Domingo 4 de Pascua (Ciclo C)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Domingo IV de Pascua (ciclo C)

Domingo del Buen Pastor

Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones (Sacerdotales y Religiosas)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Regina Caeli 2013 - 2016
  • BENEDICTO XVI – Regina Caeli 2007 y 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

YO LAS CONOZCO Y ELLAS ME SIGUEN 

Hech 13,14. 43-52; Apoc 7, 9. 14-17: Jn 10, 27-30

En este discurso Jesús se refiere a sus discípulos con la imagen de las ovejas. Ese lenguaje podría hacernos incurrir en malentendidos, como si la vida cristiana fuera una relación entre manipulador y manipulado. Si leemos con detenimiento apreciamos que se trata de una relación personal e íntima Las personas son capaces de escuchar la voz de Jesús, la distinguen de otras voces. Más aún, escuchan a Jesús porque de ese diálogo reciben el mayor de los beneficios, la vida eterna. Jesús no es equiparable a un líder que regala cuotas de poder, ni beneficios materiales a corto plazo. Es un mensaje trascendente, que no queda atrapado en la dimensión terrenal. Si conectamos este Evangelio con el relato de los Hechos de los Apóstoles, apreciamos que los oyentes acogen el mensaje cristiano de manera voluntaria: mientras que unos creen, otros se resisten y persiguen a los misioneros.

ANTÍFONA ENTRADA Cfr. Sal 32,5-6

La tierra está llena del amor del Señor y su palabra hizo los cielos. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, te pedimos que nos lleves a gozar de las alegrías celestiales para que tu rebaño, a pesar de su fragilidad, llegue también a donde lo precedió su glorioso Pastor. El, que vive y reina contigo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Ahora nos dirigiremos a los paganos.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 13, 14. 43-52

En aquellos días, Pablo y Bernabé prosiguieron su camino desde Perge hasta Antioquía de Pisidia, y el sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Cuando se disolvió la asamblea, muchos judíos y prosélitos piadosos acompañaron a Pablo y a Bernabé, quienes siguieron exhortándolos a permanecer fieles a la gracia de Dios. El sábado siguiente casi toda la ciudad de Antioquía acudió a oír la palabra de Dios. Cuando los judíos vieron una concurrencia tan grande, se llenaron de envidia y comenzaron a contradecir a Pablo con palabras injuriosas. Entonces Pablo y Bernabé dijeron con valentía: “La palabra de Dios debía ser predicada primero a ustedes; pero como la rechazan y no se juzgan dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos. Así nos lo ha ordenado el Señor, cuando dijo: Yo te he puesto como luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”.

Al enterarse de esto, los paganos se regocijaban y glorificaban la palabra de Dios, y abrazaron la fe todos aquellos que estaban destinados a la vida eterna.

La palabra de Dios se iba propagando por toda la región. Pero los judíos azuzaron a las mujeres devotas de la alta sociedad y a los ciudadanos principales, y provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé, hasta expulsarlos de su territorio.

Pablo y Bernabé se sacudieron el polvo de los pies, como señal de protesta, y se marcharon a Iconio, mientras los discípulos se quedaron llenos de alegría y del Espíritu Santo.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 99, 2.3.5

R/. El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo. Aleluya.

Alabemos a Dios todos los hombres, sirvamos al Señor con alegría y con júbilo entremos en su templo. R/.

Reconozcamos que el Señor es Dios, que él fue quien nos hizo y somos suyos, que somos su pueblo y su rebaño. R/.

Porque el Señor es bueno, bendigámoslo, porque es eterna su misericordia y su fidelidad nunca se acaba. R/.

SEGUNDA LECTURA

El Cordero será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida.

Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan: 7, 9.14-17

Yo, Juan, vi una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas. Todos estaban de pie, delante del trono y del Cordero; iban vestidos con una túnica blanca y llevaban palmas en las manos.

Uno de los ancianos que estaban junto al trono, me dijo: “Éstos son los que han pasado por la gran tribulación y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su templo, y el que está sentado en el trono los protegerá continuamente.

Ya no sufrirán hambre ni sed, no los quemará el sol ni los agobiará el calor. Porque el Cordero, que está en medio del trono, será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida, y Dios enjugará de sus ojos toda lágrima”. Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 10, 14 

R/. Aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor, dice el Señor; yo conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí. R/.

EVANGELIO

Yo les doy la vida eterna a mis ovejas.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 10, 27-30

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. El Padre y yo somos uno”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Concédenos, Señor, vivir siempre llenos de gratitud por estos misterios pascuales que celebramos, para que, continuamente renovados por su acción se conviertan para nosotros en causa de eterna felicidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN

Ha resucitado el Buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas y se entregó a la muerte por su rebaño. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Buen Pastor, vela con solicitud por tu rebaño y dígnate conducir a las ovejas que redimiste con la preciosa sangre de tu Hijo, a las praderas eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Nos dirigimos a los gentiles (Hch 13,14.43-52)

1ª lectura

Pablo esperaba quizá que el cristianismo arraigara entre los judíos, de modo que la sinagoga entera desembocara pacífica y religiosamente en el Evangelio, que era su natural culminación según los planes divinos. La experiencia le dio a conocer una realidad muy distinta, y le enfrentó con el desconcertante misterio de la infidelidad de gran parte del pueblo elegido, que era su propio pueblo (cfr Rm 9,1-11,36). Sin embargo, la evangelización del mundo pagano no es una consecuencia del endurecimiento judío. Deriva, por el contrario, del carácter universal del cristianismo, que ofrece a todos los hombres la única gracia que puede salvar, perfecciona la Ley mosaica y supera los límites étnicos y geográficos del judaísmo.

Pablo y Bernabé apoyados en los textos sagrados afirman que desde ahora se dirigirán en su misión a los gentiles (vv. 46-47). Lo mismo dirán después (18,6; 28,28). Sin embargo, el libro de los Hechos muestra que se siguieron dirigiendo en primer lugar a los judíos. De esta manera, como el mismo Apóstol explica en la Carta a los Romanos, no hace sino seguir las huellas de Cristo: «Por esto, con verdad afirma Pablo que Cristo consagró su ministerio al servicio de los ju­díos, para dar cumplimiento a las promesas hechas a los padres y para que los paganos alcanzasen misericordia, y así ellos también le diesen gloria como a creador y hacedor, salvador y redentor de todos. De este modo alcanzó a todos la misericordia divina, sin excluir a los paganos, de manera que el designio de la sabiduría de Dios en Cristo obtuvo su finalidad; por la misericordia de Dios, en efecto, fue salvado todo el mundo» (S. Cirilo de Alejandría, Commentarium in Romanos 15,7).

Una gran multitud que nadie podía contar (Ap 7,9.14b-17)

2ª lectura

Esta visión muestra la situación gloriosa de la que gozan los redimidos por Cristo tras la muerte. «La sangre del Cordero que se ha inmolado por todos ha ejercitado en cada ángulo de la tierra su universal y eficacísima virtud redentora, aportando gracia y salvación a esa “muchedumbre inmensa”. Después de haber pasado por las pruebas y de ser purificados en la sangre de Cristo, ellos —los redimidos— están a salvo en el Reino de Dios y lo alaban y bendicen por los siglos» (S. Juan Pablo II, Homilía 1-XI-1981).

La finalidad de la revelación de esas escenas consoladoras es fomentar el afán de imitar a estos cristianos, que fueron como nosotros y que ahora se encuentran ya victoriosos en el Cielo. Para lograrlo la Iglesia nos invita a pedir: «Señor, Dios nuestro, que santificaste los ­comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires; concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y la santa alegría de la victoria» (Misal Romano, Santos Protomártires de la Santa Iglesia Romana, Oración colecta).

Jesús, el buen pastor (Jn 10,27-30)

Evangelio

Jesús vuelve a servirse de la imagen del pastor. Es como si dijera —comenta San Gregorio Magno— que «la prueba de que conozco al Padre y el Padre me conoce a mí (...) es la caridad con que muero por mis ovejas» (Homiliae in Evangelia 14,3). Quienes se resistan a reconocer que Jesús realiza sus obras de parte de su Padre no podrán creer. Jesús da su gracia a todos, pero algunos ponen obstáculos y no quieren abrirse a la fe. «Puedo ver gracias a la luz del sol; pero si cierro los ojos, no veo: esto no es por culpa del sol sino por culpa mía, porque al cerrar los ojos impido que me llegue la luz solar» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Ioannisad loc.).

En el v. 30, Jesús manifiesta la identidad sustancial entre Él y el Padre. Antes había proclamado a Dios como Padre suyo «haciéndose igual a Dios» (5,18); por esto los judíos habían pensado varias veces en darle muerte (cfr 5,18; 8,59). Ahora habla acerca del misterio de Dios, que los hombres sólo podemos conocer por revelación. Más adelante, en la Ultima Cena, volverá a desvelar ese misterio (14,10; 17,21-22). El evangelista ya lo contemplaba al comienzo del prólogo (cfr 1,1 y nota). «Escucha —invita San Agustín— al mismo Hijo: Yo y el Padre somos uno. No dijo: “Yo soy el Padre”, ni “Yo y el Padre es uno mismo”. Sino que en la expresión Yo y el Padre somos uno hay que fijarse en las dos palabras: somos y uno (...). Porque si son uno entonces no son diversos, y si somos, entonces hay un Padre y un Hijo» (In Ioannis Evangelium 36,9). Jesús revela su unidad con el Padre en cuanto a la esencia o naturaleza divina, pero al mismo tiempo manifiesta la distinción personal entre el Padre y el Hijo. «Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, Persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos. Así, en las tres Personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí, la vida y felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con excelencia máxima y gloria propia de la Esencia increada; y siempre hay que venerar la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 10).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

El Buen Pastor

Mis ovejas oyen mi voz. Yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna. Recordaréis que antes había dicho: Y entrarán, y saldrán y hallarán pastos. Hemos entrado creyendo y salimos muriendo. Y así como hemos entrado por la puerta de la fe, así salgamos del cuerpo con la misma fe, y de este modo salimos por la misma puerta, para poder hallar los pastos. Buen pasto es la vida eterna, donde la hierba no se seca, siempre está toda verde y lozana. Hay una hierba que se llama siempreviva; sólo allí se encuentra. Yo, dice, les daré la vida eterna a mis ovejas. Vosotros sólo maquináis calumnias, porque sólo pensáis en la vida presente. 

