Domingo de Ramos (ciclo C)

Escrito el 09/04/2025
gelizondo12

Domingo de Ramos (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

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DEL MISAL MENSUAL

UNA PALABRA DE ALIENTO

Is 50, 4-7; Flp 2, 6-1 I; Lc 22.14-23.56

El tono de ambos textos es de entereza y determinación. La voz profética que resuena en el libro de Isaías intercala verbos en tiempo pasado y presente, dándonos la impresión que este cántico es una celebración triunfal de alguien que ya superó el tiempo de la prueba –por eso no sentía los ultrajes y que sigue convencido de que en el presente sigue contando con el auxilio del Señor. La confianza se consolida después de haber superado los tiempos adversos y se va transformando en fortaleza. En el relato de la última cena, Jesús se muestra completamente dueño de su destino. Aunque sabe que se aproxima la hora de su muerte, no se amedrenta, sino que contagia su confiada esperanza a sus discípulos. Su vida y su muerte han llegado a su plenitud: una vida entregada para la salvación de los demás se convierte en una existencia significativa. La muerte martirial de Jesús será el punto de partida de la misteriosa revelación del amor incondicional del Padre por sus hijos.

MISA CON PROCESIÓN O ENTRADA SOLEMNE

1. En este día la Iglesia recuerda la entrada de Cristo nuestro Señor a Jerusalén para consumar su Misterio Pascual. Por lo tanto, en todas las Misas se conmemora esta entrada del Señor mediante una procesión o una entrada solemne, antes de la Misa principal, y por medio de una entrada sencilla antes de las demás Misas. Pero puede repetirse la entrada solemne (no la procesión), antes de algunas otras Misas que se celebren con gran asistencia del Pueblo.

Conviene que donde no pueda hacerse ni procesión ni entrada solemne, se tenga una celebración de la Palabra de Dios, sobre la entrada mesiánica y la Pasión del Señor, ya sea el sábado por la tarde o ya sea el domingo a una hora oportuna.

Conmemoración de la entrada del Señor en Jerusalén

Primera forma: Procesión

2. A la hora señalada, los fieles se reúnen en una iglesia menor o en algún otro lugar adecuado, fuera de la iglesia hacia la cual va a dirigirse la procesión. Los fieles llevan sus ramos en las manos.

3. El sacerdote y el diácono, revestidos con las vestiduras rojas requeridas para la Misa, acompañados por los otros ministros, se acercan al lugar donde el pueblo está congregado. El sacerdote, en lugar de casulla, puede usar la capa pluvial, que dejará después de la procesión, y se pondrá la casulla.

4. Entretanto se canta la siguiente antífona u otro cántico adecuado:

ANTÍFONA Mt 21, 9

Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. Hosanna en el cielo.

5. Enseguida, el sacerdote y los fieles se santiguan mientras el sacerdote dice: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Después el sacerdote saluda al pueblo de la manera acostumbrada y hace una breve monición para invitar a los fieles a participar activa y conscientemente en la celebración de este día: Puede hacerlo con éstas o semejantes palabras.

Queridos hermanos: Después de haber preparado nuestros corazones desde el principio de Cuaresma con nuestra penitencia y nuestras obras de caridad, hoy nos reunimos para iniciar, unidos con toda la Iglesia, la celebración anual del Misterio Pascual, es decir, de la pasión y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, misterios que empezaron con su entrada en Jerusalén, su ciudad.

Por eso, recordando con toda fe y devoción esta entrada salvadora, sigamos al Señor, para que, participando de su cruz, tengamos parte con El en su resurrección y su vida.

6. Después de esta monición, el sacerdote, teniendo extendidas las manos, dice una de las dos oraciones siguientes:

Oremos.

Dios todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición estos ramos, para que, quienes acompañamos jubilosos a Cristo Rey, podamos llegar, por él, a la Jerusalén del cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

R/. Amén.

O bien:

Aumenta, Señor Dios, la fe de los que esperan en ti y escucha con bondad las súplicas de quienes te invocan, para que, al presentar hoy nuestros ramos a Cristo victorioso, demos para ti en él frutos de buenas obras. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. R/. Amén.

Y en silencio, rocía los ramos con agua bendita.

7. Enseguida el diácono, o en su ausencia el sacerdote, proclama del modo acostumbrado el Evangelio de la entrada del Señor en Jerusalén, según alguno de los cuatro evangelistas. Si es oportuno se usa el incienso.

EVANGELIO

Bendito el que viene en nombre del Señor.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 19, 28-40

En aquel tiempo, Jesús, acompañado de sus discípulos, iba camino de Jerusalén, y al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al caserío que está frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: ‘El Señor lo necesita’ “.

Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho. Mientras desataban el burro, los dueños les preguntaron: “¿Por qué lo desamarran?” Ellos contestaron: “El Señor lo necesita”. Se llevaron, pues, el burro, le echaron encima los mantos e hicieron que Jesús montara en él.

Conforme iba avanzando, la gente tapizaba el camino con sus mantos, y cuando ya estaba cerca la bajada del monte de los Olivos, la multitud de discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los prodigios que habían visto, diciendo:

 “¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!”

Algunos fariseos que iban entre la gente, le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Él les replicó: “Les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras”.

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

8. Después del Evangelio, si se cree oportuno, puede tenerse una breve homilía. Al iniciar la procesión, el celebrante u otro ministro idóneo puede hacer una exhortación con estas palabras u otras parecidas:

Queridos hermanos: Imitando a la multitud que aclamaba al Señor, avancemos en paz.

9. Y se inicia la procesión hacia el templo donde va a celebrarse la misa. Si se usa el incienso, el turiferario va adelante con el incensario, en el cual habrá puesto incienso previamente; enseguida, un ministro con la cruz adornada y, a su lado, dos acólitos con velas encendidas. Sigue luego el sacerdote con los ministros y, detrás de ellos, los fieles con ramos en las manos. Al avanzar la procesión, el coro y el pueblo entonan los siguientes cánticos u otros apropiados.

ANTÍFONA 1

Los niños hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al encuentro del Señor, clamando: “Hosanna en el cielo”.

Si se cree conveniente, puede alternarse esta antífona con los versículos del salmo 23.

SALMO 23

Del Señor es la tierra y lo que ella tiene, el orbe todo y lo que ella tiene, el orbe todo y los que en él habitan, pues él lo edificó sobre los mares, él fue quien lo asentó sobre los ríos.

Se repite la antífona.

¿Quién subirá hasta el monte del Señor? ¿Quién podrá entrar en su recinto santo? El de corazón limpio y manos puras y que no jura en falso.

Se repite la antífona.

Ese obtendrá la bendición de Dios, y Dios, su salvador, le hará justicia. Ésta es la clase de hombres que te buscan y vienen ante ti, Dios de Jacob.

Se repite la antífona.

¡Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el rey de la gloria!

Se repite la antífona.

Y ¿quién es el rey de la gloria? Es el Señor, fuerte y poderoso, el Señor, poderoso en la batalla.

Se repite la antífona.

¡Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el rey de la gloria!

Se repite la antífona.

Y ¿quién es el rey de la gloria? El Señor, Dios de los ejércitos, es el rey de la gloria.

Se repite la antífona.

ANTÍFONA II

Los niños hebreos extendían sus mantos por el camino y clamaban: “Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor”.

Si se cree conveniente, puede alternarse esta antífona con los versículos del salmo 46.

SALMO 46

Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor, de gozo llenos; que el Señor, el Altísimo, es terrible y de toda la tierra, rey supremo.

Se repite la antífona.

Fue Él quien nos puso por encima de todas las naciones y los pueblos, al elegirnos como herencia suya, orgullo de Jacob, su predilecto.

Se repite la antífona.

Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor, asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey honremos y cantemos todos.

Se repite la antífona.

Porque Dios es el rey del universo, cantemos el mejor de nuestros cantos. Reina Dios sobre todas las naciones desde su trono santo.

Se repite la antífona.

Los jefes de los pueblos se han reunido con el pueblo de Dios, Dios de Abraham, porque de Dios son los grandes de la tierra. Por encima de todo Dios está.

HIMNO A CRISTO REY

¡Que viva mi Cristo,

que viva mi Rey,

que impere doquiera

triunfante su ley! (2)

¡Viva Cristo Rey,

viva Cristo Rey!

1. Mexicanos, un Padre tenemos

que nos dio de la patria la unión,

a ese Padre gozosos cantemos

empuñando con fe su pendón.

que su Hijo nos dio por la cruz.

2. Demos gracias al Padre

que ha hecho que tengamos

de herencia la luz

y podamos vivir en el reino

3. Dios le dio el poder, la

victoria; pueblos todos, venid y

alabad a este Rey de los cielos y

tierra en quien sólo tenemos la paz.

4. Rey eterno, Rey universal,

en quien todo ya se restauró, te

rogamos que todos los pueblos

sean unidos en un solo amor.

10. Al entrar la procesión en la iglesia, se canta el siguiente responsorio u otro cántico alusivo a la entrada del Señor en Jerusalén:

RESPONSORIO

R/. Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos, anunciando con anticipación la resurrección del Señor de la vida, con palmas en las manos, aclamaban: Hosanna en el cielo.

V. Al enterarse de que Jesús llegaba a Jerusalén, el pueblo salió a su encuentro.

R/. Con palmas en las manos, aclamaban: Hosanna en el cielo.

11. El sacerdote, al llegar al altar, hace la debida reverencia y si lo juzga oportuno, lo inciensa. Luego se dirige a la sede (se quita la capa pluvial, si la usó, y se pone la casulla) y, omitidos los demás ritos iniciales de la Misa, incluso el Señor, ten piedad, da fin a la procesión diciendo la oración colecta y prosigue la misa de la manera acostumbrada.

Segunda forma: Entrada solemne

12. Donde no se pueda hacer la procesión fuera de la iglesia, la entrada del Señor se celebra dentro del templo por medio de una entrada solemne, antes de la misa principal.

13. Los fieles se reúnen ante la puerta de la iglesia, o bien, dentro de la misma iglesia, llevando los ramos en la mano. El sacerdote, los ministros y algunos de los fieles, van a algún sitio adecuado de la iglesia, fuera del presbiterio, en donde pueda ser vista fácilmente la ceremonia, al menos por la mayor parte de la asamblea.

14. Mientras el sacerdote se dirige al sitio indicado, se canta la antífona “Hosanna al Hijo de David” (n. 4) o algún otro cántico adecuado. Después se bendicen los ramos y se lee el Evangelio de la entrada del Señor en Jerusalén, como se indicó en los nn. 5-7. Después del Evangelio, el sacerdote va solemnemente hacia el presbiterio a través del templo acompañado por los ministros y por algunos fieles, mientras se canta el responsorio ‘Al entrar el Señor” (n. 10), u otro cántico apropiado.

15. Al llegar al altar, el sacerdote hace la debida reverencia. Enseguida va a la sede y, omitidos los ritos iniciales de la Misa, incluso el Señor, ten piedad, si es oportuno, dice la colecta de la Misa, que prosigue luego de la manera acostumbrada.

Tercera forma: Entrada sencilla

16. En todas las demás misas de este domingo, en las que no se hace la entrada solemne, se recuerda la entrada del Señor en Jerusalén por medio de una entrada sencilla.

17. Mientras el sacerdote se dirige al altar, se canta la antífona de entrada con su salmo u otro cántico sobre el mismo tema. El sacerdote, al llegar al altar, hace la debida reverencia, va a la sede y saluda al pueblo. Luego sigue la misa de la manera acostumbrada.

En las demás misas en que no es posible cantar la antífona de entrada, el sacerdote, después de llegar al altar y de haber hecho la debida reverencia, saluda al pueblo, lee la antífona de entrada y prosigue la misa de la manera acostumbrada.

18. ANTÍFONA DE ENTRADA (Sal 23, 9-10)

Seis días antes de la Pascua, cuando el Señor entró en Jerusalén, salieron los niños a su encuentro llevando en sus manos hojas de palmera y gritando: Hosanna en el cielo. Bendito tú, que vienes lleno de bondad y de misericordia.

Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el Rey de la gloria. Y ¿quién es ese Rey de la gloria? El Señor de los ejércitos es el Rey de la gloria. Hosanna en el cielo. Bendito tú, que vienes lleno de bondad y de misericordia.

19. Cuando no se puede hacer ni la procesión, ni la entrada solemne, es conveniente hacer una celebración de la palabra de Dios, acerca de la entrada mesiánica y de la Pasión del Señor, ya sea el sábado en la tarde, o bien el domingo, a la hora más oportuna.

LA MISA

20. Después de la procesión o de la entrada solemne, el sacerdote comienza la misa con la oración colecta.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, que quisiste que nuestro Salvador se hiciera hombre y padeciera en la cruz para dar al género humano ejemplo de humildad, concédenos, benigno, seguir las enseñanzas de su pasión y que merezcamos participar de su gloriosa resurrección. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Dada la importancia de la Pasión del Señor, el sacerdote, en las misas con el pueblo, y de acuerdo con las características de los fieles de cada asamblea, puede omitir, una de las dos primeras lecturas, o ambas, y leer sólo la Pasión del Señor, aun en su forma breve.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

No aparté mi rostro de los insultos, y sé que no quedaré avergonzado.

Del libro del profeta Isaías 50, 4-7

En aquel entonces, dijo Isaías: “El Señor me ha dado una lengua experta, para que pueda confortar al abatido con palabras de aliento.

Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que escuche yo, como discípulo. El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia ni me he echado para atrás.

Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos.

Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endurecí mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24

R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Todos los que me ven, de mí se burlan; me hacen gestos y dicen: “Confiaba en el Señor, pues que Él lo salve; si de veras lo ama, que lo libre”. R/.

Los malvados me cercan por doquiera como rabiosos perros. Mis manos y mis pies han taladrado y se pueden contar todos mis huesos. R/.

Reparten entre sí mis vestiduras y se juegan mi túnica a los dados. Señor, auxilio mío, ven y ayúdame, no te quedes de mí tan alejado. R/.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alábenlo; glorifícalo, linaje de Jacob; témelo, estirpe de Israel. R/.

SEGUNDA LECTURA

Cristo se humilló a sí mismo, por eso Dios lo exaltó.

De la carta del apóstol san Pablo a los filipenses 2, 6-11

Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Flp 2, 8-9

R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.

Cristo se humilló por nosotros y por obediencia aceptó incluso la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. R/.

No se llevan velas ni incienso para la lectura de la Pasión del Señor, ni se hace al principio el saludo, ni se signa el libro. La lectura la hacen un diácono o, en su defecto, el sacerdote. Puede también ser hecha por lectores, reservando al sacerdote, si es posible, la parte correspondiente a Cristo.

Solamente los diáconos piden la bendición del celebrante antes del canto de la Pasión, como se hace antes del Evangelio.

PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SEGÚN SAN LUCAS 22, 14-23, 56

He deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer

Llegada la hora de cenar, se sentó Jesús con sus discípulos y les dijo: “Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer, porque yo les aseguro que ya no la volveré a celebrar, hasta que tenga cabal cumplimiento en el Reino de Dios”. Luego tomó en sus manos una copa de vino, pronunció la acción de gracias y dijo: “Tomen esto y repártanlo entre ustedes, porque les aseguro que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios”.

Hagan esto en memoria mía

Tomando después un pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”. Después de cenar, hizo lo mismo con una copa de vino, diciendo: “Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes”.

¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado!

“Pero miren: la mano del que me va a entregar está conmigo en la mesa. Porque el Hijo del hombre va a morir, según lo decretado; pero ¡ay de aquel hombre por quien será entregado!” Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que lo iba a traicionar.

Yo estoy en medio de ustedes como el que sirve

Después los discípulos se pusieron a discutir sobre cuál de ellos debería ser considerado como el más importante. Jesús les dijo: “Los reyes de los paganos los dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Pero ustedes no hagan eso, sino todo lo contrario: que el mayor entre ustedes actúe como si fuera el menor, y el que gobierna, como si fuera un servidor. Porque, ¿quién vale más, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Verdad que es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de ustedes como el que sirve. Ustedes han perseverado conmigo en mis pruebas, y yo les voy a dar el Reino, como mi Padre me lo dio a mí, para que coman y beban a mi mesa en el Reino, y se siente cada uno en un trono, para juzgar a las doce tribus de Israel”. 

Tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos

Luego añadió: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido permiso para zarandearlos como trigo; pero yo he orado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”. Él le contestó: “Señor, estoy dispuesto a ir contigo incluso a la cárcel y a la muerte”. Jesús le replicó: “Te digo, Pedro, que hoy, antes de que cante el gallo, habrás negado tres veces que me conoces”.

Conviene que se cumpla en mí lo que está escrito

Después les dijo a todos ellos: “Cuando los envié sin provisiones, sin dinero ni sandalias, ¿acaso les faltó algo?” Ellos contestaron: “Nada”. Él añadió: “Ahora, en cambio, el que tenga dinero o provisiones, que los tome; y el que no tenga espada, que venda su manto y compre una. Les aseguro que conviene que se cumpla esto que está escrito de mí: Fue contado entre los malhechores, porque se acerca el cumplimiento de todo lo que se refiere a mí”. Ellos le dijeron: “Señor, aquí hay dos espadas”. Él les contestó: “¡Basta ya!”

Lleno de tristeza, se puso a orar de rodillas

Salió Jesús, como de costumbre, al monte de los Olivos y lo acompañaron los discípulos. Al llegar a ese sitio, les dijo: “Oren, para no caer en la tentación”. Luego se alejó de ellos a la distancia de un tiro de piedra y se puso a orar de rodillas, diciendo: “Padre, si quieres, aparta de mí esta amarga prueba; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Se le apareció entonces un ángel para confortarlo; él, en su angustia mortal, oraba con mayor insistencia, y comenzó a sudar gruesas gotas de sangre, que caían hasta el suelo. Por fin terminó su oración, se levantó, fue hacia sus discípulos y los encontró dormidos por la pena. Entonces les dijo: “¿Por qué están dormidos? Levántense y oren para no caer en la tentación”.

Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?

Todavía estaba hablando, cuando llegó una turba encabezada por Judas, uno de los Doce, quien se acercó a Jesús para besarlo. Jesús le dijo: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?”

Al darse cuenta de lo que iba a suceder, los que estaban con él dijeron: “Señor, ¿los atacamos con la espada?” Y uno de ellos hirió a un criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Jesús intervino, diciendo: “¡Dejen! ¡Basta!” Le tocó la oreja y lo curó.

Después Jesús dijo a los sumos sacerdotes, a los encargados del templo y a los ancianos que habían venido a arrestarlo: “Han venido a aprehenderme con espadas y palos, como si fuera un bandido. Todos los días he estado con ustedes en el templo y no me echaron mano. Pero ésta es su hora y la del poder de las tinieblas”.

Pedro salió de ahí y se soltó a llorar

Ellos lo arrestaron, se lo llevaron y lo hicieron entrar en la casa del sumo sacerdote. Pedro los seguía desde lejos. Encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor y Pedro se sentó también con ellos. Al verlo sentado junto a la lumbre, una criada se le quedó mirando y dijo: “Este también estaba con él”. Pero él lo negó diciendo: “No lo conozco, mujer”. Poco después lo vio otro y le dijo: “Tú también eres uno de ellos”. Pedro replicó: “¡Hombre, no lo soy!” Y como después de una hora, otro insistió: “Sin duda que éste también estaba con él, porque es galileo”.

Pedro contestó: “¡Hombre, no sé de qué hablas!” Todavía estaba hablando, cuando cantó un gallo.

El Señor, volviéndose, miró a Pedro. Pedro se acordó entonces de las palabras que el Señor le había dicho: ‘Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces’, y saliendo de allí se soltó a llorar amargamente.

Adivina quién te ha pegado

Los hombres que sujetaban a Jesús se burlaban de él, le daban golpes, le tapaban la cara y le preguntaban: “¿divina quién te ha pegado?” Y proferían contra él muchos insultos.

Lo hicieron comparecer ante el sanedrín

Al amanecer se reunió el consejo de los ancianos con los sumos sacerdotes y los escribas. Hicieron comparecer a Jesús ante el sanedrín y le dijeron: “Si tú eres el Mesías, dínoslo”. Él les contestó: “Si se lo digo, no lo van a creer, y si les pregunto, no me van a responder. Pero ya desde ahora, el Hijo del hombre está sentado a la derecha de Dios todopoderoso”. Dijeron todos: “Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?” Él les contestó: “Ustedes mismos lo han dicho: sí lo soy”. Entonces ellos dijeron: “¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca”. El consejo de los ancianos, con los sumos sacerdotes y los escribas, se levantaron y llevaron a Jesús ante Pilato.

No encuentro ninguna culpa en este hombre

Entonces comenzaron a acusarlo, diciendo: “Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación y oponiéndose a que se pague tributo al César y diciendo que él es el Mesías rey”.

Pilato preguntó a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Él le contestó: “Tú lo has dicho”. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: “No encuentro ninguna culpa en este hombre”. Ellos insistían con más fuerza, diciendo: “Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí”. Al oír esto, Pilato preguntó si era galileo, y al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió, ya que Herodes estaba en Jerusalén precisamente por aquellos días.

Herodes, con su escolta, lo despreció

Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, porque hacía mucho tiempo que quería verlo, pues había oído hablar mucho de él y esperaba presenciar algún milagro suyo. Le hizo muchas preguntas, pero él no le contestó ni una palabra.

Estaban ahí los sumos sacerdotes y los escribas, acusándolo sin cesar. Entonces Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él, y le mandó poner una vestidura blanca. Después se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes eran enemigos.

Pilato les entregó a Jesús

Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, y les dijo: “Me han traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; pero yo lo he interrogado delante de ustedes y no he encontrado en él ninguna de las culpas de que lo acusan. Tampoco Herodes, porque me lo ha enviado de nuevo. Ya ven que ningún delito digno de muerte se ha probado. Así pues, le aplicaré un escarmiento y lo soltaré”.

Con ocasión de la fiesta, Pilato tenía que dejarles libre a un preso. Ellos vociferaron en masa, diciendo: “¡Quita a ése! ¡Suéltanos a Barrabás!” A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra, con la intención de poner en libertad a Jesús; pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!” Él les dijo por tercera vez: “¿Pues qué ha hecho de malo? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte; de modo que le aplicaré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos insistían, pidiendo a gritos que lo crucificaran. Como iba creciendo el griterío, Pilato decidió que se cumpliera su petición; soltó al que le pedían, al que había sido encarcelado por revuelta y homicidio, y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.

Hijas de Jerusalén, no lloren por mí

Mientras lo llevaban a crucificar, echaron mano a un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo obligaron a cargar la cruz, detrás de Jesús. Lo iba siguiendo una gran multitud de hombres y mujeres, que se golpeaban el pecho y lloraban por él. Jesús se volvió hacia las mujeres y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloren por mí; lloren por ustedes y por sus hijos, porque van a venir días en que se dirá: ‘¡Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado!’ Entonces dirán a los montes: ‘Desplómense sobre nosotros’, y a las colinas: Sepúltennos’, porque si así tratan al árbol verde, ¿qué pasará con el seco?”

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen

Conducían, además, a dos malhechores, para ajusticiarlos con él. Cuando llegaron al lugar llamado “la Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Los soldados se repartieron sus ropas, echando suertes.

Éste es el rey de los judíos

El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el elegido”. También los soldados se burlaban de Jesús, y acercándose a él, le ofrecían vinagre y le decían: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había, en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: “Éste es el rey de los judíos”.

Hoy estarás conmigo en el paraíso

Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: “Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le reclamaba, indignado: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho”. Y le decía a Jesús: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”. Jesús le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu

Era casi el mediodía, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente, dijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” Y dicho esto, expiró.

Aquí se arrodillan todos y se hace una breve pausa.

El oficial romano, al ver lo que pasaba, dio gloria a Dios, diciendo: “Verdaderamente este hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, mirando lo que ocurría, se volvió a su casa dándose golpes de pecho. Los conocidos de Jesús se mantenían a distancia, lo mismo que las mujeres que lo habían seguido desde Galilea, y permanecían mirando todo aquello. 

José colocó el cuerpo de Jesús en un sepulcro

Un hombre llamado José, consejero del sanedrín, hombre bueno y justo, que no había estado de acuerdo con la decisión de los judíos ni con sus actos, que era natural de Arimatea, ciudad de Judea, y que aguardaba el Reino de Dios, se presentó ante Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Lo bajó de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía. Era el día de la Pascua y ya iba a empezar el sábado. Las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea acompañaron a José para ver el sepulcro y cómo colocaban el cuerpo. Al regresar a su casa, prepararon perfumes y ungüentos, y el sábado guardaron reposo, conforme al mandamiento.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que la pasión de tu Unigénito, Señor, nos atraiga tu perdón, y aunque no lo merecemos por nuestras obras, por la mediación de este sacrificio único, lo recibamos de tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 26, 42

Padre mío, si no es posible evitar que yo beba este cáliz, hágase tu voluntad.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Tú que nos has alimentado con esta Eucaristía, y por medio de la muerte de tu Hijo nos das la esperanza de alcanzar lo que la fe nos promete, concédenos, Señor, llegar, por medio de su resurrección, a la meta de nuestras esperanzas. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO

Dios y Padre nuestro, mira con bondad a esta familia tuya, por la cual nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse a sus verdugos y padecer el tormento de la cruz. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Entrada del Mesías en Jerusalén (Lc 19, 28-40)

Procesión

Jesús utiliza un borrico para su entrada en Jerusalén; cumple así un oráculo profético: «Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey, justo y salvador, montado en un asno, en un pollino hijo de asna» (Zach 9, 9).

El pueblo y sobre todo los fariseos conocían bien esta profecía. Por eso este acto, dentro de su sencillez, reviste una solemnidad que conmueve a los asistentes: enardece al pueblo e irrita a los fariseos. El Señor, al dar cumplimiento a la profecía, se presenta ante todos como el Mesías profetizado en el Antiguo Testamento.

Cristo es saludado con las palabras proféticas para la entronización del Mesías, escritas en el Salmo 118, 26: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!». Pero además es aclamado como Rey por el pueblo. Es la hora de la gran manifestación mesiánica. Los fariseos se indignan. En medio del júbilo se oye esta exclamación: «Paz en el Cielo y gloria en las alturas», como un eco del anuncio del ángel a los pastores en la noche de Navidad (cfr Lc 2, 14).

A los reproches de los fariseos, escandalizados por las aclamaciones del pueblo, el Señor responde con una frase de estilo proverbial: es tan evidente su dignidad mesiánica que si los hombres no la reconocieran sería proclamada por la naturaleza misma. De hecho, cuando por miedo callan sus conocidos en el Calvario tembló la tierra y se partieron las piedras (cfr Mt 27, 51), estremecidas por su muerte. El Señor, que en otras circunstancias había impuesto silencio a quienes le querían aclamar como Rey y Mesías, ahora cambia de actitud: ha llegado el momento de la manifestación pública de su dignidad y de su misión. «Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 450).

En Jerusalén, término del «largo viaje», se va a consumar el sacri­ficio redentor de la cruz. La entrada ­mesiánica de Jesús en la Ciudad Santa conlleva su manifestación gloriosa. Montando el borrico, Jesús da cumplimiento a un oráculo profético: «Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, hija de Jerusalén, mira, tu rey viene hacia ti, es justo y salvador, montado sobre un asno, sobre un borrico, cría de asna» (Za 9, 9). La aclamación de los discípulos (v. 38) supone que le reconocen como Rey y Mesías, pues le honran con las palabras de un salmo de entronización del Mesías (cfr Sal 118, 26: «¡Bendito el que viene en Nombre del Señor!») y le acogen como Salvador (cfr 2, 11-14). Los fariseos, tal vez preocupados por el tumulto que podía organizarse, reprochan al Señor su actitud. Jesús les contesta con una frase proverbial: es tan evidente su condición mesiánica que, si no la reco­nocieran los hombres, la proclamaría la naturaleza misma (v. 40).

«Salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres. (...) Corramos a una con quien se apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser ­totalmente captado por nosotros. (...) Tendamos ante Él, a guisa de palmas, nuestra alabanza por la victoria suprema de la cruz. Aclamémoslo, pero no con ramos de olivos, sino tributándonos mutuamente el honor de nuestra ayuda material. Alfombrémosle el camino, pero no con mantos, sino con los deseos de nuestro corazón, a fin de que, caminando sobre nosotros, penetre todo Él en nuestro interior y haga que toda nuestra persona sea para Él, y Él, a su vez, para nosotros» (S. Andrés de Creta, Sermo 9 de Dominica in Palmis).

El valor del sufrimiento (Is 50, 4-7)

1ª lectura

Después de que el segundo canto del siervo haya glosado la misión del siervo (cfr Is 49, 6), ahora el tercero reclama la atención para la propia persona del siervo. El poema está bien construido en tres estrofas que comienzan del mismo modo: «El Señor Dios» (vv. 4.5.7), y con una conclusión (v. 9), que también contiene la misma fórmula. La primera estrofa (v. 4) subraya la docilidad del siervo a la palabra del Señor; es decir, no es presentado como un maestro autodidacta y original sino como un discípulo obediente. La segunda (vv. 5-6) señala los sufrimientos que esa docilidad le ha acarreado y que el siervo ha aceptado sin rechistar. La tercera (vv. 7-8) destaca la fortaleza del siervo: si sufre en silencio no es por cobardía, sino porque Dios le ayuda y le hace más fuerte que sus verdugos. La conclusión (v. 9) tiene carácter procesal: en el desenlace definitivo sólo el siervo permanecerá, mientras que sus adversarios se desvanecen.

Los evangelistas vieron cumplidas en Jesucristo las palabras de este canto, especialmente en lo que se refiere al valor del sufrimiento y a la fortaleza callada del siervo. En concreto, el Evangelio de Juan pone en boca de Nicodemo el reconocimiento de la sabiduría de Jesús: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3, 2b). Pero, sobre todo, la descripción de los sufrimientos que ha afrontado el siervo resuena en el corazón de los primeros cristianos al meditar la Pasión de Jesús y recordar que «comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas» (Mt 26, 67), y que más adelante los soldados romanos «le escupían, y le quitaban la caña y le golpeaban en la cabeza» (Mt 27, 30; cfr también Mc 15, 19; Jn 19, 3). San Pablo hace alusión al v. 9, al aplicar a Cristo Jesús la función de interceder por los elegidos en el pleito permanente con los enemigos del alma: ¿quién puede pretender vencer en una causa contra Dios? (cfr Rm 8, 33).

San Jerónimo, subrayando la doci­lidad del discípulo, ve cumplidas en Cristo estas palabras: «Esa disciplina y estudio le abrieron sus oídos para transmitirnos la ciencia del Padre. Él no le contradijo sino que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, de forma que puso su cuerpo, sus espaldas, a los golpes; y los latigazos hirieron ese divino pecho y sus mejillas no se apartaron de las bofetadas» (Commentarii in Isaiam 50, 4).

Obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fl 2, 6-11)

2ª lectura

Éste es uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento sobre la divinidad de Jesucristo. Quizá es un himno utilizado por los primeros cristianos que San Pablo retoma. En él se canta la humillación y la exalta­ción de Cristo. El Apóstol, teniendo presente la divini­dad de Cristo, centra su atención en la muerte de cruz como ejemplo supremo de humildad y obediencia. «¿Qué hay de más humilde —se pregunta San Gregorio de Nisa— en el Rey de los seres que el entrar en comunión con nuestra pobre naturaleza? El Rey de Reyes y Señor de Señores se reviste de la forma de nuestra esclavitud; el Juez del universo se hace tributario de príncipes terrenos; el Señor de la creación nace en una cueva; quien abarca el mundo entero no encuentra lugar en la posada (...); el puro e incorrupto se reviste de la suciedad de la naturaleza humana, y pasando a través de todas nuestras necesidades, llega hasta la experiencia de la muerte» (De beatitudinibus 1).

Se evoca el contraste entre Jesucristo y Adán, que siendo hombre ambicionó ser como Dios (cfr Gn 3, 5). Por el contrario, Jesucristo, siendo Dios, «se anonadó a sí mismo» (v. 7). «Al afirmar que se anonadó no indicamos otra cosa sino que tomó la condición de siervo, no que perdiera la divina. Permaneció inmutable la naturaleza en la que, existiendo en condición divina, es igual al Padre, y asumió la nuestra mudable, en la cual nació de la Virgen» (S. Agustín, Contra Faustum 3, 6).

La obediencia de Cristo hasta la cruz (v. 8) repara la desobediencia del primer hombre. «El Hijo unigénito de Dios, Palabra y Sabiduría del Padre, que estaba junto a Dios en la gloria que había antes de la existencia del mundo, se humilló y, tomando la forma de esclavo, se hizo obediente hasta la muerte, con el fin de enseñar la obediencia a quienes sólo con ella podían alcanzar la salvación» (Orígenes, De principiis 3, 5, 6).

Dios Padre, al resucitar a Jesús y sentarlo a su derecha, concedió a su Humanidad el poder manifestar la gloria de la divinidad que le corresponde —«el nombre que está sobre todo nombre», es decir, el nombre de Dios—. Sin embargo, «esta expresión “le exaltó” no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo (...). Términos como “humillado” y “exaltado” se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado» (S. Atanasio, Contra Arianos 1, 41).

Todas las criaturas quedaron sometidas a su poder, y los hombres deberán confesar la verdad fundamental de la doctrina cristiana: «Jesucristo es el Señor». La palabra griega Kyrios empleada por San Pablo en esta fórmula es utilizada por la antigua versión griega llamada de los Setenta para traducir del hebreo el nombre de Dios. De ahí que esa fórmula sea una proclamación de que Jesucristo es Dios.

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo (Lc 22, 14 – 23, 56)

Evangelio

A lo largo de su evangelio —y especialmente en el relato de la pasión— a Lucas le gusta señalar el carácter ejemplar que tiene para el cristiano la conducta de Jesús ante las dificultades. Estos dos episodios, en contraste con el relato de la Cena, dejan entrever la soledad de Cristo y los diferentes sentimientos que animan su vida, tan distintos de los que tienen sus discípulos. Con todo, las palabras de Jesús a éstos son un aliento de esperanza. A pesar de la pequeñez de horizontes que ahora tienen (v. 24; cfr Mt 20, 20-28; Mc 10, 35-45), al estar asociados a la humillación de Cristo (v. 28), lo estarán también en su exaltación (vv. 29-30).

«Y os sentéis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (v. 30). El trono es signo de poder real; las doce tribus de Israel son un símbolo para designar la universalidad de la autoridad que Jesús confiere a los Apóstoles. Como ha trasmitido la tradición de la Iglesia, este poder de los Apóstoles se continúa en los obispos, que, «como vicarios y legados de Cristo, rigen las iglesias particulares, que les han sido encomendadas, con sus exhortaciones y con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sagrada potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, recordando que quien es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cfr Lc 22, 26-27)» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 27).

