Domingo 12 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XII del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2016 y 2019 - Homilías de 27.IX.13, 6.III.14 y 26.IX.14
  • BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Ferran JARABO i Carbonell (Agullana, Girona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

ESPÍRITU DE COMPUNCIÓN

Zac 12, 10-11, 13, 1; Gál 3, 26-29; Lc 9, 18-24

El profeta Zacarías fue revisado con gran cuidado por los escritores cristianos, varios de sus anuncios proféticos encajaban con algunas de las acciones que marcaron la pasión de Jesús. El hombre traspasado por un pueblo que finalmente se arrepiente de haber provocado esa violencia resulta significativo. Los cristianos hemos aprendido a entender que, si bien no participamos en su ejecución, es a causa de nuestra pecaminosidad que Jesús se entregó. El Señor Jesús anticipa a sus discípulos la existencia de un plan divino: “el Hijo del Hombre tiene que sufrir mucho”. Cuando Jesús consigue descifrar que el desenlace violento que pondrá fin a su vida no es resultado de la confabulación de los dirigentes judíos, sino el misterioso proyecto del Padre, a fin de que irrumpa el reinado de Dios, decide entregarse. Por eso nos desvela su secreto último: perder la vida, significa ganarla.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 27, 8-9

El Señor es la fuerza de su pueblo, defensa y salvación para su Ungido. Sálvanos, Señor, vela sobre nosotros y guíanos siempre.

ORACIÓN COLECTA

Señor, concédenos vivir siempre en el amor y respeto a tu santo nombre, ya que jamás dejas de proteger a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Mirarán al que traspasaron.

Del libro del profeta Zacarías: 12, 10-11; 13, 1

Esto dice el Señor: “Derramaré sobre la descendencia de David y sobre los habitantes de Jerusalén, un espíritu de piedad y de compasión y ellos volverán sus ojos hacia mí, a quien traspasaron con la lanza. Harán duelo, como se hace duelo por el hijo único y llorarán por él amargamente, como se llora por la muerte del primogénito.

En ese día será grande el llanto en Jerusalén, como el llanto en la aldea de Hadad-Rimón, en el valle de Meguido”.

En aquel día brotará una fuente para la casa de David y los habitantes de Jerusalén, que los purificará de sus pecados e inmundicias.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 62, 2abc. 24-4.5-5.8-9

R/. Señor, mi alma tiene sed de ti.

Señor, tú eres mi Dios, a ti te busco; de ti sedienta está mi alma. Señor, todo mi ser te añora como el suelo reseco añora el agua. R/.

Para admirar tu gloria y tu poder, con este afán te busco en tu santuario. Pues mejores tu amor que la existencia; siempre, Señor, te alabarán mis labios. R/.

Podré así bendecirte mientras viva y levantar en oración mis manos. De lo mejor se saciará mi alma. Te alabaré con jubilosos labios. R/.

SEGUNDA LECTURA

Cuantos han sido bautizados en Cristo se han revestido de Cristo.

De la carta del apóstol san Pablo a los gálatas: 3, 26-29

Hermanos: Todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, pues, cuantos han sido incorporados a Cristo por medio del bautismo, se han revestido de Cristo. Ya no existe diferencia entre judíos y no judíos, entre esclavos y libres, entre varón y mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús. Y si ustedes son de Cristo, son también descendientes de Abraham y la herencia que Dios le prometió les corresponde a ustedes.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 10, 27

R/. Aleluya, aleluya.

Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor; yo las conozco y ellas me siguen. R/.

EVANGELIO

Tú eres el Mesías de Dios — Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 9,18-24

Un día en que Jesús, acompañado de sus discípulos, había ido a un lugar solitario para orar, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos contestaron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que alguno de los antiguos profetas que ha resucitado”.

Él les dijo: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Respondió Pedro: “El Mesías de Dios”. Él les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie.

Después les dijo: “Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día”.

Luego, dirigiéndose a la multitud, les dijo: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga. Pues el que quiera conservar para sí mismo su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi causa, ése la encontrará”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, este sacrificio de reconciliación y alabanza y concédenos que, purificados por su eficacia, podamos ofrecerte el entrañable afecto de nuestro corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 144, 15

Los ojos de todos esperan en ti, Señor; y tú les das la comida a su tiempo.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Renovados, Señor, por el alimento del sagrado Cuerpo y la preciosa Sangre de tu Hijo, concédenos que lo que realizamos con asidua devoción, lo recibamos convertido en certeza de redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Mirarán al que traspasaron (Za 12,10-11; 13,1)

1ª lectura

El tiempo escatológico vendrá marcado por un profundo arrepentimiento y penitencia en Jerusalén suscitados por el espíritu de Dios. La causa es el haber dado muerte a un hombre muy querido para el pueblo. El texto es oscuro en este punto pues también podría entenderse que aquel a quien traspasaron es Dios (v. 10); sin embargo, inmediatamente después se dice que el que ha muerto es un hombre por el que el pueblo hará duelo. La misteriosa muerte de ese personaje tiene efectos parecidos a los de la del Siervo del Señor en Is 52,13-53,12, puesto que a partir de ella Judá y Jerusalén encontrarán la expiación del pecado y abandonarán completamente la idolatría (cfr 13,1-2). Es posible que sea una alusión a la muerte de Zorobabel, el último descendiente de la dinastía davídica mencionado en el Antiguo Testamento, tras la que habría llegado la paz. O quizá el autor sagrado está hablando de algún rey como Josías que siendo bueno y piadoso murió de forma violenta a manos de los enemigos (cfr 2 R 23,29). En cualquier caso esa persona tan llorada era figura de Jesucristo clavado en la cruz al que se vuelve la mirada del hombre pecador como leemos en Jn 19,37. «Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cfr Jn 19,37; Za 12,10)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1432).

Os habéis revestido de Cristo (Ga 3,26-29)

2ª lectura

San Pablo acaba de decir en el párrafo anterior que la Ley fue dada por Dios como «pedagogo» —el criado que en tiempos de Pablo estaba para cuidar de los niños y llevarlos a la escuela— para guiar a los hombres a Cristo (vv. 23-25). Con la redención de Jesucristo (v. 26), el hombre alcanza su mayoría de edad y con ella se ve libre del pedagogo. Por la fe en Cristo y mediante el Bautismo se hace hijo de Dios y se reviste de Cristo (v. 27), «no de cualquier hermosura o de cualquier valor —glosa San Juan de Ávila—, sino del mismo Jesucristo, que es la suma de toda hermosura, de todo el valor y de toda la riqueza» (Lecciones sobre Gálatas, ad loc.). Desde ese momento desaparece toda diferencia entre los creyentes (v. 28), todos pasamos a ser descendencia de Abrahán y partícipes de las promesas divinas (v. 29): No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 106).

Confesión de Pedro (Lc 9,18-24)

Evangelio

Los tres primeros evangelios recogen la confesión de fe de San Pedro. Lucas la narra de manera más condensada que los otros dos. Hay, sin embargo, un aspecto característico en el tercer evangelio: mientras los otros dos recuerdan que el episodio sucedió en Cesarea de Filipo, San Lucas omite la referencia geográfica y rememora, en cambio, la oración de Jesús (v. 18) presente en los momentos trascendentales de su ministerio (cfr 3,21; 6,12; 9,28; etc.).

La preeminencia de Pedro entre los Doce es reiterada de una u otra manera en los cuatro evangelios. Aquí no se recoge, como en San Mateo (Mt 16,17-19), el don del Primado a Pedro; en cambio, el relato de la Última Cena (cfr 22,31-34) del tercer evangelista sí subraya la responsabilidad de Pedro respecto del Colegio Apostólico: «De todos se elige a Pedro, a quien se pone al frente de la misión universal de la Iglesia, de todos los apóstoles y de todos los Padres de la Iglesia; y, aunque en el pueblo de Dios hay muchos sacerdotes y muchos pastores, a todos los gobierna Pedro, aunque todos son regidos eminentemente por Cristo. La bondad divina ha concedido a este hombre una excelsa y admirable participación de su poder, y todo lo que tienen de común con Pedro los otros jerarcas les es concedido por medio de Pedro» (S. León Magno, Sermo 4 in anniversario ordinationi suae 2).

La reprensión a Pedro —que originó estas palabras de Jesús sobre el misterio de la cruz (cfr Mt 16,21-28; Mc 8,31-9,1)— no es recogida por Lucas. Jesús es el Cristo y, como señala el episodio de la Transfiguración, su destino es la gloria. Pero su misión pasa por la cruz. Por tanto, quien quiera seguirle, no puede pretender otro camino. La pasión y la cruz son episodios claves en la vida de Cristo, y por ello son también el primer peldaño de la vida cristiana: «Aquel que ama los placeres, que busca sus comodidades, que huye las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa más insignificante no marcha según su voluntad y deseo, el tal, de cristiano sólo tiene el nombre; solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha dicho: Aquel que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz todos los días de su vida, y sígame» (S. Juan B. María Vianney, Sermón sobre la penitencia del Miércoles de Ceniza).

Significativamente, el Señor añade que el cristiano debe renovar el ejercicio de llevar la cruz «cada día» (v. 23), porque la salvación llega en un momento preciso, «ahora» (4,21; 5,25; 19,9.42), y por eso cada momento puede ser el definitivo de la salvación: Me preguntas: ¿Por qué esa cruz de palo? —Y copio de una carta: “Al levantar la vista del microscopio, la mirada va a tropezar con la cruz negra y vacía. Esta Cruz sin crucificado es un símbolo. Tiene una significación que los demás no verán. Y el que, cansado, estaba a punto de abandonar la tarea, vuelve a acercar los ojos al ocular y sigue trabajando: porque la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella” (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 277).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Testimonio de Pedro

Y díjoles: ¿quién decís vosotros que soy yo? Respondió Simón Pedro: El Cristo de Dios.

La opinión de las masas tiene su interés: unos creen que ha resucitado Elías, que ellos pensaban que había de venir; otros Juan, que reconocían había sido decapitado; o uno de los profetas antiguos. Pero investigar más sobrepasa nuestras posibilidades: es sentencia y prudencia de otro. Pues, si basta al apóstol Pablo no conocer más que a Cristo, y crucificado (1 Co 2,2), ¿qué puedo desear conocer más que a Cristo? En este solo nombre está expresada la divinidad, la encarnación y la realidad de la pasión. Aunque los demás apóstoles lo conocen, sin embargo, Pedro responde por los demás: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Así ha abarcado todas las cosas al expresar la naturaleza y el nombre, en el cual está la suma de todas las virtudes. ¿Vamos nosotros a solucionar las cuestiones sobre la generación de Dios, cuando Pablo ha juzgado que él no sabe nada fuera de Cristo Jesús, y crucificado, cuando Pedro ha creído no deber confesar más que al Hijo de Dios? Nosotros investiguemos, con los ojos de la debilidad humana cuándo y cómo Él ha nacido, y cuál es su grandeza. Pablo ha reconocido en esto el escollo de la cuestión, más que una utilidad para la edificación, y ha decidido no saber otra cosa que Cristo Jesús. Pedro ha sabido que en el Hijo de Dios están todas las cosas, pues el Padre lo ha dado todo al Hijo (Jn 3,35). Si dio todo, transmitió también la eternidad y la majestad que posee. Pero ¿para qué ir más lejos? El fin de mi fe es Cristo, el fin de mi fe es el Hijo de Dios; no me es permitido conocer lo que precede a su generación, pero tampoco me está permitido ignorar la realidad de su generación.

Cree, pues, de la manera en que ha creído Pedro, a fin de ser feliz tú también, para merecer oír tú mismo también: Pues no ha sido la carne ni la sangre la que te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos.

Efectivamente, la carne y la sangre no pueden revelar más que lo terreno; por el contrario, el que habla de los misterios en espíritu no se apoya sobre las enseñanzas de la carne ni de la sangre, sino sobre la inspiración divina. No descanses tú sobre la carne y la sangre, no sea que adquieras las normas de la carne y de la sangre y tú mismo te hagas carne y sangre. Pues el que se adhiere a la carne, es carne el que se adhiere a Dios es un solo espíritu (con El) (1 Co 6,17). Mi espíritu, dice, no permanecerá nunca más con estos hombres, porque son carnales (Gn 6,3).

Más ¡ojalá que los que escuchan no sean carne ni sangre, sino que, extraños a los deseos de la carne y de la sangre, puedan decir: No temeré qué pueda hacerme la carne! (Sal 55,5). El que ha vencido a la carne es un fundamento de la Iglesia y, si no puede igualar a Pedro, al menos puede imitarle. Pues los dones de Dios son grandes: no sólo ha restaurado lo que era nuestro, sino que nos ha concedido lo que era suyo.

