Domingo XVII del Tiempo Ordinario (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2015, 2018 y 2021 – Homilía, 2 de mayo de 2014
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y 2012
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Pere CALMELL i Turet (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
EL ÉXODO INCLUSIVO
2 Re 4, 42-44; Sal 144; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15
En el Evangelio de Juan, encontramos signos de que el Nuevo Éxodo (el pasaje definitivo a la liberación) empieza con Jesús, pero empieza de una forma nueva. Por ejemplo, Jesús va a la otra orilla del mar, y así, alude al Mar Rojo que atravesaron los israelitas antiguos. Pero el mar lleva un doble nombre, uno hebreo (“de Galilea”) y el otro gentil (“de Tiberíades”). Con esto, el evangelista indica que el éxodo de Jesús está abierto no sólo a judíos sino a todos. Otro ejemplo, es el número de panes: probablemente alude a los cinco libros de la Torá en que Dios se revela durante el Éxodo. Los panes se multiplican hasta que satisfacen a una gran multitud. Con esto, indica el evangelista, que, la revelación divina está abierta a todos. El Nuevo Éxodo, en breve, es inclusivo.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 67, 6. 7. 36
Dios habita en su santuario; él nos hace habitar juntos en su casa; es la fuerza y el poder de su pueblo.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, protector de los que en ti confían, sin ti, nada es fuerte, ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia para que, bajo tu dirección, de tal modo nos sirvamos ahora de los bienes pasajeros, que nuestro corazón esté puesto en los bienes eternos. Por nuestro Señor Jesucristo…
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Comerán y todavía sobrará.
Del segundo libro de los Reyes: 4, 42-44
En aquellos días, llegó de Baal-Salisá un hombre que traía para el siervo de Dios, Eliseo, como primicias, veinte panes de cebada y grano tierno en espiga.
Entonces Eliseo dijo a su criado: “Dáselos a la gente para que coman”. Pero él le respondió: “¿Cómo voy a repartir estos panes entre cien hombres?”.
Eliseo insistió: “Dáselos a la gente para que coman, porque esto dice el Señor: ‘Comerán todos y sobrará’”.
El criado repartió los panes a la gente; todos comieron y todavía sobró, como había dicho el Señor.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 144,10-11.15-16.17-18.
R/. Bendeciré al Señor eternamente.
Que te alaben, Señor, todas tus obras y que todos tus fieles te bendigan. Que proclamen la gloria de tu reino y den a conocer tus maravillas. R/.
A ti, Señor, sus ojos vuelven todos y tú los alimentas a su tiempo. Abres, Señor, tus manos generosas y cuantos viven quedan satisfechos. R/.
Siempre es justo el Señor en sus designios y están llenas de amor todas sus obras. No está lejos de aquellos que lo buscan; muy cerca está el Señor de quien lo invoca. R/.
SEGUNDA LECTURA
Un solo cuerpo, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo.
De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 4, 1-6
Hermanos: Yo, Pablo, prisionero por la causa del Señor, los exhorto a que lleven una vida digna del llamamiento que han recibido. Sean siempre humildes y amables; sean comprensivos y sopórtense mutuamente con amor; esfuércense en mantenerse unidos en el espíritu con el vínculo de la paz.
Porque no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también una sola es la esperanza del llamamiento que ustedes han recibido. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que reina sobre todos, actúa a través de todos y vive en todos.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 7. 16
R/. Aleluya, aleluya.
Un gran profeta ha surgido entre nosotros, Dios ha visitado a su pueblo. R/.
EVANGELIO
Jesús distribuyó el pan a los que estaban sentados. hasta que se saciaron.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 6,1-15
En aquel tiempo, Jesús se fue a la otra orilla del mar de Galilea o lago de Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía curando a los enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos.
Estaba cerca la Pascua, festividad de los judíos. Viendo Jesús que mucha gente lo seguía, le dijo a Felipe: “¿Cómo compraremos pan para que coman éstos?”. Le hizo esta pregunta para ponerlo a prueba, pues él bien sabía lo que iba a hacer. Felipe le respondió: “Ni doscientos denarios de pan bastarían para que a cada uno le tocara un pedazo de pan”. Otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: “Aquí hay un muchacho que trae cinco panes de cebada y dos pescados. Pero, ¿qué es eso para tanta gente?”. Jesús le respondió: “Díganle a la gente que se siente”. En aquel lugar había mucha hierba. Todos, pues, se sentaron ahí; y tan sólo los hombres eran unos cinco mil.
Enseguida tomó Jesús los panes, y después de dar gracias a Dios, se los fue repartiendo a los que se habían sentado a comer. Igualmente les fue dando de los pescados todo lo que quisieron. Después de que todos se saciaron, dijo a sus discípulos: “Recojan los pedazos sobrantes, para que no se desperdicien”. Los recogieron y con los pedazos que sobraron de los cinco panes llenaron doce canastos.
Entonces la gente, al ver el signo que Jesús había hecho, decía: “Este es, en verdad, el profeta que habría de venir al mundo”. Pero Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró de nuevo a la montaña, él solo.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, los dones que por tu generosidad te presentamos, para que, por el poder de tu gracia, estos sagrados misterios santifiquen toda nuestra vida y nos conduzcan a la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 102, 2
Bendice alma mía al Señor, y no te olvides de tus beneficios.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Habiendo recibido, Señor, el sacramento celestial, memorial perpetuo de la pasión de tu Hijo, concédenos que este don, que él mismo nos dio con tan inefable amor, nos aproveche para nuestra salvación eterna. Él, que vive reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Comed, que sobrará (2 R 4,42-44)
1ª lectura
Baal-Salisá estaba situada a unos 25 km. al oeste de Guilgal. Puesto que el pan de las primicias estaba destinado a Dios (cfr Lv 23,17-18) aquel hombre se lo ofrece a Eliseo como profeta del Señor; pero éste, dada la carestía existente, quiere compartirlo. Es probable que esos cien hombres pertenecieran a los círculos proféticos con los que vivía Eliseo. Eliseo da la orden de repartir el pan, a la vez que pronuncia el oráculo que ha recibido de Dios (v. 43), y el prodigio se realiza.
También Jesucristo obrará el milagro de multiplicar los panes, y lo hará asimismo tras la objeción de los Apóstoles parecida a la que leemos en el v. 43 (cfr Mt 14,20; 15,37 y par.). Pero Jesús realiza el milagro por propia iniciativa y alimenta a muchísimas más personas.
Unidad de la Iglesia (Ef 4,1-6)
2ª lectura
La unidad del Cuerpo de Cristo aparece como la exigencia primordial de cuanto se ha expuesto en la primera parte de la carta, y requiere humildad y tesón por parte de los cristianos. La unidad de la Iglesia —un sólo Cuerpo y un sólo Espíritu (v. 4)— se fundamenta en que hay un solo Dios, un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo (vv. 5-6). «El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable reunión de los fieles, y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia» (Conc. Vaticano II, Unitatis redintegratio, n. 2).
La multiplicación de los panes (Jn 6,1-15)
Evangelio
En el Evangelio de Juan sólo se recogen siete milagros de Jesús. El autor sagrado elige aquellos que le van mejor a su propósito de mostrar algunas facetas del misterio de Cristo. El milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, unos días antes de la Pascua, prefigura la Pascua cristiana y el misterio de la Eucaristía y está puesto en relación directa con el discurso de Cafarnaún sobre el Pan de Vida (6,26-58), en el que Jesús promete darse Él mismo como alimento de nuestra alma. Tal relación queda subrayada por las palabras del v. 11, que son casi las mismas con las que los sinópticos y San Pablo narran el comienzo de la institución de la Eucaristía (cfr Mt 26,26; Mc 14,22; Lc 22,14 y 1 Co 11,23-24).