22, 31-34. Después de la Cena, antes del prendimiento en Getsemaní, Jesús previene a sus discípulos, y a Pedro en par­ticular, sobre la prueba que va a sufrir su fe (vv. 31-32), pues no han entendido el sentido redentor de su vida y su muerte (22, 37-38). San Lucas refiere el episodio con más detalles que los otros dos sinópticos y recoge la oración de Jesús por Pedro. En efecto, en el contexto de la pasión, parece que se da un combate entre Satanás y Jesús. Satanás ha triunfado en Judas (22, 3) y también en las autoridades judías cuya «hora» coincide con la del «poder de las tinieblas» (22, 53). Aquí, el combate se amplía a Pedro (v. 31). Aunque la debilidad de Pedro es patente, el primero de los Apóstoles no desfallecerá, pues su fe cuenta con la oración de Jesús. La Iglesia enseña que esta asistencia especial de Jesús sobre Pedro para «la misión de custodiar esta fe ante todo des­fallecimiento y de confirmar en ella a sus hermanos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 552) se continúa en la persona del Romano Pontífice como sucesor de Pedro: «La sede de Pedro permanece siempre intacta de todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus discípulos (...); así, pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente fue divinamente con­ferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que desempeñaran su ­excelso cargo para la salvación de todos» (Conc. Vaticano I, Pastor aeternus, n. 3). Cfr notas a Mt 16, 13-20; Jn 21, 15-23.

22, 35-38. Jesús anuncia su pasión (v. 37) aplicándose la profecía de Isaías sobre el Siervo sufriente (Is 53, 12) y señalando que se cumplen en Él las demás profe­cías sobre los dolores del Redentor. Como en todos estos episodios, se muestra un significativo contraste entre la comprensión de los acontecimientos por parte de Jesús y la incomprensión de los discípulos. Jesús sabe lo que va a ocurrir y, por eso, prepara la Pascua con presciencia profética (22, 7-13): sabe que Judas le traicionará (22, 21), que Pedro le negará (22, 34), y que la hora decisiva está ahí (22, 53). Pero rehúye las espadas y el combate (v. 38; 22, 51), no responde a los ultrajes (22, 63-65), ni se defiende ante el Sanedrín (22, 66-71), ni ante Pilato (23, 3). Es inocente, como lo afirman Pilato (23, 4.14.22) y el centurión (23, 47). Negado, e injustamente condenado, tiene gestos y palabras de perdón para Pedro (22, 61) y para sus verdugos (23, 34). Es claro que la conducta de Cristo tiene un valor de exhortación para quien sufra injustamente. Pero su martirio no está al servicio de una idea, sino que es el cumplimiento de la voluntad del Padre: «Sometió su voluntad a la del Padre. Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, a quien entregó por nosotros y que nació por nosotros, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y víctima en el ara de la cruz, con su propia sangre, no por sí mismo, por quien han sido hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos nos salvemos por Él y lo recibamos con puro corazón y cuerpo casto» (S. Francisco de Asís, Carta a todos los fieles 2, 10-15).

22, 39-46. En el huerto, Jesús expresa su aceptación de la muerte afrentosísima en cumplimiento del designio de Dios. La oración de Jesús se debió de prolongar largo tiempo, aunque San Lucas sólo recoge los momentos más trascendentales. Prácticamente en cada versículo hay una mención de la oración; el pasaje se inicia y se termina con la recomendación de Jesús de orar para no caer en tentación; finalmente, Jesús mismo nos da ejemplo pues al entrar «en agonía oraba con más intensidad» (v. 43). La oración del Señor es así una lección perfecta de abandono y de unión con la voluntad de Dios: ¿Estás sufriendo una gran tribulación? — ¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril: “Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. —Amén. —Amén.” Yo te aseguro que alcanzarás la paz (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 691).

La oración es intensa, pero la congoja no lo es menos. La angustia es tal que Jesús es confortado por un ángel y llega a sudar sangre (vv. 43-44); la Humanidad de Cristo aparece aquí en toda su capacidad de sufrimiento: «El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena: es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios» (Sto. Tomás Moro, La agonía de Cristo, ad loc.).

Como en todo, también aquí, con sus gestos, el Señor es modelo para nosotros: «Fue oportuno que el buen Maestro y Salvador verdadero, compadeciéndose de los más débiles, hiciera ver en su propia persona que los mártires no debían perder la esperanza si por casualidad llegaba a insinuarse en sus corazones la tristeza en el momento de la pasión, como consecuencia de la fragilidad humana —aunque ya la hubieran superado al anteponer a su voluntad la voluntad de Dios—, puesto que Él sabe qué conviene a aquellos por quienes mira» (S. Agustín, De consensu Evangelistarum 3, 4).

22, 47-53. Los cuatro evangelios, al narrar este episodio, guardan el recuerdo tanto de la grandeza de Jesús como de los acontecimientos de aquel momento: la muchedumbre desbocada, la traición de Judas, la herida al criado del sumo ­sacerdote, etc. En este contexto Lucas se fija además en dos cosas: en la misericordia del Señor que cura al criado herido (v. 51) y en la aparente victoria del diablo (v. 53). Al leer el texto, no se puede dejar de pensar en el apóstol infiel: «Después de ver de cuántas maneras mostró Dios su misericordia con Judas, que de Apóstol había pasado a traidor, al ver con cuánta frecuencia le invitó al perdón, y no permitió que pereciera sino porque él mismo quiso desesperar, no hay razón alguna en esta vida para que nadie, aunque sea como Judas, haya de desesperar del perdón» (Sto. Tomás Moro, La agonía de Cristo, ad loc.).

22, 54-71. Los dos primeros evangelios (cfr Mt 26, 57-75; Mc 14, 53-72 y notas) relatan en contraste los interrogatorios a Jesús y a Pedro. La narración de Lucas sigue un orden más lógico en lo que se refiere a la cronología de los acontecimientos: por la noche Jesús es llevado a casa de Caifás donde, mientras Pedro le niega, los criados le afrentan; a la mañana siguiente (v. 66) se reúnen en el Sanedrín y le condenan a muerte. De los acontecimientos de la noche, Lucas es el único evangelista que recuerda la mirada del Señor a Pedro (v. 61) que provocó su contrición. La mirada de Cristo, frecuentemente descrita en el evangelio (5, 20.27; 6, 10.20, etc.), ha sido motivo de meditación para los santos: «Considero yo muchas veces, Cristo mío, cuán sabrosos y cuán deleitosos se muestran vuestros ojos a quien os ama, y Vos, bien mío, queréis mirar con amor. Paréceme que una sola vez de este mirar tan suave a las almas que tenéis por vuestras, basta por premio de muchos años de servicio» (Sta. Teresa de Jesús, Exclamaciones 14). Las lágrimas de Pedro (v. 62) son la reac­ción lógica de los corazones nobles, movidos por la gracia de Dios. En la doctrina de la Iglesia se denomina contrición del corazón: «Un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar» (Conc. de Trento, De Paenitentia, cap. 4).

Frente a las lágrimas de quien tiene fe, la frialdad de quien no la tiene (vv. 66-71). Las acusaciones del Sanedrín son tan inconsistentes que no pueden ofrecer un pretexto razonable para condenarlo. Pero obtienen del Señor una declaración comprometedora. Jesús —aun conociendo que con su repuesta les ofrece el pretexto que buscan— afirma con toda gravedad no sólo que es el Cristo (cfr Dn 7, 13-14), sino que es el Hijo de Dios. Los sanedritas captan la contestación de Jesús pero piden su muerte: debe morir por blasfemo. Para aceptar la confesión de Jesús les era necesaria una fe que no tenían (vv. 67-68).

23, 1-25. La narración que hace Lucas de la condena de Jesús parece un desarrollo de la oración de los cristianos de Jerusalén: «En esta ciudad se han aliado contra tu santo Hijo Jesús, al que ungiste, Herodes y Poncio Pilato con las naciones y con los pueblos de Israel, para llevar a cabo cuanto tu mano y tu de­signio habían previsto que ocurriera» (Hch 4, 27-28). De acuerdo con esta descripción, San Lucas presenta los acontecimientos en tres escenas: Jesús ante Pilato, ante Herodes y, de nuevo, ante Pilato. Frente a los hechos el lector puede juzgar de las responsabilidades de cada uno, pero sabe, con el evangelista, que por encima de la voluntad de los hombres está el designio de Dios.

En la primera escena (vv. 1-5), se descubre enseguida el artero proceder de los acusadores con el cambio de título en la acusación: el Sanedrín condenó a Jesús por llamarse Cristo (Mesías) e Hijo de Dios (22, 66-71), pero ahora le acusan de llamarse Rey Mesías y de alborotar al pueblo (v. 2). Pilato reconoce enseguida la inconsistencia de la acusación (v. 4), pero intenta contemporizar. Por ello aprovecha la primera oportunidad que se le ofrece (vv. 6-7) para evitar responsabilidades. Con todo, en este lugar, los comentaristas lo que admiran es la grandeza de Jesús: «Pasaje admirable que infunde en el corazón de los hombres una disposición a la paciencia para soportar las afrentas con el ánimo ecuánime. El Señor es acusado, y calla. Y tiene razón al callarse el que no necesita defensa, pues defenderse es bueno para aquellos que temen ser vencidos. No confirma la acusación con su silencio, sino que la desecha al no refutarla. (...) Ha querido mostrar su realeza más que afirmarla, para que no tuvieran motivo para condenarle pues la acusación misma era una falsedad» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).

En la siguiente escena (vv. 6-12), la actitud de los personajes manifiesta lo que son: Herodes parece un ser caprichoso, casi grotesco (vv. 8-9), y los príncipes de los sacerdotes y los escribas aparecen como empeñados en la muerte de Jesús (v. 10). La grandeza del Señor se descubre en su actitud: frente a tamaños despropósitos, callaba (v. 9). Así comenta el episodio San Ambrosio: «Cuando Herodes quería ver de Él algunas maravillas, Él se calló y no hizo nada, porque la crueldad del personaje no merecía ver cosas divinas, y porque el Señor declinaba cualquier tipo de jactancia. Tal vez Herodes pueda ser considerado modelo y emblema de todos los impíos: si no han creído en la Ley y en los Profetas, tampoco pueden ver las obras admirables de Cristo en el Evangelio» (ibidem, ad loc.).

De nuevo ante Pilato (vv. 13-25), éste, en diálogo con los acusadores, deja claro por tres veces (vv. 14.20.22) que Jesús es inocente. Pero la multitud pide la muerte de Jesús en las tres ocasiones (vv. 18.21.23). Paradójicamente Barrabás sale librado (v. 25), a pesar de ser sedicioso y de haber cometido un homicidio (v. 19). La escena no puede dejar de ser un reproche a la indolencia: ni Herodes ni Pilato «le han declarado culpable, aunque cada uno ha servido a la crueldad de los fines del otro. Pilato se lava las manos, pero no puede hacer desaparecer sus actos; porque siendo juez, no tendría que haber cedido al odio y al miedo hasta el punto de derramar sangre inocente. Su esposa le advirtió, la gracia alumbraba durante la noche, la divinidad se imponía; pero aun así, no se abstuvo de pronunciar una sentencia sacrílega. Me parece que en él tenemos una imagen anticipada y el modelo de todos aquellos que más adelante condenaron a quienes consideraban inocentes» (ibidem, ad loc.). Con esa conducta, Pilato pasa a ser prototipo del que no quiere enfrentarse con la verdad: Un hombre, un... caballero transigente, volvería a condenar a muerte a Jesús (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 393).

23, 26-49. Lo mismo que los otros evangelistas, Lucas describe la crucifixión y muerte de Jesús como el cumplimiento del designio de Dios sobre Él, que se hace Siervo de dolores (cfr notas a Mt 27, 32-56; Mc 15, 21-41).

La conducta de Jesús es presentada como ejemplo para todo cristiano: provoca la admiración del centurión y la contrición de la muchedumbre (vv. 47-48). Jesús es modelo de misericordia y de perdón: consuela a las mujeres (vv. 28-29), perdona a los que le van a matar (v. 34) y abre las puertas del Paraíso al buen ladrón (v. 43). En su otro libro, Lucas nos presenta al primer mártir, San Esteban, imitando el comportamiento de Cristo (cfr Hch 7, 60): «El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el hombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 14).

La fuerza de Jesús es su oración. Por dos veces (vv. 34.46) se dirige a su Padre Dios. Para Él son sus últimas palabras: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (v. 46). «Todos los infortunios de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la Economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2606).

Como en otros lugares del evangelio, también aquí queda patente que, ante Jesús, se revela la condición de los hombres. El gesto de piedad de las mujeres (vv. 27-29) muestra que, junto con los enemigos de Jesús, iban otras personas que le querían. Si tenemos en cuenta que las tradiciones judías, según recoge el Talmud, prohibían llorar por los condenados a muerte, nos percataremos del valor que demostraron las mujeres que rompieron en llanto al contemplar al Señor: Entre las gentes que contemplan el paso del Señor, hay unas cuantas mujeres que no pueden contener su compasión y prorrumpen en lágrimas. (...) Pero el Señor quiere enderezar ese llanto hacia un motivo más sobrenatural, y las invita a llorar por los pecados. (...) Tus pecados, los míos, los de todos los hombres, se ponen en pie. Todo el mal que hemos hecho y el bien que hemos dejado de hacer. El panorama desolador de los delitos e infamias sin cuento, que habríamos cometido, si Él, Jesús, no nos hubiera confortado con la luz de su mirada amabilísima. —¡Qué poco es una vida para reparar! (S. Josemaría Escrivá, Via Crucis 8).

El episodio del «buen ladrón» (vv. 39-43) es narrado sólo por Lucas. Aquel hombre muestra los signos del arrepentimiento, reconoce la inocencia de Jesús y hace un acto de fe en Él. Jesús, por su parte, le promete el paraíso: «El Señor —comenta San Ambrosio— concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino» (Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.). El episodio también nos invita a admirar los designios de la divina providencia, y la conjunción de la gracia y la libertad humana. Ambos malhechores se encontraban en la misma situación. Uno se endurece, se desespera y blasfema, mientras el otro se arrepiente, acude a Cristo en oración confiada, y obtiene la promesa de su inmediata salvación: «Entre los hombres, a la confesión sigue el castigo; ante Dios, en cambio, a la confesión sigue la salvación» (S. Juan Crisóstomo, De Cruce et latrone).

La palabra «paraíso» (v. 43), de origen persa, se encuentra en varios pasajes del Antiguo Testamento (Ct 4, 13; Ne 2, 8; Qo 2, 5) y del Nuevo (2 Co 12, 4; Ap 2, 7); en boca de Jesús es un modo de expresarle al buen ladrón que le espera, a su propio lado y de modo inmediato, la felicidad: «Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso enseguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón—, constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día de la Resurrección, en que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 28).

23, 50-56. El texto señala diversos detalles que implican la identidad del «sepultado» y el «resucitado»: el cuerpo de Jesús es puesto en un sepulcro donde «nadie había sido colocado todavía» (v. 53), y también las mujeres fueron testigos de «cómo fue colocado su cuerpo» (v. 55): «Dios no impidió a la muerte separar el alma del cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza, pero los reunió de nuevo, uno con otro, por medio de la resurrección a fin de ser Él mismo en persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida, deteniendo en Él la descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando Él mismo el principio de reunión de las partes separadas» (S. Gregorio de Nisa, Oratio catechetica 16; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 625).

Ahora ya ha pasado todo. José de Arimatea, hombre importante, realiza con exquisita veneración cuanto se requería para sepultar piadosamente el cuerpo de Jesús. Ejemplo claro para todo discípulo de Cristo, que por amor a Él debe arriesgar honra, posición y dinero. Es la hora de pensar en la obra de Jesús, que «con su sangre derramada libremente, nos ha merecido la vida, y en Él, Dios nos ha reconciliado consigo mismo y entre nosotros. (...) Nos ha abierto el camino; en tanto lo recorremos, la vida y la muerte son santificadas y adquieren un nuevo significado» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Domingo de Ramos

1. Y aconteció que acercándose a Betfagé y Betania, en el monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos diciéndoles: Id a la aldea de enfrente, y al entrar en ella hallaréis un pollino atado, que todavía no ha sido montado por nadie. Con justa razón el Señor, después de abandonar a los judíos para habitar en el corazón de los gentiles, sube al templo; en realidad, ése es el verdadero templo en el que se adora a Dios, no según la letra, sino según el espíritu (Jn 4, 24); éste es el templo de Dios al que El mismo puso como fundamento no piedras, sino la firmeza de la fe. Todo lo cual significa que quienes estaban llenos de odio, son abandonados, mientras que son recogidos quienes estaban dispuestos para el amor.

2. Y así, subió al monte de los Olivos para plantar, con la virtud de lo alto, las jóvenes olivas (Sal 127, 3), cuya madre es la Jerusalén de lo alto (Ga 4, 26). Sobre este monte mora aquel celestial jardinero, con objeto de que todos los que están enraizados en la casa de Dios (Sal 91, 14), puedan decir con toda razón: Yo soy como una oliva fructífera en la casa del Señor (Sal 51, 10). En ese monte puede verse también una figura de Cristo. Porque quién que no sea Él puede producir no ya tales olivas, plantadas bajo la abundancia de sus bayas, sino los frutos de esas naciones que se hacen fecundas por la plenitud del Espíritu? Él es ese camino por el que subimos y Él es también el monte al que subimos. Él es la puerta, Él es el camino, El quien es abierto y quien abre, El, en fin, donde llaman los que entran y al que adoran los perfectos.

3. Había pues, en la granja un pollino que estaba atado con la asna. Sólo por orden del Señor podía ser desatado. Las manos de los apóstoles lo desataron; ahí tienes un modo de actuar, he ahí un camino y una gracia. Sé tú como ellos para que puedas desatar a los que están atados.

