Domingo 6 del Tiempo Ordinario (ciclo C)

Escrito el 18/02/2025
gelizondo12

Domingo VI del Tiempo Ordinario (ciclo C) (DESCARGAR PDF)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

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DEL MISAL MENSUAL

BENDITO QUIEN CONFÍA EN EL SEÑOR

Jer 17, 5-8; 1 Cor 15, 12. 16-20; Lc 6, 17. 20-26

Tanto el fragmento de Jeremías como el pasaje de las bienaventuranzas revelan un pensamiento por contraste: ayes y bendiciones; malditos y benditos; confiar en Dios, confiar en los hombres; risa y llanto, hambre y satisfacción. Dos posturas y dos desenlaces contrastantes, que no parecen dejar lugar al famoso término medio. Las bienaventuranzas son el anuncio anticipado de una dicha plena que Dios reserva para personas que enfrentan un presente duro y adverso. Cuando escasean las señales de un cambio positivo en nuestra vida, podemos incurrir en la desesperación; aparece la tentación de confiar solamente en las riquezas, el poder, las relaciones sociales. Las dos actitudes están descritas, tanto la confianza de los bienaventurados, como el escepticismo de los desgraciados. Dos caminos opuestos. La palabra de Jesús nos amonesta a elegir de manera sensata.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 30, 3-4

Sírveme de defensa, Dios mío, de roca y fortaleza salvadoras; y pues eres mi baluarte y mi refugio, acompáñame y guíame.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que prometiste poner tu morada en los corazones rectos y sinceros, concédenos, por tu gracia, vivir de tal manera que te dignes habitar en nosotros. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Maldito el que confía en el hombre. Bendito el que confía en el Señor.

Del libro del profeta Jeremías: 17, 5-8

Esto dice el Señor: “Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón. Será como un cardo en la estepa, que nunca disfrutará de la lluvia. Vivirá en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhabitable.

Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza. Será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el calor, no lo sentirá y sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 1, 1-2. 3. 4 y 6.

R/. Dichoso el hombre que confía en el Señor.

Dichoso aquel que no se guía por mundanos criterios, que no anda en malos pasos ni se burla del bueno, que ama la ley de Dios y se goza en cumplir sus mandamientos. R/.

Es como un árbol plantado junto al río, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita. En todo tendrá éxito. R/.

En cambio los malvados serán como la paja barrida por el viento. Porque el Señor protege el camino del justo y al malo sus caminos acaban por perderlo. R/.

SEGUNDA LECTURA

Cristo resucitó como la primicia de todos los muertos

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 12. 16-20

Hermanos: Si hemos predicado que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de ustedes andan diciendo que los muertos no resucitan? Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, es vana la fe de ustedes; y por lo tanto, aún viven ustedes en pecado, y los que murieron en Cristo, perecieron. Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres. Pero no es así, porque Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 6, 23

R/. Aleluya, aleluya.

Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo, dice el Señor. R/.

EVANGELIO

Dichosos ustedes… Ay de ustedes…

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 17. 20-26

En aquel tiempo, Jesús descendió del monte con sus discípulos y sus apóstoles y se detuvo en un llano. Allí se encontraba mucha gente, que había venido tanto de Judea y de Jerusalén, como de la costa de Tiro y de Sidón.

Mirando entonces a sus discípulos, Jesús les dijo: “Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Dichosos ustedes los que lloran ahora, porque al fin reirán.

Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas.

Pero, ¡ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ríen ahora, porque llorarán de pena! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que esta ofrenda, Señor, nos purifique y nos renueve, y se convierta en causa de recompensa eterna para quienes cumplimos tu voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 77, 29-30

El Señor colmó el deseo de su pueblo; no lo defraudó. Comieron y quedaron satisfechos.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Saciados, Señor, por este manjar celestial, te rogamos que nos hagas anhelar siempre este mismo sustento por el cual verdaderamente vivimos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Bendito quien confía en el Señor (Jr 17, 5-8)

1ª lectura

Con palabras muy parecidas a las del Salmo 1, el profeta ilustra la perdición a la que se ve arrastrado el hombre que confía en sí mismo, frente a la prosperidad del que se fía de Dios (vv. 5-8). Bien se pueden aplicar a la imagen del árbol plantado junto al agua (v. 8) las palabras del comentario de Santo el conservarse. Para ser plantado, es necesaria una tierra humedecida por las aguas, pues de otro modo se secaría; y por eso dice: que está plantado a las corrientes de las aguas, es decir, junto a las corrientes de las gracias: “El que cree en mí… de su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7). Y quien tenga sus raíces junto a esta agua fructificará haciendo buenas obras; y esto es lo que sigue: el cual dará su fruto. “Pero el fruto del espíritu es caridad, alegría, paz, y paciencia, generosidad, bondad, fidelidad”, etc., (Ga 5). (…) Y no se seca. Por el contrario, se conserva. Ciertos árboles se conservan en su substancia, pero no en sus hojas, pero otros se conservan también en sus hojas: así también los justos, (…) no serán abandonados por Dios ni siquiera en las obras más pequeñas y exteriores. “Pero los justos germinarán como una hoja verde” (Pr 11)» (Postilla super Psalmos 1,3).

Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe (1 Co 15, 12.16-20)

2ª lectura

Con su resurrección Cristo completa la obra de la Redención. Si muriendo en la cruz había vencido al pecado, era necesario que resucitase, venciendo así a la muerte, consecuencia del pecado (cfr Rm 5,12). «La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 651). Hay en estos versículos argumentos indirectos de la resurrección del Señor, señalando la situación absurda en que se encontrarían los cristianos si Jesucristo no hubiera resucitado: serían vanas la fe (vv. 14.17.18) y la esperanza (v. 19), los Apóstoles serían falsos testigos e inútil su predicación (vv. 14-15), todavía faltaría la redención de los pecados (v. 17). En resumen, los cristianos serían «los más miserables de todos los hombres» (v. 19).

Las bienaventuranzas (Lc 6, 17.20-26)

Evangelio

Se inicia aquí un discurso equivalente al Discurso de la Montaña de San Mateo (Mt 5,1 - 7,29), aunque éste es mucho más breve: 30 versículos frente a los 111 que ocupa el de Mateo. Ambos evangelistas recuerdan que los oyentes eran una multitud, aunque San Lucas lo sitúa en un lugar llano, tras descender del monte, y San Mateo, en una montaña (v. 17; cfr Mt 5,1). Es posible que en ese gesto el primer evangelista evocara la donación de la Ley que Dios hizo a su pueblo en el monte Sinaí (Ex 19,1ss.); en cambio, Lucas, al recordar que Jesús predicaba en lugares llanos y fácilmente accesibles a la muchedumbre, quiere poner de relieve la cercanía del Señor a la gente y el carácter universal de su enseñanza.

Como en otros lugares de los evangelios, las diferencias entre ellos no merman su historicidad, pues como enseña la Iglesia, estos escritos no son una transmitieron siempre datos auténticos y genuinos acerca de Jesús» (Conc. Vaticano II, Dei Verbum, n. 19). En este caso, de la comparación con Mt 5,1 - 7,29, podemos deducir la existencia de una fuente común a los dos evangelios — oral o, más probablemente, escrita — que recogió el recuerdo de una sesión de predicación importante de Jesús, cerca del Mar de Galilea.

Las nueve Bienaventuranzas del primer evangelio (cfr Mt 5,3 - 12 y nota) las resume Lucas en cuatro, pero acompañadas de cuatro antítesis o «ayes». En ambos casos, «la bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o en el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor» (Catecismo de la Iglesia Católica , n. 1723).

En Mateo, las Bienaventuranzas van expresadas en tercera persona del plural, mientras que en Lucas lo son en segunda, como dirigidas directamente a quienes las escuchan. Bienaventurado es el discípulo de Cristo que realmente es «pobre» (v. 20), que «ahora» (vv. 21.25) está en situación de indigencia y persecución, porque eso mismo es un signo de bendición. No hay que mirar las cosas desde la perspectiva del mundo, sino desde la perspectiva de Dios. Por eso, las Bienaventuranzas, aquí, no se orientan sólo a una actitud ante los bienes y ante las dificultades, sino a los hechos que manifiestan esa verdadera actitud del discípulo: «Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden parecer a primera vista contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque — hecha de cosas concretas — , que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas. (…) Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades» (San Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 110).

En San Lucas, que es el evangelio que recoge más veces la palabra «bienaventurado», el modelo de la bienaventuranza es la Virgen María (1,45.48; 11,27.28), espejo también para el discípulo de Cristo: «Bienaventurada el alma de la Virgen que, guiada por el magisterio del Espíritu que habitaba en Ella, se sometía siempre y en todo a las exigencias de la Palabra de Dios. Ella no se dejaba llevar por su propio instinto o juicio, sino que su actuación exterior correspondía siempre a las insinuaciones internas de la sabiduría que nace de la fe. Convenía, en efecto, que la sabiduría divina, que se iba edificando la casa de la Iglesia para habitar en Ella, se valiera de María Santísima para lograr la observancia de la ley, la purificación de la mente, la justa medida de la humildad y el sacrificio espiritual. Imítala tú, alma fiel. Entra en el templo de tu corazón, si quieres alcanzar la purificación espiritual y la limpieza de todo contagio de pecado» (S. Lorenzo Justiniani, Sermo 10 in festivitate Purificationis).