Jesús es sensible a las necesidades espirituales y materiales de los hombres (v. 5). Aquí le vemos tomando la iniciativa para satisfacer el hambre de aquella multitud que le sigue. Con los diálogos y el milagro que va a realizar, Jesús enseña también a sus discípulos a confiar en Él ante las dificultades que encontrarán en sus futuras tareas apostólicas, emprendiéndolas con los medios que tengan, aunque sean insuficientes, como en este caso lo eran los cinco panes y los dos peces (v. 9). Él aportará lo que falta. En la vida cristiana hay que poner al servicio del Dios lo que tengamos, aunque nos parezca muy poco. El Señor sabrá multiplicar la eficacia de esos medios tan insignificantes: «Él [Jesús] no contaba con una cantidad suficiente de bienes materiales, sino con su generosidad al ofrecer lo poco que poseían. (...) Lo que la razón humana no se atrevía a esperar, con Jesús se hizo realidad gracias al corazón generoso de un muchacho» (San Juan Pablo II, Mensaje 8-IX-97).
La reacción ante el milagro (v. 14) muestra que los que se beneficiaron de aquel prodigio reconocieron a Jesús como el Profeta, el Mesías prometido en el Antiguo Testamento (cfr Dt 18,15), pero pensaron en un mesianismo terreno y nacionalista: quisieron hacerle rey porque consideraron que el Mesías había de traerles abundancia de bienes terrenos y librarlos de la dominación romana.
El Señor, que más adelante (6,26-27) explicará el verdadero sentido de la multiplicación de los panes y los peces, se limita a huir de aquel lugar, para evitar una proclamación popular ajena a su verdadera misión. En el diálogo con Pilato (cfr 18,36) explicará que su Reino «no es de este mundo». «Los Evangelios muestran claramente cómo para Jesús era una tentación lo que alterara su misión de Servidor de Yahwéh (cfr Mt 4,8; Lc 4,5). No acepta la posición de quienes mezclaban las cosas de Dios con actitudes meramente políticas (cfr Mt 22,21; Mc 12,17; Jn 18,36) (...). La perspectiva de su misión es mucho más profunda. Consiste en la salvación integral por un amor transformante, pacificador, de perdón y reconciliación. No cabe duda, por otra parte, que todo esto es muy exigente para la actitud del cristiano que quiere servir de verdad a los hermanos más pequeños, a los pobres, a los necesitados, a los marginados; en una palabra, a todos los que reflejan en sus vidas el rostro doliente del Señor (cfr Lumen gentium, n. 8)» (San Juan Pablo II, Discurso al episcopado latinoamericano, 28-I-1979).
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
“Los distribuyó entre los que estaban sentados; y se saciaron”
No nos mezclemos, carísimos, con los perversos y dañinos; pero mientras no hagan daño a nuestra virtud, procuremos ceder y no dar ocasión a sus dolos y asechanzas. De este modo se les quebrantan todos sus ímpetus. Así como los dardos cuando dan sobre un objeto duro y firme, rebotan con gran impulso contra quienes los dispararon; pero, si una vez lanzados con violencia, no encuentran objeto alguno duro ni resistente, muy luego pierden su fuerza y caen al suelo, del mismo modo los hombres feroces por su audacia, si les presentamos resistencia más se enfurecen; pero si cedemos a su furia, pronto apagamos sus ímpetus.
Así procedió Cristo. Cuando los fariseos oyeron que juntaba más discípulos que Juan y que bautizaba a muchos más, Él se apartó a Galilea, para apagar así la envidia de ellos y suavizar con su retirada el furor que aquel buen suceso les causaba; furor que era verosímil que habrían concebido. Y vuelto a Galilea, no fue a los mismos sitios que antes. Porque no se retiró a Caná, sino al otro lado del mar. Y lo seguían grandes multitudes, porque veían los milagros que hacía. ¿Qué milagros fueron ésos? ¿Por qué no los narra el evangelista? Porque este evangelista dedicó la inmensa mayor parte de su libro a los discursos. Mira, por ejemplo, cómo en el término de un año completo, y aun en la fiesta de la Pascua, no refiere otros milagros, sino la curación del paralítico y la del hijo del Régulo. Es que no intentaba referirlo todo (cosa por lo demás imposible), sino que de entre los muchos y brillantes prodigios, seleccionó y refirió unos pocos.
Dice: Y lo seguía un gran gentío porque veían los milagros que obraba. No lo seguían aún con ánimo muy firme, pues antes que tan eximias enseñanzas, más bien los atraían los milagros: cosa propia de gente ruda. Porque dice Pablo: Los milagros son no para los fieles, sino para los no creyentes. En cambio, Mateo no pinta así ese pueblo, sino que dice: Y todos se admiraban de su doctrina, pues los enseñaba como quien tiene potestad. Mas ¿por qué ahora se retira al monte y ahí se asienta con sus discípulos? Porque va a hacer un milagro. Que sólo los discípulos subieran con El, culpa fue del pueblo que no lo siguió. Pero no fue ése el único motivo de subir al monte, sino además para enseñarnos que debemos evitar el tumulto de las turbas y que la soledad se presta para el ejercicio de la virtud. Con frecuencia sube solo al monte a orar y pasa la noche en oración, para enseñamos que quien se acerca a Dios debe estar libre de todo tumulto y buscar un sitio tranquilo.
Preguntarás: ¿por qué no sube a Jerusalén para la festividad, sino que mientras todos se dirigían a Jerusalén, Él se retiró a Galilea; y no va solo, sino que lleva a los discípulos, y luego baja a Cafarnaúm? Poco a poco va abrogando la ley, tomando ocasión de la perversidad de los judíos. Y como hubiese levantado la mirada y viera la gran turba. Por aquí declara el evangelista que Jesús nunca se asentaba con sus discípulos sin motivo, sino tal vez para enseñarlos y hablar con mayor cuidado y para más unirlos consigo. Vemos por aquí la gran providencia que de ellos tenía, y cómo a ellos se acomodaba y se abajaba. Y estaban sentados, quizá mirándose frente a frente. Luego, habiendo explayado su mirada, vio una gran turba que venía hacia El. Los otros evangelistas refieren que los discípulos se le acercaron y le rogaron y suplicaron que no la despidiera en ayunas. Juan, en cambio, presenta al Señor preguntando a Felipe. A mí ambas cosas me parecen verdaderas, aunque no verificadas al mismo tiempo; sino que precedió una de ellas; de manera que en realidad se narran cosas distintas. ¿Por qué pregunta a Felipe? Porque sabía muy bien cuáles de los discípulos estaban más necesitados de enseñanza. Felipe fue el que más tarde le dijo: Muéstranos al Padre y esto nos basta. Por tal motivo es a él a quien primeramente instruye. Si el milagro se hubiera realizado sin ninguna preparación, no habría brillado en toda su magnitud. Por lo cual cuida Jesús de que previamente Felipe le confiese la escasez; para que con esto, el milagro le pareciera mayor.
Observa lo que dice a Felipe: ¿De dónde obtendremos tantos panes como para que éstos coman? Del mismo modo en la Ley Antigua dijo a Moisés antes de obrar el milagro: ¿Qué es lo que tienes en tu mano?. Y como los milagros repentinos suelen borrar de nuestra memoria los sucesos anteriores, en primer lugar ató a Felipe con la propia confesión de éste, para que no sucediera que después, herido de estupor, se olvidara de lo que había confesado; y para que por aquí, mediante la comparación, conociera la magnitud del milagro. Como en efecto sucedió.