4. Ahora examinemos quiénes eran esos que, una vez descubierto el engaño, fueron arrojados del paraíso y como apresados en una fortaleza. Presta atención para comprender cómo los que han sido vencidos por la muerte, son resucitados por la vida. Por eso Mateo ha usado la presencia de los dos animales, la asna y el pollino, con el fin de que, de igual manera que en los dos hombres fueron ambos sexos los que sufrieron la expulsión, así fuesen llamados en la figura de dos animales de uno y otro sexo. Y así, en el asna está figurada Eva, madre en el error, mientras que en el pollino se ve simbolizada la totalidad de la gentilidad Por esa razón el pollino es el que va a servir de cabalgadura.

5. Y en efecto, nadie le había montado, ya que, antes de Cristo, nadie había llamado a las naciones para formar una iglesia. Y por eso muy bien lees en Marcos: sobre el cual nadie ha montado todavía (11, 2). Estaba cautivo en las cadenas de la incredulidad y, unido a un maestro malvado, se había entregado a servir al error, y así no podía reivindicar ese dominio suyo, cosa que no le venía por la naturaleza, sino a causa de la culpa. Por ello cuando el Señor dice que sólo hay que reconocer a uno —pues, aunque hay muchos dioses y muchos señores, esto está usado en sentido general— se refiere al único Dios y Señor. Por tanto, si es cierto que no está del todo preciso que se trata del Señor, con todo aparece bastante clara una designación de Él, aunque no se haga mención de su persona sino a través del carácter universal de su naturaleza.

6. Marcos pone el detalle de que estaba atado a la puerta (11, 4); y a la verdad, cualquiera que no está en Cristo, está dentro. Y añade: Estaba en el Camino (ibíd.), es decir, donde no hay nada propio ni seguro, o en otras palabras, que no tenía ni cobijo ni comida ni cuadra. ¡Miserable esclavitud la de aquel cuyo único derecho es la indecisión!, porque teniendo muchos amos, no tiene al Único que le hace falta. Aquéllos atan con el fin de poder usar de ellos, Este los desata para atraerlos; pues sabe bien que los dones elaboran fuerzas más potentes que las cadenas.

7. Y no deja de tener interés que fueran enviados dos discípulos, que representan a Pedro, que se dirigió a Cornelio (Hch 10, 24), y Pablo a los restantes. Aunque con ello no especificó las personas, sino que sólo indicó el número. Con todo, si alguien quiere saber qué personas fueron las enviadas, puede pensar que uno fue Felipe, a quien envió el Espíritu a Gaza, cuando bautizó al eunuco de la reina de Candace y esparció la palabra del Señor por todas las ciudades comprendidas desde Azoto hasta Cesarea (Hch 8, 26ss). Y no hay que pasar por alto que les prometió volver pronto, ya que él enviaría a los que debían predicar al Señor Jesús a todos los gentiles.

8. Y cuando los encargados desataron al pollino, ¿usaron, acaso, palabras propias? No, sino que dijeron lo que les había preceptuado Jesús, y esto para que conozcas que la fe no se puede injertar en los pueblos gentiles a través del propio lenguaje, sino por medio de la palabra de Dios; ni tampoco en nombre propio, sino en el nombre de Cristo, y para que te des cuenta también que el poder enemigo, que reclamaba para sí el homenaje de esas gentes, está plenamente dominado por el poder de Dios.

9. Por eso los apóstoles extendieron sus vestidos a los pies de Cristo, porque tenían que ir anunciando la gloria del Señor por medio de la predicación del Evangelio; y es que muchas veces en las Escrituras los vestidos representan las virtudes, las cuales, con una eficacia propia, llegan a ablandar un poco la dureza de los gentiles, procurando, por medio de un celo bien dispuesto, prestar el servicio de un cabalgar fácil y sin violencia. Porque, en efecto, el Dueño del mundo no encontró su verdadero placer en llevar su cuerpo montado sobre el asna, sino que, por un misterio secreto, quería penetrar en el fondo de nuestra alma, e instalarse en lo más profundo de nuestro corazón, y tomar allí asiento como un místico caballero, y posesionarse de él de un modo corporal por su divinidad, regulando los pasos del alma, frenando los impulsos de la carne y educando al pueblo gentil en esta suave dirección, a fin de disciplinar sus sentimientos. ¡Felices aquellos que han recibido sobre las espaldas de su alma a un tal caballero! ¡Verdaderamente dichosos aquellos cuya lengua, para que no se desate en un multiloquio vano, ha sido frenada por la brida del Verbo celestial!

10. Y ¿cuál es esta brida, hermanos míos? ¿Quién me puede enseñar de qué manera se podrá llevar a cabo esa acción de cerrar o abrir los labios de los hombres? Con todo, es cierto que quien me ha mostrado la brida es aquel que dijo: A fin de que la palabra me sea dada para abrir mis labios (Ef 6, 19). La palabra es la brida, ella es como un aguijón, y por eso te es duro dar coces contra el aguijón (Hch 9, 5; 26, 14). Con lo cual nos quiso enseñar a abrir nuestro corazón, a endurecer el aguijón y a aceptar el yugo; que otro nos enseñe el modo de soportar el freno de la lengua; pues es más rara la virtud del silencio que la del bien hablar. Que nos adoctrine a perfección sobre ella Aquel que, como si estuviera mudo, no abrió su boca contra la maldad, preparándose para los azotes (Sal 37, 14) sin huir de los golpes, y todo ello con el fin de disponerse a ser una dócil cabalgadura de Dios.

11. Aprende de ese siervo de Dios a llevar sobre ti a Cristo, ya que Él te llevó a ti primero cuando, haciendo de pastor, te atrajo hacia Sí a ti, que eras una oveja descarriada (Lc 15, 6). Aprende a prestar de buen grado las espaldas de tu alma, aprende a llevar sobre ti a Cristo, para que puedas tú estar sobre el mundo. No todos son capaces de llevar a Cristo con facilidad, sino sólo el que puede decir: Estoy desfallecido y sobremanera humillado, y la conmoción de mi corazón me hacía rugir (Sal 37, 9). Pero si no quieres ser víctima de esta conmoción, debes poner sobre los vestidos de los santos tus pasos ya purificados; ten cuidado de no caminar con los pies llenos de barro, no pretendas ir por sendas falsas, para que no tengas que abandonar los caminos que te muestran los profetas. Ya que todos los que sirvieron de precursores de Jesús, cubrieron todo el camino hasta el templo de Dios con sus vestidos, con el fin de preparar una marcha más segura a los pueblos que habían de venir después. Y para que tú pudieras caminar sin dificultad, los discípulos del Señor, despojándose del vestido de su propio cuerpo y por medio de su martirio, te han trazado un camino por entre medio de turbas hostiles. Y, por tanto, todo el que quiera entender este pasaje así, no encontrará como crítica nuestra posición, según la cual este pollino caminaba sobre los vestidos de los judíos.

12. Y ¿qué significan los trozos de ramos? De vez en cuando éstos entorpecen la marcha de los caminantes. Yo, ciertamente, habría permanecido perplejo si antes el buen jardinero de todo el mundo no me hubiese enseñado que el hacha ya está puesta a la raíz del árbol (Lc 3, 9), la cual cortará los árboles infecundos cuando venga el Señor de la salvación y cubrirá con la gloria vana de aquellas naciones que no dieron fruto el suelo por donde han de pasar los fieles, de suerte que esos pueblos, renovados en su alma y en su espíritu, puedan brotar sobre los viejos troncos como retoños de nuevas plantas.

13. Y no desprecies a este pollino, porque así como bajo pieles de ovejas se esconden lobos rapaces (Mt 7, 15), así, aunque de un modo inverso, el hombre guarda oculto en su corazón las apariencias de un animal, ya que bajo el ropaje del cuerpo, que tenemos de común con los animales, vive pujante un alma llena de Dios. Por lo que se refiere a la participación de los hombres mismos, San Juan nos manifestó con claridad que la hubo cuando añadió que cogieron ramos de palmeras en sus manos (Jn 12, 13), pues, el justo florecerá como una palmera (Sal 91, 13). Y por eso, al acercarse Cristo, alzaban sobre las espaldas de los hombres los estandartes de la justicia y los emblemas del triunfo. ¿Por qué la turba se admira del misterio que ha tenido lugar? Pero es cierto que, aunque no sepa de qué se admira, sin embargo, se llena de estupor porque en ese pollino va sentada la sabiduría, está presente la virtud y va montada la justicia.

14. No desprecies tampoco aquella asna que vio al ángel de Dios, al que no pudo ver un hombre (Nu 22, 23ss). Ella, al verlo, se apartó del camino y comenzó a hablar, para que comprendas que en los tiempos que han de venir, cuando llegue el día del gran ángel de Dios (Is 9, 6), los gentiles, que hasta entonces fueron asnos, también hablarán.

15. Con toda intención anotó Lucas que las turbas que alababan a Dios fueron a su encuentro al pie de la montaña, para significar que el que obraba el misterio espiritual venía, por su propio poder, desde el cielo. Y por eso las muchedumbres le reconocen como a Dios, le aclaman como a su rey y repiten el dicho profético de: Hosanna al Hijo de David, es decir, declaran que el Redentor que esperaba la casa de David ya ha venido, afirmando asimismo que es también hijo de David según la carne, todo esto lo lleva a cabo esa misma turba que poco después lo va a crucificar. ¡Verdaderamente, el modo de actuar divino es de tal modo memorable que les arranca un testimonio, opuesto evidentemente a su manera de sentir y del todo contrario a ellos, que reniegan en sus corazones de Aquel al que alaban con los labios!

16. Y por eso el dicho del Señor: Si estos callaran, gritarían las piedras; por lo cual, no sería de maravillar que, contra su naturaleza, las mismas rocas repitiesen las alabanzas del Señor, a quien hasta los criminales, de una dureza mayor que las rocas, alaban; y así, aunque los judíos se callaron después de la pasión del Señor, sin embargo, las piedras vivientes, de las que habla Pedro, debían gritar (P 2, 5). Y por esa razón la multitud, aun-que presa de un sentimiento contrario, sirve de escolta a Dios entre alabanzas, siguiéndole hasta llegar a su templo.

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1), Libro 9 nn. 1-16, BAC, Madrid, 1966, pp. 530-537)

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FRANCISCO – Homilías 2013 - 2016

2013

1. Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo acompaña festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19, 38).

Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma.

Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz – la luz del amor de Jesús, de su corazón –, de alegría, de fiesta.

Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.

2. Segunda palabra: ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19, 39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50, 6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ese es el trono de Jesús. Jesús toma sobre sí... ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar. Mi abuela nos decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte.

3. Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde hace 28 años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera palabra: jóvenes. Queridos jóvenes, os he visto en la procesión cuando entrabais; os imagino haciendo fiesta en torno a Jesús, agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre y expresáis la alegría de estar con él. Vosotros tenéis una parte importante en la celebración de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre: un corazón joven incluso a los setenta, ochenta años. Corazón joven. Con Cristo el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos, y vosotros lo sabéis bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar. Y vosotros no os avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque habéis comprendido que la verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el don de sí, en salir de uno mismo, y en que él ha triunfado sobre el mal con el amor de Dios. Lleváis la cruz peregrina a través de todos los continentes, por las vías del mundo. La lleváis respondiendo a la invitación de Jesús: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28, 19), que es el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La lleváis para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz. Queridos amigos, también yo me pongo en camino con vosotros, desde hoy, sobre las huellas del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa de esta gran peregrinación de la cruz de Cristo. Aguardo con alegría el próximo mes de julio, en Río de Janeiro. Os doy cita en aquella gran ciudad de Brasil. Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en vuestras comunidades, para que este encuentro sea un signo de fe para el mundo entero. Los jóvenes deben decir al mundo: Es bueno seguir a Jesús; es bueno ir con Jesús; es bueno el mensaje de Jesús; es bueno salir de uno mismo, a las periferias del mundo y de la existencia, para llevar a Jesús. Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.

Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.

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2014

Esta semana comienza con una procesión festiva con ramos de olivo: todo el pueblo acoge a Jesús. Los niños y los jóvenes cantan, alaban a Jesús.

Pero esta semana se encamina hacia el misterio de la muerte de Jesús y de su resurrección. Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien hacernos una sola pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor? ¿Quién soy yo ante Jesús que entra con fiesta en Jerusalén? ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo? ¿O guardo las distancias? ¿Quién soy yo ante Jesús que sufre?

Hemos oído muchos nombres, tantos nombres. El grupo de dirigentes religiosos, algunos sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley, que habían decidido matarlo. Estaban esperando la oportunidad de apresarlo. ¿Soy yo como uno de ellos?

También hemos oído otro nombre: Judas. Treinta monedas. ¿Yo soy como Judas? Hemos escuchado otros nombres: los discípulos que no entendían nada, que se durmieron mientras el Señor sufría. Mi vida, ¿está adormecida? ¿O soy como los discípulos, que no entendían lo que significaba traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería resolverlo todo con la espada? ¿Soy yo como ellos? ¿Soy yo como Judas, que finge amar y besa al Maestro para entregarlo, para traicionarlo? ¿Soy yo, un traidor? ¿Soy como aquellos dirigentes que organizan a toda prisa un tribunal y buscan falsos testigos? ¿Soy como ellos? Y cuando hago esto, si lo hago, ¿creo que de este modo salvo al pueblo?

¿Soy yo como Pilato? Cuando veo que la situación se pone difícil, ¿me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad, dejando que condenen – o condenando yo mismo – a las personas?

¿Soy yo como aquel gentío que no sabía bien si se trataba de una reunión religiosa, de un juicio o de un circo, y que elige a Barrabás? Para ellos da igual: era más divertido, para humillar a Jesús.

¿Soy como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten humillando al Señor?

¿Soy como el Cireneo, que volvía del trabajo, cansado, pero que tuvo la buena voluntad de ayudar al Señor a llevar la cruz?

¿Soy como aquellos que pasaban ante la cruz y se burlaban de Jesús : «¡Él era tan valiente!... Que baje de la cruz y creeremos en él»? Mofarse de Jesús...

¿Soy yo como aquellas mujeres valientes, y como la Madre de Jesús, que estaban allí y sufrían en silencio?

¿Soy como José, el discípulo escondido, que lleva el cuerpo de Jesús con amor para enterrarlo?

¿Soy como las dos Marías que permanecen ante el sepulcro llorando y rezando?

¿Soy como aquellos jefes que al día siguiente fueron a Pilato para decirle: «Mira que éste ha dicho que resucitaría. Que no haya otro engaño», y bloquean la vida, bloquean el sepulcro para defender la doctrina, para que no salte fuera la vida?

¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de estas personas me parezco? Que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana.

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2015

En el centro de esta celebración, que se presenta tan festiva, está la palabra que hemos escuchado en el himno de la Carta a los Filipenses: «Se humilló a sí mismo» (2, 8). La humillación de Jesús.

Esta palabra nos desvela el estilo de Dios y, en consecuencia, aquel que debe ser el del cristiano: la humildad. Un estilo que nunca dejará de sorprendernos y ponernos en crisis: nunca nos acostumbraremos a un Dios humilde.

Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades. Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: ¡Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas! Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.

En esta semana, la Semana Santa, que nos conduce a la Pascua, seguiremos este camino de la humillación de Jesús. Y sólo así será «santa» también para nosotros.

Veremos el desprecio de los jefes del pueblo y sus engaños para acabar con él. Asistiremos a la traición de Judas, uno de los Doce, que lo venderá por treinta monedas. Veremos al Señor apresado y tratado como un malhechor; abandonado por sus discípulos; llevado ante el Sanedrín, condenado a muerte, azotado y ultrajado. Escucharemos cómo Pedro, la «roca» de los discípulos, lo negará tres veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes, pidiendo que Barrabás quede libre y que a él lo crucifiquen. Veremos cómo los soldados se burlarán de él, vestido con un manto color púrpura y coronado de espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz, sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición de Rey e Hijo de Dios.

Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.

Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la «condición de siervo» (Flp 2, 7). En efecto, la humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, «despojándose», como dice la Escritura (v. 7). Este «despojarse» es la humillación más grande.

Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito... Es la otra vía. El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo. Y, con él, solamente con su gracia y con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.

En esto, nos ayuda y nos conforta el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, en silencio y sin hacerse ver, renuncian cada día a sí mismos para servir a los demás: un familiar enfermo, un anciano solo, una persona con discapacidad, una persona sin techo...

Pensemos también en la humillación de los que, por mantenerse fieles al Evangelio, son discriminados y sufren las consecuencias en su propia carne. Y pensemos en nuestros hermanos y hermanas perseguidos por ser cristianos, los mártires de hoy —que son muchos—: no reniegan de Jesús y soportan con dignidad insultos y ultrajes. Lo siguen por su camino. Podemos hablar, verdaderamente, de “una nube de testigos”: los mártires de hoy (cf. Hb 12, 1).

Durante esta semana, emprendamos también nosotros con decisión este camino de la humildad, movidos por el amor a nuestro Señor y Salvador. El amor nos guiará y nos dará fuerza. Y, donde está él, estaremos también nosotros (cf. Jn 12, 26).

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2016

«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19, 38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2, 7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13, 14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.

Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.

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BENEDICTO XVI – Homilías 2007 y 2010

2007

Queridos hermanos y hermanas:

En la procesión del Domingo de Ramos nos unimos a la muchedumbre de discípulos que, con alegría festiva, acompañan al Señor en su entrada en Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor alzando la voz por todos los prodigios que hemos visto. Sí, también nosotros hemos visto y seguimos viendo los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de la propia vida para ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da valor a hombres y mujeres para oponerse a la violencia y a la mentira y dejar espacio en el mundo a la verdad; cómo, en lo secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.