Sin embargo, podemos preguntarnos por qué la multitud no veía en Él otro más que Elías, Jeremías o Juan Bautista. Elías, tal vez, porque fue llevado al cielo; pero Cristo no es Elías: uno es arrebatado al cielo, el otro regresa; uno, he dicho, ha sido arrebatado, el otro no ha creído una rapiña ser igual a Dios (Flp 2,6); uno es vengado por las llamas que él invoca (1 R 18,38), el otro ha querido mejor sanar a sus perseguidores que perderlos. Mas ¿por qué lo han creído Jeremías? Tal vez porque él fue santificado en el seno de su madre. Pero Él no es Jeremías. Uno es santificado, el otro santifica; la santificación de uno ha comenzado con su cuerpo, el otro es el Santo del Santo. ¿Por qué, pues, el pueblo creía que era Juan? ¿No será porque estando en el seno de su madre percibió la presencia del Señor? Pero Él no es Juan: uno adoraba estando en el seno, el otro era adorado; uno bautizaba con agua, Cristo en el Espíritu; uno predicaba la penitencia, el otro perdonaba los pecados.

Por eso Pedro no ha seguido el juicio del pueblo, sino que ha expresado el suyo propio al decir: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El que es, es siempre, no ha comenzado a ser, di dejará de ser. La bondad de Cristo es grande porque casi todos sus nombres los ha dado a sus discípulos: Yo soy, dice, la luz del mundo (Jn 8,12); y, sin embargo, este nombre, del que Él se gloría, lo ha dado a sus discípulos cuando dijo: Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5,14). Yo soy el pan vivo (Jn 6,51); y todos nosotros somos un solo pan (1 Co 10,17). Yo soy la verdadera vid (Jn 15,1); y Él te dice: Yo te planté de la vid más generosa, toda verdadera (Jr 2,21). Cristo es piedra —pues bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo (1 Co 10,4)—, y Él tampoco ha rehusado la gracia de este nombre a su discípulo, de tal forma que él es también Pedro, para que tenga de la piedra la solidez constante, la firmeza de la fe.

Esfuérzate también tú en ser piedra. Y así, no busques la piedra fuera de ti, sino dentro de ti. Tu piedra es tu acción; tu piedra es tu espíritu. Sobre esta piedra se edifique tu casa, para que ninguna borrasca de los malos espíritus puedan tirarla. Tu piedra es la fe; la fe es el fundamento de la Iglesia. Si eres piedra, estarás en la Iglesia, porque la Iglesia está fundada sobre piedra. Si estás en la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán sobre ti: las puertas del infierno son las puertas de la muerte, y las puertas de la muerte no pueden ser las puertas de la Iglesia.

Pero ¿qué son las puertas de la muerte, es decir, las puertas del infierno, sino las diversas especies de pecados? Si fornicas, has pasado las puertas de la muerte. Si dejas la fe buena, has franqueado las puertas del infierno. Si has cometido un pecado mortal, has pasado las puertas de la muerte. Más Dios tiene poder de abrirte las puertas de la muerte, para que proclames sus alabanzas en las puertas de la hija de Sión (Sal 9,14). En cuanto a las puertas de la Iglesia, éstas son las puertas de la castidad, las puertas de la justicia, que el justo acostumbra a franquear: Ábreme, dice, las puertas de la justicia, y, habiendo pasado por ellas, alabaré al Señor

(Sal 117,19). Pero como la puerta de la muerte es la puerta del infierno, la puerta de la justicia es la puerta de Dios; pues he aquí la puerta del Señor, los justos entrarán por ella (ibíd., 20). Por eso, huye de la obstinación en el pecado, para que las puertas del infierno no triunfen sobre ti; porque, si el pecado se adueña en ti, ha triunfado la puerta de la muerte. Huye, pues, de las riñas, disensiones, de las estrepitosas y tumultuosas discordias, para que no llegues a traspasar las puertas de la muerte. Pues el Señor no ha querido al principio ser proclamado, para que no se levantase ningún tumulto. Exhorta a sus discípulos que a nadie digan: El Hijo del hombre ha de padecer mucho, ser rechazado de los ancianos y de los príncipes de los sacerdotes, y de los escribas, ser muerto, y resucitar al tercer día (Lc 9,22). 

Tal vez el Señor ha añadido esto porque sabía que sus discípulos difícilmente habían de creer en su pasión y en su resurrección. Por eso ha preferido afirmar El mismo su pasión y su resurrección, para que naciese la fe del hecho y no la discordia del anuncio. Luego Cristo no ha querido glorificarse, sino que ha deseado aparecer sin gloria para padecer el sufrimiento; y tú, que has nacido sin gloria, ¿quieres glorificarte? Por el camino que ha recorrido Cristo es por donde tú has de caminar. Esto es reconocerle, esto es imitarle en la ignominia y en la buena fama (cf.2 Co 6,8), para que te gloríes en la cruz, como El mismo se ha gloriado. Tal fue la conducta de Pablo, y por eso se gloría al decir: Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Ga 6,14). 

Pero veamos por qué según San Mateo (16,20), nosotros encontramos que son avisados los discípulos de no decir a nadie que Él es el Cristo, mientras que aquí se les increpa, según está escrito, de no decir a nadie que Él ha de padecer mucho y que ha de resucitar. Advierte que en el nombre de Cristo se encierra todo. Pues Él mismo es el Cristo que ha nacido de una Virgen, que ha realizado maravillas ante el pueblo, que ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado de entre los muertos. Suprimir una de estas cosas equivale a suprimir tu salvación. Pues aun los herejes parecen tener a Cristo con ellos: nadie reniega el nombre de Cristo; pero es renegar a Cristo no reconocer todo lo que pertenece a Cristo. Por muchos motivos. Él ordena a sus discípulos guardar silencio: para engañar al demonio, evitar la ostentación, enseñar la humildad, y también para que sus discípulos, todavía rudos e imperfectos, no queden oprimidos por la mole de un anuncio completo.

Examinemos ahora por qué motivo manda callar también a los espíritus impuros. Nos descubre esto la misma Escritura, pues Dios dice al pecador: ¿Por qué cuentas tú mis justicias? (Sal 49,16). No sea que, mientras oye al predicador, siga que yerra; pues mal maestro es el diablo, que muchas veces mezcla lo falso con lo verdadero, para cubrir con apariencias de verdad su testimonio fraudulento.

Consideremos también aquí: ¿Es ahora la primera vez que Él ordena a sus discípulos no digan a nadie que Él es el Cristo? ¿O lo ha recomendado ya cuando envió a los doce apóstoles y les prescribió: No vayáis a los gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel; curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios, e informaos de quien hay en ella digno y quedaos allí hasta que partáis? (Mt 10,5ss). No se ve en esta ordenación que predicasen a Cristo Hijo de Dios.

Hay, pues, un orden para la discusión y un orden para la exposición; también nosotros, cuando los gentiles son llamados a la Iglesia, debemos establecer un orden en nuestra actuación: primero enseñar que sólo hay un Dios, autor del mundo y de todas las cosas, en quien vivimos, existimos y nos movemos, y de la raza del cual somos nosotros (Hch 17,28); de tal modo que debemos amarle no sólo por los beneficios de la luz y de la vida, sino, más aún, por cierto parentesco de raza. Luego destruiremos la idea que ellos tienen de los ídolos, pues la materia del oro, de la plata o de la madera, no puede tener una energía divina. Habiéndoles convencido de la existencia de un solo Dios, tú podrás, gracias a Él, mostrar que la salvación nos ha sido dada por Jesucristo, comenzando por lo que Él ha realizado en su cuerpo y mostrando el carácter divino, de modo que aparezca que Él es más que un hombre, habiendo vencido la muerte por su fuerza propia, y que este muerto ha resucitado de los infiernos. Efectivamente, poco a poco es como aumenta la fe: viendo que es más que un hombre, se cree que es Dios; pues sin probar que Él no ha podido realizar estas cosas sin un poder divino, ¿cómo podrías demostrar que había en Él una energía divina?

Más, si, tal vez, esto te parezca de poca autoridad y fe, lee el discurso dirigido por el Apóstol a los atenienses. Si al principio Él hubiera querido destruir las ceremonias idolátricas, los oídos paganos hubieran rechazado sus palabras. El comenzó por un solo Dios, creador del mundo, diciendo: Dios que ha hecho el mundo y todo lo que en él se encuentra (Hch 17,24). Ellos no podían negar que hay un solo autor del mundo, un solo Dios, un creador de todas las cosas. El añade que el Dueño del cielo y de la tierra no se digna habitar en las obras de nuestras manos; puesto que no es verosímil que el artista humano encierre en la vana materia del oro y de la plata el poder de la divinidad; el remedio para este error, decía, es el deseo de arrepentirse. Luego vino a Cristo y no quiso, sin embargo, llamarlo Dios más que hombre: En el hombre, dice, que Él ha designado a la fe de todos resucitándole de la muerte. En efecto, el que predica ha de tener presente la calidad de las personas que le escuchan, para no ser burlado antes de ser entendido. ¿Cómo habrían creído los atenienses que el Verbo se hizo carne, y que una Virgen ha concebido del Espíritu Santo, si se reían cuando oían hablar de la resurrección de los muertos? Sin embargo, Dionisio Areopagita ha creído y creyeron los demás en este hombre para creer en Dios. ¿Qué importa el orden en que cada uno cree? No se pide la lección desde el principio, sino que desde el principio se llegue a la perfección. Él ha instruido a los atenienses siguiendo ese método, y éste es el que nosotros debemos seguir con los gentiles

Más cuando los apóstoles se dirigen a los judíos, ellos dicen que Cristo es Aquel que nos ha sido prometido por los oráculos de los profetas. Ellos no lo llaman desde el principio y por su propia autoridad Hijo de Dios, sino un hombre bueno, justo, un hombre resucitado de entre los muertos, el hombre del que habían dicho los profetas: Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado (Sal 2,7). Luego también tú, en las cosas difíciles de creer, acude a la autoridad de la palabra divina y muestra que su venida fue prometida por la voz de los profetas; enseña que su resurrección había sido afirmada también mucho tiempo antes por el testimonio de la Escritura —no aquella que es normal y común a todos—, a fin de obtener, estableciendo su resurrección corporal, un testimonio de su divinidad. Habiendo constatado, en efecto, que los cuerpos de los otros sufren la corrupción después de muertos, para éste, del cual se ha dicho: Tú no permitirás que tu Santo vea la corrupción (Sal 15,10), reconocerás la exención de la fragilidad humana, muestras que El sobrepasa las características de la naturaleza humana y, por lo tanto, ha de acercarse más a Dios que a los hombres.

Si se trata de instruir a un catecúmeno que quiere recibir los sacramentos de los fieles, es necesario decir que hay un solo Dios, de quien son todas las cosas, y un solo Jesucristo, por quien son todas las cosas(1 Co 8, 6);no hay que decirle que son dos Señores; que el Padre es perfecto, perfecto igualmente el Hijo, pero que el Padre y el Hijo no son más que una sustancia; que el Verbo eterno de Dios, Verbo no proferido, sino que obra, es engendrado del Padre, no producido por su palabra.

Luego les está prohibido a los apóstoles anunciarlo como Hijo de Dios, para que más tarde lo anuncien crucificado. El esplendor de la fe es comprender verdaderamente la cruz de Cristo. Las otras cruces no sirven para nada; sólo la cruz de Cristo me es útil, y realmente útil; por ella el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo (Ga 6,15). Si el mundo está crucificado para mí, yo sé que está muerto; yo no lo amo; yo sé que él pasa: yo no lo deseo; yo sé que la corrupción devorará a este mundo: yo lo evito como maloliente, lo huyo como la peste, lo dejo como nocivo.

Más, ciertamente, no pueden creer inmediatamente que la salvación ha sido dada a este mundo por la cruz. Muestra, pues, por la historia de los griegos que esto fue posible. También el Apóstol, con ocasión de persuadir a los incrédulos, no rehúsa los versos de los poetas para destruir las fábulas de los poetas. Si se recuerda que muchas veces legiones y grandes pueblos han sido librados por el sacrificio y la muerte de algunos, como lo afirma la historia griega; si se recuerda que la hija de un jefe ha sido ofrecida al sacrificio para hacer pasar los ejércitos de los griegos; si consideramos, en nosotros, que la sangre de los carneros, de los toros y la ceniza de una ternera santifica por su aspersión para purificar la carne, como está escrito en la carta a los Hebreos (9,13); si la peste, atraída a ciertas provincias por tales pecados de los hombres, ha sido conjurada, se dice, por la muerte de uno solo, lo cual ha prevalecido por un razonamiento o resultado por una disposición, para que se crea más fácilmente en la cruz de Cristo, estará propenso a que los que no pueden renegar su historia confirmen la nuestra.

