Domingo 18 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2019 - Homilías 21.X.13 y 19.X.15
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells (Salt, Girona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

VANIDAD DE VANIDADES

Eclii 1, 2; 2,21-23; Col 3, 1-5,9-11, Lc 12, 13-21

De la insensatez y la necedad nos habla tanto el Evangelio como el Qohelet. Quien se aficiona a las grandezas humanas y se fatiga trabajando duramente, no puede olvidar la advertencia del sabio: “también eso es vanidad y grave desgracia”. La moderación de quien goza y disfruta del producto de su trabajo es la verdadera sensatez. El Evangelio también formula advertencias a los discípulos para que no se dejen atrapar por la codicia. La razón es transparente: la vida no depende de los bienes. Acto seguido, ilustra esa enseñanza con la conocida parábola del rico necio, que se embriaga de su cuantiosa cosecha y se ufana creyendo que tiene la vida en el puño de la mano. El cierre del relato termina planteándonos un dilema, el enriquecimiento propio o el enriquecimiento delante de Dios. Quien haya recibido riquezas tendrá que encaminarlas no solo al beneficio propio, sino también al de sus semejantes.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 69. 2. 6

Dios mío, ven en mi ayuda; Señor, date prisa en socorrerme. Tú eres mi auxilio y mi salvación; Señor, no tardes.

ORACIÓN COLECTA

Ayuda, Señor, a tus siervos, que imploran tu continua benevolencia, y ya que se glorían de tenerte como su creador y su guía, renueva en ellos tu obra creadora y consérvales los dones de tu redención. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

¿Qué provecho saca el hombre de todos sus trabajos?

Del Eclesiastés (Cohélet): 1, 2; 2, 21-23

Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión. Hay quien se agota trabajando y pone en ello todo su talento, su ciencia y su habilidad, y tiene que dejárselo todo a otro que no lo trabajó. Esto es vana ilusión y gran desventura. En efecto, ¿qué provecho saca el hombre de todos sus trabajos y afanes bajo el sol? De día dolores, penas y fatigas; de noche no descansa. ¿No es también eso vana ilusión?

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14.17

R/. Señor, ten compasión de nosotros.

Tú haces volver al polvo a los humanos, diciendo a los mortales que retornen. Mil años son para ti como un día, que ya pasó; como una breve noche. R/.

Nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana y por la tarde se marchita y se seca. R/.

Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos. ¿Hasta cuándo, Señor, vas a tener compasión de tus siervos? ¿Hasta cuándo? R/.

Llénanos de tu amor por la mañana y júbilo será la vida toda. Que el Señor bondadoso nos ayude y dé prosperidad a nuestras obras. R/.

SEGUNDA LECTURA

Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo.

De la carta del apóstol san Pablo a los colosenses: 3, 1-5. 9-11

Hermanos: Puesto que han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra, porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vida de ustedes, entonces también ustedes se manifestarán gloriosos juntamente con él.

Den muerte, pues, a todo lo malo que hay en ustedes: la fornicación, la impureza, las pasiones desordenadas, los malos deseos y la avaricia, que es una forma de idolatría. No sigan engañándose unos a otros; despójense del modo de actuar del viejo yo y revístanse del nuevo yo, el que se va renovando conforme va adquiriendo el conocimiento de Dios, que lo creó a su propia imagen. En este orden nuevo ya no hay distinción entre judíos y no judíos, israelitas y paganos, bárbaros y extranjeros, esclavos y libres, sino que Cristo es todo en todos. Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 5, 3

R/. Aleluya, aleluya.

Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. R/.

EVANGELIO

¿Para quién serán todos tus bienes?

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 12,13-21

En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?”. Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”. Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: ‘¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’. Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”. Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Santifica, Señor, por tu piedad, estos dones y al recibir en oblación este sacrificio espiritual, conviértenos para ti en una perenne ofrenda. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sb 16, 20

Nos has enviado, Señor, pan del cielo, que encierra en sí toda delicia, y satisface todos los gustos.

O bien: Jn 6, 35

Yo soy el pan de vida, dice el Señor. Quien venga a mí no tendrá hambre, y quien crea en mí no tendrá sed.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Acompaña, Señor, con tu permanente auxilio, a quienes renuevas con el don celestial, y a quienes no dejas de proteger, concédeles ser cada vez más dignos de la eterna redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Vanidad de vanidades (Qo 1,2; 2,21-23)

1ª lectura

El libro del Eclesiastés (Qohélet) comienza y termina casi con las mismas palabras: «¡Vanidad de vanidades...» (v. 2; cfr 12,8). En esa frase se sintetiza de modo admirable la idea central de la obra y se expresa la valoración que merecen al autor sagrado las rea­lidades del mundo y los frutos del esfuerzo humano, incluido el hallazgo de una sabiduría superficial que no está de acuerdo con los datos evidentes de la experiencia. La raíz hebrea del término que traducimos como «vanidad» significa algo así como «vapor», «aire», «vaho», y connota la idea de inconsistencia, ilusión, irrealidad. Algunos la relacionan con otra raíz que significa «huidizo», «evanescente», en el sentido de incomprensible para el hombre, y éste es ciertamente un aspecto presente a lo largo del libro. «Vanidad de vanidades» es la forma hebrea de superlativo, como «Can­tar de los cantares».

Al leer este libro conviene tener presente que el autor es un maestro judío, buen conocedor de la Ley y de la tradición sapiencial de Israel, que ante la irrupción en Judea de diversas corrientes de pensamiento procedentes de la cultura griega se plantea con radicalidad si la respuesta sobre el valor de las acciones humanas, y su retribución según aquella tradición israelita, es válida; o si lo son las propuestas hedonistas y al margen de Dios propugnadas por los filósofos griegos en las plazas y en las calles. Qohélet no va a dejar en pie ni una ni otra. Con una considerable dosis de realismo cuestiona las doctrinas y enfoques vitales que han prendido en la gente y rompe falsas certezas. Sus palabras no manifiestan una actitud escéptica ante la capacidad humana de conocer, sino ante los intentos de los que buscan alcanzar la sabiduría sin ir a la raíz de la realidad de la vida. «El Eclesiastés explica la constitución particular de las cosas, y nos manifiesta y hace presente la vanidad de cuanto hay en el mundo, para que entendamos que no son dignas de ser apetecidas las cosas que son transitorias y para que comprendamos que no debemos dirigir nuestra atención a las cosas fútiles o de ninguna entidad» (S. Basilio, In principium Proverbiorum 1).

Para un cristiano no hay distinción de razas ni condiciones sociales (Col 3,1-5.9-11)

2ª lectura

Por el Bautismo el cristiano participa de la vida gloriosa de Jesucristo resucitado. Por eso, Cristo debe llenar todos los horizontes de su vida. «Mi amor está crucificado (...). No me satisfacen los alimentos corruptibles y los placeres de este mundo. Lo que yo quiero es el pan de Dios, que es la carne de Cristo, nacido de la descendencia de David, y no deseo otra bebida que su sangre, que es la caridad incorruptible» (S. Ignacio de Antioquía, Ad Romanos 6,1-9,3). El deseo de vivir con Cristo proporciona una nueva perspectiva a la existencia en este mundo: «Los cristianos, peregrinando hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba (cfr vv. 1-2), lo cual en nada disminuye la importancia de la obligación que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 57).

El rico insensato (Lc 12,13-21)

Evangelio

En el mismo marco de doctrina que el discurso anterior —valorar las cosas de la tierra con los ojos puestos en el Cielo— Jesús explica ahora el peligro de fijar los horizontes de la vida en las riquezas: «El tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento en que se convierte en el bien supremo que le impide mirar más allá» (Pablo VI, Populorum progressio, n. 19).

La parábola que ejemplifica la enseñanza es muy significativa, porque, en un primer momento, nos parece que aquel hombre rico actúa con previsión: si la cosecha ha sido buena, hay que atesorar y no despilfarrar. Jesús corrige esa visión desde un punto de vista más profundo. Esta vida, si bien es vida, es poca cosa: hay que vivir con otra perspectiva, hay que ser rico ante Dios (v. 21). Por eso, tener presente la muerte es una riqueza para nuestra vida: «Quien vive como si hubiera de morir cada día —puesto que nuestra vida es incierta por naturaleza— no pecará, ya que el buen temor extingue gran parte del desorden de los apetitos; por el contrario, el que cree que va a tener una larga vida, fácilmente se deja dominar por los placeres» (S. Atanasio, Vita Antonii).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Confianza en la Providencia

Díjole uno de la muchedumbre: Maestro di a mi hermano que parta conmigo la herencia. Y Él le respondió: Pero hombre, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros? Todo este pasaje está ordenado a cómo aceptar el dolor para confesar al Señor, sea por desprecio a la muerte, por la esperanza del premio o por la amenaza de un castigo eterno que jamás dejará de ser tal. Y puesto que, frecuentemente, acontece que la avaricia es causa de tentación para la virtud, se añade también el mandamiento de suprimirla y cómo hay que hacerlo, cuando dice el Señor: ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros? El que había descendido por razones divinas, con toda justicia rechaza las terrenas, y no se digna hacerse juez de pleitos ni repartidor de herencias terrenas, puesto que Él tenía que juzgar y decidir sobre los méritos de los vivos y los muertos. Debes, pues, mirar no lo que pides, sino a quien se lo pides, y no creas que un espíritu dedicado a cosas mayores puede ser importunado por menudencias. Por esto, no sin razón es rechazado este hermano que pretendía que el Dispensador de los bienes celestiales se ocupara en cosas materiales, cuando precisamente no debe ser un juez el mediador en el pleito de la repartición de un patrimonio, sino el amor fraterno; aunque, en realidad, lo que debe buscar un hombre no es el patrimonio del dinero, sino el de la inmortalidad; pues vanamente reúne riquezas el que no sabe si podrá disfrutar de ellas, como aquel que, pensando derribar los graneros repletos para recoger las nuevas mieses, preparaba otros mayores para las abundantes cosechas, sin saber para quién las amontonaba (Sal 38, 7). Ya que todas las cosas que son del mundo se quedan en él, y nos abandona todo aquello que acaparamos para nuestros herederos; y, en realidad, dejan de ser nuestras todas esas cosas que no podemos llevar con nosotros. Sólo la virtud acompaña a los difuntos, sólo la misericordia nos sirve de compañera, esa misericordia que actúa en nuestra vida como norte y guía hacia las mansiones celestiales, y logra conseguir para los difuntos, a cambio del despreciable dinero, los eternos tabernáculos; así lo testimonian los preceptos del Señor, cuando nos dice: Con las riquezas injustas haceos amigos, para que, cuando éstas falten, os reciban en los eternos tabernáculos (Lc 16, 9). Este es un precepto inteligente, lleno de sabiduría y apto para animar aun a los avaros a que opten por cambiar las cosas corruptibles por las eternas, las terrenas por las divinas. Pero, puesto que muchas veces la entrega se entorpece por la debilidad de la fe y, cuando se va a repartir la herencia, viene a la mente la preocupación de todo lo que es necesario para la vida, el Señor añade:

No os preocupéis de vuestra vida por lo que comeréis; ni de vuestro cuerpo por lo que vestiréis; porque, en verdad, el alma es más importante que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Pues a los que creen en Dios, no hay mejor medio para darles confianza como ese soplo vital que es el espíritu, el cual hace durar la unión completa del alma y del cuerpo, unidad que, por otra parte, no exige ningún trabajo nuestro y que perdura, sin que falte el alimento apropiado, hasta que llegue el día de la muerte. Y si el alma está vestida del ropaje del cuerpo y éste recibe vida en virtud de la energía del alma, resulta absurdo creer que nos faltará el alimento suficiente precisamente cuando hemos recibido lo más, que es la realidad permanente de la vida.