A la pregunta contestó Felipe: Doscientos denarios de panes no bastarían para que cada uno tomara un bocado. Esto se lo decía a Felipe para probarlo, pues Él sabía bien lo que iba a hacer. ¿Qué significa: para probarlo? ¿Acaso ignoraba Jesús lo que Felipe respondería? Semejante cosa no puede afirmarse. ¿Cuál es pues el pensamiento que encierra esa expresión? Podemos conocerlo por la Ley Antigua. También en ella leemos: Sucedió después de estas cosas que Dios tentó a Abraham y le dijo: Toma a tu hijo unigénito, al que amas, Isaac. No se lo dijo para saber si obedecería o no el patriarca, pues Dios todo lo ve antes de que acontezca; sino que en ambos pasajes habla al modo humano. Lo mismo, cuando la Escritura dice: Dios escruta los corazones de los hombres, no significa ignorancia, sino un conocimiento exacto. Igualmente, cuando dice: tentó, no significa otra cosa sino que El con exactitud ya lo sabía.
Podría entenderse en este otro sentido; o sea que tuvo mayor experiencia de ellos, cuando a Abraham entonces y ahora a Felipe los lleva a un más profundo conocimiento del milagro. Por lo cual el evangelista, para que no dedujeras algo absurdo, a causa de la sencillez de la palabra, añadió: Sabía bien Él lo que iba a hacer. Por lo demás, bien está observar cómo el evangelista, siempre que hay lugar a una opinión torcida, al punto cuidadosamente la deshace. De modo que, para que los oyentes en este pasaje no imaginaran algo erróneo, aprontó esa corrección: Sabía bien Él lo que iba a hacer.
De igual modo, en el otro pasaje, cuando dice el evangelista que los judíos perseguían a Jesús: No sólo porque traspasaba el sábado, sino también porque decía que su Padre era Dios, haciéndose igual a Dios, si no hubiera sido este mismo el pensamiento de Cristo, confirmado con las obras, también habría añadido el evangelista esa corrección. Si en las palabras que Cristo habla, teme el evangelista que alguno pueda caer en error, mucho más lo habría temido en las que otros decían acerca de Cristo, si hubiera notado que no se tenía de Él la verdadera opinión. Pero nada dijo, pues conocía el pensamiento de Cristo y su decreto inmutable. Por lo cual, una vez que dijo: Haciéndose igual a Dios, no añadió la corrección, porque en esto la opinión de los judíos no andaba errada, sino que era verdadera y estaba confirmada con las obras de Cristo.
Habiendo, pues, el Señor preguntado a Felipe: Respondió Andrés, el hermano de Simón Pedro: Hay aquí un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos. Pero ¿qué significa esto para tantos? Más altamente piensa Andrés que Felipe; y sin embargo, no llegó al fondo del asunto. Por mi parte, pienso que no sin motivo se expresó así; sino que, teniendo noticia de los milagros de los profetas, como el de Eliseo sobre los panes, por aquí elevó su pensamiento a cierta altura, pero no llegó a la cima.
Aprendamos por aquí los que nos hemos entregado a los placeres cuál era el alimento de aquellos varones admirables, cuán pobre, de qué clase; e imitémoslos en la condición y frugalidad de su mesa. Lo que sigue demuestra una extrema rudeza y debilidad en la fe. Porque una vez que hubo dicho: Tiene cinco panes de cebada, añadió: Pero ¿qué significa esto para tantos? Le parecía que quien hacía milagros de pocos panes los haría de otros pocos y quien los hacía de muchos panes los haría de muchos otros. Pero iban las cosas por otros caminos. A pesar de que a Jesús lo mismo le daba de muchos panes o de pocos preparar una cantidad inmensa, ya que no necesitaba de materia previa, sin embargo, para que no pareciera que las criaturas estaban fuera del alcance de su sabiduría, como erróneamente afirmaban los marcionitas, usó de la criatura para obrar el milagro; y lo obró cuando ambos discípulos menos lo esperaban. De este modo obtuvieron mayor ganancia espiritual, habiendo de antemano confesado lo difícil del negocio; para que, llevado a cabo el prodigio, reconocieran el poder de Dios.
Y pues iba a obrarse un milagro ya antes obrado también por los profetas, aunque no del mismo modo; y lo iba a verificar Jesús comenzando por la acción de gracias, para que la gente ruda no cayera en error, observa cómo todo lo que hace va levantando las mentes y poniendo de manifiesto la diferencia. Cuando aún no aparecían los panes, ya Él tenía hecho el milagro; para que entiendas que tanto lo que ya existe como lo que aún no existe, todo le está sujeto, como dice Pablo: El que llama lo que no existe a la existencia, como si ya existiera. Pues como si ya estuviera la mesa puesta, mandó que al punto se sentaran a ella; y de este modo levantó el pensamiento de los discípulos.
Como ya por la pregunta anterior habían logrado provecho espiritual, al punto obedecieron y no se conturbaron ni dijeron: ¿Qué es esto? ¿Por qué ordenas sentarse a la mesa cuando aún nada hay que poner en ella? De modo que aun antes de ver el milagro comenzaron a creer, ellos que al principio no creían y decían: ¿De dónde compraremos panes? Más aún: activamente dispusieron que las turbas se sentaran. Mas ¿por qué cuando va a sanar al paralítico, a resucitar al muerto, a calmar el mar no ruega, y ahora en cambio cuando se trata de panes sí lo hace? Es para enseñamos que antes de tomar el alimento se ha de dar gracias a Dios. Por lo demás acostumbra El hacerlo en cosas mínimas para que entiendas que no lo hace porque le sea necesario. Pues si le hubiera sido necesario, más bien era en las grandes en las que lo habría hecho. Pero quien en las grandes procedía así con autoridad propia, sin duda que lo otro lo hace abajándose al modo de ser humano.
Por otra parte, estaba presente una turba inmensa a la cual era necesario persuadir de que Él había venido por voluntad de Dios. Por esto cuando obra un milagro estando solo y en privado, no procede así; pero cuando lo hace en presencia de muchos y para persuadirlos de que Él no es contrario a Dios, ni adversario del Padre, con dar gracias suprime toda sospecha errónea y acaba con ella. Y los distribuyó entre los que estaban sentados. Y se saciaron. ¿Adviertes la diferencia entre el siervo y el Señor? Los siervos, porque tenían solamente cierta medida de gracia, conforme a ella hacían los milagros; pero Dios, procediendo con absoluto poder, todo lo hacía y disponía con autoridad. Y dijo a los discípulos: recoged los fragmentos. Y ellos los recogieron y llenaron doce espuertas. No fue vana ostentación, sino que se hizo para que no se creyera haber sido aquello obra de brujería; y por este mismo motivo trabaja el Señor sobre materia preexistente. ¿Por qué no entregó los restos a las turbas para que los llevaran consigo, sino que los dio a los discípulos? Porque sobre todo a éstos quería instruir, pues habían de ser los maestros del orbe.
La multitud no iba a sacar ganancia grande espiritual de los milagros; y, en efecto, rápidamente lo olvidaron y pedían un nuevo milagro. Por lo demás, a Judas le sobrevino gravísima condenación del hecho de llevar su espuerta. Pues que el milagro se haya obrado para instrucción de los discípulos, consta por lo que se dice al fin; que tuvo Jesús que traérselo a la memoria y decirles: ¿Aún no comprendéis ni recordáis cuántos canastos recogisteis?. Y el mismo motivo hubo para que el número de las espuertas fuera doce. O sea, igual al de los discípulos. En la otra multiplicación, como ya estaban instruidos, no sobraron tantos canastos, sino solamente siete espuertas. Por mi parte yo me admiro no únicamente de la abundancia de panes, sino además de la multitud de fragmentos y de lo exacto del número; y de que Jesús cuidara de que no sobraran ni más ni menos, sino los que Él quiso, pues sabía de antemano cuántos panes se iban a consumir; lo que fue señal de un poder inefable.