Mas como ningún hombre ha sido tan grande que haya podido quitar los pecados de todo el mundo —ni Enoc, ni Abrahán, ni Isaac, que aunque fue ofrecido a la muerte, sin embargo, fue dejado, porque él no podía destruir todos los pecados, ¿y qué hombre fue bastante grande que pudiese expiar todos los pecados? Ciertamente, no uno del pueblo, no uno de tantos, sino el Hijo de Dios, que ha sido escogido por Dios Padre; estando por encima de todos, Él podía ofrecerse por todos; Él debía morir, a fin de que, siendo más fuerte que la muerte, librase a los otros, habiendo venido a ser, entre los muertos, libre, sin ayuda (Sal 87,5), libre de la muerte sin ayuda del hombre o de una criatura cualquiera, y verdaderamente libre, puesto que rechazó la esclavitud de la concupiscencia y no conoció las cadenas de la muerte.

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.6, 93-109, BAC, Madrid, 1966, pp. 334-344)

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FRANCISCO – Ángelus 2016 y 2019 - Homilías de 27.IX.13, 6.III.14 y 26.IX.14

Ángelus 2016

El mundo tiene hoy más que nunca necesidad de Cristo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje evangélico de este domingo (Lc 9, 18-24) nos llama una vez más a confrontarnos, por así decirlo, «cara a cara» con Jesús. En uno de los raros momentos tranquilos en los que se encuentra solo con sus discípulos, Él les pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (v. 18). Y ellos responden: «Juan el Bautista; otros, que Elías; otros que un profeta de los antiguos había resucitado» (v. 19). Por lo tanto la gente apreciaba a Jesús y lo consideraba un gran profeta, pero aún no era consciente de su verdadera identidad, es decir que Él fuera el Mesías, el Hijo de Dios enviado por el Padre para la salvación de todos.

Jesús, entonces, se dirige directamente a los apóstoles —porque es esto lo que más le interesa— y pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». E inmediatamente en nombre de todos, Pedro responde: «El Cristo de Dios» (v. 20), es decir: Tú eres el Mesías, el Consagrado de Dios, mandado por Él para salvar a su pueblo según la Alianza y la promesa. Así Jesús se da cuenta que los Doce, y en particular Pedro, han recibido del Padre el don de la fe; y para esto comienza a hablar abiertamente —así dice el Evangelio: «abiertamente»— de lo que le esperaba en Jerusalén: «El Hijo del hombre —dice— debe sufrir mucho, y ser reprochado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (v. 22).

Esas mismas preguntas se nos vuelven a proponer a cada uno de nosotros: «¿Quién es Jesús para la gente de nuestro tiempo?». Pero la otra es más importante: «¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros?». Para mí, para ti... ¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros? Estamos llamados a hacer de la respuesta de Pedro nuestra respuesta, profesando con gozo que Jesús es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre para redimir a la humanidad, derramando en ella la abundancia de la misericordia divina. El mundo tiene hoy más que nunca necesidad de Cristo, de su salvación, de su amor misericordioso. Muchas personas perciben un vacío a su alrededor y dentro de sí —quizá, algunas veces, también nosotros—; otros viven en la inquietud y la incertidumbre a causa de la precariedad y los conflictos. Todos tenemos necesidad de respuestas adecuadas a nuestras preguntas, a nuestros interrogantes concretos. En Cristo, sólo en Él, es posible encontrar la paz verdadera y el cumplimiento de toda aspiración humana. Jesús conoce el corazón del hombre como ninguno. Por esto lo puede sanar, dándole vida y consuelo.

Después de haber concluido el diálogo con los Apóstoles, Jesús se dirige a todos diciendo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (v. 23). No se trata de una cruz ornamental, o de una cruz ideológica, sino que es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor —por los padres, los hijos, la familia, los amigos, también por los enemigos—, la cruz de la disponibilidad para ser solidarios con los pobres, para comprometerse por la justicia y la paz. Asumiendo esta actitud, estas cruces, siempre se pierde algo. No debemos olvidar jamás que «quien perderá la propia vida [por Cristo], la salvará» (v. 24). Es un perder para ganar. Y recordamos a todos nuestros hermanos que aún hoy ponen en práctica estas palabras de Jesús, ofreciendo su tiempo, su trabajo, su propia fatiga y hasta su vida para no renegar de su fe en Cristo. Jesús, mediante su Espíritu Santo, nos da la fuerza para ir hacia adelante en el camino de la fe y del testimonio: actuar de acuerdo con lo que creemos; no decir una cosa y hacer otra. Y en este camino la Virgen siempre está cerca nuestro y nos precede: dejémonos tomar de la mano por ella, cuando atravesamos los momentos más oscuros y difíciles.

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Ángelus 2019

Perder para ganar

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje evangélico de este domingo (Lc 9, 18-24) nos llama una vez más a confrontarnos, por así decirlo, «cara a cara» con Jesús. En uno de los raros momentos tranquilos en los que se encuentra solo con sus discípulos, Él les pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (v. 18). Y ellos responden: «Juan el Bautista; otros, que Elías; otros que un profeta de los antiguos había resucitado» (v. 19). Por lo tanto, la gente apreciaba a Jesús y lo consideraba un gran profeta, pero aún no era consciente de su verdadera identidad, es decir que Él fuera el Mesías, el Hijo de Dios enviado por el Padre para la salvación de todos.

Jesús, entonces, se dirige directamente a los apóstoles —porque es esto lo que más le interesa— y pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». E inmediatamente en nombre de todos, Pedro responde: «El Cristo de Dios» (v. 20), es decir: Tú eres el Mesías, el Consagrado de Dios, mandado por Él para salvar a su pueblo según la Alianza y la promesa. Así Jesús se da cuenta que los Doce, y en particular Pedro, han recibido del Padre el don de la fe; y para esto comienza a hablar abiertamente —así dice el Evangelio: «abiertamente»— de lo que le esperaba en Jerusalén: «El Hijo del hombre —dice— debe sufrir mucho, y ser reprochado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (v. 22).

Esas mismas preguntas se nos vuelven a proponer a cada uno de nosotros: «¿Quién es Jesús para la gente de nuestro tiempo?». Pero la otra es más importante: «¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros?». Para mí, para ti... ¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros? Estamos llamados a hacer de la respuesta de Pedro nuestra respuesta, profesando con gozo que Jesús es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre para redimir a la humanidad, derramando en ella la abundancia de la misericordia divina. El mundo tiene hoy más que nunca necesidad de Cristo, de su salvación, de su amor misericordioso. Muchas personas perciben un vacío a su alrededor y dentro de sí —quizá, algunas veces, también nosotros—; otros viven en la inquietud y la incertidumbre a causa de la precariedad y los conflictos. Todos tenemos necesidad de respuestas adecuadas a nuestras preguntas, a nuestros interrogantes concretos. En Cristo, sólo en Él, es posible encontrar la paz verdadera y el cumplimiento de toda aspiración humana. Jesús conoce el corazón del hombre como ninguno. Por esto lo puede sanar, dándole vida y consuelo.

Después de haber concluido el diálogo con los Apóstoles, Jesús se dirige a todos diciendo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (v. 23). No se trata de una cruz ornamental, o de una cruz ideológica, sino que es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor —por los padres, los hijos, la familia, los amigos, también por los enemigos—, la cruz de la disponibilidad para ser solidarios con los pobres, para comprometerse por la justicia y la paz. Asumiendo esta actitud, estas cruces, siempre se pierde algo. No debemos olvidar jamás que «quien perderá la propia vida [por Cristo], la salvará» (v. 24). Es un perder para ganar. Y recordamos a todos nuestros hermanos que aún hoy ponen en práctica estas palabras de Jesús, ofreciendo su tiempo, su trabajo, su propia fatiga y hasta su vida para no renegar de su fe en Cristo. Jesús, mediante su Espíritu Santo, nos da la fuerza para ir hacia adelante en el camino de la fe y del testimonio: actuar de acuerdo con lo que creemos; no decir una cosa y hacer otra. Y en este camino la Virgen siempre está cerca nuestro y nos precede: dejémonos tomar de la mano por ella, cuando atravesamos los momentos más oscuros y difíciles.

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Homilía 27 de septiembre de 2013

Por el camino de Jesús

La elección es “ser cristianos del bienestar” o “cristianos que siguen a Jesús”. Los cristianos del bienestar son los que piensan que tienen todo si tienen la Iglesia, los sacramentos, los santos... Los otros son los cristianos que siguen a Jesús hasta el fondo, hasta la humillación de la cruz, y soportan serenamente esta humillación. Es, en síntesis, la reflexión propuesta hoy por el Papa.

El Santo Padre enlazó con lo que había dicho la víspera respecto a los diversos modos para conocer a Jesús: “Con la inteligencia, con el catecismo, con la oración y en el seguimiento”. Y aludió a la pregunta que está en el origen de esta búsqueda del conocer a Jesús: “¿Pero quién es éste?”. En cambio hoy “es Jesús quien hace la pregunta “, así como es relatado por Lucas en el pasaje del Evangelio del día (Lc 9, 18-22). La de Jesús, como observó el Pontífice, es una pregunta que de ser general –“¿Quién dice la gente que soy yo?”– se transforma en una pregunta dirigida particularmente a personas específicas, en este caso a los apóstoles: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta “se dirige también a nosotros en este momento en el que el Señor está entre nosotros, en esta celebración, en su Palabra, en la Eucaristía sobre el altar, en su sacrificio. Y hoy a cada uno de nosotros pregunta: ¿pero para ti quién soy yo? ¿El dueño de esta empresa? ¿Un buen profeta? ¿Un buen maestro? ¿Uno que te hace bien al corazón? ¿Uno que camina contigo en la vida, que te ayuda a ir adelante, a ser un poco bueno? Sí, es todo verdad, pero no acaba ahí”, porque “ha sido el Espíritu Santo el que toca el corazón de Pedro y le hace decir quién era Jesús: Eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo “. Quien de nosotros “en su oración mirando el sagrario dice al Señor: tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”, debe saber dos cosas. La primera es que “no puede decirlo solo: debe ser el Espíritu Santo quien lo diga en él”. La segunda es que debe prepararse “porque Él te responderá”.

El Santo Padre se detuvo entonces a describir las diversas actitudes que un cristiano puede asumir: quien le siga hasta cierto punto, quien sin embargo le siga hasta el fondo. El peligro que se corre es el de ceder “a la tentación del bienestar espiritual”, o sea, de pensar que tenemos todo: la Iglesia, Jesucristo, los sacramentos, la Virgen, y por lo tanto no debemos buscar ya nada. Si pensamos así “somos buenos, todos, porque al menos debemos pensar esto; si pensamos lo contrario es pecado”. Pero esto “no basta. El bienestar espiritual es hasta cierto punto”. Lo que falta para ser cristiano de verdad es “la unción de la cruz, la unción de la humillación. Él se humilló hasta la muerte, y una muerte de cruz. Éste es el punto de comparación, la verificación de nuestra realidad cristiana. ¿Soy un cristiano de cultura del bienestar o soy un cristiano que acompaña al Señor hasta la cruz?”. Para entender si somos los que acompañan a Jesús hasta la cruz la señal adecuada “es la capacidad de soportar las humillaciones. El cristiano que no está de acuerdo con este programa del Señor es un cristiano a medio camino: un tibio. Es bueno, hace cosas buenas”, pero sigue sin soportar las humillaciones y preguntándose: “¿por qué a éste sí y a mí no? La humillación yo no. ¿Y por qué sucede esto y a mí no? ¿Y por qué a éste le hacen monseñor y a mí no?”.

“Pensemos en Santiago y Juan cuando pedían al Señor el favor de las honorificencias. No sabéis, no entendéis nada, les dice el Señor. La elección es clara: el Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y por los escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

“¿Y todos nosotros? Queremos que se realice el final de este párrafo. Todos queremos resucitar al tercer día. Es bueno, es bueno, debemos querer esto”. Pero no todos para alcanzar el objetivo están dispuestos a seguir este camino, el camino de Jesús: consideran que es un escándalo si se les hace algo que piensan que es un error, y se lamentan de ello. Así que la señal para entender “si un cristiano es un cristiano de verdad” es “su capacidad de llevar con alegría y con paciencia las humillaciones”. Esto es “algo que no gusta”, subrayó finalmente el Papa Francisco; y, sin embargo, “hay muchos cristianos que, contemplando al Señor, piden humillaciones para asemejarse más a Él”.

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Homilía 6 de marzo de 2014

El estilo cristiano

Al comentar el pasaje del evangelio de Lucas (Lc 9, 22-25) propuesto por la liturgia, el Pontífice lo presentó como una reflexión relacionada con la narración del joven rico, que quería seguir a Jesús, “pero que después se alejó entristecido porque tenía mucho dinero y estaba muy apegado para renunciar a él”. Y Jesús también habló del “riesgo de tener tanto dinero”, terminando con un mensaje preciso: “No se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero”.