Considerad —dijo— las aves del cielo. Este es un ejemplo grande y digno de ser imitado por la fe. Porque, si las aves del cielo, que no hacen ningún ejercicio de cultivo ni recogen la abundancia de las mieses, reciben sin falta su alimento de la divina providencia, parece justo que veamos la avaricia como la única causa de nuestra pobreza. Pues si ellos tienen en abundancia ese alimento que no han trabajado, es porque no se atribuyen los frutos que han recibido para todos como si fuera algo particular, mientras que nosotros hemos perdido los bienes comunes por reivindicar nuestra propiedad; y el hecho es que nada hay propio de nadie allí donde no hay nada duradero, ni existen unas provisiones seguras donde los acontecimientos son inciertos. ¿Por qué, pues, crees que las riquezas son tuyas, cuando Dios ha querido que el alimento reservado para ti sea común al de los demás animales? Las aves del cielo no reivindican para sí nada especial, y por eso no conocen la indigencia en lo que al alimento se refiere, ya que no pueden envidiar a los otros seres.

Mirad los lirios cómo crecen; y más abajo: si a la hierba que hoy está en el campo y mañana es arrojada al fuego la viste Dios así... He aquí unas palabras alentadoras y humanas, ya que el Señor, por medio de esta comparación verbal de la flor y la hierba, nos ha invitado a la confianza en Dios, el cual nos concederá su misericordia tanto materialmente, para que podamos llegar a la estatura propia de nuestro cuerpo, como espiritualmente, puesto que, sin la ayuda de Dios, no podemos sobrepasar la medida de nuestra estatura. Y ¿qué más humano obtener la persuasión que el ver cómo la providencia de Dios viste de ese modo aun a los seres irracionales, los cuales no carecen de nada que les pueda hacer falta para su belleza y ornato, y todo esto para que creas que mucho más velará para que nunca necesite nada el hombre, dotado de razón, con la condición que éste arroje toda su preocupación en Dios y no traicione su fe con la duda, sino que, por el contrario, cuente sobre todo y plenamente con el socorro divino?

Con todo, es necesario que examinemos estas cosas con más profundidad, ya que no parece que sea indiferente el hecho de que la flor sea comparada al mismo hombre y, más aún, puesta como superior al mismo hombre, representado por Salomón, hombre tan privilegiado, que mereció construir un templo a Dios que, bien en figura o bajo el signo del misterio, representaba a la Iglesia de Cristo, y no parece fuera de propósito el pensar que el brillante colorido representa la gloria de los ángeles del cielo, los cuales son realmente las flores de este mundo, ya que la tierra se adorna con su fulgor y derraman sobre ella el buen olor de la santificación. Protegidos con su ayuda podemos decir: Nosotros somos olor de Cristo en aquellos que se salvan (2 Co 2, 15), los cuales, no teniendo ninguna preocupación ni oprimidos por necesidad alguna de trabajar, conservan en sí mismos la gracia de la liberalidad divina y los dones de la naturaleza celeste. Y así muy bien se nos presenta Salomón, aquí revestido de su gloria y en otro lugar cubierto (Mt 6, 29), con el fin de cubrir la debilidad de su naturaleza corporal con el vigor del alma, revistiéndola con el esplendor de sus obras. Mientras que los ángeles, cuya naturaleza es más parecida a la de Dios y se halla inmune a todo sufrimiento corporal, tienen la preferencia sobre el hombre, aunque éste sea el más digno de ser ayudado a causa de su debilidad. Así, puesto que los hombres serán, por la resurrección, como los ángeles en el cielo, el Señor nos quiere ordenar, por medio de este ejemplo de los ángeles, que debemos esperar una mayor gloria celeste de Aquel que se la dio a ellos, cuando nuestra mortalidad sea absorbida por la vida; ya que es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Co 15, 53).

Muchos juzgan este símil verdaderamente exacto tanto en lo que se refiere a la naturaleza de la flor como a las partes accidentales de esta planta escogida, y es que los lirios no requieren cuidado especial ni ser trabajados durante el año; no hay semejanza entre la recolección de los demás frutos y el nacimiento de esta flor, que devuelve el trabajo de los laboriosos agricultores traducidos en beneficios para la tierra. Cualquiera que sea la avidez de la tierra, todo lo que crece es impulsado a florecer por la virtud natural de una sabia que brota de la misma tierra y siempre late en ella. Y así, cuando veas que el tallo de las hojas viejas se seca, debes pensar que es que la flor comienza de nuevo como a revivir; porque es que el verdor se oculta, pero no se pierde; pero tan pronto como esa flor es provocada por las caricias primaverales, vuelve a revestirse de sus brotes, le nace de nuevo su cabellera y con ello toda la belleza que es propia de los lirios. Más, como recordamos haber expuesto más ampliamente este pasaje en otro lugar, es conveniente dejarlo para no volver sobre la misma cosa.

Pero me complace advertir cómo los lirios no se dan en las asperidades de los montes ni en los lugares incultos de los bosques, sino en la galanura de los huertos. Y es porque hay jardines de diversos frutos, es decir, de variadas virtudes, y por eso está escrito: Eres jardín cerrado, hermana mía, esposa mía, eres jardín cerrado, fuente sellada (Ct 4, 12); y esto porque, donde florece la pureza, la castidad, la religión, la confianza silenciosa de los misterios y allí donde brilla el resplandor de los ángeles, allí crecen las violetas de los confesores, los lirios de las vírgenes y las rosas de los mártires. Y nadie crea que el comparar los lirios a los ángeles sea algo que carece de exactitud, ya que el mismo Cristo se llama a sí mismo lirio cuando dice: Yo soy la flor del campo y el lirio de los valles (Ct 2, 1). Y muy exacto resulta comparar a Cristo con un lirio, porque donde está la sangre de los mártires, allí está Cristo, que es una flor la más hermosa, sin mancha e inocente, en el cual no se encuentra la asperidad de las espinas que punzan, sino una gracia derramada alrededor que clarifica. A la verdad, las rosas tienen espinas para simbolizar los tormentos de los mártires. Pero la divinidad inmaterial no tiene espinas, porque no sufrió nunca.

Pero aunque los lirios o los ángeles estén vestidos de una gloria superior a la humana, no debemos desesperar de la misericordia divina sobre nosotros, a quienes el Señor, por la gracia de la resurrección, promete un aspecto semejante al de los ángeles. En este lugar parece estar también tocada una cuestión que el mismo Apóstol no dejó de tratar, ya que las gentes de este mundo se preguntan cómo resucitan los muertos y con qué cuerpo vuelven (1 Co 15, 35).

Ahora bien, al decir: Buscad el reino de Dios, y todas estas cosas se os darán como consecuencia, nos quiere enseñar que la gracia no ha de faltar a los creyentes ni en el presente ni en el futuro, con tal que éstos, deseando las cosas divinas, no busquen con avidez las terrenas. Resulta, en efecto, innoble que los que sirven a ese reino se preocupen del alimento. Ya sabe el Rey, cómo debe cuidar, alimentar y vestir a los de su casa, y por eso dijo: Arroja en Dios tu cuidado, y Él te alimentará (Sal 54, 23).

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), l.7, 122-30, BAC Madrid 1966, pág. 405-11)

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FRANCISCO – Ángelus 2019 - Homilías del 21.X.13 y 19.X.15

Ángelus 2019

Tender a una vida con estilo evangélico

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (cf. Lucas 12, 13-21) se abre con la escena de un hombre que se levanta en medio de la multitud y pide a Jesús que resuelva una cuestión jurídica sobre la herencia de la familia. Pero Él en su respuesta no aborda la pregunta, y nos exhorta a alejarnos de la codicia, es decir, de la avaricia de poseer. Para disuadir a sus oyentes de esta frenética búsqueda de riquezas, Jesús cuenta la parábola del rico necio, que cree que es feliz porque ha tenido la buena fortuna de un año excepcional y se siente seguro de los bienes que ha acumulado. Sería hermoso que lo leyerais hoy; está en el capítulo doce de San Lucas, versículo 13. Es una hermosa parábola que nos enseña mucho. La historia cobra vida cuando surge el contraste entre lo que el hombre rico planea para sí mismo y lo que Dios le plantea.

El rico pone ante su alma, es decir, ante sí mismo, tres consideraciones: los muchos bienes acumulados, los muchos años que estos bienes parecen asegurarle y, en tercer lugar, la tranquilidad y el bienestar desenfrenado (cf. v. 19). Pero la palabra que Dios le dirige anula estos proyectos. En lugar de los «muchos años», Dios indica la inmediatez de «esta noche; esta noche te reclamarán el alma»; en lugar de «disfrutar de la vida», le presenta la «restitución de la vida; tú darás la vida a Dios», con el consiguiente juicio. La realidad de los muchos bienes acumulados, en la que el rico tenía que basar todo, está cubierta por el sarcasmo de la pregunta: «Las cosas que preparaste, ¿para quién serán?» (v.20). Pensemos en las luchas por la herencia; muchas luchas familiares. Y mucha gente, todos conocemos algunas historias, que en la hora de la muerte comienzan a llegar: sobrinos, los nietos vienen a ver: «Pero, ¿qué me toca a mí? Y se lo llevan todo. Es en esta contraposición donde se justifica el apelativo de «necio» —porque piensa en cosas que cree concretas pero que son una fantasía— con el que Dios se dirige a este hombre. Es necio porque en la práctica ha negado a Dios, no ha contado con Él.

La conclusión de la parábola, formulada por el evangelista, es de una eficacia singular: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios» (v. 21). Es una advertencia que revela el horizonte hacia el que todos estamos llamados a mirar. Los bienes materiales son necesarios —¡son bienes!—, pero son un medio para vivir honestamente y compartir con los más necesitados. Hoy Jesús nos invita a considerar que las riquezas pueden encadenar el corazón y distraerlo del verdadero tesoro que está en el cielo. San Pablo nos lo recuerda también en la segunda lectura de hoy que dice: «Buscad las cosas de arriba... Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Colosenses 3, 1-2). Esto ―se entiende― no significa alejarse de la realidad, sino buscar las cosas que tienen un verdadero valor: la justicia, la solidaridad, la acogida, la fraternidad, la paz, todo lo que constituye la verdadera dignidad del hombre. Se trata de tender hacia una vida vivida no en el estilo mundano, sino en el estilo evangélico: amar a Dios con todo nuestro ser, y amar al prójimo como Jesús lo amó, es decir, en el servicio y en el don de sí mismo. La codicia de bienes, el deseo de tener bienes, no satisface al corazón, al contrario, causa más hambre. La codicia es como esos caramelos buenos: tomas uno y dices: «¡Ah, qué bien!», y luego tomas el otro; y uno tira del otro. Así es la avaricia: nunca estás satisfecho. ¡Tened cuidado! El amor así comprendido y vivido es la fuente de la verdadera felicidad, mientras que la búsqueda ilimitada de bienes materiales y riquezas es a menudo fuente de inquietud, de adversidad, de prevaricaciones, de guerra. Tantas guerras comienzan con la codicia.