En las palabras del Señor se encierra una profunda verdad: el cristiano tiene que seguir el camino de Cristo y ese camino no transcurre entre riquezas o abundancia, ni entre consuelos mundanos o alabanzas. El camino de Cristo fue de afrentas (cfr 18,32; 22,63; 23.11.36; etc.) y el del cristiano no puede ser de otro modo. Así lo recordaron los Apóstoles: «Que ninguno de vosotros tenga que sufrir por ser homicida, ladrón, malhechor o entrometido en lo ajeno; pero si es por ser cristiano, que no se avergüence, sino que glorifique a Dios por llevar este nombre» (1 P 4,15 - 16). Así lo entendieron también los primeros cristianos ante las tribulaciones: «Lo único que para mí habéis de pedir es que tenga fortaleza interior y exterior, para que no sólo hable, sino que esté también interiormente decidido, a fin de que sea cristiano no sólo de nombre, sino también de hecho. Si me porto como cristiano, tendré también derecho a este nombre y, entonces, seré de verdad fiel a Cristo, cuando haya desaparecido ya del mundo. (…) Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma» (S. Ignacio de Antioquía, Ad Romanos 5,2).

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PADRES DE LA IGLESIA – Catena Aurea

San Basilio: «No puede llamarse bienaventurado a todo el que es afligido por la pobreza, sino solamente al que prefiere el precepto de Jesucristo a las riquezas mundanas. Hay muchos pobres de bienes, pero que son muy avaros por el afecto; a éstos no los salva la pobreza, pero los condena su deseo. Ninguna cosa que no sea voluntaria aprovecha para la salvación, por la sencilla razón de que toda virtud está basada en el libre albedrío. Es bienaventurado el pobre que imita a Jesucristo, quien quiso sufrir la pobreza por nuestro bien; porque el mismo Señor todo lo hacía para manifestarse como nuestro modelo y podernos conducir a la eterna salvación».

San Cirilo: «Sigue a la pobreza, no sólo la falta de las cosas deleitables, sino también la depresión del semblante por la tristeza. Por lo que sigue: “Bienaventurados los que lloráis”. Considera como bienaventurados, no precisamente a los que derraman lágrimas —porque esto es propio de todos, tanto fieles como infieles, cuando experimentan alguna contrariedad— sino solamente a aquellos que hacen una vida mortificada, se preservan de los vicios y de las afecciones carnales».

San Beda: «Es bienaventurado el que por las riquezas de la herencia celestial, por el pan de la vida eterna, por la esperanza de las alegrías celestiales, desea sufrir el llanto, el hambre y la pobreza, y aun mucho más bienaventurado aquel que no teme guardar estas virtudes en medio de la adversidad. Por ello sigue: “Seréis bienaventurados, cuando os aborreciesen los hombres”. Aun cuando aborrezcan los hombres con un corazón malvado, no pueden hacer daño al que es amado por Cristo. Prosigue: “Y cuando os apartaren de sí, apartarán también al Hijo del hombre”. Porque Él resucita para sí a los que mueren con Él, y les hace descansar en la eterna bienaventuranza. Prosigue: “Y cuando desecharen vuestro nombre como malo”. En esto se refiere al nombre de cristiano, que fue tan ultrajado por los judíos y por los gentiles, cuantas veces se acordaron de Él, y también fue despreciado por los hombres, sin que para ello hubiese otro motivo que el odio que tenían al Hijo de Dios, a saber, porque los fieles quisieron tomar su nombre de Cristo. Luego enseña que habrán de ser perseguidos por los hombres, pero que serán bienaventurados, como más que hombres. De aquí prosigue: “Gozaos en aquel día y regocijaos: porque vuestro galardón grande es en el Cielo”».

San Beda: «Los que dicen la verdad son ordinariamente perseguidos; no obstante, los antiguos profetas no dejaban de predicar la verdad por temor a la persecución».

San Ambrosio: «Aun cuando en la abundancia de las riquezas hay muchos alicientes para pecar, también hay muchos medios para practicar la virtud. Aunque la virtud no necesita opulencia, y la largueza del pobre es más laudable que la liberalidad del rico, sin embargo, la autoridad de la sentencia celeste no condena a los que tienen riquezas, sino a los que no saben usar de ellas. Porque, así como el pobre es tanto más laudable cuanto más pronto es el afecto con que da, así es tanto más culpable el rico que tarda en dar gracias a Dios por lo que ha recibido, y se reserva sin utilidad la fortuna que le ha sido dada para el uso de todos. Luego no es la fortuna, sino el afecto a la fortuna, el que es criminal; y aunque no hay mayor tormento que amontonar con inquietud lo que ha de aprovechar a los herederos, sin embargo, como los deseos de amontonar de la avaricia se alimentan de cierta complacencia, los que tienen el consuelo de la vida presente pierden el premio eterno».

San Beda: «Si son bienaventurados aquellos que tienen hambre de obras justas, deben por el contrario considerarse como desgraciados aquellos que, satisfaciendo todos sus deseos, no padecen hambre del verdadero bien».

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FRANCISCO – Ángelus 2019 - Homilía del 24.V.18 y Ex. Ap. Gaudete et Exultate, nn. 63-70

Ángelus 2019

Reconocer lo que realmente nos enriquece

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (cf. Lc 6, 17-20-26) nos presenta las Bienaventuranzas en la versión de San Lucas. El texto está articulado en cuatro Bienaventuranzas y cuatro admoniciones formuladas con la expresión “¡ay de vosotros!”. Con estas palabras, fuertes e incisivas, Jesús nos abre los ojos, nos hace ver con su mirada, más allá de las apariencias, más allá de la superficie, y nos enseña a discernir las situaciones con la fe.

Jesús declara bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los afligidos, a los perseguidos; y amonesta a los ricos, saciados, que ríen y son aclamados por la gente. La razón de esta bienaventuranza paradójica radica en el hecho de que Dios está cerca de los que sufren e interviene para liberarlos de su esclavitud; Jesús lo ve, ya ve la bienaventuranza más allá de la realidad negativa. E igualmente, el “¡ay de vosotros!”, dirigido a quienes hoy se divierten sirve para “despertarlos” del peligroso engaño del egoísmo y abrirlos a la lógica del amor, mientras estén a tiempo de hacerlo.

La página del Evangelio de hoy nos invita, pues, a reflexionar sobre el profundo significado de tener fe, que consiste en fiarnos totalmente del Señor. Se trata de derribar los ídolos mundanos para abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo él puede dar a nuestra existencia esa plenitud tan deseada y sin embargo tan difícil de alcanzar. Hermanos y hermanas, hay muchos, también en nuestros días, que se presentan como dispensadores de felicidad: vienen y prometen éxito en poco tiempo, grandes ganancias al alcance de la mano, soluciones mágicas para cada problema, etc. Y aquí es fácil caer sin darse cuenta en el pecado contra el primer mandamiento: es decir, la idolatría, reemplazando a Dios con un ídolo. ¡La idolatría y los ídolos parecen cosas de otros tiempos, pero en realidad son de todos los tiempos! También de hoy. Describen algunas actitudes contemporáneas mejor que muchos análisis sociológicos.

Por eso Jesús abre nuestros ojos a la realidad. Estamos llamados a la felicidad, a ser bienaventurados, y lo somos desde el momento en que nos ponemos de la parte de Dios, de su Reino, de la parte de lo que no es efímero, sino que perdura para la vida eterna. Nos alegramos si nos reconocemos necesitados ante Dios, y esto es muy importante: “Señor, te necesito”, y si como Él y con Él estamos cerca de los pobres, de los afligidos y de los hambrientos. Nosotros también lo somos ante Dios: somos pobres, afligidos, tenemos hambre ante Dios. Somos capaces de alegría cada vez que, poseyendo los bienes de este mundo, no los convertimos en ídolos a los que vender nuestra alma, sino que somos capaces de compartirlos con nuestros hermanos. Hoy, la liturgia nos invita una vez más a cuestionarnos y a hacer la verdad en nuestros corazones.

Las Bienaventuranzas de Jesús son un mensaje decisivo, que nos empuja a no depositar nuestra confianza en las cosas materiales y pasajeras, a no buscar la felicidad siguiendo a los vendedores de humo —que tantas veces son vendedores de muerte—, a los profesionales de la ilusión. No hay que seguirlos, porque son incapaces de darnos esperanza. El Señor nos ayuda a abrir los ojos, a adquirir una visión más penetrante de la realidad, a curarnos de la miopía crónica que el espíritu mundano nos contagia. Con su palabra paradójica nos sacude y nos hace reconocer lo que realmente nos enriquece, nos satisface, nos da alegría y dignidad. En resumen, lo que realmente da sentido y plenitud a nuestras vidas. ¡Qué la Virgen María nos ayude a escuchar este Evangelio con una mente y un corazón abiertos, para que dé fruto en nuestras vidas y seamos testigos de la felicidad que no defrauda, la de Dios que nunca defrauda!