La procesión es ante todo un gozoso testimonio que ofrecemos de Jesucristo, por quien se nos ha hecho visible el Rostro de Dios, y por quien el corazón de Dios se abre a todos nosotros. En el Evangelio de Lucas, la narración del inicio del cortejo en los alrededores de Jerusalén está compuesta siguiendo, en algunos momentos literalmente, el modelo del rito de coronación con el que, según el Primer Libro de los Reyes, Salomón fue declarado heredero de la realeza de David (Cf. 1 Reyes 1, 33-35). De este modo, la procesión de las Palmas es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de la paz y de la justicia. Reconocerle como Rey significa aceptarle como quien nos indica el camino, Aquél de quien nos fiamos y a quien seguimos. Significa aceptar día tras día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en Él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a Él porque su autoridad es la autoridad de la verdad.

Ante todo, la procesión de las Palmas es, como lo fue en aquella ocasión para los discípulos, una manifestación de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque Él nos permite ser sus amigos y porque nos ha dado la clave de la vida. Esta alegría, que se encuentra en el origen, es también expresión de nuestro «sí» a Jesús y de nuestra disponibilidad a caminar con Él allí donde nos lleve. La exhortación del inicio de nuestra liturgia interpreta justamente el sentido de la procesión, que es también una representación simbólica de lo que llamamos «seguimiento de Cristo»: «Pidamos la gracia de seguirle», hemos dicho. La expresión «seguimiento de Cristo» es una descripción de toda la existencia cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto «seguir a Cristo»?

Al inicio, en los primeros siglos, el sentido era muy sencillo e inmediato: significa que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su vida para ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental de esta profesión consistía en ir con el maestro, confiar totalmente en su guía. De este modo, el seguimiento era algo exterior y al mismo tiempo muy interior. El aspecto exterior consistía en caminar tras Jesús en sus peregrinaciones por Palestina; el interior, en la nueva orientación de la existencia, que ya no tenía sus mismos puntos de referencia en los negocios, en la profesión, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente en la voluntad de Otro. Ponerse a su disposición se había convertido en la razón de su vida. La renuncia que esto implicaba, el nivel de desapego, lo podemos reconocer de manera sumamente clara en algunas escenas de los Evangelios.

Así queda claro lo que significa para nosotros el seguimiento y su verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la existencia. Exige que ya no me cierre en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida. Exige entregarme libremente al Otro por la verdad, por el amor, por Dios, que en Jesucristo, me precede y me muestra el camino. Se trata de la decisión fundamental de dejar de considerar la utilidad, la ganancia, la carrera y el éxito como el objetivo último de mi vida, para reconocer sin embargo como criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de optar entre vivir sólo para mí o entregarme a lo más grande. Hay que tener en cuenta que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en una Persona. Al seguirle a Él, me pongo al servicio de la verdad y del amor. Al perderme, vuelvo a encontrarme.

Volvamos a la liturgia y a la procesión de las Palmas. En ella, la liturgia prevé el canto del Salmo 24 [23], que también en Israel era un canto de procesión, utilizado para subir al monte del templo. El Salmo interpreta la subida interior de la que era imagen la subida exterior y nos explica lo que significa subir con Cristo. «¿Quién subirá al monte del Señor?», pregunta el Salmo, y presenta dos condiciones esenciales. Quienes suben y quieren llegar verdaderamente hasta arriba, hasta la verdadera altura, tienen que ser personas que se preguntan por Dios. Personas que escrutan a su alrededor para buscar a Dios, para buscar su Rostro.

Queridos jóvenes amigos, qué importante es precisamente esto hoy: no hay que dejarse llevar de un lado para otro en la vida; no hay que contentarse con lo que todos piensan, dicen y hacen. Hay que escrutar y buscar a Dios. No hay que dejar que la pregunta por Dios se disuelva en nuestras almas, el deseo de lo más grande, el deseo de conocerle a Él, su Rostro…

Esta es la otra condición sumamente concreta para la subida: puede llegar al lugar santo quien tiene «manos limpias y puro corazón». Manos limpias son aquellas que no cometen actos de violencia. Son manos que no se han ensuciado con la corrupción, con los sobornos. Corazón puro, ¿cuándo es puro el corazón? Es puro un corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía. Un corazón que es transparente como el agua de un manantial, porque en él no hay doblez. Es puro un corazón que no se extravía con la ebriedad del placer; un corazón cuyo amor es auténtico y no una simple pasión del momento. Manos limpias y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y experimentamos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a esa altura a la que el hombre está destinado: la amistad con el mismo Dios.

El Salmo 24 [23], que habla de la subida, concluye con una liturgia de entrada ante la puerta del templo: «Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria». En la antigua liturgia del Domingo de Ramos el sacerdote, al llegar ante la iglesia, tocaba fuertemente con la cruz de la procesión contra el portón, que todavía estaba cerrado y que en ese momento se abría. Era una bella imagen del misterio del mismo Jesucristo que, con la madera de su cruz, con la fuerza de su amor, tocó desde el lado del mundo a la puerta de Dios; del lado de un mundo que no lograba acceder a Dios. Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre Dios y los hombres. Ahora está abierta. Pero el Señor también toca desde el otro lado con su cruz: toca a las puertas del mundo, a las puertas de nuestros corazones, que con tanta frecuencia y en tan elevado número están cerradas para Dios. Y nos habla más o menos de este modo: si las pruebas que Dios en la creación te da de su existencia no lograr abrirte a Él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan indiferente, entonces, mírame a mí, que soy tu Señor y tu Dios.

Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro corazón. Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta del mundo, para que Él, el Dios viviente, pueda venir en su Hijo a nuestro tiempo, llegar a nuestra vida. Amén.

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2010

Queridos hermanos y hermanas,

¡queridos jóvenes!

El Evangelio de la bendición de las palmas, que hemos escuchado aquí reunidos en la Plaza de San Pedro, comienza con la frase: “Marchaba por delante subiendo a Jerusalén (Lc 19, 28). Nada más empezar la liturgia de este día, la Iglesia anticipa su respuesta al Evangelio, diciendo: “Sigamos al Señor”. Con esto el tema del Domingo de Ramos está claramente expresado. Es el siguiente. Ser cristiano significa considerar el camino de Jesucristo como el camino correcto para el ser humano –como ese camino que conduce a la meta, a una humanidad plenamente realizada y auténtica. De manera particular, quiero repetir a todos los jóvenes, en esta XXV Jornada Mundial de la Juventud, que ser cristiano es un camino, o mejor: una peregrinación, un caminar junto a Jesucristo. Un caminar en esa dirección que Él nos ha indicado y nos indica.

¿Pero de qué dirección se trata? ¿Cómo se la encuentra? La fase de nuestro Evangelio ofrece dos indicaciones al respecto. En primer lugar dice que se trata de un ascenso. Esto tiene en primer lugar un significado muy concreto. Jericó, donde ha empezado la última parte de la peregrinación de Jesús, se encuentra a 250 metros bajo el nivel del mar, mientras que Jerusalén –la meta del camino– está a 740-780 metros sobre el nivel del mar: un ascenso de casi mil metros. Pero este camino exterior es sobre todo una imagen del movimiento interior de la existencia, que se realiza en el seguimiento de Cristo: es una ascensión a la verdadera altura del ser humano. La persona puede escoger un camino cómodo y evitar todo cansancio. Puede también descender hacia lo bajo, lo vulgar. Puede hundirse en el lodo de la mentira y la deshonestidad. Jesús camina delante de nosotros, y va hacia lo alto. Él nos conduce a lo que es grande, puro, nos conduce al aire saludable de las alturas: a la vida según verdad; al coraje que no se deja intimidar por el cotilleo de las opiniones dominantes; a la paciencia que soporta y sostiene al otro. Él conduce a la disponibilidad para los que sufren, los abandonados; a la fidelidad que está de parte del otro también cuando la situación se hace difícil. Conduce a la disponibilidad para proporcionar ayuda; a la bondad que no se deja desarmar ni por la ingratitud. Él nos conduce al amor –nos conduce a Dios.

“Marchaba por delante subiendo a Jerusalén”. Si leemos esta palabra del Evangelio en el contexto del camino de Jesús en su conjunto –un camino que, de hecho, prosigue hasta el fin de los tiempos– podemos descubrir en la indicación de la meta “Jerusalén” diversos niveles. Naturalmente en primer lugar debe entenderse simplemente el lugar “Jerusalén”: es la ciudad en la que se encontraba el Templo de Dios, cuya unicidad debía aludir a la unicidad de Dios mismo. Este lugar anuncia por tanto en primer lugar dos cosas: por un lado dice que Dios es uno solo en todo el mundo, supera inmensamente todos nuestros lugares y tiempos; es a ese Dios al que pertenece toda la creación. Es el Dios que todas las personas buscan en lo más profundo y de quien, de algún modo, todos tienen también conocimiento. Pero este Dios se ha dado un nombre. Se ha dado a conocer a nosotros, ha tenido una historia con los hombres; ha elegido a un hombre –Abraham– como punto de partida de esta historia. El Dios infinito es al mismo tiempo el Dios cercano. Él, que no puede ser encerrado en ningún edificio, quiere sin embargo habitar en medio de nosotros, estar totalmente con nosotros.

Si Jesús junto al Israel que peregrina sale hacia Jerusalén, va allí para celebrar con Israel la Pascua: el memorial de la liberación de Israel –memorial que, al mismo tiempo, es siempre esperanza de la libertad definitiva, que Dios dará. Y Jesús va a esta fiesta consciente de ser Él mismo el Cordero en el que se cumplirá lo que el Libro del Éxodo dice al respecto: un cordero sin defecto, macho, que al atardecer, ante los ojos de los hijos de Israel, es inmolado “como rito perenne” (cf. Ex 12, 5-6.14). Y finalmente Jesús sabe que su camino irá más lejos: no tendrá en la cruz su final. Sabe que su camino rasgará el velo entre este mundo y el mundo de Dios; que Él ascenderá hasta el trono de Dios y reconciliará a Dios y al hombre en su cuerpo. Sabe que su cuerpo resucitado será el nuevo sacrificio y el nuevo Templo; que en torno a Él, de las filas de los Ángeles y de los Santos, se formará la nueva Jerusalén que está en el cielo y está también ya en la tierra, porque en su pasión Él ha abierto los confines entre cielo y tierra. Su camino conduce más allá de la cima del monte del Templo hasta la altura de Dios mismo: es éste el gran ascenso al que nos invita a todos. Él permanece siempre con nosotros en la tierra y está ya siempre junto a Dios, Él nos guía en la tierra y más allá de la tierra.

Así, en la amplitud del ascenso de Jesús se hacen visibles las dimensiones de nuestro seguimiento –la meta a la que Él quiere conducirnos: hasta las alturas de Dios, a la comunión con Dios, al ser-con-Dios. Es ésta la verdadera meta, y la comunión con Él es el camino. La comunión con Cristo es un estar en camino, un permanente ascenso hacia la verdadera altitud de nuestra vocación. Caminar con Jesús es al mismo tiempo siempre un caminar en el “nosotros” de los que quieren seguirLe. Nos introduce en esta comunidad. Pero el camino a la vida verdadera, a un ser personas conforme al modelo del Hijo de Dios Jesucristo supera nuestras propias fuerzas, este caminar es siempre también un ser llevados. Nos encontramos, por así decirlo, en una cordada con Jesucristo –junto a Él en la ascensión a las alturas de Dios. Él nos empuja y nos sostiene. Forma parte del seguimiento de Cristo que nos dejemos integrar en esa cordada; que aceptemos no poder hacerlo solos. Forma parte de él este acto de humildad, entrar en el “nosotros” de la Iglesia; agruparse en la cordada, la responsabilidad de la comunión –no romper la cuerda con la obstinación y la arrogancia. El humilde creer con la Iglesia, como estar soldados en la cordada del ascenso hacia Dios, es una condición esencial del seguimiento. De este estar en el conjunto de la cordada forma parte también el no comportarse como patrones de la Palabra de Dios, el no correr tras una idea equivocada de emancipación. La humildad del “ser-con” es esencial para el ascenso. Forma también parte de él que en los Sacramentos nos dejemos siempre de nuevo tomar de la mano por el Señor; que por Él nos dejemos purificar y vigorizar; que aceptemos la disciplina del ascenso, aunque estemos cansados.

Finalmente, debemos todavía decir: del ascenso a la altura de Jesucristo, del ascenso a la altura de Dios mismo forma parte la Cruz. Como en los asuntos de este mundo no se pueden lograr grandes resultados sin renuncia y duro ejercicio, como la alegría por un gran descubrimiento del conocimiento o por una verdadera capacidad operativa está ligada a la disciplina, de hecho, a la fatiga del aprendizaje, así también el camino a la vida misma, a la realización de la propia humanidad está ligado a la comunión con Aquel que ha subido a la altura de Dios a través de la Cruz. En última instancia, la Cruz es expresión de lo que significa el amor: sólo quien se pierde a sí mismo, se encuentra.

En resumen: el seguimiento de Cristo requiere como primer paso volver a despertar la nostalgia por el auténtico ser humano y así revivir por Dios. Requiere después entrar en la cordada de los que ascienden, en la comunión de la Iglesia. En el “nosotros” de la Iglesia entramos en comunión con el “Tú” de Jesucristo y alcanzamos así el camino hacia Dios. También se requiere escuchar la Palabra de Jesucristo y vivirla: en fe, esperanza y amor. Así estamos en camino a la Jerusalén definitiva y ya desde ahora, de algún modo, nos encontramos allí, en la comunión de todos los Santos de Dios.

Nuestra peregrinación en el seguimiento de Cristo por tanto no va hacia una ciudad terrena, sino hacia la nueva Ciudad de Dios que crece en medio de este mundo. La peregrinación hacia la Jerusalén terrestre, sin embargo, puede ser precisamente también para nosotros los cristianos un elemento útil para ese viaje mayor. Yo mismo he ligado a mi peregrinación a Tierra Santa del año pasado tres significados. Primero de todo he pensado que nos podría pasar en esa ocasión lo que san Juan dice al inicio de su Primera Carta: lo que hemos oído, lo podemos, en cierta manera, ver y tocar con nuestras manos (cf. 1 Jn 1, 1). La fe en Jesucristo no es una invención legendaria. Se basa en una historia ocurrida realmente. Esta historia la podemos, por así decirlo, contemplar y tocar. Es conmovedor encontrarse en Nazaret en el lugar donde el Ángel se apareció a María y le transmitió la tarea de convertirse en la Madre del Redentor. Es conmovedor estar en Belén en el lugar donde el Verbo, hecho carne, vino a habitar entre nosotros; pisar la tierra santa en la que Dios quiso hacerse hombre y niño. Es conmovedor subir la escalera al Calvario hasta el lugar en el que Jesús murió por nosotros en la Cruz. Y estar finalmente ante el sepulcro vacío; rezar allí donde su santa alma reposó y donde al tercer día sucedió la resurrección. Seguir los caminos exteriores de Jesús debe ayudarnos a caminar más gozosamente y con una nueva certeza en el camino interior que Él nos ha indicado y que es Él mismo.

Cuando vamos a Tierra Santa como peregrinos, vamos también –y éste es el segundo aspecto– como mensajeros de la paz, con la oración por la paz; con la invitación fuerte a todos a hacer en ese lugar, que lleva en su nombre la palabra “paz”, todo lo posible para que se convierta verdaderamente en un lugar de paz. Así esta peregrinación es al mismo tiempo –como tercer aspecto– un estímulo para los cristianos a permanecer en el País de sus orígenes y a comprometerse intensamente en él por la paz.

Volvamos de nuevo a la liturgia del Domingo de Ramos. En la oración con la que se bendicen las palmas rezamos para que en la comunión con Cristo podamos dar el fruto de buenas obras. Por una interpretación errónea de san Pablo, se ha desarrollado repetidamente en el curso de la historia y también hoy, la opinión de que las buenas obras no formarían parte del ser cristiano, en todo caso serían insignificantes para la salvación de la persona. Pero si Pablo dice que las obras no pueden justificar a la persona, con ello no se opone a la importancia de actuar de una manera recta y, si él habla del fin de la Ley, no declara superados e irrelevantes los Diez Mandamientos. No hay necesidad ahora de reflexionar sobre toda la amplitud de la cuestión que interesaba al Apóstol. Es importante destacar que con el término “Ley” él no entiende los Diez Mandamientos, sino el complejo estilo de vida mediante el cual Israel debía protegerse contra las tentaciones del paganismo. Ahora, sin embargo, Cristo ha llevado a Dios a los paganos. A ellos no se les impone esa forma de distinción. A ellos se les da como Ley únicamente a Cristo. Pero esto significa el amor a Dios y al prójimo y todo lo que forma parte de él. Forman parte de este amor los Mandamientos leídos de una manera nueva y más profunda a partir de Cristo, esos Mandamientos que no son otros que las reglas fundamentales del verdadero amor: primero de todo y como principio fundamental la adoración de Dios, el primado de Dios, que los primeros tres Mandamientos expresan. Ellos nos dicen: sin Dios nada sale bien. Quién es ese Dios o cómo es Él, lo sabemos a partir de la persona de Jesucristo. Siguen después la santidad de la familia (cuarto Mandamiento), la santidad de la vida (quinto Mandamiento), las reglas del matrimonio (sexto Mandamiento), las reglas sociales (séptimo Mandamiento) y finalmente la inviolabilidad de la verdad (octavo Mandamiento). Todo es hoy de máxima actualidad y precisamente también en el sentido de san Pablo –si leemos íntegramente sus Cartas. “Dar fruto con las buenas obras”: al inicio de la Semana Santa pidamos al Señor que nos dé a todos nosotros cada vez más este fruto.