Que la Virgen María nos ayude a no dejarnos fascinar por las seguridades que pasan, sino a ser cada día testigos creíbles de los valores eternos del Evangelio.

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El dinero sirve pero la codicia mata

21 de octubre de 2013

El dinero sirve para realizar muchas obras buenas, para hacer progresar a la humanidad, pero cuando se transforma en la única razón de vida, destruye al hombre y sus vínculos con el mundo exterior. Es ésta la enseñanza que el Papa Francisco sacó del pasaje litúrgico del Evangelio de Lucas (Lc 12, 13-21) durante la misa celebrada el lunes 21 de octubre.

Al inicio de su homilía el Santo Padre recordó la figura del hombre que pide a Jesús que intime a su propio hermano para que reparta con él la herencia. Para el Pontífice, de hecho, el Señor nos habla a través de este personaje “de nuestra relación con las riquezas y con el dinero”. Un tema que no es sólo de hace dos mil años, sino que se representa todavía hoy, todos los días. “Cuántas familias destruidas hemos visto por problemas de dinero: ¡hermano contra hermano; padre contra hijos!”. Porque la primera consecuencia del apego al dinero es la destrucción del individuo y de quien le está cerca. “Cuando una persona está apegada al dinero se destruye a sí misma, destruye a la familia”.

Cierto, el dinero no hay que demonizarlo en sentido absoluto. “El dinero sirve para llevar adelante muchas cosas buenas, muchos trabajos, para desarrollar la humanidad”. Lo que hay que condenar, en cambio, es su uso distorsionado. Al respecto el Pontífice repitió las mismas palabras pronunciadas por Jesús en la parábola del “hombre rico” contenida en el Evangelio: “El que atesora para sí, no es rico ante Dios”. De aquí la advertencia: “Guardaos de toda clase de codicia”. Es ésta en efecto “la que hace daño en relación con el dinero”; es la tensión constante a tener cada vez más que “lleva a la idolatría” del dinero y acaba con destruir “la relación con los demás”. Porque la codicia hace enfermar al hombre, conduciéndole al interior de un círculo vicioso en el que cada pensamiento está “en función del dinero”.

Por lo demás, la característica más peligrosa de la codicia es precisamente la de ser “un instrumento de idolatría; porque va por el camino contrario” del trazado por Dios para los hombres. Y al respecto el Santo Padre citó a san Pablo, quien recuerda “que Jesucristo, que era rico, se hizo pobre para enriquecernos a nosotros”. Así que hay un “camino de Dios”, el “de la humildad, abajarse para servir”, y un recorrido que va en la dirección opuesta, adonde conduce la codicia y la idolatría: “Tú que eres un pobre hombre, te haces dios por la vanidad”.

Por este motivo “Jesús dice cosas tan duras y fuertes contra el apego al dinero”: por ejemplo, cuando recuerda “que no se puede servir a dos señores: o a Dios o al dinero”; o cuando exhorta “a no preocuparnos, porque el Señor sabe de qué tenemos necesidad”; o también cuando “nos lleva al abandono confiado hacia el Padre, que hace florecer los lirios del campo y da de comer a los pájaros del cielo”.

La actitud en clara antítesis a esta confianza en la misericordia divina es precisamente la del protagonista de la parábola evangélica, quien no conseguía pensar en otra cosa más que en la abundancia del trigo recogido en los campos y en los bienes acumulados. Interrogándose sobre qué hacer con ello, “podía decir: daré esto a otro para ayudarle”. En cambio “la codicia le llevó a decir: construiré otros graneros y los llenaré. Cada vez más”. Un comportamiento que, según el Papa, cela la ambición de alcanzar una especie de divinidad, “casi una divinidad idolátrica”, como testimonian los pensamientos mismos del hombre: “Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.

Pero es precisamente entonces cuando Dios le reconduce a su realidad de criatura, poniéndole en guardia con la frase: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma”. Porque “este camino contrario al camino de Dios es una necedad, lleva lejos de la vida. Destruye toda fraternidad humana”. Mientras que el Señor nos muestra el verdadero camino. Que “no es el camino de la pobreza por la pobreza”; al contrario, “es el camino de la pobreza como instrumento, para que Dios sea Dios, para que Él sea el único Señor, no el ídolo de oro”. En efecto, “todos los bienes que tenemos, el Señor nos los da para hacer marchar adelante el mundo, para que vaya adelante la humanidad, para ayudar a los demás”.

De ahí el deseo de que “permanezca hoy en nuestro corazón la palabra del Señor”, con su invitación a mantenerse lejos de la codicia, porque, “aunque uno esté en la abundancia, su vida no depende de lo que posee”.

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Cuánto y cómo

19 de octubre de 2015

La codicia es una idolatría que se debe combatir con la capacidad de compartir, de donar y de donarse a los demás. El tema espinoso de la relación del hombre con la riqueza ocupó el centro de la meditación del Papa Francisco durante la misa que celebró en Santa Marta el lunes 19 de octubre por la mañana.

Partiendo del pasaje evangélico de san Lucas (Lc 12, 13-21) que habla del hombre rico preocupado por acumular las ganancias de sus cosechas, el Pontífice destacó cómo Jesús insiste contra el apego a las riquezas y no contra las riquezas en sí mismas: Dios, en efecto, es rico -Él mismo se presenta como rico en misericordia, rico de muchos dones-, pero lo que Jesús condena es precisamente el apego a las riquezas. Por lo demás, lo dice claramente, es muy difícil que un rico, es decir un hombre apegado a las riquezas, entre en el reino de los cielos.

Un concepto, continuó el Papa, que se recuerda de un modo aún más fuerte: No podéis servir a dos señores. En este caso Jesús, destacó el Papa Francisco, no pone en contraposición a Dios y al diablo, sino a Dios y las riquezas, porque lo opuesto de servir a Dios es servir a las riquezas, trabajar para las riquezas, para tener más, para estar seguros. ¿Qué sucede en este caso? Que las riquezas se convierten en una seguridad y la religión en una especie de agencia de seguros: “Yo me aseguro con Dios aquí y me aseguro con las riquezas allí”. Pero Jesús es claro: Esto no puede ser.

Al respecto el Pontífice se refirió también al pasaje evangélico del joven bueno que conmovió a Jesús, el joven rico que se marchó triste porque no quería dejarlo todo para darlo a los pobres. El apego a las riquezas es una idolatría, comentó el Papa. Estamos, en efecto, ante dos dioses: Dios, el Dios vivo, el Dios viviente, y este dios de oro, en quien pongo mi seguridad. Y esto no es posible.

También el pasaje evangélico propuesto por la liturgia lleva a esto: dos hermanos que pelean por la herencia. Una circunstancia que experimentamos también hoy: pensemos, dijo el Papa Francisco, en cuántas familias conocemos que han peleado, que no se saludan y se odian por una herencia. Sucede que lo más importante no es el amor de la familia, el amor de los hijos, de los hermanos, de los padres, no: es el dinero. Y esto destruye. Todos, dijo con seguridad el Papa, conocemos al menos a una familia dividida de este modo.

Pero la codicia está también en la raíz de las guerras: sí, hay un ideal, pero detrás está el dinero: el dinero de los traficantes de armas, el dinero de los que sacan provecho de la guerra. Y Jesús es claro: Guardaos de toda clase de codicia: es peligroso. La codicia, en efecto, nos da esta seguridad que no es verdadera y hace, sí, que reces -tú puedes rezar, ir a la iglesia- pero también que tengas el corazón apegado, y al final se acaba mal.

Volviendo al ejemplo evangélico, el Pontífice trazó el perfil del hombre del que se habla: Se ve que era bueno, era un buen empresario. Su campo había dado una cosecha abundante, estaba siempre lleno de riquezas. Pero en lugar de pensar en compartirlas con sus empleados y sus familias, pensaba en el modo de acumularlas. Y buscaba acumular cada vez más. Así la sed de apego a las riquezas no acaba nunca. Si tienes el corazón apegado a la riqueza -cuando tienes muchos bienes-, cada vez quieres más. Y este es el dios de la persona que está apegada a las riquezas.

Por ello, explicó el Papa Francisco, Jesús invita a estar atentos y mantenerse alejados de todo tipo de codicia. Y, no por casualidad, cuando nos explica el camino de la salvación, las bienaventuranzas, la primera es la pobreza de espíritu, es decir “no os apeguéis a las riquezas”: bienaventurados los pobres de espíritu, los que no están apegados a los bienes. Tal vez tienen riquezas -dijo el Papa- pero para el servicio de los demás, para compartir, para ayudar a mucha gente a seguir adelante.

Alguno, añadió, podría preguntar: Pero, padre, ¿cómo se hace? ¿Cuál es la señal de que yo no cometo este pecado de idolatría, de estar apegado o apegada a las riquezas? La respuesta es sencilla, y se encuentra también en el Evangelio: desde los primeros días de la Iglesia existe un signo: dad limosna. Pero no es suficiente. En efecto, si yo doy algo a los que pasan necesidad es un buen signo, pero también debo preguntarme: ¿Cuánto doy? ¿Doy lo que me sobra? En ese caso no es un buen signo. Es decir, tengo que darme cuenta si al donar me privo de algo que tal vez es necesario para mí. En esa circunstancia mi gesto significa que es más grande el amor a Dios que el apego a las riquezas.

Así, pues, sintetizó el Papa Francisco, la primera pregunta: “¿Doy?”; la segunda: ¿Cuánto doy?; la tercera: ¿Cómo doy?, ¿procedo como Jesús donando con la caricia del amor o como quien paga un impuesto? Y entrando aún más en detalles preguntó: Cuando ayudas a una persona, ¿la miras a los ojos? ¿le tocas la mano? No hay que olvidar, dijo el Pontífice, que a quien tenemos delante es la carne de Cristo, es tu hermano, tu hermana. Y tú en ese momento eres como el Padre que no deja faltar el alimento a los pájaros del cielo.

Por ello, concluyó, pidamos al Señor la gracia de estar libres de esta idolatría, del apego a las riquezas; pidámosle la gracia de mirarlo a Él, rico en amor y rico en generosidad, en misericordia; y también la gracia de ayudar a los demás con la práctica de la limosna, pero como lo hace Él. Alguien podría decir: Pero, padre, Él no se privó de nada.... En realidad, fue su respuesta, Jesucristo, al ser igual a Dios, se privó de esto, se abajó, se anonadó.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010

2007

El tesoro del cristiano está en las “cosas de arriba”

Queridos hermanos y hermanas:

En este XVIII domingo del tiempo ordinario, la palabra de Dios nos estimula a reflexionar sobre cómo debe ser nuestra relación con los bienes materiales. La riqueza, aun siendo en sí un bien, no se debe considerar un bien absoluto. Sobre todo, no garantiza la salvación; más aún, podría incluso ponerla seriamente en peligro. En la página evangélica de hoy, Jesús pone en guardia a sus discípulos precisamente contra este riesgo. Es sabiduría y virtud no apegar el corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa, todo puede terminar bruscamente. Para los cristianos, el verdadero tesoro que debemos buscar sin cesar se halla en las “cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios”. Nos lo recuerda hoy san Pablo en la carta a los Colosenses, añadiendo que nuestra vida “está oculta con Cristo en Dios” (Col 3, 1-3).

