la oración, con la participación a los sacramentos y con la caridad, su unión con el Señor. Y quien ama a Jesús, la vid verdadera, produce frutos de fe para una abundante cosecha espiritual. Supliquémosle a la Madre de Dios, para que permanezcamos injertados de forma segura en Jesús, y que toda nuestra acción tenga en Él su principio y su final.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino
55. Desde el V domingo de Pascua la dinámica de las lecturas bíblicas se traslada de la celebración de la Resurrección del Señor a la preparación del momento culminante del Tiempo de Pascua, y a la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés. El hecho de que los pasajes evangélicos de estos domingos estén todos extraídos de los discursos de Cristo al final de la Última Cena, manifiesta su profundo significado eucarístico. Las lecturas y las oraciones ofrecen al homileta la ocasión de exponer cual es la función del Espíritu Santo en el camino que vive la Iglesia. Los párrafos del Catecismo que conciernen «al Espíritu y la Palabra de Dios en el tiempo de las promesas» (CEC 702-716) se refieren a las lecturas de la Vigilia pascual, relacionadas con la obra del Espíritu Santo, mientras que los párrafos que consideran el tema «el Espíritu Santo y la Iglesia en la Liturgia» (CEC 1091-1109) pueden servir de ayuda al homileta para ilustrar cómo el Espíritu Santo hace presente en la Liturgia el Misterio Pascual de Cristo.
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La oración de Cristo en la Última Cena
2746. Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración, la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas”, permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la “hora de Jesús” sigue presente en la Liturgia de la Iglesia.
2747. La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración “sacerdotal” de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su “paso” [pascua] hacia el Padre donde él es “consagrado” enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).
2748. En esta oración pascual, sacrificial, todo está “recapitulado” en El (cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos presentes y los que creerán en El por su palabra, la humillación y la Gloria. Es la oración de la unidad.
2749. Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la “hora de Jesús” llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación. Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17, 11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el Pantocrator. Nuestro Sumo Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios que nos escucha.
2750. Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en toda su hondura la oración que él nos enseña: “Padre Nuestro”. La oración sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12. 26), el deseo de su Reino (la Gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el cumplimiento de la voluntad del Padre, de su Designio de salvación (cf Jn 17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).
2751. Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el “conocimiento” indisociable del Padre y del Hijo (cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio mismo de la vida de oración.
Cristo es la vid, nosotros los sarmientos
736. Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22-23). “El Espíritu es nuestra Vida”: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más “obramos también según el Espíritu” (Ga 5, 25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).
755. “La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11, 13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43 par.; cf. Is 5, 1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en él por medio de la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5)”.
II. LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO
La Iglesia es comunión con Jesús
787. Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre él y los que le sigan: “Permaneced en Mí, como yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él” (Jn 6, 56).
La comunión del Espíritu Santo
1108. La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).
1988. Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es él mismo (cf Jn 15,1-4):
Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina...Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados (S. Atanasio, ep. Serap. 1,24).
“Sin mí no podéis hacer nada”
2074. Jesús dice: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).
La caridad
953. La comunión de la caridad: En la “comunión de los santos” “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.
La caridad
1822. La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
1823. Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13,34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12).
1824. Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15,9-10; cf Mt 22,40; Rm 13,8-10).
1825. Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (cf Rm 5,10). El Señor nos pide que amemos como él hasta nuestros enemigos (cf Mt 5,44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10,27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9,37) y a los pobres como a él mismo (cf Mt 25,40.45).
El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1 Co 13,4-7).
1826. “Si no tengo caridad −dice también el apóstol− nada soy...”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma...”si no tengo caridad, nada me aprovecha” (1 Co 13,1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).
1827. El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3,14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.
1828. La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):
O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda...y entonces estamos en la disposición de hijos (S. Basilio, reg. fus. prol. 3).
1829. La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:
La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep. Jo. 10,4).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Todo sarmiento, que da fruto, lo poda
En su enseñanza, Jesús tomaba frecuentemente el punto de partida de las cosas familiares de quienes le escuchaban y que estaban ante la vista de todos. De tal modo que, mientras oían con la fantasía, también ellos podían ver; palabra e imagen se sustentaban una a la otra. La vida de los campos, sobre todo, le ofrece imágenes y apuntes. Una vez, nos había hablado sobre la cuestión con el asunto del grano, hoy nos habla con la imagen del sarmiento y de la vid. Escuchemos las primeras ocurrencias del Evangelio:
«Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, ya todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto».
La afirmación más importante, contenida en estas palabras, es que nosotros estamos unidos a Jesús con un vínculo tan profundo y vital como el que une el sarmiento a la vid. El sarmiento es una ramificación, una parte de la vid: entre ambas cosas recorre el mismo humor, savia o linfa. No se podría pensar en una unidad más Íntima. En el plano espiritual, esta savia es la vida divina, que se nos ha dado en el bautismo, esto es, el Espíritu Santo. Ésta es una unión más estrecha que la que hay entre la madre y el hijo, que lleva aún dentro del seno. Entra la madre y el hijo recorre la misma sangre; la respiración y el alimento de la madre pasan al hijo. Pero, el hijo no muere si se separa de la madre; es más, llegado a un cierto punto, para vivir debe abandonar el seno materno y vivir por cuenta suya; muere si permanece unido a la madre más tiempo del normal. En nuestro caso, pasa al contrario: el sarmiento no trae fruto y muere si se separa de la vid y vive si permanece unido a ella.
Pero, no es de esto de lo que queremos hablar, sino más bien de lo que Jesús dice del destino del sarmiento. Jesús presenta dos casos. El primero, negativo: el sarmiento está seco, no lleva fruto, y, por ello, viene cortado y arrojado fuera; el segundo, positivo: el sarmiento está aún vivo y vegeta y por ello viene a ser podado. Ya este contraste nos expresa que el hecho de podar no es un acto hostil contra el sarmiento. El viñador espera aún más de él, sabe que puede producir frutos, tiene confianza en ello. Lo mismo sucede en el plano espiritual. Cuando Dios interviene con la cruz en nuestra vida, no quiere decir que él esté airado contra nosotros. Precisamente, lo contrario. La Escritura dice:
«A quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que reconoce» (Hebreos 12, 6).
En todo caso sería de temer cuando las cosas en este mundo van demasiado bien; pues, esto del mismo modo sucede tanto al justo como al impío; hasta al contrario, más frecuentemente al justo que al impío. En la Biblia, oímos frecuentemente lamentarse al justo con Dios a causa de la «prosperidad de los malvados», que, «siempre tranquilos, aumentan su riqueza» (cfr. Salmo 73,12) Y para los que no parece haber angustia.