Al final del Evangelio para la bendición de las palmas oímos la aclamación con la que los peregrinos saludan a Jesús a las puertas de Jerusalén. Es la palabra del Salmo 118 (117), que originariamente los sacerdotes proclamaban desde la Ciudad Santa a los peregrinos, pero que, con el tiempo, se convirtió en expresión de la esperanza mesiánica: “Bendito el que viene en nombre del Señor” (Sal 118 [117], 26; Lc 19, 38). Los peregrinos ven en Jesús al Esperado, que viene en el nombre del Señor, o mejor, según el Evangelio de san Lucas, introducen una palabra más: “Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor”. Y prosiguen con una aclamación que recuerda el mensaje de los Ángeles en Navidad, pero lo modifica de una manera que hace reflexionar. Los Ángeles habían hablado de la gloria de Dios en las alturas y de la paz en la tierra para los hombres de la benevolencia divina. Los peregrinos en la entrada de la Ciudad Santa dicen: “¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!”. Saben demasiado bien que en la tierra no hay paz. Y saben que el lugar de la paz es el cielo –saben que forma parte de la esencia del cielo ser lugar de paz. Así esta aclamación es expresión de una profunda pena y, también, es oración de esperanza: Que quien viene en nombre del Señor traiga a la tierra lo que está en los cielos. Su reinado se convierta en el reinado de Dios, presencia del cielo en la tierra. La Iglesia, antes de la consagración eucarística, canta la palabra del Salmo con el que Jesús es saludado antes de su entrada en la Ciudad Santa: ésta saluda a Jesús como el Rey que, viniendo de Dios, en nombre de Dios entra en medio de nosotros. También hoy este saludo gozoso es siempre súplica y esperanza. Roguemos al Señor para que nos traiga el cielo: la gloria de Dios y la paz de los hombres. Entendamos ese saludo en el espíritu de la petición del Padre Nuestro: “¡Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo!”. Sabemos que el cielo es cielo, lugar de la gloria y de la paz, porque en él reina totalmente la voluntad de Dios. Y sabemos que la tierra no es cielo hasta que en ella no se realiza la voluntad de Dios. Demos la bienvenida por tanto a Jesús que viene del cielo y roguémosle que nos ayude a conocer y a cumplir la voluntad de Dios. Que el reino de Dios entre en el mundo y así éste sea colmado con el esplendor de la paz. Amén.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

D. Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

77. «El domingo de Ramos en la Pasión del Señor: para la procesión, se han escogido los textos que se refieren a la entrada solemne del Señor en Jerusalén, tomados de los tres Evangelios sinópticos; en la Misa, se lee el relato de la pasión del Señor» (OLM 97). Dos antiguas tradiciones conforman esta Celebración Litúrgica, única en su género: el uso de una procesión en Jerusalén y la lectura de la Pasión en Roma. La exuberancia que rodea la entrada real de Cristo, pronto da paso a uno de los cantos del Siervo doliente y a la solemne proclamación de la Pasión del Señor. Y esta liturgia tiene lugar en domingo, día desde los comienzos asociado a la Resurrección de Cristo. ¿Cómo puede el celebrante unir los múltiples elementos teológicos y emotivos de este día, sobre todo por el hecho de que las consideraciones pastorales aconsejan una homilía bastante breve? La clave se encuentra en la segunda lectura, el hermosísimo himno de la carta de san Pablo a los Filipenses, que resume de manera admirable todo el Misterio Pascual. El homileta podría destacar brevemente que, en el momento en el que la Iglesia entre en la Semana Santa, experimentaremos ese Misterio, de manera que podamos hablarle a nuestros corazones. Diversos usos y tradiciones locales conducen a los fieles a considerar los acontecimientos de los últimos días de Jesús, pero el gran deseo de la Iglesia en esta Semana no es, únicamente, el de remover nuestras emociones, sino el de hacer más profunda nuestra fe. En las celebraciones litúrgicas de la Semana que se inicia no nos limitamos a la mera conmemoración de lo que Jesús realizó; estamos inmersos en el mismo Misterio Pascual, para morir y resucitar con Cristo.

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La entrada de Jesús en Jerusalén

557. “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33).

558. Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!” (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella (cf. Lc 19, 41) y expresa una vez más el deseo de su corazón:” “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42).

La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén

559. ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su padre” (Lc 1, 32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna” quiere decir “¡sálvanos!”, “¡Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el Sanctus de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.

560. La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la gran Semana Santa.

La Pasión de Cristo

“Dios le hizo pecado por nosotros”

602. En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: “Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros” (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), “a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21).

603. Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22, 2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10).

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

604. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

605. Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).

III. Cristo se ofreció a su Padre por nuestros pecados

Toda la vida de Cristo es oblación al Padre

606. El Hijo de Dios “bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado” (Jn 6, 38), “al entrar en este mundo, dice: [...] He aquí que vengo [...] para hacer, oh Dios, tu voluntad [...] En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús “por los pecados del mundo entero” (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: “El Padre me ama porque doy mi vida” (Jn10, 17). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31).

607. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12, 50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: “¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn12, 27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que “todo esté cumplido” (Jn 19, 30), dice: “Tengo sed” (Jn 19, 28).

“El cordero que quita el pecado del mundo”

608. Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).

Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre

609. Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) porque “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me quita [la vida]; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).

Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida

610. Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en “la noche en que fue entregado” (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: “Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros” (Lc 22, 19). “Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt26, 28).

611. La Eucaristía que instituyó en este momento será el “memorial” (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: “Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad” (Jn 17, 19; cf. Concilio de Trento: DS, 1752; 1764).

La agonía de Getsemaní

612. El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt 26, 42) haciéndose “obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz...” (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del “Príncipe de la Vida” (Hch 3, 15), de “el que vive”, Viventis assumpta (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para “llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero” (1 P 2, 24).

La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo

613. La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del “Cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con Él por “la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28; cf. Lv 16, 15-16).

614. Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo (cf. 1 Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.

Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia

615. “Como [...] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS, 1529).

En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

616. El “amor hasta el extremo” (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). “El amor [...] de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron” (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

617. Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit (“Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”), enseña el Concilio de Trento (DS, 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como “causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: O crux, ave, spes única (“Salve, oh cruz, única esperanza”; Añadidura litúrgica al himno “Vexilla Regis”: Liturgia de las Horas).

Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

618. La Cruz es el único sacrificio de Cristo “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2) Él “ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida [...] se asocien a este misterio pascual” (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a “tomar su cruz y a seguirle” (Mt 16, 24) porque Él “sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):

«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima, cf. P. Hansen, Vita mirabilis, Lovaina, 1668)

El señorío de Cristo proviene de su Muerte y Resurrección

2816. En el Nuevo Testamento, la palabra basileia se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios es para nosotros lo más importante. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:

«Incluso [...] puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 13).

El Misterio Pascual y la Liturgia

654. Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos [...] así también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

1067. «Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios hizo en el pueblo de la Antigua Alianza, principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión. Por este misterio, “con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida”. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia» (SC 5). Por eso, en la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación.

1068. Es el Misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia a fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo:

«En efecto, la liturgia, por medio de la cual “se ejerce la obra de nuestra redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye mucho a que los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza genuina de la verdadera Iglesia» (SC 2).

1085. En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13, 1; 17, 1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6, 10; Hb 7, 27; 9, 12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.

1362. La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Obediente hasta la muerte

El Evangelio de este Domingo de Ramos es la narración de la Pasión según san Lucas. Lucas concibe su Evangelio como un único y largo viaje de Jesús hacia Jerusalén en donde debe cumplir su obra esencial. Ahora, hemos llegado al final de este viaje. En la semana, que nos apresuramos a conmemorar, se cumplió el drama más decisivo que conozca la historia, el drama de la humana redención.

En la segunda lectura, san Pablo nos da la clave de interpretación del entero suceso de Cristo y, al mismo tiempo, una síntesis insuperable:

«Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz».

El texto prosigue diciendo cuál fue la conclusión de este suceso. Pero, nosotros nos detenemos aquí. Sabemos cuánto molesta al interés de quien va a ver un drama o lee una «novela policíaca» el conocer anticipadamente la solución. También a nosotros, en este momento, conocer la solución o pensar en ella, nos haría bastante daño. Es precisamente por ello por lo que el relato de la Pasión, en general, ya no nos conmueve y nos apasiona más: sabemos cómo terminará. Ha llegado a ser como una copia conocida de memoria.

Pero, pensemos en los que vivieron por vez primera este drama: en María, en los apóstoles, en la muchedumbre. Ellos no sabían cómo terminaría todo. Vivieron el desarrollo de los hechos momento tras momento, con el temblor, la espera, el desconcierto, la esperanza que podemos imaginar. El secreto está en llegar a ser sus contemporáneos, esto es, contemporáneos de Cristo. Hacerse espectadores de los acontecimientos, trasladarse al momento en que suceden.

Acompañemos a Jesús en su pasión, rehaciendo su camino hacia la cruz a través de tres etapas o «estaciones». En espíritu, nos acercaremos primeramente al Huerto de los Olivos; después, al Pretorio de Pilatos; y, finalmente, al Calvario. Escuchemos el inicio del relato de la agonía en Getsemaní:

«Salió Jesús, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: ‘Orad, para no caer en la tentación’. Él se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba, diciendo: ‘Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya’. Y se le apareció un ángel del cielo, que lo animaba. En medio de su angustia, oraba con más insistencia. Y le bajaba hasta el suelo un sudor como de gotas de sangre».

La palabra Getsemaní ha llegado a ser el símbolo de todo dolor moral. Jesús no ha sufrido todavía ningún tormento físico, externo, y, sin embargo, ya suda sangre. Su pena está toda dentro, en el corazón. Él es presa de una «angustia mortal» (Lucas 22, 44) o, como sugiere la palabra usada por Marcos, «se muere de tristeza» (Marcos 14, 34). Sólo, ante la perspectiva de un dolor inminente, que ya está por abatirse sobre él. Pero, la causa es aún más profunda: él se siente cargado por todo el mal y las porquerías del mundo. Él no ha cometido este mal; pero, es lo mismo; porque los ha asumido libremente: «llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 Pedro 2, 24). Jesús es el hombre que se «hizo pecado por nosotros», dice san Pablo (2 Corintios 5, 21).

El mundo es muy sensible a las penas físicas, se conmueve fácilmente por ellas; lo es mucho menos por las penas morales, que a veces hasta ridiculiza, modificándolas por hipersensibilidad, autosugestiones, antojos. Y, sin embargo, Jesús no sudó sangre más que aquí, cuando su corazón estaba para ser triturado o quebrantado. Dios toma muy en serio el dolor de corazón. Pienso en quien ve roto el vínculo más fuerte, que tenía en la vida, y se encuentra solo (muy frecuentemente, sola). En quien es traicionado en los afectos, angustiado frente a algo que amenaza su vida o la de una persona querida. En quien, con engaño o con razón (no hay mucha diferencia desde este punto de vista) se ve señalado, de un día a otro, con el público escarnio. ¡Cuántos Getsemaní escondidos en el mundo y dentro de nuestras casas!

El Evangelio nos recuerda que también este desgarro del corazón ha sido asumido y santificado junto con la angustia que el hombre siente frente a la muerte. Volviendo a pensar en la intrépida valentía, con que ciertos mártires han ido al encuentro de la muerte, podríamos estar tentados de decir que los discípulos han sido más fuertes que el Maestro, que, por el contrario, sólo «sudó sangre». Pero, es que los mártires podían contar con él; podían decir: «Todo lo puedo con aquel que me da fuerzas» (Filipenses 4, 13). Él no podía contar con nadie. La mártir Perpetua fue arrestada mientras estaba para dar a luz a un hijo. En los dolores del parto gritaba y se lamentaba. Los guardias le decían: «Si no puedes resistir estos dolores, ¿qué harás cuando estés en la arena bajo los tormentos?» Pero, la joven mujer respondió: «Ahora soy yo quien sufro, entonces otro sufrirá por mí».

Una enseñanza, sin embargo, debemos amontonar de este Jesús de Getsemaní: «En medio de su angustia, oraba con más insistencia» (Lucas 22, 44). ¡Orar en la prueba! Es nuestro recurso; es el canal a través del cual la fuerza y la valentía de Jesús se nos transmite a nosotros.

Abandonemos ahora Getsemaní y vayamos en espíritu al Pretorio de Pilatos, el lugar donde Jesús fue procesado, condenado, coronado de espinas; el lugar, sobre todo, donde fue flagelado. Los evangelistas aluden rápidamente a la flagelación diciendo que «después de haberle hecho flagelar» (Lucas: «después de darle un escarmiento)», Pilatos «se lo entregó a su arbitrio» para que fuera crucificado. Posiblemente evitan detalles por el horror que esta pena despertaba en la mente de quienes conocían su crueldad. El flagelo o azote era un bastón corto dotado con tiras de cuero y en el extremo con pequeñas bolas de plomo o punzones puntiagudos. En base a lo que sabemos por las descripciones antiguas fue el momento de más atroz sufrimiento físico de Cristo. Muchos morían bajo los golpes. Las carnes eran descuartizadas, los nervios descubiertos.

Una vez conocida esta imagen de un Dios que sufre, todas las otras ya no nos bastan más; nos parecen como improcedentes.

Si en el Getsemaní Jesús ha cumplido su pasión moral, aquí ha consumado la física. Él también está cercano, por lo tanto, a quien sufre en el cuerpo. La pasión de Cristo, litúrgicamente, se renueva esta semana en los ritos que efectuamos y, sobre todo, en la Misa que celebramos; pero, de hecho, materialmente, se renueva cada día allí donde hay una persona que se debate entre los tormentos provocados por la naturaleza o por el hombre. Quien está en el sufrimiento puede estar seguro de ser comprendido por Jesús; también, cuando no puede más y grita a Dios: «¿Por qué, por qué, por qué?»

Vayamos espiritualmente ahora al Gólgota, en la última estación de nuestro vía crucis. El Gólgota, encerrado hoy en la Basílica del santo Sepulcro, es el sancta sanctorum de los cristianos, el lugar más sagrado de la tierra. Allí, en el primer Viernes Santo de la historia, el Hijo de Dios murió para expiar los pecados del mundo. Allí pronunció sus últimas palabras, que han traspasado los siglos como antorchas inextinguibles. Escuchémoslas:

«Tengo sed».

«Todo se ha cumplido».

«Padre, perdónales porque no saben lo que hacen».

«Hoy estarás conmigo en el paraíso».

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Pero, detengámonos en una de las «siete palabras», la dirigida a la Madre. En el Evangelio de Juan leemos:

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”, y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Juan 19, 25-27).

En el corazón de la Madre se refleja el dolor del Hijo. Por ello, contemplar a María bajo la cruz significa continuar contemplando la pasión de Cristo. Si María estaba junto a la cruz de Jesús» en el Calvario, quiere decir que ella estaba en Jerusalén durante aquellos días. Y, si estaba en Jerusalén, quiere decir que lo ha visto todo. Ha asistido a toda la pasión del hijo. Ha oído gritar: «¡Barrabás, Barrabás!» (Juan 18, 40) y «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Juan 19, 15). Ha visto, asimismo, aunque desde lejos, salir fuera al hijo flagelado, coronado de espinas, cubierto de salivazos, aguijoneado. Ha debido ver el cuerpo desnudo de su hijo, la carne de su carne, despuntar sobre la cruz con los estremecimientos que preceden a la muerte.

Todas las violencias rematan en el corazón de una mujer. Los sufrimientos de la víctima cesan en el momento de la muerte; las de la madre de la víctima no; se prolongan, frecuentemente, durante toda la vida. En el corazón de las madres el sufrimiento pierde el color político, se purifica, es dolor y basta. Hay un ecumenismo del dolor, que ya realizan las madres, y esperemos que sirva, al fin, para prevalecer sobre el odio racial, el fanatismo religioso y la violencia de todo género.

Lo que más nos interesa de María no es saber que «estaba junto a la cruz» sino saber «cómo» estaba. ¡Estaba esperanzada! Para medir la grandeza de esta esperanza, busquemos llegar a ser, como ya os decía, contemporáneos de los acontecimientos, olvidar la solución final y ponemos en el puesto de la Virgen. Dado que ella también avanzaba en la fe, ha estado esperando que de un momento a otro el curso de los acontecimientos cambiase, que viniera reconocida la inocencia del hijo. Ha esperado que Pilatos le soltase, tal como parecía su intención hacerla; pero, nada. Ha esperado desde la subida al Calvario, una vez ha llegado sobre la cima, hasta un minuto antes que expirase. ¡No podía ser! ¡El ángel le había prometido que su hijo recibiría el trono de David y que su reino no tendría fin! Pero, nada. María, más que Abrahán, ha «esperado contra toda esperanza» (cfr. Romanos 4, 18). Con Abrahán Dios se paró un instante antes de la muerte del hijo, con María no. La llamó para ir más allá y asistir a la muerte del hijo «y una muerte de cruz». Humanamente hablando, en este punto, ella habría debido ponerse a correr por la colina precipicio abajo, arrancándose los cabellos y gritándole a Dios: «¡Me has engañado!» Por el contrario, ella «estaba»; esto es, se tenía de pie, en silencio, bajo la cruz.

Así, María ha llegado a ser «Madre de la esperanza», Mater spei. Un puerto seguro para todos los que son abatidos por las tempestades de la vida. Con el himno más bello a la Dolorosa, el Stahat Mater, roguemos también nosotros: «Santa Madre de Dios, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón».

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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)

Servir al Rey

«¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!

Todo aquel que reconozca a Jesucristo como el único Hijo del Dios verdadero, por quien se vive, debe cantar alabanzas en su nombre, y honrarlo y venerarlo como Rey; reconocerlo ante los hombres, y desear ser tratado como el burrito que lo cargó en su entrada triunfal a Jerusalén, que fue llamado para servirlo, y honrado al decirle “su Señor lo necesita”.

Que alegría más grande la del hombre que es honrado de la misma manera, porque está dispuesto a servir, a dejarlo todo para seguir a Jesús, que lo llama porque lo necesita, para que el pueblo lo vea, lo reconozca y lo aclame como Rey. 

