Domingo 08 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Día 26 VIII Domingo del Tiempo Ordinario 

La alegría de la presencia de Dios 

Evangelio: Mc 2, 18-22 Los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno; y vinieron a decirle:
        —¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan y, en cambio, tus discípulos no ayunan?
        Jesús les respondió:
        —¿Acaso pueden ayunar los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Durante el tiempo en que tienen al esposo con ellos no pueden ayunar. Ya vendrán días en que les será arrebatado el esposo; entonces, en aquel día, ya ayunarán.
        »Nadie cose un remiendo de paño nuevo a un vestido viejo; porque entonces lo añadido tira de él, lo nuevo de lo viejo, y se produce un desgarrón peor. Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos; porque entonces el vino hace reventar los odres, y se pierden el vino y los odres. Para vino nuevo, odres nuevos.

 

              —¿Acaso pueden ayunar los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Jesús se propone rectificar, con un amable reproche, a los que pretendían de algún modo y por poco fuera, restar algo de alegría a sus Apóstoles, con un ayunos y penitencias inoportunos. Lo tenían a Él, fuente misma de la Gracia, y bastaba una leve insinuación al Maestro, para que todo el Amor omnipotente de Dios se desbordara en favor de sus hijos.

        Los que formulan a Jesús la pregunta no se habían enterado de a quién tenían la fortuna de tener por Maestro los discípulos de Jesús. En realidad, tampoco los propios Apóstoles se daban cuenta del todo. Solamente Pedro, que sería luego cabeza de los doce, sabrá en su momento responder con precisión –gracias a una divina revelación– a la pregunta de Cristo:
        —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
        Respondió Simón Pedro:
        —Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
        Jesús le respondió:
        —Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.

        Por eso se sienten inseguros –no les vaya faltar el alimento– yendo con Jesús de viaje, y tienen pánico en otra ocasión al ver que el lago encrespado comienza ya a inundar la barca, por la fuerza de las olas. Es muy ilustrativo el reproche –otro día– de Jesús a Pedro:
        —Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?, le recrimina cuando comenzaba ya a hundirse en el lago, porque en un instante le faltó confianza, habiéndolo Jesús invitado a caminar como Él sobre las aguas.

        Jesús, con un convencimiento incuestionable de la riqueza sin igual que su presencia entre los hombres supone para cada uno, lo afirma con palabras que podrían parecer presuntuosas, si no fueran una sencilla verdad pronunciada por la boca de la misma Sabiduría: Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Porque en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron. Es Dios mismo quien está presente y se deja ver y escuchar en Jesucristo, quien está en el mundo únicamente en favor de los hombres.

        Y tú y yo, ¿nos sentimos felices y agradecidos, más que por ninguna otra realidad favorable de este mundo, porque Cristo está con nosotros, porque vivimos en su presencia y lo tenemos siempre a nuestro favor? No seamos descastados con quien tanto nos quiere y tanto bien quiere aportar a nuestra vida. Comenta san Josemaría:
        Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
        Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
        ¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ya no lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
        Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos.

        La cercanía de quien nos ama, nos alegra y da seguridad. Pues, si tenemos tan claro que nadie puede amarnos como nos ama Dios en todo instante, ¿cómo no fomentamos más de continuo el pensamiento de su presencia intima en nosotros?: mientras trabajamos, si estamos con la familia, con los amigos, en la diversión o en el deporte, en el descanso... Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos, anima el Apóstol a los primeros cristianos. Y en verdad sería una injusticia no estar contentos o, al menos, una lamentable inconsciencia: ¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?, parece lamentarse el autor de Camino.

        Evoquemos de intento su presencia, como hacemos para acordarnos de un detalle que no podemos olvidar, aunque tenemos la cabeza con otros mil asuntos. Un objetivo que querremos tomarnos con ilusión: Dios lo merece, por supuesto, y ¡qué menos para intentar corresponder a su gran bondad! Así, nuestras obras van tomando esa forma que Él espera, porque nos sabemos contemplados amorosamente por nuestro Padre Bueno en todo momento.

        La felicidad desbordante de la Madre de Dios, se fijó en la pequeñez de su esclava ... hizo en mí cosas grandes el Todopoderoso, nos llena de santa envidia y queremos imitarla.