Pero, vengamos, ahora, a la finalidad por la que el viñador poda el sarmiento y hace «llorar» a la vid, como se acostumbra a decir. ¿Es precisamente necesario? Sí; Y por un motivo muy sencillo: si no viene podada, la fuerza de la vid se dispersa, quizás haga más racimos de lo debido, con la consecuencia de no conseguir llevarlos a todos a la adecuada maduración y rebajar la graduación del vino. Si permanecen las vides sin ser podadas durante largo tiempo, sin más, se vuelven silvestres y producen sólo hojas y uva silvestre.
Lo mismo sucede en nuestra vida. No sólo en la vida espiritual, sino aún en nuestra vida humana. Vivir es escoger y escoger es renunciar. La persona, que en la vida quiere hacer demasiadas cosas o cultiva una infinidad de intereses y de hobby, se dispersa; no destacará en nada. Es necesario tener la valentía de hacer elecciones, dejar abatirse algunos intereses secundarios para concentrarse sobre algunos principales. ¡Podar, podar!
Esto en la vida cristiana es todavía más verdadero. La santidad se asemeja a la escultura. Leonardo da Vinci ha definido la escultura como «el arte de quitar». Todas las demás artes consisten en poner algo: color sobre la tela en la pintura, piedra sobre piedra en la arquitectura, nota sobre nota en la música. Sólo la escultura consiste en quitar: quitar los pedazos de mármol, que sobran, para hacer brotar la figura, que se tiene en la mente. De igual forma, la perfección cristiana se obtiene así; quitando, haciendo caer las piezas inútiles, esto es, los deseos, las ambiciones, los proyectos y las tendencias carnales, que nos disipan por todas partes y no nos permiten concluir ninguna.
Un día, paseando por un jardín de Florencia, Miguel Ángel en un ángulo vio un bloque de mármol, que sobresalía desde debajo de la tierra, medio recubierto de hierba y barro. Se paró de repente, como si hubiese visto a alguien y vuelto hacia sus amigos, que estaban con él, exclamó: «En aquel bloque de mármol hay enterrado un ángel; debo sacarlo». Y provisto del escoplo comenzó a diseñar aquel bloque hasta que surgió la figura de un hermoso ángel.
También, Dios nos mira y nos ve así: como bloques de piedra aún informes y se dice dentro de sí: «Allí dentro está escondida una criatura nueva y hermosa, que espera venir a la luz; más aún, está escondida la imagen de mi mismo Hijo Jesucristo (en efecto, nosotros estamos destinados «a reproducir la imagen de su Hijo»: Romanos 8,29); ¡quiero sacarla afuera! ¿Y, entonces, qué hacer? Coge el escoplo, que es la cruz, y comienza a trabajarnos; coge el formón del podador y comienza a podar. Quizás no debamos pensar en qué cruces terribles. Ordinariamente, no añade nada a lo que la vida, de por sí sola, ya nos presenta de sufrimientos, de fatigas, de tribulaciones; sólo permite o hace servir estas cosas para nuestra purificación. Nos ayuda a esculpirlas.
Entre las esculturas, que más me seducen de Miguel Ángel, están los así llamados «esclavos incompletos». Son figuras diseñadas a mitad, no terminadas, con algunas partes del cuerpo todavía metidas en el mármol. Tal es, sobre todo, la figura, que representa al mítico Atlante, que soporta el mundo. La cabeza ha permanecido siendo un pedrusco tosco. Alguno dice que estas estatuas han permanecido así porque Miguel Ángel no ha tenido tiempo de acabarlas; pero, yo pienso que las ha dejado así adrede. Ninguna obra maestra de Miguel Ángel, aun cuando terminada y vuelta a acabar, tiene la fuerza o el vigor que tienen ciertas de sus obras inacabadas. Éstas nos hacen ver qué precede al producto final, el deseo de la materia para recibir su forma, sino también su impotencia para hacerlo por sí sola. Nos hacen asistir a la creación in fieri.
Todo esto es un símbolo poderoso. Aquellos «esclavos incompletos» somos nosotros en el plano espiritual: seres en «formación». Es el Espíritu el que lucha por liberarse de la materia. Como la figura de Atlante no puede venir a la luz, si el escultor, desde el exterior, no le ayuda a quitarse de encima todo aquel mármol inútil, así nosotros, si el Padre celestial no nos poda. Sin esta intervención, del mismo modo permaneceremos nosotros en estado bruto, como obras «incompletas». ¿Cómo, por lo tanto, acusar aún de crueldad a Dios, porque permite la cruz y el dolor en nuestra vida?
Cierto, no es fácil para nadie soportar los golpes del escoplo divino. Todos gemimos bajo la cruz; es natural. Algunas podas son particularmente dolorosas y humanamente incomprensibles. Pero, junto con el lamento y la tristeza, no debiera faltar también la esperanza. Todo esto no es hecho sin una finalidad; después de la poda, vendrá la primavera y los frutos madurarán. Después de haber dicho que «A quien ama el Señor, le corrige», el texto de la Escritura citado antes añade:
«Cierto que ninguna corrección es, a su tiempo, agradable, sino penosa; pero, luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella» (Hebreos 12,11).
Sobre todo, una cosa nos debe valer cuando sentimos en nosotros la mano del podador: Dios al vemos sufrir sufre junto con nosotros. Él poda con mano trémula. Cuando yo era un muchacho, una vez pisando un trozo de cristal me hice una gran herida en el pie. Era durante el tiempo de guerra y mi padre me llevó enseguida al más cercano puesto de socorro militar aliado. Mientras el doctor me extraía el cristal, yo veía a mi padre retorcerse las manos y volverse hacia la pared para no ver. Cuando yo quiero figurarme el estado de ánimo del Padre celestial al vemos sufrir, vuelvo a pensar en él.
Os confío este pensamiento de la compasión de Dios, sobre todo, para quienes en este momento sienten sobre sí la mano del Padre, que poda, a fin de que puedan alcanzar de ello consuelo y esperanza.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Consagrar a Jesús la vida
Dios todopoderoso creó a todos los hombres para su gloria. Jesús nos revela al Padre, y lo presenta como el hortelano que siembra en la tierra la semilla de la vida, bajada del cielo, para darle vida al mundo. Jesús es la vid, y de Él brotan los sarmientos, que dan fruto bueno para glorificar al Padre.