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Homilía del 24.V.18

Esclavos de las riquezas

La epístola de Santiago (5,1-6), dice: “el jornal defraudado a los obreros (…) está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor”. Y yo repito lo que dice el apóstol a los ricos, no con medias palabras, sino diciendo las cosas con fuerza: “Vuestra riqueza está corrompida”. Y Jesús no dijo menos: “¡Ay de vosotros los ricos!”, en la primera invectiva después de las Bienaventuranzas en la versión de Lucas (6,24). “¡Ay de vosotros los ricos!”. Si uno hiciese hoy una homilía así, en los periódicos del día siguiente dirían: “¡Ese cura es comunista!”. ¡La pobreza está en el centro del Evangelio! La predicación sobre la pobreza está en el centro de la predicación de Jesús: “Bienaventurados los pobres” es la primera Bienaventuranza (Mt 5,3). Y el carnet de identidad con el que se presenta Jesús al volver a su pueblo, Nazaret, en la sinagoga, es: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres” (Lc 4,18). Pero siempre, en la historia, hemos tenido la debilidad de intentar eliminar esa predicación sobre la pobreza, creyendo que es algo social, político. ¡No! Es Evangelio puro, es Evangelio puro.

¿Por qué una predicación tan dura? Porque las riquezas son una idolatría, son capaces de seducción. Jesús mismo dice que “nadie puede servir a dos señores” (Mt 6,24): ¡o sirves a Dios o sirves a las riquezas! Da categoría de ‘señor’ a las riquezas, es decir, la riqueza te agarra y no te suelta, yendo contra el primer mandamiento: amar a Dios con todo el corazón. Además, las riquezas van también contra el segundo mandamiento, porque destruyen el trato armonioso entre los hombres, arruinan la vida, arruinan el alma. Acordaos de la parábola del rico Epulón –que solo pensaba en la buena vida, fiestas y vestidos lujosos– y del pobre Lázaro, que no tenía nada. Las riquezas nos quitan la armonía con los hermanos, el amor al prójimo, y nos vuelven egoístas. Santiago reclama el salario de los trabajadores que han cosechado en las tierras de los ricos y que no han sido pagados: alguno podrá confundir al apóstol Santiago con un sindicalista. Sin embargo, es el apóstol que habla bajo la inspiración del Espíritu Santo. Parece algo de hoy. También aquí, en Italia, para salvar los grandes capitales, se deja a la gente sin trabajo. Eso va contra el segundo mandamiento, y quien hace eso: “¡Ay de vosotros!”. No lo digo yo, sino Jesús. Ay de vosotros que abusáis de la gente, que explotáis el trabajo, que pagáis en negro, que no pagáis la aportación a las pensiones, que no dais vacaciones. ¡Ay de vosotros! Hacer ‘descuentos’, hacer trampas sobre lo que se debe pagar, sobre el salario, es pecado, es pecado. “No, padre, yo voy a Misa todos los domingos y voy a aquella asociación católica y soy muy católico y hago la novena de…”. ¿Pero no pagas? Esa injusticia es pecado mortal. No estás en gracia de Dios. No lo digo yo, lo dice Jesús, lo dice el apóstol Santiago. Por eso, las riquezas te alejan del segundo mandamiento, del amor al prójimo.

Las riquezas tienen la capacidad de hacerte esclavo. Por eso, animo a hacer un poco más de oración y un poco más de penitencia, no a los pobres sino a los ricos. No eres libre ante las riquezas. Para serlo, debes tomar distancia y rezar al Señor. Si el Señor te ha dado riquezas es para darlas a los demás, para hacer en su nombre tantas cosas buenas por los demás. Pero las riquezas tienen esa capacidad de seducirnos, y si caemos en esa seducción, somos esclavos de las riquezas.

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Ex. Ap. Gaudete et exultate, nn. 63-70

A LA LUZ DEL MAESTRO

63. Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y distinciones. Esa reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las palabras de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas[1]. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.

64. La palabra «feliz» o «bienaventurado», pasa a ser sinónimo de «santo», porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha.

A contracorriente

65. Aunque las palabras de Jesús puedan parecernos poéticas, sin embargo, van muy a contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida. Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al contrario, ya que solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo.

66. Volvamos a escuchar a Jesús, con todo el amor y el respeto que merece el Maestro. Permitámosle que nos golpee con sus palabras, que nos desafíe, que nos interpele a un cambio real de vida. De otro modo, la santidad será solo palabras. Recordamos ahora las distintas bienaventuranzas en la versión del evangelio de Mateo (cf. Mt 5,3-12)[2].

«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»

67. El Evangelio nos invita a reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde colocamos la seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo el sentido de su vida en la tierra se desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del rico insensato, de ese hombre seguro que, como necio, no pensaba que podría morir ese mismo día (cf. Lc 12,16-21).

68. Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad.

69. Esta pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior: «Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás»[3].

70. Lucas no habla de una pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a secas (cf. Lc 6,20), y así nos invita también a una existencia austera y despojada. De ese modo, nos convoca a compartir la vida de los más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva a configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).

Ser pobre en el corazón, esto es santidad.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2010

Bienaventuranzas y justicia divina

Queridos hermanos y hermanas,

el año litúrgico es un gran camino de fe, que la Iglesia realiza siempre precedida por la Virgen Madre María. En los domingos del Tiempo Ordinario, este itinerario está marcado este año por la lectura del Evangelio de Lucas, que hoy nos acompaña “en un paraje llano” (Lc 6,17), donde Jesús se detiene con los Doce y donde se reúne una muchedumbre de otros discípulos y de gente venida de todas partes para escucharlo. En este marco se coloca el anuncio de las “bienaventuranza” (Lc 6,20-26; cfr Mt 5,1-12). Jesús, alzados los ojos hacia sus discípulos, dice: Dichosos vosotros, los pobres... dichosos vosotros, que tenéis hambre... dichosos vosotros, que lloráis... dichosos vosotros, cuando los hombres... despreciarán vuestro nombre” por mi causa. ¿Por qué los proclama dichosos? Porque la justicia de Dios hará que estos sean saciados, alegrados, resarcidos de toda falsa acusación, en una palabra, porque les acoge desde ahora en su reino. Las bienaventuranzas se basan en el hecho de que existe una justicia divina, que ensalza a quien ha estado humillado y que abaja a quien se ha ensalzado (cfr Lc 14,11). De hecho, el evangelista Lucas, después de los cuatro “dichosos vosotros”, añade cuatro admoniciones: “ay de vosotros, los ricos... ay de vosotros, que estáis saciados... ay de vosotros, que reís” y “ay, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros”, porque, como afirma Jesús, las cosas se invertirán, los últimos serán primeros y los primeros últimos” (cfr Lc 13,30).

Esta justicia y esta bienaventuranza se realizan en el “Reino de los cielos” o “Reino de Dios”, que tendrá su cumplimiento al final de los tiempos pero que está ya presente en la historia. Donde los pobres son consolados y admitidos al banquete de la vida, allí se manifiesta la justicia de Dios. Ésta es la tarea que los discípulos del Señor están llamados a llevar a cabo también en la sociedad actual. Pienso en la realidad del Albergue de la Caritas Romana en la Estación Termini, que esta mañana he visitado: de corazón animo a cuantos operan en esta benemérita institución y a cuantos, en todas partes del mundo, se empeñan gratuitamente en obras similares de justicia y de amor.

Al tema de la justicia he dedicado este año el Mensaje de la Cuaresma, que iniciará el próximo miércoles, llamado de Ceniza. Hoy deseo, por tanto, entregarlo idealmente a todos, invitando a leerlo y a meditarlo. El Evangelio de Cristo responde positivamente a la sed de justicia del hombre, pero de modo inesperado y sorprendente. Jesús no propone una revolución de tipo social y político, sino la del amor, que ya ha realizado con su Cruz y su Resurrección. Sobre ella se fundan las Bienaventuranzas, que proponen el nuevo horizonte de justicia, inaugurado por la Pascua, gracias al cual podemos ser justos y construir un mundo mejor.

Queridos amigos, dirijámonos ahora a la Virgen María. Todas las generaciones la proclaman “beata”, porque ha creído en la buena noticia que el Señor ha anunciado (cfr Lc 1,45.48). Dejémonos guiar por Ella en el camino de la Cuaresma, para ser liberados de la ilusión de la autosuficiencia, reconocer que tenemos necesidad de Dios, de su misericordia, y entrar así en su Reino de justicia, de amor y de paz.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La esperanza cristiana se desarrolla en el anuncio de las Bienaventuranzas

1820. La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra... “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

La pobreza de corazón; el Señor se entristece por los ricos

2544. Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone “renunciar a todos sus bienes” (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio (cf Mc 8, 35). Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

2545. “Todos los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto” (LG 42).

2546. “Bienaventurados los pobres en el espíritu” (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino (Lc 6, 20)

«El Verbo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo pobre por nosotros” (2 Co 8, 9)» (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 1).

2547. El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes (cf Lc 6, 24). “El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los cielos” (San Agustín, De sermone Domini in monte, 1, 1, 3). El abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6, 25-34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.

La esperanza en la Resurrección

655. Por último, la Resurrección de Cristo —y el propio Cristo resucitado— es principio y fuente de nuestra resurrección futura: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron [...] del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos “saborean [...] los prodigios del mundo futuro” (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).

989. Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

«Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

990. El término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La “resurrección de la carne” significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros “cuerpos mortales” (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

991. Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano, De resurrectione mortuorum 1, 1):

«¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe [...] ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1 Co 15, 12-14. 20).

1002. Si es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día”, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:

«Sepultados con él en el Bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos [...] Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 2, 12; 3, 1).