Y no perecerán eternamente, como si quisiera decirles: Vosotros pereceréis eternamente porque no sois de mis ovejas. Nadie las arrebatará de mi mano. Escuchad con mayor atención: Lo que mi Padre me ha dado, sobrepuja a todo. ¿Qué podrán el lobo, el ladrón y el salteador? No perderán sino a los predestinados a la muerte. Pero de aquellas ovejas de las cuales dice el Apóstol: Conoce el Señor quiénes son los suyos. A quienes previo, los predestinó; a quienes predestinó, los llamó; a quienes llamó, los justificó, y a quienes justificó, a estos mismos glorificó; de estas ovejas ni el lobo arrebata, ni el ladrón roba, ni el salteador mata. Seguro está de su número, porque sabe lo que dio por ellas. Por eso dice que nadie las arrebatará de sus manos; y, dirigiéndose al Padre, dice que lo que el Padre le dio supera a todo. ¿Qué es lo que el Padre le dio que vale más que todo? El ser su Hijo unigénito. ¿Qué quiere significar el vocablo dio? ¿Existía ya aquel a quien daba, o lo dio con la generación? Porque, si existía aquel a quien daba el ser Hijo, hubo un tiempo en que no era Hijo. Jamás tengáis el pensamiento de que en algún tiempo Cristo existiera sin ser Hijo. De nosotros bien puede decirse, pues en algún tiempo éramos hijos de los hombres, pero no éramos hijos de Dios. A nosotros la gracia de Dios nos hizo hijos suyos; a Él, la naturaleza, porque así ha nacido. Ni te asiste razón para decir que no existía antes de nacer, porque nunca nació quien era coeterno del Padre. El que lo vea que lo entienda, y quien no lo entienda, que lo crea; nútrase con la fe y lo entenderá. El Verbo de Dios estuvo siempre con el Padre, y siempre fue Verbo; y porque es Verbo, es Hijo. Siempre Hijo y siempre igual. No es igual por haber crecido, sino por haber nacido es igual, porque siempre nace el Hijo del Padre, Dios de Dios, coeterno del eterno. El Padre no tiene del Hijo el ser Dios; el Hijo tiene del Padre el ser Dios, porque el Padre le dio el ser Dios engendrándole, y en la misma generación le dio el ser coeterno a Él y el ser igual a Él. Esto es lo que es más que todo. ¿Cómo el Hijo es la Vida y tiene la vida? Lo que Él tiene, eso es. Una cosa es lo que tú eres y otra cosa es lo que tienes. Tienes, por ejemplo, sabiduría, ¿eres tú la sabiduría? Y porque tú no eres lo que tienes, si pierdes lo que tienes, te haces no poseedor, y así unas veces lo pierdes, otras veces lo recuperas. Nuestros ojos no son inseparables de la luz: la reciben cuando se abren, la pierden cuando se cierran. No es Dios de este modo el Hijo de Dios, el Verbo del Padre. No es el Verbo de tal forma que no sea cuando deja de sonar, sino que permanece desde su nacimiento. Tiene la sabiduría de modo que Él es la sabiduría y hace a otros sabios. Tiene la vida de modo que Él es la vida y hace que otros sean seres vivos. Esto es lo que es mayor que todo. Queriendo hablar del Hijo de Dios el evangelista San Juan, mira al cielo y a la tierra, los mira y se remonta sobre ellos. Sobre el cielo contempla los millares de ejércitos angélicos, contempla con la mente a todas las criaturas, como el águila contempla las nubes, y, remontándose sobre todas ellas, llega a aquello, que es mayor que todo, y dice: En el principio era el Verbo. Pero, como aquel de quien Él es Verbo no procede del Verbo, y el Verbo procede de aquel cuyo es el Verbo, dice: Lo que me dio el Padre, esto, es el ser su Verbo, el ser su Hijo unigénito y esplendor de su luz, es mayor que todas las cosas. Nadie, por lo tanto, arrebata a mis ovejas de mis manos. Nadie puede arrebatarlas de las manos de mi Padre.

De mis manos, de las manos de mi Padre. ¿Qué quiere significar diciendo: Nadie las arrebata de mis manos, nadie las arrebata de las manos de mi Padre? ¿Por ventura es la misma la mano del Padre y la del Hijo, o acaso el Hijo es la mano del Padre? Si por la mano entendemos el poder, uno es el poder del Padre y del Hijo, porque una es la divinidad; pero, si por mano entendemos lo que dijo el profeta: ¿A quién ha sido revelado el brazo del Señor?, entonces la mano del Padre es el mismo Hijo. Mas no se dicen estas cosas como si Dios tuviese forma humana y como miembros corporales, sino que indican que por ese brazo han sido hechas todas las cosas. También los hombres suelen llamar brazos suyos a otros hombres, por medio de los cuales hacen lo que ellos quieren. Y algunas veces se llama mano del hombre a la obra que ejecutaron sus manos; por ejemplo, cuando uno dice que conoce su mano al ver un escrito suyo. Entendiéndose, pues, de varios modos la mano del hombre, que propiamente la posee entre los miembros de su cuerpo, ¿por qué se le ha de dar una sola interpretación a la mano de Dios, que no tiene forma corporal alguna? Por lo cual, en este lugar, con mejor acuerdo, por la mano del Padre y del Hijo entendemos el poder del Padre y del Hijo para evitar que, al oír decir aquí que el Hijo es la mano del Padre, pueda surgir el pensamiento carnal de buscar al Hijo un hijo suyo, del cual se diga que es la mano de Cristo. Luego nadie las arrebata de mis manos significa que nadie me las arrebata a mí.

Pero, para que alejes de ti toda clase de duda, escucha lo que sigue: Yo y el Padre somos una sola cosa. Hasta aquí pudieron tolerar los judíos; pero cuando oyeron: Yo y el Padre somos una sola cosa, no pudieron contenerse, y, persistiendo en su acostumbrada dureza, apelaron a las piedras. Cogieron piedras para apedrearle. Y el Señor, que no padecía cuando no quería, y que no padeció sino lo que quiso padecer, sigue aun hablando a quienes intentaban apedrearle. Cogieron piedras los judíos para apedrearle. Respondióles Jesús: Muchas obras buenas os he manifestado acerca de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis? Y ellos replicaron: No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por la blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces Dios. Contestaron a lo que Él había dicho: Yo y el Padre somos una sola cosa. Ved cómo los judíos entendieron lo que no comprenden los arrianos. Por eso se enfurecieron, porque entendieron que, cuando no hay igualdad entre el Padre y el Hijo, no se puede decir: Yo y el Padre somos una sola cosa.

(Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), BAC, Madrid, 1965, pp. 164-168)

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FRANCISCO – Regina Caeli 2013 - 2016

2013

El misterio de la vocación

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El cuarto domingo del tiempo de Pascua se caracteriza por el Evangelio del Buen Pastor, que se lee cada año. El pasaje de hoy refiere estas palabras de Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, lo que me ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 27-30). En estos cuatro versículos está todo el mensaje de Jesús, está el núcleo central de su Evangelio: Él nos llama a participar en su relación con el Padre, y ésta es la vida eterna.

Jesús quiere entablar con sus amigos una relación que sea el reflejo de la relación que Él mismo tiene con el Padre: una relación de pertenencia recíproca en la confianza plena, en la íntima comunión. Para expresar este entendimiento profundo, esta relación de amistad, Jesús usa la imagen del pastor con sus ovejas: Él las llama y ellas reconocen su voz, responden a su llamada y le siguen. Es bellísima esta parábola. El misterio de la voz es sugestivo: pensemos que desde el seno de nuestra madre aprendemos a reconocer su voz y la del papá; por el tono de una voz percibimos el amor o el desprecio, el afecto o la frialdad. La voz de Jesús es única. Si aprendemos a distinguirla, Él nos guía por el camino de la vida, un camino que supera también el abismo de la muerte.

Pero, en un momento determinado, Jesús dijo, refiriéndose a sus ovejas: «Mi Padre, que me las ha dado» (cf. 10, 29). Esto es muy importante, es un misterio profundo, no fácil de comprender: si yo me siento atraído por Jesús, si su voz templa mi corazón, es gracias a Dios Padre, que ha puesto dentro de mí el deseo del amor, de la verdad, de la vida, de la belleza y Jesús es todo esto en plenitud. Esto nos ayuda a comprender el misterio de la vocación, especialmente las llamadas a una especial consagración. A veces Jesús nos llama, nos invita a seguirle, pero tal vez sucede que no nos damos cuenta de que es Él, precisamente como le sucedió al joven Samuel. Hay muchos jóvenes hoy, aquí en la plaza. Sois muchos vosotros, ¿no? Se ve Eso. Sois muchos jóvenes hoy aquí en la plaza. Quisiera preguntaros: ¿habéis sentido alguna vez la voz del Señor que, a través de un deseo, una inquietud, os invitaba a seguirle más de cerca? ¿Le habéis oído? No os oigo. Eso... ¿Habéis tenido el deseo de ser apóstoles de Jesús? Es necesario jugarse la juventud por los grandes ideales. Vosotros, ¿pensáis en esto? ¿Estáis de acuerdo? Pregunta a Jesús qué quiere de ti y sé valiente. ¡Pregúntaselo! Detrás y antes de toda vocación al sacerdocio o a la vida consagrada, está siempre la oración fuerte e intensa de alguien: de una abuela, de un abuelo, de una madre, de un padre, de una comunidad. He aquí porqué Jesús dijo: «Rogad, pues, al Señor de la mies —es decir, a Dios Padre— para que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 38). Las vocaciones nacen en la oración y de la oración; y sólo en la oración pueden perseverar y dar fruto. Me complace ponerlo de relieve hoy, que es la «Jornada mundial de oración por las vocaciones». Recemos en especial por los nuevos sacerdotes de la diócesis de Roma que tuve la alegría de ordenar esta mañana. E invoquemos la intercesión de María. Hoy hubo diez jóvenes que dijeron «sí» a Jesús y fueron ordenados sacerdotes esta mañana… Es bonito esto. Invoquemos la intercesión de María que es la Mujer del «sí». María dijo «sí», toda su vida. Ella aprendió a reconocer la voz de Jesús desde que le llevaba en su seno. Que María, nuestra Madre, nos ayude a reconocer cada vez mejor la voz de Jesús y a seguirla, para caminar por el camino de la vida. Gracias.

Muchas gracias por el saludo, pero saludad también a Jesús. Gritad «Jesús», fuerte. Recemos todos juntos a la Virgen.

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2014

«Importunad a los pastores, para que os den la guía de la doctrina y de la gracia».

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El evangelista Juan nos presenta, en este IV domingo del tiempo pascual, la imagen de Jesús Buen Pastor. Contemplando esta página del Evangelio, podemos comprender el tipo de relación que Jesús tenía con sus discípulos: una relación basada en la ternura, en el amor, en el conocimiento recíproco y en la promesa de un don inconmensurable: «Yo he venido —dice Jesús— para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Tal relación es el modelo de las relaciones entre los cristianos y de las relaciones humanas.

También hoy, como en tiempos de Jesús, muchos se proponen como «pastores» de nuestras existencias; pero sólo el Resucitado es el verdadero Pastor que nos da la vida en abundancia. Invito a todos a tener confianza en el Señor que nos guía. Pero no sólo nos guía: nos acompaña, camina con nosotros. Escuchemos su palabra con mente y corazón abiertos, para alimentar nuestra fe, iluminar nuestra conciencia y seguir las enseñanzas del Evangelio.

En este domingo recemos por los pastores de la Iglesia, por todos los obispos, incluido el obispo de Roma, por todos los sacerdotes, por todos. En particular, recemos por los nuevos sacerdotes de la diócesis de Roma, a los que acabo de ordenar en la basílica de San Pedro. Un saludo a estos trece sacerdotes. Que el Señor nos ayude a nosotros, pastores, a ser siempre fieles al Maestro y guías sabios e iluminados del pueblo de Dios confiado a nosotros. También a vosotros, por favor, os pido que nos ayudéis: ayudarnos a ser buenos pastores. Una vez leí algo bellísimo sobre cómo el pueblo de Dios ayuda a los obispos y a los sacerdotes a ser buenos pastores. Es un escrito de san Cesáreo de Arlés, un Padre de los primeros siglos de la Iglesia. Explicaba cómo el pueblo de Dios debe ayudar al pastor, y ponía este ejemplo: cuando el ternerillo tiene hambre va donde la vaca, a su madre, para tomar la leche. Pero la vaca no se la da enseguida: parece que la conserva para ella. ¿Y qué hace el ternerillo? Llama con la nariz a la teta de la vaca, para que salga la leche. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta, a su corazón, para que os den la leche de la doctrina, la leche de la gracia, la leche de la guía». Y os pido, por favor, que importunéis a los pastores, que molestéis a los pastores, a todos nosotros pastores, para que os demos la leche de la gracia, de la doctrina y de la guía. ¡Importunar! Pensad en esa hermosa imagen del ternerillo, cómo importuna a su mamá para que le dé de comer.

A imitación de Jesús, todo pastor «a veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo —el pastor debe ir a veces adelante—, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 13). ¡Ojalá que todos los pastores sean así! Pero vosotros importunad a los pastores, para que os den la guía de la doctrina y de la gracia.

Este domingo se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones. En el Mensaje de este año he recordado que «toda vocación (…) requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su Evangelio» (n. 2). Por eso la llamada a seguir a Jesús es al mismo tiempo entusiasmante y comprometedora. Para que se realice, siempre es necesario entablar una profunda amistad con el Señor a fin de poder vivir de Él y para Él.