Los sarmientos son los hombres, y el fruto bueno son las obras de los hombres. Por tanto, el hombre que permanece unido a Cristo tiene vida y produce fruto abundante, pero el que prefiere caminar de manera individual, e ir por su cuenta de manera independiente, no produce fruto, porque no hay vida en él.
El Hortelano lo corta y lo tira al fuego. En cambio, al que permanece unido a Cristo lo cuida, lo poda, lo ayuda a crecer para que dé fruto abundante. Y lo conserva para la vida eterna, y lo sienta en su mesa, para gozar por Cristo, con Él y en Él, la dulzura de la exquisita cosecha.
Permanece tú unido a Cristo, poniéndolo en el centro de todas tus actividades, para que tengas éxito en tus empresas, en tus obras, en tus proyectos, en tus quehaceres y deberes, en tus trabajos y apostolados, y en todo lo que realices, porque nada puedes hacer solo, pero todo lo puedes en aquel que te fortalece.
Haz un ofrecimiento de obras desde el amanecer, de manera que todo lo que hagas en tu día sea con Cristo, por Él, con Él, por amor de Dios, para su gloria. Entrégale tu voluntad, para que Él haga la suya a través de ti. Entonces harás las obras de Dios. Pídele lo que quieras y Él te lo concederá, para que des fruto abundante para glorificar al Padre.
Permanece unido a la vid, que es Cristo, escuchando y poniendo en práctica su Palabra, en comunidad con la Santa Iglesia, acudiendo con frecuencia al sacramento de la Eucaristía y de la Penitencia, y tus frutos serán buenos, porque estarás purificado.
Pero, si no supieras cómo hacerlo, acude a María. Consagra a Jesús tu vida a través de su Madre, y Ella se encargará de hacerte permanecer en Él y Él en ti, para que des fruto abundante, para la gloria de Dios Padre.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
La única vida verdadera
Presenta la Iglesia para nuestra consideración meditada unas palabras de Nuestro Señor, recogidas en el evangelio de san Juan, con las que manifestó a sus Discípulos –ya en la intimidad del Cenáculo– la imprescindible presencia de su vida divina en la nuestra humana, como estado habitual en el cristiano. De diversos modos se había referido Jesús ya en otros momentos a esta misteriosa e impresionante realidad, que san Pablo sintetiza diciendo: para mí, vivir es Cristo... o no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Conviene, pues, que supliquemos al Espíritu Santo –dador de las Gracias, luz de los corazones– nos conceda un encendido deseo de que esa vida divina nutra la nuestra.
Jesús, Jesucristo, es para el cristiano mucho más que alguien necesario. Con este adjetivo no se acaba de expresar la radical exigencia que Jesús hizo ver a sus discípulos: decimos que son necesarios los zapatos, si se trata de caminar por la calle. Pero Jesucristo, para el cristiano, tiene grado mucho mayor de necesidad. Resumidamente les viene a decir: “sin mí nada, conmigo todo”. El cristiano sin Jesucristo no existe. Vendría a ser tan sólo un buen ciudadano, en el mejor de los casos. Quedaría sin relevancia cara a la Vida Eterna, porque sin Él, no tiene sentido pensar en salvación, ni en eternidad, ni en gloria. Podría parecer exagerada la afirmación de Jesús: sin mí no podéis hacer nada, sin embargo, así es. Sin Cristo que nos introduce en su divinidad, la vida del hombre queda sin sentido. Como meros animales listos, nuestra vida pasaría eludiendo dificultades y buscando la mayor satisfacción. Eso sería todo: como la vida actual –por desgracia– de algunos de nuestros iguales.
Resulta especialmente gráfica esta alegoría de la vid y los sarmientos. Los sarmientos con la vid forman un todo. Se diría, incluso, que son una misma realidad: la misma sabia los nutre, buscan el mismo fin, son cuidados por el mismo labrador... Pero, lo más significativo de la alegoría es que el sarmiento debe absolutamente su vida y su eficacia a la vid; pues, en efecto, al separarse de la ella, inmediatamente se seca; en cambio, si es cuidado, podado, si persevera unido a la cepa, conserva y aumenta su lozanía y da más fruto.
Los hábitos y la conducta de cada uno nos ponen de manifiesto si, en nuestro caso, Jesucristo es realmente tan fundamental, si es el fundamento que da consistencia a nuestro ser y a nuestro obrar. Podríamos entretenernos ahora en un pequeño examen. Podríamos fijarnos en si contamos con el Señor, con su ayuda, de modo habitual en nuestros quehaceres, importantes o no: esa ayuda sería la sabia que da eficacia a los sarmientos. Podríamos preguntarnos igualmente, si buscamos en las circunstancias de vida lo que le interesa al Señor, así como la vid y los sarmientos tienen el mismo interés: la producción de los racimos. Pero podemos asimismo interrogarnos sobre algo más amplio: ¿Soy consciente, mientras me ocupo de mis cosas, de que la redención es una tarea actual, que corre también de mi cuenta? Es una pregunta más general, pero suficientemente comprometedora para quien tenga la valentía de formulársela. Aunque la respuesta sea también un tanto genérica, si somos sinceros, podremos deducir hasta qué punto es Jesucristo vid de nuestra vida.
Las palabras con las que Jesús finaliza esta alegoría son, de hecho, una auténtica conclusión: la medida que nuestra real fundamentación en Cristo es el fruto: En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos. El fruto apostólico, las almas que acercamos a Dios, nos hablan de la autenticidad de nuestra vida en Cristo. No hay que preocuparse especialmente por ese fruto, que llegará abundante, sin duda, como las uvas a la vid en el tiempo oportuno. Basta con que la planta con su raíz sea de buena especie. De ahí que únicamente queremos vivir de Cristo y rechacemos otros planteamientos vitales que, aunque más atractivos tal vez en una primera apreciación, se acaban mostrando al poco tiempo tan infecundos como amargos.