De modo que los fragmentos confirmaron ambos milagros y demostraron que no era aquello simple fantasmagoría, sino restos de los panes que habían comido. En cuanto al milagro de los peces, en esa ocasión se verificó con los peces preexistentes; pero después de la resurrección se verificó sin materia preexistente. ¿Por qué? Para que adviertas cómo también ahora usó de la materia como Señor; no porque la necesitara como base del milagro, sino para cerrar la boca a los herejes.
Y las turbas decían: verdaderamente éste es el Profeta. ¡Oh avidez de la gula! Infinitos milagros mayores que éste había hecho Jesús y nunca las turbas le habían hecho semejante confesión, sino ahora que se hartaron. Pero por aquí se ve claramente que esperaban a un profeta eximio. Allá con el Bautista preguntaban: ¿Eres tú el Profeta? Acá afirman: Este es el Profeta. Pero Jesús, en cuanto advirtió que iban a venir para arrebatarlo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo El solo a la montaña. ¡Por Dios! ¡Cuán grande es la tiranía de la gula! ¡Cuán inmensa la humana volubilidad! Ya no defienden la ley; ya no se cuidan del sábado violado; ya no los mueve el celo de Dios. ¡Repleto el vientre, todo lo han olvidado! Tenían consigo al Profeta e iban a coronarlo rey; pero Cristo huyó.
¿Por qué lo hizo? Para enseñamos que se han de despreciar las dignidades humanas y demostrar que El no necesita de cosa alguna terrena. Quien todo lo escogió humilde —madre, casa, ciudad, educación, vestido— no iba a brillar mediante cosas terrenas. Las celestiales, eximias y preclaras eran: los ángeles, la estrella, el Padre clamando, el Espíritu Santo testimoniando, los profetas ya de antiguo prediciendo; mientras que en la tierra todo era vil y bajo. Todo para que así mejor apareciera su poder. Vino a enseñamos el desprecio de las cosas presentes y a no admirar las que en esta vida parecen espléndidas; sino que todo eso lo burlemos y amemos las cosas futuras. Quien admira las terrenas no admirará las del cielo. Por eso decía Cristo a Pilato: Mi reino no es de este mundo, para no parecer que para persuadir echaba mano de humanos terrores y poderes. Pero entonces ¿por qué dice el profeta: He aquí que viene a ti tu rey, humilde y montado en un pollino cría de asna? Es que el profeta trataba del reino celeste y no del terreno. Por lo cual decía también: Yo no acepto gloria del hombre.
Aprendamos, pues, carísimos, a despreciar los humanos honores y a no desearlos. Grande honor poseemos, con el cual comparados los honores humanos son injurias y cosa de risa y de comedia; así como las riquezas terrenas comparadas con las celestiales son verdadera pobreza, y esta vida comparada con la otra es muerte. Dice Cristo: Deja a los muertos que entierren a sus muertos. De modo que si esta gloria con aquella otra se compara, es vergüenza y burla. No anhelemos ésta. Si quienes la proporcionan son más viles que la sombra y el ensueño, mucho más lo es ella: La gloria del hombre, como flor del heno. Pero aun cuando fuera duradera ¿qué ganancia sacaría de ella el alma? ¡Ninguna! Al revés, daña sobre manera y hace esclavos de peor condición que los que en el mercado se venden, puesto que han de servir no a un señor, sino a dos, a tres, a mil que ordenan mil cosas diversas. ¡Cuánto mejor es ser libre que no esclavo! Libre de la servidumbre de los hombres y siervo del Señor Dios que ordena. Pero en fin, si de todos modos has de amar la gloria, ama la gloria inmortal. Su esplendor es de más brillo y mayor es su ventaja.
Los hombres te ordenan darles gusto con gastos tuyos; mientras que Cristo, por el contrario, te devuelve el céntuplo de todos tus dones y además añade la vida eterna.
(…)
(Explicación del Evangelio de San Juan (1), Homilía XLII, Tradición México 1981, p. 355-63)
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FRANCISCO – Ángelus 2015, 2018 y 2021 – Homilía, 2 de mayo de 2014
Ángelus 2015
La lógica de la fraternidad y del amor
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Jn 6, 1-15) presenta el gran signo de la multiplicación de los panes, en la narración del evangelista Juan. Jesús se encuentra a orillas del lago de Galilea, y lo rodea «mucha gente», atraída por los «signos que hacía con los enfermos» (v. 2). En él actúa el poder misericordioso de Dios, que cura todo mal del cuerpo y del espíritu. Pero Jesús no es sólo alguien que cura, es también maestro: en efecto, sube al monte y se sienta, con la típica actitud del maestro cuando enseña: sube a la «cátedra» natural creada por su Padre celestial. Jesús, que sabe bien lo que está por hacer, en este momento pone a prueba a sus discípulos. ¿Qué se puede hacer para dar de comer a toda esa gente? Felipe, uno de los Doce, hace un cálculo veloz: organizando una colecta, se podrían recoger al máximo doscientos denarios para comprar el pan, que aun así no sería suficiente para dar de comer a cinco mil personas.
Los discípulos razonan con parámetros de «mercado», pero Jesús sustituye la lógica del comprar con otra lógica, la lógica del dar. Y he aquí que Andrés, otro de los Apóstoles, hermano de Simón Pedro, presenta a un joven que pone a disposición todo lo que tiene: cinco panes y dos peces; pero ciertamente —dice Andrés— no es nada para esa multitud (cf. v. 9). Pero Jesús esperaba justamente eso. Ordena a los discípulos que hagan sentar a la gente, luego toma los panes y los peces, da gracias al Padre y los distribuye (cf. v. 11). Estos gestos anticipan los de la última Cena, que dan al pan de Jesús su significado más auténtico. El pan de Dios es Jesús mismo. Al comulgar con Él, recibimos su vida en nosotros y nos convertimos en hijos del Padre celestial y hermanos entre nosotros. Recibiendo la comunión nos encontramos con Jesús realmente vivo y resucitado. Participar en la Eucaristía significa entrar en la lógica de Jesús, la lógica de la gratuidad, de la fraternidad. Y, por pobres que seamos, todos podemos dar algo. «Recibir la Comunión» significa recibir de Cristo la gracia que nos hace capaces de compartir con los demás lo que somos y tenemos.
La multitud quedó impresionada por el prodigio de la multiplicación de los panes; pero el don que Jesús ofrece es plenitud de vida para el hombre hambriento. Jesús sacia no sólo el hambre material, sino el más profundo, el hambre de sentido de la vida, el hambre de Dios. Ante el sufrimiento, la soledad, la pobreza y las dificultades de tanta gente, ¿qué podemos hacer nosotros? Lamentarse no resuelve nada, pero podemos ofrecer ese poco que tenemos, como el joven del Evangelio. Seguramente tenemos alguna hora de tiempo, algún talento, alguna competencia... ¿Quién de nosotros no tiene sus «cinco panes y dos peces»? ¡Todos los tenemos! Si estamos dispuestos a ponerlos en las manos del Señor, bastarían para que en el mundo haya un poco más de amor, de paz, de justicia y, sobre todo, de alegría. ¡Cuán necesaria es la alegría en el mundo! Dios es capaz de multiplicar nuestros pequeños gestos de solidaridad y hacernos partícipes de su don.