La solemnidad de la Transfiguración del Señor, que celebraremos mañana, nos invita a dirigir la mirada “a las alturas”, al cielo. En la narración evangélica de la Transfiguración en el monte, se nos da un signo premonitorio, que nos permite vislumbrar de modo fugaz el reino de los santos, donde también nosotros, al final de nuestra existencia terrena, podremos ser partícipes de la gloria de Cristo, que será completa, total y definitiva. Entonces todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio divino de la salvación.

El día de la solemnidad de la Transfiguración está unido al recuerdo de mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, que precisamente aquí, en Castelgandolfo, en 1978, completó su misión y fue llamado a entrar en la casa del Padre celestial. Que su recuerdo sea una invitación a mirar hacia lo alto y a servir fielmente al Señor y a la Iglesia, como hizo él en años difíciles del siglo pasado.

Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, a quien hoy recordamos particularmente celebrando la memoria litúrgica de la Dedicación de la basílica de Santa María la Mayor. Como es sabido, esta es la primera basílica de Occidente construida en honor de María y reedificada en el año 432 por el Papa Sixto III para celebrar la maternidad divina de la Virgen, dogma que había sido proclamado solemnemente por el concilio ecuménico de Éfeso el año precedente. La Virgen, que participó en el misterio de Cristo más que ninguna otra criatura, nos sostenga en nuestro camino de fe para que, como la liturgia nos invita a orar hoy, “al trabajar con nuestras fuerzas para subyugar la tierra, no nos dejemos dominar por la avaricia y el egoísmo, sino que busquemos siempre lo que vale delante de Dios” (cf. Oración colecta).

2010

El hombre que confía en el Señor no teme las adversidades de la vida

Queridos hermanos y hermanas:

Estos días se celebra la memoria litúrgica de algunos santos. Ayer recordamos a san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Vivió en el siglo XVI; se convirtió leyendo la vida de Jesús y de los santos durante una larga hospitalización causada por una herida de batalla. Se quedó tan impresionado con aquellas páginas que decidió seguir al Señor. Hoy recordamos a san Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas; vivió en el siglo XVIII y fue proclamado patrono de los confesores por el venerable Pío XII. Tuvo la conciencia de que Dios quiere que todos sean santos, cada uno según su propio estado, naturalmente. Esta semana la liturgia nos propone además a san Eusebio, primer obispo del Piamonte, valiente defensor de la divinidad de Cristo; y, finalmente, la figura de san Juan María Vianney, el cura de Ars, quien guio con su ejemplo el Año sacerdotal recién concluido y a cuya intercesión confío de nuevo a todos los pastores de la Iglesia. Empeño común de estos santos fue salvar a las almas y servir a la Iglesia con sus respectivos carismas, contribuyendo a renovarla y a enriquecerla. Estos hombres adquirieron «un corazón sabio» (Sal 89, 12) acumulando lo que no se corrompe y desechando cuanto irremediablemente es voluble en el tiempo: el poder, la riqueza y los placeres efímeros. Al elegir a Dios, poseyeron todo lo necesario, pregustando desde la vida terrena la eternidad (cf. Qo 1, 1-5)

En el Evangelio de este domingo, la enseñanza de Jesús se refiere precisamente a la verdadera sabiduría y está introducida por la petición de uno entre la multitud: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia» (Lc 12, 13). Jesús, respondiendo, pone en guardia a quienes le oyen sobre la avidez de los bienes terrenos con la parábola del rico necio, quien, habiendo acumulado para él una abundante cosecha, deja de trabajar, consume sus bienes divirtiéndose y se hace la ilusión hasta de poder alejar la muerte. «Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?”» (Lc 12, 20). El hombre necio, en la Biblia, es aquel que no quiere darse cuenta, desde la experiencia de las cosas visibles, de que nada dura para siempre, sino que todo pasa: la juventud y la fuerza física, las comodidades y los cargos de poder. Hacer que la propia vida dependa de realidades tan pasajeras es, por lo tanto, necedad. El hombre que confía en el Señor, en cambio, no teme las adversidades de la vida, ni siquiera la realidad ineludible de la muerte: es el hombre que ha adquirido «un corazón sabio», como los santos.

Al dirigir nuestra oración a María santísima, deseo recordar otras fiestas significativas: mañana se podrá ganar la indulgencia de la Porciúncula o «el Perdón de Asís», que obtuvo san Francisco en 1216 del Papa Honorio III; el jueves 5 de agosto, conmemorando la Dedicación de la Basílica de Santa María La Mayor, honraremos a la Madre de Dios, aclamada con este título en el concilio de Éfeso del año 431; y el próximo viernes, aniversario de la muerte del Papa Pablo VI, celebraremos la fiesta de la Transfiguración del Señor. La fecha del 6 de agosto, considerada el culmen de la luz estival, se eligió para significar que el esplendor del Rostro de Cristo ilumina el mundo entero.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La esperanza en los cielos nuevos y la tierra nueva

661. Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que “salió del Padre” puede “volver al Padre”: Cristo (cf. Jn 16,28). “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre” (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Solo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (MR, Prefacio de la Ascensión).

VI. LA ESPERANZA DE LOS CIELOS NUEVOS Y DE LA TIERRA NUEVA

1042. Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:

La Iglesia... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo...cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo (LG 48)

1043. La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10).

1044. En este “universo nuevo” (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. “Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4;cf. 21, 27).

1045. Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era “como el sacramento” (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), “la Esposa del Cordero” (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.

1046. En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:

Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios ... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción ... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8, 19-23).

1047. Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, “a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo, haer. 5, 32, 1).

1048. “Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres” (GS 39, 1).

1049. “No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios” (GS 39, 2).

1050. “Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal” (GS 39, 3; cf. LG 2). Dios será entonces “todo en todos” (1 Co 15, 22), en la vida eterna:

La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna (San Cirilo de Jerusalén, catech. ill. 18, 29).

1821. Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8,28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7,21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10,22; cf Cc de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres se salven” (1 Tm 2,4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin (S. Teresa de Jesús, excl. 15,3).

El desorden de las concupiscencias

I. EL DESORDEN DE LA CODICIA

2535. El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no tenemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido a otro.

2536. El décimo mandamiento proscribe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de lo pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

Cuando la Ley nos dice: “No codiciarás”, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: “El ojo del avaro no se satisface con su suerte” (Si 14,9) (Catec. R. 3,37)

2537. No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por justos medios. La catequesis tradicional señala con realismo “quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas” y a los que, por tanto, es preciso “exhortar más a observar este precepto”:

Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles...Los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos... (Cat. R. 3,37).

2538. El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf 2 S 12,1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,3-7; 1 R 21,1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2,24).

Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros...Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo...Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras (S. Juan Crisóstomo, hom. in 2 Co, 28,3-4).

2539. La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:

San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia” (ctech. 4,8). “De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (s. Gregorio Magno, mor. 31,45).

2540. La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado -se dirá- porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros (S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7,3).

2547. El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes (Lc 6,24). “El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los Cielos” (S. Agustín, serm. Dom. 1,1). El abandono en la Providencia del Padre del Cielo libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6,25-34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.

2728. Por último, en este combate hay que hacer frente a lo que es sentido como fracasos en la oración: desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos “muchos bienes” (cf Mc 10, 22), decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad, herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores, alergia a la gratuidad de la oración... La conclusión es siempre la misma: ¿Para qué orar? Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Vanidad de vanidades

Hay una experiencia humana de fondo que todos hacen con mayor o menor claridad en un cierto momento de la vida: la de su precariedad y fugacidad, la del fluir irresistible del tiempo y de las cosas. Ante esta constatación son posibles distintos planteamientos. La palabra de Dios de este Domingo nos los ilustra y nos invita a hacer nuestra elección.

En la primera lectura escuchamos, la célebre exclamación del Qohélet sobre la vanidad de todas las cosas: «¡Vanidad de vanidades, dice Oohélet; vanidad de vanidades, todo es vanidad! (O vaciedad sin sentido, dice el Predicador, vaciedad sin sentido; todo es vaciedad, según la traducción oficial española). Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto es vanidad y grave desgracia. Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. También esto es vanidad».

Estas palabras reflejan un estadio personal de la fe: aquel en el que se cree en la existencia y en el juicio de Dios; pero, todavía no le ha sido revelada claramente para el hombre la existencia de una vida más allá de la muerte. Lo máximo a lo que se puede aspirar, como recompensa por el bien hecho, es a una vida larga y a una numerosa prole; pero, no se trata de descubrir que estas cosas sucedan del mismo modo al impío y al justo.

En esta situación, apenas se reflexiona un poco sobre el destino del hombre, lo cual por ello se considera absurdo. La imagen recurrente es la del humo o la de la flor. El término vanidad traduce una palabra hebrea, que significa vapor o soplo que se dispersa en el aire. Un salmo dice: «El hombre es semejante a un soplo, sus días, como sombra que pasa» (Salmo 104,4). El hombre es como la hierba y como la flor del campo: se seca la hierba y la flor se marchita (cfr. Isaías 40,6-7). De ello resulta un estado de desconcierto, al que sólo la fe en Dios y un gran amor por la vida impiden transformarse en desesperación y abierta rebelión.

Ahora, pasemos al Evangelio, para ver qué luz nos arroja sobre un problema tan fundamental para el hombre. La ocasión es ciertamente concreta.

Un tal, alguien, pide a Jesús que intervenga en una pelea entre él y su hermano por cuestiones de herencia: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».

El problema probablemente no era cómo dividir la herencia sino dividirla. Para no fraccionar la herencia paterna (en general, pequeños predios agrícolas), sucedía frecuentemente que el hermano mayor lo heredaba todo y los otros hermanos debían contentarse sólo con el reparto de los bienes muebles del padre. Quien pregunta le pide a Jesús convencer a su hermano para dividir la herencia, de modo que también él pueda casarse y hacer su vida (un motivo de litigio siempre actual. ¡Cuántas veces las cuestiones de herencia envenenan a las familias, transforman en enemigos a los hermanos, quitan el saludo y se llevan por delante abogados y tribunales!). Jesús respondió: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?». Y dijo a la gente: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».

Jesús rechaza hacerse cautivar por un hombre contra otro, aunque fuese bajo el pretexto de restablecer la justicia. Él ha venido a proclamar el reino de Dios, que es justicia ante Dios y no sólo ante los hombres; rechaza, por ello, hacerse árbitro en mezquinas cuestiones de intereses entre personas. Con la recomendación que sigue («guardaos de toda clase de codicia») él da a entender cuál es el error de ambos hermanos: hacen de los bienes terrenos lo más importante en la vida, ante lo cual el resto pasa a un segundo plano. Él decía: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mateo 6, 33). El joven en cuestión ha perturbado completamente este orden. Por lo tanto, se entiende porqué Jesús no oye su petición; mientras que sin entusiasmo responderá a otro joven, que le pide qué debe hacer «para poseerla vida eterna» (cfr. Lucas 18, 18).