Nos dirigimos a nuestra Madre del Cielo. ¡Cómo se parecen a veces los hijos a sus madres! Desde la Cruz del Señor somos hijos de María: de quien ha respondido siempre y en todo a Dios, de Aquella que no quiso tener, ni tuvo nunca, otra ilusión que amarle, aunque se ocupara de las mil tareas que llena la vida de un ama de casa. Vamos a pedirle a nuestra Madre del Cielo que nos eduque, que aprendamos a vivir también sólo para Dios, aunque ocupados de nuestros quehaceres de cada día.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”
Meditar sobre estas palabras de Jesús sobre la vid y los sarmientos, significa percibir la relación que nos liga a él en su dimensión más profunda: Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Es una relación aún más profunda que aquélla que existe entre el pastor y su grey que meditamos el domingo pasado. En el evangelio de hoy descubrimos dónde reside la “fuerza interior” de nuestra religión (cfr. 2 Tim. 3,5).
Pensemos en la realidad natural de donde está sacada la imagen. ¿Qué hay de más íntimamente unido entre sí que la vid y los sarmientos? El sarmiento es un acodo y una prolongación de la vid. De ella viene la savia que lo alimenta, la humedad del suelo y todo aquello que él transforma después en uva bajo los rayos estivales del sol; si no es alimentado por la vid, no puede producir nada, nada serio: ni un pámpano, ni un racimo de uva, nada de nada. Es la misma verdad que san Pablo inculca con la imagen del cuerpo y de los miembros: Cristo es la Cabeza de un cuerpo que es la Iglesia, de la cual cada cristiano es un miembro (cfr. Rom. 12,4 ssq; 1 Cor 12,12 ssq). También el miembro, si está separado del cuerpo, no puede hacer nada.
¿Dónde reposa esta relación aplicada a nosotros los hombres? ¿No contrasta esto con nuestro sentido de autonomía y de libertad, es decir, con nuestro sentimiento de ser un todo y no una parte? Esto reposa sobre un acontecimiento bien preciso que el apóstol san Pablo, con una imagen también sacada de la agricultura, llama un acodo. En el Bautismo, nosotros, que éramos aceitunados de naturaleza salvaje hemos sido injertados en Cristo (cfr. Rom. 11.16); hemos llegado a ser sarmientos de la verdadera vid y ramos del olivo bueno. Todo esto por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom. 5,5). ¡Entre la vid y el sarmiento hay en común el Espíritu Santo!
¿Cuál es entonces nuestra misión de sarmientos? Juan –le hemos oído– tiene un verbo predilecto para expresarlo: “permanecer” (se entiende, unidos a la vida que es Cristo): Permanezcan en mí y yo en ustedes; Si no permanecen en mí...; Quien permanece en mí. Permanecer unidos a la vid y permanecer en Cristo Jesús significa ante todo no abandonar los empeños asumidos en el Bautismo, no ir al país lejano como el hijo pródigo sabiendo bien empero que uno puede separarse de Cristo de golpe, de un solo salto, dándose a una vida de pecado consciente y libre, pero también a pequeños pasos, casi sin darse cuenta, día tras día, infidelidad tras infidelidad, omisión tras omisión, compromiso tras compromiso, dejando primero la comunión, después la misas, después la oración y al final todo.
Permanecer en Cristo significa también algo positivo y es permanecer en su amor (Jn. 15,9). En el amor, se entiende que él tiene por nosotros más que en el amor que nosotros tenemos por él. Significa por tanto permitirle que nos ame, que nos haga pasar su “savia” que es su Espíritu evitando poner entre él y nosotros la barrera insuperable de la autosuficiencia, de la indiferencia y del pecado.
Jesús insiste en la urgencia de permanecer en él haciéndonos ver las consecuencias fatales del separarse de él. El sarmiento que no permanece unido se seca, no lleva fruto, es cortado y arrojado al fuego. No sirve para nada porque la madera de la vid –a diferencia de otras maderas que cortadas sirven para tantos fines– es una madera inútil para cualquier otro fin que no sea el de producir uva (cfr. Ez. 15,1 ssq). Uno puede tener una vida pujante externamente, estar lleno de ideas y de salud, producir energía.
Permanecer en Cristo entonces significa permanecer en su amor, en su ley; a veces significa permanecer en la cruz, “perseverar conmigo en la prueba” (cfr. Lc. 22,28). Pero no sólo permanecer, quedando en el estadio infantil del Bautismo, cuando el sarmiento apenas ha despuntado y se ha injertado; sino más bien crecer hacia la Cabeza (cfr. Ef. 4,15), llegar a ser adulto en la fe, es decir, llevar frutos de buenas obras.
Para un tal crecimiento hay que ser podado y dejarse podar: Todo sarmiento que lleva fruto (mi Padre) lo poda para que lleve más fruto (Jn. 15,2). ¿Qué significa que lo poda? Significa que corta los brotes superfluos y parasitarios (los deseos y apegos desordenados) para que concentre toda su energía en una sola dirección y así realmente crezca. El campesino es muy atento cuando la vid se carga de uva para descubrir y cortar las ramas secas o superfluas para que no comprometan la maduración de todo el resto. Es una gracia grande saber reconocer, en el tiempo de la poda, la mano del Padre y no maldecir ni reaccionar desordenadamente actuando como víctimas perseguidas por no se sabe qué mala suerte.
Ustedes ya están limpios por la palabra que les be anunciado, decía Jesús a sus discípulos (Jn. 15,3). El evangelio que es la palabra de Dios en Cristo Jesús es por tanto como una poda y representa la ascesis fundamental del cristianismo. Ataca la codicia (mamona con sus satélites, la carne y sus concupiscencias), todo lo que, en una palabra, nos disipa en tantos vanos proyectos y deseos terrenos. Fortifica, en cambia, las energías sanas y espirituales; nos concentra sobre verdaderos valores poniendo en crisis los falsos. La palabra de Dios se revela verdaderamente como una espada afilada y de doble boja, en las manos del que la lleva (Apc. 1,16).
Bajo esta luz debemos esforzarnos por ver no sólo nuestros sufrimientos individuales –los lutos, las enfermedades, las angustias que golpean a cada uno de nosotros o a nuestra familia– sino también el gran sufrimiento universal que atenaza a nuestra sociedad y al mundo entero incluso aquél más misterioso de todos que golpea a los inocentes. Desde hace algunos años nos debatimos en una crisis que revela nuestra impotencia para poner paz y orden en nuestra convivencia civil, para encontrar un acuerdo y para poner fin al odio y la violencia. Es también ésta una poda necesaria del orgullo y de la presunción humana. Tal vez el Señor está buscando, de todas las maneras posibles, hacernos entender que sin él no podemos hacer nada (Jn. 15.5).