Recemos para que también en este tiempo muchos jóvenes oigan la voz del Señor, que siempre corre el riesgo de ser sofocada por otras muchas voces. Recemos por los jóvenes: quizá aquí, en la plaza, haya alguno que oye esta voz del Señor que lo llama al sacerdocio; recemos por él, si está aquí, y por todos los jóvenes que son llamados.

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2015

El servicio de los pastores al pueblo santo de Dios

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El cuarto domingo de Pascua —éste—, llamado «domingo del Buen Pastor», cada año nos invita a redescubrir, con estupor siempre nuevo, esta definición que Jesús dio de sí mismo, releyéndola a la luz de su pasión, muerte y resurrección. «El buen Pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11): estas palabras se realizaron plenamente cuando Cristo, obedeciendo libremente a la voluntad del Padre, se inmoló en la Cruz. Entonces se vuelve completamente claro qué significa que Él es «el buen Pastor»: da la vida, ofreció su vida en sacrificio por todos nosotros: por ti, por ti, por ti, por mí ¡por todos! ¡Y por ello es el buen Pastor!

Cristo es el Pastor verdadero, que realiza el modelo más alto de amor por el rebaño: Él dispone libremente de su propia vida, nadie se la quita (cf. v. 18), sino que la dona en favor de las ovejas (v. 17). En abierta oposición a los falsos pastores, Jesús se presenta como el verdadero y único Pastor del pueblo: el pastor malo piensa en sí mismo y explota a las ovejas; el buen pastor piensa en las ovejas y se dona a sí mismo. A diferencia del mercenario, Cristo Pastor es un guía atento que participa en la vida de su rebaño, no busca otro interés, no tiene otra ambición que la de guiar, alimentar y proteger a sus ovejas. Y todo esto al precio más alto, el del sacrificio de su propia vida.

En la figura de Jesús, Pastor bueno, contemplamos a la Providencia de Dios, su solicitud paternal por cada uno de nosotros. ¡No nos deja solos! La consecuencia de esta contemplación de Jesús, Pastor verdadero y bueno, es la exclamación de conmovido estupor que encontramos en la segunda Lectura de la liturgia de hoy: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre...» (1 Jn 3, 1). Es verdaderamente un amor sorprendente y misterioso, porque donándonos a Jesús como Pastor que da la vida por nosotros, el Padre nos ha dado lo más grande y precioso que nos podía donar. Es el amor más alto y más puro, porque no está motivado por ninguna necesidad, no está condicionado por ningún cálculo, no está atraído por ningún interesado deseo de intercambio. Ante este amor de Dios, experimentamos una alegría inmensa y nos abrimos al reconocimiento por lo que hemos recibido gratuitamente.

Pero contemplar y agradecer no basta. También hay que seguir al buen Pastor. En particular, cuantos tienen la misión de guía en la Iglesia —sacerdotes, obispos, Papas— están llamados a asumir no la mentalidad del mánager sino la del siervo, a imitación de Jesús que, despojándose de sí mismo, nos ha salvado con su misericordia. A este estilo de vida pastoral, de buen Pastor, están llamados también los nuevos sacerdotes de la diócesis de Roma, que he tenido la alegría de ordenar esta mañana en la Basílica de San Pedro.

Y dos de ellos se van a asomar para agradecer vuestras oraciones y para saludaros...

[dos sacerdotes recién ordenados se asoman junto al Santo Padre]

Que María Santísima obtenga para mí, para los obispos y para los sacerdotes de todo el mundo la gracia de servir al pueblo santo de Dios mediante la alegre predicación del Evangelio, la sentida celebración de los Sacramentos y la paciente y mansa guía pastoral.

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2016

¡El amor de Jesús es invencible!

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El evangelio de hoy (Jn 10, 27-30) nos ofrece algunas expresiones pronunciadas por Jesús durante la fiesta de la dedicación del templo de Jerusalén, que se celebraba a finales de diciembre. Él se encontraba precisamente en la zona del templo, y quizás aquel espacio sagrado cercado le sugiere la imagen del rebaño y del pastor. Jesús se presenta como «el buen pastor» y dice: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (vv. 27-28). Estas palabras nos ayudan a comprender que nadie puede decirse seguidor de Jesús si no escucha su voz. Y este «escuchar» no hay que entenderlo de una manera superficial, sino comprometedora, al punto que vuelve posible un verdadero conocimiento recíproco, del cual pueden surgir un seguimiento generoso, expresada en las palabras «y ellas me siguen» (v.27). Se trata de un escuchar no solamente con el oído, sino ¡una escucha del corazón!

Por lo tanto, la imagen del pastor y de las ovejas indica la estrecha relación que Jesús quiere establecer con cada uno de nosotros. Él es nuestra guía, nuestro maestro, nuestro amigo, nuestro modelo, pero sobre todo es nuestro salvador. De hecho la frase sucesiva del pasaje evangélico afirma: «Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (v. 28). ¿Quién puede hablar así? Solamente Jesús, porque la «mano» de Jesús es una sola cosa con la «mano» del Padre, y el Padre es «más grande que todos» (v. 29).

Estas palabras nos comunican un sentido de absoluta seguridad y de inmensa ternura. Nuestra vida está totalmente segura en las manos de Jesús y del Padre, que son una sola cosa: un único amor, una única misericordia, reveladas de una vez y para siempre en el sacrificio de la cruz. Para salvar a las ovejas perdidas que somos todos nosotros, el Pastor se hizo cordero y se dejó inmolar para tomar sobre sí y quitar el pecado del mundo. De esta manera Él nos ha dado la vida, pero la vida en abundancia De esta manera Él nos ha dado la vida, pero ¡la vida en abundancia! (cf. Jn 10, 10). Este misterio se renueva, en una humildad siempre sorprendente, en la mesa eucarística. Es allí que las ovejas se reúnen para nutrirse; es allí que se vuelven una sola cosa, entre ellas y con el Buen Pastor.

Por esto no tenemos más miedo: nuestra vida ya se ha salvado de la perdición. Nada ni nadie podrá arrancarnos de las manos de Jesús, porque nada ni nadie puede vencer su amor. ¡El amor de Jesús es invencible! El maligno, el gran enemigo de Dios y de sus criaturas, intenta de muchas maneras arrebatarnos la vida eterna. Pero el maligno no puede nada si nosotros no le abrimos las puertas de nuestra alma, siguiendo sus halagos engañosos.

La Virgen María ha escuchado y seguido dócilmente la voz del Buen Pastor. Que Ella nos ayude a acoger con alegría la invitación de Jesús a convertirnos en sus discípulos y a vivir siempre en la certeza de estar en las manos paternas de Dios.

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BENEDICTO XVI – Regina Caeli 2007 y 2010

2007

Al servicio de la comunión

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, IV domingo de Pascua, domingo del “Buen Pastor”, se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones. Todos los fieles están invitados a orar en especial por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Esta mañana, en la basílica de San Pedro, he tenido la alegría de ordenar a 22 nuevos sacerdotes. Nos sentimos felices por ello. A la vez que saludo con afecto a estos neo-sacerdotes, así como a sus familiares y amigos, os invito a recordar a quienes el Señor sigue llamando por su nombre, como hizo un día con los Apóstoles a orillas del lago de Galilea, para que se conviertan en “pescadores de hombres”, es decir, en sus colaboradores más directos en el anuncio del Evangelio y en el servicio al reino de Dios en nuestro tiempo.

Pidamos para todos los sacerdotes el don de la perseverancia: que se mantengan fieles a la oración, celebren la santa misa con devoción siempre renovada, vivan a la escucha de la palabra de Dios y asimilen día a día los mismos sentimientos y actitudes de Jesucristo, el buen Pastor. Oremos, asimismo, por quienes se preparan para el ministerio sacerdotal y por los formadores de los seminarios de Roma, de Italia y de todo el mundo; oremos por las familias, para que en ellas siga brotando y madurando la “semilla” de la llamada al ministerio presbiteral.

Este año el tema de la Jornada mundial de oración por las vocaciones es: “La vocación al servicio de la Iglesia comunión”. Para presentar el misterio de la Iglesia en nuestro tiempo, el concilio ecuménico Vaticano II privilegió la categoría de “comunión”. Desde esta perspectiva, asume gran relieve la rica variedad de dones y de ministerios que existe en el pueblo de Dios. Todos los bautizados están llamados a contribuir a la obra de la salvación. Sin embargo, en la Iglesia hay algunas vocaciones especialmente dedicadas al servicio de la comunión.

El primer responsable de la comunión católica es el Papa, Sucesor de Pedro y Obispo de Roma; con él, los obispos, sucesores de los Apóstoles, son custodios y maestros de la unidad, con la colaboración de los presbíteros. Pero también las personas consagradas y todos los fieles están al servicio de la comunión. En el corazón de la Iglesia comunión está la Eucaristía: las diferentes vocaciones encuentran en este supremo Sacramento la fuerza espiritual para edificar constantemente en la caridad el único Cuerpo eclesial.

Nos dirigimos ahora a María, Madre de Cristo, el buen Pastor. Ella, que respondió prontamente a la llamada de Dios diciendo: “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38), nos ayude a todos a acoger con alegría y disponibilidad la invitación de Cristo a ser sus discípulos, animados siempre por el deseo de formar “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).

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2010

El testimonio suscita vocaciones

Queridos hermanos y hermanas:

En este cuarto domingo de Pascua, llamado «del Buen Pastor», se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones, que este año tiene como tema: «El testimonio suscita vocaciones», tema «estrechamente unido a la vida y a la misión de los sacerdotes y de los consagrados». La primera forma de testimonio que suscita vocaciones es la oración (cf. ib.), como nos muestra el ejemplo de santa Mónica que, suplicando a Dios con humildad e insistencia, obtuvo la gracia de ver convertido en cristiano a su hijo Agustín, el cual escribe: «Sin vacilaciones creo y afirmo que por sus oraciones Dios me concedió la intención de no anteponer, no querer, no pensar, no amar otra cosa que la consecución de la verdad» (De Ordine II, 20, 52: ccl 29, 136). Invito, por tanto, a los padres a rezar para que el corazón de sus hijos se abra a la escucha del buen Pastor, y «hasta el más pequeño germen de vocación... se convierta en árbol frondoso, colmado de frutos para bien de la Iglesia y de toda la humanidad» (Mensaje citado). ¿Cómo podemos escuchar la voz del Señor y reconocerlo? En la predicación de los Apóstoles y de sus sucesores: en ella resuena la voz de Cristo, que llama a la comunión con Dios y a la plenitud de vida, como leemos hoy en el Evangelio de san Juan: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 27-28). Sólo el buen Pastor custodia con inmensa ternura a su grey y la defiende del mal, y sólo en él los fieles pueden poner absoluta confianza.

En esta Jornada de especial oración por las vocaciones, exhorto en particular a los ministros ordenados, para que, estimulados por el Año sacerdotal, se sientan comprometidos «a un testimonio evangélico más intenso e incisivo en el mundo de hoy» (Carta de convocatoria). Recuerden que el sacerdote «continúa la obra de la Redención en la tierra»; acudan «con gusto al sagrario»; entréguense «totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa»; estén disponibles a la escucha y al perdón; formen cristianamente al pueblo que se les ha confiado; cultiven con esmero la «fraternidad sacerdotal» (cf. ib.). Tomen ejemplo de sabios y diligentes pastores, como hizo san Gregorio Nacianceno, quien escribió a su amigo fraterno y obispo san Basilio: «Enséñanos tu amor a las ovejas, tu solicitud y tu capacidad de comprensión, tu vigilancia..., la severidad en la dulzura, la serenidad y la mansedumbre en la actividad..., las luchas en defensa de la grey, las victorias... conseguidas en Cristo» (Oratio IX, 5: PG 35, 825ab).