La Iglesia “nos hace leer, nos hace escuchar este mensaje”, dijo el Pontífice. Un mensaje que “podríamos titularlo el estilo cristiano: “Si alguien quiere seguirme, es decir, ser cristiano, ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Porque Él, Jesús, fue el primero en recorrer este camino”. El obispo de Roma volvió a proponer las palabras del evangelio de Lucas: “El Hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Nosotros “no podemos pensar en la vida cristiana –especificó– fuera de este camino, de este camino que Él recorrió primero”. Es “el camino de la humildad, incluso de la humillación, de la negación de sí mismo”, porque “el estilo cristiano sin cruz no es de ninguna manera cristiano”, y “si la cruz es una cruz sin Jesús, no es cristiana”.

Asumir un estilo de vida cristiano significa, pues, “tomar la cruz con Jesús e ir adelante”. Cristo mismo nos mostró este estilo negándose a sí mismo. Él, aun siendo igual a Dios, no se glorió de ello, no lo consideró “un bien irrenunciable, sino que se humilló a sí mismo” y se hizo “siervo por todos nosotros”.

Este es el estilo de vida que “nos salvará, nos dará alegría y nos hará fecundos, porque este camino que lleva a negarse a sí mismo está hecho para dar vida; es lo contrario del camino del egoísmo”, es decir, “el que lleva a sentir apego a todos los bienes solo para sí”. En cambio, este es un camino “abierto a los demás, porque es el mismo que recorrió Jesús”. Por lo tanto, es un camino “de negación de sí para dar vida. El estilo cristiano está precisamente en este estilo de humildad, de docilidad, de mansedumbre. Quien quiera salvar su vida, la perderá. En el Evangelio, Jesús repite esta idea. Recordad cuando habla del grano de trigo: si esta semilla no muere, no puede dar fruto” (cf. (Jn 12, 24).

Se trata de un camino que hay que recorrer “con alegría, porque Él mismo nos da la alegría. Seguir a Jesús es alegría”. Pero es necesario seguirlo con su estilo, “y no con el estilo del mundo”, haciendo lo que cada uno puede: lo que importa es hacerlo “para dar vida a los demás, no para dar vida a uno mismo. Es el espíritu de generosidad”. Entonces, el camino a seguir es éste: “Humildad, servicio, ningún egoísmo, sin sentirse importante o adelantarse a los demás como una persona importante. ¡Soy cristiano...!”. Con este propósito, el Papa citó la imitación de Cristo, subrayando que “nos da un consejo bellísimo: ama nesciri et pro nihilo reputari, “ama pasar desapercibido y ser considerado una nulidad”“. Es la humildad cristiana. Es lo que Jesús hizo antes”.

“Pensemos en Jesús que está delante de nosotros, que nos guía por ese camino. Ésta es nuestra alegría y ésta es nuestra fecundidad: ir con Jesús. Otras alegrías no son fecundas, piensan solamente, como dice el Señor, en ganar el mundo entero, pero al final se pierde y se arruina a sí mismo”.

Por eso, “pidamos al Señor que nos enseñe este estilo cristiano de servicio, de alegría, de negación de nosotros mismos y de fecundidad con Él, como Él la quiere”.

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Homilía 26 de septiembre de 2014

La verdadera identidad

El carné de identidad del cristiano debe coincidir en todo y para todo con la de Jesús. Y es la cruz lo que nos une y nos salva. Porque “si cada uno de nosotros no está dispuesto a morir con Jesús, para resucitar con Él, todavía no tiene una verdadera identidad cristiana”. Es este el perfil esencial de todo creyente que trazó hoy el Papa.

Una reflexión, que surge de la pregunta de Jesús: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, referida así por san Lucas en el pasaje del Evangelio (Lc 9, 18-22) propuesto por la liturgia. Jesús, observó enseguida el Papa Francisco, “protegía de una manera especial su verdadera identidad”. Y dejaba que la gente dijera de Él: “Es un grande, nadie habla como Él, es un gran maestro, nos sana”. Pero “cuando alguien se acerca a su verdadera identidad, lo detiene”. Y es importante entender el porqué de esta actitud.

El obispo de Roma recordó que “ya desde el inicio, en las tentaciones del desierto, el diablo buscaba que Jesús confesara su verdadera identidad” diciéndole: “Si tú eres el justo, si tú eres el Hijo de Dios, ¡haz esto! ¡Muéstrame que eres tú!”. Y luego “después de algunas curaciones o en algunos encuentros, los demonios que habían sido expulsados le gritaban” con las mismas palabras: “¡Tú eres el justo! ¡Tú eres el Hijo de Dios”. Pero Él “les hacía callar”.

“El diablo es inteligente, sabe más teología que todos los teólogos juntos”. Y por lo tanto quería que Jesús confesara: “Yo soy el Mesías, yo vine a salvaros”. Esta confesión, explicó, hubiera suscitado una “gran confusión en el pueblo”, que habría pensado: “Este viene a salvarnos. Ahora formemos un ejército, expulsemos a los romanos: este nos dará la libertad, la felicidad”.

En cambio, precisamente para que “la gente no se equivocara, Jesús protegía ese punto sobre su identidad”. Él quería “proteger su identidad”. Y luego “explica, comienza a dar la catequesis sobre la verdadera identidad”. Y dice que “el Hijo del hombre, es decir, el Mesías, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y los escribas; y ser matado y resucitar”. Pero “ellos no quieren entender y en san Mateo se ve cómo Pedro rechaza esto: No, ¡no, Señor!”. Por eso con los discípulos el Señor “comienza a abrir el misterio de su propia identidad” confiándoles: “Sí, yo soy el Hijo de Dios. Pero este es el camino: debo ir por este camino de sufrimiento”.

Solamente “el Domingo de Ramos permite que la gente diga, más o menos, su identidad”. Lo hace “sólo ahí, porque era el inicio del camino final”. Y “Jesús hace esto para preparar los corazones de los discípulos, los corazones de la gente a entender este misterio de Dios: es tanto el amor de Dios, es tan feo el pecado que Él nos salva así, con esta identidad en la cruz”.

Por lo demás, prosiguió el Papa Francisco, “no se puede entender a Jesucristo redentor sin la cruz”. Y “podemos llegar hasta pensar que es un gran profeta, hace cosas buenas, es un santo. Pero el Cristo redentor sin la cruz no se le puede entender”. Pero, explicó, “los corazones de los discípulos, los corazones de la gente no estaban preparados para entenderlo: no habían entendido las profecías, no habían entendido que Él precisamente era el cordero para el sacrificio”. Sólo “ese día de Ramos” deja que la gente grite: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”. Y “si esta gente no grita gritarán las piedras!”.

“La primera confesión de su identidad”, afirmó el Pontífice, “fue hecha al final, después de la muerte”. Ya “antes de la muerte, indirectamente, la hizo el buen ladrón”; pero “después de la muerte fue hecha la primera confesión: “¡verdaderamente este era el justo! ¡El díkaios!”“. Y quien dijo estas palabras, destacó, es “un pagano, el centurión”.

El Papa observó que “la pedagogía de Jesús, también con nosotros, es así: paso a paso nos prepara para entenderlo bien”. Y “también nos prepara para acompañarle con nuestras cruces en su camino hacia la redención”. En la práctica “nos prepara a ser los cirineos para ayudarle a llevar la cruz”. De modo que “nuestra vida cristiana sin esto no es cristiana”. Es solamente “una vida espiritual, buena”. Y Jesús mismo se convierte sólo en “el gran profeta”. La realidad es otra: Jesús nos salvó a todos haciéndonos seguir “el mismo camino” escogido por Él. Así “también debe ser protegida nuestra identidad de cristianos”. Y no se debe caer en la tentación de “creer que ser cristianos es un mérito, es un camino espiritual de perfección: no es un mérito, es pura gracia”. Es también “un camino de perfección”, pero “que por sí solo no es suficiente”. Porque, concluyó el Pontífice, “ser cristiano es la parte de Jesús en su propia identidad, en ese misterio de la muerte y de la resurrección”.

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BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2010

Homilía

La identidad profunda de Jesús y el camino de cruz

El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con una confesión de fe que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, en efecto, afirma: «Tú eres el Cristo de Dios» (cf. Lc 9, 20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está vinculada a un momento de oración: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9, 18). Es decir, los discípulos son incluidos en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre. Y de este modo se les concede ver al Maestro en lo íntimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del «ser con él», del «estar con él» en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad. Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida: en la oración estamos llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación íntima con el Señor es aferrado por él, puede llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un «permanecer con él» que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las «cosas que hay que hacer» deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos «permanecer siempre con él».

Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy. Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y tras este anuncio imparte una enseñanza relativa al camino de los discípulos, que consiste en seguirlo a él, el Crucificado, seguirlo por la senda de la cruz. Y añade después — con una expresión paradójica— que ser discípulo significa «perderse a sí mismo», pero para volverse a encontrar plenamente a sí mismo (cf. Lc 9, 22- 24). ¿Qué significa esto para cada cristiano? El seguimiento jamás puede representar un modo para alcanzar la seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el sentido de este seguimiento. Quien quiere sobre todo realizar una ambición propia, alcanzar el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de la opinión pública. Para ser tenido en consideración deberá adular; deberá decir lo que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un hombre que plantee así su vida, no ama verdaderamente a Dios y a los demás; sólo se ama a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo.

Quiero proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente relacionado con el que acabo de exponer: la invitación de Jesús a «perderse a sí mismo», a tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la Eucaristía. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Es en ese leño donde el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el plan de Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía. Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestros altares el pan del cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento de vida para el mundo. Es algo que no puede menos de llenaros de íntimo asombro, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado y glorioso. ¡Cómo no rezar, por tanto, al Señor para que nos dé una conciencia siempre vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de la Iglesia! Por eso, en lo más íntimo de vuestro corazón os unirá a los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta la entrega total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar vuestra alma con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que, mientras manifiesta la absoluta gratuidad del don, graba en vuestro corazón una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os impulsa a insertaros y a hacer que surja en el tejido concreto de las actitudes y de los gestos de vuestra vida de cada día el mismo amor de entrega de Cristo crucificado.

Volvamos a escuchar la voz del apóstol san Pablo; más aún, reconozcamos en ella la voz potente del Espíritu Santo: «Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo» (Ga 3, 27) Ya con el Bautismo, habéis sido revestidos de Cristo. Que al cuidado por la celebración eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir, vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se entrega totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace cada vez más semejante a la de Jesucristo, siervo de Dios y de los hombres.

Queridos hermanos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es la senda de vuestra espiritualidad, de su eficacia e incisividad, incluso en las situaciones más arduas y áridas. Más aún, este es el camino seguro para encontrar la verdadera alegría. María, la esclava del Señor, que conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo, que siguió a su Hijo hasta el pie de la cruz en el acto supremo de amor, os acompañe cada día de vuestra vida. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte podréis ser gozosamente fieles a la consigna que se os da hoy: la de configuraros a Cristo, que supo obedecer a la voluntad del Padre y amar al hombre hasta el extremo.

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Ángelus

La cruz de las pruebas cotidianas y la que procura la barbarie humana

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio de este domingo, el Señor pregunta a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9, 20). A esta pregunta el apóstol Pedro responde prontamente: «Tú eres el Cristo de Dios, el Mesías de Dios» (cf. ib.), superando así todas las opiniones terrenas que consideraban a Jesús como uno de los profetas. Según san Ambrosio, con esta profesión de fe, Pedro «abrazó todas las cosas juntas, porque expresó la naturaleza y el nombre» del Mesías (Exp. in Lucam VI, 93: CCL 14, 207). Y Jesús, ante esta profesión de fe renueva a Pedro y a los demás discípulos la invitación a seguirlo por el camino arduo del amor hasta la cruz. También a nosotros, que podemos conocer al Señor mediante la fe en su Palabra y en los sacramentos, Jesús nos propone que lo sigamos cada día y también a nosotros nos recuerda que para ser sus discípulos es necesario adueñarse del poder de su cruz, vértice de nuestros bienes y corona de nuestra esperanza.

San Máximo el Confesor observa que «el signo distintivo del poder de nuestro Señor Jesucristo es la cruz, que él cargó sobre sus hombros» (Ambiguum 32: PG 91, 1284 C). De hecho, «decía a todos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23)». Tomar la cruz significa comprometerse para vencer el pecado que obstaculiza el camino hacia Dios, aceptar diariamente la voluntad del Señor, aumentar la fe sobre todo ante los problemas, las dificultades y el sufrimiento. La santa carmelita Edith Stein nos lo testimonió en un tiempo de persecución. En 1938 escribió lo siguiente desde el carmelo de Colonia: «Hoy comprendo… lo que quiere decir ser esposa del Señor en el signo de la cruz, aunque no se comprenderá nunca totalmente, puesto que es un misterio… Cuanto más densa es la oscuridad a nuestro alrededor, más debemos abrir el corazón a la luz que viene de lo alto». (La scelta di Dio. Lettere [1917-1942], Roma 1973, 132-133). También en la época actual son muchos los cristianos en el mundo que, animados por el amor a Dios, toman cada día la cruz, tanto la de las pruebas cotidianas, como la que procura la barbarie humana, que a veces requiere la valentía del sacrificio extremo. Que el Señor nos conceda a cada uno poner siempre nuestra sólida esperanza en él, con la seguridad de que, al seguirlo llevando nuestra cruz, llegaremos con él a la luz de la Resurrección.