1003. Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece “escondida [...] con Cristo en Dios” (Col 3, 3) “Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos “manifestaremos con él llenos de gloria” (Col 3, 4).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¡Dichosos los pobres! ¡Ay de vosotros los ricos!

La página del Evangelio de este Domingo, las Bienaventuranzas, nos permite confirmar algunas cosas que hemos dicho, hace dos Domingos, sobre la historicidad de los Evangelios. Decíamos en aquella ocasión que, al referir las palabras de Jesús, cada uno de los cuatro evangelistas, sin traicionar su sentido fundamental, ha desarrollado más un aspecto que otro, adaptándose a las exigencias de la comunidad a la que escribían.

Mientras Mateo describe ocho Bienaventuranzas pronunciadas por Jesús, Lucas relata sólo cuatro. Sin embargo, en compensación, Lucas refuerza las cuatro Bienaventuranzas oponiéndoles a cada una de ellas una correspondiente maldición, introducida por un «ay». Aún más, mientras que el discurso de Mateo es indirecto: «Dichosos los pobres... porque de ellos» (5, 3), el de Lucas es directo: «Dichosos los pobres, porque vuestro...». Mateo acentúa la pobreza espiritual («Dichosos los pobres de espíritu»), Lucas acentúa la pobreza material («Dichosos los pobres, porque vuestro...»).

Pero, son detalles que, como se ve, no cambian mínimamente la sustancia de las cosas. Cada uno de los dos evangelistas, con su modo particular de describir la enseñanza de Jesús, ilustra un aspecto nuevo, que de otra manera hubiera permanecido en la oscuridad. Lucas es menos completo en el número de la Bienaventuranzas; pero, recoge perfectamente, lo veremos de inmediato, el significado de fondo.

Cuando se habla de las Bienaventuranzas el pensamiento va enseguida a la primera de ellas: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios». Pero, en realidad, el horizonte es mucho más amplio. Jesús esboza en esta página dos modos de concebir la vida: o «por el reino de Dios» o «para la propia consolación»; esto es, en función exclusivamente de esta vida o en función también de la vida eterna. Esto es lo que explica el esquema de Lucas: «Dichosos vosotros... — Ay de vosotros…»:

«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios... Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo».

Dos condiciones, dos mundos. A la categoría de los dichosos pertenecen los pobres, los que tienen hambre, los que ahora lloran y los que por el Evangelio son perseguidos y puestos aparte. A la clase de los desventurados pertenecen los ricos, los saciados, los que ahora ríen y de los que todo el mundo habla bien.

Jesús no canoniza sencillamente a todos los pobres, a los que tienen hambre, a los que lloran y son perseguidos, al igual como no condena directamente a todos los ricos, a los saciados, a los que ríen y son aplaudidos. La distinción es más profunda; se trata de saber en qué funda uno la propia seguridad, en qué terreno está construyendo el edificio de su vida: si en lo que pasa o en lo que no pasa. La clave admirable para entender la página de las Bienaventuranzas se encuentra en la primera lectura, en donde Jeremías dice:

«Maldito quien confía en el hombre... Será como un cardo en la estepa. Bendito quien confía en el Señor... Será un árbol plantado junto al agua».

El cardo es un arbusto estéril y de ningún valor, que crece en lugares áridos; el árbol que crece junto al agua produce, por el contrario, flores y frutos en abundancia. Por lo tanto, debemos buscar el poder entender qué significa vivir en la propia confianza o, como decía Jeremías, poniendo de nuevo la seguridad en el hombre y qué significa vivir por el reino de Dios o poniendo la confianza de nuevo en Dios.

Imaginemos nuestra vida como encerrada en un círculo y veamos, ante todo, cómo se presenta la vida de uno que vive para su propia confianza. En el centro del círculo hay un pequeño trono y sobre este trono está escrito «YO» (todo en mayúsculas, porque este yo se da mucha importancia a sí mismo). Junto al centro imaginemos unos pequeños puntos. Son las personas y las cosas, que nos resultan simpáticas; las cosas que satisfacen nuestras pasiones. El nombre a darles a estos pequeños puntos varía para cada uno de nosotros. Pueden ser el hobby que uno cultiva: la discoteca, el bar, el estadio, los video juegos y, sobre todo, el dinero. Lejos, en la periferia o hasta fuera del círculo, imaginemos ahora otros pequeños puntos. Son las personas y los deberes, que no nos gustan, y que por ello tenemos a distancia o dejamos sistemáticamente para otro tiempo, aunque sería nuestro deber darles a ellos la prioridad sobre todo. En este primer cuadro todo está regulado, no por el sentido del deber y de la importancia objetiva de las cosas, sino por el capricho, por el placer o por las cosas de las que estamos obsesionados. Este modo de vivir no perjudica sólo para la vida eterna, sino también para la vida presente, para la salud, para la familia.

Imaginemos, de nuevo, un segundo círculo, que representa el otro modo de plantear la vida. También aquí, hay un centro y en el centro un pequeño trono; en el trono una persona. Pero, ya no es más el señor «YO» sino el señor «DIOS». ¡Una sola letra distingue, en italiano, a los dos sujetos; pero, ¡qué diferencia infinita! Nótese el juego de letras, del que se habla: el sujeto castellano «yo» en italiano es «io» y Dios en italiano es «Dio». También aquí, los pequeños puntos, sin embargo, no están de forma confusa o según capricho sino más o menos cercanos al centro, según su real importancia. Un pequeño punto representará a la familia, otro el trabajo o el estudio para un estudiante, otro la amistad a cultivar, otro la lectura o la escucha de la palabra de Dios, otro la oración, otro el reposo y la distracción, etc. Todos, sin embargo, en el puesto debido. Ésta es una vida «ordenada» y no «desordenada».

Jesús ha explicado con una parábola por qué es necesario lo antes posible pasar del primero al segundo de estos dos modos de vivir. Dos hombres, dice, construyeron una casa cada uno. Uno lo hizo sobre la arena y el otro sobre la roca (cfr. Mateo 7,24-27). El que construyó su casa sobre la arena se cansó menos; no tuvo que excavar hasta alcanzar el estrato de roca. Pero, ¿qué sucedió? Soplaron los vientos, se desbordaron los ríos: la casa construida sobre la arena se derrumbó y la que estaba sobre roca permaneció en pie. También, vivir exclusivamente para sí mismo y para las propias comodidades, es por el momento más fácil y más divertido; pero, basta una enfermedad, un revés de la fortuna, para que nos demos cuenta que hemos construido también nosotros sobre arena.

Creo haber utilizado ya en una ocasión la historia de los dos mulos; pero, no importa; la volvemos a explicar porque aquí nos va bien. Dos mulos volvían del mercado, seguidos a pie por su amo. Uno estaba atiborrado de esponjas y el otro de sal. El cargado de sal avanzaba fatigosamente, lleno de sudor, a causa del peso de la sal; el que llevaba las esponjas, trotaba ligeramente y tomaba a risa al desdichado compañero. Llegan a un río; ambos entran en el agua; y ¿qué sucede? El cargado de esponjas comienza a sentirse siempre cada vez más agobiado, hasta que se ahoga bajo el peso de las esponjas, que se han rellenado de agua; el cargado de sal se siente cada vez más ligero, porque el agua va disolviendo la sal, hasta que con un brinco está a buen seguro sobre la otra orilla, libre de todo peso.

Supongamos que una persona se hubiese entrecruzado con aquella comitiva antes de alcanzar el río y hubiese exclamado dirigiéndose al mulo cargado de sal: «¡Dichoso tú que estás fatigado y gimes!»; y, entonces, dirigiéndose al otro mulo, hubiese dicho: «¡ Desventurado tú que ríes y te diviertes!» Un observador externo habría dicho que aquello era un insulto o una tomadura de pelo. El hecho es que, yendo hacia la dirección del río, aquel hombre sabía qué les esperaba a los dos. También, Jesús sabe qué tenemos por delante y por eso dice: «Dichosos los pobres... Ay de vosotros los ricos».

La página de hoy del Evangelio es, en verdad, una espada de doble filo: separa y traza dos destinos diametralmente opuestos. Es como el meridiano de Greenwich, que divide el este del oeste del mundo. Pero, por suerte, con una diferencia esencial. El meridiano de Greenwich está fijo: las tierras que están al este no pueden pasar al oeste, como también es fijo el ecuador, que divide el sur pobre del mundo del norte rico y opulento.

La línea, que divide en nuestro Evangelio a los «dichosos o bienaventurados» de los «desventurados», no es así; es una barrera móvil, muy traspasable. No sólo se puede pasar de un sector a otro, sino que toda esta página del Evangelio ha sido inspirada por Jesús para invitarnos e involucrarnos a pasar de una a la otra parte o esfera. j Su invitación no lo es para llegar a ser pobres sino para llegar a ser ricos! «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios...» Pensad un poco: en los pobres, que desean poseer un reino, Y ¡ya lo poseen! Quienes deciden entrar en este reino son efectivamente ya desde ahora hijos de Dios, son libres, son hermanos, están llenos de esperanza de inmortalidad. ¿Quién no pretendería ser pobre de este modo?