Expreso mi agradecimiento a todos los presentes y a cuantos con la oración y el afecto sostienen mi ministerio de Sucesor de Pedro, y sobre cada uno invoco la protección celestial de la Virgen María, a la que nos dirigimos ahora en oración.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo, pastor de las ovejas y puerta del redil

754. “La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Jn 10, 1-10). Es también el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como él mismo anunció (cf. Is 40, 11; Ez 34, 11-31). Aunque son pastores humanos quienes gobiernan a las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (cf. Jn 10, 11; 1 P 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11-15)”. (LG 6)

764. “Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo” (LG 5). Acoger la palabra de Jesús es acoger “el Reino” (ibíd.). El germen y el comienzo del Reino son el “pequeño rebaño” (Lc 12, 32) de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que él mismo es el pastor (cf. Mt 10, 16; 26, 31; Jn 10, 1-21). Constituyen la verdadera familia de Jesús (cf. Mt 12, 49). A los que reunió así en torno suyo, les enseñó no sólo una nueva “manera de obrar”, sino también una oración propia (cf. Mt 5-6).

2665. La oración de la Iglesia, alimentada por la palabra de Dios y por la celebración de la liturgia, nos enseña a orar al Señor Jesús. Aunque esté dirigida sobre todo al Padre, en todas las tradiciones litúrgicas incluye formas de oración dirigidas a Cristo. Algunos salmos, según su actualización en la Oración de la Iglesia, y el Nuevo Testamento ponen en nuestros labios y graban en nuestros corazones las invocaciones de esta oración a Cristo: Hijo de Dios, Verbo de Dios, Señor, Salvador, Cordero de Dios, Rey, Hijo amado, Hijo de la Virgen, Buen Pastor, Vida nuestra, nuestra Luz, nuestra Esperanza, Resurrección nuestra, Amigo de los hombres...

El Papa y los obispos como pastores

553. Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: “A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, “el Buen Pastor” (Jn 10, 11) confirmó este encargo después de su resurrección: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17). El poder de “atar y desatar” significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los Apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino.

857. La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:

— fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los Apóstoles” (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt 28, 16-20; Hch1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).

— guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).

— sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, “al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia” (AG 5):

«Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (Prefacio de los Apóstoles I: Misal Romano).

Los obispos sucesores de los Apóstoles

861. “Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, [los Apóstoles] encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio” (LG 20; cf. San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 42, 4).

881. El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). “Consta que también el colegio de los apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro” (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás Apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

896. El Buen Pastor será el modelo y la “forma” de la misión pastoral del obispo. Consciente de sus propias debilidades, el obispo “puede disculpar a los ignorantes y extraviados. No debe negarse nunca a escuchar a sus súbditos, a a los que cuida como verdaderos hijos [...] Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre” (LG 27):

«Obedeced todos al obispo como Jesucristo a su Padre, y al presbiterio como a los Apóstoles; en cuanto a los diáconos, respetadlos como a la ley de Dios. Que nadie haga al margen del obispo nada en lo que atañe a la Iglesia (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Smyrnaeos 8,1)

1558. “La consagración episcopal confiere, junto con la función de santificar, también las funciones de enseñar y gobernar [...] En efecto, por la imposición de las manos y por las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se queda marcado con el carácter sagrado. En consecuencia, los obispos, de manera eminente y visible, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su nombre (in eius persona agant)” (LG 21). “El Espíritu Santo que han recibido ha hecho de los obispos los verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores” (CD 2).

1561. Todo lo que se ha dicho explica por qué la Eucaristía celebrada por el obispo tiene una significación muy especial como expresión de la Iglesia reunida en torno al altar bajo la presidencia de quien representa visiblemente a Cristo, Buen Pastor y Cabeza de su Iglesia (cf SC 41; LG 26).

1568. “Los presbíteros, instituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad del sacramento. Forman un único presbiterio especialmente en la diócesis a cuyo servicio se dedican bajo la dirección de su obispo” (PO 8). La unidad del presbiterio encuentra una expresión litúrgica en la costumbre de que los presbíteros impongan a su vez las manos, después del obispo, durante el rito de la ordenación.

1574. Como en todos los sacramentos, ritos complementarios rodean la celebración. Estos varían notablemente en las distintas tradiciones litúrgicas, pero tienen en común la expresión de múltiples aspectos de la gracia sacramental. Así, en el rito latino, los ritos iniciales —la presentación y elección del ordenando, la alocución del obispo, el interrogatorio del ordenando, las letanías de los santos— ponen de relieve que la elección del candidato se hace conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto solemne de la consagración; después de ésta varios ritos vienen a expresar y completar de manera simbólica el misterio que se ha realizado: para el obispo y el presbítero la unción, con el santo crisma, signo de la unción especial del Espíritu Santo que hace fecundo su ministerio; la entrega del libro de los evangelios, del anillo, de la mitra y del báculo al obispo en señal de su misión apostólica de anuncio de la Palabra de Dios, de su fidelidad a la Iglesia, esposa de Cristo, de su cargo de pastor del rebaño del Señor; entrega al presbítero de la patena y del cáliz, “la ofrenda del pueblo santo” (cf Pontifical Romano. Ordenación de Obispos, presbíteros y diáconos. Ordenación de Presbíteros. Entrega del pan y del vino, 163) que es llamado a presentar a Dios; la entrega del libro de los evangelios al diácono que acaba de recibir la misión de anunciar el evangelio de Cristo.

Los sacerdotes como pastores

874. El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad:

«Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios [...] lleguen a la salvación» (LG 18).

1120. El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial (LG 10) está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona (cf Jn 20,21-23; Lc 24,47; Mt 28,18-20). Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos.

1465. Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

ARTÍCULO 6

EL SACRAMENTO DEL ORDEN

1536. El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.

1548. En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa in persona Christi Capitis (cf LG 10; 28; SC 33; CD11; PO 2,6):

«Es al mismo Cristo Jesús, Sacerdote, a cuya sagrada persona representa el ministro. Este, ciertamente, gracias a la consagración sacerdotal recibida se asimila al Sumo Sacerdote y goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo (a quien representa) » (Pío XII, enc. Mediator Dei)

«Christus est fons totius sacerdotii: nam sacerdos legalis erat figura Ipsius, sacerdos autem novae legis in persona Ipsius operatur» (Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el sacerdote de la antigua ley era figura de Él, y el sacerdote de la nueva ley actúa en representación suya) (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, q. 22, a. 4).

1549. Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes (LG 21). Según la bella expresión de San Ignacio de Antioquía, el obispo es typos tou Patrós, es imagen viva de Dios Padre (Epistula ad Trallianos 3,1; Id. Epistula ad Magnesios 6,1).

1550. Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir, del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar, por consiguiente, a la fecundidad apostólica de la Iglesia.

1551. Este sacerdocio es ministerial. “Esta Función [...], que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio” (LG 24). Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica “un poder sagrado”, que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos (cf. Mc 10,43-45; 1 P 5,3). “El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a Él” (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio 2,4; cf. Jn 21,15-17).

1564. “Los presbíteros, aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos en el ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a éstos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para anunciar el Evangelio a los fieles, para apacentarlos y para celebrar el culto divino” (LG 28).

2179. “La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio” (CIC can. 515, §1). Es el lugar donde todos los fieles pueden reunirse para la celebración dominical de la Eucaristía. La parroquia inicia al pueblo cristiano en la expresión ordinaria de la vida litúrgica, le congrega en esta celebración; le enseña la doctrina salvífica de Cristo. Practica la caridad del Señor en obras buenas y fraternas:

«También puedes orar en casa; sin embargo no puedes orar igual que en la iglesia, donde son muchos los reunidos, donde el grito de todos se eleva a Dios como desde un solo corazón. Hay en ella algo más: la unión de los espíritus, la armonía de las almas, el vínculo de la caridad, las oraciones de los sacerdotes» (San Juan Crisóstomo, De incomprehensibili Dei natura seu contra Anomoeos, 3, 6).

2686. Los ministros ordenados son también responsables de la formación en la oración de sus hermanos y hermanas en Cristo. Servidores del buen Pastor, han sido ordenados para guiar al pueblo de Dios a las fuentes vivas de la oración: la palabra de Dios, la liturgia, la vida teologal, el hoy de Dios en las situaciones concretas (cf PO 4-6).

La Iglesia está compuesta de judíos y gentiles

60. El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección (cf. Rm 11,28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de la Iglesia (cf. Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los paganos hechos creyentes (cf. Rm 11,17-18.24).

442. No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16) porque Jesús le responde con solemnidad “no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: “Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles...” (Ga 1,15-16). “Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios” (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1 Ts1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).

543. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:

«La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega» (LG 5).

674. La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia (cf. Rm 11, 31), se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” (Rm 11, 20) respecto a Jesús. San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y san Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).

724. En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen. Ella es la zarza ardiente de la teofanía definitiva: llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de su carne dándolo a conocer a los pobres (cf. Lc 2, 15-19) y a las primicias de las naciones (cf. Mt 2, 11).

755. “La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11, 13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43 par.; cf. Is 5, 1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en él por medio de la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5)”. (LG 6)

775. “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano “(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

781. “En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo [...], es decir, el Nuevo Testamento en su sangre, convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu” (LG 9).

La comunión con los mártires

957. La comunión con los santos. “No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios” (LG 50):

«Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su rey y maestro; que podamos nosotros, también, ser sus compañeros y sus condiscípulos (Martirio de san Policarpo 17, 3: SC 10bis, 232 (Funk 1, 336)).

1138. “Recapitulados” en Cristo, participan en el servicio de la alabanza de Dios y en la realización de su designio: las Potencias celestiales (cf Ap 4-5; Is 6,2-3), toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores de la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo Pueblo de Dios (los ciento cuarenta y cuatro mil [cf Ap 7,1-8; 14,1]), en particular los mártires “degollados a causa de la Palabra de Dios” [Ap 6,9-11]), y la Santísima Madre de Dios (la Mujer [cf Ap 12], la Esposa del Cordero [cf Ap 21,9]), y finalmente una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7,9).

1173. Cuando la Iglesia, en el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás santos “proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios divinos” (SC 104; cf SC 108 y 111).

2473. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. “Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos, 4, 1).

2474. Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron hasta el extremo para dar testimonio de su fe. Son las actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de sangre:

«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir en Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca...» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos, 6, 1-2).

«Te bendigo por haberme juzgado digno de este día y esta hora, digno de ser contado en el número de tus mártires [...]. Has cumplido tu promesa, Dios, en quien no cabe la mentira y eres veraz. Por esta gracia y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo amado. Por Él, que está contigo y con el Espíritu, te sea dada gloria ahora y en los siglos venideros. Amén» (Martyrium Polycarpi, 14, 2-3).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Yo soy el Buen Pastor

En todos los tres ciclos litúrgicos, el cuarto Domingo de Pascua presenta un fragmento del Evangelio de Juan sobre el Buen Pastor. El de este año es breve y lo podemos escuchar enteramente:

«En aquel tiempo, dijo Jesús: ‘Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arre­batadas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno’».

El Domingo pasado, después de habernos trasladado entre los pescadores, el Evangelio nos conduce hoy entre los pastores. Dos categorías de igual importancia en los Evangelios. De una procede el título de «pescadores de hombres», de la otra el de «pastores de almas», dado a los apóstoles.

La mayor parte de Judea era un altiplano de suelo áspero y pe­dregoso, más adaptado al pastoreo que a la agricultura. La hierba era escasa y el rebaño debía trasladarse continuamente de una parte a otra; no había muros de protección y esto exigía una constante presencia del pastor en medio del rebaño. Un viajero nos ha dejado un retrato del pastor de Tierra Santa: «Cuando lo ves sobre lo alto de un pastizal, insomne, la mirada que escruta a lo lejos, expuesto a la intemperie, apoyado sobre el bastón, siempre atento a los mo­vimientos del rebaño, entiendes por qué el pastor ha adquirido tan­ta importancia en la historia de Israel y que ellos hayan dado este tí­tulo a sus reyes y que Cristo lo haya asumido como emblema del sacrificio de sí mismo».