Es una lección, ésta, que una sociedad trata fácilmente de olvidar apenas logra estar por algún año sin guerras y sin grandes tragedias. El espíritu de Babel –es decir, de la presunción de construir por nosotros mismos la casa– está siempre al acecho. Oímos a tantos jefes nuestros hacer programas muy ambiciosos, terminar cada discurso prometiendo paz, justicia y libertad. Pero todo esto como si dependiera exclusivamente de ellos o a lo sumo de la buena voluntad de todos. Como si no fuera necesario por nada hacer referencia al evangelio y a Dios por ser capaces de mantener ciertos valores comprendido el más elemental de todos que es el respeto a la vida. Como si el odio pudiera ser vencido si no por el amor; como si la venida de Cristo a la tierra hubiera sido un lujo y un sobrante y no en cambio una necesidad absoluta de salvación para todos. Todo esto es una tremenda ilusión que Dios debe quitarnos, de otra manera volveremos a ser paganos como antes de Cristo. Y para quitárnosla Dios no necesita enviarnos duros castigos; le basta dejarnos un poco manejarnos solos y después hacer nos observar, entre las ruinas y el llanto, lo que hemos sido capaces de hacer: si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles (Sal. 127.1).
La palabra de Cristo sobre la vid y los sarmientos adquiere un significado nuevo ahora que pasamos a la parte eucarística y sacrificial de nuestra misa. Estamos por consagrar el vino exprimido de aquella “verdadera vid” en el lagar de la pasión. Nosotros consagramos el “fruto de la vid”, pero consagramos también el fruto “de nuestro trabajo”, es decir, del sarmiento. Dios restituye como bebida de salvación lo que le hemos ofrecido bajo el símbolo del vino.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
En la parroquia de Santa María de “Setteville” (5-V-1985)
– Misterio pascual
“El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante” (Jn 15,5).
Estas palabras del Evangelio de la liturgia de hoy nos introducen una vez más en el misterio pascual de Jesucristo. La Iglesia medita constantemente este misterio; sin embargo, lo hace de modo especial durante los cincuenta días que median entre la Pascua y Pentecostés, cuando la Iglesia naciente recibió en plenitud la fuerza del Espíritu de vida, que fue enviado a los discípulos de parte de Jesús resucitado, sentado a la diestra del Padre.
La resurrección de Cristo es la revelación de la Vida que no conoce los límites de la muerte (tal como sucede para la vida humana y para toda vida en la tierra).
La vida que se revela en la resurrección de Cristo es la vida divina. Al mismo tiempo es vida para nosotros: para el hombre, para la humanidad. La resurrección del Señor es, en efecto, el punto culminante de toda la economía de la salvación. Precisamente la liturgia de este domingo pone de relieve de modo particular esta verdad, sobre todo, mediante la alegoría de la verdadera vid y los sarmientos.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos (Jn 15,5), dice Cristo a los Apóstoles en el marco del gran discurso de despedida en el Cenáculo.
Por estas palabras del Señor vemos cuán estrecha e íntima debe ser la relación entre Él y sus discípulos, casi formando un único ser viviente, una única vida. Sin embargo, inmediatamente después, Jesús precisa nuestra relación de total dependencia respecto a Él: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Hubiera podido decir igualmente: “Sin mí no podéis ni siquiera vivir, ni siquiera existir”. Efectivamente, todo nuestro ser es de Dios. Él es nuestro creador. El hombre que intente prescindir de Dios, es como el sarmiento separado de la vid: “se seca; luego lo recogen y lo echan al fuego y arde” (Jn 15,6).
Unidos a Cristo, vivimos de su misma vida divina y obtenemos lo que pidamos; separados de Él, nuestra existencia se hace estéril y carente de sentido.
– Purificación
Este vínculo orgánico entre Cristo y los discípulos tiene, a la vez, su referencia al Padre. “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador” (Jn 15,1).
En la alegoría, Cristo coloca esta referencia al Padre en el primer lugar, porque toda la unión orgánica vivificante de los sarmientos con la vid tiene su primer principio y su último fin en la relación con el Padre: Él es el labrador. Cristo es principio de vida, en cuanto que Él mismo ha salido del Padre (cfr. Jn 8,42), el cual tiene en sí mismo la vida (Jn 5,26). En definitiva, es el Padre quien se preocupa de los sarmientos, dándoles un trato diverso, según que den o no den fruto, es decir, según que estén vitalmente insertados, o no, en la vid que es Cristo.
Si queremos dar fruto para nuestra salvación y para la de los demás, si queremos ser fecundos en obras buenas con miras al reino, tenemos que aceptar ser podados por el Padre, es decir, ser purificados, y, por lo mismo, robustecidos. Dios permite a veces que los buenos sufran más, precisamente porque sabe que puede contar con ellos, para hacerlos todavía más ricos de buenos frutos. Lo importante es huir de la pretensión de dar fruto por nosotros solos. Lo que hace falta es mantener, más que nunca, en el momento de la prueba, nuestra unión orgánica con Jesús-Vid.
– Mandamientos y conciencia
La lectura de la primera Carta de San Juan manifiesta este vínculo vivificante del sarmiento con la vid, por parte de las obras, del comportamiento, de la conciencia... por parte del corazón.
Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 3,24). Estos mandamientos se resumen en el deber de amar con obras según verdad (1 Jn 3,18), es decir, según esa verdad que nos da el creer en el nombre de su Hijo Jesucristo.
Si nos comprometemos en este sentido quedaremos insertados en la vid y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en el caso de que nuestra conciencia nos condene (1 Jn 3,20). Conseguimos la paz de la conciencia, cuando nos reconciliamos con Dios y con los hermanos “no de palabra ni de boca, sino con obras y según verdad” (1 Jn 3,18).
Esta paz es un don de Dios, de su misericordia que nos perdona. “Él es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1 Jn 3,20): Dios tiene en sí una fuente de vida mucho más potente que la de nuestro corazón: si somos sarmientos en peligro de separarnos, sólo Él puede insertarnos de nuevo en la vid. Si hemos roto la relación con Él a causa del pecado, sólo Él puede reconciliarnos consigo, con tal de que, naturalmente, nosotros lo queramos.
La alegoría de la vid y los sarmientos tiene en la liturgia de hoy, una rica elocuencia pascual. Esta elocuencia es fundamental para cada uno de nosotros que somos discípulos de Cristo. Sólo de Cristo-Vid nace la vitalidad. Los sarmientos, sin un vínculo orgánico con Él, no tienen vida.