En términos más accesibles al hombre de hoy, el «reino» que Jesús promete es, ante todo, el reino de sí mismo, un «poseer la propia vida», esto es, saber por qué se está en el mundo, que es la cosa de la que tenemos más necesidad, después del pan de cada día. Un periodista inglés, que se declara no creyente, ha escrito un artículo titulado: La vida es un gran enigma y no hay bastante tiempo, desgraciadamente, para descubrir su sentido. Decía entre otras cosas: «¿Tendré tiempo, antes de morir, de descubrir por qué he nacido? Todavía no he conseguido responder a la pregunta y por cuántos años puedo tenerla ante mí; ciertamente, son menos que los años que ya tengo detrás. No puedo creer que he nacido por casualidad y, si no he nacido por casualidad, debe haber un sentido. Países como el nuestro están llenos de gente que tienen todas las comodidades. Y, sin embargo, viven una vida de tranquilidad o, según los casos, de violenta desesperación. Todo lo que saben es que hay un vacío dentro de ellos; y por muchas comidas, bebidas, automóviles o televisores que establezcan para sí, por cuantos hermosos hijos y amigos leales pongan como muestra sobre el borde de este pozo, aquel vacío continúa sintiéndose».

Yo creo que el Evangelio nos ofrece algo con lo que rellenar aquel «vacío» e infinitas son las personas que lo han conseguido y cotidianamente hacen la experiencia de ello. Sería peligroso rechazar su respuesta, sin procurarse la pena ni siquiera de examinarla.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Arriesgarse a dar la vida por Cristo

La Divina Providencia se derrama sobre los humildes, los que dejan todo para seguir a Cristo y se abandonan en las manos de su Padre.

Él derrama sus bienaventuranzas sobre los que lo aman. Derrama su Espíritu Santo y su gracia en esta vida, y les da la vida eterna.

Compórtate como verdadero hijo, porque lo eres. Él es verdadero Padre. Su ternura desborda por sus hijos, especialmente los más humildes, los que se sienten necesitados de Él, y le piden y se comportan de acuerdo a lo que Él les dice.

Tu dicha está en que Dios te amó primero. Jesús se adelanta siempre. Tú solo correspondes a su amor.

Seguirlo es arriesgado, porque te confronta con tus propios sentimientos cuando eres rechazado y perseguido por su causa, por ser tratado igual que lo trataron a Él. Pero vale la pena, porque el Reino de los Cielos es de los que se arriesgan a dar la vida por Cristo. Dichoso seas por seguir a Cristo, porque te llevará con Él al Paraíso.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Las bienaventuranzas: dos sabidurías enfrentadas

No hace falta un esfuerzo muy grande para comprender cuál es el anuncio central que la liturgia quiere hacernos meditar en este domingo; está encerrado en una antítesis que recorre toda la liturgia de la palabra de hoy. En la primera lectura, Jeremías: ¡Maldito el hombre que confía en el hombre... Bendito el hombre que confía en el Señor! Salmo responsorial: Feliz el hombre que pone su esperanza en el Señor...No así el impío cuyo camino lleva a la ruina; Evangelio: Felices los pobres... pero ay de ustedes los ricos.

¿Quiénes son aquellos que la palabra de Dios proclama felices, y quiénes aquellos a los que declara pobres? Ateniéndonos a la letra de la expresión evangélica, los felices serían los pobres y los malditos los ricos. En nuestro lenguaje, equivaldría a decir que los felices son los que no tienen riquezas, ni prestigio y que no cuentan en la sociedad; los malditos, en cambio, los que tienen todo, que son poderosos y respetados a los ojos del mundo. Pero una contraposición tan simplista no explica todo el Evangelio y la postura de Jesús, el cual, por ejemplo, no desdeña a veces hablar con los ricos y hasta comer con ellos.

Para comprender más en profundidad el pensamiento de Jesús, es necesario confrontar las dos frases escuchadas, miembro por miembro: (a) Felices ustedes, los pobres, (b) porque el Reino de los cielos les pertenece (a) ay de ustedes los ricos, (b) porque ya tienen su consuelo.

El Señor invierte los conceptos de pobreza y riqueza; revela un tipo distinto de riqueza y un tipo distinto de pobreza, de modo que la bienaventuranza y el “ay” pueden ser parafraseados así: Felices ustedes los pobres, porque en realidad son ricos. Ay de ustedes los ricos, porque en realidad son pobres. Así demuestra haber comprendido la bienaventuranza de Jesús el apóstol Santiago cuando escribe: ¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Rei no que ha prometido a los que lo aman? (Sant. 2,5). La verdadera oposición no es, entonces, entre ricos y pobres, sino entre ricos frente al mundo y ricos frente a Dios.

El concepto que debe comprenderse, para entender el sentido de las bienaventuranzas, no es tanto, como vemos, el de pobres o ricos, cuanto el de pobreza y riqueza; más aún: el de Rei no de Dios, porque de la posesión o la privación de este último de pende el ser ricos o ser pobres.

¿Cuál es la verdadera riqueza que da bienaventuranza? Es el Reino de Dios: Felices ustedes los pobres porque de ustedes es el Reino de Dios. Pensar: ¡pobres que además tengan un Reino! ¡Y que lo posean ya ahora! El Reino está de hecho, desde ahora, a su disposición; pueden entrar en él y gozar ya de todos sus bienes y sus derechos. Es verdad que Jesús también habla en futuro de una gran recompensa que se tendrá sólo en los cielos (cf. Mt. 5,12), pero no es más que la conclusión y la manifestación de una posesión ya en acto aquí abajo. Los que están en este Reino son hijos de Dios, son libres, son hermanos, están llenos de una esperanza de inmortalidad, “salvarán sus vidas” (cf. Lc. 21.19, según la Vulgata), o sea, conocen su sentido, su destino y su valor (expresión bellísima: ¡salvar la propia existencia, no ser despojados de ella, vale decir, no ser alienados!) Esta es verdaderamente -como la llamaba san Francisco- una “Señora Pobreza”, es decir, una pobreza rica.

Las lecturas bíblicas nos ofrecen imágenes para comprender la situación de este hombre y en qué consiste su riqueza (aquí, sin embargo, es la liturgia de la Iglesia la que realiza los acercamientos y se convierte en nuestra maestra directa, enseñándonos a leer la palabra de Dios). Jeremías lo compara con un árbol plantado junto a un curso de agua, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme al calor, sus hojas se mantienen verdes y produce frutos. La imagen, repetida también en el Salmo responso rial, describe al hombre que plantó su vida en la fe en Dios, como en una fuente inagotable de consuelo y esperanza. Cuanto más ahondan en él sus raíces, es decir, cuanto más profundiza en su misterio y confía en él. más lozana es y más frutos da, incluso cuando a su alrededor hay sequía.

Jesús expresó la misma idea, usando un parangón aparentemente opuesto, cuando habló del hombre que construye su casa sobre la roca. Si la imagen de Jeremías y del Salmo responso rial expresaba la fecundidad de una vida basada en Dios, la imagen usada por Jesús pone en evidencia su estabilidad: resiste a los vientos y a las tormentas. ¿Qué riqueza y plenitud mayores que éstas es posible imaginar? Quien las posee es rico de la riqueza misma de Dios porque, a través del Reino, entró en alianza con Dios y Dios se ha convertido en “su” Dios, su “parte de herencia” (cf. Sal. 16, 2ssq.).

Si este es el pobre que Jesús proclama feliz, o sea, rico, ¿quién es el rico y el ahíto que Dios declara desdichado y al cual le grita su “ay”? Es el que sólo tiene “su consuelo” y está satisfecho con él; el que está ahíto de sí mismo, el que, como el rico Epulón, tuvo todos sus bienes aquí abajo y por eso corre el riesgo de permanecer indiferente frente al Reino de Dios y su justicia. Es el hombre espantosamente pobre que se cree rico sólo porque tiene bienes materiales, que tiene mucha servidumbre en su casa porque es sano, porque cuando pone los pies fuera de su casa la gente le abre paso y le hace reverencias o acaso lo envidia. Para él, valen las palabras terribles que leemos en el Apocalipsis, dirigidas a la Iglesia de Laodicea: Tú andas diciendo: Soy rico, estoy lleno de bienes y no me falta nada. Y no sabes que eres desdichado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo (Apoc. 3,17).

Jeremías nos proporcionó una imagen insuperable para comprender la situación real de este hombre (¡que podría ser perfectamente alguno de nosotros!); dice que es como un matorral en la estepa, o sea una planta árida y estéril, condenada a crecer en el desierto, en una tierra donde nadie puede vivir; dondequiera que echa sus raíces, encuentra arena seca. Jesús no se aparta mu cho de esta imagen cuando compara un hombre así con uno que construye su casa en la arena. La misma idea de aridez y de inestabilidad se encuentra en el Salmo responsorial que habla de un grano que el viento dispersa en el aire.

Son imágenes que tienen una comparación muy exacta con la realidad. El hombre que construye su vida, que proyecta su fu turo, todo y sólo en función de sí mismo y con sus medios, como si el Reino de Dios no existiera, es justamente alguien que construye en la arena: basta un aluvión, vale decir, un revés de la fortuna, o una enfermedad para que todas sus seguridades se desvanezcan y se encuentre sin fundamento con la cabeza descubierta en la tempestad. Pero, aunque esto no ocurra siempre y de inmediato, y aun prescindiendo de la posibilidad de aquel grito en la noche: Insensato, esta misma noche vas a morir, ¿Y para quién será lo que has amontonado? (Lc. 12.20), sigue siendo cierto que su vida, totalmente basada en el egoísmo y el provecho propio, cerrada a la necesidad ajena, será árida como una plantita en el desierto; será impermeable a los afectos más sinceros, pobre de amor y por eso evitada por los demás (la casa del avaro y del egoísta rara vez retumba con los pasos de los amigos). Conozco hijas de familias riquísimas que, no habiendo logrado casarse, no porque no quisieran o porque otros no quisieran, sino porque, objetivamente, no se lograba descubrir nunca si los pretendientes estaban enamorados de ellas o de su dote; cada acercamiento les parecía sospechoso: una verdadera trampa en la cual quedaron totalmente atrapadas.