Para dar a entender cuán peligroso es el planteamiento de ambos hermanos, Jesús añade una parábola tal como hace frecuentemente: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha y se dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?».

Es sabido que en Oriente gustan hablar con parábolas. Un discípulo, una vez, se lamentó con el maestro porque contaba siempre historias, sin explicar nunca el significado (cfr. Mateo 13, l0ss.). A lo que el maestro respondió: «¿Qué me diríais si alguien te ofrece un fruto y se lo comiese antes de dártelo?» También, así hace Jesús. Él no quiere «comer» el fruto, que nos da. Nos deja a nosotros el resolver y aplicar la parábola. Se contenta con poner en movimiento nuestra reflexión mediante aquella pregunta final que, en este punto, no está dirigida sólo al rico necio de la parábola sino a todo oyente: «¿Lo que has amasado de quién será?»

En una cosa el Evangelio está de acuerdo con lo que decían los sabios de Israel, como el Qohélet: en condenar como cosa necia el acumular, el vivir como hormigas que amasan y amasan para un invierno, del que no se sabe ni siquiera si existirá.

Nadie dice que el hombre no deba trabajar, industrializarse, mejorar. Sólo se condena el vivir para acumular, para convertirse en máquinas de hacer dinero. Se debe ganar dinero para vivir, no vivir para hacer dinero.

¡Cuántas veces aquella exclamación de la parábola «¡Necio! ¿Quién te lo hace hacer?» ha salido también posiblemente de nuestra boca! Tomemos el caso de los «capas» de la mafia. Ellos viven una vida miserable: siempre están pendientes de quién es el que va acá o allá, llevan una vida en clandestinidad por miedo a ser eliminadas fuera o por los rivales o por la policía; no pueden ni siquiera gozar de las riquezas acumuladas para que no sean sospechosos de su proveniencia.

Y, sin embargo, están constantemente empeñados en conquistar nuevos mercados, en eliminar a un rival, en corromper a los funcionarios. Satisfechos por el hecho de que en su restringido círculo de parientes y paisanos sea reconocida su autoridad, esto es, que su nombre sea temido. Es necesario ayudar a los jóvenes a entender que los mafiosos no son grandes astutos sino grandes necios o, quizás mejor, pobres enfermos.

Hasta aquí, son consideraciones de sabiduría y de buen sentido, también humano, presentes ya, como lo hemos visto, en el Antiguo Testamento. Jesús les añade a esas algo absolutamente nuevo, hecho posible por la revelación de que existe una vida más allá de la muerte, una vida eterna ante Dios. En la frase con que concluye la parábola dice: «Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios».

Hay, por lo tanto, una alternativa a lo absurdo, hay una vía de salida al «todo es vanidad»: enriquecerse ante Dios. No es ni siquiera el amontonar, que es un error; es el acumular «para sí», para esta vida, en donde todo es incierto, más bien que atesorar «para Dios», esto es, para el bien del prójimo y para la vida eterna.

En qué consiste este distinto modo de enriquecerse lo explica Jesús poco después en el mismo Evangelio de Lucas: «Haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón» (Lucas 12, 33-34).

Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a cualquier parte, también más allá de la muerte: no son los bienes sino las obras; no lo que hemos tenido sino lo que hemos hecho. Por lo tanto, lo más importante en la vida no es tener bienes, sino hacer el bien, porque esto es lo que permanece o dura para siempre: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor... sus obras los acompañan» (Apocalipsis 14, 13). El bien tenido permanece acá abajo, el bien hecho lo llevamos con nosotros. El rico epulón había «tenido muchos bienes»; pero, no había hecho ningún bien; por ello, terminó en el infierno (cfr. Lucas 16,25).

Las lecturas de este domingo arrojan una luz particular sobre nuestra situación actual. Perdida cualquier clase de fe en Dios y en la vida eterna, los hombres se encuentran frecuentemente hoy en las condiciones del Qohélet. La vida les parece un contrasentido. Ya no se usa más el término «vanidad», que es de sabor religioso, sino el de absurdo. «¡Todo es un absurdo!» El teatro del absurdo (Beckett, Ionesco), que floreció en los decenios de la post-guerra, era el espejo de toda una cultura, la traducción teatral de la filosofía existencialista.

Los que evitan la tentación de amontonar cosas, como ciertos filósofos y escritores, caen en algo, que es todavía peor: la «náusea» frente a las cosas. Las cosas, se lee en la novela La náusea de Sartre, son «de demasía», son como opresoras. En el arte, vemos las cosas deformadas, los objetos que se debilitan, los relojes colgantes como embutidos. Ello se llama «surrealismo»; pero, más que una superación es un rechazo de la realidad. Todo huele a podredumbre y a descomposición. ¡El abandono de la idea del cielo ciertamente no ha hecho más libre y gozosa la vida sobre la tierra!

El Evangelio de hoy nos sugiere cómo remontar esta pendiente peligrosa. Las criaturas volverán a parecemos bellas y santas el día que dejemos de quererlas sólo para poseer o sólo para «consumir» y las restituiremos a la finalidad para la que nos fueron dadas, que es reconfortar nuestra vida acá abajo y facilitarnos poder alcanzar nuestro destino eterno.

Hagamos nuestra una oración de la liturgia: «Enséñanos, Señor, a usar sabiamente los bienes de la tierra, orientados siempre a los bienes eternos».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

La verdadera riqueza

El dinero no puede comprar la felicidad, porque la felicidad no es una cosa que está en venta.

La felicidad proviene de la pobreza de espíritu, en donde radica la verdadera riqueza que es la vida, que es Cristo.

Cuántas personas distanciadas, cuántas familias desunidas por la avaricia, por las ansias de riqueza, cuando se trata de herencias y luchas de poder.

El orgullo, la insensatez de un corazón falto de rectitud de intención, lleva a cometer los actos más despiadados y horrorosos contra sus propios hermanos, y por ganar una riqueza efímera, se sumergen en una vida de oscuridad, alejados del corazón de Dios, en donde se encuentra la verdadera riqueza.

Antepón tú el amor a tus hermanos antes que al dinero, que a los bienes, que a las posesiones, que al poder, que a la herencia y a las tierras, y encontrarás la verdadera riqueza.

Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Utiliza tus bienes materiales para poner en obras tu fe, construyendo el Reino de Dios en la tierra a través de la caridad al prójimo, y encontrarás la verdadera riqueza.

Nadie puede servir a Dios y al dinero, pero el dinero y los bienes materiales, cuando se usan como medio para servir a Dios, pueden conseguirte la pobreza de espíritu que te haga ganar la riqueza de Dios».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Riquezas para servir mejor a Dios

Da a entender Nuestro Señor, de otro modo, que no son decisivos los bienes materiales. Siendo Dios, pero hombre también, como dispone sólo de un cierto tiempo para estar con nosotros, no sería razonable que se hubiera ocupado de lo material: de solucionar los problemas humanos poco relevantes; o, al menos, no de tanta importancia como lo que hizo por toda la humanidad: la Redención. Las cuestiones económicas, aun cuando tienen importancia, no pasan de ser un medio instrumental para la vida del cuerpo. Jesucristo vino, en cambio, a conseguirnos la Vida Eterna; tal era la misión que había recibido del Padre. Es lógico, pues, que proteste: ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros? Lo suyo, como queda dicho, era proporcionarnos los medios –que sólo Él podía lograr– para que pudiéramos ser eternamente felices en el Cielo.

En todo caso, para mostrar gráficamente la doctrina del sentido relativo y secundario de los bienes materiales, expone la parábola del hombre rico que está a punto de morir. ¡Qué bien pone de manifiesto el Señor la inutilidad de tanto esfuerzo –lo desproporcionado de tanto desvelo– al hablarnos de la cortedad de la vida! Y no está de más que nos lo recuerde, porque, no pocas veces, nos sucede como al protagonista de la parábola: que ponemos lo mejor de nuestro empeño en asuntos que serán poco relevantes, para la vida para que fuimos pensados y creados. Bastaría con que nos detuviéramos más a menudo a considerar la trascendencia que tendrá lo que traemos entre manos. ¿Vale la pena dedicar a esto tanto tiempo, tanta intensidad, tanto desvelo, tanto esfuerzo? ¿Ese gasto económico es verdaderamente razonable, considerando el valor objetivo de la cosa; es decir, su repercusión de cara a mi vida ante Dios?

Aquel hombre se afanaba pensando cómo asegurar y aumentar sus riquezas, como si su completa existencia dependiera de ello. Ya con la garantía definitiva de su capital –para muchos años, dice la parábola– podría, según él, dar por concluido su trabajo. Precisamente esa temporada sus cosechas habían sido abundantes. Su felicidad y goce parecían garantizados por fin, como consecuencia de las riquezas almacenadas. Lamentablemente, sin embargo, había olvidado un detalle y no pequeño: su muerte; que le sobrevendría en breve y sin previo aviso. ¡Qué inútiles y absurdos aparecían entonces –para quienes escuchaban la parábola del hombre afortunado– tantos refuerzos por aumentar y almacenar su capital y tantas precauciones adoptadas para garantizar el futuro!

Jesús, Maestro para el hombre de hoy, como lo fue hace dos mil años, enfrenta, como opuestas entre sí, dos tipos de riquezas: las que ha acumulado, de hecho, para sí nuestro personaje y las que podría haber ganado ante Dios. ¿Estos bienes son en realidad valiosos ante Dios, o únicamente lo son desde mi punto de vista particular, transitorio, meramente material y tal vez egoísta? ¿Atesorando estas riquezas tengo la impresión de cumplir la voluntad de Dios, le agrado así? Preguntas de este estilo debía haberse formulado el protagonista de la parábola, mientras se afanaba organizándose para el futuro al contemplar su abundante cosecha. Pues no parece que el desacierto, la mala conducta que el Señor critica, fuera cosa de los campos, que dieron mucho fruto. La gran fortuna lograda, tal vez en cierta medida de improviso y sin excesivo esfuerzo de su parte, era más bien, por el contrario, una excepcional ocasión para atesorar ante Dios: practicando la caridad, que es, como sabemos, el primer mandamiento de la ley; que nos asemeja a nuestro mismo Creador, de quien hemos recibido todo gratuitamente.

En efecto: nos puede suceder que, por el egoísmo de pensar primero en nuestro propio provecho, no acertemos a descubrir el sentido y auténtico destino de nuestros talentos o fortunas, sean o no de tipo material. Una inteligencia brillante, una posición preeminente en la sociedad, unos medios económicos de sobra holgados, pueden tenerse o desearse para el propio provecho. Pero también como medios con los que servir de modo más eficaz. No he venido a ser servido sino a servir, advirtió Jesús a sus discípulos, y si queremos seguir su ejemplo –la única actitud razonable en quien quiera ser su discípulo– querremos servir en todo momento. Tal será, por tanto, en nuestros días, la actitud de fondo de los cristianos comprometidos en la evangelización de nuestro mundo. Utilizando para ello los mejores instrumentos que se puedan conseguir honradamente. Sin reparar en gastos, si es para trabajar con mayor eficacia. Primero irá, claro está, la oración y el sacrificio ofrecido: sin Mí no podéis hacer nada; después todo el esfuerzo personal, con los mejores medios si es posible, pero sin abandonar la plegaria, que garantiza que es por Dios todo empeño humano, pequeño o grande.