La siembra de la Palabra de Dios dará frutos abundantes, en la medida en que ella suponga ese “vínculo orgánico” con Cristo, del que he hablado repetidamente, y una ferviente devoción a la Madre de Dios.
Particular –particularísimo– es este vínculo que existe entre Cristo-Vid y su Madre. También María Santísima es –de manera semejante a Cristo– “vid fecunda” (cfr. Sal 127/128,3), que engendra al “Autor de la vida” (Hch 3,15). Entre todas las criaturas, María es la que da más fruto, porque es el sarmiento más alimentado por Jesús-Vid. Entre María y Jesús se da, pues, un “mirabile commercium”, un maravilloso intercambio, un recíproco, único e incomparable flujo de vida y de fecundidad, que irradia al infinito sobre toda la humanidad sus maravillosos efectos de vida y fecundidad.
La Bienaventurada Virgen es el ejemplo más alto de la criatura que “permanece en Dios” y en la que Dios “permanece”, habita como en un templo. Ella, pues, más que nadie, realiza las palabras del Señor: “Permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15,4).
A Ella, que está más íntimamente unida al Hijo resucitado, a su Madre, confío esta exhortación. “El que permanece en mí –dice el Redentor– da mucho fruto” (Jn 15,5).
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador” La sencillez y el encanto de esta alegoría de Jesús, tan querida en el Antiguo Testamento, no deben privarnos del hondo mensaje que encierra. Dios es el océano de la vida, el origen y la razón de todo viviente. Una vida que no tiene principio ni tampoco fin: eterna. Esa vida la perdimos con la desobediencia en el Paraíso y, tras recuperarla en el Bautismo, la volvemos a perder cuando nos apartamos de Dios como el sarmiento que se separa de la vid.
Dios quiere que tengamos vida eterna, “pero antes de desbordarse sobre todas las criaturas, comienza la vida infinita por derramarse toda entera en Aquél que es el primogénito engendrado ante toda criatura (Col 1,15), Cristo Jesús, cuya santa Humanidad, en virtud de su unión con la Persona del Verbo, participa de los bienes infinitos cuanto es posible a una naturaleza creada. Toda la vida se derrama en Él” (M.V. Bernardot). Esa vida fue la que resucitó a Jesús, el nuevo Adán, “primogénito de muchos hermanos” (Rom, 8,29), y, si estamos unidos a Él como los sarmientos a la cepa, la sabia divina impedirá que la muerte nos seque y seamos arrojados al fuego.
Por la fe y los sacramentos se lleva a término esta unión con la vid, con Cristo, logrando una plenitud de existencia que este mundo no puede proporcionarnos. Por el Bautismo el cristiano se incorpora a Cristo. Toda esa plenitud de vida, de gracia y de virtudes que hay en Él vivifican a la criatura humana. La Confirmación lo fortalece para que pueda obrar rectamente. Por la Eucaristía se apodera de él la misma Vida divina, entrando en comunión con Dios Uno y Trino. “Así como el Padre que me ha enviado, vive y Yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por Mí” (Jn 6,58).
Descendamos al terreno personal. ¿Lucho por identificarme con Jesucristo cumpliendo sus indicaciones y acudiendo al Sacramento de la Reconciliación cuando el egoísmo, la sensualidad, la avaricia, la ira..., me han distanciado de Él? ¿Acudo con frecuencia a la Santa Misa sobreponiéndome a la comodidad? Nos sobra leña y hojarasca y nos falta savia joven, vida nueva del Espíritu. Hay que realizar una poda porque estamos sobrados de egoísmo y de todo lo que él implica. Dios ha querido asociarnos a su vida eterna y feliz. Esos deseos que laten en todo corazón humano de que llegue un día en que ya no haya llanto, ni fatigas, ni dolores, ni luto (Cfr Apoc 21,4), serán realidad si permanecemos unidos a Él como los sarmientos a la vid.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Vivir unidos a Cristo es estar convocados a dar frutos de vida eterna”
Se advierte el interés de san Lucas por mostrar la profunda unidad que cohesionaba a toda la Iglesia, por encima de las pequeñas diferencias que podían surgir. Lo importante era que el Evangelio fuera uno.
Seguro que Cristo, al emplear la alegoría de la vid, no está pensando en dicotomías: por un lado la Cepa y por otro las ramas. Estaría hablando de Él como la totalidad de la Vid, el Cuerpo total, haciendo verdad la profecía de la Viña-Pueblo de Israel. No es menoscabo del papel de las ramas; es ratificación de que “sin Él no podemos hacer nada”. Si la savia de la cepa o tronco es la única que hay en la vid, ¿qué son los sarmientos sino prolongaciones del tronco para dar fruto? Cuando ningún miembro de la comunidad de la Iglesia intenta “vivir por su cuenta”, la Vid está completa. Si alguien lo pretende, no será nada; será muerte, porque no contará con la única savia-Vida.
Desde el primer tercio del siglo XIX se viene hablando de un Dios que aniquila al hombre, que lo destruye, lo aliena, le impide ser él mismo pero la pregunta que hemos de hacernos es: ¿en qué Dios estarían pensando quienes así hablaban? Desde luego no en el de Jesús. Porque desde el primer momento busca quitar del Dios Verdadero los muchos disfraces que ocultan su auténtico rostro.
— “La Iglesia es labranza o campo de Dios. En este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles. El labrador del cielo la plantó como viña selecta. La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada” (755; cf. 1988).
— “Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos «el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza»” (736).
— “Sin mí no podéis hacer nada”:
“Jesús dice: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12)” (2074).
— “Pues, así como la raíz hace llegar su misma manera de ser a los sarmientos, del mismo modo el Verbo Unigénito de Dios Padre comunica a los santos una especie de parentesco consigo mismo y con el Padre, al darles parte en su propia naturaleza, y otorga su Espíritu a los que están unidos con Él por la fe: y así les comunica una santidad inmensa, los nutre en la piedad y los lleva al conocimiento de la verdad, y a la práctica de la virtud” (San Cirilo de Alejandría, In Ev. Joann. lib 10,2).
Al advertirnos de que sin Él no podemos hacer nada, Cristo no invita a la esperanza pasiva, sino a hacer todo lo que podamos, pero desde Él, con Él y por Él.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
La vid y los sarmientos.
– Jesucristo es la vid verdadera. La vida divina en el alma.
I. Yo soy la verdadera vid, y vosotros los sarmientos; el que permanece en mí, y yo en él, ése da fruto abundante, leemos en el Evangelio de la Misa.