Este es el retrato del natural de muchos hombres que se creen o a los que otros creen, ricos; es el retrato del hombre que sólo se tiene a sí mismo para amar y de quien complacerse; o sea casi nada. Es el rico al que Jesús lanza: “ay” y al que define como pobre. Su pobreza se mide, una vez más, por lo que pierde: Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí y no es rico a los ojos de Dios (Lc. 12,21).

La palabra de Dios de hoy es realmente esa “espada de doble hoja” que divide; traza como un muro divisorio sobre la humanidad: de un lado, los presuntos pobres que, en realidad, son ricos; del otro, los supuestos ricos que, en realidad, son pobres. Es una palabra que pone al desnudo lo que hay realmente debajo de los oropeles; es profética porque hace ver ya ahora las cosas como se verán en el final.

Y ahora pasemos a nosotros mismos y preguntémonos: ¿De qué lado estamos? ¿Estamos entre los que construyen su vida sobre sí mismos, o entre los que la construyen sobre el Reino de Dios? ¿Entre los que tienen confianza en el hombre, o entre los que tienen confianza en Dios? ¿Entre los que buscan primero el Reino de Dios y después todo lo demás, o entre los que buscan primero el resto —dinero, prestigio, satisfacción, pero sobre todo dinero— y después, o sea en la práctica casi nunca, el Reino de Dios? Si hay entre nosotros cristianos ricos de bienes terrestres; que estén atentos sobre todo y se planteen con mucha seriedad estos interrogantes que surgen del Evangelio; de hecho, ellos son los más expuestos a caer en la tentación de la autosuficiencia, a construir sobre sí mismos y a olvidar que hay un Reino de Dios.

Al final de esta lectura del discurso de las bienaventuranzas, nos damos cuenta de que lo importante no es el número de las bienaventuranzas, sino la identificación exacta de las categorías de bienaventurados (Mate o enumera ocho, Lucas cuatro), sino que lo importante es el contraste entre dos escalas de valores; más aún, entre dos sabidurías: la sabiduría del mundo que es insensatez, la insensatez evangélica que es la verdadera sabiduría. El discurso de las bienaventuranzas es la proclamación y la magna charla de la sabiduría de Jesús. Es un discurso comunitario, porque tiene como objetivo la construcción de la comunidad cristiana en la cual se vi ve y se manifiesta esta sabiduría de las bienaventuranzas. Acaso justamente por eso, Jesús —según Lucas— hizo este discurso in mediatamente después de haber elegido a los Doce: ellos saben ahora cómo debe ser la comunidad que son llamados a constituir ya guiar: una comunidad que debe dar testimonio de la bienaventuranza que hay en el ser ricos del Reino y de esperanza.

La riqueza de los pobres de Jesús. como oímos, está en el Reino de Dios. Este Reino está por venir ahora misteriosamente entre nosotros y a nosotros en la persona de Jesús que, partiéndonos su pan, se entrega a nosotros. Somos, en este momento, los pobres que obtienen el Reino; digamos entonces sin miedo:

El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz...

Estoy contento con mi herencia.

Por eso mi corazón se alegra,

se regocijan mis entrañas

y todo mi ser descansa seguro (Sal. 16,5-9).

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de Ntra. Sra. de Lourdes (13-II-1983)

- El apego a los bienes materiales

En la primera lectura el Profeta Jeremías nos presenta la imagen de un hombre a quien denomina “maldito”, y después otro, al que llama “bendito”.

Del mismo modo en el Evangelio de Lucas, escuchamos primero la palabra “bienaventurado”, y luego: “¡Ay de vosotros!”. También aquí hay contraposición evidente.

No podemos olvidar que el Evangelio emplea el duro “¡ay de vosotros!” refiriéndolo a la tradición del Antiguo Testamento. También nosotros debemos recibir esta severa palabra de la Buena Noticia y meditar en ella.

San Lucas escribe: “¡Ay de vosotros los ricos...”, “¡ay de vosotros los que estáis saciados!...”, “¡ay de los que ahora reís...”, “¡ay si todo el mundo habla bien de vosotros...!” (Lc 6,24-26).

¿Acaso significa esto que recibir elogios, reír, saciar el apetito o llegar a ser rico es algo malo y digno de condenación?

Parece que la respuesta a esta pregunta nos viene del Profeta Jeremías. Llama “maldito” al hombre que confía en el hombre y considera que su fuerza está en la carne, y “aparta el corazón del Señor” (Jer 17,5). Por tanto, el mal de que habla el Profeta y el Evangelista no reside en la riqueza en sí, ni en la satisfacción del apetito, ni en la alabanza humana. El mal al que se refiere el “¡ay de vosotros!” de San Lucas está en el apego exclusivo a unos u otros bienes temporales y, a la vez, en el alejamiento de Dios del corazón.

Lo que he dicho se refiere a la parte negativa de esta contraposición que evidencian las lecturas de la liturgia de hoy.

---Efectos del acercamiento a Dios

La parte positiva es más rica y está más explicitada.

El profeta Jeremías llama “bendito” el hombre que “confía en el Señor y en el Señor pone su confianza” (17,7).

El Profeta lo compara al árbol plantado junto a la corriente de agua, de modo que las raíces están siempre regadas y ello hace que tenga verdes las hojas incluso en la estación del calor. No cesa de dar fruto ni siquiera en tiempo de sequía (cfr. 17,8).

Casi la misma imagen del hombre “bienaventurado” se ve delineada en el primer Salmo: es “como un árbol/ plantado al borde de la acequia:/ da fruto en su sazón,/ y no se marchitan sus hojas;/ y cuanto emprende tiene buen fin” (v.3).

Un hombre así “no sigue el consejo de los impíos” ni “entra por la senda de los pecadores”, sino que “su gozo es la ley del Señor” y la “medita día y noche” (cf. vv.1-2).

Después de aludir a esta hermosa metáfora que se encuentra en el libro del Profeta Jeremías y en el primer Salmo, pasemos ahora a buscar la respuesta a la pregunta: ¿Qué es este torrente, esta agua vivificante donde el hombre justo y “bendito” ahonda sus raíces?

Como se deduce del Salmo, ésta es justamente la “ley del Señor”.

Pero continuando con la lectura de hoy del Evangelio de Lucas, podemos afirmar que el torrente vivificador es la Palabra de Dios, la Buena Noticia. Precisamente ésta encierra en sí el código de las bienaventuranzas que leemos en Lucas.

---Sentido positivo de las contrariedades

No escapa a nuestra atención el hecho de que el enunciado de cada una de estas bienaventuranzas está construido de modo significativo. Por ejemplo, “bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (6,20).

La primera habla de la vida temporal; la segunda, habla sobre todo del futuro eterno. La vida temporal está cargada de innumerables fatigas, padecimientos, o sea, de lo que el hombre suele llamar “el mal”: el mal de la pobreza, el mal del hambre, el mal que se manifiesta en lágrimas de sufrimiento, el mal de las persecuciones “por causa del Hijo del Hombre”.

Pero según hemos afirmado antes, el Señor Jesús nos advierte que un “bien” como la riqueza, saciedad, alabanzas y todo bien temporal puede ser “un mal” si aleja nuestro corazón de Dios. Y revela también que un “mal”, todos los males enumerados en el Evangelio de hoy, pueden tener significado salvífico, de bienaventuranza: puede resultar un “bien” si llevan nuestro corazón a Dios. En efecto, la pobreza, la privación, los sufrimientos, las persecuciones nos preparan a la intimidad eterna con Él y a participar de su reino.

Este es el código de las bienaventuranzas, núcleo mismo, por así decir, de la Buena Noticia. Esta es precisamente el “torrente” de agua viva en que ahonda las raíces el hombre justo a quien el Profeta Jeremías llama “bendito”.

Por ello San Pablo recuerda, en la segunda lectura de hoy, que “Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos” (1 Cor 15,20). Y a la vez nos invita a tener confianza en Cristo no sólo para esta vida temporal, sino para toda la eternidad (cf.1 Cor 15,19).

En realidad, la resurrección de Cristo es garantía de toda la Buena Noticia y seguridad de las bienaventuranzas evangélicas. El hombre que construye su vida sobre este cimiento “confía en el Señor y pone en el Señor su confianza” de verdad (Jer 17,7). La liturgia de hoy califica de “bienaventurado” a este hombre.

“Alegraos... y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Lc 6,23). Estas palabras resuenan en la liturgia de hoy y son espejo de sus ideas principales.

Nuestra Señora de Lourdes os recuerde incesantemente... estas palabras evangélicas, esta afirmación de Cristo: “Alegraos y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Maldito quien confía en el hombre y en la carne pone su fuerza, apartando su corazón del Señor... Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza”. Las Lecturas de hoy están unidas por una mima idea: el sano desprendimiento de los bienes de esta vida empleándolos como enseña S. Agustín: “con la templanza de quien los usa, no con el afán de quien pone en ellos el corazón”.

