Domingo VII del Tiempo Ordinario (ciclo C) (DESCARGAR PDF)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- FRANCISCO – Ángelus 2019 y 2022 - Homilías en Santa Marta
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2007
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES - La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Josep Miquel BOMBARDÓ (Sabadell, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.
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DEL MISAL MENSUAL
1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23; I Cor 15,45-49; Lc 6, 27-38
Saúl y David mantuvieron relaciones cordiales, de subordinación y lealtad, hasta que terminaron luchando abiertamente uno contra el otro. El libro de Samuel nos pinta al primero como el agresor y al segundo como la víctima. La disputa por el prestigio y el poder fue rompiendo la confianza entre ambos. Esta escena nos retrata a David como alguien noble y respetuoso que no se atreve a tocar “al ungido del Señor”, renuncia a hacerse justicia por propia mano y desoye los consejos de sus soldados que lo presionaban para que clavara a Saúl en el suelo de una lanzada. El Evangelio de san Lucas nos presenta un fragmento del Sermón de la llanura, donde el Señor Jesús invita expresamente a los discípulos a amar y hacer el bien a los enemigos. Quien así proceda estará rebasando las convenciones sociales de la reciprocidad (te trato como me trates) y conformándose con el modo de ser de Dios, que ama gustosamente a los malvados y los malagradecidos.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 12, 6
Confío, Señor, en tu misericordia. Se alegra mi corazón con tu auxilio; cantaré al Señor por el bien que me ha hecho.
ORACIÓN COLECTA
Concédenos, Señor, que la constante meditación de tus misterios nos impulse a decir y hacer siempre lo que sea de tu agrado. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
David no quiso atentar contra el ungido del Señor.
Del primer libro de Samuel: 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23
En aquellos días, Saúl se puso en camino con tres mil soldados israelitas, bajó al desierto de Zif en persecución de David y acampó en Jakilá.
David y Abisay fueron de noche al campamento enemigo y encontraron a Saúl durmiendo entre los carros; su lanza estaba clavada en tierra, junto a su cabecera, y en torno a él dormían Abner y su ejército. Abisay dijo entonces a David: “Dios te está poniendo al enemigo al alcance de tu mano. Deja que lo clave ahora en tierra con un solo golpe de su misma lanza. No hará falta repetirlo”. Pero David replicó: “No lo mates. ¿Quién puede atentar contra el ungido del Señor y quedar sin pecado?”.
Entonces cogió David la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl y se marchó con Abisay. Nadie los vio, nadie se enteró y nadie despertó; todos siguieron durmiendo, porque el Señor les había enviado un sueño profundo.
David cruzó de nuevo el valle y se detuvo en lo alto del monte, a gran distancia del campamento de Saúl. Desde ahí gritó: “Rey Saúl, aquí está tu lanza, manda a alguno de tus criados a recogerla. El Señor le dará a cada uno según su justicia y su lealtad, pues él te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 102, 1-2. 3-4. 8 y 10.
R/. El Señor es compasivo y misericordioso.
Bendice al Señor, alma mía, que todo mi ser bendiga su santo nombre. Bendice, al Señor, alma mía, y no te olvides de sus beneficios. R/.
El Señor perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro y te colma de amor y de ternura. R/.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. No nos trata como merecen nuestras culpas, ni nos paga según nuestros pecados. R/.
Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre es compasivo con sus hijos, así es compasivo el Señor con quien lo ama. R/.
SEGUNDA LECTURA
Fuimos semejantes al hombre terreno y seremos semejantes al hombre celestial.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 45-49
Hermanos: La Escritura dice que el primer hombre, Adán, fue un ser que tuvo vida; el último Adán es Espíritu que da la vida. Sin embargo, no existe primero lo vivificado por el Espíritu, sino lo puramente humano; lo vivificado por el Espíritu viene después.
El primer hombre, hecho de tierra, es terreno; el segundo viene del cielo. Como fue el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como es el hombre celestial, así serán los celestiales. Y del mismo modo que fuimos semejantes al hombre terreno, seremos también semejantes al hombre celestial. Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 13, 34
R/. Aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos a los otros, como yo los he amado. R/. Aleluya.
EVANGELIO
Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 27-38
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman. Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes; porque si aman sólo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien sólo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores. Si prestan solamente cuando esperan cobrar, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores, con la intención de cobrárselo después.
Ustedes, en cambio, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos. Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados; den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Al celebrar con la debida reverencia tus misterios, te rogamos, Señor, que los dones ofrecidos en honor de tu gloria nos sirvan para la salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 9, 2-3
Proclamaré todas tus maravillas; me alegraré y exultaré contigo y entonaré salmos a tu nombre, Dios Altísimo.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Concédenos, Dios todopoderoso, que alcancemos aquel fruto celestial, cuyo adelanto acabamos de recibir mediante estos sacramentos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
La misericordia de David (1S 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23)
El nuevo encuentro entre Saúl y David tiene muchos puntos de contacto con el narrado en el cap. 24. Sin embargo, aquí se ponen más de relieve la personalidad y la misión de David: David es mejor estratega que Saúl, y es reconocido como soberano en la bendición del viejo monarca (v. 25). En efecto, esta confrontación con Saúl no es ni casual ni tiene lugar en una cueva, sino intencionada y llevada a cabo al aire libre, en el campamento militar (vv. 4-7). Abner y los soldados encargados de la seguridad del rey se quedan dormidos y no cumplen su misión de velar por el rey; en cambio David es quien garantiza la vida de Saúl (vv. 9.15). El texto pone de manifiesto una vez más la compasión y la misericordia de David («El Señor te ha entregado hoy a mis manos…», v. 23), a la vez que resalta la figura del futuro rey, pues la misericordia es una perfección propia de Dios y por tanto una virtud que debe usar todo representante suyo y todo el que quiera parecerse a Él (cfr Lc 6,36). Pero, por encima de las anécdotas y estratagemas humanas, se vuelve a poner de relieve que sólo el Señor tiene la última palabra: Él decidirá el momento y el modo de la muerte de Saúl (v. 10); Él paga a cada uno según sus méritos (v. 23-24); Él, en definitiva, ha elegido a David y le concede el éxito en todo lo que emprende, como reconoce Saúl en las últimas palabras (v. 25).
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2ª lectura
El hombre terreno y el hombre celestial (1 Co 15, 45-49)
Para exponer cómo tendrá lugar la resurrección de los muertos, el Apóstol utiliza comparaciones tomadas del reino vegetal, animal y mineral, para que pueda entenderse mejor (vv. 36-41). «Este “cómo ocurrirá la resurrección” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: “Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección” (S. Ireneo, Adver. haer . 4,18)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1000). Sobre las cualidades del cuerpo ya resucitado (vv. 44-50) habla el Apóstol carecerán de necesidades, dado que también Cristo, ya resucitado, si comió fue porque quiso, no porque lo necesitara. Allí no habrá hambre (…), no desearemos la lluvia pensando en el pan, ni nos asustaremos ante la sequía. Tampoco habrá temor, ni fatiga, ni dolor, ni corrupción, ni carestía, ni debilidad, ni cansancio, ni pereza. Ninguna de estas cosas existirá, pero sí el cuerpo» (S. Agustín, Sermones 242A,3). San Pablo lo llama cuerpo espiritual (v. 44) «no porque se convierta en espíritu, sino porque está sujeto de tal manera al espíritu, que para que convenga a la habitación celestial, toda fragilidad e imperfección terrena es cambiada y convertida en estabilidad celeste» (Id., De fide et symbolo 6).
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Evangelio
Sed misericordiosos (Lc 6, 27-38)
Estas palabras, colocadas a continuación de las bienaventuranzas, bien podrían considerarse como el núcleo de la doctrina de Jesús en lo que se refiere al amor y misericordia que los cristianos debemos tener con los demás y que se manifiestan, sobre todo, en el perdón. Jesús a lo largo de su vida terrena, y de modo especial en la cruz (cfr 23,34), nos ha dado ejemplo: «En el hecho de amar a nuestros enemigos se ve claramente cierta semejanza con nuestro Padre Dios, que reconcilió al género humano, que estaba en enemistad con Él y le era contrario, redimiéndole de la eterna condenación por medio de la muerte de su Hijo» (Catechismus Romanus 4,14,19).
En los versículos iniciales (27-30), el Señor enumera algunas injurias que podemos sufrir y la manera de responder a ellas. El estilo semita, amigo de contrastes, resalta con fuerza la enseñanza que queda resumida en el v. 31: «Como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos».
Los vv. 32-34 son una preparación para la declaración de la verdadera motivación de esa conducta: ése es el comportamiento propio de un hijo de Dios (v. 35) que quiere imitar a su padre misericordioso (v. 36). Este versículo –«sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso»– es casi paralelo del que recoge San Mateo en el centro del Discurso de la montaña: «Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). La manera de llegar a la cercanía a Dios es la misericordia, y por eso Jesús, Hijo de Dios, es la encarnación de la misericordia divina: «Todos desean alcanzar misericordia, pero son pocos los que quieren practicarla. (…) Oh hombre, ¿cómo te atreves a pedir, si tú te resistes a dar? Quien desee alcanzar misericordia en el cielo debe él practicarla en este mundo. (…) Existe, pues, una misericordia terrena y humana, y una celestial y divina. ¿Cuál es la misericordia humana? La que consiste en atender a las miserias de los pobres. ¿Cuál es la misericordia divina? Sin duda, la que consiste en el perdón de los pecados. Todo lo que da la misericordia humana en este tiempo de peregrinación se lo devuelve después la misericordia divina en la patria definitiva. Dios en este mundo, padece frío y hambre en la persona de todos los pobres, como dijo Él mismo: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. El mismo Dios, que se digna dar en el cielo, quiere recibir en la tierra» (S. Cesáreo de Arlés, Sermones 25,1).