Encomendemos a la protección materna de la Virgen María a los nuevos sacerdotes, ordenados hoy, que se suman a las filas de cuantos el Señor ha llamado por su nombre: que sean siempre discípulos fieles, anunciadores valientes de la Palabra de Dios y administradores de sus dones de salvación.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La muerte redentora de Cristo en el diseño divino de la salvación

599. La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han “entregado a Jesús” (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.

600. Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de “predestinación” incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: “Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado” (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).

“Muerto por nuestros pecados según las Escrituras”

601. Este designio divino de salvación a través de la muerte del “Siervo, el Justo” (Is 53, 11; cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber “recibido” (1 Co 15, 3) que “Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras” (ibíd.: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).

“Dios le hizo pecado por nosotros”

602. En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: “Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros” (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), “a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21).

603. Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10).

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

604. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

605. Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).

Tomar la propia cruz, cada día, y seguir a Jesús

1435. La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

La Iglesia en comunión con Cristo

787. Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre Él y los que le sigan: “Permaneced en mí, como yo en vosotros [...] Yo soy la vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56).

788. Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: “Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo” (LG 7).

789. La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a Él: siempre está unificada en Él, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia “cuerpo de Cristo” se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo.

“Un solo cuerpo”

790. Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: “La vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real” (LG 7). Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, “compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros” (LG 7).

791. La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: “En la construcción del Cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia”. La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: “Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él” (LG 7). En fin, la unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: “En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 27-28).

“Revestirse de Cristo”; el Bautismo, la castidad

1425. “Habéis sido lavados [...] habéis sido santificados, [...] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que “se ha revestido de Cristo” (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice también: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: “Perdona nuestras ofensas” (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.

1227. Según el apóstol san Pablo, por el Bautismo el creyente participa en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita con Él:

«¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,3-4; cf Col 2,12).

Los bautizados se han “revestido de Cristo” (Ga 3,27). Por el Espíritu Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1 Co 6,11; 12,13).

1243. La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha “revestido de Cristo” (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el Cirio Pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son “la luz del mundo” (Mt 5,14; cf Flp 2,15).

El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.

2348. Todo bautizado es llamado a la castidad. El cristiano se ha “revestido de Cristo” (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Todos los fieles de Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida particular. En el momento de su Bautismo, el cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¿Quién es Jesús?

El Evangelio de este Domingo nos ayuda a dar una respuesta a la pregunta: «¿Quién es Jesús?» Leamos la primera parte:

«Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Ellas, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro tomó la palabra y dijo: “El Mesías de Dios”».

En la respuesta de Pedro hay un salto de cualidad respecto a las de la gente. Decir: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que... uno de los profetas» es usar parámetros humanos. Hasta aquí, Jesús vuelve a entrar todavía en el cálculo de personajes conocidos aún cuanto excepcionales. Decir: «El Mesías de Dios» es distinto; significa afirmar la unicidad absoluta o el ser único de Jesús. ¡Profetas son tantos..., Mesías uno solo!

El término «Mesías = Cristo» es la traducción del arameo Mashiah, Mesías, que significa «ungido» o «consagrado». El uso de este término procede del hecho de que en la Biblia las personas elegidas para ser reyes, sacerdotes y profetas recibían su investidura mediante el signo unción de un óleo perfumado derramado sobre su cabeza. La Biblia, sin embargo, siempre con más claridad habla de un «Ungido» especial, que aparecerá al [mal de los tiempos para instaurar el reino de Dios sobre la tierra. Es, por lo tanto, un momento aciago aquel en el que, por vez primera, alguien reconoce que Jesús, el hijo del carpintero de Nazaret, es precisamente el Mesías esperado desde siglos.

Por lo tanto, aún es más sorprendente la reacción de Jesús ante la respuesta de Pedro. Él «les prohibió terminantemente decírselo a nadie». Casi les intimida a no hablar y se pone a hacer un discurso, que parece desmentir totalmente la respuesta de Pedro:

«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día».

¡Es algo distinto a los triunfos! Aquí se habla de derrotas, una tras otra, hasta la muerte, si bien con un final, la resurrección, que le dará un vuelco a todo. ¿Jesús no es, por lo tanto, el Mesías? ¡Ciertamente, lo es! Pero, qué tipo de Mesías es, sólo se entenderá después de la conclusión de su vida. Por esto, hasta que llegue aquel cumplimiento final es mejor no usar abiertamente este título, que podría atraer a la gente a un fatal engaño.

En otras palabras, Jesús corrige sutilmente la idea de Mesías y la de «pueblo elegido» estrechamente conexa con ella. Según la opinión popular, el Mesías había de ser el futuro hijo de David, que a su venida instauraría militarmente el dominio del pueblo elegido sobre todos los pueblos (en Qumram ha sido encontrado un escrito titulado, Regla de la guerra, que describe anticipadamente y en los mínimos detalles las fases de esta batalla final). Para Jesús, por el contrario, que asocia la figura del Mesías a la del Siervo sufriente de Isaías (cfr. 51ss.),el Mesías es uno que «dará la vida en rescate por los otros» (cfr. Isaías44, 20; 53, 10), que vence mediante la humildad, la mansedumbre y el amor.

La historia reciente nos ayuda a entender cuán duradera sea hasta la muerte una determinada idea deformada del Mesías, arrancada de sus auténticas raíces evangélicas, y cuánto mal pueda hacer. En los últimos siglos ha sido un constante proseguirse de mesianismos de tipo terreno, étnico y político.

En este sentido imperfecto, que estamos explicando, el mesianismo es definido así en un autorizado vocabulario italiano: «Movimiento dominado por la creencia en un momento luminosamente resolutivo del porvenir». En este sentido, hasta el comunismo ha sido una forma de mesianismo. Aquí, el pueblo elegido era la clase obrera, que habría dominado a la burguesía para instaurar un reino de igualdad y de justicia, «el bello sol del porvenir». A su modo, el nazismo también era la degeneración de la idea de pueblo elegido y de Mesías. Hitler era el mesías, que debía guiar a la raza ariana o «elegida» para dominar sobre todos. La ciencia misma puede llegar a dar lugar a un peligroso mesianismo, cuando promete un tiempo en que, por sí sola, dará respuesta a todos los problemas del hombre.

Esta mentalidad ha contagiado también a la literatura y a los espectáculos para los niños y adolescentes; y no podría ser de distinto modo desde el momento en que todos ellos son conseguidos por los mayores y empapados por su mentalidad. Tebeos, dibujos animados, videojuegos, que ahora llenan durante horas y horas los ojos y la mente de nuestros muchachos, están todos, más o menos, infectados de este mesianismo espurio o adulterado. Allí hay siempre un salvador, un superman, que llega en el último momento y desbarata a los enemigos. La violencia, que no falta nunca, es el ingrediente de fondo. Su estallido final es esperado como el momento álgido de todo y saludado con gritos de entusiasmo.

¿Qué decirles, pues, a los niños cuando nos preguntan quién es Jesús? Hablémosles sencillamente como de un héroe, como el más grande de los héroes. Más que un superman, para usar su lenguaje; no solo superhombre, sino Dios-hombre. Él ha venido a salvamos de un peligro, frente al que un asteroide, que está a punto de precipitarse sobre la tierra o una invasión de extraterrestres son puras chirigotas. Pero, a los niños les hemos de explicar, asimismo, que la fuerza suya no es un arma secreta más potente que la de los adversarios, que él saca afuera en el momento justo: es un potentísimo rayo láser como en el caso de Brazo de hierro o como lo es en Popeye una caja de espinacas. Está totalmente dentro. Es una fuerza que reside en la persona no en el arma que se ciñe. A Jesús le basta una mirada y una palabra para arrojar a tierra delante de sí a sus enemigos, como cuando, a quienes lo buscaban para arrestarlo, les dijo: «¡Soy yo!», y ellos «retrocedieron y cayeron en tierra» (cfr. Juan 18,6). ¿Quién no desearía una fuerza como ésta? Algo aún más importante: la victoria de Jesús no consiste en anular a los enemigos o en ridiculizarlos sino en cambiarlos y hacerlos buenos.

Como se ve, el conocimiento de Jesús puede constituir un antídoto precioso para la idealización de la fuerza, ante la que sucumben fácilmente los muchachos, principalmente los chicos. Les ayuda a entender que existe otro tipo de fuerza más increíble y digna de admiración.

San Pablo nos permite completar nuestra respuesta a la pregunta: «¿Quién es Jesús?» con lo que dice en la segunda lectura:

«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús».

Estos conceptos parecen difíciles de explicar, sobre todo, a los niños; sin embargo, es muy posible explicarles del mismo modo esto para ayudarles a entender mejor quién es Jesús. No obstante todo, ellos mantienen dentro de sí frescos ciertos valores perdidos por los mayores. Son los más dispuestos, por ejemplo, a apiadarse ante alguno que sufre y a fraternizar con coetáneos de diverso color.

Fijaos bien, ¿qué nos dice en aquel fragmento el Apóstol? Que Jesús, sin distinción, ha hecho de todos nosotros unos «hijos de Dios». Que nadie se debe sentir superior o inferior porque es blanco o negro, del género masculino o femenino, de una clase social o, por el contrario, de otra. Gracias a Jesús, hemos llegado a ser «una sola cosa». La fe en él nos ayuda a realizar la solidaridad entre los hombres, la amistad entre los pueblos, el respeto recíproco. En verdad, hace de la humanidad una sola familia.

Hace algún decenio, hizo furor en todo el mundo un conjunto de jóvenes cantores llamado: «¡Viva la gente!» Cantaban canciones todas ellas caracterizadas por este espíritu. Una de ellas decía: «¿De qué color es la piel de Dios? / ¿De qué color es la piel de Dios? / Es negra, es blanca, es morena y amarilla, porque / él nos ve iguales delante de sí». Nos ve iguales, porque Jesús, como nos ha dicho Pablo, ha hecho de nosotros a otros tantos hijos de Dios y hermanos entre nosotros.

El modo mejor para descubrir quién es Jesús es precisamente tenerlo que explicar a los niños. De inmediato, se está obligado a ir a lo esencial y decirlo con palabras sencillas. Espero que también esta vez haya sucedido así: que preocupándonos sobre qué responder a nuestros niños cuando nos preguntan: «¿Quién es Jesús?» hayamos aprendido, también nosotros, algo importante sobre él. Lo resumimos para no olvidarlo fácilmente. Jesús es el Mesías esperado, el Hijo de Dios, que ha venido a salvarnos de nuestros enemigos; sin embargo, no con violencia sino con amor; dando su vida, no quitándola a los demás.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Quién es Jesús

Jesús es el que da la vida por nosotros, el que muere en la cruz para rescatarnos, el que nos ama y a quien amamos.

Él es el amor. Un amor crucificado por nosotros, y resucitado, para salvarnos.

Él es el Hijo de Dios a quien decidimos entregar la vida.

Él es el Verbo encarnado, que nació de vientre puro y virgen de mujer, por Dios enviado para padecer, para ser rechazado por los doctores y letrados, para ser juzgado, despreciado, desterrado, y sufrir mucho; para ser crucificado, porque nos ama.

Él es el dueño de la vida de los hombres. Con su pasión y su muerte compró nuestra vida. Somos suyos.

Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, hombre y Dios, que ha venido a ganar tu vida y la vida del mundo, para liberarnos.

Él es el Libertador, el Salvador, el Redentor, que le entrega a cada uno su propia vida, que ganó con su sangre, para que, en libertad, cada uno decida si quiere entregarle su vida, para que Él le dé su paraíso.

Si tú sabes quién es Él, confíale tu vida, abandona tu vida en su amor. Reconócelo y síguelo. Decide tú, en libertad, darle tu vida, para que Él haga contigo lo que quiera.

Es a ti a quien Él quiere, es a ti a quien Él vino a buscar, y es por ti que era necesario que el Hijo del hombre sufriera, muriera y resucitara, para hacerte completamente suyo, y gozarse sumergiéndote en las delicias de su cielo. El mundo debe conocerlo.

Diles tú quién es Él.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

El camino del cristiano

Aparte de la confesión de la divinidad de Jesús por parte Pedro, que Jesús admite con claridad ante los Apóstoles, aunque les advierta que no deben comunicarlo, Nuestro Señor les habla de su próxima Pasión, según se recoge en el pasaje de san Lucas que hoy consideramos. Se detiene incluso en el hacerles un adelanto de lo que serían dentro de poco los ultrajes y humillaciones que iba a padecer y, asimismo, les anuncia su Resurrección. Parece que intenta advertirles que su divinidad no está, en todo caso, en contradicción con su ya inminente muerte ignominiosa.