Que nuestra oración sostenga el compromiso común para que a nadie falte el Pan del cielo que dona la vida eterna y lo necesario para una vida digna, y se consolide la lógica de la fraternidad y del amor. La Virgen María nos acompañe con su intercesión maternal.
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Ángelus 2018
Disponibles y laboriosos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Juan 6, 1-15) presenta el relato de la multiplicación de los panes y de los peces. Viendo la gran muchedumbre que lo había seguido cerca del mar de Galilea, Jesús se dirige al apóstol Felipe y pregunta: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman estos?» (v. 5). El poco dinero que Jesús y los apóstoles poseen, de hecho, no bastan para quitar el hambre de aquella multitud. Y he ahí que Andrés, otro de los Doce, conduce hasta Jesús a un chico que pone a disposición todo lo que tiene: cinco panes y dos peces; pero ciertamente —dice Andrés— no son nada para tantos (cf. v. 9). ¡Bueno este chico! Valiente. También él veía a la multitud y veía sus cinco panes. Dice: «Yo tengo esto: si sirve, estoy a disposición». Este chico nos hace pensar... esa valentía... los jóvenes son así, tienen valor. Debemos ayudarlos a llevar adelante ese valor. Sin embargo, Jesús ordena a los discípulos que hagan que la gente se siente, luego toma esos panes y esos peces, le da gracias al Padre y los distribuye (cf. v. 11), y todos pueden tener alimento hasta saciarse. Todos comieron lo que quisieron.
Con esta página evangélica, la litúrgica nos lleva a no quitar la mirada de aquel Jesús que el pasado domingo, en el Evangelio de Marcos, viendo «una gran multitud tuvo compasión de ellos» (6, 34). También aquel chico de los cinco panes entendió esta compasión y dijo: «¡Pobre gente! Yo tengo esto...». La compasión le llevó a ofrecer lo que tenía. Hoy, de hecho, Juan nos muestra nuevamente a Jesús atento a las necesidades primarias de las personas. El episodio surge de un hecho concreto: las personas están hambrientas y Jesús involucra a sus discípulos para que esta hambre se sacie. Este es el hecho concreto. A la multitud, Jesús no se limitó a donar esto —ofreció su Palabra, su consuelo, su salvación, su vida—, pero ciertamente hizo también esto: se encargó del alimento para el cuerpo. Y nosotros, sus discípulos, no podemos hacer como si nada. Solamente escuchando las más sencillas peticiones de la gente o poniéndose cerca de sus situaciones existenciales concretas se podrá ser escuchado cuando se habla de valores superiores. El amor de Dios por la humanidad hambrienta de pan, de libertad, de justicia, de paz, y sobre todo de su gracia divina nunca falla.
Jesús continúa también hoy quitando el hambre, haciéndose presencia viva que da consuelo, y lo hace a través de nosotros. Por lo tanto, el Evangelio nos invita a estar disponibles y laboriosos, como aquel chico que se da cuenta de que tiene cinco panes y dice: «Yo doy esto, después tú verás...». Frente al grito de hambre —toda clase de «hambre»— de tantos hermanos y hermanas en todas partes del mundo, no podemos quedarnos como meros espectadores alejados y tranquilos.
El anuncio de Cristo, pan de vida eterna, requiere un generoso compromiso de solidaridad por los pobres, los débiles, los últimos, los indefensos. Esta acción de proximidad y de caridad es la mejor muestra de la calidad de nuestra fe, tanto a nivel personal como a nivel comunitario. Después, al final del relato, Jesús, cuando todos fueron saciados, Jesús dijo a los discípulos que recogieran los pedazos que habían sobrado, para que no se perdiera nada. Y yo quisiera proponeros esta frase de Jesús: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda» (v. 12). Pienso en la gente que tiene hambre y en cuánta comida sobrante tiramos... que cada uno piense: el alimento que sobra en la comida, la cena, ¿a dónde va? ¿En mi casa qué se hace con la comida que sobra? ¿Se tira? No. Si tú tienes esta costumbre, te doy un consejo: habla con tus abuelos que han vivido la posguerra, y pregúntales qué hacían con la comida sobrante. Nunca se tira la comida sobrante. Se vuelve a hacer o se da a quien pueda comerlo, a quien tiene necesidad. Nunca se tira la comida sobrante. Este es un consejo y también un examen de conciencia: ¿Qué se hace en casa con la comida que sobra? Recemos a la Virgen María para que en el mundo prevalezcan los programas dedicados al desarrollo, a la alimentación, a la solidaridad, y no al odio, a los armamentos y a la guerra.
Después de impartir la bendición
No os olvidéis de dos cosas: una imagen, un icono, y una frase, una pregunta. El icono del joven valiente que da lo poco que tiene para quitar el hambre a una gran multitud. Tened valor, siempre. Y la frase, que es una pregunta, un examen de con ciencia: ¿qué se hace en casa con la comida que sobra? ¡Gracias!
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Ángelus 2021
La lógica de la pequeñez y del don
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de este domingo narra el célebre episodio de la multiplicación de los panes y los peces, con los que Jesús sacia el hambre de cerca de cinco mil personas que se habían congregado para escucharlo (cf. Jn 6,1-15). Es interesante ver cómo ocurre este prodigio: Jesús no crea los panes y los peces de la nada, no, sino que obra a partir de lo que le traen los discípulos. Dice uno de ellos: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tantos?» (v. 9). Es poco, no es nada, pero le basta a Jesús.
Tratemos ahora de ponernos en el lugar de ese muchacho. Los discípulos le piden que comparta todo lo que tiene para comer. Parece una propuesta sin sentido, es más, injusta. ¿Por qué privar a una persona, sobre todo a un muchacho, de lo que ha traído de casa y tiene derecho a quedárselo para sí? ¿Por qué quitarle a uno lo que en cualquier caso no es suficiente para saciar a todos? Humanamente es ilógico. Pero no para Dios. De hecho, gracias a ese pequeño don gratuito y, por tanto, heroico, Jesús puede saciar a todos. Es una gran lección para nosotros. Nos dice que el Señor puede hacer mucho con lo poco que ponemos a su disposición. Sería bueno preguntarnos todos los días: “¿Qué le llevo hoy a Jesús?”. Él puede hacer mucho con una oración nuestra, con un gesto nuestro de caridad hacia los demás, incluso con nuestra miseria entregada a su misericordia. Nuestras pequeñeces a Jesús, y Él hace milagros. A Dios le encanta actuar así: hace grandes cosas a partir de las pequeñas, de las gratuitas.
Todos los grandes protagonistas de la Biblia, desde Abrahán hasta María y el muchacho de hoy, muestran esta lógica de la pequeñez y del don. La lógica del don es muy diferente de la nuestra. Nosotros tratamos de acumular y aumentar lo que tenemos; Jesús, en cambio, pide dar, disminuir. Nos encanta añadir, nos gustan las adiciones; a Jesús le gustan las sustracciones, quitar algo para dárselo a los demás. Queremos multiplicar para nosotros; Jesús aprecia cuando dividimos con los demás, cuando compartimos. Es curioso que en los relatos de la multiplicación de los panes presentes en los Evangelios no aparezca nunca el verbo “multiplicar”. Es más, los verbos utilizados son de signo opuesto: “partir”, “dar”, “distribuir” (cf. v. 11; Mt 14,19; Mc 6,41; Lc 9,16). Pero no se usa el verbo “multiplicar”. El verdadero milagro, dice Jesús, no es la multiplicación que produce orgullo y poder, sino la división, el compartir, que aumenta el amor y permite que Dios haga prodigios. Probemos a compartir más, probemos a seguir este camino que nos enseña Jesús.