Finalmente, con la invitación a la generosidad (vv. 37-38), Jesús completa la idea del premio en la otra vida que había esbozado antes (v. 35): «El Señor añade una condición necesaria e ineludible, que es, a la vez, un mandato y una promesa, esto es, que pidamos el perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo semejante con los que nos han hecho alguna ofensa. Por ello, dice también en otro lugar: La medida que uséis, la usarán con vosotros. Y aquel siervo del Evangelio, a quien su amo había perdonado toda la deuda y que no quiso luego perdonarla a su compañero, fue arrojado a la cárcel. Por no haber querido ser indulgente con su compañero, perdió la indulgencia que había conseguido de su amo» (S. Cipriano, De Dominica oratione 23).
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FRANCISCO – Ángelus 2019 y 2022 – Homilías en Santa Marta
Ángelus 2019
La cultura de la misericordia
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Lc 6, 27-38) se refiere a un punto central y característico de la vida cristiana: el amor por los enemigos. Las palabras de Jesús son claras: «Yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen» (versículos 27-28). Y esto no es una opción, es un mandato. No es para todos, sino para los discípulos, que Jesús llama “a los que me escucháis”. Él sabe muy bien que amar a los enemigos va más allá de nuestras posibilidades, pero para esto se hizo hombre: no para dejarnos así como somos, sino para transformarnos en hombres y mujeres capaces de un amor más grande, el de su Padre y el nuestro. Este es el amor que Jesús da a quienes lo “escuchan”. ¡Y entonces se hace posible! Con él, gracias a su amor, a su Espíritu, también podemos amar a quienes no nos aman, incluso a quienes nos hacen daño.
De este modo, Jesús quiere que en cada corazón el amor de Dios triunfe sobre el odio y el rencor. La lógica del amor, que culmina en la Cruz de Cristo, es la señal distintiva del cristiano y nos lleva a salir al encuentro de todos con un corazón de hermanos. Pero ¿cómo es posible superar el instinto humano y la ley mundana de la represalia? La respuesta la da Jesús en la misma página del Evangelio: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (vers. 36). Quien escucha a Jesús, quien se esfuerza por seguirlo, aunque cueste, se convierte en hijo de Dios y comienza a parecerse realmente al Padre que está en el cielo. Nos volvemos capaces de cosas que nunca hubiéramos pensado que podríamos decir o hacer, y de las cuales nos habríamos avergonzado, pero que ahora nos dan alegría y paz. Ya no necesitamos ser violentos, con palabras y gestos; nos descubrimos capaces de ternura y bondad; y sentimos que todo esto no viene de nosotros sino de Él, y por lo tanto no nos jactamos de ello, sino que estamos agradecidos.
No hay nada más grande y más fecundo que el amor: confiere a la persona toda su dignidad, mientras que, por el contrario, el odio y la venganza la disminuyen, desfigurando la belleza de la criatura hecha a imagen de Dios.
Este mandato, de responder al insulto y al mal con el amor, ha generado una nueva cultura en el mundo: la «cultura de la misericordia –¡debemos aprenderla bien! Y practicarla bien esta cultura de la misericordia–, que da vida a una verdadera revolución» (Cart. Ap. Misericordia et misera, 20). Es la revolución del amor, cuyos protagonistas son los mártires de todos los tiempos. Y Jesús nos asegura que nuestro comportamiento, marcado por el amor por aquellos que nos han hecho daño, no será en vano. Él dice: «Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará [...] porque con la medida con que midáis, se os medirá» (vers. 37-38). Esto es hermoso. Será algo hermoso que Dios nos dará si somos generosos, misericordiosos. Debemos perdonar porque Dios nos ha perdonado y él siempre nos perdona. Si no perdonamos completamente, no podemos pretender ser completamente perdonados. En cambio, si nuestros corazones se abren a la misericordia, si el perdón se sella con un abrazo fraternal y los lazos de comunión se fortalecen, proclamamos ante el mundo que es posible vencer el mal con el bien. A veces es más fácil para nosotros recordar las injusticias que hemos sufrido y el mal que nos han hecho y no las cosas buenas; hasta el punto de que hay personas que tienen este hábito y se convierte en una enfermedad. Son “coleccionistas de injusticias”: solo recuerdan las cosas malas que les han hecho. Y este no es el camino. Tenemos que hacer lo contrario, dice Jesús. Recordar las cosas buenas, y cuando alguien viene con una habladuría y habla mal de otro, decir: “Sí, quizás... pero tiene esto de bueno...”. Invertir el discurso. Esta es la revolución de la misericordia.
Que la Virgen María nos ayude a dejarnos tocar el corazón con esta santa palabra de Jesús, ardiente como fuego, que nos transforma y nos hace capaces de hacer el bien sin querer nada a cambio, hacer el bien sin querer nada a cambio, testimoniando en todas partes la victoria del amor.
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Ángelus 2022
Constructores de paz
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de la Liturgia de hoy Jesús da a sus discípulos algunas indicaciones fundamentales de vida. El Señor se refiere a las situaciones más difíciles, las que constituyen para nosotros el banco de pruebas, las que nos ponen frente a quien es nuestro enemigo y hostil, a quien busca siempre hacernos mal. En estos casos el discípulo de Jesús está llamado a no ceder al instinto y al odio, sino a ir más allá, mucho más allá. Ir más allá del instinto, ir más allá del odio. Jesús dice: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien» (Lc 6, 27). Y aún más concreto: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra» (v. 29). Cuando nosotros escuchamos esto, nos parece que el Señor pide lo imposible. Y además ¿por qué amar a los enemigos? Si no se reacciona a los prepotentes, todo abuso tiene vía libre, y esto no es justo. ¿Pero es realmente así? ¿Realmente el Señor nos pide cosas imposibles, incluso injustas? ¿Es así?
Consideremos en primer lugar ese sentido de injusticia que advertimos en el “poner la otra mejilla”. Y pensemos en Jesús. Durante la pasión, en su injusto proceso delante del sumo sacerdote, en un momento dado recibe una bofetada por parte de uno de los guardias. ¿Y Él cómo se comporta? No lo insulta, no, dice al guardia: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23). Pide cuentas del mal recibido. Poner la otra mejilla no significa sufrir en silencio, ceder a la injusticia. Jesús con su pregunta denuncia lo que es injusto. Pero lo hace sin ira, sin violencia, es más, con gentileza. No quiere desencadenar una discusión, sino desactivar el rencor, esto es importante: apagar juntos el odio y la injusticia, tratando de recuperar al hermano culpable. Esto no es fácil, pero Jesús lo hizo y nos dice que lo hagamos nosotros también. Esto es poner la otra mejilla: la mansedumbre de Jesús es una respuesta más fuerte que el golpe que recibió. Poner la otra mejilla no es el repliegue del perdedor, sino la acción de quien tiene una fuerza interior más grande. Poner la otra mejilla es vencer al mal con el bien, que abre una brecha en el corazón del enemigo, desenmascarando lo absurdo de su odio. Y esta actitud, este poner la otra mejilla, no es dictado por el cálculo o por el odio, sino por el amor. Queridos hermanos y hermanas, es el amor gratuito e inmerecido que recibimos de Jesús el que genera en el corazón un modo de hacer semejante al suyo, que rechaza toda venganza. Nosotros estamos acostumbrados a las venganzas: “Me has hecho esto, yo te haré esto otro”, o a custodiar en el corazón este rencor, rencor que hace daño, destruye la persona.
Vamos a la otra objeción: ¿es posible que una persona llegue a amar a los propios enemigos? Si dependiera solo de nosotros, sería imposible. Pero recordemos que, cuando el Señor pide algo, quiere darlo. El Señor nunca nos pide algo que Él no nos dé antes. Cuando me dice que ame a los enemigos, quiere darme la capacidad de hacerlo. Sin esa capacidad nosotros no podremos, pero Él te dice “ama al enemigo” y te da la capacidad de amar. San Agustín rezaba así —escuchad qué hermosa oración—: Señor, «da lo que mandas y manda lo que quieras» (Confesiones, X, 29.40), porque me lo has dado antes. ¿Qué pedirle? ¿Qué es lo que a Dios le complace darnos? La fuerza de amar, que no es una cosa, sino que es el Espíritu Santo. La fuerza de amar es el Espíritu Santo, y con el Espíritu de Jesús podemos responder al mal con el bien, podemos amar a quien nos hace mal. Así hacen los cristianos. ¡Qué triste es cuando personas y pueblos orgullosos de ser cristianos ven a los otros como enemigos y piensan en hacer guerra! Es muy triste.
Y nosotros, ¿tratamos de vivir las invitaciones de Jesús? Pensemos en una persona que nos ha hecho mal. Cada uno piense en una persona. Es común que hayamos sufrido el mal de alguien, pensemos en esa persona. Quizá hay rencor dentro de nosotros. Entonces, a este rencor acercamos la imagen de Jesús, manso, durante el proceso, después de la bofetada. Y luego pidamos al Espíritu Santo que actúe en nuestro corazón. Finalmente recemos por esa persona: rezar por quien nos ha hecho mal (cfr. Lc 6, 28). Nosotros, cuando nos han hecho algún mal, vamos enseguida a contarlo a los otros y nos sentimos víctimas. Parémonos, y recemos al Señor por esa persona, que lo ayude, y así desaparece este sentimiento de rencor. Rezar por quien nos ha tratado mal es lo primero para transformar el mal en bien. La oración. Que la Virgen María nos ayude a ser constructores de paz hacia todos, sobre todo hacia quien es hostil con nosotros y no nos gusta.
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Homilía del 17 de marzo de 2014
Nadie puede juzgarte
¿Quién soy yo para juzgar a los demás? Es la pregunta que debemos hacernos a nosotros mismos para dejar espacio a la misericordia, la actitud precisa para construir la paz entre las personas, las naciones y dentro de nosotros. Y para ser mujeres y hombres misericordiosos es necesario, ante todo, reconocerse pecadores y, luego, ampliar el corazón hasta olvidar las ofensas recibidas.
Precisamente en la misericordia el Papa centró la homilía de la misa del lunes por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta. Remitiéndose a los pasajes del libro del profeta Daniel (9, 4-10) y del Evangelio de Lucas (6, 36-38), el Santo Padre explicó que «la invitación de Jesús a la misericordia es para acercarnos, para imitar mejor a nuestro Dios Padre: sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso». Pero, reconoció inmediatamente el Pontífice, «no es fácil comprender esta actitud de la misericordia, porque estamos acostumbrados a pasar la cuenta a los demás: tú has hecho esto, ahora debes hacer esto». En pocas palabras, «juzgamos, tenemos esta costumbre, y no somos personas» que dejan «un poco de espacio a la comprensión y también a la misericordia».