 

 

El predicador del Papa explica la utilidad del verdadero ayuno

Al comentar el Evangelio de la Misa del próximo domingo

ROMA, viernes, 24 febrero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap --predicador de la Casa Pontificia— al Evangelio de la liturgia eucarística del próximo domingo, anterior al miércoles de Ceniza, inicio del tiempo de Cuaresma en la Iglesia.

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VIII Domingo del Tiempo ordinario B (Oseas 2,14b.15b19-20; 2 Corintios 3, 1b-6; Marcos 2,

18-22)

¿Por qué tus discípulos no ayunan?

«Como los discípulos e Juan y los fariseos estaban ayunando, vienen y le dicen: “¿Por qué mientras los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, tus discípulos no ayunan?”. Jesús les dijo: “¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientas el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán, en aquel día”».

De este modo Jesús no reniega de la práctica del ayuno, sino que la renueva en sus formas, tiempos y contenidos. El ayuno se ha convertido en una práctica ambigua. En la antigüedad no se conocía más que el ayuno religioso; hoy existe el ayuno político y social (¡huelgas de hambre!), un ayuno saludable o ideológico (vegetarianos), un ayuno patológico (anorexia), un ayuno estético (para mantener la línea). Existe sobre todo un ayuno impuesto por la necesidad: el de los millones de seres humanos que carecen de lo mínimo indispensable y mueren de hambre.

Por sí mismos, estos ayunos nada tienen que ver con razones religiosas y ascéticas. En el ayuno estético incluso a veces (no siempre) se «mortifica» el vicio de la gula sólo por obedecer a otro vicio capital, el de la soberbia o de la vanidad.

Es importante por ello intentar descubrir la genuina enseñanza bíblica sobre el ayuno. En la Biblia encontramos, respecto al ayuno, la actitud del «sí, pero», de la aprobación y de la reserva crítica. El ayuno, por sí, es algo bueno y recomendable; traduce algunas actitudes religiosas fundamentales: reverencia ante Dios, reconocimiento de los propios pecados, resistencia a los deseos de la carne, solicitud y solidaridad hacia los pobres... Como todas las cosas humanas, sin embargo, puede decaer en «presunción de la carne». Basta con pensar en la palabra del fariseo en el templo: «Ayuno dos veces por semana» (Lucas, 18, 12).

Si Jesús nos hablara a los discípulos de hoy, ¿sobre qué insistiría más? ¿Sobre el «sí» o sobre el «pero»? Somos muy sensibles actualmente a las razones del «pero» y de la reserva crítica. Advertimos como más importante la necesidad de «partir el pan con el hambriento y vestir al desnudo»; tenemos justamente vergüenza de llamar al nuestro un «ayuno», cuando lo que sería para nosotros el colmo de la austeridad –estar a pan y agua-- para millones de personas sería ya un lujo extraordinario, sobre todo si se trata de pan fresco y agua limpia.

Lo que debemos descubrir son en cambio las razones del «sí». La pegunta del Evangelio podría resonar, en nuestros días, de otra manera: «¿por qué los discípulos de Buda y de Mahoma ayunan y tus discípulos no ayunan?» (es archisabido con cuánta seriedad los musulmanes observan su Ramadán).

Vivimos en una cultura dominada por el materialismo y por un consumismo a ultranza. El ayuno nos ayuda a no dejarnos reducir a puros «consumidores»; nos ayuda a adquirir el precioso «fruto del Espíritu», que es «el dominio de sí», nos predispone al encuentro con Dios que es espíritu, y nos hace más atentos a las necesidades de los pobres.

Pero no debemos olvidar que existen formas alternativas al ayuno y a la abstinencia de alimentos. Podemos practicar el ayuno del tabaco, del alcohol y bebidas de alta graduación (que no sólo al alma: también beneficia al cuerpo), un ayuno de las imágenes violentas y sexuales que televisión, espectáculos, revistas e Internet nos echan encima a diario. Igualmente esta especie de «demonios» modernos no se vencen más que «con el ayuno y la oración».