A la Reina de los Apóstoles nos encomendamos, para que conduzca de modo prudente el paso de todo lo quehacer de sus hijos, en la tarea de evangelización del mundo de hoy.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Vanidad pura vanidad: El rico insensato

La primera lectura de hoy está tomada del libro del Eclesiastés (Cohélet), así llamado por el nombre, o mejor el título con el cual se designa gustoso el autor: Cohélet, vale decir, el que habla en la asamblea, el predicador. Los biblistas dicen que este libro representa un momento significativo en el desarrollo de la revelación bíblica; refleja un momento de crisis, en el cual, el interrogante son las certezas ya adquiridas, planteándose así las premisas para su profundización. Confieso que este libro de la Biblia no me gusta mucho; lo que me desconcierta no es tanto la visión pesimista que da de la vida (todo es ilusorio; la existencia transcurre sin sentido; no sólo las riquezas, sino también la ciencia, todo es inútil), como el hecho de que parece consolarse de eso, exhortando a tomar las pequeñas y breves alegrías que pese a todo, la vida ofrece (El hombre no tiene otra felicidad, bajo el sol, que comer y beber y estar alegre; el perfume no falte en tu cabeza, goza de la vida con la esposa que amas para todos los días de tu vida fugaz). Leídos después de los Profetas y los Salmos, estos consejos del Eclesiastés tienen realmente un sabor extraño. Pero también ésta es palabra de Dios: la Biblia no es un libro unilateral que refleje solamente la acción de Dios y no del hombre o que, del hombre, refleje solamente el bien y no el mal; la Biblia es espejo de una humanidad verdadera, hecha también de pecados, de dudas, de crisis. Lo importante es que nosotros, del conjunto de la revelación bíblica, logremos descubrir también el juicio de Dios al respecto. Dios entonces, nos instruye a través del Eclesiastés.

La lección más grande que nos llega de este libro está contenida justamente en la lectura de hoy y se resume en la frase: ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! Vanidad, o sea, algo vacío y sin sentido, es la preocupación, el trabajar, el acumular tesoros, pero vanidad es también la ciencia y la erudición. Recuerdo una canción religiosa muy popular en un tiempo, que decía más o menos así: Vanidad, pura vanidad, todo es vanidad, al morir, ¿qué pasará? Todo el mundo es vanidad. Un poeta había sintetizado esta máxima en un verso bastante repetido: Todo, salvo la eternidad, en el mundo es vano. Hoy, ya no tendríamos el valor de cantar estas palabras que en un momento se oían en todas las misiones realizadas al pueblo. Y sin embargo, contienen un fragmento de sabiduría eterna que perdura. ¡Cuántos de nosotros, al oír hace un momento estas palabras del Eclesiastés asintieron con la cabeza y el corazón diciendo: ¡Es verdad. Es realmente así! Es el espejo exacto de lo que ocurre en la vida, sólo que ya no nos damos cuenta de lo absurdo que es. Uno se mata de cansancio todo el día, pierde el sueño y los años, enfrenta riesgos, renuncia a tantas cosas para aumentar sus bienes, y antes de darse cuenta, llega el momento en que debe dejar todo, ¿y quién disfruta de todo su cansancio? Alguien que no ha puesto absolutamente nada de sí mismo, alguien que a menudo ni siquiera es su hijo, sino un extraño. Esta no será una gran revelación divina, pero es ciertamente una sabiduría de vida extraordinariamente útil y oportuna.

En el Evangelio, Jesús retoma este discurso de la vanidad de la riqueza, pero en una clave totalmente distinta. La oportunidad le es ofrecida por un fulano que, en litigio con su hermano, se dirige a él buscando una especie de arbitraje; se trata, quizás, de un hermano menor que quiere convencer al hermano mayor de que comparta con él la herencia paterna, en lugar de mantenerla indivisa, obligándolo así también a él a vivir en la misma familia. Jesús, no sólo rechaza ese papel de juez y mediador, sino que denuncia la raíz de todas esas discordias entre hermanos: Cuídense de toda avaricia. Entonces agrega la parábola del rico insensato para hacer comprender qué erróneo es poner todas las esperanzas en los bienes materiales: Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho... Conocemos bien esta parábola que termina con la voz nocturna de Dios y la conciencia: Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?

Parecería que Jesús razona como el Eclesiastés, y sin embargo hay una profunda diferencia. ¿Por qué el codicioso acumulador de bienes es llamado insensato por el Eclesiastés? ¡Porque no los disfruta él mismo! ¿Por qué es llamado insensato por Jesús? ¡Porque no es rico a los ojos de Dios! Sabemos que para Jesús (Lucas lo refiere justo a continuación de nuestro texto) ser rico a los ojos de Dios significa dar limosna, hacerse un tesoro en el cielo, desembarazarse de la riqueza deshonesta, ganando con ella amigos para el cielo (cf. Lc. 12.33; 16.9). Lo opuesto de ser ricos a los ojos de Dios es acumular tesoros para sí; estamos, en cierto sentido, en las antípodas de la moral del Eclesiastés; esta del Evangelio no es una moral egoísta y hedonista, sino una moral basada en el amor al prójimo y la solidaridad fraterna.

Más aún: esta es una moral basada en la escatología. Ese grito que en la noche exige de cerca el grito por el esposo que viene: Ya viene el esposo, salgan a su encuentro (Mt. 25.6). En todo caso, está claro que la parábola tiene un fondo escatológico; todo adquiere significado por el hecho de encontrarse, con Jesús, frente a la hora decisiva; discutir sobre herencias para compartir, o pensar sólo en agrandar los graneros, cuando el Reino está cerca, es ceguera e insensatez grande. Por lo tanto, la razón profunda que hace parecer insensata la acción de ese rico avaro es la existencia y la inminencia de otro mundo. El sabio bíblico del Antiguo Testamento no conocía o no creía seriamente en la idea de una recompensa después de la muerte, por eso decía: ¡Insensato aquel que no goce aquí! Ahora, con Jesús, no sólo se sabe que hay una recompensa después de la muerte, sino que esta recompensa es el Reino, o sea, lo es todo. Lo más importante de la vida no es enriquecerse, como no lo es casarse o no, sino ser juzgados dignos de participar del mundo futuro (cf. Lc. 20.35). La insensatez del avaro ya no se mide por lo que pierde en esta vida, sino por lo que pierde en la otra. Estamos en la continuación de las bienaventuranzas: el pobre es feliz porque poseerá el Reino; el rico es desdichado porque no poseerá el Reino.

La segunda lectura nos ofrece la oportunidad de completar esta enseñanza de Jesús: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios... Después de la Pascua de Jesús, el discurso sobre los bienes terrenales se presenta de una manera distinta que antes: afanarse por las cosas de aquí abajo, concentrar todo en ellas, parece ahora absurdo por otro motivo más fuerte que todos los demás: el mundo nuevo ya comenzó; con la resurrección de Jesús, se abrió la puerta del Reino; por lo tanto, ya se puede entrar en él, más aún, hay que apurarse para no quedar afuera, como las vírgenes insensatas que llegaron demasiado tarde. Todo ocurre todavía oculto como en la noche: Están muertos y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Pero la candidatura a la gloria se pone en la fe.

En esta nueva situación, demorarse como hormigas para acumular provisiones, como si nada hubiera pasado, es realmente vanidad pura vanidad, insensatez pura insensatez. Significa afanarse por tener acceso a una vela humeante y no darse cuenta de que afuera brilla el sol.

Mas, ¿qué significa buscar las cosas del cielo y no las de la tierra? No significa descuidar los intereses y deberes terrenales (trabajo, estudio, familia, ganancia honesta); significa buscar esas cosas como resucitados con Cristo; vale decir, con espíritu nuevo, con intención nueva, con un estilo nuevo. De hecho, ¿qué condena Pablo: acaso el trabajo o la solicitud por los hermanos? ¡Sabemos que no! Condena, en nuestro texto, esa avaricia insaciable que es idolatría. Sí, idolatría, porque es evidente que el dinero, buscado obsesivamente para uno mismo, se convierte en un patrón, un absoluto, el ídolo de metal fundido de que habla la Biblia, al cual se sacrifica todo: reposo, salud, afectos, amistad, honestidad. Y el corazón lo sigue, porque allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón (Mt. 6.21). Si mantenemos fija la mirada en las cosas del cielo, o sea en Jesús resucitado, veremos que esto no nos impide buscar también el pan de cada día y también todo lo demás; más aún, actuando con más calma, con una esperanza de inmortalidad en el corazón, con menos egoísmo y agitación, ocurrirá que haremos mejor también las cosas de aquí abajo. Lo oímos hace algunas semanas y la palabra de Dios nos lo repite hoy: ¡el mejor modo de ser Marta es a menudo ser María!

Nos espera una sorpresa grande: oímos que nuestra vida está oculta con Cristo es Dios; pero ahora, en la Eucaristía, sucede, en cierto sentido, lo contrario: ¡Dios viene a ocultarse con Cristo en nuestra vida!

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en Castengandolfo (3-VIII-1980)

Lo caduco. Jerarquía de valores

En el conjunto de las lecturas de la liturgia de hoy está contenida una profunda paradoja, la paradoja entre la vanidad y el valor. Las primeras palabras del libro del Cohelet hablan de la vanidad de todas las cosas; en cierto sentido, de la vanidad de los esfuerzos, de las actividades del hombre en esta vida, de la vanidad de todas las criaturas en cierto modo; de la vanidad del hombre, él también una criatura a pasar y a la muerte.

En este Salmo que cantamos en la liturgia de hoy, escuchamos, inmediatamente después, el elogio a lo creado. Por otra parte, ese elogio es un lejano eco primogénito contenido en todo el Génesis, del elogio a la creación: cuando Dios dijo que toda su obra fue un bien, o más aún, vio que fue un bien del hombre, creado a su imagen y semejanza, dijo que era muy bueno. Vio que era muy bueno. Por tanto nos encontramos ante un interrogante: ¿por qué la vanidad y por qué el valor? ¿Qué relación los une entre sí? La respuesta, al menos la principal, se encuentra en el Evangelio que hemos leído hoy. No se trata de dar un juicio sobre lo creado. Se trata del camino de la sabiduría. No olvidemos que el Génesis es, ante todo, un libro (tengo presente sus primeros capítulos). Es pues un libro sobre el mundo, en cierto sentido un libro-manual teológico sobre la cosmología y la creación. El libro del Cohelet, en cambio, es un libro sobre la sabiduría. Enseña cómo vivir. Y lo que dice Cristo en el Evangelio de hoy es una prolongación de esa sabiduría del Antiguo Testamento. Cristo habla a través de ejemplos y parábolas: habla del hombre que ha limitado el sentido de su vida a los bienes de este mundo. Los ha poseído en tan cantidad que ha tenido que construir nuevos graneros para poder contenerlos todos. El programa de la vida, pues, es acumular y usar. Y a esto debe limitarse la felicidad. A un hombre así, Cristo le contesta: necio, esta misma noche pedirán tu alma.