«Para ser misericordioso son necesarias dos actitudes», afirmó el Papa. La primera es «el conocimiento de sí mismo». En la primera lectura Daniel relata el momento de la oración del pueblo que confiesa ser pecador ante Dios y dice: «Nosotros hicimos esto, pero tú eres justo. A ti conviene la justicia, a nosotros la vergüenza». Así, explicó el Pontífice comentando el pasaje, «la justicia de Dios ante el pueblo arrepentido se transforma en misericordia y perdón». Y nos interpela también a nosotros, invitándonos a «dejar un poco de espacio a esta actitud». Por lo tanto, el primer paso «para llegar a ser misericordioso es reconocer que hemos hecho muchas cosas no buenas: ¡somos pecadores!». Es necesario saber decir: «Señor, me avergüenzo de esto que hice en mi vida». Porque, incluso si «ninguno de nosotros mató a nadie», hemos cometido, de todos modos, «muchos pecados cotidianos». Es sencillo –pero al mismo tiempo «muy difícil»– decir: «Soy pecador y mi avergüenzo ante Ti y te pido perdón».
«Nuestro padre Adán nos dio un ejemplo de lo que no se debe hacer». Es él, en efecto, quien culpa a la mujer de haber comido el fruto y se justifica diciendo: «Yo no pequé», es ella «quien me hizo ir por este camino». Pero lo mismo hizo luego Eva, que culpa a la serpiente. En cambio, reafirmó el Santo Padre, es importante reconocer el hecho de haber pecado y necesitar el perdón de Dios. No se deben encontrar excusas y «descargar la culpa sobre los demás». Incluso «tal vez el otro me ha ayudado» a pecar, «ha facilitado el camino para hacerlo: pero lo hice yo». Y «si nosotros hacemos esto, cuántas cosas buenas habrá: ¡seremos hombres!». Además, «con esta actitud de arrepentimiento somos más capaces de ser misericordiosos, porque sentimos en nosotros la misericordia de Dios». Tan es así que en el Padrenuestro no rezamos sólo: «perdona nuestros pecados», sino que decimos: «perdona como nosotros perdonamos». En efecto, «si yo no perdono estoy un poco fuera de juego».
La segunda actitud para ser misericordiosos «es ampliar el corazón». Precisamente «la vergüenza, el arrepentimiento, amplía el corazón pequeñito, egoísta, porque deja espacio a Dios misericordioso para perdonarnos». ¿Pero cómo ampliar el corazón? Ante todo, al reconocerse pecadores, no se mira a lo que hicieron los demás. Y la pregunta de fondo es esta: «¿Quién soy yo para juzgar esto? ¿Quién soy yo para criticar sobre esto? ¿Quién soy yo, que hice las mismas cosas o peores?». Por lo demás, «el Señor lo dice en el Evangelio: no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que mediréis se os medirá a vosotros». Esta es la «generosidad del corazón» que el Señor presenta a través de «la imagen de las personas que iban a buscar el trigo y estiraban el delantal para recibir de más». En efecto, «si tienes el corazón amplio, grande, puedes recibir más». Y un «corazón grande no se enreda en la vida de los demás, no condena, sino que perdona y olvida», precisamente como «Dios ha olvidado y perdonado mis pecados».
Para ser misericordiosos es necesario, por lo tanto, invocar al Señor –«porque es una gracia»– y «tener estas dos actitudes: reconocer los propios pecados avergonzándose» y olvidar los pecados y las ofensas de los demás. He aquí que así «el hombre y la mujer misericordiosos tienen un corazón amplio: siempre disculpan a los demás y piensan en los propios pecados». Y si alguien les dice: «¿has visto lo que hizo aquel?», tienen la misericordia de responder: «pero yo ya tengo bastante con lo que hice».
Es este, sugirió el Papa, «el camino de la misericordia que debemos pedir». Si «todos nosotros, los pueblos, las personas, las familias, los barrios, tuviésemos esta actitud –exclamó–, ¡cuánta paz habría en el mundo, cuánta paz en nuestros corazones, porque la misericordia nos conduce a la paz!».
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Homilía del 26 de febrero de 2018
La gracia de la vergüenza
“No juzguéis, y no seréis juzgados”. Es la invitación de Jesús en el Evangelio de hoy (Lc 6,36-38), en que la Iglesia invita a renovarse. De hecho, nadie podrá escapar al juicio de Dios, el particular y el universal: todos seremos juzgados. En esa óptica, la Iglesia nos hace reflexionar precisamente sobre la actitud que tenemos con el prójimo y con Dios.
Con el prójimo nos invita a no juzgar, e incluso más, a perdonar. Cada uno puede pensar: “Pero si yo nunca juzgo, no hago de juez”. ¡Cuántas veces el tema de nuestras conversaciones es juzgar a los demás, diciendo: “eso no va”! ¿Pero quién te ha nombrado juez a ti? Juzgar a los demás es algo feo, porque el único juez es el Señor, que conoce esa tendencia del hombre a juzgar.
En las reuniones que tenemos, una comida o cualquier otra cosa, pensemos de unas dos horas: de esas dos horas, ¿cuántos minutos hemos perdido juzgando a los demás? Esto es el ‘no’. ¿Y cuál es el ‘sí’? Sed misericordiosos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. Más aún: sed generosos. “Dad, y se os dará”. ¿Qué me darán? “Una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. La abundancia de la generosidad del Señor, cuando estemos llenos de la abundancia de nuestra misericordia al no juzgar. Así pues, sed misericordiosos con los demás, porque del mismo modo el Señor será misericordioso con nosotros.
La segunda parte del mensaje de la Iglesia, hoy, es la invitación a tener una actitud de humildad con Dios, que consiste en reconocerse pecadores. Y sabemos que la justicia de Dios es misericordia. Pero hay que decirlo, como nos recuerda la primera lectura (cfr. Dan 9,4b-10): “A Ti conviene la justicia; a nosotros la vergüenza”. Y cuando se encuentran la justicia de Dios con nuestra vergüenza, ahí está el perdón. ¿Yo creo que he pecado contra el Señor? ¿Yo creo que el Señor es justo? ¿Yo creo que es misericordioso? ¿Yo me avergüenzo delante de Dios, de ser pecador? Así de sencillo: a Ti la justicia, a mí la vergüenza. Y pedir la gracia de la vergüenza. En mi lengua materna, a la gente que hace el mal, se le llama “sinvergüenza”, y nos conviene pedir la gracia de que nunca nos falte la vergüenza delante de Dios. Es una gran gracia, la vergüenza.
Así pues, recordemos: la actitud con el prójimo, recordar que con la medida con que yo juzgue, seré juzgado: ¡no debo juzgar! Y si digo algo sobre otro, que sea generosamente, con mucha misericordia. Y la actitud ante Dios, ese diálogo esencial: “A Ti la justicia, a mí la vergüenza”.
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Homilía del 13 de septiembre de 2018
El estilo cristiano
Ser cristiano no es fácil, pero hace felices: el camino que nos indica el Padre celestial es el de la misericordia y la paz interior. Son los rasgos distintivos del estilo cristiano, como señala el Evangelio de hoy (Lc 6,27-38). El Señor siempre nos indica cómo debería ser la vida de un discípulo, a través, por ejemplo, de las Bienaventuranzas o de las obras de misericordia.
En concreto, la liturgia de hoy destaca cuatro detalles para vivir la vida cristiana: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os tratan mal”. Los cristianos no deberían caer nunca en el chismorreo o en la lógica de los insultos, que genera solo la guerra, sino encontrar siempre tiempo para rezar por las personas fastidiosas. Ese es el estilo cristiano, ese es el modo de vivir cristiano. ¿Y si no hago esas cuatro cosas? ¿Amar a los enemigos, hacer el bien a los que me odian, bendecir a los que me maldicen, y rezar por los que me tratan mal, no soy cristiano? Sí, eres cristiano porque has recibido el Bautismo, pero no vives como un cristiano. Vives como un pagano, con el espíritu de la mundanidad.
Claro que es más fácil criticar a los enemigos o a los que son de un partido distinto, pero la lógica cristiana va contracorriente y sigue la “locura de la Cruz”. El fin último es llegar a comportarnos como hijos de nuestro Padre. Solo los misericordiosos se parecen a Dios Padre. “Sed misericordiosos come vuestro Padre es misericordioso”. Ese es el camino, la senda que va contra el espíritu del mundo, que piensa al contrario, que no acusa a los demás. Porque entre nosotros está el gran acusador, el que siempre va a acusarnos delante de Dios, para destruirnos. Satanás: él es el gran acusador. Y cuando entro en esa lógica de acusar, maldecir, intentar hacer daño al otro, entro en la lógica del gran acusador que es destructor, que no sabe la palabra “misericordia”, no la conoce, jamás la ha vivido.
La vida, pues, oscila entre dos invitaciones: la del Padre y la del gran acusador, que nos empuja a acusar a los demás, para destruirlos. ¡Pero es él quien me está destruyendo! Y tú no puedes hacerlo al otro. Tú no puedes entrar en la lógica del acusador. “Pero padre, es que yo debo acusar”. Sí, acúsate a ti mismo. Te hará bien. La única acusación lícita que los cristianos tenemos, es acusarnos a nosotros mismos. Para los demás solamente la misericordia, porque somos hijos del Padre que es misericordioso.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007
El amor a los enemigos constituye el núcleo de la “revolución cristiana”
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo contiene una de las expresiones más típicas y fuertes de la predicación de Jesús: “Amad a vuestros enemigos” (Lc 6, 27). Está tomada del evangelio de san Lucas, pero se encuentra también en el de san Mateo (Mt 5, 44), en el contexto del discurso programático que comienza con las famosas “Bienaventuranzas”. Jesús lo pronunció en Galilea, al inicio de su vida pública. Es casi un “manifiesto” presentado a todos, sobre el cual pide la adhesión de sus discípulos, proponiéndoles en términos radicales su modelo de vida.