Notamos, una vez más, que es precisa la fe para vivir en sintonía con Cristo. Pide a sus Apóstoles de ayer y de nuestros días que no tengamos en cuenta nuestros razonamientos si lo que queremos es una existencia de acuerdo con el Evangelio. Un principio fundamental, elemental, básico –diríamos– de la Buena Nueva es que “no se entiende”; por intolerante, radical y poco atractiva que pueda parecer la expresión. Pero así es la fe: un convencimiento absoluto que se apoya de modo exclusivo en el testimonio de otro y no en las propias evidencias o razonamientos más o menos fundados.

De hecho, según se nos manifiesta en el relato de este evangelista, el que iba a reconstruir de modo definitivo Israel, aquel en quien habían depositado los Apóstoles todas sus esperanzas, hasta abandonar por seguirle cuanto tenían en la vida, iba, sin embargo, a ser llevado a la muerte, despreciado por las autoridades legítimamente constituidas. Quienes, hasta el momento, habían transmitido a todo el pueblo el querer de Dios lo iban a condenar. ¿Cómo, entonces, valía la pena seguirlo todavía? O Jesús exageraba con declaraciones catastróficas sin medida acerca de sí mismo –esto pensarían en su buena voluntad a esas alturas– o únicamente uno loco lo tomaría en serio.

Como sabemos, el tiempo acabó confirmando cada una de las palabras del Señor y puso de manifiesto, en cambio, la mentira de los que parecían investidos de toda la autoridad, aunque fuera de buena fe. Y es que, hoy como ayer, en algún caso se puede pensar y actuar de buena fe contra la doctrina de Cristo. No es fácil, sin embargo, que suceda en nuestros días entre personas con buena formación intelectual. Pero siempre fue necesario para secundar los ideales de amor del Evangelio no tomar en cuenta ni los propios criterios solamente humanos, ni un desarrollo personal entendido según criterios sólo de este mundo. La doctrina de Cristo y sus ideales han de asumirse, hacerse propios, en lugar de los que proceden de cada uno o de la mayoría, pero sin más objetivos, tal vez, que el bienestar material.

Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará. La infinidad sabiduría de Jesús les permite prever como un doble aspecto en la contradicción que padecerán sus fieles por todos los siglos. Por una parte, la ya mencionada violencia de la fe; pero está además contra el cristiano que quiere ser fiel, la imponente presión de un ambiente que discurre como alocado en sentido contrario al suyo. Son los que quieren por encima de todo salvar su vida, en palabras de Jesús. Y no son éstos, ni mucho menos, inertes en su indiferencia respecto a Dios, porque organizan, para sí mismos y para todos, unas estructuras sociales: económicas, educativas, sanitarias etc., que sólo, con gran dificultad, permiten la práctica cristiana.

Con la virtud de la fe bien asentada en nuestra alma –pidámoslo de continuo a la Trinidad Beatísima–, nos sentimos seguros los cristianos porque el mismo Cristo prometió no abandonarnos jamás. Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, declaró poco antes de su tránsito al Cielo. Con derecho propio, pues, podemos sentirnos optimistas, firmemente convencidos de que Dios no pierde batallas. Porque una batalla en toda regla está entablada, quizá de modo especial en nuestros días, a la que cada uno está convocado. El Concilio Vaticano II lo explica así: A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.

Hoy como nunca parece necesaria la oración, según aconseja de continuo el Santo Padre, para lograr esa ayuda de la gracia de Dios en cada jornada, firmemente persuadidos de que lo nuestro es la cruz: Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga ... Toda una opción para el hombre de hoy: decidirse por el sufrimiento, que todo amor verdadero conlleva, en la confianza de una permanente asistencia y consuelo de Nuestro Señor, que nos quiere felices también el medio de la tribulación.

Además, nos quiso dejar a su Madre. Se diría que es una finura del amor de Nuestro Dios con sus hijos, que quiere que tengamos el más dulce de los consuelos, hasta humanamente, en el camino hasta la santidad.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El Jesús de la historia

Hoy, queremos leer este pasaje en una clave particular que es, sin embargo, la más afín al texto: ¿qué pensaban de Jesús sus contemporáneos? ¿Cómo lo veía quien lo conoció “en los días de su carne” Es el problema, tan debatido en nuestros días, del “Jesús histórico”.

Es verdad: ya no conocemos a este Jesús “según la carne” (cf. 2 Col. 5, 16); conocemos al Cristo que encontramos en la fe de la Iglesia, el Cristo resucitado y “espiritual”. Con todo, no podemos prescindir de este Jesús de la historia; debe sernos caro: primero, porque es el Jesús que sentimos más cerca de nuestra situación actual de lucha y sufrimiento; segundo, porque es el fundamento que rige todo: nuestra fe no se basa en “fábulas sabias”, sino en un sólido fundamento de la historia; la misma resurrección supone la Encarnación.

Pongámonos pues a buscar este “rostro humano” de nuestro Salvador.

¿Qué medio tenemos actualmente a nuestra disposición para llegar al Jesús que nació en Belén, vivió en Nazaret y murió en Jerusalén en los años 30 de la era que toma su nombre de él? La respuesta más obvia a esta pregunta es: ¡Los Evangelios! ¿Acaso, no nos narran lo que dijo e hizo Jesús antes de morir? Respondo: ¡Sí y no! Los Evangelios no son relatos históricos, en el sentido que entendemos hoy por historia, vale decir, no son una crónica histórica de los hechos; son obras religiosas. El espíritu y la intención con que fueron escritos los Evangelios son expresados a la perfección en esta afirmación que termina el Evangelio de Juan: Estos (signos) han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre (Jn. 20,31). Los Evangelios, pues, están escritos en la fe, para la fe. Tienen, como se dice, su ambiente vital en la comunidad cristiana nacida de la Pascua de Cristo. Por eso, no nos presentan los hechos desnudos ocurridos en torno a Jesús, sino también la interpretación que daba de ellos la Iglesia que el Espíritu Santo guiaba “hacia toda la verdad” sobre Jesucristo. En más de una oportunidad, los evangelistas se preocupan por decirnos que, en el momento en que Jesús dijo o hizo determinada cosa, ellos no comprendieron su significado sino más tarde, una vez que resucitó de entre los muertos (cf. Jn. 2.17.22; 12.16). Pues bien, los Evangelios reflejan este estadio posterior y más evolucionado de la comprensión que los testigos tuvieron de los hechos.

¿Podemos inferir entonces que los Evangelios nos resultan casi inútiles para conocer al Jesús de la historia (el Jesús que predica) y que nos hacen conocer sólo al Cristo de la fe (el Cristo que predicó)? ¿Que nos ayudan a remontarnos hasta la Pascua, pero no más allá? En años no muy lejanos, se llegó, efectivamente, a semejante exageración. Ahora, con todo, hay menos pesimismo. Exégetas de todas las corrientes coinciden en considerar que no es imposible descubrir en los Evangelios –por debajo de las revelaciones debidas a la fe posterior de los apóstoles– un fondo de hechos y preceptos respecto de los cuales podemos estar bastante seguros de que se remontan a Jesús mismo en su existencia terrenal. Sobre este fondo —y sólo sobre éste— debemos entonces apoyarnos para reconstruir qué dijo Jesús de sí mismo y qué pensaba de él “la gente”.

Jesús de Nazaret, alguien que habla con autoridad. Los Evangelios nos prueban con certeza que lo que más asombraba a quien escuchaba a Jesús era su autoridad: Todos estaban asombrados de su enseñanza porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas (Mc. 1,22). Es difícil para nosotros comprender todo el contenido de esta palabra; se podría expresar en estos términos: Jesús daba la impresión de hablar por sí mismo y no de comentar simplemente la Escritura o repetir la enseñanza de los maestros, como hacían todos los sabios de su tiempo. Sin decirlo, se ponía por encima hasta de la Biblia. De hecho, ocasionalmente, no vacilaba en cambiarla o perfeccionarla: “Ustedes han oído que se dijo...; pero yo les digo...): discursos enteros de Jesús están construidos según este esquema (cf. Mt. 5, 21-48). Los profetas empezaban sus discursos diciendo: “Así habló Yahvé”, o: “Dice el Señor”; Jesús comienza diciendo: “Yo les digo” y reafirma esta reivindicación de autoridad anteponiendo a menudo el Amén: “En verdad, o les aseguro, les digo...” (cf. Mc. 10,15).

Entre él y Dios no hay ningún intermediario que resista, ni siquiera Moisés (¡Y era mucho decir!); todas los enfrentamientos se resuelven con extrema seguridad a su favor: más que Abraham, más que Salomón, más que Jonás (cf. Mt. 12, 42; Jn. 8,31ssq.). Jesús no es catalogable o definible con una sola etiqueta, aunque más no fuera la más prestigiosa hasta entonces conocida. Oficialmente, pasa por un maestro itinerante; Rabbí lo llaman y se llama ocasionalmente el mismo, pero da a entender que en él el título tiene un alcance distinto: no es uno de muchos maestros, sino “el” maestro (cf. Mt. 23,10). Lo mismo con profeta; más de uno —como vimos en el Evangelio de hoy— pensó que era un profeta: “el profeta Jesús de Nazaret” (Mt. 21,11), “uno de los profetas” (Mc. 8,28). Pero también esta etiqueta resultaba demasiado estrecha; su modo de hablar, ya vimos, era distinto del de los profetas. Hasta el título prestigioso de Mesías, Cristo, resultaba —al menos en la forma en que lo entendían sus contemporáneos— insuficiente y necesitado de una corrección profunda para poder ser aplicado a él. Una originalidad absoluta, entonces, respecto de todo esquema y toda categoría conocidos, si bien, extrañamente, lo que dice y hace parece ir al encuentro de lo que en el mundo algunos –especialmente, los pobres y los humildes han esperado desde siempre.

Se entiende que la impresión (y el escándalo) debía de ser enorme. Es como si, un buen día, uno de nosotros, sacerdotes, hablando a la gente en la iglesia, se pusiera a cambiar la Biblia y a decir: Jesucristo les dijo, pero yo les digo... Frente a Jesús, seguramente debían plantearse: ¿Pero éste quién es?

Al profundizar este aspecto de la personalidad de Jesús, nos damos cuenta de que, sin embargo, no sólo lo que decía inspiraba autoridad, sino más aún el modo en que lo decía. Es el rasgo más fascinante en Jesús. Muchos detalles que se leen en los Evangelios dan a entender que el encuentro con él era siempre un acontecimiento que dejaba el signo; nadie salía “indemne”. Cuando Jesús habla, suceden siempre cosas: los demonios huyen, los paralíticos se levantan, los corazones se abren (o, según los casos, se cierran). Él era capaz de poner a la persona inmediatamente en la verdad frente a Dios y a sí misma, sin escape ni siquiera en el área de los pensamientos (cf. Mt. 9,4).

Recientemente, se ha intentado ver el secreto de la personalidad de Jesús en su libertad: Jesús, el hombre libre que contagia con su libertad (P. van Buren). Hay verdad en esto, pese a que se le dio erróneamente un carácter absoluto a este aspecto, a expensas de todos los otros. En cada palabra, Jesús expresa una soberana libertad interior y autenticidad; a adversarios, que habían venido para interrogarlos, les arrancó esta confesión: Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios sin tener en cuenta la condición de las personas porque tú no te fijas en la categoría de nadie (Mt. 22,16): el reconocimiento era sincero, aunque la intención fuese hipócrita. La autoridad de Jesús no anulaba nunca la libertad de quien estaba frente a él; más aún, Jesús era respetuosísimo de ella. Podían resistirse a su invitación, como hizo, por ejemplo, el joven rico y como hizo, de un modo más grave, Judas; pero en este caso no era fácil olvidar que habían estado junto a él; no por nada se dice, respecto del joven rico, que se alejó de él “apenado” (cf. Mc. 10,22).

En el episodio que acabamos de recordar, se habla de un detalle que seguramente afectó a quien estaba junto a Jesús: su forma de mirar. Probablemente, fue lo mismo que hizo capitular a la mujer samaritana que, en un primer momento, había tratado de enfrentarlo a propósito del verdadero lugar del culto (cf. Jn. 4,6ssq.). Otras veces, obtenía el mismo efecto con el silencio. Debía de tratarse de un silencio muy distinto del que conocemos nosotros, puesto que Pilato quedó muy admirado (cf. Mc. 15,5) y dado que ni siquiera los que habían ido a acusar a la mujer adúltera lograron soportarlo mucho tiempo (cf. Jn. 8, 22ssq.); en esa circunstancia, lo que impulsó a los acusadores a irse, uno tras otro, fue el silencio de Jesús, no el hecho de dibujar signos en el suelo.