Volar alto. Pobreza cristiana

Si has interpretado así el sentido del valor, entonces se volverá contra ti la ley de la vanidad. Y ésta es ya una respuesta. No se trata, pues, de juicio sobre el mundo, sino de sabiduría del hombre; de su manera de actuar. Es necesario establecer, en la propia vida, una jerarquía de valores. Cristo, a través de todo lo que ha dicho y, sobre todo, a través de todo lo que Él ha sido, a través de todo el misterio pascual, ha establecido la jerarquía de valores en la vida del hombre.

En la segunda lectura de hoy, San Pablo enlaza precisamente con esta Jerarquía cuando dice que debemos buscar lo que está en lo alto. Por tanto, el hombre no puede encerrar el horizonte de su vida en la temporalidad; no puede reducir el sentido de su vida al usufructo de los bienes que le han sido concedidos por la naturaleza, por la creación, que lo rodean y se encuentran también dentro de él. No puede encerrar así la primacía de su existencia, sino que tiene que ir más allá de sí mismo. Estando hecho a imagen y semejanza de Dios, debe verse a sí mismo en un lugar más alto y debe buscar para sí mismo un sentido en aquello que está por encima de él.

El Evangelio contiene la verdad sobre el hombre porque contiene todo aquello que está por encima del hombre y que, al mismo tiempo, el hombre puede alcanzar en Cristo colaborando con la acción de Dios que actúa dentro del hombre. Este es el camino de la sabiduría. Y sobre este camino de la sabiduría se resuelve la paradoja entre la vanidad y el valor; la paradoja que a menudo vive el hombre.

Muchas veces el hombre es propenso a mirar su vida desde el punto de vista de la vanidad. Sin embargo Cristo quiere que la veamos desde el punto de vista del valor, pero teniendo siempre cuidado de utilizar la justa jerarquía de valores, la justa escala de valores.

Y cuando la liturgia de hoy, junto con la palabra aleluya, nos recuerda también la bienaventuranza Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos, resume en ella ese programa de vida.

Cristo ha exhortado al hombre a la pobreza, a adquirir una actitud que no le haga encerrarse en la temporalidad, que no le haga ver en ella el fin último de la propia existencia y no le haga basar todo en el consumo, en el goce. Un hombre así es pobre en este sentido, porque está continuamente abierto. Abierto a Dios y abierto a estos valores que nos vienen de su acción, de su gracia, de su creación, de su redención y de su Cristo.

Alegría y sentido de la vida

Es éste el breve resumen de los pensamientos encerrados en la liturgia de hoy; pensamientos siempre importantes. Nunca pierden su significado; permanecen perpetuamente actuales.

En cierto sentido buscábamos siempre una contestación a la pregunta: ¿qué quiere decir ser un cristiano? ¿Qué quiere decir ser un cristiano en el mundo moderno?: ¿ser cristiano cada día, siendo, al mismo tiempo, un profesor de universidad, un ingeniero, un médico, un hombre contemporáneo y, antes aún, un o una estudiante?

¿Qué quiere decir ser cristiano? Y descubriendo este valor y, sobre todo, este contenido de la palabra cristiano y el valor congénito en ella, encontrábamos también la alegría. No sólo un consuelo inmediato, sino una afirmación continua. Y aquí encuentra su afirmación una respuesta a la pregunta sobre si vale la pena vivir. Con tal comprensión de la jerarquía de valores vale la pena vivir. Y vale la pena esforzarse y padecer, porque la vida humana no está libre de ello.

En esta perspectiva vale la pena esforzarse y padecer, porque Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Así se formaba la Iglesia en sus comienzos, así empezó a formarla Cristo mismo, y así ella se formaba gracias al ministerio de los Apóstoles y de sus Sucesores, y así se forma aún hoy. Construid la Iglesia en esta dimensión de la vida de la que sois partícipes.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Si este hombre del que nos habla Jesús en el Evangelio viviera hoy, muchos lo tendrían por un triunfador, un number one, un pez gordo. El Maestro sin embargo le llamó necio; no por el dinero ganado sino por el uso egoísta al que pensaba destinarlo. Víctima de la enfermedad cancerosa del egoísmo no se daba cuenta de que sus ganancias no eran el fruto de su trabajo sólo, sino también de todo un patrimonio de experiencias, ideas y esfuerzos que le transmitieron generaciones anteriores a él y que alumbraron una civilización que ahora le permitían enriquecerse.

Hablaba como si pudiera construir los graneros él solo y como si no le hicieran falta la tierra, las semillas, el clima, la lluvia y el sol que Dios pone a disposición de todos. En su horizonte laboral y vital, Dios y los demás no existen. Por otra parte, cuando pensaba echarse a dormir y disfrutar de todo lo ganado, le sorprendió la muerte. El hecho de morir en ese momento pone indudablemente una nota dramática en su trayectoria vital, pero, en realidad, el final de la enseñanza de Jesús hubiese sido el mismo aunque hubiera vivido más años que Matusalén. Aunque no hubiera muerto, física y espiritualmente era un cadáver que, al descomponerse, contaminará todo el tejido social.

El trabajo no es sólo un deber sino un derecho. De ahí que se considere el paro como uno de los graves problemas de nuestro tiempo. Con todo, el hombre no debe caer prisionero del mal contrario: el activismo. El paro es como un tumor que destruye al hombre; pero el desbordamiento en el trabajo –la profesionalitis– no debe destruirlo también convirtiéndolo en una máquina, y con él a la familia.

Gran cosa es el trabajo–recuerda Juan Pablo II–. Pero el hombre es incomparablemente mayor. El hombre es sagrado. Y esta sacralidad exige ser reconocida y profesada en toda circunstancia... La sacralidad humana es inviolable, irrenunciable. El trabajo debe enriquecernos y enriquecer a los demás en todos los órdenes de la existencia. Cuando el quehacer diario nos deja tiempo para Dios, para la familia y los amigos; cuando lo hacemos a conciencia, sin chapuzas y con sentido de la justicia, entonces la persona no sólo labora, sino que colabora con Dios en su incesante obrar en el mundo.

Que Dios no tenga que dirigirnos nunca este reproche: Tú dices: Soy rico, tengo reservas y nada me falta. Aunque no lo sepas eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que compres oro refinado en el fuego, y así serás rico; y un vestido blanco..., y no se vea tu vergonzosa desnudez; y colirio para untártelo en los ojos y ver (Ap 3,17-19). Purifiquemos nuestra jornada laboral de todo lo relacionado con el egoísmo, la vanidad, la soberbia, la pereza, para que esa tarea nos haga ricos ante .

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Buscad los bienes de arriba»

I. LA PALABRA DE DIOS

Si 1,2; 2, 21-23: ¿Qué saca el hombre de todo su trabajo?

Sal 94, 1-2.6-7.8-9: Escucharemos tu voz, Señor

Col 3, 1-5. 9,11: Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo

Lc 12, 13-21: Lo que has acumulado, ¿de quién será?

II. LA FE DE LA IGLESIA

En materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9) (2407).

«Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. El derecho a la propiedad privada no anula el destino universal de los bienes» (2452).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno) (2446).

«El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás» (Vaticano II, GS, 69) (2404).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

El libro del Eclesiastés recoge las enseñanzas de los antiguos sabios de Israel sobre la inutilidad de las riquezas materiales cuando se confía totalmente en ellas.

Jesús desarrolla una catequesis acerca del uso de los bienes materiales, a partir de una pregunta sobre un pleito de herencia.

Llega a su fin la lectura de la carta a los Colosenses: el Bautismo es el principio de una vida nueva que compromete a seguir una conducta pura, digna de ser vivida en Cristo resucitado.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

El destino universal de los bienes: 2402-2406.

La doctrina social de la Iglesia: 2419-2425.

La respuesta:

El respeto de las personas y sus bienes: 2407-2418.

La actividad económica y la justicia social: 2426-2436.

C. Otras sugerencias

A Jesús se le pone como juez de un pleito de herencia para repartir los bienes. Ante el Señor hemos de plantearnos el lugar que tienen los bienes materiales y la actividad económica en nuestra vida: la avaricia y codicia por ellos, las justas relaciones laborales, el uso de los bienes comunes, el abuso de los bienes propios... Los bienes materiales son un medio para vivir con dignidad, nunca un fin en sí mismos.

El Evangelio, como la primera lectura, relativizan su importancia. En nuestra vida y en nuestra sociedad se absolutizan.

El dinero y el «tener», que es bueno y necesario para la dignidad de la persona, puede, sin embargo, convertirse en un ídolo. Solo Dios es el origen, guía y meta de todo lo que hacemos y queremos en la vida

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Ser ricos en Dios.

– Sólo el Señor puede llenar nuestro corazón.

I. Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra, nos exhorta San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Porque los bienes de aquí abajo duran poco y no llenan el corazón humano por muy abundantes que sean.

Breve es la vida del hombre sobre la tierra, y la mayor parte de ella se pasa entre dolor y fatigas; todo se disipa como el viento y apenas deja rastro detrás de sí; en el mejor de los casos se puede reunir una gran fortuna, que se dejará pronto a otros. ¿A qué se reducen tantos esfuerzos y fatigas, si no se lleva consigo lo que se obtiene? Vaciedad sin sentido; todo es vaciedad, nos recuerda otra de las lecturas de la Misa.

Frente a este vacío y a esta falta de sentido, frente a lo inconsistente, Dios es la Roca: Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias.... Dios da sentido a la vida, al trabajo, al dolor.

Sin embargo, el corazón del hombre tiene gran facilidad para buscar las cosas de aquí abajo sin otra dimensión trascendente, tiende a apegarse a ellas como lo único y principal y a olvidarse de lo que realmente importa. En el Evangelio de la Misa, el Señor toma motivo de una cuestión de reparto de herencias que le proponen, para enseñarnos cuál es la verdadera realidad de las cosas a la luz del final terreno. La consideración de la muerte, de la nuestra propia, hacia la que nos encaminamos con rapidez, arroja mucha luz sobre el sentido de la vida y de los bienes. Dice el Señor: Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: ...derribaré los graneros y construiré otros más grandes... Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida...

Nos enseña el Señor que poner el corazón, hecho para lo eterno, en el afán de riqueza y bienestar material es una necedad, porque ni la felicidad ni la misma vida verdaderamente humana se fundamentan en ellos: no depende la vida del hombre de la abundancia de los bienes que posee. El rico labrador de la parábola revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo. Se le ve seguro de sí porque tiene bienes, y en ellos basa su estabilidad y felicidad. Vivir es, para él, como para tantas personas, disfrutar lo más posible: hacer poco, comer, beber, darse buena vida, disponer de bienes de repuesto para muchos años. Éste es su ideal; en él no hay ninguna referencia a Dios y tampoco a los demás. Nada que le lleve a ver la necesidad de compartir con otros los bienes recibidos.