Pero, ¿cuál es el sentido de esas palabras? ¿Por qué Jesús pide amar a los propios enemigos, o sea, un amor que excede la capacidad humana? En realidad, la propuesta de Cristo es realista, porque tiene en cuenta que en el mundo hay demasiada violencia, demasiada injusticia y, por tanto, sólo se puede superar esta situación contraponiendo un plus de amor, un plus de bondad. Este “plus” viene de Dios: es su misericordia, que se ha hecho carne en Jesús y es la única que puede “desequilibrar” el mundo del mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo “mundo” que es el corazón del hombre.
Con razón, esta página evangélica se considera la carta magna de la no violencia cristiana, que no consiste en rendirse ante el mal –según una falsa interpretación de “presentar la otra mejilla” (cf. Lc 6, 29)–, sino en responder al mal con el bien (cf. Rm 12, 17-21), rompiendo de este modo la cadena de la injusticia. Así, se comprende que para los cristianos la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad.
El amor a los enemigos constituye el núcleo de la “revolución cristiana”, revolución que no se basa en estrategias de poder económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el heroísmo de los “pequeños”, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma, que comenzará el próximo miércoles con el rito de la Ceniza, es el tiempo favorable en el cual todos los cristianos son invitados a convertirse cada vez más profundamente al amor de Cristo. Pidamos a la Virgen María, dócil discípula del Redentor, que nos ayude a dejarnos conquistar sin reservas por ese amor, a aprender a amar como él nos ha amado, para ser misericordiosos como es misericordioso nuestro Padre que está en los cielos (cf. Lc 6, 36).
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Dios de la misericordia
210. Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33,12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH” (Ex 33,18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama: “Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34,9).
211. El Nombre divino “Yo soy” o “Él es” expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, “mantiene su amor por mil generaciones” (Ex 34,7). Dios revela que es “rico en misericordia” (Ef 2,4) llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que Él mismo lleva el Nombre divino: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn 8,28)
El perdón de los enemigos
1825. Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).
El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).
1935. La igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella:
«Hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda [...] forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión» (GS 29,2).
1968. La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella sus virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf Mt 15, 18-19), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial (cf Mt 5, 48), mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina (cf Mt 5, 44).
2303. El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave. “Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial...” (Mt 5, 44-45).
2647. La oración de intercesión consiste en una petición en favor de otro. No conoce fronteras y se extiende hasta los enemigos.
2842. Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
2843. Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.
2844. La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).
2845. No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho, nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt5, 23-24):
«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).
Cristo, el nuevo Adán
359. “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22,1):
«San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo [...] El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida. Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir [...] El segundo Adán es aquel que, cuando creó al primero, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, el primero, como él mismo afirma: “Yo soy el primero y yo soy el último”». (San Pedro Crisólogo, Sermones, 117: PL 52, 520B).
504. Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque él es el Nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45) que inaugura la nueva creación: “El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene del cielo” (1 Co 15, 47). La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque Dios “le da el Espíritu sin medida” (Jn 3, 34). De “su plenitud”, cabeza de la humanidad redimida (cf Col 1, 18), “hemos recibido todos gracia por gracia” (Jn 1, 16).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
No juzguéis
El Evangelio de este Domingo es rico en apuntes prácticos y, como consecuencia, también nuestro comentario tendrá un itinerario más sencillo y concreto de lo acostumbrado:
«Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen... Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra... A quien te pide dale».
Todo está resumido en la así llamada «regla de oro» de la actuación moral, que se lee precisamente en este punto del Evangelio: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten». Esta regla, si se pusiese en práctica, bastaría por sí sola para cambiar la fisonomía de la familia y de la sociedad en la que vivimos. El Antiguo Testamento en su forma negativa ya la conocía: «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan» (Tobías 4,15); Jesús la propone en forma positiva: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten», que es mucho más exigente.
Una de las máximas de Jesús, la que nos dice que hay que hacer bien a los que os odian, viene ilustrada en la primera lectura de hoy con el ejemplo del rey David. Buscado por Saúl, que quiere hacerle morir, David sorprende un día a su enemigo dormido en la tienda (cfr. l Samuel 26, 5ss.). Podría matarle; no lo hace; se limita sólo a cortarle una punta de su manto, como prueba de lo sucedido. Un gesto, sin duda, magnánimo; pero, en comparación con el Evangelio nos hace distinguir cuánto este último sea más exigente. David no se venga, porque no quiere atraer sobre sí la maldición por haber matado a un hombre consagrado por el Señor, sino que quiere que sea Dios mismo el que le haga justicia respecto a Saúl. Jesús en el fragmento evangélico dice: «Haced el bien... con los malvados y desagradecidos», no en espera de que Dios les castigue, sino para imitar al Padre celestial, que es misericordioso con todos. Entre otras cosas, amar a los enemigos es el mejor modo de... ya no tener más enemigos. Un día alguien criticó a Abrahán Lincoln por ser demasiado indulgente con sus enemigos y le recordó que era deber suyo, como presidente de los Estados Unidos, aniquilar a los enemigos. Él respondió: «¿Acaso, no destruyo a mis enemigos cuando les transformo en enemigos?»
No pudiendo comentar todas las recomendaciones de Jesús, que se leen en el Evangelio de este Domingo, detengámonos en una de ellas, que toca de cerca a nuestra vida cotidiana, la que se refiere a los juicios:
«No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados».
El sentido de estas palabras no es este: no juzguéis a los hombres y así los hombres no os juzgarán a vosotros, pues sabemos por experiencia que no siempre es así; sino, más bien: no juzgues a tu hermano, hasta que Dios no te juzgue a ti; mejor aún: no juzgues a tu hermano, porque Dios no te ha juzgado a ti. En el Evangelio de Mateo, estas palabras apenas leídas son seguidas por una imagen muy elocuente:
«¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?» (Mateo 7,3).
El Señor compara el pecado del prójimo (el pecado juzgado), cualquiera que sea, a una brizna o pajita en comparación con el pecado de aquel que juzga (el pecado de juzgar), que es una viga. La viga es el hecho mismo de juzgar, tan grave es eso ante los ojos de Dios.
Santiago explica con una pregunta el motivo por el que no debemos juzgar:
«Tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?» (Santiago 4,12).
Quiere decir: sólo Dios puede juzgar porque sólo él conoce los secretos del corazón, el «por qué», la intención y el fin de toda acción. Pero, nosotros, ¿qué sabemos de lo que pasa en el corazón de otro hombre cuando realiza una determinada cosa? ¿Qué sabemos de todos los condicionamientos a los que está sujeto, a causa del temperamento, de la educación, de los complejos y de los miedos, que lleva dentro?
Querer juzgar para nosotros es una operación muy arriesgada. Es como arrojar una flecha con los ojos cerrados sin saber dónde irá a golpear; nos exponemos a ser injustos, despiadados, cerrados u obtusos. Basta observar cuán difícil nos es entender las razones de nuestro mismo actuar para darnos cuenta de cómo sea imposible del todo descender hasta las profundidades de otra existencia y saber por qué se comporta de un cierto modo. Nuestros juicios son casi todos «temerarios», esto es, arriesgados, basados en impresiones y no en certezas. Son fruto de prejuicios.
En las historias de los Padres del desierto se lee que un día, un anciano monje, habiendo sabido que había pecado un joven hermano, lo juzgó severamente, diciendo en público: «¡Qué mal tan grande ha hecho al monasterio!» A la noche siguiente un ángel le mostró el alma del hermano, que había pecado, y le dijo: «He aquí, aquel a quien tú has juzgado; mientras tanto, ha muerto. ¿Dónde quieres que lo mande al paraíso o al infierno?» El santo anciano permaneció tan atormentado que pasó el resto de su vida con gemidos y lágrimas suplicando a Dios que le perdonara de su pecado. Había entendido una cosa: cuando juzgamos, nosotros, en la práctica, nos atribuimos la responsabilidad de decidir sobre el destino eterno de nuestro semejante. Ejercitamos, por cuanto nos corresponde a nosotros, un derecho de vida y de muerte. Sustituimos a Dios. Pero, ¿quiénes somos nosotros para juzgar a nuestro hermano?
Hoy se habla mucho de limitar el poder de los fiscales en los procesos judiciales; pero, quizás fuera necesaria esta limitación comenzando precisamente por nosotros. Nosotros nos asemejamos con frecuencia a los fiscales en el acto de hacer su requisitoria. De buena mañana, al leer el periódico o escuchar el noticiario en la televisión, nos endosamos la toga de juez y comenzamos a emitir sentencias a diestro y siniestro. Si viene una persona a encontrarnos, no ha terminado aún de salir cuando nosotros lanzamos ya un juicio sobre cómo viste, sobre lo que ha hecho, sobre cómo educa a los hijos.
Pero, la disertación sobre los juicios es delicada y compleja; no se puede abandonar en este punto, sin que nos parezca de inmediato como irrealizable. ¿Cómo se puede vivir sin jamás juzgar? El juicio está implícito en nosotros hasta con una mirada. No podemos observar, escuchar, vivir, sin ofrecer automáticamente valoraciones. Un padre, un superior, un confesor, quienquiera que tiene una responsabilidad sobre los demás, debe juzgar. ¿Y qué podemos decir de los magistrados, que actúan como jueces a plena jornada y por profesión? Partiendo del Evangelio, ¿están ellos condenados?
Recapacitando mejor, descubrimos después que el Evangelio no es tan ingenuo como podría parecer a primera vista. ¡Él no nos prescribe tanto el quitar de nuestra vida el juicio, cuanto de impedir el veneno de nuestro juicio! Esto es, la parte de rencor, de rechazo, de venganza..., que frecuentemente se mezcla en la misma objetiva valoración del hecho. El mandamiento de Jesús: «no juzguéis, y no seréis juzgados» es seguido inmediatamente, como ya hemos visto, por el mandamiento «no condenéis y no seréis condenados». La segunda frase sirve para explicar el sentido de la primera. De por sí, juzgar es una acción neutral; el juicio puede terminar bien sea en una condena como en una absolución. Son los juicios «despiadados» los que vienen puestos aparte por la palabra de Dios; los que, junto con el pecado, condenan también sin apelación al pecador.