Hemos de pedir a Dios que sepamos usar de tal modo de los bienes presentes, con los que Él no deja de favorecernos, que merezcamos alcanzar los eternos. “Por muy brillantes que sean el sol, el cielo y las nubes, recordaba a sus fieles Newman, por muy verdes que estén las hojas de los campos; por muy dulce que sea el canto de los pájaros, sabemos que no todo está ahí y que no tomaremos la parte por el todo. Estas cosas proceden de un centro de amor y de bondad que es el mismo Dios; pero estas cosas no son su plenitud; hablan del cielo, pero no son el cielo; en cierto modo son solamente rayos extraviados, un débil reflejo, son migajas de la mesa”.

El desprendimiento cristiano no es un desprecio de los bienes de esta vida ni desafecto por las personas; es colocarse a la suficiente distancia de ellas para valorarlas en su justa medida, sin subestimarlas ni idolatrarlas. Es hacer realidad aquel consejo de Jesús: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6, 33); porque los atractivos de este mundo pasan” (1 Cor 7, 31).

Acostúmbrate, ya desde ahora, dice S. Josemaría Escrivá, a afrontar con alegría las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío, el calor, la privación de algo que consideras imprescindible, el no poder descansar como y cuando quieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la incomprensión, la deshonra....

¡Desprendimiento que lleve a moderar los gastos caprichosos o de pura ostentación, que son una afrenta para los que carecen de lo más elemental para vivir, empleando ese dinero en aliviar tanta necesidad! ¡Desprendimiento de la comodidad para estrujar bien las horas sin quejas egoístas cuando el trabajo pesa o se amontonan los contratiempos! Quien vive así, no anda deslumbrado por paraísos temporales que suponen un fraude para las aspiraciones humanas más hondas, sino que se abre a esa plenitud eterna con la que el corazón humano sueña y para la que fue creado por Dios.

 

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

Vida o muerte. ¡Bienaventurados! o ¡Malditos!

I. LA PALABRA DE DIOS

Jr 17,5-8: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor

Sal 1, 1-2.3.4 y 6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor

1 Co 15,12.16-20: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido

Lc 6, 17.20-26: Dichosos los pobres: ¡ay de vosotros, los ricos!

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan su vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostiene la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos» (1717).

«Las bienaventuranzas nos enseñan el fin último al que Dios llama: el Reino, la visión de Dios, la participación en la naturaleza divina, la vida eterna, la filiación, el descanso en Dios» (1726).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Sólo Dios sacia» (Sto. Tomás de Aquino) (1718).

«El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los hombres... y la notoriedad es otro..., el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo» (Newman) (1723).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

El profeta Jeremías y el Salmo 1 señalan los «dos caminos para la vida y la muerte del hombre: el de la confianza en Dios o en el hombre respectivamente».

El evangelista San Lucas recoge un discurso semejante al «sermón de la montaña» recogido por San Mateo, aunque más breve. Los dichos de Jesús abren una reflexión sobre la vida del cristiano, la vida moral que sigue el esquema de «los dos caminos».

San Pablo proclama que la fe en la resurrección de los muertos no se basa en razonamientos filosóficos sobre la inmortalidad sino que es consecuencia de la fe en la resurrección de Jesucristo.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

«Los dos caminos»: 1696.

El camino de la Bienaventuranza cristiana: 1716-1717.

La Bienaventuranza cristiana: 1718-1729.

La respuesta:

Las opciones morales: 1723-1724; 1728

C. Otras sugerencias

El «primer catecismo» o «Didajé» dice: «Hay dos caminos: uno de la vida y otro de la muerte; pero muy grande es la diferencia entre los dos caminos. El discurso que recoge el evangelista S. Lucas y que se va a proclamar en este y próximos domingos se inicia con cuatro bienaventuranzas del camino de la vida y cuatro lamentaciones del camino de la muerte».

El camino de la bienaventuranza no es otro que la vida de Cristo. Esa es la vida moral cristiana. Las «bienaventuranzas» lo expresan con plenitud.

La elección moral cristiana tiene hoy en el dinero y en el poder o «notoriedad» la tentación del camino de la muerte... y no sólo para los que ejercen cargos públicos.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Humildad personal y confianza en Dios

– Sólo quien es humilde puede confiar de verdad en el Señor.

I. Sé la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde se me salve..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa[4]. Él es la fortaleza y la seguridad en medio de tanta debilidad como encontramos a nuestro alrededor y en nosotros mismos; Él es el agarradero firme en cada momento, a cualquier edad y en toda circunstancia. Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza, nos dice el profeta Jeremías en la Primera lectura, será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto[5]. Por el contrario, es maldito quien, apartando su corazón del Señor, confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza. Su vida será estéril, como un cardo en la estepa.

Sé la roca de mi refugio, Señor: la humildad personal y la confianza en Dios van siempre juntas. Sólo el humilde busca su dicha y su fortaleza en el Señor. Uno de los motivos por los que los soberbios tratan de buscar alabanzas con avidez, de sobreestimarse a sí mismos y se resienten ante cualquier cosa que pueda rebajarles en su propia estima o en la de otros, es la falta de firmeza interior: no tienen más punto de apoyo ni más esperanzas de felicidad que ellos mismos. Por esto son, con mucha frecuencia, tan sensibles a la menor crítica, tan insistentes en salirse con la suya, tan deseosos de ser conocidos, tan ansiosos de consideraciones. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se agarra a una débil tabla, que no puede sostenerlo. Y sea lo que fuere lo que hayan logrado en la vida, siempre se encuentran inseguros, insatisfechos, sin paz. Un hombre así, sin humildad, sin confiar en su Padre Dios que le tiende continuamente sus brazos, habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita, como nos dice hoy la liturgia de la Misa. El soberbio se encuentra sin frutos, insatisfecho y sin la paz y felicidad verdaderas.

El cristiano tiene puesta en Dios su esperanza y, porque conoce y acepta su propia debilidad, no se fía mucho de lo propio. Sabe que en cualquier empresa deberá poner todos los medios humanos a su alcance, pero conoce bien que ante todo debe contar con su oración; y reconoce y acepta con alegría que todo lo que posee lo ha recibido de Dios. La humildad no consiste tanto en el propio desprecio -porque Dios no nos desprecia, somos obra salida de sus manos-, sino en el olvido de sí y en la preocupación sincera por los demás. Es la sencillez interior la que nos lleva a sentirnos hijos de Dios[6]. Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente[7]. En medio de nuestra debilidad -cualquiera que sea la forma en la que se presente- nos sentimos junto a Dios con una firmeza indestructible.

– El gran obstáculo de la soberbia. Manifestaciones.

II. Los mayores obstáculos que el alma encuentra para seguir a Cristo y para ayudar a otros tienen su origen en el desordenado amor de sí mismo, que lleva unas veces a sobrevalorar las propias fuerzas y, otras, al desánimo y al desaliento, al ver los propios fallos y defectos. La soberbia se manifiesta frecuentemente en un monólogo interior, en el que los propios intereses se agrandan o desorbitan; el yo sale siempre enaltecido. En la conversación, el orgullo conduce al hombre a hablar de sí mismo y de sus propios asuntos y a buscar la estimación a toda costa. Algunos se empeñan en mantener su propia opinión, con razón y sin ella; no dejan pasar cualquier descuido ajeno sin corregirlo, y hacen difícil la convivencia. La forma más vil de resaltar la propia valía es aquella en la que se busca desacreditar a otros; a los orgullosos no les gusta escuchar alabanzas de los demás y están prontos a descubrir las deficiencias de quienes sobresalen. Tal vez su nota más característica estriba en que no pueden sufrir la contradicción o la corrección[8].

Quien está lleno de orgullo parece no necesitar mucho de Dios en sus trabajos, en sus quehaceres, incluso en su misma lucha ascética, por mejorar; exagera sus cualidades personales, cerrando los ojos para no ver sus defectos, y termina por considerar como una gran cualidad lo que en realidad es una desviación del buen criterio: se persuade, por ejemplo, de tener un espíritu amplio y generoso porque hace poco caso de las menudas obligaciones de cada día, y se olvida de que para ser fiel en lo mucho es necesario serlo en lo poco. Y llega por ese camino a creerse superior, rebajando injustamente las cualidades de otros que le superan en muchas virtudes[9].

San Bernardo señala diferentes manifestaciones progresivas de la soberbia[10]: curiosidad -querer saberlo todo de todos-; frivolidad de espíritu, por falta de hondura en su oración y en su vida; alegría necia y fuera de lugar, que se alimenta frecuentemente de los defectos de otros, que ridiculiza; jactancia; afán de singularidad; arrogancia; presunción; no reconocer los propios fallos, aunque sean notorios; disimular las faltas en la Confesión...

El soberbio es poco amigo de conocer la auténtica realidad que anida en su corazón. Examinemos hoy en la oración si valoramos mucho la virtud de la humildad, si la pedimos al Señor con frecuencia, si nos sentimos constantemente necesitados de la ayuda de nuestro Padre Dios, en lo grande y en lo pequeño. Oh Dios -le decimos con el Salmista-, Tú eres mi Dios, te busco ansioso, en pos de Ti mi carne desfallece, tiene mi alma sed de Ti, como tierra seca, sedienta, sin agua[11]. Puede servirnos de jaculatoria para repetir a lo largo de este día.