Contempla la cruz y alaba a tu Señor. Mira en Él la gloria de Dios expresada en misericordia para el mundo.

Contempla a tu Señor victorioso, que ha vencido las tentaciones de su humanidad, adquirida con su perfecta obediencia, y con su muerte y resurrección ha vencido al mundo y ha hecho nuevas todas las cosas.

Adora a tu Señor, bendice su nombre, sírvelo con alegría, participando con Él de su vida, pasión y muerte, llevando con orgullo su palabra a todas las gentes, proclamándolo Rey de reyes y Señor de señores, renunciando a ti mismo, rechazando el pecado, soportando tus sufrimientos por la causa de Cristo, y muriendo al mundo con Él en la cruz, para que seas partícipe también de la victoria de su resurrección, viviendo con la esperanza de verlo un día venir del cielo, acompañado de sus ángeles, y rodeado de la gloria de su Padre, mientras lo alabas exclamando: ¡Yo sirvo al Rey! ¡Viva Cristo Rey!». 

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La necesidad de alabar a Dios

 

 Hoy da comienzo la Semana Santa de la Pasión del Señor y nos encomendamos con especial confianza al Espíritu Santo, porque deseamos tratarle con más intensidad y recibir profundamente su fortaleza, para saber identificarnos un poco más con Cristo que padece, muere y resucita glorioso por nuestra salvación. La meditación pausada de esos misterios de la vida del Señor puede enriquecernos mucho en los próximos días, con la gracia de Dios. Deseemos, pues, contemplar por nuestra cuenta en las próximas jornadas, las escenas evangélicas que narran la oración de Jesús en Getsemaní, el prendimiento y los interrogatorios inicuos que le condujeron a la flagelación y al doloso Via Crucis hasta la muerte en la Cruz. Y finalmente la Pascua, la resurrección gloriosa y definitiva de Cristo.

 Contemplamos en este día a Jesús que se dirige decidido a Jerusalén, lugar de su Pasión y Muerte. Lugar también de proclamación del Evangelio, la Buena Nueva de que Dios se ha hecho hombre en Él para dar la vida por los hombres. Es algo que somos incapaces de comprender, que no podemos agradecer como se debe, ni tampoco manifestar adecuadamente el entusiasmo que sería razonable ante tal don. Si éstos callan gritarán las piedras, responde a los que ven con malos ojos que la gente lo aclame. Y aún se quedaban cortos los que dicen: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas! Era imprescindible, sin embargo, que al menos lo alabaran así, si no eran capaces de afirmar su divinidad.

 ¿Cómo exultamos nosotros por Dios, que se nos hace presente, mejor que a aquellos de Jerusalén con los sacramentos y está de continuo presente en nuestros sagrarios? Los que extendían sus mantos y agitaban cantando ramas de los árboles, apenas le vieron pasar durante unos instantes. Y no se imaginaban su grandeza ni su poder salvador. Nosotros, en cambio, le hemos conocido a través de una revelación más completa y hemos recibido el ejemplo y el estímulo de tantos santos que nos precedieron. Tenemos además la continua enseñanza del Magisterio garantizando lo que creemos. No es preciso que nadie más asegure nuestra fe, habiendo investido el propio Cristo de infalibilidad a su Iglesia.

 Nos conviene fijarnos y aprender de los que, confiados en Jesús, fueron en busca del animal que luego montaría; de los dueños, que lo entregaron enseguida, nada más saber que era para Jesús; de los que ponían los mantos y lo aclamaban en medio de la admiración y el desconcierto de los poderosos. Cada uno, a su modo, contribuyó a que el Hijo de Dios se manifestase ante la gente y fuera aclamado, aunque aquellos vítores no llegaran a hacerle justicia. Tampoco nosotros –que hemos recibido todo de Dios– le hacemos justicia cuando libremente intentamos amarle con obras, pero como ellos debemos al menos intentarlo.

 Por otra parte, tenemos bien presente lo sucedido muy pocos días después en la misma Jerusalén. Pronto iban a olvidar su adhesión los que exultaban en alabanzas por todos los prodigios que habían visto; y, hábilmente manejados por los poderosos cambiarían el, ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!, por, ¡crucifícale, crucifícale! Para que nosotros no olvidemos que somos capaces de lo mejor y de lo peor. Pensemos asimismo en este día en lo que podemos hacer porque se manifieste el Reino de Dios en el mundo, a pesar de las propias limitaciones, que bien las conocemos, como las conocerían los que colaboraron con el Señor la mañana del Domingo de Ramos. Que aprendamos a ser coherentes, a no dejarnos influir por circunstancias del ambiente, del momento, del estado de ánimo, del qué dirán...

 Pero hoy, Domingo de Ramos, deseamos fijarnos en Jesucristo que es aclamado por la gente. De continuo debería haber en el mundo un incesante clamor de alabanza y acción de gracias a Dios por Jesucristo –casi siempre sin palabras, basta la oración del corazón–, que sea expresión y como continuación actual del desahogo de san Pablo a los de Efeso: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado, por quien, mediante su sangre, nos es dada la redención, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia, que derramó sobre nosotros de modo sobreabundante con toda sabiduría y prudencia.

 Envíanos de continuo tu luz, Señor, para que intentemos, aunque sea entre nuestros defectos, corresponder al amor que nos tienes. Le pedimos a tu Madre –Madre nuestra– la gracia de contemplarte siempre esperándonos, y a nuestro lado.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Cómo leer la Pasión

La liturgia de este domingo tiene su cumbre en la lectura de la narración de la Pasión del Señor. Para muchísimos cristianos (en la práctica para todos aquéllos que no participan en los ritos del Viernes Santo) es la única ocasión que tienen para escuchar, en el curso de una asamblea eucarística, esta parte del evangelio.

Algo a primera vista extraño: la liturgia insertó esta lectura en el cuadro del domingo de Ramos que se caracteriza por un clima de fiesta y de triunfo. Nuestra celebración de hoy comienza con Hosana y culmina con Crucifícalo. Sin embargo, esto no es un contrasentido, es más bien el corazón del misterio. El misterio que se quiere proclamar es el siguiente: Jesús se entregó voluntariamente a su pasión; no ha sido abatido por las fuerzas superiores a él: Nadie me quita (la vida); yo la doy de mí mismo (Jn. 10, 18). Es él quien escrutando la voluntad del Padre comprendió que llegó su hora y la acogió con obediencia libre de hijo y con infinito amor por los hombres: Sabiendo que ha llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn. 13, 1).

Las narraciones de la Pasión están en el origen y no al final del evangelio. Las biografías de los hombres ilustres comienzan con la narración del nacimiento y terminan con la muerte. La biografía de Jesús (si se puede hablar de biografía) comenzó con la narración de la muerte y sólo más tarde llegó a la del nacimiento. Las narraciones de la pasión fueron las primeras que se formaron en la tradición y que fueron puestas por escrito, tanto que los evangelios han sido definidos: “Relatos de la Pasión precedidos de una amplia introducción” (Kaeler). El acuerdo entre los cuatro evangelistas es en esto mucho más grande que en el resto del evangelio. En cuanto a la trama esencial, el acuerdo es hasta total. Todas las tentativas hechas a lo largo de los siglos por la crítica no creyente en este sentido han fracasado. Su descarnada simplicidad, el tono desprovisto de toda polémica, el rol mezquino que juegan en la pasión los mismos autores de los evangelios y hasta las mismas incoherencias que los evangelistas no se han preocupado de eliminar: todo concurre para dar la impresión de un testimonio objetivo y de primera mano frente al cual las reconstrucciones “críticas” modernas terminan por aparecer siempre más o menos arbitrarias.

Cuando se lee la narración de la Pasión con ojos de estudioso o de historiador, el problema fundamental es: ¿quiénes fueron los responsables de la muerte de Jesús, los judíos o los romanos? ¿Jesús murió por motivos religiosos (porque se proclamaba Mesías) o por motivos políticos (como agitador social y rebelde contra Roma)? Después de la última guerra, la tragedia del pueblo hebreo y la participación de los cristianos en las luchas de liberación hicieron que este problema empezara a apasionar a los lectores del evangelio más que cualquier otro. La investigación más equilibrada ya dio respuesta a estos interrogantes: Jesús fue condenado al mismo tiempo por los judíos y por los romanos. En su muerte se realizó una extraña coincidencia de motivos religiosos y de motivos políticos, aun cuando la responsabilidad más directa parece recaer sin duda –de acuerdo con la versión evangélica– en los dirigentes hebreos de aquel tiempo (por tanto, no en todo el pueblo hebreo de entonces, y menos aún, en las generaciones hebreas posteriores).

Sin embargo, dicho esto, uno se da cuenta de que el problema no está concluido. Y, en el fondo, ni siquiera bien propuesto. Queda por explicar por qué motivo “era necesario” que el Hijo del hombre padeciese (Lc 24, 26). El creyente busca por tanto otro responsable de la muerte de Cristo. Siente que hay un acusador implacable a sus espaldas, el cual aun antes de su arresto ya preparó a Jesús el cáliz de la pasión.

La historia de la pasión presenta extraños injertos que rompen aparentemente el hilo de la narración: la historia de la traición de Judas, la negación de Pedro, el lavatorio de las manos de Pilatos, Barrabás, los dos ladrones. Pero no son cuerpos extraños. En ellos precisamente está la explicación de todo. Estas historias expresan y simbolizan la sola gran realidad que llevó a Jesús a la cruz: El llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz (1 Pe. 2, 24).

Jesús llevó nuestros pecados a la cruz y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz: Fue triturado por nuestras iniquidades (Is. 53, 5; 1 Pe. 2, 24). A David, que furioso buscaba al responsable del delito que le fue contado por Natán, el profeta respondió: ¡Tú eres aquel hombre! (2 Sam. 12, 7). Lo mismo nos responde la palabra de Dios a nosotros que preguntamos por el responsable de la muerte de Jesús: ¡Tú eres aquel hombre! Judas que traiciona, Pedro que niega, Pilatos que se lava las manos, la gente que se calienta con el fuego o que charla, los soldados que reparten ávidamente la vestimenta del condenado, los ladrones que mataron no están solos allí: detrás de cada uno de ellos hay muchedumbres y estamos también nosotros.

Al terminar de leer la Pasión hemos cerrado hoy el libro, pero ahora sabemos que la historia no ha terminado, continúa sucediendo. “Los acusadores de entonces están muertos –escribió un hebreo como conclusión de un apasionado libro sobre el proceso de Jesús–. Los testigos se fueron a casa. El juez dejó el tribunal. Pero el proceso de Jesús sigue todavía” (P. Winter). Para él –hebreo– el proceso de Jesús continúa en los procesos contra los judíos de todos los tiempos. También para nosotros, los cristianos, el proceso de Jesús y su pasión continúan, pero en un sentido bien distinto. En dos sentidos: se renueva en cada discípulo (y en todo hombre) que sufre y es perseguido, como Jesús, por la justicia; es renovado por cualquiera que se abandona al pecado porque prolonga el grito: ¡No a éste sino a Barrabás! ¡Crucifícalo!

Está en nosotros cómo queremos entrar en la historia de la Pasión. Si como Cireneo que se acerca a Jesús, hombro a hombro, está silenciosa al lado de la cruz; o si queremos entrar en la pasión como Judas, Pedro, Pilatos o aquéllos que “miraron de lejos” cómo iban a terminar las cosas.

La narración de la Pasión que hemos escuchado terminó con la imagen de la piedra rodada contra la entrada del sepulcro (Mc 15, 46). Nosotros, empero, sabemos que esa piedra no sirvió: Jesús resucitó y se sentó a la derecha del Padre. Sin embargo, mientras dure este mundo de dolor y de pecado, él está todavía misteriosamente en la tumba. No ha resucitado todavía del todo. “Él –escribe un autor del siglo II– está en la cárcel, está en los sepulcros y en los cepos, está en las cárceles, está en medio de las ofensas y bajo proceso; porque con los que sufren, sufre también él. (Actas de Juan). La Semana Santa debe recordarnos sobre todo esto. “De estos tres misterios (la crucifixión, la sepultura y la resurrección) nosotros cumplimos en esta vida presente aquello de lo cual es símbolo la cruz, mientras mantenemos por la fe y la esperanza aquéllas cuyo símbolo son la sepultura y la resurrección de Cristo. Ahora se dice al hombre: Toma tu cruz y sígueme (san Agustín, Ep. 55, 24).

Toda nuestra vida es, en cierto sentido, una Semana Santa, si la vivimos con coraje y fe, en espera del “octavo día” que es el gran domingo del reposo y de la gloria eterna.

En este tiempo, Jesús nos repite la invitación que dirigió en el Huerto de los Olivos: Permaneced aquí y vigilad conmigo (Mt. 26, 38).

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en el Domingo de Ramos (30-III-1980)

– Entrada solemne

Cristo, junto con sus discípulos, se acerca a Jerusalén. Lo hace como los demás peregrinos, hijos e hijas de Israel, que en esta semana, precedente a la Pascua, van a Jerusalén. Jesús es uno de tantos.

Este acontecimiento, en su desarrollo externo, se puede considerar, pues, normal. Jesús se acerca a Jerusalén desde el Monte llamado de los Olivos, y por lo tanto viniendo de las localidades de Betfagé y de Betania. Allí da orden a dos discípulos de traerle un borrico. Les da las indicaciones precisas: dónde encontrarán el animal y cómo deben responder a los que pregunten por qué lo hacen. A los que preguntan por qué desatan al borrico, les responden: “El Señor tiene necesidad de él” (Lc 19, 31), y esta respuesta es suficiente. El borrico es joven; hasta ahora nadie ha montado sobre él. Jesús será el primero. Así, pues, sentado sobre el borrico, Jesús realiza el último trecho del camino hacia Jerusalén. Sin embargo, desde cierto momento, este viaje, que en sí nada tenía de extraordinario, se cambia en una verdadera “entrada solemne en Jerusalén”.

Las palabras de veneración según el Evangelio de San Lucas, dicen así: “Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas” (Lc 19, 38).

El hecho de que Jesús sube hacia Jerusalén con sus discípulos asume un significado mesiánico. Los detalles que forman el marco del acontecimiento demuestran que en él se cumplen las profecías. Demuestran también que pocos días antes de la Pascua, en ese momento de su misión pública, Jesús logró convencer a muchos hombres sencillos en Israel. Le seguían los más cercanos, los Doce, y además una muchedumbre: “Toda la muchedumbre de los discípulos”, como dice el Evangelista Lucas (19, 37), la cual hacía comprender sin equívocos que veía en Él al Mesías.

Jesús al subir de este modo hacia Jerusalén, se revela a Sí mismo completamente ante aquellos que preparan el atentado contra su vida. Por lo demás, se había revelado desde ya hacía tiempo, al confirmar con los milagros todo lo que proclamaba y al enseñar, como doctrina de su Padre, todo lo que enseñaba. Las lecturas litúrgicas de las últimas semanas lo demuestran de manera clara: la “entrada solemne en Jerusalén” constituye un paso nuevo y decisivo en el camino hacia la muerte, que le preparan los ancianos de los representantes de Israel.

Las palabras que dice “toda la muchedumbre” de peregrinos, que subían a Jerusalén con Jesús, no podían menos de reforzar las inquietudes del Sanedrín y de apresurar la decisión final.

El Maestro es plenamente consciente de esto. Todo cuanto hace, lo hace con esta conciencia, siguiendo las palabras de la Escritura, que ha previsto cada uno de los momentos de su Pascua.

– Comienzo de la Pasión

Jesús de Nazaret se revela, pues, según las palabras de los Profetas, que Él sólo ha comprendido en toda su plenitud. Esta plenitud permaneció velada tanto a “la muchedumbre de los discípulos”, que a lo largo del camino hacia Jerusalén cantaban “Hosanna”, alabando “a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto” (Lc 19, 37), como a esos Doce más cercanos a Él. A estos últimos, el amor por Cristo no les permite admitir un final doloroso; recordemos cómo en una ocasión dijo Pedro: “Esto no te sucederá jamás” (Mt 16, 22).

En cambio, para Jesús las palabras del Profeta son claras hasta el fin, y se revelan con toda la plenitud de su verdad; y Él mismo se abre ante esta verdad con toda la profundidad de su espíritu. La acepta totalmente. No reduce nada. En las palabras de los Profetas encuentra el significado justo de la vocación del Mesías: de su propia vocación. Encuentra en ellas la voluntad del Padre.

“El Señor Dios me ha abierto los oídos, y yo no me resisto, no me echo atrás” (Is.50, 5).

De este modo la liturgia del Domingo de Ramos contiene ya en sí la dimensión plena de la pasión: la dimensión de la Pascua.

“He dado mis espaldas a los que me herían, mis mejillas a los que me arrancaban la barba. Y no escondí mi rostro ante las injurias y los esputos” (Is 50, 6).

“Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza... me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica” (Sal 21(22), 8.17-19).

En medio de las exclamaciones de la muchedumbre, del entusiasmo de los discípulos que, con las palabras de los Profetas, proclaman y confiesan en Él al Mesías, sólo Él, Cristo, lee hasta el fondo lo que sobre Él han escrito los Profetas.

Y todo lo que han dicho y escrito se cumple en Él con la verdad interior de su alma. Él, con la voluntad y el corazón, está ya en todo lo que, según las dimensiones externas del tiempo, le queda todavía por delante. Ya en este cortejo triunfal, en su “entrada en Jerusalén”, Él es “obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil.2, 8).