Justamente, hoy la conciencia del mundo civil rechaza casi unánimemente la pena de muerte. En ella, en efecto (aparte el principio de que nadie tiene derecho de acarrear a la muerte a un ser humano), el aspecto de venganza por parte de la sociedad y de impotencia por parte del reo prevalece por encima del de la autodefensa y de la consternación del crimen, que podría obtenerse no menos eficazmente con otros tipos de pena. Entre otras cosas, en estos casos a veces se mata a una persona completamente distinta de la que ha cometido el crimen, porque en el entretiempo ella se ha arrepentido y ha cambiado radicalmente.
Jesús decía que no había venido al mundo «para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Juan 3,17). Para entender la diferencia entre el juicio de condenación y el de salvación, pongamos un ejemplo muy sencillo. Una madre y una persona extraña pueden juzgar por el mismo defecto a un niño, que obviamente él tiene. Pero ¡cuán distinto es el juicio de la madre del de la persona extraña! La madre sufre por aquel defecto, como si fuese suyo; se siente responsable; en ella arranca el deseo de ayudar al niño para corregirse; por ahí no va a propagar a los cuatro vientos el defecto de su niño. Si nuestros juicios sobre los demás se asemejan a los de una madre o a los de un padre, juzguemos mientras queramos hacerlo. No pecaremos, sino que haremos actos de caridad.
Una pequeña indicación práctica, antes de concluir, sobre cómo actuar. Si no estamos obligados por oficio o por real necesidad, abstengámonos lo más posible de emitir juicios sobre el prójimo, visto que es tan fácil que en nuestros juicios se asome el veneno, del que hablábamos. Pero, cuando esto no es posible y debemos juzgar, busquemos hacerlo siguiendo la «regla de oro», que nos dio Jesús:
«Tratad a los demás como queréis que ellos os traten».
Tratemos de aplicar esta regla de inmediato en cualquier pequeña cosa y nos daremos cuenta de cuán formidable y decisiva sea en todo.
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PREGONES - La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Amar con perfección
Amar a los enemigos no es solo perdonar sus ofensas, sino desearles el bien y hacerles el bien. Jesús es el perfecto amor. En la cruz nos da ejemplo de la caridad perfecta. “Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes” quiere decir: ama a tu prójimo como a ti mismo. En esta enseñanza se contiene todo el Evangelio, y se resume toda predicación.
Amar a los enemigos, es amar de manera extraordinaria, siguiendo el ejemplo de Jesús, modelo de toda virtud. Él amó a los que lo crucificaron. Más grande fue su dolor por ser lastimado por quien tanto amó, que, por todas las heridas de su cuerpo. Y aun así, dio la vida por ellos.
Somos creados para amar y ser amados. Jesús glorifica a su Padre a través del amor a la humanidad, porque es por quien todo ha sido creado. Por tanto, hemos sido creados para Él y tenemos vida en Él, por Él, con Él; y es por eso que Él nos ama, y al mismo tiempo se ama a sí mismo. Él ama a todos, y nos da la oportunidad de vivir con Él en la eternidad, nos da la salvación a todos, también a sus enemigos. Él es el modelo y ejemplo de toda virtud. Él es el Maestro. Él es la Verdad. Él es la Vida. Y Él ha venido a enseñarnos a practicar la ley de la perfecta caridad, para unirnos a Él, y así ser perfectos como su Padre celestial.
Ama tú como ama Jesús, teniendo sus mismos sentimientos, amando a todos, no solo a los que te aman, sino a los que te ofenden. Aprende a amar como María, que amó con perfección, sufriendo el martirio de la pasión de Cristo en su corazón, porque amaba a Jesús, y amaba a Juan, pero también a Judas, a Poncio Pilatos, a Herodes, y a cada discípulo que lo abandonó. Aprende de Ella a amar con amor de Dios, con amor de Madre, con perfecto amor.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
El amor a todos que Dios espera
Posiblemente pueda sonarnos muy sabido lo que hoy nos recuerda la Iglesia con estas palabras de Nuestro Señor, que recoge el Evangelio según san Lucas de este domingo. El amor–incluso a los enemigos– es, en efecto, una de las enseñanzas más significativas del cristianismo. La rotundidad de esta doctrina se muestra en los términos bien precisos de Jesús cuando la expone. A los que nos odian, hemos de tratarlos bien; y si hablan mal de nosotros, no les responderemos con la misma moneda. El colmo –bien gráficamente lo explica Jesús– está en presentar la otra mejilla al que nos pega.
Por más conocida que sea esta enseñanza del Señor, reconocemos que se trata de un deber con frecuencia pendiente. Nos cuesta no quedarnos en la queja interior, en la protesta y en la rebeldía..., cuando recibimos ofensas. Nos cuesta cambiar ese impulso a la venganza, que puede parecernos natural –tan espontáneo nos sale–, por ver en quien nos ofende a otro destinatario de nuestro interés, de nuestro trabajo, de nuestro cariño..., aunque haya tal vez que corregirle. No pensamos quizá que ese que nos molesta es otra criatura muy querida por Dios, por quien Jesucristo dio su vida.
Debemos y queremos aprender de la vida de Nuestro Señor. Deseamos ir por el mundo, con esa actitud que Él nos enseña, mientras nuestra vida discurre entre los hombres ocupados en actividades diversas: familiares, profesionales, sociales de todo tipo. ¡Que nos encomendemos, por eso, al Espíritu Santo!, para descubrir, con su Luz, en cada persona que de algún modo nos molesta, si es tan sólo distinta, o más bien se equivoca o es simplemente ignorante: pero siempre alguien que, en cualquier caso, debe ser objeto de nuestro amor. Con frecuencia se tratará de un hijo de Dios que, si mejora en su conducta, agradará más a ese Padre que todos tenemos en común.
Considerando así las cosas, de las ofensas que recibimos y nos molestan, queda muy en segundo término el componente de agravio que pusiera haber. Valoramos primero y ante todo lo que puede haber en esas acciones de pecado, de ofensa a Dios; y luego el defecto de aquel, que desdice de un hijo de Dios, y le impide ser feliz de verdad. Se trata de amar; ante todo a Dios que es nuestro Padre, y no queremos que sea ofendido sino más y más amado. Amado por muchos buenos cristianos que pueden y deben ser mejores, y también por otros que no lo son, a juzgar por sus obras. A unos y a otros los amamos de verdad, procurando que vivan más según Dios. Pues vivir según Dios, Creador nuestro, es el sentido único de la vida humana: ¡que se cumpla en cada uno la voluntad de Dios Creador!
Ciertamente es una difícil tarea. Dios nos creó libres y, por el pecado, tendemos a constituirnos –prescindiendo de Dios– en centro y criterio de nuestra vida. Es por soberbia, por egoísmo, por un afán desordenado –sin Él– de grandeza personal, que es el origen de los demás defectos. Pero no es excesiva la dificultad de vivir para Dios, ni un motivo para no proponer a otros la santidad, esa vida que Nuestro Señor espera de los hombres.
¿Que vemos bastantes deficiencias en muchos? También ellos contemplan las nuestras, porque tenemos defectos, aunque tratemos de superarlos. Esas imperfecciones, que reconocemos bien, no nos quitan, o no nos deben quitar, la ilusión por mejorar y por agradar a Dios. Animemos también a nuestros amigos y conocidos –que no son peores que nosotros– a encararse ilusionados contra eso que les criticamos. Hemos de dar ese paso más en favor de ellos, a costa de olvidar el rechazo interior por el enfado que nos producen, pero que sólo nos impulsa a la crítica. Como consecuencia, los defectos de los demás se convierten así en ocasión de ayudarles a ser mejores y felices verdad.
Queramos ser en esto como Nuestro Padre Dios, que es bueno con los ingratos y con los malos. Como anima el Señor, amemos a los enemigos y hagamos el bien sin esperar nada a cambio. Con más razón ayudaremos a los demás, si no son propiamente enemigos, aunque nos hayan herido, si tal vez sólo son diferentes y tienen otros puntos de vista.
Mirando a María, recordamos que para Dios todos somos hermanos, hijos de esa Madre que nos quiere mucho a todos.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
No juzguen
En estos domingos, la liturgia nos está haciendo escuchar, del Evangelio de Lucas, la parte más rica en enseñanzas prácticas y morales. El trozo de hoy es la continuación del discurso de las bienaventuranzas que escuchamos el domingo pasado. Cada frase coloca al hombre frente a exigencias radicales: amar a los enemigos, bendecir al que maldice, dar al que rechaza, no juzgar. Es imposible pensar en una moral más exigente que ésta; enfrentarnos a ella, es como para quedar aterrados y desalentados y ex clamar –como hicieron los apóstoles en otra oportunidad–: Pero entonces, ¿quién podrá salvarse? (cf. Lc. 18,26).
Sin embargo, sería así si estas cosas fueran ley y no Evangelio. La ley nos traza obligaciones y nos deja solos frente a ellas; por lo tanto, no hace más que poner al desnudo nuestra debilidad y darnos “la plena conciencia de la caída” (Rom. 5, 20; 7,7ssq.). preparando, de tal manera, solamente materia nueva de condenación frente a Dios. Pero Jesús –decía– no proclama aquí una ley, sino su Evangelio, o sea su “buena noticia”. ¿Dónde está la diferencia? Pablo continúa diciendo: Por lo tanto, ya no hay conde nación para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no podía hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios lo hizo, enviando a su propio Hijo (Rom. 8, 1-3). He aquí el punto del cual debemos partir para comprender la página de Evangelio que tenemos hoy ante nosotros con sus obligaciones tan exigentes. No son las condiciones para poder acercarnos a Dios; ¡son, más bien, la consecuencia del hecho de que Dios se acercó a nosotros! Enviando a su Hijo, Dios realizó algo tan nuevo y revolucionario que hace además comprensible y posible que un hombre perdone, olvide, ame a todos, disculpe a todos, no juzgue a nadie, no pida venganza. Este hombre, de hecho, fue cambiado, tiene un corazón nuevo que es el corazón mismo de Jesús, para el cual las cosas pedidas ya no son imposibles.