– Ejercitarse en la virtud de la humildad.

III. El olvido de sí es una condición indispensable para la santidad: sólo entonces podemos mirar a Dios como a nuestro Bien absoluto, y tenemos capacidad para preocuparnos de los demás. Junto a la oración, que es el primer medio que debemos poner siempre, hemos de ejercitarnos en esta virtud de la humildad; y esto en nuestros quehaceres, en la vida familiar, cuando estamos solos..., siempre. Procuremos no estar excesivamente pendientes de las cosas personales; la salud, el descanso, si nos estiman y aprecian, si nos tienen en cuenta... Procuremos hablar tan poco como sea posible de nosotros mismos, de los propios asuntos, de aquello que nos dejaría en buen lugar; evitemos la curiosidad, el afán de conocerlo todo y mostrar que se conoce; aceptemos la contradicción sin impaciencia, sin malhumor, ofreciéndola con alegría al Señor; procuremos no insistir sobre la propia opinión a no ser que la verdad o la justicia lo requieran, y entonces empleemos la moderación, pero también la firmeza; pasemos por alto los errores de otros, disculpándolos, y ayudémosles con caridad delicada a superarlos; aceptemos la corrección, aunque nos parezca injusta; cedamos en ocasiones a la voluntad de otros cuando no esté implicado el deber o la caridad; procuremos evitar siempre la ostentación de cualidades, bienes materiales, conocimientos...; aceptemos ser menospreciados, olvidados, no consultados en aquella materia en la que nos consideramos con más ciencia o con más experiencia; no busquemos ser estimados y admirados, rectificando la intención ante las alabanzas y los elogios. Sí debemos buscar mayor prestigio profesional, pero por Dios, no por orgullo ni por sobresalir.

Creceremos sobre todo en esta virtud cuando nos humillen y lo llevemos con alegría por Cristo[12], nos alegremos en el desprecio, seamos pacientes con los propios defectos, nos esforcemos en gloriarnos de las flaquezas junto al Sagrario, donde iremos a pedirle al Señor que nos dé su gracia y no nos abandone, y reconozcamos una vez más que no hay nada bueno en nosotros que no venga de Él, que lo personal es precisamente el obstáculo, lo que estorba para que el Espíritu Santo nos llene con sus dones. Aprenderemos a ser humildes frecuentando el trato con Jesús y con María. La meditación frecuente de la Pasión nos llevará a contemplar la figura de Cristo humillado y maltratado hasta el extremo por nosotros; ahí se encenderá nuestro amor y un vivo deseo de imitarle.

El ejemplo de nuestra Madre Santa María, Ancilla Domini, Esclava del Señor, nos moverá a vivir la virtud de la humildad. A ella acudimos al terminar nuestra oración, pues “es, al mismo tiempo, una madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno materno; pídele que te alcance esta virtud que tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída”[13].

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Rev. D. Enric RIBAS i Baciana (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

«Alegraos ese día y saltad de gozo»

Hoy volvemos a vivir las bienaventuranzas y las “malaventuranzas”: «Bienaventurados vosotros...», si ahora sufrís en mi nombre; «Ay de vosotros...», si ahora reís. La fidelidad a Cristo y a su Evangelio hace que seamos rechazados, escarnecidos en los medios de comunicación, odiados, como Cristo fue odiado y colgado en la cruz. Hay quien piensa que eso es debido a la falta de fe de algunos, pero quizá —bien mirado— es debido a la falta de razón. El mundo no quiere pensar ni ser libre; vive inmerso en el anhelo de la riqueza, del consumo, del adoctrinamiento libertario que se llena de palabras vanas, vacías donde se oscurece el valor de la persona y se burla de la enseñanza de Cristo y de la Iglesia, ya que —hoy por hoy— es el único pensamiento que ciertamente va contra corriente. A pesar de todo, el Señor Jesús nos infunde coraje: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre (...). Vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6, 22.23).

San Juan Pablo II, en la encíclica Fides et Ratio, dijo: «La fe mueve a la razón a salir de su aislamiento y a apostar, de buen grado, por aquello que es bello, bueno y verdadero». La experiencia cristiana en sus santos nos muestra la verdad del Evangelio y de estas palabras del Santo Padre. Ante un mundo que se complace en el vicio y en el egoísmo como fuente de felicidad, Jesús muestra otro camino: la felicidad del Reino del Dios, que el mundo no puede entender, y que odia y rechaza. El cristiano, en medio de las tentaciones que le ofrece la “vida fácil”, sabe que el camino es el del amor que Cristo nos ha mostrado en la cruz, el camino de la fidelidad al Padre. Sabemos que en medio de las dificultades no podemos desanimarnos. Si buscamos de verdad al Señor, alegrémonos y saltemos de gozo (cf. Lc 6,23).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Firmes ante la tribulación

«Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre».

Eso dice Jesús.

Y te lo dice a ti, sacerdote.

Son palabras de consuelo, de amor y de misericordia.

Son palabras de fe y de esperanza, porque es una promesa.

Tu Señor se compromete contigo, sacerdote, porque tú lo has dejado todo y lo has seguido, y por su causa estás siendo perseguido, pero Él también te ha prometido que todos los días de tu vida está contigo.

Y ¿qué dicha más grande puede haber que tener a Dios contigo?

¿A quién puedes temer?

¿Qué dices a esto?

Si Dios está contigo ¿quién contra ti?

Nada puede separarte del amor de Dios, sacerdote, porque está en tu Señor, Cristo Jesús, y tu Señor está contigo.

Y tú, sacerdote, ¿eres pobre de espíritu?

¿Lloras? ¿Sufres?

¿Tienes hambre y sed de justicia?

¿Eres misericordioso?

¿Eres limpio de corazón?

¿Trabajas por la paz?

¿Eres perseguido por causa de la justicia?

Analiza tu conciencia, sacerdote, y contesta con franqueza, con honestidad y con humildad, y comprométete tú también con tu Señor a seguirlo, a defender su causa, a luchar por la paz, a predicar su palabra, a llorar con los que lloran, a alegrarse con los que se alegran, a sufrir con los que sufren, teniendo sus mismos sentimientos.

¡Dichoso tú, que has creído!

Persevera en el cumplimiento de tu misión, porque tu premio será grande en el cielo.

Soporta con paciencia, sabiendo que nadie es profeta en su propia tierra.

Demuéstrale a tu Señor tu fidelidad y tu lealtad a su amistad, soportando con paciencia, y alabando y adorando a tu Señor, también en medio de la tormenta, de la tribulación, de la inclemencia, de la persecución, de las injurias, y de los falsos testimonios y mentiras levantados en tu contra.

Ofrece todo por amor de Dios, para su gloria, acumulando tesoros en el cielo y poniendo ahí tu corazón.

Sigue caminando, sacerdote, y no te detengas. ¡Lleva con alegría la tribulación!, sabiendo que no estás solo, contigo está tu Señor. Por tanto, ningún día sin cruz, ¡con alegría!, porque estás sirviendo a tu Señor.

Perfecciona, sacerdote, la virtud de la fe, de la esperanza y de la caridad, poniendo buena cara ante la tempestad, confiando en que todo pasa, sólo Dios permanece y sólo Dios basta.

Y tú, sacerdote, ¿te entristeces fácilmente?

¿Te deprimes?

¿Tienes miedo?

¿Te muestras pesimista y te afliges?

¿Vives preocupado?

Haz oración, sacerdote, ante cualquier dificultad y tribulación, haz oración. Y busca en lo más profundo de tu corazón, qué es lo que te ata al mundo y te aleja de tu Señor.

Ríndete, sacerdote, no te resistas. Entrégate en los brazos de la Madre de tu Señor, que siempre te espera, para consolarte, para auxiliarte, para protegerte, para ayudarte, para consentirte, para cuidarte, para acompañarte, para abrazarte, para mostrarte que ella está aquí y es tu Madre.

Que no te aflija y no te preocupe cosa alguna, sacerdote, porque ella te muestra el camino seguro, camina contigo, y siempre te lleva de vuelta a Jesús.

Alégrate, sacerdote, porque tú eres la luz del mundo.

Permanece firme, sacerdote, ante la persecución, ante la tormenta y la tribulación, y sigue construyendo con alegría las obras de Dios, en la esperanza, en la fe, y en el amor de Cristo, reparando su Sagrado Corazón.

(Espada de Dos Filos I, n. 45)

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[1] Cf. Homilía en la Misa de la Casa Santa Marta (9 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (13 junio 2014), p. 11.

[2] El orden entre la segunda y la tercera bienaventuranza cambia según las diversas tradiciones textuales.

[3] Ejercicios espirituales, 23.

[4] Antífona de entrada. Sal 31, 3.

[5] Jr 17, 7 - 8.

[6] Cfr. E. BOYLAN, El amor supremo, Rialp, 2ª ed., Madrid 1957, vol II, p. 85.

[7] J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 92.

[8] Cfr. E. BOYLAN, loc. cit.

[9] Cfr. R. GARRIGOU - LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 442.

[10] SAN BERNARDO, Sobre los grados de la humildad, 10.

[11] Sal 64, 2.

[12] Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 594.

[13] J. PECCI - León XIII -, Práctica de la humildad, pp. 85 - 86.

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Ordinario 6o. dom-C