El pueblo elegido había sido comparado con frecuencia, por su ingratitud, a una viña; así, se habla de la ruina y restauración de la viña arrancada de Egipto y plantada en otra tierra ; en otra ocasión, Isaías expresa la queja del Señor porque su viña, después de incontables cuidados, esperando que le diera uvas le dio agrazones, uvas amargas. También Jesús utilizó la imagen de la viña para significar el rechazo de los judíos al Mesías y la llamada a los gentiles.
Pero aquí el Señor emplea la imagen de la vid y de los sarmientos en un sentido totalmente nuevo. Cristo es la verdadera vid, que comunica su propia vida a los sarmientos. Es la vida de la gracia que fluye de Cristo y se comunica a todos los miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia. Sin esa savia nueva no producen ningún fruto porque están muertos, secos.
Es una vida de tan alto valor, que Jesús derramó hasta la última gota de su sangre para que nosotros pudiésemos recibirla. Todas sus palabras, acciones y milagros nos introducen progresivamente en esta nueva vida, enseñándonos cómo nace y crece en nosotros, cómo muere y cómo se nos restituye si la hemos perdido. Yo he venido, nos dice, para que tengan vida y la tengan en abundancia. Permaneced en mí y yo en vosotros.
¡Nos hace partícipes de la misma vida de Dios! El hombre, en el momento del Bautismo, es transformado en lo más profundo de su ser, de tal modo que se trata de una nueva generación, que nos hace hijos de Dios, hermanos de Cristo, miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. Esta vida es eterna, si no la perdemos por el pecado mortal. La muerte ya no tiene verdadero poder sobre quien la posea, que no morirá para siempre; cambiará de casa , para ir a morar definitivamente en el Cielo. Jesús quiere que sus hermanos participen de lo que Él tiene en plenitud. “La vida que de la Trinidad adorable se había derramado en su santa Humanidad se desborda de nuevo, se extiende y se propaga. De la cabeza desciende a los miembros (...). La cepa y los sarmientos forman un mismo ser, se nutren y obran juntamente, produciendo los mismos frutos porque están alimentados por la misma savia”.
Esto os escribo, nos dice San Juan después de habernos narrado incontables maravillas, para que conozcáis que tenéis la vida eterna. Esta vida nueva la recibimos o se fortalece de modo particular a través de los sacramentos, que el Señor quiso instituir para que de una manera sencilla y asequible pudiera llegar la Redención a todos los hombres. En estos siete signos eficaces de la gracia encontramos a Cristo, el manantial de todas las gracias. “Allí nos habla Él, nos perdona, nos conforta; allí nos santifica, allí nos da el beso de la reconciliación y de la amistad; allí nos da sus propios méritos y su propio poder; allí se nos da Él mismo”.
– “Jesús nos poda para que demos más fruto”. Sentido del dolor y de la mortificación. La Confesión frecuente.
II. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto.
El cristiano que rompe con los canales por los que le llega la gracia –la oración y los sacramentos– se queda sin alimento para su alma, y “ésta acaba muriendo a manos del pecado mortal, porque sus reservas se agotan y llega un momento en que ni siquiera es necesaria una fuerte tentación para caer: se cae él solo porque carece de fuerzas para mantenerse de pie. Se muere porque se le acaba la vida. Pero si los canales de la gracia no están expeditos porque una montaña de desgana, negligencia, pereza, comodidad, respetos humanos, influencias del ambiente, prisas y otros quehaceres (...) los obstruye, entonces la vida del alma va languideciendo y uno malvive hasta que acaba por morir. Y, desde luego, su esterilidad es total, porque no da fruto alguno”.
La voluntad del Señor, sin embargo, es que demos fruto y lo demos en abundancia. Por eso poda al sarmiento para que dé más fruto. Y dice Jesús a continuación: Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. El Señor ha utilizado el mismo verbo para hablar de la poda de los sarmientos y de la limpieza de sus discípulos. Al pie de la letra habría que traducir: “A todo el que da fruto lo limpia para que dé más fruto”.
Hemos de decirle con sinceridad al Señor que estamos dispuestos a dejar que arranque todo lo que en nosotros es un obstáculo a su acción: defectos del carácter, apegamientos a nuestro criterio o a los bienes materiales, respetos humanos, detalles de comodidad o de sensualidad... Aunque nos cueste, estamos decididos a dejarnos limpiar de todo ese peso muerto, porque queremos dar más fruto de santidad y de apostolado.
El Señor nos limpia y purifica de muchas maneras. En ocasiones permitiendo fracasos, enfermedades, difamaciones... ¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos? – Consuélate: te exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda, ut fructum plus afferas –para que des más fruto.
¡Claro!: duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué madurez en las obras!
También ha querido el Señor que tengamos muy a mano el sacramento de la Penitencia, para que purifiquemos nuestras frecuentes faltas y pecados. La recepción frecuente de este sacramento, con verdadero dolor de los pecados, está muy relacionada con esa limpieza de alma necesaria para todo apostolado.
– Unión con Cristo. El apostolado, “sobreabundancia de la vida interior”. El sarmiento seco.
III. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
En el trato personal con Jesucristo nos disponemos y aprendemos a ser eficaces, a comprender, a estar alegres, a querer de verdad a los demás y a llevarlos más cerca de Dios; a ser buenos cristianos, en definitiva. “Por tanto –comenta San Agustín–, todos nosotros, unidos a Cristo nuestra Cabeza, somos fuertes, pero separados de nuestra Cabeza no valemos para nada (...). Porque unidos a nuestra cabeza somos vid; sin nuestra cabeza (...) somos sarmientos cortados, destinados no al uso de los agricultores, sino al fuego. De aquí que Cristo diga en el Evangelio: Sin mí no podéis hacer nada. ¡Oh Señor! Sin ti nada, contigo todo (...). Sin nosotros Él puede mucho o, mejor, todo; nosotros sin Él nada”.
Son muy diversos los frutos que el Señor espera de nosotros. Pero todo sería inútil, como el intentar recoger buenos racimos de un sarmiento que quedó desgajado de la cepa, si no tenemos vida de oración, si no estamos unidos al Señor. Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: sólo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el corazón de la gente (Cfr. Sal 103, 15), aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad.