En el Antiguo Testamento, Dios mismo viene representado como el pastor de su pueblo: «El Señor es mi pastor, nada me fal­ta» (Salmo 23,1). «Él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el re­baño que él guía» (Salmo 95,7). El futuro Mesías es, asimismo, descrito con la imagen del pastor: «Como pastor pastorea su reba­ño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas» (lsaías 40,11). Esta imagen ideal del pastor encuentra su plena realización en Cristo. Él es el Buen Pastor, que va en busca de la oveja perdida; se apiada del pueblo, porque lo ve «como oveja sin pastor» (Mateo 9, 36) Y llama a sus discípulos «pequeña grey» (Lucas 12,32). Pedro nombra a Jesús como «el pastor de nuestras almas» (1 Pedro 2, 25) Y la carta a los Hebreos como «el gran Pastor de las ovejas» (13,20).

De Jesús, el Buen Pastor, pone en relieve el fragmento evangé­lico de este Domingo algunas características. La primera se refiere al conocimiento recíproco entre las ovejas y el pastor: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen». En ciertos países de Europa, los animales ovinos son alimentados principal­mente para las carnes; en Israel eran alimentados sobre todo para la lana y la leche. Por ello, las ovejas, permanecían durante años y años en compañía del pastor, que terminaba por conocer el carácter de cada una de ellas y llamarla con algún afectuoso nombrecillo.

Es claro lo que Jesús quiere decimos con estas imágenes. Él conoce a sus discípulos (y, en cuanto Dios, a todos los hombres), los conoce «por su nombre», que según la Biblia quiere decir o significa en su más íntima esencia. Él les ama con un amor perso­nal, que alcanza a cada uno como si fuese él sólo a existir ante él. Cristo no sabe contar más que hasta uno; y este uno es cada uno de nosotros.

El fragmento del Evangelio de hoy nos dice otra cosa sobre el Buen Pastor. «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre». La pesadilla de los pastores de Israel eran las bestias salvajes, lobos y hienas, y los bandidos. En lugares tan aislados, donde pastoreaban, constituían una amenaza constante. Era el mo­mento en el que aparecía clara la diferencia entre el verdadero pas­tor, el que apacienta las ovejas de la familia, que tiene la vocación de pastor, y el asalariado, que se pone al servicio de cualquier pas­tor únicamente por la paga que recibe; pero, no ama, y frecuente­mente más bien aborrece a las ovejas. Frente al peligro, el merce­nario huye y abandona las ovejas en poder del lobo o del bandido; el verdadero pastor afronta valientemente el peligro para salvar al rebaño. Esto explica por qué la liturgia nos propone el Evangelio del Buen Pastor en este tiempo pascual: la Pascua ha sido el mo­mento en que Cristo ha demostrado ser el buen pastor, que da la vida por sus ovejas.

Pero, ahora, quisiera dejar este plano místico para descender a una consideración más bien existencial. El apunte me lo ofrece una famosa poesía de Leonardo, titulada Canto nocturno de un pastor errante de Asia, que comienza diciendo: «¿Qué haces tú, luna, en el cielo? Dime, ¿qué haces, silenciosa luna?» En aquella poesía el poeta imagina a un pastor, quien, en una noche serena no teniendo con quien hablar, conversa con la luna: «Dime, oh luna:... ¿Hacia dónde tiende este mi corto vagar?» En otras palabras: ¿qué sentido tiene la vida? ¿No es un correr por montes y valles, sobre caminos pedregosos, para caer finalmente en el precipicio silencioso de la nada? Apenas ha venido al mundo el hombre, ya los padres sienten necesidad de mecerlo, casi como para consolarle de haber nacido. Por lo tanto, ¿vale la pena vivir? «¿Qué quiere decir esta soledad inmensa? Y yo, ¿qué soy?»

Al diálogo con la luna sucede el diálogo con el propio rebaño: «¡ Oh grey mía, que reposaste, oh tú, bienaventurada, que la mise­ria tuya, creo, no conoces! ¡Cuánta envidia te doy!» Esto es, cuan­do descansas, tú reposas dichosa; yo si me paro, me siento atacado de un «aburrimiento» mortal. El hombre envidia a las bestias por­que, no pensando, no se angustian.

Es una de las poesías más atormentadas de Leopardi y entre las más modernas para este suspiro cósmico que les invade. Alguno la ha definido la anti-Divina Comedia. Allá, un universo teniendo la tierra en el centro y en ella al hombre, todo iluminado por la luz se­rena de la Providencia; acá, con la revolución Copernicana por me­dio, la tierra aparece como un pequeño punto perdido en el univer­so y el hombre como una «pasión inútil». Bajo todo este tétrico pesimismo, alguno, sin embargo, justamente ha llegado a entrever una cosa bastante distinta: «El suspiro hacia lo infinito y lo eterno del ser finito y caduco». Un infinito que aquí se hace sentir indirec­tamente por el dolor que provoca su ausencia.

Veamos qué tiene que decir la palabra de Dios y, en particular, el Evangelio del Buen Pastor sobre este sentido de vacío y de sole­dad del hombre en el mundo. La Biblia tiene palabras sobre la ni­miedad del hombre no menos fuertes que las del poeta: «Mis días son nada ante ti; el hombre no dura más que un soplo» (Salmo 39, 6). Asimismo, el poeta bíblico se siente como un pequeño punto de la nada respecto al universo y exclama: «Cuando contemplo el cie­lo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle po­der?» (Salmo 8,4-5). Pero, junto a esta miseria, el salmista ve tam­bién la grandeza del hombre:

«Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo» (Salmo 8, 6-9).

El filósofo Pascal ha expresado en un célebre pensamiento este contraste entre la miseria y la grandeza del hombre: «El hombre es sólo una caña, la más frágil de la naturaleza; pero, es una caña que piensa. No es necesario que el universo entero se arme para anular­lo; un vapor, una gota de agua, esto es, un émbolo, basta para ma­tarlo. Pero, aun cuando incluso el universo lo aplastase, el hombre sería para siempre más noble del que lo mata, porque sabe morir y conoce la superioridad que el universo tiene sobre él; mientras el universo no sabe nada» (Pensamientos 347 Br.). Más que una des­ventaja, el pensamiento establece la superioridad del hombre «so­bre todos los rebaños, los ganados y las bestias del campo».

Mas, ¿basta el pensamiento y la conciencia, que tenemos de nuestra fragilidad, para hacemos felices? No; el consuelo más grande del hombre está en el hecho de que Dios «cuida», «da co­nocimiento» de él. ¡Él es su pastor! Si no se encuentra aquí la razón profunda del vivir, ya no se la encontrará en ninguna parte; porque nada ni nadie puede colmar «aquel anhelo hacia lo infinito y lo eterno», que se percibe dolorosamente en el lamento del pastor errante. He aquí la voz de uno, que ha encontrado este sentido:

«El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas Y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara Y tu cayado me sosiegan» (Salmo 23,1-4).

Quien ha escrito este salmo era probablemente, también él, un pastor; pero, un día ha descubierto ser también una pequeña oveja y tener él mismo un pastor, que vigila de él. Su vida se ha ilumina­do, la muerte («las cañadas oscuras») ha cesado de darle miedo y ha sentido su corazón (el «cáliz») rebosar de alegría.

Dos cantos, el de Leopardi y este del salmista hebreo, todos los dos «pastores errantes de Asia», semejantes entre sí por la sublimi­dad de la poesía; pero, ¡tan distintos en el tono! No se ha dicho que no desmienta al otro. ¡A cuántas personas, en especial jóvenes es­tudiantes de liceos, ha ayudado el amargo canto de Leopardi a plantearse el problema del sentido de la vida! Y éste es un paso obligado para alcanzar a descubrir el anuncio que asegura lo contenido en el Evangelio del Buen Pastor.

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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)

Atentos a la voz del Buen Pastor

«Los hombres que se alejan de Dios caminan perdidos en el mundo como ovejas sin pastor, y son perseguidos y dispersados por otros que son como lobos, que viven en la maldad y la mentira, provocando guerra y muerte.

Jesús es el Buen Pastor. Sus ovejas escuchan su voz y lo siguen, porque lo conocen. Él las protege, las mantiene seguras en un sólo rebaño, las alimenta y les da paz.

Él ha dado la vida por cada uno de nosotros, porque Él ha querido, nadie se la quitó, Él la dio para tomarla de nuevo.

Resucitó de entre los muertos para darle vida a sus ovejas. Y a todo aquel que lo conoce, lo envía a evangelizar, con la Palabra y con el ejemplo, para que lo conozcan todas las naciones y así reunirlas en un solo rebaño y un solo Pastor.

Escucha tú la voz del Buen Pastor y reconócelo en cada sacerdote.

Acércate y déjate alimentar de la Eucaristía, para que te mantengas unido en su rebaño, que es la Santa Iglesia.

No tengas miedo de los lobos que te acechan. Permanece atento a la voz del Buen Pastor, que te conoce, te llama y te habla al corazón con el lenguaje del amor. Él siempre está contigo y te conduce a verdes prados y a fuentes tranquilas, para reparar tus fuerzas y lo sigas, para conducirte al Paraíso.

Camina con Él en medio del mundo, y habla de Él para que otros también lo conozcan y lo sigan.

Él es tu Pastor, tu dueño, tu Señor, tu Salvador, y no te dejará ni te abandonará, te llevará en sus brazos cuando no puedas caminar, te cuidará, te sanará y te dará la vida eterna».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Libertad pero no indiferencia

Celebra hoy la Iglesia la Jornada Mundial de oración por las vocaciones. Vocación significa llamada y, cuando en el seno de la Iglesia nos referimos a la vocación, queremos expresar concretamente la llamada que Dios hace a cada hombre. Nuestro Creador nos llama y, en este sentido, todos los hombres tenemos vocación, puesto que debemos ser santos por especial designio de Dios. Dios llama al hombre de un modo singular, puesto que escuchamos su voz en el acontecer diario, al descubrir ciertos modos de actuación más conformes con su querer.

Partimos en nuestra conducta moral de la realidad innegable de nosotros mismos. Tenemos una determinada configuración personal y colectiva, que no hemos decidido, y se nos presenta como una tarea a llevar a cabo, en un mundo que tampoco es obra nuestra, que tampoco hemos decidido. Sobre estas evidencias, la fe nos muestra a un Dios, Padre de los hombres, que nos ama y espera nuestro amor. El hombre es el único ser de este mundo creado para participar de la intimidad divina. Como afirma el Concilio Vaticano II en la Constitución “Gaudium et Spes”, el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo: he aquí la verdadera razón de la dignidad humana. Corresponder al amor de Dios con el nuestro es la santidad, la vocación a la que Dios nos llama.

Podría también pensarse en el deber de ser santos como si fuera una tarea onerosa, arbitrariamente impuesta. Esta peculiar visión de la existencia la tienen los mismos que sólo ven aspectos negativos en lo que no les complace de su vida. Enseguida hablan de sufrimiento y de una vida indigna si no pueden eludir lo que les disgusta; cuando, más bien, esas circunstancias –que cuestan, desde luego– son ocasiones únicas de reconocer a Dios, de adorar su inmenso misterio incomprensible por esencia, y de confiar en su amor infinito. Son las oportunidades que nos ofrece para que podamos mostrarle un amor sin condiciones, y manifestación asimismo de su absoluta grandeza.

Los pocos versículos del Evangelio de san Juan que hoy nos ofrece la Iglesia en la Liturgia de la Palabra, expresan muy claramente el sentido vocacional de la vida del cristiano. Una vida con un destino, determinado por Quien nos ha creado para llamarnos a la santidad. No es entonces nuestra existencia algo indiferentemente abierto a la iniciativa de cada uno, como si poco importara la orientación que se le dé con tal de que sea manifestación de la propia libertad. Jesucristo indica, con las palabras que hoy consideramos, lo que espera de los hombres, en concreto de los hombres que quieren vivir de acuerdo con el plan creador de Dios: mis ovejas (...) me siguen, nos dice.