Mirándolo bien, en la misma liturgia de hoy se proclama ese actuar de Dios del cual depende todo el resto y que hace posible la nueva conducta del hombre: Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso (Evangelio); “Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor: que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Aclam. al Evang.). Con su muerte y resurrección –dice Pablo en la segunda lectura– Jesús realizó el amor supremo de Dios por el hombre; se convirtió en el Hombre nuevo, el Hombre espiritual que es fundador de una nueva humanidad; quien adhiere a él se convierte asimismo en hombre nuevo, hombre espiritual, capaz de actitudes caracterizadas por el amor y ya no por el egoísmo. Bajo esta luz, las exhortaciones de Jesús dejan de ser absurdas: él las realizó todas y puede hacernos partícipes de su victoria por medio del Espíritu. Él hizo el bien a quien lo odiaba y perdonó a quien lo crucificaba, dio a quien no tenía nada para restituirle, no juzgó y no condenó a nadie, sino que remitió todo juicio al Padre. Es bellísimo, en este sentido, es cuchar lo que dice de Jesús un texto del Nuevo Testamento: Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas... Cuando era insultado, no devolvía el insulto y mientras padecía no profería amenazas, al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente (1 Pedro 2,21-23).
Pero Jesús no solamente da el ejemplo, da también la fuerza (la Gracia) necesaria a quien se la pide para enfrentar las mismas cosas que enfrentó él. Y por eso podemos exclamar junto con Pablo: Yo lo puedo todo en aquel que me conforta (F1p. 4,13). Sí, lo podemos todo, incluido lo más difícil que es amar y perdonar a los enemigos, si Cristo nos da su fuerza y nos la dará infaliblemente, si somos perseverantes en pedirla y estamos decididos a obtenerla con nuestra disposición al sacrificio. Allí están los santos para testimoniarlo. y no sólo los canonizados, sino también los que están vivos, los que cada día enfrentan el mismo mundo violento y despiadado que enfrentamos nosotros y lo vencen con el poder de la resurrección de Cristo.
Ahora podemos acercarnos a las frases del Evangelio con más serenidad, dispuestos a creer que pueden convertirse en realidad también para nosotros. Al leer este mismo trozo evangélico en Mateo, una vez, nos detuvimos en particular en el amor y el perdón a los enemigos (véase VII y XXIV domingo, Ciclo A). Hoy debemos concentramos en otro punto, no menos importante, del discurso de Jesús: No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. El sentido no es: No juzguen a los hombres y así los hombres no los juzgarán a ustedes; sino más bien: No juzguen y no condenen al hermano y así Dios no los condenará a ustedes; mejor aún: ¡No condenen a su hermano, porque Dios no los condenó a ustedes! Es mucho más -como se ve– que una moral del oportunismo, del do ut des.
La Escritura tiene palabras muy duras contra la propensión incorregible del hombre a juzgar a los demás: ¿Quién eres tú para condenar al prójimo? (Sant. 4,12); Tú que pretendes ser juez de los demás -no importa quién seas- no tienes excusa, porque al juzgar a otros te condenas a ti mismo, ya que haces lo mismo que condenas (Rom. 2,1). Me gustaría que reflexionáramos justamente sobre estos dos motivos para no juzgar, traídos a colación por Santiago y San Pablo respectivamente.
¿Quién eres tú para juzgar a un hermano? Sólo Dios puede juzgar porque él conoce los secretos del corazón, los “por qué”, las intenciones y los fines de una acción. Mas nosotros, ¿qué sabemos de lo que pasa en el corazón de un hombre cuando hace de terminada cosa? ¿Qué sabemos de todos los condicionamientos a los que está sujeto, de los entretelones de sus intenciones? Querer juzgar, para nosotros, es realmente una operación riesgosísima, como poner un clavo a ojos cerrados, sin saber dónde se va a golpear: es exponernos a ser injustos, despiadados, obtusos. Basta observar cuán difícil es comprendernos y juzgarnos a nosotros mismos Y cuántas tinieblas envuelven nuestro pensamiento, para comprender que es totalmente imposible descender a las profundidades de otra existencia, a su pasado, a su presente, al dolor que ha vivido... ¿Quién puede conocer lo más íntimo del hombre, sino el espíritu del mismo hombre? (1 Cor. 2,11).
Hay una excepción a esta prohibición de juzgar que, en realidad, no es una excepción sino una confirmación. Tiene que ver con los que deben desarrollar, por su oficio, la tarea de juzgar: los jueces en el ámbito civil y los confesores en el ámbito eclesiástico. Lo que está excluido del precepto evangélico es el juicio personal, no el juicio ejercitado como servicio a la comunidad y a las personas y hecho en nombre de una autoridad que, cuando es legítima, vuelve a subir a Dios. Más bien, deben preocuparse verdaderamente por personificar la justicia de Dios que es también siempre misericordia y lo harán en la medida en que, condenando el pecado, sepan no condenar al pecador.
El motivo aducido por Pablo es: ¡Tú que juzgas haces lo mismo! He aquí una verdad de la que tuve que tomar conciencia, a mi pesar, cada vez que juzgué a alguien y después reflexioné sobre lo que había hecho. Es un rasgo típico de la psicología humana juzgar y condenar en los otros sobre todo lo que nos desagrada en nosotros mismos, pero que no nos atrevemos a enfrentar. El avaro condena la avaricia; el sensual ve pecados de lujuria por doquier; el orgulloso no hace más que ver pecados de soberbia en los demás. Proyectamos el propio mal y la propia intención oscura en los demás, ilusionándonos así, con ser liberados de ellos de manera indolora. Pero esto es mentira e hipocresía; es una forma de alienación (alienación de nuestro “yo” enfermo): Hipócrita –me dice Cristo mientras actúo así– quítate primero la viga de tu ojo y luego (si todavía te quedan ganas de hacerlo) quitarás la paja del ojo de tu hermano. Hay hombres –¡y mujeres!– que parecen jueces en audiencia permanente: a la mañana se levantan y se instalan en el tribunal, quedándose allí todo el día emitiendo sentencias. Oyen una noticia y juzgan; viene una persona y, apenas se va, juzgan.
Pero no nos demoremos demasiado en esta insensatez nuestra; veamos más bien cómo salir de ella. Ante todo, a nivel de comunidad cristiana. Debemos cuidar de no transformarnos, justamente nosotros los cristianos, en “Catones censores”. La tentación existe; el mundo está puesto, hoy más que nunca, en el maligno; a nuestro alrededor, hay gente que defiende leyes injustas, jóvenes que se equivocan con la droga, con la violencia. Debemos tener siempre presente que el Evangelio nos permite y nos obliga a condenar el pecado sin reticencias y sin miedo, pero no a con denar al pecador. Ningún hermano que ha pecado –decía San Francisco– debe ver tus ojos e irse sin tener la certeza de haber sido perdonado.
Más cerca de nosotros, en las relaciones diarias, en la familia y el ambiente de trabajo: ¡no juzgar, no condenar! Más bien hablar, expresar con sencillez alguna reserva, un desacuerdo, una desaprobación. Jesús condena el juicio, no la corrección; cuando corriges a un hermano le haces dos favores: muestras que lo estimas capaz de aceptar una corrección y le das una posibilidad de defensa. Esto no humilla, sino que por el contrario le da a la persona la certeza de ser tomada en serio, de ser considerada capaz de aceptar una crítica y de mejorar. Mujeres, no digan a los hijos qué les disgusta de su marido: díganselo a él. con amor y serenidad y crecerán juntos; ustedes, maridos, hagan lo mismo con su mujer. Si tienen una sospecha angustiante, si creen entrever una intención no buena, no alimenten ese pensamiento, no condenen “en contumacia”, o sea, en ausencia; no permitan que el maligno juegue con su resentimiento agrandando los motivos y exageran do los errores. De este modo, el resentimiento se infla adentro y se termina haciendo juicios sumarios, en los que se condena todo y no se salva nada de la otra persona. ¡Y todo, quizás, por un motivo que después resulta inexistente! Jesús dice: Amén primero; habría que agregar: ¡Hablen primero, rompan el hielo! Esto es amor, especialmente en las relaciones de familia; no esperar siempre que sea el otro el que dé el primer paso. Que cada uno vuelva a lo particular y a lo concreto pensando en su vida y proponiéndose algún gesto que pueda hacer hoy mismo, apenas regrese a su casa.
Recordemos ahora lo que dijimos al comienzo: todo esto es posible sólo “en Cristo Jesús”, si él hace de nosotros, con su Espíritu, hombres nuevos. La Eucaristía es la realidad de esta promesa: Ven, Señor, enséñanos a amarnos los unos a los otros como tú nos amaste y a no juzgar como tú no nos juzgaste.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
En toda convivencia entre marido y mujer, padres e hijos, hermanos, amigos..., hay un momento en que aparece la monotonía con su tejido de gestos repetidos, de palabras ya dichas y, sobre todo, la constatación de que los caracteres y puntos de vista no son coincidentes. Aparecen entonces los primeros conflictos, los malos modos, los silencios ostentosos, las críticas. Si Jesús pide que amemos al enemigo, ¿cómo deberemos conducirnos con los más allegados?
Debemos sobreponernos a la tentación de devolver mal por mal cuando en la convivencia se produzcan roces y abusos aunque la razón esté de nuestra parte, porque es más importante tener amor que tener razón, que exista armonía a salirme con la mía. Naturalmente que Dios nos pida que perdonemos a quienes han abusado de nuestra buena fe, no una sino repetidas veces, no quiere decir que no hagamos valer nuestros derechos. Una cosa es amar al enemigo y otra meterlo en casa. Como dice el pueblo: tú en tu casa, yo en la mía y Dios en la de todos. Pero esto no obsta para que perdonemos a quienes, en un momento de debilidad han cedido a un brote de impaciencia, de ira o de codicia. Dios nos ha perdonado a nosotros muchas veces el atrevimiento que supone ofenderle burlar sus mandatos y lo seguirá haciendo cuando se lo pidamos.