Tampoco hoy la multiplicación de los bienes resuelve los problemas sin una justa distribución. Me viene a la mente la tragedia del hambre, que afecta especialmente a los niños. Se ha calculado —oficialmente— que alrededor de siete mil niños menores de cinco años mueren a diario en el mundo por motivos de desnutrición, porque carecen de lo necesario para vivir. Ante escándalos como estos, Jesús nos dirige también a nosotros una invitación, una invitación similar a la que probablemente recibió el muchacho del Evangelio, que no tiene nombre y en el que todos podemos vernos: “Ánimo, da lo poco que tienes, tus talentos y tus bienes, ponlos a disposición de Jesús y de los hermanos. No temas, nada se perderá, porque, si compartes, Dios multiplica. Echa fuera la falsa modestia de sentirte inadecuado, ten confianza. Cree en el amor, cree en el poder del servicio, cree en el poder de la gratuidad”.
Que la Virgen María, que dijo “sí” a la inaudita propuesta de Dios, nos ayude a abrir nuestros corazones a las invitaciones de Dios y a las necesidades de los demás.
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Homilía, 2 de mayo de 2014
La fuerza de Jesús es el amor
El pasaje del Evangelio de san Juan (Jn 6, 1-15) relata que a Jesús le seguía “mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos, con los endemoniados”. Pero lo seguían también para escucharlo, explicó el Papa, “porque la gente decía de Él: ¡éste habla con autoridad! No como los demás, los doctores de la ley, los saduceos, toda esta gente que hablaba pero sin autoridad”. Estas eran personas, en efecto, que “no tenían un discurso fuerte como el de Jesús”. Y “fuerte no porque Jesús gritase: fuerte en su mansedumbre, en su amor, fuerte en la mirada” con la que el Señor “miraba a la gente, con mucho amor”. La fuerza es precisamente el amor: he aquí la autoridad de Jesús, y por eso “la gente lo seguía”. “Jesús ama a la gente” y “piensa en el hambre de la gente: “Los que están aquí tienen hambre, ¿cómo podemos darles de comer?”“. Jesús “se ocupa de los problemas de la gente. A Él no se le pasa por la cabeza hacer, por ejemplo, un censo: veamos cuántos nos siguen, ¿ha crecido la Iglesia?”. Jesús “habla, predica, ama, acompaña, camina con la gente”. Es “manso, humilde”. Hasta tal punto que “cuando la gente, dejándose llevar un poco por el entusiasmo de ver a una persona tan buena que habla con autoridad, que ama tanto, quiere hacerlo rey, Él los detiene. Y les dice: ¡no, esto no! Y se marcha”.
El Papa Francisco hizo referencia también a la primera lectura (Hch 5, 34-42), que presenta a los discípulos con el “problema del Sanedrín, cuando los saduceos lo detienen tras la curación de un enfermo”. Y recordó que, después de la curación, “el sumo sacerdote con los que estaban de su parte, es decir, la secta de los saduceos, llenos de celos, tomaron a los apóstoles y los llevaron a la prisión pública”. Pero “sabemos que el ángel hizo salir a los apóstoles de la prisión”; y así fueron inmediatamente al templo a enseñar. La reacción del sumo sacerdote y de su gente, fue la de llevar a los apóstoles ante el sanedrín.
“Pero yo –dijo el Papa– quisiera detenerme un poco en esta palabra: llenos de celos”. Estaban celosos porque “no toleraban que la gente siguiese a Jesús. No lo soportaban”, y por ello “estaban celosos”. Pero se trata de “una mala actitud”: de los celos, en efecto, se pasa a la envidia.
Sin embargo, continuó, “esta gente sabía bien quién era Jesús, lo sabía”. Por lo demás, “esta gente era la misma que había pagado a los guardias para que dijeran que los apóstoles habían robado el cuerpo de Jesús. Habían pagado para silenciar la verdad”. Y “cuando se paga para esconder la verdad, estamos en una maldad muy grande”. También el pueblo sabía quiénes eran estas personas y, en efecto, no las seguían. Más bien las “toleraban, porque tenían la autoridad: la autoridad del culto, la autoridad de la disciplina eclesiástica en ese tiempo, la autoridad del pueblo”.
En cambio “la gente seguía a Jesús”, quien les dice claramente a los poderosos que “cargaban pesos opresores sobre los fieles y los ponían sobre los hombros de la gente”. Poderosos que no toleraban la mansedumbre de Jesús, no toleraban la mansedumbre del Evangelio, no toleraban el amor y llegaban incluso a pagar por envidia, por odio.
He aquí, por lo tanto, “dos imágenes” que se contraponen. La imagen de Jesús conmovido con la gente porque, dice el Evangelio, veía a las personas “como ovejas que no tienen pastor”. Y luego “éstos con sus maniobras políticas, con sus maniobras eclesiásticas para seguir dominando al pueblo”.
En definitiva, destacó el Papa, “algo tenían que hacer” y decidieron: “les daremos unos buenos bastonazos y después, ¡a casa!”. Cometieron una injusticia, porque se consideraban “dueños de las conciencias” y “se sentían con el poder de hacerlo”. Y, añadió el Pontífice, “también hoy en el mundo son muchos” los que se comportan así.
Precisamente al respecto el Papa Francisco confesó haber llorado al recibir la noticia de los “cristianos crucificados en cierto país no cristiano”. Sí, afirmó, “también hoy esta gente en nombre de Dios mata, persigue”. Pero “también hoy hay gente” con la misma actitud de los apóstoles que –se lee en los Hechos– “se marcharon del Sanedrín alegres de haber sido juzgados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús”. Y precisamente esta es “la tercera imagen de hoy” propuesta por el obispo de Roma: “la alegría del testimonio”.
Son tres imágenes para observar bien, porque tienen relación con la cuestión central de “nuestra historia de salvación”.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y 2012
Ángelus 2009
Los sacerdotes, instrumentos de salvación para muchos
Queridos hermanos y hermanas:
(…) Hoy, en este espléndido domingo, en el que el Señor nos muestra toda la belleza de su creación, la liturgia prevé como página evangélica el inicio del capítulo VI de san Juan, que contiene al principio el milagro de los panes, cuando Jesús dio de comer a miles de personas con sólo cinco panes y dos peces; a continuación, el otro prodigio del Señor caminando sobre las aguas del lago en medio de la tempestad; y, por último, el discurso en el que él se revela como “el pan de vida”.
Al narrar el “signo” de los panes, el evangelista subraya que Cristo, antes de distribuirlos, los bendijo con una oración de acción de gracias (cf. v. 11). El verbo griego es eucharistein, y remite directamente al relato de la última Cena, en el que, de hecho, san Juan no refiere la institución de la Eucaristía, sino el lavatorio de los pies. La Eucaristía aquí está como anticipada en el gran signo del pan de vida.
En este Año sacerdotal, cómo no recordar que especialmente nosotros, los sacerdotes, podemos reflejarnos en este texto joánico, identificándonos con los Apóstoles cuando dicen: ¿Dónde vamos a comprar pan para toda esta gente? Y al leer sobre aquel anónimo muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, también se nos ocurre espontáneamente decir: ¿pero qué es esto para tan gran multitud? En otras palabras: ¿qué soy yo? ¿Cómo puedo, con mis limitaciones, ayudar a Jesús en su misión? Y la respuesta la da el Señor: los sacerdotes, nosotros los sacerdotes, precisamente poniendo en sus manos “santas y venerables” lo poco que somos, nos convertimos en instrumentos de salvación para muchos, para todos.