A los “suyos” les aguarda la vida eterna. Se trata de una vida que no le corresponde propiamente a la criatura. Pero el Señor, a los que Él ha llamado y le siguen, les da la vida eterna; es decir, les hace participar de su misma vida. Seguirle –claro está– requiere primero oír su voz: mis ovejas escuchan mi voz. Es un buen momento hoy para preguntarnos sinceramente: ¿Escucho a Dios? ¿Me interesa lo que me dice y lo que ha dicho ya para todos? ¿Busco con interés sus huellas para seguirlas: sus modos de ser para imitarlos? ¿Considero mi vida, ante todo, como una ocasión de seguir a Cristo hasta llegar con Él –por Él– a la vida eterna?

No se nos escapa que será duro seguir a Cristo. Él mismo lo advirtió: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. No nos saca el Señor del misterio. Nos promete su vida que es eterna, y perfección de toda perfección; una delicia mayor de lo que podemos soñar, pero por el camino de la renuncia –como Él– a todo lo personal. Nos pide renunciar a nosotros mismos por Él. Nos pide fe, confianza, y nos anuncia dolor.

El Señor llama, indica, sugiere, pide. No es la llamada de Dios algo excepcional ni que sólo escuchan algunos. En cada momento, todos tenemos una oportunidad de escucharle, de contemplarle esperando nuestra respuesta. Nos llama con ocasión de las mil incidencias de la jornada, aguardando de cada uno el comportamiento que, en esas circunstancias, es más agradable a sus ojos. Pasando revista a nuestro día descubriremos algunos detalles en que mejorar, porque así le amamos más: momentos en los que nos habla como al oído, pero claramente, momentos vocacionales de santidad. Deseamos, Señor, escucharte, atenderte, a pesar de la algarabía interior en la que vivimos tan a menudo.

Tal vez con frecuencia relacionamos “vocación” con esa peculiar inquietud que sienten algunos, y que a veces les lleva a dejar todas las cosas, como los discípulos de Jesús, para dedicarse con mayor libertad a la extensión del Reino de Dios. Es un buen momento hoy para elevar nuestra oración suplicante a Dios, pidiendo que suscite entre sus hijas e hijos las vocaciones necesarias para que su Reino crezca más y más cada día, en el número de sus fieles y en el amor que le tenemos. Nos lo dice el mismo Jesús: La mies es mucha pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.

Nadie como Santa María ha respondido a la llamada de Dios en cada instante. Su deseo: Hágase en mí según tu palabra, manifiesta un querer, siempre eficaz, de responder con santidad a su vocación. Hagamos nuestras sus palabras de modo que lleguen a ser como una canción de fondo en la vida, en cada jornada. Pidámosle, ya que es la Reina de los Apóstoles, que nos haga apóstoles: apóstoles de apóstoles.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“Creo en la vida del mundo que vendrá”

Este domingo también escuchamos, uno tras otro, un fragmento de los Hechos y uno del Apocalipsis; en el primero, se habla de “una multitud” que, ante la palabra de Pablo y de Bernabé, abraza la fe y está “destinada a la vida eterna”; en el segundo, se habla de “una multitud inmensa” que “está de pie frente al trono” y que es conducida por el Cordero-Pastor a las fuentes de las aguas de la vida. Una vez más, vemos juntas las dos vidas y las dos Iglesias: la Iglesia de ahora y la Iglesia del futuro, la vida presente y la vida eterna.

Esta vez, sin embargo, no queremos contentarnos (como Moisés) con contemplar de lejos la tierra prometida que nos espera, queremos echar, si es posible, un vistazo en su interior; queremos, de una buena vez, no tener miedo de enfrentar este tema de la vida eterna, pese a saber que de él no se puede hablar de otro modo que callando, o, como mucho, exclamando simplemente: ¡Oh, oh, oh, oh! (como le ha ocurrido a quien la ha experimentado realmente).

Vivimos en un mundo cada vez más cerrado. Es cierto que el hombre de hoy derribó muchas barreras físicas, tanto para arriba hacia el cosmos, como para abajo hacia el átomo. Pero todo esto sobreviene dentro del ámbito bien delimitado de la experiencia sensible; echar una mirada “más allá” de esa experiencia es difícil para todos. Un poeta nuestro cantó con melancolía al cerco que “por todas partes del último horizonte la mirada excluye” (Leopardi, L’infinito); cada tanto, nos vemos obligados a hacer una abertura en ese cerco y hacer pasar por él a quienes nos dejan; pero es una abertura que vuelve a cerrarse a toda velocidad; los muertos son expulsados no sólo de la casa sino también de la memoria; pensamos sólo en lo que fueron, lo que hicieron, lo que dijeron cuando estaban entre nosotros; pero no cómo y dónde están ahora; los pensamos muertos, no vivos.

Un escritor moderno (F. Kafka) inventó un símbolo impresionante de este mundo cerrado en sí mismo: un castillo con habitaciones, pasillos, escaleras que no terminan nunca: un mensajero oyó del rey moribundo un mensaje, pero por más que se afana, no encuentra nunca la puerta para salir y llevar el mensaje a destino, y además, aunque lo lograra, sería inútil: alrededor del castillo está la ciudad imperial y nadie logrará atravesarla nunca, especialmente con el mensaje de un muerto. La espiritualidad cristiana (santa Teresa de Ávila) conoce la idea del “castillo interior” (que es la morada de la Trinidad en nosotros); pero aquí nos encontramos frente a un “castillo exterior”; el castillo interior es: un castillo cerrado dentro de nosotros; el castillo exterior es: ¡nosotros encerrados dentro de un castillo!

Un símbolo pequeño pero significativo de este mundo sofocante son los night clubs ciudadanos, o las BALERE dislocadas en las calles que parten de la gran ciudad hacia la provincia, que cada noche reciben hileras de gente reducida a la alienación cotidiana, en busca de evasión; son edificios a menudo hundidos en la tierra, con formas siniestras, sin ventanas, para que no salga ni entre ninguna luz; adentro, reina la luz —y la vida— artificial. La Biblia habla de la torre de Babel; hoy la imagen está invertida: ¡estamos en el pozo de Babel! El hombre lo está cavando con sus propias manos para enterrarse adentro con sus frustraciones, sus rebeldías y su nihilismo que llama libertad. Estamos en el hombre del subsuelo, en el hombre-topo que excava en la tierra.

Pues bien, en esta situación en la que viven la gran mayoría de los hombres de la era industrial, la liturgia, con ingenuidad desconcertante, a quienes entran hoy en sus iglesias les anuncia que existe otra ciudad y otro mundo. Un mundo tan cercano que se puede mirar en su interior y hablar con quienes habitan en él. Un mundo de luz y alegría, donde todos están envueltos en vestiduras cándidas y tienen ramos de laurel en las manos en señal de victoria; donde la mirada de todos está fija en un trono, hacia el cual se inclinan en lenta adoración. Su palabra predilecta es: Amén, ¡Sí! (Apoc. 7.12). El primer hombre que descubrió, en una visión, ese nuevo mundo y lo llamó “Jerusalén celeste”, preguntó, estupefacto: ¿Quiénes son, de dónde vienen los que están revestidos de túnicas blancas? Y oyó que le respondían: Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero (Apoc. 7. 13ssq.).

¿Es un mundo verdadero, real, existente en alguna parte, o es un mundo ficticio, un recipiente vacío en el cual volcamos nuestras lágrimas, nuestras necesidades y deseos insatisfechos, como piensan algunos filósofos materialistas? El que cree tiene una “nube de testimonios” para decir que ese otro mundo existe y es infinitamente más real que este mundo. Ese mundo existe porque nuestro más íntimo deseo lo exige y no podríamos haber concebido e inventado un deseo así: ¡es mucho más grande que nosotros! (Es el argumento agustiniano del “corazón inquieto” del hombre). Ese mundo existe porque de él nos llegan señales continuas. Cuando el astrónomo ve aparecer en el cielo una lucecita temblorosa, distinta de todas las demás, dice que, acaso a miles de millones de años luz de distancia, debe de haber forzosamente un cuerpo celeste que la emitió y marca una nueva estrella en su mapa celeste. También detrás de esas señales que percibimos con la fe y la experiencia religiosa debe de haber un “cuerpo celeste”. Esteban, que vio “el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios” (cf. Hech. 7,56); Pablo que fue elevado en espíritu al tercer cielo y vio cosas que ninguna palabra puede expresar; Agustín y su madre Mónica que un día, apoyados en el alféizar de una ventana, en Ostia, rezando, lamieron con los labios un poco “de la dulzura de esa vida eterna que se vive allí arriba” (cf. Conf. IX. 10); Francisco de Asís que vio un día su lugar en la gloria: todos ellos no pudieron engañarse o engañarnos porque aceptaron morir y sufrir por lo que habían visto: “¡Es tan grande el bien que espero que cualquier pena me deleita!”

Estas son señales ya fuertes por sí mismas, pero tenemos otra infinitamente más fuerte: tenemos una confirmación mejor que la voz de los profetas (y los santos) a la que nos conviene prestarle atención, como a una lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que despunte el día y aparezca el lucero de la mañana en nuestros corazones (cf. 2 Ped. 1.19). Tenemos, dicho de otro modo, a Cristo entre nosotros, que es esperanza de la gloria (Col. 1.27). “En nosotros” no afuera, ¡no lejos! La prueba más grande de que hay una vida eterna es ésta: Cristo en nosotros, esperanza de la gloria. Él es “la lámpara que brilla en un lugar oscuro”, o sea nuestro corazón. ¿Qué esperanza más sólida que ésta, desde el momento que su objeto ya es nuestro? Por eso se nos dice: “¡Retornen a su corazón! ¿Adónde quieren ir lejos de ustedes mismos? ¿Por dónde vagabundean? Retornen a su corazón: en lo íntimo del hombre vive Cristo” (san Agustín, Tract. in Jo. 18,10). En otras palabras, la vida eterna ya está dentro de nosotros; la gloria está oculta en la gracia, como el árbol en la semilla y la tarde en la aurora. Por eso Jesús dijo en presente (no en futuro): Yo les doy la Vida eterna y, además: El que cree tiene Vida eterna... El que come mi carne, tiene Vida eterna (Jn. 6, 47-54).

Jesús dice (en presente): Yo les doy la vida eterna, porque él mismo es la vida eterna y él está entre nosotros. La Hermana Elisabetta della Trinita podía decir: “Encontré el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en mi alma”. Hay un salmo que dice: Te pidió larga vida y se la diste: días que se prolongan para siempre (Sal. 21, 5): la vida es Jesús que el Padre nos ha dado y esos “días que se prolongan” son el Paraíso; al darnos a Jesús que es “la Vida”, el Padre nos dio ya ahora el Paraíso.

Del “otro” mundo y de la “otra” vida, somos así conducidos nuevamente a “este” mundo y a “esta” vida; es aquí, mientras estamos atravesando todavía “la gran tribulación”, donde se presenta la candidatura para formar parte de esa “multitud inmensa” que está de pie frente al Ángel y que bebe “en las fuentes de las aguas de la vida”. En este mundo cerrado, que no acepta que a través de él resuene el mensaje de un “muerto”, somos llamados a dar testimonio de la esperanza: dar testimonio sobre todo con la alegría. Cuando miramos a un cristiano que lleva en su interior a Cristo “esperanza de la gloria”, deberíamos poder ver, o adivinar, el cielo.

Permitamos ahora que esa esperanza se convierta en oración diciendo con las palabras de la liturgia: “Concédenos también a nosotros, oh Dios, encontramos un día y gozar de tu gloria, cuando, enjugadas todas las lágrimas, nuestros ojos vean tu rostro y seamos semejantes a Ti y cantemos para siempre tu alabanza” (Oración eucarística III).

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de Santa María “in Trastevere” (27-IV-1980)

– Alegría pascual

La liturgia de este domingo está llena de alegría pascual, cuya fuente es la resurrección de Cristo. Todos nosotros nos alegramos de ser “su pueblo y ovejas de su rebaño”. Nos alegramos y proclamamos “las grandezas de Dios” (Hch 2,11).