Por consiguiente, Jesús no dejaba indiferente a nadie; frente a él todos se veían casi obligados a asumir una posición. No obstante, no había nada de parapsicológico en su fuerza; todo es límpido y de carácter exquisitamente moral y religioso; con él, el problema central pasa a ser rápidamente el de Dios. Es imposible hacer una reseña de todas las manifestaciones de esta soberanía y libertad de la persona y la palabra de Jesús; en la práctica, cada línea de los Evangelios permite entreverlas. Basta con haber aprendido a partir de estos pocos indicios para saber reconocerla: el resto lo dejamos para descubrir con nuestra lectura personal del Evangelio.

¿Qué conclusión debemos sacar de este primer acercamiento a Jesús basado en su modo de hablar a los hombres? La resume bien una frase pronunciada, según Juan (no importa si la formulación es de él), por algunos guardias enviados por los jefes a arrestar a Jesús: Nadie habló jamás como este hombre (Jn. 7,46).

Jesús y el Padre.

El Evangelio nos afirma que los que estaban alrededor de Jesús no se contentaban con señalar su autoridad, sino que se interrogaban también acerca de su origen: ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? —se preguntaban los de Nazaret— ¿Con qué autoridad hace estas cosas? ¿O quién te dio autoridad para hacerlo? (Mc. 11.28). La respuesta a la pregunta: ¿De dónde viene la autoridad de Jesús? se resume, en los Evangelios, en una palabra: ¡el Padre! Pero la respuesta históricamente más interesante no está en los casos en que Jesús habla “del” Padre (¡estos textos reflejan mucho la fe post-pascual!), sino en los casos en que habla “con el” Padre, o sea en su oración. Se puede discutir la historicidad de tal o cual expresión, es cierto; pero nadie que lea con atención el Evangelio puede sustraerse a la impresión de que, aun en los momentos de mayor agitación, Jesús conserva una especie de diálogo ininterrumpido con alguien, como si hubiera una puerta siempre abierta para él a otro mundo. Cuando aflora ese diálogo, todo el resto a su alrededor pasa a segundo plano; se advierte que Jesús entra en otra dimensión, adonde es imposible seguirlo. Le salen entonces de los labios expresiones que hacen sentir su profunda soledad entre los hombres: Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! (Lc. 12,49). En un momento de esa soledad interior lo encuentran los discípulos, apenas concluido el diálogo con la samaritana en el pozo: ¡Come, Maestro!, le dicen; y él: Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen... Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió (Jn. 4,31.34).

En esos momentos, aflora siempre la misma realidad y el mismo pensamiento, el Padre: Pero no, no estoy solo —dice— porque el Padre está conmigo (Jn. 16.32). Con él, pasaba noches enteras dialogando (cf. Lc. 6,12), aislándose, a veces, hasta de los apóstoles y retirándose a una montaña (cf. Mt. 14.23). El modo de orar de Jesús debía de tener algo de irrepetible, si los discípulos, al verlo rezar, se daban cuenta de que no sabían rezar y le pedían: Señor, enséñanos a orar (Lc. 11.1).

Un día, este diálogo con el Padre que Jesús llevaba dentro de sí prorrumpió hacia afuera como una ola de luz y de alegría, en estas palabras (la autenticidad del precepto parece sustancialmente asentada): Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre (Mt. 11.25ssq.). Jesús habla de una suerte de secreto entre él y el Padre: son “cosas” que recién ahora, por primera vez, se ven y se oyen; cosas que hacen felices a los ojos que tienen la suerte de verlas (cf. Lc. 10,23). No se dice abiertamente cuál es “esa cosa” nueva e inaudita; tal vez no podía decirse en ese momento, porque no había nadie preparado para comprender. Por eso Jesús sigue otro camino: se pone a hablar, en su presencia, con el Padre; por el modo en que habla con él, ellos pueden intuir qué relación única e irrepetible, qué profunda intimidad hay entre los dos. A Dios se dirige, de hecho, llamándolo: Abba, o sea, en nuestro lenguaje, papá, querido padre. Cuando los discípulos, después de la Pascua, recordaron esas palabras, sacaron la conclusión de que Jesús era el Hijo de Dios. Según Juan, los adversarios mismos eran los que, en casos de ese tipo, llegaban a la conclusión, escandalizados, de que: ¡Llama a Dios su propio padre! (cf. Jn. 5.18). Muchos están convencidos de que, durante la vida de Jesús, esto que acabo de recordar junto con la Transfiguración) fue uno de los momentos en que el velo que envolvía la conciencia íntima que Jesús tuvo de sí mismo es tuvo más cerca de levantarse y dejar entrever el misterio de su persona. Si también tuviéramos que deducir que nadie, mientras vivía, llamó a Jesús “Hijo de Dios”, este texto bastaría para probar que él tuvo conciencia de serlo. Quizás sea este el nivel más profundo en el que la “fe en Jesús” se inserta en la “historia de Jesús”. La explicación del Jesús histórico se coloca, pues, fuera de la historia, anuncia ya la Trinidad.

Al comienzo, nos habíamos propuesto descubrir cuáles fueron las respuestas dadas a la pregunta: ¿Quién es Jesús? en la época en que todavía estaba vivo; en otras palabras, qué pensaban de él sus contemporáneos y qué pensó él de sí mismo. Ahora, esas respuestas deberían resultarnos claras: durante la existencia terrenal, Jesús era visto como un hombre con una autoridad extraordinaria; alguien que mantiene con Dios una relación nunca imaginada por los hombres; alguien que realiza milagros y se siente enviado por Dios a cumplir una misión que tiene que ver con todos los hombres y que tiene que ver en el nivel más profundo de su destino: su destino frente a Dios.

Hemos usado hasta aquí la expresión “un hombre”: ¿hubo ya entonces quien sospechara que se hallaba frente a alguien que no era “solamente un hombre”? Podemos, creo, afirmar: el misterio más profundo de la personalidad de Jesús, en algunos momentos especiales, puestos bajo la directa revelación de Dios (como fue, justamente, el caso de Pedro en Cesarea de Filippo y de los tres discípulos en el Tabor), debió plantearse en las mentes de quienes vivían junto a él; pero al no tener todavía los medios para resolverlo, permaneció allí como un interrogante: ¿Pero, quién es éste?

A nosotros nos es concedida ahora la regocijante posibilidad de pasar de la pregunta a la respuesta, de la búsqueda a la posesión, de la memoria a la presencia. Ese Jesús cuyo “rostro humano” de la historia hemos reconstruido, es ahora nuestro compañero en la fe y nuestro alimento en la Eucaristía. Preparémonos para recibirlo con el deseo ardiente que expresamos en el Salmo responsorial: Mi alma tiene sed de ti, Señor, y te anhela mi carne. Esta comunidad tiene sed de ti.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“¿Quién dice la gente que soy yo?” Jesús nos dirige también hoy a nosotros esta pregunta, no tanto para examinarnos doctrinalmente cuanto para que analicemos qué lugar ocupa Él en nuestro corazón, qué influencia ejerce en nuestra vida diaria su palabra, qué colaboración prestamos a la difusión de sus enseñanzas.

La advertencia a olvidarnos de nuestros egoísmos y a cargar con la cruz de cada día, lleva a muchos a atenuar el compromiso con Él y a pensar que ello puede complicarnos la vida tornándola menos placentera. Aparece entonces una suerte de miedo a seguirle. Considerar el bienestar material como criterio exclusivo de actuación eliminando todo lo que suponga esfuerzo conduce justamente a esa tristeza que se intenta eliminar, porque no serán sólo las grandes desgracias (la enfermedad, la ruina económica, la muerte de un ser querido y necesario...) las que empañarán esa tranquilidad burguesa, sino los mil pequeños sucesos molestos de los que está sembrada la vida. La alegría que se funda únicamente en el placer se apaga muchas veces y, a medida que se avanza en edad y se debilitan las facultades, se oscurece también ese bienestar o se torna más precario o imposible.

Quien tiene miedo a Dios y a sus exigencias, no le conoce bien y, siguiendo a S. Agustín, debería recordarse: “Si tienes miedo a Dios no huyas de Él, huye a Él”. Esto es, conócele, trátale en la lectura atenta de su Palabra y en los Sacramentos, particularmente en la Eucaristía y la Penitencia.

Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. –Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios... –Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego...no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él! (S. Josemaría Escrivá).

“¿Quién dice la gente que soy yo?” ¿Es el Señor para mí el agua que apaga la sed de infinito de mi alma (Cf Jn 4,14), el pan que alimenta y da la vida eterna (Cf Jn 6,35), el amigo verdadero (Cf Jn 15,15), la luz que aclara y descifra los enigmas de la vida humana y quien nos ama con una intensidad sin parangón en esta vida y que como un don inmerecido se nos concede? Debemos perder el miedo al compromiso con Jesucristo y no dudar que firmarle un cheque en blanco es suscribir una póliza de seguro a todo riesgo, porque Él ofrece una seguridad que este mundo no puede proporcionar.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

Seguir a Cristo, cargar con su cruz

I. LA PALABRA DE DIOS

Za 12, 10-11: Mirarán al que traspasaron

Sal 62, 2.3-4.5-6.8-9: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío

Ga 3, 26-29: Los que habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo

Lc 9,18-24: Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por El mismo» (1840).

«Son tres: La fe, la esperanza y la caridad. Informan y vivifican todas las virtudes morales» (1841).

«Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina» (1812). «Pueden agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza» (1834).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (S. Gregorio de Nisa) (1803).

«La culminación de todas nuestras obras es el amor, este es el fin; para conseguirlo, corremos; una vez llegados, en él reposamos» (S. Agustín) (1829).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

Tras la primera etapa de la vida pública de Jesús, consistente en su manifestación con palabras y obras, Pedro confiesa que el Señor es el Mesías de Dios. Este «secreto» solo se comprenderá tras su muerte.

Cristo en la cruz será el primogénito traspasado por la lanza, fuente de gracia y clemencia, como había anunciado el profeta Zacarías.

S. Pablo en la carta a los Gálatas recuerda que vivimos en el reino de la fe, al que se entra por el bautismo que borra toda diferencia.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

El seguimiento de Cristo: 1694-1698.

Las virtudes teologales: 1812-1829.

La respuesta:

Las virtudes humanas: 1803-1811.

C. Otras sugerencias

El Evangelio nos señala el itinerario de la vida cristiana: seguir a Jesucristo y llegar a vivir en El con Dios. Para ello se nos ha infundido la virtud de la fe, como a Pedro, que nos hace capaces de confesar al Hijo de Dios; la virtud teologal de la esperanza que «protege del desaliento... y dilata el corazón» en el seguimiento de Cristo esperando el encuentro con Dios; y la virtud de la caridad que nos capacita a amar como Él nos amó en la cruz.

Por el bautismo hemos sido revestidos de Cristo y las virtudes teologales nos facultan a participar de su naturaleza divina, e informan y vivifican todas las virtudes humanas para llevar una vida moralmente buena.

El alma sedienta de Dios (salmo) recibe de Dios su fuerza (virtudes teologales).

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Amor y temor de Dios.

– Amor a Dios y sumisión ante su santidad infinita.

I. Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío, rezamos con el Salmo responsorial de la Misa, haciendo nuestra la oración de la liturgia. Y para acercarnos más y más a nuestro Dios y Señor hemos de apoyarnos en dos fundamentos sólidos que mutuamente se unen y complementan: confianza y reverencia respetuosa; cercanía y sumisión reverencial; amor y temor. “Son los dos brazos con los cuales abrazamos a Dios”, enseña San Bernardo. Ante Dios Padre, lleno de misericordia y de bondad, plenitud de todo bien verdadero, nos sentimos atraídos, y ante el mismo Dios, absolutamente excelso, majestuoso, elevado, nos inclinamos con la humildad del que se sabe menos que nada; a Él sometemos nuestra voluntad y tememos sus justos castigos. También en la Misa de hoy rezamos la siguiente oración: Sancti nominis tui, Domine, timorem pariter et amorem fac nos habere perpetuum... “Concédenos vivir siempre, Señor, en el amor y temor a tu santo nombre, porque jamás dejas de dirigir a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor”. Amor y santo temor filial son las dos alas para levantarnos hacia Él.

La Sagrada Escritura nos enseña que el temor de Dios es el principio de la sabiduría y el fundamento de toda virtud, pues si no te atas fuertemente al temor de Dios, pronto será derribada tu casa. Y Cristo mismo enseña a sus amigos que no deben temer a los que quitan la vida al cuerpo, porque después ya poco más pueden hacer. Yo os mostraré a quién habéis de temer –dice precisamente a sus más fieles seguidores, a quienes lo han dejado todo por Él–: temed al que después de la muerte tiene poder para arrojar en el infierno. Sí, os digo; temed a éste. Los Hechos de los Apóstoles nos narran cómo la primitiva Iglesia se extendía, se fortalecía y andaba en el temor del Señor, llena de los consuelos del Espíritu Santo.