Me suscita un segundo punto de reflexión la memoria de hoy de los santos Joaquín y Ana, padres de la Virgen y, por lo tanto, abuelos de Jesús. Esta memoria litúrgica hace pensar en el tema de la educación, que ocupa un lugar importante en la pastoral de la Iglesia. En particular, nos invita a rezar por los abuelos, que en la familia son los depositarios y a menudo los testigos de los valores fundamentales de la vida. La tarea educativa de los abuelos siempre es muy importante, más todavía cuando, por distintas razones, los padres no pueden asegurar una presencia adecuada junto a sus hijos cuando están creciendo.
Encomiendo a la protección de santa Ana y de san Joaquín a todos los abuelos del mundo, impartiéndoles una bendición especial. Que la Virgen María, quien –según una bella iconografía– aprendió a leer las Sagradas Escrituras en las rodillas de su madre Ana, les ayude a alimentar siempre la fe y la esperanza en las fuentes de la Palabra de Dios.
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Ángelus 2012
Alimentarnos no sólo de pan, sino de verdad, de amor, de Cristo
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo hemos iniciado la lectura del capítulo 6 del Evangelio de san Juan. El capítulo se abre con la escena de la multiplicación de los panes, que después Jesús comenta en la sinagoga de Cafarnaúm, afirmando que él mismo es el «pan» que da la vida. Las acciones realizadas por Jesús son paralelas a las de la última Cena: «Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados», como dice el Evangelio (Jn 6, 11). La insistencia en el tema del «pan», que es compartido, y en la acción de gracias (v. 11, eucharistesas en griego), recuerda la Eucaristía, el sacrificio de Cristo para la salvación del mundo.
El evangelista señala que la Pascua, la fiesta, ya estaba cerca (cf. v. 4). La mirada se dirige hacia la cruz, el don de amor, y hacia la Eucaristía, la perpetuación de este don: Cristo se hace pan de vida para los hombres. San Agustín lo comenta así: «¿Quién, sino Cristo, es el pan del cielo? Pero para que el hombre pudiera comer el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Si no se hubiera hecho hombre, no tendríamos su cuerpo; y si no tuviéramos su cuerpo, no comeríamos el pan del altar» (Sermón130, 2). La Eucaristía es el gran encuentro permanente del hombre con Dios, en el que el Señor se hace nuestro alimento, se da a sí mismo para transformarnos en él mismo.
En la escena de la multiplicación se señala también la presencia de un muchacho que, ante la dificultad de dar de comer a tantas personas, comparte lo poco que tiene: cinco panes y dos peces (cf. Jn 6, 8). El milagro no se produce de la nada, sino de la modesta aportación de un muchacho sencillo que comparte lo que tenía consigo. Jesús no nos pide lo que no tenemos, sino que nos hace ver que si cada uno ofrece lo poco que tiene, puede realizarse siempre de nuevo el milagro: Dios es capaz de multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su don. La multitud queda asombrada por el prodigio: ve en Jesús al nuevo Moisés, digno del poder, y en el nuevo maná, el futuro asegurado; pero se queda en el elemento material, en lo que había comido, y el Señor, «sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo» (Jn 6, 15). Jesús no es un rey terrenal que ejerce su dominio, sino un rey que sirve, que se acerca al hombre para saciar no sólo el hambre material, sino sobre todo el hambre más profunda, el hambre de orientación, de sentido, de verdad, el hambre de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que nos ayude a redescubrir la importancia de alimentarnos no sólo de pan, sino de verdad, de amor, de Cristo, del cuerpo de Cristo, participando fielmente y con gran conciencia en la Eucaristía, para estar cada vez más íntimamente unidos a él. En efecto, «no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; “nos atrae hacia sí”» (Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 70). Al mismo tiempo, oremos para que nunca le falte a nadie el pan necesario para una vida digna, y para que se acaben las desigualdades no con las armas de la violencia, sino con el compartir y el amor.
Nos encomendamos a la Virgen María, a la vez que invocamos sobre nosotros y sobre nuestros seres queridos su maternal intercesión.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
El milagro de los panes y los peces prefigura la Eucaristía
1335. Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo.
Compartir los dones en la comunidad de la Iglesia
814. Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben. En la unidad del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; “dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones” (LG 13). La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad. También el apóstol debe exhortar a “guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4, 3).
815. ¿Cuáles son estos vínculos de la unidad? “Por encima de todo esto revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Pero la unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de comunión:
- la profesión de una misma fe recibida de los apóstoles;
- la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos;
- la sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios (cf UR 2; LG 14; CIC, can. 205).
I. LA COMUNION DE LOS BIENES ESPIRITUALES
949. En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos “acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42):
La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.
950. La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos ... El nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios ... Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catech. R. 1, 10, 24).
951. La comunión de los carismas. En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo “reparte gracias especiales entre los fieles” para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7).
952. “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): “Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo” (Catech. R. 1, 10, 27). El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).
953. La comunión de la caridad. En la “comunión de los santos” “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.
II. LA COMUNION ENTRE LA IGLESIA DEL CIELO Y LA DE LA TIERRA
954. Los tres estados de la Iglesia. “Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando ‘claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es’” (LG 49):
Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos en mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en él (LG 49).
955. “La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales” (LG 49).
956. La intercesión de los santos. “Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad...no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra... Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (LG 49):
No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida (Santo Domingo, moribundo, a sus hermanos, cf. Jordán de Sajonia, lib 43).
Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).
957. La comunión con los santos. “No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios” (LG 50):
Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios: en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su rey y maestro; que podamos nosotros, también nosotros, ser sus compañeros y sus condiscípulos (San Policarpo, mart. 17).
958. La comunión con los difuntos. “La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones ‘pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados’ (2 M 12, 45)” (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.
959. ... en la única familia de Dios. “Todos los hijos de Dios y miembros de una misma familia en Cristo, al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la Santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia” (LG 51).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Recoged los pedazos sobrantes
Desde hoy, durante cinco Domingos, el Evangelio está compuesto por un fragmento del largo discurso sobre el pan de vida, tenido por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún y contado por el evangelista Juan. Es la ocasión para hacer una prolongada reflexión sobre el misterio de la Eucaristía, explicando cada vez un aspecto particular.
Entremos de inmediato en lo vivo del mensaje de hoy. Se trata del episodio de la multiplicación de los panes y de los peces, que hace de introducción al discurso eucarístico. Traigámosle brevemente a la memoria.
Un día, viendo a la muchedumbre, reunida en torno a sí, antes aún de que alguien se lo hago notar, Jesús juzga que es necesario pensar, ante todo, en darles de comer. Lo dice a sus discípulos. Éstos se asustan. Doscientos denarios de pan, hace notar uno de ellos, no serían suficientes para darles un trocito a cada uno, admitido que haya pan para comprar y que se encuentre el dinero necesario para adquirirlo. Se descubre que hay allí un muchacho, que tiene consigo cinco panes de cebada y dos peces (mérito probablemente de una madre previsora); Jesús los hace traer, los bendice, hace sentarse a la gente para que haya un momento de reposo y de alegría para todos; después, hace distribuir los panes y los peces; y todos comieron cuanto quisieron. Para muchos habría sido la primera vez en la vida que comían en verdad a voluntad.