“Sabed que el Señor es Dios, que Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 99(100),3).

Toda la Iglesia se alegra hoy porque Cristo resucitado es su Pastor: el Buen Pastor. De esta alegría participa cada una de las partes de este gran rebaño del Resucitado, cada una de las falanges del pueblo de Dios, en toda la tierra.

“Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos..., porque el Señor es bueno..., su fidelidad por todas las edades” (Sal 99(100),4s).

Nosotros somos suyos.

La Iglesia, varias veces, propone a los ojos de nuestra alma la verdad sobre el Buen Pastor. También hoy escuchamos las palabras que Cristo dijo de Sí mismo: “Yo soy el Buen Pastor..., conozco mis ovejas y ellas me conocen” (Canto antes del Evangelio).

Cristo crucificado y resucitado ha conocido, de modo particular, a cada uno de nosotros y conoce a cada uno. No se trata sólo de un conocimiento “exterior”, aunque sea muy esmerado, que permita describir e identificar un objeto determinado.

Cristo, Buen Pastor, nos conoce a cada uno de nosotros de manera distinta. En el Evangelio de hoy dice, a tal propósito, estas palabras insólitas: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas mi siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,27-30).

– Redención

Miremos hacia el Calvario donde fue alzada la cruz. En esta cruz murió Cristo, y después fue colocado en el sepulcro. Iremos hacia la cruz, en la que se ha realizado el misterio del divino “legado” y de la divina “heredad”. Dios, que había creado al hombre, restituyó a ese hombre, después de su pecado –a cada hombre y a todos los hombres–, de modo particular, a su Hijo. Cuando el Hijo subió a la cruz, cuando en ella ofreció su sacrificio, aceptó simultáneamente al hombre confiándole a Dios, Creador y Padre. Aceptó y abrazó, con su sacrificio y con su amor al hombre: a cada uno de los hombres y a todos los hombres. En la unidad de la Divinidad, en la unión con su Padre, este Hijo se hizo Él mismo hombre, y de aquí que ahora en la cruz, se hace “nuestra Pascua” (1 Cor 5,7), nos ha devuelto al Padre como a Aquel que nos creó a su imagen y semejanza de este propio Hijo eterno, nos ha predestinado “a la adopción de hijos suyos por Jesucristo” (Ef 1,5).

Y para esta adopción mediante la gracia, para esta heredad de la vida divina, para esta prenda de la vida eterna, luchó hasta el fin Cristo, “nuestra Pascua”, en el misterio de su pasión, de su sacrificio y de su muerte. La resurrección se ha convertido en la confirmación de su victoria: victoria del amor del Buen Pastor que dice: “ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”.

Nosotros somos suyos.

La Iglesia quiere que miremos durante todo este tiempo pascual, hacia la cruz y la resurrección, y que midamos nuestra vida humana con el metro de ese misterio, que se realizó en la cruz y en la resurrección.

Cristo es el Buen Pastor porque conoce al hombre: a cada uno y a todos. Lo conoce con este conocimiento único pascual. Nos conoce porque nos ha redimido. Nos conoce porque ha pagado por nosotros: hemos sido rescatados a gran precio.

Nos conoce con el conocimiento y con la ciencia más interior, con el mismo conocimiento con que Él, Hijo, conoce y abraza al Padre y, en el Padre, abraza la verdad infinita y el amor. Y, mediante la participación en esta verdad y este amor, Él hace nuevamente de nosotros, en Sí mismo, los hijos de su eterno Padre; obtiene, de una vez para siempre, la salvación del hombre: de cada uno de los hombres y de todos, de aquellos que nadie arrebatará de su mano... En efecto, ¿quién podría arrebatarlos?

¿Quién puede aniquilar la obra de Dios mismo, que ha realizado el Hijo en unión con el Padre? ¿Quién puede cambiar el hecho de que estemos redimidos?, ¿un hecho tan potente y tan fundamental como la misma creación?

– Cristo, Buen Pastor

A pesar de toda la inestabilidad del destino humano y de la debilidad de la voluntad y del corazón humano, la Iglesia nos manda hoy mirar a la potencia, a la fuerza irreversible de la redención, que vive en el corazón y en las manos y en los pies del Buen Pastor.

De Aquel que nos conoce...

Hemos sido hechos de nuevo la propiedad del Padre por obra de este amor, que no retrocedió ante la ignominia de la cruz, para poder asegurar a todos los hombres: “Nadie os arrebatará de mi mano” (cfr. Jn 10,28).

La Iglesia nos anuncia hoy la certeza pascual de la redención. La certeza de la salvación.

Y cada uno de los cristianos está llamado a la participación de esta certeza: ¡Realmente ha sido comprado a gran precio! ¡Realmente ha sido abrazado por el Amor, que es más fuerte que la muerte, y más fuerte que el pecado! Conozco a mi Redentor. Conozco al Buen Pastor de mi destino y de mi peregrinación.

Con esta certeza de fe, certeza de la redención revelada en la resurrección de Cristo, partieron los Apóstoles, como lo testifican, por lo demás, en la primera lectura de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles, Pablo y Bernabé por los caminos de su primer viaje a Asia Menor. Se dirigen a los que profesan la Antigua Alianza, y cuando no son aceptados, se dirigen a los paganos, se dirigen a los hombres nuevos y a los pueblos nuevos.

En medio de estas experiencias y de estas fatigas comienza a fructificar el Evangelio. Comienza a crecer el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza.

¿Cuántos hombres han respondido con gozo al mensaje pascual? ¿A cuántos hombres y pueblos ha llegado y llega siempre el Buen Pastor?

En el Apocalipsis se narra la visión de Juan:

“Yo Juan vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: ‘La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero’. Y todos los Ángeles que estaban en pie alrededor del trono de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: ‘Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén’. Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: ‘Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?’ Yo le respondí: ‘Señor mío, tú lo sabrás’. Me respondió: ‘Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero’”.

Confesamos la resurrección de Cristo, renovamos la certeza pascual de la redención, renovamos la alegría pascual, que brota del hecho de que nosotros somos “su Pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 99(100),3).

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano”. La Liturgia de la Iglesia se atreve a afirmar que Dios se sentiría defraudado si el hombre, creado por Él y redimido en el atroz suplicio de la Cruz, no pudiera entrar en el Cielo: “Tú, Señor, por buscarme te has fatigado; por redimirme fuiste enclavado; tantus labor non sit casus, que tanto trabajo no se vea frustrado”. Sí, “Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño”, hemos recordado en el Salmo Responsorial.

¿Y qué veremos en el Cielo? Guiados por la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, podemos decir que veremos a Dios, su Gloria, su Inmensidad, su Poder, su Belleza, su Misterio, el ser Tres en una sola Unidad, su ser Todo en todas las cosas... Y todo ello en una armonía perfecta. Esta visión inundante de la plenitud divina no será un mero admirar, sino un amar intenso y un sentirse intensamente amados por Alguien infinitamente mayor y mejor que cualquier otra realidad, pero que, al ser nuestro Padre, se vuelca sobre nosotros. Delante de Dios Uno y Trino caeremos de rodillas en una adoración admirativa y complacida, impregnada de una alegría imposible de contar que se quebrará en un cántico eterno.

Veremos la Humanidad Santísima de Jesús, el Hombre Perfecto (perfectus homo) y que más nos ha querido. Veremos a la Madre del Señor y Madre nuestra. A los ángeles, espíritus puros, perfectísimos, de los que tenemos un anticipo cuando decimos de una criatura que es un ángel, por su encanto, inocencia, gracia... Veremos a los Patriarcas, los Profetas, los Apóstoles, los Mártires, los Confesores... En una palabra: no hay palabras para ilustrar lo que la “muchedumbre inmensa que nadie podría contar”, como recuerda la 2ª Lectura, experimentará en esa gran fiesta. “Ni ojo vio, ni oreja oyó, ni pasó por la imaginación del hombre lo que Dios tiene preparado a aquellos que le aman” (1 Co 2, 9).

Vale la pena escuchar la voz de Cristo, el Buen Pastor, y recordar, cuando se encabriten las malas pasiones, que “al que venciere le haré sentarse conmigo en mi trono” (Ap 3, 21), “y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos” (2ª Lectura).

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti»

I. LA PALABRA DE DIOS

Jos 5, 9a. 10-12: El pueblo de Dios celebra la Pascua al entrar en la tierra prometida

Sal 33, 2-3.4-5.6-7: Gustad y ved qué bueno es el Señor

2 Co 5, 17-21: Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo

Lc 15, 1-3. 11-32: Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores”... Les invita a la conversión» (545).

«... la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón... Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado» (1848).

«Perdona nuestras ofensas... aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de apartarnos de Dios... Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia» (2839).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados; si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que El ha hecho... Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la luz (S. Agustín)» (1458).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

La misericordia y la alegría de Dios Padre son los dos rasgos más destacados por S. Lucas en las parábolas del perdón.

A las ideas judías de justicia y pecado, obediencia o desobediencia a las órdenes del Padre (vers. 29), muy presentes en el hijo mayor de la parábola, Jesús opone otro modo de ver las relaciones del hombre con Dios: la rectitud consiste en comportarse como hijo y el pecado en dejar de proceder como tal, por esto, el hijo menor se aleja del Padre y de su casa. Esto equivale a morir y el retorno a vivir (vers. 24 y 32).

El pródigo recupera los privilegios del hijo: «el mejor traje» (más exactamente «el primer traje»); el anillo y las sandalias, propios de los hombres libres y se le festeja con el ternero cebado, reservado para las grandes ocasiones.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

La realidad del pecado y su proliferación: 386-387; 1865-1869.

La necesidad de un sacramento del perdón: 979-983.

La respuesta:

La penitencia del corazón: 1430-1433.

La confesión de los pecados: 1455-1458.

Las obras de satisfacción: 1459-1460.

C. Otras sugerencias

El perdón de Dios no alcanza al hombre, mientras éste no se vuelva a Él, mientras no se convierta, porque Dios no puede menos de respetar la libertad de la criatura. Esta retorna por la decisión del corazón, bajo la gracia del Dios que espera y llama al sacramento de la penitencia y del perdón.

«El cristiano que quiere purificarse de su pecado... no está solo... En la comunión de los santos... la santidad de uno aprovecha a los otros, más allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás». Esta es la base de las Indulgencias, que completan el sacramento de la penitencia y cuya práctica se debe recuperar (cf 1474).

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El buen pastor. Amor al Papa.

– Jesús es el buen Pastor y encarga a Pedro y a sus sucesores que continúen su misión aquí en la tierra en el gobierno de su Iglesia.

I. Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas, y se dignó morir por su grey. Aleluya.

La figura del buen Pastor determina la liturgia de este domingo. El sacrificio del Pastor ha dado la vida a las ovejas y las ha devuelto al redil. Años más tarde, San Pedro afianzaba a los cristianos en la fe recordándoles en medio de la persecución lo que Cristo había hecho y sufrido por ellos: por sus heridas habéis sido curados. Porque erais como ovejas descarriadas; mas ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas. Por eso la Iglesia entera se llena de gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo y le pide a Dios Padre que el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor.

Los primeros cristianos manifestaron una entrañable predilección por la imagen del Buen Pastor, de la que nos han quedado innumerables testimonios en pinturas murales, relieves, dibujos que acompañan epitafios, mosaicos y esculturas, en las catacumbas y en los más venerables edificios de la antigüedad. La liturgia de este domingo nos invita a meditar en la misericordiosa ternura de nuestro Salvador, para que reconozcamos los derechos que con su muerte ha adquirido sobre cada uno de nosotros. También es una buena ocasión para llevar a nuestra oración personal nuestro amor a los buenos pastores que Él dejó en su nombre para guiarnos y guardarnos.