Vivimos según una filosofía que piensa que la vida es lucha, que no nos coman el terreno, que quien la hace la paga, la ley del Talión: ojo por ojo... No adoremos el altar del desquite, las represalias, la crítica venenosa..., en ese altar no está Dios. Él está con los brazos abiertos en la Cruz abrazando a la humanidad pecadora. Por lo demás, consuela pensar que los animales no perdonan cuando son molestados. El perdón es un patrimonio exclusivo del corazón humano, una de sus cualidades más atractivas y hermosas.
“Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?” Parece como si el Señor quisiera decirnos que para obrar así no hace falta ser cristiano. La caridad cristiana tiene de específico no el dar a otro lo que le corresponde, porque eso es la justicia, sino darle el amor que no le corresponde, porque Dios nos ha amado con un amor que no nos corresponde.
El perdón es, no sólo una necesidad para que la convivencia no se envenene, sino un requisito para ser perdonados por nuestro Padre del Cielo: “perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, pedimos en el Padrenuestro. ¿Y hay alguien que no necesite que la lluvia de la benevolencia divina descienda mansamente sobre su corazón para limpiarlo del polvo y de la basura de este mundo?
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
Imágenes de Dios, Amor sin límites
I. LA PALABRA DE DIOS
1 S: El Señor te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra ti
Sal 102, 1-2.3-4.8 y 10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso
1 Co 15, 45-49: Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial
Lc 6, 27-38: Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo
II. LA FE DE LA IGLESIA
«En Cristo, imagen del Dios invisible, el hombre ha sido creado a imagen y semejanza del Creador. En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios» (1701).
«El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien...» (1709).
«Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse, de darse libremente y estar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser pueda dar en su lugar» (357).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Sta. Catalina de Siena) (356).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
La generosidad con que David perdonó a su enemigo mortal Saúl es un ejemplo humano de la compasión y misericordia divina que canta el Salmo 102.
Al evangelio según S. Lucas se le conoce como «Evangelio de la misericordia». Tiene en este pasaje una enseñanza central: el amor a los enemigos. La misericordia y compasión de Dios Padre es el modelo supremo de la conducta cristiana.
Cristo resucitado es testimonio de la forma de vida gloriosa a la que están llamados los cristianos, es el nuevo Adán, primicia de una humanidad nueva.
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
Dios es Amor, Misericordioso y Clemente: 218-221; 210-211.
La respuesta:
El hombre, imagen de Dios: 1701-1715.
C. Otras sugerencias
El cristiano sabe cuál es su felicidad o bienaventuranza y conoce también el camino para alcanzarla: realizarse en lo que es: imagen de Dios.
Dios no es una idea, ha mostrado perfectamente su imagen en Jesucristo, que ama hasta los enemigos y es compasivo y misericordioso. Hemos sido creados a imagen del Hijo, muerto y resucitado para la salvación de los hombres.
La predicación moral de Jesús tiene en el Evangelio una de sus enseñanzas centrales. Es consecuencia de la fe en el Dios que creemos revelado por Jesús. Dios, cuyo amor es sin límites, llama al cristiano a lo mismo.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Magnanimidad
– La disposición de acometer grandes cosas por Dios y por los hombres acompaña siempre a una vida santa.
I. La Primera lectura de la Misa nos muestra a David huyendo del rey Saúl por las tierras desérticas de Zif[1]. Una noche en la que el rey descansa en medio de sus hombres, David se acercó al campamento con su más fiel amigo, Abisaí. Vieron a Saúl durmiendo, echado en medio del círculo de carros, la lanza hincada en tierra junto a la cabecera. Abner y la tropa dormían echados alrededor. Abisaí dijo a David: Dios te pone al enemigo en la mano. Voy a clavarlo en la tierra de un solo golpe; no hará falta repetirlo. La muerte del rey era sin duda el camino corto para librarse de una vez de todos los peligros y para llegar al trono; pero David escogió, por segunda vez[2], la senda más larga, y prefirió perdonar la vida a Saúl. David se nos muestra, en ésta y en otras muchas ocasiones, como un hombre de alma grande, y con este espíritu supo ganarse primero la admiración y luego la amistad de su más encarnizado enemigo, y del pueblo. Sobre todo, se ganó la amistad de Dios.
El Evangelio de la Misa[3] también nos invita a ser magnánimos, a tener un corazón grande, como el de Cristo. Nos manda bendecir a quienes nos maldigan, orar por quienes nos injurian..., realizar el bien sin esperar nada a cambio, ser compasivos como Dios es compasivo, perdonar a todos, ser generosos sin cálculo ni medida. Acaba el Señor diciéndonos: dad y se os dará; os verterán una buena medida, apretada, colmada, rebosante. Y nos advierte: con la misma medida que midáis seréis medidos. La virtud de la magnanimidad, muy relacionada con la fortaleza, consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes[4], y la llama Santo Tomás “ornato de todas las virtudes”[5]. Esta disposición de acometer grandes cosas por Dios y por los demás acompaña siempre a una vida santa. El empeño serio de luchar por la santidad es ya una primera manifestación de magnanimidad. El magnánimo se plantea ideales altos y no se amilana ante los obstáculos, ni las críticas, ni los desprecios, cuando hay que sobrellevarlos por una causa elevada. De ninguna forma se deja intimidar por los respetos humanos ni por un ambiente adverso y tiene en muy poco las murmuraciones. Le importa mucho más la verdad que las opiniones, con frecuencia falsas y parciales[6].
Los santos han sido siempre personas con alma grande (magna anima) al proyectar y realizar las empresas de apostolado que han llevado a cabo, y al juzgar y tratar a los demás, a quienes han visto como a hijos de Dios, capaces de grandes ideales. No podemos ser pusilánimes (pusillus animus), almas cortas y estrechas, con ánimo encogido. “Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”[7]. Ninguna manifestación mayor que ésta: la entrega a Cristo, sin medida, sin condiciones.
– La magnanimidad se muestra en muchos aspectos: capacidad para perdonar con prontitud los agravios, olvidar rencores, en la generosidad...
II. La grandeza de alma se muestra también en la disposición para perdonar lo mucho y lo poco, de las personas cercanas a nuestra vida y de las lejanas. No es propio del cristiano ir por el mundo con una lista de agravios en su corazón[8], con rencores y recuerdos que empequeñecen el ánimo y lo incapacitan para los ideales humanos y divinos a los que el Señor nos llama. De la misma manera que Dios está siempre dispuesto a perdonarlo todo de todos, nuestra capacidad para perdonar no puede tener límites; ni en el número de veces, ni por la magnitud de la ofensa, ni por las personas de quienes proviene la supuesta injuria: “nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón”[9]. En la Cruz, Jesús cumplía lo que había enseñado: Padre, perdónales, ruega. Y enseguida la disculpa: porque no saben lo que hacen[10]. Son palabras que muestran la grandeza de alma de su Humanidad Santísima. Y en el Evangelio de la Misa de hoy leemos: Amad a vuestros enemigos... orad por los que os calumnian[11]. Esta grandeza de alma la pidió siempre Jesús a los suyos. El primer mártir, San Esteban, morirá pidiendo perdón para quienes le matan[12]. ¿No vamos a saber nosotros perdonar las pequeñeces de cada día? Y si alguna vez llega la difamación, la calumnia, ¿no vamos a saber aprovechar la ocasión de ofrecer algo de más valor? Mejor todavía si ni siquiera llegamos a tener que perdonar porque, imitando a los santos, no nos sentimos ofendidos.
Ante lo que vale la pena (ideales nobles, tareas apostólicas y, sobre todo, Dios) el alma grande aporta de lo propio sin reservas: dinero, esfuerzo, tiempo. Sabe y entiende bien las palabras del Señor: por mucho que dé, más recibirá; el Señor echará en su regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis seréis medidos[13]. Debemos preguntarnos si damos de lo propio con generosidad; más aún, si nos damos, es decir, si seguimos con paso pronto y fuerte el camino, la vocación concreta que el Señor nos pide a cada uno.
Por otra parte, el proponerse cosas grandes para el bien de los hombres, o para remediar las necesidades de muchas personas, o para dar gloria a Dios, puede llevar en ocasiones al gasto de grandes sumas de dinero y a poner los bienes materiales al servicio de esas obras grandes[14]. Y la persona magnánima sabe hacerlo sin asustarse; valorando con la virtud de la prudencia todas las circunstancias, pero sin tener el ánimo encogido. Las grandes catedrales son un ejemplo de tiempos en los que existían muchos menos medios humanos y económicos que ahora, pero en los que la fe era quizá más viva. Desde los primeros tiempos, la Iglesia procuró con especial interés que “los objetos sagrados sirvieran al esplendor del culto con dignidad y belleza”[15]. Y los buenos cristianos se han desprendido muchas veces de aquello que consideraban de mayor valor, para honrar a la Virgen o para el culto..., y han sido generosos en sus aportaciones y limosnas para las cosas de Dios y para aliviar a sus hermanos más necesitados, promoviendo obras de enseñanza, de cultura, de asistencia material y sanitaria.
Y en una sociedad que no frena sus gastos superfluos e innecesarios, con frecuencia vemos cómo muchas obras de apostolado y quienes a ellas han dedicado su vida entera, no raramente se ven sujetos a privaciones y a continuos replanteamientos de esas labores por falta de medios. La grandeza de alma que el Señor pide a los suyos nos llevará, no sólo a ser muy generosos con nuestro tiempo y con nuestros medios económicos, sino también a que otros –según sus disponibilidades– se sientan movidos a cooperar en bien de sus hermanos los hombres. La generosidad siempre acerca a Dios; por eso, en incontables ocasiones, será éste el mejor bien que podemos hacer a nuestros amigos: fomentar su generosidad. Esta virtud ensancha el corazón y lo hace más joven, con más capacidad de amar.
– Es fruto de la vida interior. Y cuando se descuida el trato personal con Jesucristo, el ánimo se apoca y se empequeñece ante cualquier empresa sobrenatural.