¿Y cómo asegurar este sentido puramente material de sus días?: Almacenaré... Sin embargo, todo lo que no se construya sobre Dios está edificado en falso. La seguridad que dan los bienes materiales es frágil, y también insuficiente, porque nuestra vida no se llena sino con Dios.

Podemos preguntarnos nosotros hoy, en nuestra oración, en qué tenemos puesto el corazón. Sabiendo que nuestro destino definitivo es el Cielo, tenemos que hacer positivos y concretos actos de desprendimiento de lo que poseemos y usamos, y ver el modo de que otras personas más necesitadas compartan lo nuestro, y ayudar con bienes y tiempo en tareas apostólicas.

– Nuestra vida es corta y bien limitada en el tiempo: aprovechar las cosas nobles de la tierra para ganarnos el Cielo.

II. En el diálogo que sostiene el rico labrador consigo mismo interviene otro personaje –Dios– que no había sido tenido en cuenta, y que con sus palabras revela que este hombre se ha equivocado radicalmente a la hora de programar su modo de vivir: Necio, le dice, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Todo ha sido inútil. Así será el que amas a riquezas para sí y no es rico ante Dios.

Nuestro paso por la tierra es un tiempo para merecer; el mismo Señor nos lo ha dado. San Pablo recuerda que no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de lo que está por llegar. El Señor vendrá a llamarnos, a pedirnos cuenta de los bienes que nos dejó en depósito para que los administrásemos bien: la inteligencia, la salud, los bienes materiales, la capacidad de amistad, la posibilidad de hacer felices a quienes nos rodean... El Señor llegará una sola vez, quizá cuando menos lo esperábamos, como el ladrón en la noche, como relámpago en el cielo, y nos ha de encontrar bien dispuestos. Aferrarse a lo de aquí abajo, olvidar que nuestro fin es el Cielo, nos llevaría a desenfocar nuestra vida, a vivir en la más completa necedad. Necio es la palabra que dirige Dios a este hombre que había vivido sólo para lo material. Hemos de caminar con los pies en la tierra, con afanes, ilusiones e ideales humanos, sabiendo prever el futuro para uno mismo y para aquellos que dependen de nosotros, como un buen padre y una buena madre de familia, pero sin olvidar que somos peregrinos, y solamente actores en escena. Nadie se crea rey ni rico, porque al final del acto nos encontraremos todos pobres. Los bienes son meros medios para alcanzar la meta que el Señor nos ha señalado. Nunca deben ser el fin de nuestros días aquí en la tierra.

Nuestra vida es corta y bien limitada en el tiempo: esta misma noche han de exigirte la entrega de tu alma. Así es de escaso el tiempo: esta misma noche, y quizá nosotros pensamos en muchísimos años, como si nuestro paso por la tierra hubiera de durar siempre. Nuestros días están numerados y contados; estamos en las manos de Dios. Dentro de un tiempo –quizá no largo– nos encontraremos cara a cara con Él.

La meditación de nuestro final terreno nos ayuda a santificar el trabajo –redimentes tempus, recuperando el tiempo perdido– y nos facilita el aprovechar todas las circunstancias de esta vida para merecer y reparar por los pecados, y para un desprendimiento efectivo de lo que tenemos y usamos. Un día cualquiera será nuestro último día. Hoy han muerto –o morirán– miles de personas en circunstancias diversísimas; jamás imaginaron que ya no tendrían más días para desagraviar y para llenar un poco más su alforja de cara a la eternidad. Unas han muerto con el corazón puesto en asuntos de poca o nula importancia en relación a su existencia definitiva más allá de la muerte; otras tenían la vista y el corazón quizá en las mismas cosas humanas, pero dirigidas a Dios. Éstas se encontrarán con el tesoro maravilloso que no pueden destruir ni el orín, ni la polilla.

– Aprovechar el tiempo de cara a Dios. Desprendimiento.

III. En el momento de la muerte, el estado del alma queda fijado para siempre. Después no hay cambio posible: el destino que nos espera en la eternidad es consecuencia de la actitud que hayamos tomado en nuestro paso por la tierra: Si un árbol cae al mediodía o al norte permanece en el lugar que ha caído. De aquí las advertencias frecuentes del Señor para estar siempre en vigilia, pues la muerte no es el término de la existencia, sino el comienzo de una nueva vida. El cristiano no puede despreciar la existencia temporal ni minusvalorarla, pues toda ella debe servir como preparación para su existencia definitiva con Dios en el Cielo. Sólo quien se hace rico ante Dios mediante la santificación de lo ordinario y el buen uso de los bienes materiales, quien acumula tesoros que Dios reconoce como tales, saca provecho cierto de estos días terrenos. Todo lo demás es vivir de engaños: Se mueve el hombre como un fantasma, se afana solamente por un soplo; amontona sin saber para quién.

Si los bienes que tenemos y utilizamos están enderezados a la gloria de Dios, sabremos utilizarlos con desprendimiento, y no nos quejaremos si alguna vez llegan a faltar. Su carencia –cuando el Señor lo quiere o lo permite así– no nos quitará la alegría. Sabremos ser felices en la abundancia y en la escasez, porque los bienes no serán nunca el objeto supremo de la vida; y lo mucho o lo poco que poseamos sabremos compartirlo con quienes carecen de ello: creando empleo si está en nuestras manos, ayudando a promocionar obras de cultura y de formación, contribuyendo con generosidad al sostenimiento de obras buenas y de la Iglesia.

La consideración de la muerte nos enseña también a aprovechar bien los días, pues el tiempo que tenemos por delante no es muy largo. Este mundo, mis hijos, se nos va de las manos. No podemos perder el tiempo, que es corto (...). Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. ¿Y vamos a desaprovecharlo dejando que el corazón quede apegado a cuatro baratijas de la tierra, que nada valen? La meditación de las verdades eternas es un buen antídoto contra el pecado y una ayuda eficaz para darle a nuestra vida su verdadero sentido. Nos facilita el cuidar con esmero el trabajo de cada día, la convivencia con los demás, los deberes de caridad, especialmente con los más necesitados, pues ésta será nuestra principal credencial ante Dios.

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Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells (Salt, Girona, España) (www.evangeli.net)

La vida de uno no está asegurada por sus bienes

Hoy, Jesús nos sitúa cara a cara con aquello que es fundamental para nuestra vida cristiana, nuestra vida de relación con Dios: hacerse rico delante de Él. Es decir, llenar nuestras manos y nuestro corazón con todo tipo de bienes sobrenaturales, espirituales, de gracia, y no de cosas materiales.

Por eso, a la luz del Evangelio de hoy, nos podemos preguntar: ¿de qué llenamos nuestro corazón? El hombre de la parábola lo tenía claro: «Descansa, come, bebe, banquetea» (Lc 12,19). Pero esto no es lo que Dios espera de un buen hijo suyo. El Señor no ha puesto nuestra felicidad en herencias, buenas comidas, coches último modelo, vacaciones a los lugares más exóticos, fincas, el sofá, la cerveza o el dinero. Todas estas cosas pueden ser buenas, pero en sí mismas no pueden saciar las ansias de plenitud de nuestra alma, y, por tanto, hay que usarlas bien, como medios que son.

Es la experiencia de san Ignacio de Loyola, cuya celebración tenemos tan cercana. Así lo reconocía en su propia autobiografía: «Cuando pensaba en cosas mundanas, se deleitaba, pero, cuando, ya aburrido lo dejaba, se sentía triste y seco; en cambio, cuando pensaba en las penitencias que observaba en los hombres santos, ahí sentía consuelo, no solamente entonces, sino que incluso después se sentía contento y alegre». También puede ser la experiencia de cada uno de nosotros.

Y es que las cosas materiales, terrenales, son caducas y pasan; por contraste, las cosas espirituales son eternas, inmortales, duran para siempre, y son las únicas que pueden llenar nuestro corazón y dar sentido pleno a nuestra vida humana y cristiana.

Jesús lo dice muy claro: «¡Necio!» (Lc 12,20), así califica al que sólo tiene metas materiales, terrenales, egoístas. Que en cualquier momento de nuestra existencia nos podamos presentar ante Dios con las manos y el corazón llenos de esfuerzo por buscar al Señor y aquello que a Él le gusta, que es lo único que nos llevará al Cielo.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Perder para ganar

«¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?» (Mt 16, 26).

Eso dice Jesús.

Y te lo dice a ti, sacerdote, para que reflexiones como hombre, en tu vida ordinaria, y como sacerdote, en tu vida ministerial.

Y te enseña que vida sólo hay una, y se vive en unidad. Porque, ¿de qué te sirve acumular riquezas, dinero, casas, joyas, tierras, cosas, lujos, palacios, reinos y poder en el mundo, si tú no eres del mundo?

Y te enseña a acumular tesoros en el cielo, en donde no hay ladrones que se los roben ni polilla que los destruya, y no en la tierra, en donde los ladrones se roban los tesoros que son la vida de los hombres, y también la tuya.

Tu Señor te llama, y te pide que renuncies a los placeres del mundo, porque nada vale tanto como tu propia vida.

Tu Señor te enseña también que ganar el mundo entero significa trabajar para conseguir muchas almas para el cielo, pero Él te dice: la tuya primero.

Y te advierte del peligro del activismo que te envuelve, y en el que te engañas a ti mismo, creyendo que estás dando la vida para salvar al mundo entero con tus propias fuerzas, y descuidas lo único necesario, por cumplir con muchas cosas importantes, arriesgando tu humildad y tu caridad, y el que no tiene caridad nada es, nada le aprovecha, nada tiene.

Tu Señor te pide que renuncies a ti mismo, que tomes tu cruz y que lo sigas, para que vivas en unidad de vida, como Cristo.

Y te manda escuchar su palabra y ponerla en práctica, haciendo la voluntad de Dios y no la de los hombres.

Tu Señor te llama, sacerdote, para que pierdas por Él tu vida, que es la vida del mundo, y encuentres en Él la vida, no para ser coronado de riquezas sino para ser coronado de gloria, cuando estés con Él en su paraíso, porque su Reino no es de este mundo.

Proclama a tu Rey, sacerdote, cumpliendo no tus muchas reglas, sino su única ley, viviendo en el mundo la vida de Él, llevando la paz a todos los rincones de la tierra, no como la da el mundo, sino la paz que Él ha puesto en tu alma misionera, alma humana y alma divina, en una sola vida de condición sagrada, que ya no es tan sólo el alma de un hombre, sino el alma de un verdadero hombre y un verdadero Dios, que en unidad te hacen ser verdadero sacerdote, verdadero Cristo, adorador del único y verdadero Rey de reyes y Señor de señores, el único Dios por quien se vive, y se pierde la vida para encontrarla: Cristo Rey.

Tu Señor te está esperando, sacerdote, acude a su llamado en la oración, remando mar adentro, en la intimidad de tu corazón, para que lo encuentres, para que lo sigas, para que lo sirvas, para que le entregues el tesoro que le pertenece, y que ha ganado con su pasión, con su muerte y con su resurrección: tu vida.

(Espada de Dos Filos IV, n. 48)

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