En el Antiguo Testamento se habla frecuentemente del Mesías como del buen Pastor que habría de alimentar, regir y gobernar al pueblo de Dios, frecuentemente abandonado y disperso. En Jesús se cumplen las profecías del Pastor esperado, con nuevas características. Él es el buen Pastor que da la vida por sus ovejas y establece pastores que continúen su misión. Frente a los ladrones, que buscan su interés y pierden el rebaño, Jesús es la puerta de salvación; quien pasa por ella encontrará pastos abundantes. Existe una tierna relación personal entre Jesús, buen Pastor, y sus ovejas: llama a cada una por su nombre; va delante de ellas; las ovejas le siguen porque conocen su voz... Es el pastor único que forma un solo rebaño protegido por el amor del Padre. Es el pastor supremo.

En su última aparición, poco antes de la Ascensión, Cristo resucitado constituye a Pedro pastor de su rebaño, guía de la Iglesia. Se cumple entonces la promesa que le hiciera poco antes de la Pasión: pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos. A continuación le profetiza que, como buen pastor, también morirá por su rebaño.

Cristo confía en Pedro, a pesar de las negaciones. Sólo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas habían sido las negaciones. El Señor no tiene inconveniente en confiar su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente y ama con obras.

Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba, y le respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas.

 La imagen del pastor que Jesús se había aplicado a sí mismo pasa a Pedro: él ha de continuar la misión del Señor, ser su representante en la tierra.

Las palabras de Jesús a Pedro −apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas− indican que la misión de Pedro será la de guardar todo el rebaño del Señor, sin excepción. Y “apacentar” equivale a dirigir y gobernar. Pedro queda constituido pastor y guía de la Iglesia entera. Como señala el Concilio Vaticano II, Jesucristo “puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión”.

Donde está Pedro se encuentra la Iglesia de Cristo. Junto a él conocemos con certeza el camino que conduce a la salvación.

– El primado de Pedro. El amor a Pedro de los primeros cristianos.

II. Sobre el primado de Pedro −la roca− estará asentado, hasta el fin del mundo, el edificio de la Iglesia. La figura de Pedro se agranda de modo inconmensurable, porque realmente el fundamento de la Iglesia es Cristo, y, desde ahora, en su lugar estará Pedro. De aquí que el nombre posterior que reciban sus sucesores será el de Vicario de Cristo, es decir, el que hace las veces de Cristo.

Pedro es la firme seguridad de la Iglesia frente a todas las tempestades que ha sufrido y padecerá a lo largo de los siglos. El fundamento que le proporciona y la vigilancia que ejerce sobre ella como buen pastor son la garantía de que saldrá victoriosa a pesar de que estará sometida a pruebas y tentaciones. Pedro morirá unos años más tarde, pero su oficio de pastor supremo “es preciso que dure eternamente por obra del Señor, para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, que, fundada sobre roca, debe permanecer firme hasta la consumación de los siglos”.

El amor al Papa se remonta a los mismos comienzos de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles nos narran la conmovedora actitud de los primeros cristianos, cuando San Pedro es encarcelado por Herodes Agripa, que espera darle muerte después de la fiesta de Pascua. Mientras tanto la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios. “Observad los sentimientos de los fieles hacia sus pastores –dice San Crisóstomo–. No recurren a disturbios ni a rebeldía, sino a la oración, que es el remedio invencible. No dicen: como somos hombres sin poder alguno, es inútil que oremos por él. Rezaban por amor y no pensaban nada semejante”.

Debemos rezar mucho por el Papa, que lleva sobre sus hombros el grave peso de la Iglesia, y por sus intenciones. Quizá podemos hacerlo con las palabras de esta oración litúrgica: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius: Que el Señor le guarde, y le dé vida, y le haga feliz en la tierra, y no le entregue en poder de sus enemigos. Todos los días sube hacia Dios un clamor de la Iglesia entera rogando “con él y por él” en todas partes del mundo. No se celebra ninguna Misa sin que se mencione su nombre y pidamos por su persona y por sus intenciones. El Señor verá también con mucho agrado que nos acordemos a lo largo del día de ofrecer oraciones, horas de trabajo o de estudio, y alguna mortificación por su Vicario aquí en la tierra.

Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón: ojalá podamos decir esto cada día con más motivo. Este amor y veneración por el Romano Pontífice es uno de los grandes dones que el Señor nos ha dejado.

– Obediencia fiel al Vicario de Cristo; dar a conocer sus enseñanzas. El “dulce Cristo en la tierra”.

III. Junto a nuestra oración, nuestro amor y nuestro respeto para quien hace las veces de Cristo en la tierra. El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Por esto, “no cederemos a la tentación, demasiado fácil, de oponer un Papa a otro, para no otorgar nuestra confianza sino a aquel cuyos actos respondan mejor a nuestras inclinaciones personales. No seremos de aquellos que añoran al Papa de ayer o que esperan al de mañana para dispensarse de obedecer al jefe de hoy. Leed los textos del ceremonial de la coronación de los pontífices y notaréis que ninguno confiere al elegido por el cónclave los poderes de su dignidad. El sucesor de Pedro tiene esos poderes directamente de Cristo. Cuando hablemos del sumo Pontífice eliminemos de nuestro vocabulario, por consiguiente, las expresiones tomadas de las asambleas parlamentarias o de la polémica de los periódicos y no permitamos que hombres extraños a nuestra fe se cuiden de revelarnos el prestigio que tiene sobre el mundo el jefe de la Cristiandad”.

Y no habría respeto y amor verdadero al Papa si no hubiera una obediencia fiel, interna y externa, a sus enseñanzas y a su doctrina. Los buenos hijos escuchan con veneración aun los simples consejos del Padre común y procuran ponerlos sinceramente en práctica.

En el Papa debemos ver a quien está en lugar de Cristo en el mundo: al “dulce Cristo en la tierra”, como solía decir Santa Catalina de Siena; y amarle y escucharle, porque en su voz está la verdad. Haremos que sus palabras lleguen a todos los rincones del mundo, sin deformaciones, para que, lo mismo que cuando Cristo andaba sobre la tierra, muchos desorientados por la ignorancia y el error descubran la verdad y muchos afligidos recobren la esperanza. Dar a conocer sus enseñanzas es parte de la tarea apostólica del cristiano.

Al Papa pueden aplicarse aquellas mismas palabras de Jesús: Si alguno está unido a mí, ése lleva mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Sin esa unión todos los frutos serían aparentes y vacíos y, en muchos casos, amargos y dañosos para todo el Cuerpo Místico de Cristo. Por el contrario, si estamos muy unidos al Papa, no nos faltarán motivos, ante la tarea que nos espera, para el optimismo que reflejan estas palabras de San Josemaría Escrivá de Balaguer: Gozosamente te bendigo, hijo, por esa fe en tu misión de apóstol que te llevó a escribir: “No cabe duda: el porvenir es seguro, quizá a pesar de nosotros. Pero es menester que seamos una sola cosa con la Cabeza –ut omnes unum sint!− por la oración y por el sacrificio”.

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P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco

Hoy, la mirada de Jesús sobre los hombres es la mirada del Buen Pastor, que toma bajo su responsabilidad a las ovejas que le son confiadas y se ocupa de cada una de ellas. Entre Él y ellas crea un vínculo, un instinto de conocimiento y de fidelidad: «Escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27). La voz del Buen Pastor es siempre una llamada a seguirlo, a entrar en su círculo magnético de influencia.

Cristo nos ha ganado no solamente con su ejemplo y con su doctrina, sino con el precio de su Sangre. Le hemos costado mucho, y por eso no quiere que nadie de los suyos se pierda. Y, con todo, la evidencia se impone: unos siguen la llamada del Buen Pastor y otros no. El anuncio del Evangelio a unos les produce rabia y a otros alegría. ¿Qué tienen unos que no tengan los otros? San Agustín, ante el misterio abismal de la elección divina, respondía: «Dios no te deja, si tú no le dejas»; no te abandonará, si tú no le abandonas. No des, por tanto, la culpa a Dios, ni a la Iglesia, ni a los otros, porque el problema de tu fidelidad es tuyo. Dios no niega a nadie su gracia, y ésta es nuestra fuerza: agarrarnos fuerte a la gracia de Dios. No es ningún mérito nuestro; simplemente, hemos sido “agraciados”.

La fe entra por el oído, por la audición de la Palabra del Señor, y el peligro más grande que tenemos es la sordera, no oír la voz del Buen Pastor, porque tenemos la cabeza llena de ruidos y de otras voces discordantes, o lo que todavía es más grave, aquello que los Ejercicios de san Ignacio dicen «hacerse el sordo», saber que Dios te llama y no darse por aludido. Aquel que se cierra a la llamada de Dios conscientemente, reiteradamente, pierde la sintonía con Jesús y perderá la alegría de ser cristiano para ir a pastar a otras pasturas que no sacian ni dan la vida eterna. Sin embargo, Él es el único que ha podido decir: «Yo les doy la vida eterna» (Jn 10,28).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Dar la vida por las ovejas

«Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por sus ovejas» (Jn 10, 11).

Eso dice Jesús.

Eso te dice a ti tu Señor, sacerdote.

El Señor es tu Pastor, nada te falta.

En verdes prados te hace reposar. Hacia aguas tranquilas te guía. Reconforta tu alma, te conduce por el sendero recto, por honor de su Nombre, y aunque camines por valles obscuros nada temes, porque Él está contigo. Su vara y su cayado te sosiegan. Prepara una mesa para ti enfrente de tus enemigos. Te unge la cabeza con perfume, y tu copa reboza. Su bondad y su misericordia te acompañan todos los días de tu vida, y habitarás en la casa del Señor por años sin término.

Esa es tu fe, sacerdote, esa es tu confianza. En Él está puesta tu esperanza y tu amor.

Tú estás configurado con el amor, sacerdote, y al que tiene amor nada le falta.

Tú estás configurado con el Buen Pastor, y el pueblo de Dios pone en ti su fe y su confianza. Tú eres su esperanza, para llevarlos al encuentro con el amor.

Y tú, sacerdote, ¿das la vida por tus ovejas?

¿Las conduces hacia fuentes tranquilas y reparas sus fuerzas?

¿Las guías por el sendero recto, y aunque caminen por valles obscuros nada temen, porque tú estás con ellos y les das seguridad?

¿Preparas ante ellos el altar y los unges?

¿Reciben tu bondad y tu misericordia?

¿Los llevas a la casa del Señor para que tengan vida eterna?

¿Tu rebaño está tranquilo porque reconoce en ti al Buen Pastor, y sabe que nada le faltará?

¿Conoces a tus ovejas, y ellas te conocen a ti?

¿Acoges a todas las ovejas, aunque no sean de tu redil?

¿Las reúnes en un solo rebaño y con un solo Pastor?

¿Te aseguras de darles el amor, de que crean en el amor, y de que permanezcan en Él?

Al que tiene amor nada le falta. Dios es amor, y tú tienes al amor entre tus manos, sacerdote.

Muéstrales al amor crucificado, que por ellos da la vida, y entrégales al amor resucitado para que ellos tengan vida.

Aliméntalos con el pan de vida que a través de ti baja del cielo, pero come tú primero, y camina por delante, siendo ejemplo, y llámalos para que te sigan.

Asegúrate de que conozcan tu voz, proclamando con alegría la palabra de tu Señor.

Pero, escúchalo tú primero, y síguelo, reconociendo que tu humildad está en la verdad que es Cristo, y se manifiesta en ti, y a través de ti, porque vive en ti, y te da la vida, para que tú des vida.

Tú eres, sacerdote, el Cristo vivo, por quien eres cordero y eres pastor. Escucha su voz y síguelo, pero asegúrate de que tu rebaño venga contigo, y de entrar por la puerta como verdadero pastor, para que no seas un extraño, y las ovejas reconozcan tu voz y te sigan, para que tengan vida en abundancia.

Escucha la voz de tu Señor y reconócelo. Él es el Hijo de Dios. Te está llamando, deja todo, toma tu cruz y síguelo.

Déjate amar y transformar por Él, para que haga de ti un verdadero sacerdote configurado con su Maestro, Amo y Señor: Cristo, el Buen Pastor.

(Espada de Dos Filos II, n. 68)

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