III. Santa Teresa insistía en que conviene mucho no apocar los deseos, pues “Su Majestad es amigo de almas animosas” que se plantean metas grandes, como han hecho los santos, los cuales no habrían llegado a tan alto estado si no hubieran tomado la firme determinación de dirigirse hacia allí –contando siempre con la ayuda de Dios–. Y se lamentaba de esas almas buenas que, incluso con una vida de oración, en vez de volar hacia Dios se quedan a veces pegadas a tierra “como sapos”, o se contentan “con cazar lagartijas”[16].
“No dejéis que se os encoja el alma y el ánimo, que se podrán perder muchos bienes... No dejéis arrinconar vuestra alma, que en lugar de procurar santidad, sacará otras muchas más imperfecciones”[17]. La pusilanimidad, que impide el progreso en el trato con Dios, “consiste en la incapacidad voluntaria para concebir o desear cosas grandes, y queda plasmada en el espíritu raquítico y ramplón”[18]. También se manifiesta en una visión pobre de los demás y de lo que pueden llegar a ser con el auxilio divino, aunque hayan sido grandes pecadores. El pusilánime es hombre de horizontes estrechos, resignado a la comodidad de ir tirando: no tiene ambiciones nobles. Y mientras no supere ese defecto, nunca se atreverá a comprometerse con Dios en un plan de vida, o en sacar adelante unas tareas apostólicas, o en una entrega: todo le resulta demasiado grande, porque él está en cogido.
La magnanimidad es un fruto del trato con Jesucristo. A una vida interior rica y exigente, llena de amor, acompaña siempre una disposición de acometer grandes empresas, en el propio ámbito, por Dios. Esta virtud se apoya en la humildad y lleva consigo “una fuerte e inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y la calma perfecta de un corazón sin miedo” que “no se esclaviza ante nadie...: únicamente es siervo de Dios”[19]. El magnánimo se atreve a lo grande porque sabe que el don de la gracia eleva al hombre para empresas que están por encima de su naturaleza[20], y sus acciones cobran entonces una eficacia divina: se apoya en Dios, que es poderoso para hacer que nazcan de las mismas piedras hijos de Abraham[21]. Es audaz en el apostolado porque es consciente de que el Espíritu Santo se sirve de la palabra del hombre como de un instrumento, pero es Él quien perfecciona la obra[22]. Tiene la seguridad de que toda la eficacia reside en Dios, que da el incremento[23], y en esto pone su confianza.
La Virgen María nos dará esta grandeza de alma que tuvo Ella en sus relaciones con Dios y con sus hijos los hombres. Dad y se os dará...; no nos quedemos cortos o encogidos. Jesús presencia nuestra vida.
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Rev. D. Josep Miquel BOMBARDÓ (Sabadell, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo»
Hoy escuchamos unas palabras del Señor que nos invitan a vivir la caridad con plenitud, como Él lo hizo («Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»: Lc 23,34). Éste ha sido el estilo de nuestros hermanos que nos han precedido en la gloria del cielo, el estilo de los santos. Han procurado vivir la caridad con la perfección del amor, siguiendo el consejo de Jesucristo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).
La caridad nos lleva a amar, en primer lugar, a quienes nos aman, ya que no es posible vivir en plenitud lo que leemos en el Evangelio si no amamos de verdad a nuestros hermanos, a quienes tenemos al lado. Pero, acto seguido, el nuevo mandamiento de Cristo nos hace ascender en la perfección de la caridad, y nos anima a abrir los brazos a todos los hombres, también a aquellos que no son de los nuestros, o que nos quieren ofender o herir de cualquier manera. Jesús nos pide un corazón como el suyo, como el del Padre: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,36), que no tiene fronteras y recibe a todos, que nos lleva a perdonar y a rezar por nuestros enemigos.
Ahora bien, como se afirma en el Catecismo de la Iglesia, «observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios». El Beato Newman escribía: «¡Oh Jesús! Ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que vaya. Inunda mi alma con tu espíritu y vida. Penetra en mi ser, y hazte amo tan fuertemente de mí que mi vida sea irradiación de la tuya (...). Que cada alma, con la que me encuentre, pueda sentir tu presencia en mí. Que no me vean a mí, sino a Ti en mí».
Amaremos, perdonaremos, abrazaremos a los otros sólo si nuestro corazón es engrandecido por el amor a Cristo.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Darse a los demás
«Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen».
Eso dice Jesús.
Ama, sacerdote, porque la perfección del hombre es el amor.
Vive, sacerdote, la perfección de ti mismo, transformando tus obras en amor.
Camina, sacerdote, el camino, siguiendo a aquel que es el amor, el camino, la vida.
Conoce, sacerdote, y enseña la verdad. La verdad es el amor.
Manifiesta, sacerdote, tu amor, alcanzado en aquel que te ha amado primero, y perfecciónate a través de obras de misericordia.
Amar, sacerdote, es lo que te pide tu Señor.
Tú has sido creado a imagen y semejanza de Dios, y Dios es amor.
El amor es don. El que es don se da. El que se da, ama.
Date tú, sacerdote, a los demás, a los que te aman y a los que no te aman, a los que te aprecian, y a los que te desprecian, a los que te respetan y a los que te difaman, y te humillan, te persiguen, te calumnian y te engañan.
Haz justicia, sacerdote, y date al pecador, búscalo, sírvelo, atiéndelo, y aprécialo por sus debilidades, porque es a ellos a quienes ha venido a buscar tu Señor, a través de ti, entregándose, entregándote con Él por amor, para su salvación.
Eso es lo que hizo tu Padre que está en el Cielo, y que tanto amó al mundo que le dio a su único Hijo, por amor, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.
Y Él, por amor, se entregó, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz, alcanzando en la cruz, la perfección para todos los hombres.
Agradece, sacerdote, a tu Señor, porque Él ha hecho nuevas todas las cosas, para que tú puedas ser perfecto, como tu Padre que está en el Cielo es perfecto, para que seas justo como tu Señor es justo, para que seas santo, por Él y con Él en el Espíritu Santo.
Ama, sacerdote, a los que te aman, y enséñales a amar a los que no te aman.
Busca, sacerdote, a los que te persiguen, encuéntralos y entrégate, para que no te quiten tu vida, sino que tú la des. Eso es lo que hizo tu Maestro, y eso es lo que tú debes hacer.
Pide, sacerdote, para ellos, el amor derramado en la cruz de tu Señor, que es misericordia, para que ellos alcancen contigo la perfección, para que sean justos y sean santos, porque eso es lo que te pide tu Señor.
Escucha, sacerdote, la Palabra de Dios, y ponla en práctica, abriendo la puerta de tu corazón. Mira que Él está a la puerta y llama, y si tú lo dejas entrar, Él entrará y cenará contigo y tú con Él, te librará de tus enemigos, te servirá a la mesa, y convidará de tu plato a tus amigos, convirtiendo los corazones de aquellos pecadores arrepentidos, por los que tú entregaste tu vida, porque cuando llegue la hora del encuentro, cara a cara con tu Señor, te postrarás ante tu Maestro para rendirle cuentas, y Él te dirá: “yo te llamé y yo te elegí para ser mi discípulo, para aprender de mí, y dejarlo todo, para tomar tu cruz y seguirme”.
Pero Él no te llamó siervo, te llamó amigo, para darse contigo, para darte con Él, por igual, a sus amigos y a sus enemigos, para dejarse crucificar, y salvar a todos los que Él tanto ha querido, porque Él ha nacido en el mundo por obediencia y por amor a su Padre, pero Él, que es perfecto, como su Padre que está en el Cielo es perfecto, se ha enamorado de los hombres, y ha querido alcanzarles la perfección, a través de la justificación, destruyendo los pecados en su cuerpo crucificado.
Y tú, sacerdote, ¿qué responderás cuando llegue tu hora?
¿Te diste?
¿Amaste?
¿Lo diste a Él?
¿Te entregaste?
¿Diste tu vida por tu propia voluntad?
¿Hiciste el bien a los que te hicieron mal?
¿Rogaste por los que te perseguían?
¿Trataste con todas tus fuerzas de ser perfecto?
¿Pediste ayuda a tu Señor y lo lograste?, ¿o quisiste hacer todo con tus propias fuerzas, y fracasaste?
Ama, sacerdote, ama, y recibe el amor.
Haz el bien, sacerdote, y bendice.
Eso es lo que te enseña tu Maestro, eso es lo que te pide tu Señor, y Él se entrega a ti, por su propia voluntad, confiando en que tu libertad la usarás para amarlo, para respetarlo, para bendecirlo, para adorarlo, y para entregarlo a los demás.
Recíbelo tú, sacerdote, primero, y entrégalo, para que lo reciban los demás y ellos también lo puedan entregar, porque nadie puede dar lo que no tiene.
Dando y recibiendo es como amas, es como te vuelves perfecto, como tu Padre que está en el Cielo es perfecto.
(Espada de Dos Filos I, n. 54)
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[1] 1S 26, 2; 7 - 9; 12 - 13; 22 - 23.
[2] Cfr. 1S 24, 1 ss.
[3] Lc 6, 27 - 38.
[4] santo TOMAS, Suma Teológica, 2 - 2. q. 129, a. 1.
[5] Ibídem, a. 4.
[6] R. GARRIGOU - LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 316.
[7] J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 80.
[8] Cfr. IDEM, Surco, n. 738.
[9] SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo,19, 7.
[10] Lc 23, 34.
[11] Lc 6, 27 - 28.
[12] Cfr. Hch 7, 60.
[13] Lc 6, 38.
[14] Cfr. santo TOMAS, Suma Teológica, 2 - 2, q. 134.
[15] CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum concilium, 122.
[16] SANTA TERESA, Vida,13, 2 - 3.
[17] IDEM, Camino de perfección,72, 1.
[18] Gran Enciclopedia Rialp, voz FORTALEZA, vol. X, p. 341.
[19] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976, p. 278.
[20] santo TOMAS, Suma Teológica, 2 - 2, q. 171, a. 2.
[21] Cfr. Mt 3, 9.
[22] Cfr. santo TOMAS, o. c., 2 - 2, q. 177, a. 1.
[23] Cfr. 1Co 3, 7.