No debemos olvidar que el amor a Dios se hace fuerte en la medida en que estamos lejos del pecado mortal y luchamos decididamente, con empeño, contra el pecado venial deliberado. Y para mantenernos en esa lucha abierta contra todo aquello que ofende al Señor es de mucha ayuda el santo temor de Dios, temor siempre filial, de un hijo que teme causar dolor y tristeza a su Padre, pues sabe quién es su Padre, qué es el pecado y la infinita distancia en la que coloca al pecador. Por eso dice San Agustín: “Bienaventurada el alma de quien teme a Dios, pues está fuerte contra las tentaciones del diablo: Bienaventurado el hombre que persevera en el temor (Prov 28, 14) y a quien le ha sido dado tener siempre ante los ojos el temor de Dios. Quien teme al Señor se aparta del mal camino y dirige sus pasos por la senda de la virtud; el temor de Dios hace al hombre precavido y vigilante para no pecar. Donde no hay temor de Dios reina la vida disoluta”.

El amor a Dios y el temor filial son los dos aspectos de una única actitud, que nos permite caminar con seguridad: mirando la infinita bondad de Dios, que se nos hace cercana en la Humanidad Santísima de Jesucristo, nos movemos a quererle más y más; contemplando la majestad y justicia de Dios y la propia pequeñez se despierta el temor de entristecer al Señor y de perder, por causa de los pecados personales, a quien tanto se ama. Por eso, “el temor y el amor deben ir juntos; continuad temiendo –aconseja el Cardenal Newman–, continuad amando hasta el último día de vuestra vida”. Después de ese instante ya sólo quedará el amor: La caridad perfecta echa fuera el temor.

– Temor filial. Su importancia para desterrar el pecado.

II. El santo temor de Dios, garantía y respaldo del verdadero amor, nos ayuda a romper definitivamente con los pecados graves, nos mueve a hacer penitencia por los pecados cometidos y nos preserva de las faltas deliberadas. “El temor a los castigos que por nuestros pecados hemos merecido nos da valor para tomar sobre nosotros los esfuerzos diarios, las renuncias y luchas sin las cuales no podemos librarnos del pecado ni unirnos plenamente a Dios. Siempre tenemos motivos para sentirnos traspasados del temor de Dios en vista de las muchas ocasiones de pecar, en vista de nuestra flaqueza, de la fuerza de las costumbres y aficiones torcidas, de la inclinación de nuestra naturaleza a dejarse llevar por los atractivos de la concupiscencia y del mundo, de las muchas faltas, descuidos y defectos que cada día cometemos”. ¿Cómo no temer ante tanta flaqueza personal? ¿Cómo no confiar ante la inmensa bondad divina? El temor filial aleja la afición al pecado, mantiene el alma vigilante ante una falsa y engañosa tranquilidad, pues quizá el mayor de los males sea precisamente permanecer sin inquietud en el pecado cometido, y la ligereza y superficialidad, que pueden llegar hasta la misma pérdida del sentido del pecado. Esta actitud, que vemos en gentes que parecen volver de nuevo al paganismo, es consecuencia de haber perdido el santo temor de Dios. En estas tristes circunstancias se ridiculiza, se hace trivial o se le quita importancia a la ofensa a Dios, y se consideran “naturales” las más graves aberraciones, porque se han roto las referencias entre la criatura y su Creador, de quien realmente depende en su ser y en el existir. Las deformaciones más graves de la conciencia –y, por tanto, de la orientación esencial del hombre– se derivan frecuentemente de haberse perdido esta actitud de respeto sagrado hacia Aquel que hizo todas las cosas de la nada.

El temor filial y el amor van siempre unidos. Quien no acoge en su alma el temor filial –ese deseo de agradarle e interés por no entristecerle– corre el peligro de descuidar la lucha ascética y de caer en una falsa confianza en la bondad de Dios; por el contrario, quien sólo conoce el temor se cierra al amor misericordioso y grande de nuestro Padre Dios, a la sencillez, al abandono, actitudes imprescindibles para el alma que aspira a la santidad.

El comienzo del temor de Dios es un amor imperfecto, pues se basa en el temor al castigo, pero este temor puede y debe ser elevado a una actitud filial desde la que contemplamos ante todo la grandeza de Dios, su infinita majestad y nuestra condición de criaturas. Timor Domini sanctus. –Santo es el temor de Dios. –Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre Dios no es un tirano. Se convierte en temor de hijo que ama sinceramente a su padre, y su amor le da fuerzas para evitar todo lo que le pueda causar dolor o separación.

– El santo temor de Dios y la Confesión.

III. Cuando nos acerquemos al sacramento de la Penitencia nos ayudará mucho el fomentar en nuestra alma el santo temor de Dios. Aunque para la recepción del sacramento es suficiente la atrición (dolor sobrenatural, pero imperfecto, por miedo al castigo, por la fealdad del pecado...), recibiremos muchas gracias si movemos nuestra alma a un sentimiento de temor filial, por haber ofendido a un Dios Todopoderoso, que a la vez es nuestro Padre. De esta actitud filial será más fácil pasar a la contrición, al arrepentimiento por amor, al dolor de amor. Entonces la Confesión se convierte en una fuente inmensa de gracias, un lugar donde cada vez se hace más fuerte el amor.

La vida interior crece más delicada y profunda si consideramos aquellas verdades que nos muestran los fundamentos de este don del Espíritu Santo: la santidad de Dios y la propia miseria, nuestros diarios desfallecimientos, la total dependencia de la criatura de su Creador, la importancia que adquiere un solo pecado venial ante la santidad divina, la ingratitud que suponen las faltas de generosidad ante las exigencias de nuestra vocación.... Sobre todo, comprendemos más el misterio del pecado, si nos acostumbramos a considerar con frecuencia la Pasión de Nuestro Señor. Allí aprendemos a amar, y a temer cometer una sola falta venial. En la contemplación de tanto dolor como padeció Cristo por nuestros pecados, por los de cada uno en particular, se fortalece también la esperanza, se hace más firme la contrición y el empeño por rechazar toda falta deliberada.

El santo temor de Dios, unido al amor, da a la vida cristiana una particular fortaleza: nada hay que pueda atemorizarla, porque ya nada la separará de su Dios. El alma se reafirma en la virtud de la esperanza, alejándose de una falsa tranquilidad y manteniendo un amor vigilante –Cor meum vigilat– contra el atractivo de la tentación.

Pidámosle a nuestra Madre Santa María –Refugium peccatorum– que entendamos bien lo mucho que perdemos cada vez que damos un paso fuera del camino que conduce a su Hijo Jesús, aunque sean sólo faltas leves.

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Rev. D. Ferran JARABO i Carbonell (Agullana, Girona, España) (www.evangeli.net)

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Hoy, en el Evangelio, Jesús nos sitúa ante una pregunta clave, fundamental. De su respuesta depende nuestra vida: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9,20). Pedro responde en nombre de todos: «El Cristo de Dios». ¿Cuál es nuestra respuesta? ¿Conocemos suficientemente a Jesús como para poder responder? La oración, la lectura del Evangelio, la vida sacramental y la Iglesia son fuentes inseparables que nos llevan a conocerle y a “vivirlo”. Hasta que no seamos capaces de responder con Pedro con todo el corazón y con la misma sencillez..., seguramente todavía no nos habremos dejado transformar por Él. Hemos de conseguir sentir como Pedro, ¡hemos de lograr sentir como la Iglesia para poder responder de manera satisfactoria a la pregunta de Jesús!

Pero el Evangelio de hoy acaba con una exhortación a seguir al Señor desde la humildad, desde la negación y la cruz. Seguir a Jesús de esta manera sólo puede dar salvación, libertad. «Lo que sucede con el oro puro, también sucede con la Iglesia; esto es, que cuando pasa por el fuego, no experimenta ningún mal; más bien lo contrario, su esplendor aumenta» (San Ambrosio). Ni la contrariedad, ni la persecución por causa del Reino, nos han de dar miedo, más bien nos han de ser motivo de esperanza e, incluso, de alegría. Dar la vida por Cristo no es perderla, es ganarla para toda la eternidad. Jesús nos pide que nos humillemos totalmente por fidelidad al Evangelio, quiere que, libremente, le demos toda nuestra existencia. ¡Vale la pena dar la vida por el Reino!

Seguir, imitar, vivir la vida de la gracia, en definitiva, permanecer en Dios es el objetivo de nuestra vida cristiana: «Dios se hizo hombre para que imitando el ejemplo de un hombre, cosa posible, lleguemos a Dios, cosa que antes era imposible» (San Agustín). ¡Que Dios, con la fuerza de su Espíritu Santo, nos ayude a ello!

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Conocer bien al Señor

«Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Yo soy el que es, el que era y el que ha de venir» (Apoc 1, 8).

Eso dice Jesús.

¿Y tú, sacerdote, quién dices que es Él?

¿Reconoces, sacerdote, a tu Señor? ¿Conoces su voz? ¿Lo sigues?

¿Reconoces, sacerdote, a aquel que te llamó y que te eligió?

Él es el Mesías. Él es tu Señor, el Buen Pastor, tu Maestro, tu Guía, tu Redentor, tu Salvador.

¿Reconoces, sacerdote, que Él es el Cristo y que Él es el Hijo de Dios?

¿Lo conoces?

No eres tú quien lo ha elegido a Él, Él es quien te ha elegido a ti, porque Él te amó primero.

Desde antes de nacer Él ya te conocía.

Desde antes de nacer ya te tenía consagrado.

Profeta de las naciones te constituyó.

Él te conoce, sacerdote, y por eso te llamó, por eso te eligió, para que renunciando a ti mismo tomaras tu cruz y lo siguieras.

Él sabe bien quién eres tú.

Y tú, sacerdote, ¿lo conoces?, ¿conoces bien a tu Señor?, ¿lo amas?

Es imposible conocer a tu Señor y no amarlo.

Tratándolo de amistad, es así como conoces a tu Señor.

Trátalo, sacerdote, para que lo conozcas y lo ames, y enséñale al mundo quién es Él, para que el mundo también lo ame.

Enséñales, sacerdote, a amar la cruz, porque a través de la cruz es como tratas a tu Señor de amistad y de amor.

Es en la cruz en donde Él padeció y murió, sufriendo el rechazo de los hombres y el destierro del mundo, destruyendo el pecado y la muerte para salvarlos, para darles vida, perdonando los pecados, venciendo a la muerte, haciendo nuevas todas las cosas, resucitando de entre los muertos para darle al mundo la vida eterna, por Él, con Él, y en Él.

Y tú, sacerdote, ¿crees esto?

Él te ha llamado, te ha elegido, y te ha llamado amigo para que compartas todo con Él: su pasión, su vida, su muerte, su redención y también la gloria de su Resurrección.

Comparte, sacerdote, todo con Él, teniendo sus mismos sentimientos, entregando tu voluntad a la voluntad del Padre, para que seas configurado con el Hijo, para que lo conozcas y lo ames, porque sólo por amor se puede dar la vida.

No tengas miedo, ama la cruz.

Abraza, sacerdote, a Jesús. Compadece su sufrimiento y llénate de su alegría.

Disponte a recibir los dones que Él ha destinado para ti.

No des cabida a la soberbia en tu vida, porque la soberbia no es de Dios, es del padre de la mentira, del que te traiciona y te hace caer para que seas infiel y destruye tu vida, porque de ti depende, sacerdote, la vida del mundo.

No permitas, sacerdote, que fracase en ti el plan que tu Padre Dios tiene para ti.

Permítele al Espíritu Santo actuar en ti.

Descubre, sacerdote, qué tanto conoces a tu Señor.

Descubre qué tanto correspondes a su amor.

Descubre, sacerdote, qué tan dispuesto estás a servirlo como corredentor.

El Espíritu Santo se le ha dado a los que aman a su Señor.

Descubre, sacerdote, quién vive en tu interior.

Rechaza toda provocación y todo momento de tentación.

Acércate a la Madre de la gracia, es tu protección.

Humilla, sacerdote, tu corazón, y pide perdón reconociendo que todavía no conoces bien a tu Señor.

Reconoce, sacerdote, tu debilidad, tu fragilidad y tu pequeñez.

Reconoce que no has correspondido bien al amor que te ha dado tu Señor.

Él te ha dado su vida por su propia voluntad. Nadie se la quitó, Él te la dio.

Y tú, sacerdote, ¿qué le has dado a tu Señor?

Él espera que le des tu amistad, que le des tu confianza y que le des tu humildad.

Él espera que le des tu incapacidad, tu vaso de barro, tu debilidad y tu pecado para que Él te pueda transformar, porque Él te conoce.

Él te ama y Él quiere tu vida.

Es necesario, sacerdote, que tú le entregues tu vida por tu propia voluntad.

Nadie te la quita, tú la das cuando conoces a tu Señor y lo amas, porque el sacerdote configurado con su Señor, entrega su vida a su vocación y su vocación es al amor.

¿Quieres conocer a tu Señor, sacerdote? Rema mar adentro. Te está esperando. Ve a su encuentro.

(Espada de Dos Filos III, n. 99)

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