– Obediencia al Padre

Entre la voluntad del Padre, que lo ha enviado, y la voluntad del Hijo hay una profunda unión plena de amor, un beso interior de paz y de redención. En este beso, en este abandono sin límites, Jesucristo que es de naturaleza divina, se despoja de Sí mismo y toma la condición de siervo, humillándose a Sí mismo (cfr. Fil. 2, 6-8). Y permanece en este abatimiento, en esta expoliación de su fulgor externo, de su divinidad y de su humanidad, llena de gracia y de verdad. ÉL, Hijo del hombre, va, con esta aniquilamiento y expoliación, hacia los acontecimientos que se cumplirán, cuando su abajamiento, expoliación, aniquilamiento revistan precisas formas exteriores: recibirá salivazos, será flagelado, insultado, escarnecido, rechazado del propio pueblo, condenado a muerte, crucificado, hasta que pronuncien el último: “todo está cumplido”, entregando el espíritu en las manos del Padre.

Esta es la entrada “interior” de Jesús en Jerusalén, que se realiza dentro de su alma en el umbral de la Semana Santa.

En cierto momento se le acercan los fariseos que no pueden soportar más las exclamaciones de la muchedumbre en honor de Cristo, que hace su entrada en Jerusalén, y dicen: “Maestro, reprende a tus discípulos”; Jesús contestó: “Os digo que, si ellos callasen, gritarían las piedras” (Lc 19, 39-40).

En esta ciudad (Roma) no faltan las piedras que hablan de cómo ha llegado aquí la cruz de Cristo y de cómo ha echado sus raíces en esta capital del mundo antiguo.

Que nuestros corazones y nuestras conciencias griten más fuerte que ellas.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Acabamos de escuchar con religiosa emoción el relato de la Pasión de Cristo que constituye la expresión más elocuente de su amor por los hombres. Para el interés histórico profano, la muerte de Jesús no pasó de ser un drama de odios y celos provincianos, de crueldad y mezquindades de gente fanática que habitaba en una pequeña región alejada de las grandes rutas de entonces. A los ojos de Dios, verdadero artífice de la Historia, era el acontecimiento hacia el que converge todo y del cual irradia todo.

Todo pecado tiene -como el de Adán y Eva- su raíz en la soberbia, en el equivocado deseo de independencia. Jesús, en cambio y como nuevo Adán, se hizo obediente “hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (2ª Lectura). De esta forma y como reza la Liturgia: “de donde salió la muerte de allí surgió la vida; y el que venció en un árbol fue en un árbol vencido” (Prefacio de la Sta Cruz).

Se roza aquí un misterio insondable que, no obstante pone de relieve la gravedad del pecado y la hondura del amor de Dios. Amor que brota, como un río caudaloso de arrolladora fuerza, del Corazón de Cristo y que llevó a escribir al Apóstol: “Después de esto, ¿qué diremos ahora? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado, dejará de darnos cualquier otra cosa? Y ¿quién puede acusar a los elegidos de Dios? Dios mismo es el que los justifica. ¿Quién osará condenarlos? (Rom 8, 31).

Es el amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte, afirma S. Josemaría Escrivá, y añade: Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito.

Esta increíble manifestación del Amor de Dios por nosotros está reclamando por nuestra parte algo más que un desleído entusiasmo por la causa del Evangelio. Quien no se entregara de corazón a Dios y a los demás por Él pondría de manifiesto que tiene un interior muy rústico y se haría merecedor de aquella acusación de Séneca: “No ha producido la tierra peor planta que la ingratitud”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Murió por nuestros pecados, según las Escrituras»

I. LA PALABRA DE DIOS

Procesión de Ramos: Lc 19, 28-40: Bendito el que viene en nombre del Señor

Misa: Is 50, 4-7: No oculté el rostro a insultos; y sé que no quedaré avergonzado

Sal 21, 8-9.17-18a.19-20.23-24: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Flp. 2, 6-11: Se rebajó a sí mismo; por eso Dios lo levantó sobre todo

Lc 22, 14-23, 56: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas

II. LA FE DE LA IGLESIA

«La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del reino, que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección...» (560).

«La Iglesia en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos no ha olvidado jamás que ``los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor’’. Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo, la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos, con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos» (598).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Cuando se hizo hombre recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán... lo recuperamos en Cristo Jesús (S. Ireneo...)» (Cf 469).

«La noche pascual de la resurrección pasa por la de la agonía y la del sepulcro. Son estos tres tiempos fuertes de la Hora de Jesús los que su Espíritu (y no la ``carne que es débil’’) hace vivir en la contemplación. Es necesario aceptar el ``velar una hora’’...» (2719).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

En la entrada en Jerusalén, Lucas destaca, por un lado, el recibimiento triunfal y, por otro, las lágrimas de Jesús sobre la ciudad (cf Lc 19, 28-42).

La lectura de la Pasión, que comienza en la última Cena, invita a interpretar los dos acontecimientos en mutua referencia. Lucas subraya el carácter sacrificial de la Cena: sacrificio expiatorio (cf Lc 22, 19 e Is 53, 4-12); sacrificio de la Nueva Alianza (cf Lc 22, 19 y Ex 24, 8); sacrificio memorial de la Nueva Pascua (cf Lc 22, 14-19 y Ex 12, 14).

La Pasión en Lucas presenta, entre otras, las siguientes variantes: en el huerto, «el sudor a goterones, como de sangre»; en el proceso, Jesús ante Herodes; en el camino de la cruz, el lamento de las hijas de Jerusalén y las palabras de Jesús que anuncian el juicio de Dios; en la cruz, como en la vida pública, el evangelio del perdón para los verdugos y el ladrón arrepentido; y en la muerte, la oración con «gran voz» «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

La subida a Jerusalén y la entrada mesiánica: 557-560.

La muerte de Jesús designio divino de salvación: 599-605.

La ofrenda de Cristo por nuestros pecados: 606-617.

La respuesta:

Nuestra participación en el sacrificio de Cristo: 618.

participación sacramental: 1227; 1362-1372

participación contemplativa: 2718-2719

participación constante: 2028s.

participación en la muerte: 1005-1014.

C. Otras sugerencias

Todo bautizado debe decir en las pruebas de la vida: «Me alegro de sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

S. Ignacio de Antioquía dice que la Muerte del Señor fue un misterio resonante que sucedió «en el silencio de Dios». Para adentrarnos en ese Misterio, la Iglesia celebra el Santo Triduo Pascual, en el que todo bautizado debe participar cordialmente.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Entrada triunfal en Jerusalén.

– Entrada solemne, y a la vez sencilla, en Jerusalén. Jesús da cumplimiento a las antiguas profecías.

I. “Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres”[1].

Jesús sale muy de mañana de Betania. Allí, desde la tarde anterior, se habían congregado muchos fervientes discípulos suyos; unos eran paisanos de Galilea, llegados en peregrinación para celebrar la Pascua; otros eran habitantes de Jerusalén, convencidos por el reciente milagro de la resurrección de Lázaro. Acompañado de esta numerosa comitiva, junto a otros que se le van sumando en el camino, Jesús toma una vez más el viejo camino de Jericó a Jerusalén, hacia la pequeña cumbre del monte de los Olivos.

Las circunstancias se presentaban propicias para un gran recibimiento, pues era costumbre que las gentes saliesen al encuentro de los más importantes grupos de peregrinos para entrar en la ciudad entre cantos y manifestaciones de alegría. El Señor no manifestó ninguna oposición a los preparativos de esta entrada jubilosa. Él mismo elige la cabalgadura: un sencillo asno que manda traer de Betfagé, aldea muy cercana a Jerusalén. El asno había sido en Palestina la cabalgadura de personajes notables ya desde el tiempo de Balaán[2].

El cortejo se organizó enseguida. Algunos extendieron su manto sobre la grupa del animal y ayudaron a Jesús a subir encima; otros, adelantándose, tendían sus mantos en el suelo para que el borrico pasase sobre ellos como sobre un tapiz, y muchos otros corrían por el camino a medida que adelantaba el cortejo hacia la ciudad, esparciendo ramas verdes a lo largo del trayecto y agitando ramos de olivo y de palma arrancados de los árboles de las inmediaciones. Y, al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que había visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas![3].

Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes[4]. Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente llana –y sobre todo los fariseos– conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y de alegría, el Señor les dice: Os digo que si éstos callan gritarán las piedras[5].

Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo, se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 72, 2324), tú me llevas por el ronzal[6].

Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Quiere hacerse presente en nosotros a través de las circunstancias del vivir humano. También nosotros podemos decirle en el día de hoy: Ut iumentum factus sum apud te... Como un borriquito estoy delante de Ti. Pero Tú estás siempre conmigo, me has tomado por el ronzal, me has hecho cumplir tu voluntad; et cum gloria suscepisti me, y después me darás un abrazo muy fuerte[7]. Ut iumentum... como un borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo. Nos puede servir de jaculatoria para el día de hoy.

El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esa ciudad, será clavado en una cruz.

– El Señor llora sobre la ciudad. Correspondencia a la gracia.

II. El cortejo triunfal de Jesús había rebasado la cima del monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental dirigiéndose al Templo, que desde allí se dominaba. Toda la ciudad aparecía ante la vista de Jesús. Al contemplar aquel panorama, Jesús lloró[8].

Aquel llanto, entre tantos gritos alegres y en tan solemne entrada, debió de resultar completamente inesperado. Los discípulos estaban desconcertados viendo a Jesús. Tanta alegría se había roto de golpe, en un momento.

Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera: ¡Ay si conocieras, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la paz! Pero ahora todo está oculto a tus ojos[9]. Ve el Señor cómo sobre ella caerán otros días que ya no serán como éste, día de alegría y de salvación, sino de desdicha y de ruina. Pocos años más tarde, la ciudad sería arrasada. Jesús llora la impenitencia de Jerusalén. ¡Qué elocuentes son estas lágrimas de Cristo! Lleno de misericordia, se compadece de esta ciudad que le rechaza.

Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni en palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras... Jesús lo ha intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo, con gentes sencillas y con sabios doctores, en Galilea y en Judea... También ahora, y en cada época, Jesús entrega la riqueza de su gracia a cada hombre, porque su voluntad es siempre salvadora.

En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar, ningún remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! “El mismo Hijo de Dios se unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su sangre, y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)”[10].

La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Jesús lo intentó todo con Jerusalén, y la ciudad no quiso abrir las puertas a la misericordia. Es el misterio profundo de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina. Hombre libre, sujétate a voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa: “Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido[11].

¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos a Dios y no al egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa desamor, aunque sea pequeño?

– Alegría y dolor en este día: coherencia para seguir a Cristo hasta la Cruz.

III. Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo, proclamando con ramos de palmas: “Hosanna en el cielo”[12].

Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.

“¡Qué diferentes voces eran –comenta San Bernardo–: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos”[13].

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.

La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria (Antífona de la distribución de los ramos). El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con Él a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia[14].

María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado.

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Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen

Hoy leemos el relato de la pasión según san Lucas. En este evangelista, los ramos gozosos de la entrada en Jerusalén y el relato de la pasión están en relación mutua, aunque el primer paso suene a triunfo y el segundo a humillación.

Jesús llega a Jerusalén como rey mesiánico, humilde y pacífico, en actitud de servicio y no como un rey temporal que usa y abusa de su poder. La cruz es el trono desde donde reina (no le falta la corona real), amando y perdonando. En efecto, el Evangelio de Lucas se puede resumir diciendo que revela el amor de Jesús manifestado en la misericordia y el perdón.

Este perdón y esta misericordia se muestran durante toda la vida de Jesús, pero de una manera eminente se hacen sentir cuando Jesús es clavado en la cruz. ¡Qué significativas resultan las tres palabras que, desde la cruz, escuchamos hoy de los labios de Jesús!:

—Él ama y perdona incluso a sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

—Al ladrón de su derecha, que le pide un recuerdo en el Reino, también lo perdona y lo salva: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43).

—Jesús perdona y ama sobre todo en el momento supremo de su entrega, cuando exclama: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46).

Ésta es la última lección del Maestro desde la cruz: la misericordia y el perdón, frutos del amor. ¡A nosotros nos cuesta tanto perdonar! Pero si hacemos la experiencia del amor de Jesús que nos excusa, nos perdona y nos salva, no nos costará tanto mirar a todos con una ternura que perdona con amor, y absuelve sin mezquindad.

San Francisco lo expresa en su Cántico de las Criaturas: «Alabado seas, oh Señor, por aquellos que perdonan por tu amor».

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Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (Lc 19, 38)

Hoy, la Misa comienza con la bendición de las palmas y la procesión de ingreso en el templo. Así, el Domingo de Ramos rememora la entrada “triunfal” de Cristo-Rey en la Ciudad Santa, pocos días antes de su Pasión. Es su última y definitiva subida a Jerusalén: este ascenso terminará en la Cruz. Pocos días antes, el Maestro resucitó a Lázaro y en la ciudad había una gran expectación.

Hoy Jesús se nos presenta en su condición de Rey. Esta vez sí que Él permite que las gentes le aclamen como Rey. El Viernes Santo confirmará su condición real ante Poncio Pilatos, máxima autoridad civil del lugar. Pero su reinado no es mundano. Así se lo hizo saber al gobernador, y así nos lo enseña hoy. 

En efecto, Él es Rey de los pobres: llega «montado sobre un borrico», tal como había anunciado el profeta Zacarías (Za 9, 9). «No llega en una suntuosa carroza real, ni a caballo, como los grandes del mundo, sino en un asno prestado» (Benedicto XVI). Y es que Dios siempre actuó con suavidad: cuando llegó al mundo (un establo, un pesebre, unos pañales); cuando se “marchó” del mundo (un asno, una cruz, un sepulcro). Todo con suma delicadeza, como para no asustarnos ni incomodar nuestra libertad.

Con este Rey se «anunciará la paz a las naciones» y «serán rotos los arcos de guerra» (Za 9, 10). Sí, Cristo convertirá la cruz en “arco roto”: la Cruz ya no servirá como instrumento de tortura, burla y ejecución, sino como trono desde el cual reinar dando la vida por los demás.

Finalmente, las multitudes le reciben aclamándole: «¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38). Aquel día debieron ser algunos miles; en el siglo XXI somos muchos millones las voces que «de mar a mar, hasta los confines de la tierra» (Za 9, 10) le entonamos en el “Sanctus” de la misa: «Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo».

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Burritos de Jesús

«El Señor lo necesita».

Eso dijo Jesús.

Y lo dijo refiriéndose al burrito, hijo de animal de yugo.

Y lo dijo refiriéndose a ti, sacerdote, hijo predilecto de Dios.

Tu Señor te ha llamado, sacerdote. Y te ha elegido de entre muchos, porque es a ti a quien Él necesita.

Y tú, sacerdote, ¿acudirás con prontitud a servirlo?

¿Le prestarás tus espaldas para llevar su carga?

Ten confianza, sacerdote, porque Él también ha dicho que su yugo es suave y su carga ligera.

Alégrate, sacerdote, porque tu Señor te necesita para cumplir su misión.

Alégrate, sacerdote, porque Dios te ha llamado para ser el siervo de su Hijo amado. Pero Él no te llama siervo, te llama amigo, porque quiere compartir absolutamente todo contigo.

También su gloria.

Alégrate, sacerdote, porque eres tú quien lo lleva para entregarlo al mundo.

Él ha querido darte a ti ese poder, esa alegría, esa satisfacción, ese gozo, esa confianza de abandonarse en la seguridad de tus manos, con la esperanza de ser elevado, para ser alabado por todos los hombres del mundo, para atraerlos a Él, para que sea glorificado el Hijo del hombre, y Dios sea glorificado en Él.

Alégrate, sacerdote, porque nuestro Señor te ha llamado desde un principio, para compartir contigo su pasión, su muerte y su resurrección, para que nunca te gloríes si no es en la cruz de tu Señor Jesucristo, por la cual el mundo es un crucificado para ti y tú eres un crucificado para el mundo.

Alégrate, sacerdote, porque en tu cuerpo llevas las señales de la Cruz de tu Señor.

Persevera, sacerdote, entregando tu vida al pie de esa cruz, acompañado de la Madre de Jesús, para que nunca lo niegues. Ella te da la fuerza para resistir, y te sostiene en la lucha mientras vences la tentación que te aleja del cumplimiento de tu misión, para que el Espíritu Santo que siempre está con ella, esté contigo, y seas fortalecido y puedas decir: “he cumplido” cuando todo esté consumado.

Alégrate, sacerdote, y acude al llamado de tu Señor que te necesita, para morir al mundo con Él, pero que con Él también te resucita, para que lleves su luz a todos los rincones del mundo, a través de su palabra.

Para que alimentes a su pueblo con el pan vivo bajado del Cielo.

Para que lleves su perdón a cada corazón contrito y humillado que Él no desprecia.

Para que lleves el agua de la vida y la fe, a través del sacramento del Bautismo y de la Confirmación, llevando a todos los hombres la salvación, aplicando a cada uno el beneficio de su único y eterno sacrificio.

Es así, sacerdote, como todo será consumado.

Es para eso que te necesita, es para eso que te llama, es para eso que te envía.

Pero de ti, necesita, sacerdote, las cualidades de un burrito de carga, para ser trono del Rey que lo lleve victorioso, en entrada triunfal, para ser bendecido, alabado y glorificado en el altar, para que el pueblo entero exclame: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!”, y exulte tu alma: ¡VIVA CRISTO REY!

(Espada de Dos Filos II, n. 40)

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[1] SAN ANDRÉS DE CRETA, Sermón 9 sobre el Domingo de Ramos.

[2] Cfr. Num 22, 21 ss.

[3] Lc 19, 37-38.

[4] Zac 9, 9.

[5] Lc 19, 39.

[6] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 181.

[7] IDEM, citado por A. VAZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, p. 124.

[8] Lc 19, 41.

[9] Lc 19, 42.

[10] CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 22.

[11] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 761.

[12] Himno a Cristo Rey. Liturgia del Domingo de Ramos.

[13] SAN BERNARDO, Sermón en el Domingo de Ramos, 2, 4.

[14] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 82.