La vida de unión con el Señor trasciende el ámbito personal y se manifiesta en el modo de trabajar, en el trato con los demás, en las atenciones con la familia..., en todo. De esa unidad con el Señor brota la riqueza apostólica, pues el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior. Ya que Cristo es “la fuente y origen de todo apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado de los laicos depende de la unión vital que tengan con Cristo. Lo afirma el Señor: El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles... Los laicos deben servirse de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa unión, realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios”.
En todas las facetas de la vida pasa lo mismo: “nadie da lo que no tiene”. Sólo del árbol bueno se pueden recoger frutos buenos. “Los sarmientos de la vid son de lo más despreciable si no están unidos a la cepa; y de lo más noble si lo están (...). Si se cortan no sirven de nada, ni para el viñador ni para el carpintero. Para los sarmientos una de dos: o la vid o el fuego. Si no están en la vid, van al fuego; para no ir al fuego, que estén unidos a la vid”.
¿Estamos dando los frutos que el Señor esperaba de nosotros? A través de nuestro trato, ¿se han acercado nuestros amigos a Dios? ¿Hemos facilitado que alguno de ellos se encamine al sacramento de la Confesión? ¿Damos frutos de paz y de alegría en medio de quienes más tratamos cada día? Son preguntas que nos podrían ayudar a concretar algún propósito antes de terminar nuestra oración. Y lo hacemos junto a María, que nos dice: Como vid eché hermosos sarmientos, y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos. El que me halla a mí, halla la vida y alcanzará el favor de Yahvé. Ella es el camino corto por el que llegamos a Jesús, que nos llena de su vida divina.
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Rev. D. Joan MARQUÉS i Suriñach (Vilamari, Girona, España) (www.evangeli.net)
«La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto»
Hoy, el Evangelio presenta la alegoría de la vid y los sarmientos. Cristo es la verdadera vid, nosotros somos los sarmientos y el Padre es el viñador.
El Padre quiere que demos mucho fruto. Es lógico. Un viñador planta la viña y la cultiva para que produzca fruto abundante. Si nosotros montamos una empresa, querremos que rinda. Jesús insiste: «Yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto» (Jn 15,16).
Eres un elegido. Dios se ha fijado en ti. Por el bautismo te ha injertado en la viña que es Cristo. Tienes la vida de Cristo, la vida cristiana. Posees el elemento principal para dar fruto: la unión con Cristo, porque «el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid» (Jn 15,4). Jesús lo dice taxativamente: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). «Su fuerza no es sino suavidad; nada hay tan blando como esto, y nada como esto tan firme» (San Francisco de Sales). ¿Cuántas cosas has querido hacer sin Cristo? El fruto que el Padre espera de nosotros es el de las buenas obras, el de la práctica de las virtudes. ¿Cuál es la unión con Cristo que nos hace capaces de dar este fruto? La fe y la caridad, es decir, permanecer en gracia de Dios.
Cuando vives en gracia, todos los actos de virtud son frutos agradables al Padre. Son obras que Jesucristo hace a través tuyo. Son obras de Cristo que dan gloria al Padre y se convierten en cielo para ti. ¡Vale la pena vivir siempre en gracia de Dios! «Si alguno no permanece en mí [por el pecado], es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego (...) los echan al fuego y arden» (Jn 15,6). Es una clara alusión al infierno. ¿Eres como un sarmiento lleno de vida?
Que la Virgen María nos ayude a aumentar la gracia para que produzcamos frutos en abundancia que den gloria al Padre.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Dar fruto
«Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí».
Eso dice Jesús.
Y tú, sacerdote, ¿permaneces en Él?
¿Das fruto?
¿Tu fruto es abundante, y ese fruto permanece?
Tu Señor habla del fruto de tu fe puesta en obras, sacerdote, porque una fe sin obras es una fe muerta. En cambio, las obras realizadas por la fe producen fruto.
Por tanto, muestra al mundo tus obras, y ellos verán el tamaño de tu fe. Y por tus frutos te reconocerán.
Tu Señor también te dice que el que no da fruto no sirve para nada, y a ese el Padre lo arranca de Él. Y el que no está unido a Cristo se seca, no tiene vida, porque la vida es Él.
Y tú, sacerdote, ¿estás unido a tu Señor?
¿Permaneces en Él?
¿Das fruto?
¿Tu fruto es abundante?
¿Glorificas al Padre?
Lo que une es el amor, sacerdote.
Tu Señor es el amor, y está a la puerta y llama.
Y tú, sacerdote, ¿le abres la puerta?
¿Lo dejas entrar?
¿Recibes su amor?
¿Te dejas amar?
¿Permaneces en Él, como Él permanece en ti?
¿Amas?
Rema mar adentro, sacerdote, y descubre la sensibilidad o la frialdad de tu corazón.
¿Tienes corazón de piedra, o conservas el corazón de carne que te ha dado tu Señor?
¿Compartes sus mismos sentimientos, o has dejado enfriar tu corazón?
¿Reconoces los dones que Dios te ha dado y los usas bien?
¿Los pones a disposición de los demás, o los usas para tu propio beneficio?
¿Eres generoso, o te domina el egoísmo?
Porque, aunque tuvieras el don de profecía, y conocieras todos los misterios y la ciencia; aunque tuvieras una fe tan grande como para mover montañas, si no tienes amor, sacerdote, no eres nada.
Y aunque entregaras tu vida sirviendo con tu trabajo a los demás, y les repartieras todos tus bienes, si no tienes amor, sacerdote, no das fruto, no sirves para nada.
El fruto en abundancia se consigue haciendo las cosas más pequeñas, pero con mucho amor, porque, aunque nadie las vea, el amor da fruto y ese fruto glorifica a Dios.
Permanece en el amor, sacerdote, para que permanezcas unido a tu Señor, para que des mucho fruto, y ese fruto, permanezca.
Abandona tu voluntad a la voluntad de tu Señor, agradeciendo su bondad, y pidiéndole su ayuda, porque sin Él nada puedes.
Escucha las palabras de tu Señor, y ponlas en práctica, para que permanezcas en Él y en su Palabra, haciendo sus obras, por tu fe.
Déjalo obrar en ti, para que tus obras no sean tuyas, sino que sean de Él.
Entonces harás sus obras y aún mayores, porque Él va al Padre, y todo lo que pidas en su nombre Él lo hará, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Tu Señor es la vid, y tú eres el sarmiento, sacerdote. Permanece en Él, para que des vida por Él, con Él y en Él, porque tu Señor ha venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.
(Espada de Dos Filos II, n. 75)
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