No es casualidad que la presentación de la Eucaristía comience en el Evangelio de Juan con la narración de la multiplicación de los panes. Con ello se nos viene a decir que no se puede separar ni se puede proveer a sus necesidades espirituales y eternas, sin preocuparse, al mismo tiempo, de sus necesidades terrenas y materiales.
Por un momento, fue precisamente ésta la tentación de los apóstoles. En otro pasaje del Evangelio se lee que ellos sugirieron a Jesús que mandara irse a la gente, a fin de que anduviesen a las aldeas vecinas a procurarse la comida. Pero, Jesús respondió: «Dadles vosotros de comer» (cfr. Mateo 14,16). Jesús, con ello, no les pide a sus discípulos que hagan milagros. Les pide que hagan lo que puedan. Poner en común y compartir lo que cada uno tiene. En aritmética, multiplicación y división son dos operaciones opuestas; pero, en este caso son la misma cosa. No hay «multiplicación» sin «división» (o ¡compartir!).
Sólo ahora podemos hablar de «lo demás» que el Evangelio propone al hombre en la Eucaristía (cfr. Lucas 12, 31). La comparación entre el fragmento evangélico y la primera lectura nos permite entender en qué consiste este «lo demás». Del mismo modo, la primera lectura habla de una multiplicación milagrosa. Se desarrolla en el Antiguo Testamento y tiene por protagonista al profeta Eliseo. Recordémosla:
«Uno de Baal-Salisá vino a traer al profeta Eliseo el pan de las primicias, veinte panes de cebada y grano reciente en la alforja. Eliseo dijo: “Dáselos a la gente, que coman”. El criado replicó: “¿Qué hago yo con esto para cien personas?” Eliseo insistió: “Dáselos a la gente, que coman”. Porque así dice el Señor: “Comerán y sobrará”. Entonces el criado se los sirvió, comieron y sobró, como había dicho el Señor».
Es evidente la semejanza entre las dos historias; pero, asimismo, la esencial diferencia. La historia de Eliseo termina aquí. El pan de cebada aquí es todo. En el Evangelio, la multiplicación de los cinco panes es un «signo»; prepara la multiplicación de otro pan, del que oiremos hablar en los próximos Domingos. La lección es clara. No se puede zanjar el problema del pan material y hablar de inmediato a la gente del pan espiritual, que es Cristo; pero, ni siquiera se puede detener en ello. «No sólo de pan vive el hombre...» (Mateo 3,4). El hombre no sólo tiene un vientre, que llenar; tiene, además, una mente sedienta de verdad, que saciar; un corazón sediento de amor, que llenar; un anhelo de vida eterna, que satisfacer. Y a esto responde precisamente la Eucaristía, el pan bajado del cielo.
Pero, la Eucaristía no es sólo un «lo demás», del que se benefician sólo los creyentes; no es una «superación» de la preocupación social, que la urgencia hace superar. Al contrario, precisamente ella llega a ser un motivo de más, que empuja a preocuparse del pan material de la gente. Esta unión entre el pan material y el pan espiritual era visible en el modo con que venía celebrada la Eucaristía durante los primeros tiempos de la Iglesia. La cena del Señor, llamada entonces ágape, tenía lugar en el marco de una comida fraterna, en la que se compartía tanto el pan común como el eucarístico. Esto hacía sentir como escandalosas e intolerables las diferencias entre quien lo tenía todo y quien no tenía nada. A los Corintios, que se habían disipado en este punto, san Pablo escribía:
«Cuando os reunís, pues, en común, eso no es comer la cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que despreciáis a la iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no os alabo!» (1 Corintios 11,20-22).
Estamos, pues, ante una acusación gravísima: ¡la vuestra ya no es más una Eucaristía! Hoy la Eucaristía ya no se celebra más en el contexto de una comida común, pero el contraste entre quien tiene de lo superfluo y quien no tiene lo necesario no ha disminuido, al contrario, ha tomado dimensiones planetarias. Sobre este punto tiene algo que decirnos, también, el final del relato de la multiplicación de los panes, que no es menos importante que el milagro mismo. Cuando ya todos han comido, Jesús ordena:
«Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie».
Esta palabra nos debe hacer reflexionar. Nosotros vivimos en una sociedad en donde el derroche es como de casa. Hemos pasado, en cincuenta años, de una situación, en la que se iba a la escuela o a la Misa dominical manteniendo los zapatos en la mano, para no gastarlos, hasta los umbrales de la iglesia, a una situación en que se tiran casi nuevos al contenedor para adaptarse a la moda, que cambia. Para no hablar del despilfarro en la alimentación. Jesús no dice aquel día: «Destruid los pedazos sobrantes para que el precio del pan y del pescado no disminuyan en el mercado». ¡Lo que dice es bien distinto!
Una encuesta dirigida por el Ministerio de Agricultura americano ha dado unos resultados impresionantes. Sobre ciento sesenta y un mil millones de kilos de alimentos producidos, cuarenta y tres mil millones, esto es, cerca de un cuarto, terminan en la basura. De esta comida arrojada fuera, queriéndolo, se podrían fácilmente recuperar cerca de dos mil millones de kilos, una cantidad suficiente para saciar durante un año a cuatro millones de personas. Entre nosotros, el fenómeno no alcanza estas cifras de vértigo; también, porque venimos de una situación en la que el ahorro, más que una necesidad, era también una cultura. Pero, el derroche nos incluye igualmente a nosotros.
Bajo el efecto de una publicidad martilleante, consumir, no ahorrar, es hoy la palabra de orden o mandato en economía. Cierto, no basta ahorrar. También, Paperon d’ Paperoni era un gran ahorrador; pero, esto no es cierto que sea el ideal al que el Evangelio nos empuja. El ahorro debe consentir a los individuos y a las sociedades de los países ricos ser más generosos en ayudar a los países pobres. Si no, es avaricia, más que ahorro.
¿Por qué no enseñar a nuestros niños a renunciar a alguna cosa, quizás a un helado, para poder dar una limosna a los coetáneos nuestros, que de vez en cuando se ven tan flacos en la televisión porque no tienen nada que comer? Por lo demás, esto llegaría a ser un juego para los niños, si son ellos mismos quienes llevan algunos euros al pobrecillo o a ponerlos en el cepillo o buzón de las limosnas. Sin embargo, no nos contentemos con enseñarlo a hacer a nuestros niños; hagámoslo también nosotros y no tendremos que escuchar en vano el Evangelio de este Domingo.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Misericordia que sacia
El Hijo de Dios vino al mundo a iluminar a todos los hombres y a derramar su misericordia, que se multiplica para que llegue a todos, y aun así sobra, porque es infinita.
Él caminó en el mundo en medio de los hombres, y se compadeció de ellos al ver que caminaban perdidos, como ovejas sin pastor.
Él es el Divino Maestro, que vino a enseñar el camino de la verdad a todo aquel que quiera seguirlo.
Él es la misericordia misma, la Palabra de Dios encarnada, que alimenta, que sacia, que sana, que salva, que da vida eterna.
Dios es amor, y no puede contradecirse a sí mismo. El que se acerca a Él recibe su amor y los bienes eternos.
Dios es el bien supremo, Padre providente y bondadoso, justo y misericordioso, omnipotente, omnisciente, omnipresente. Todo lo ve, todo lo sabe, todo lo conoce, todo lo puede. No hay nada oculto a sus ojos y, ante la miseria de sus hijos, se compadece y los atiende.
Ha venido al mundo a manifestar su amor por todos los hombres: por el más rico, por el más pobre, por el más sabio, por el más ignorante, por el más fuerte, por el más débil, por el que pertenece a la casa de Israel y por el inmigrante, por el justo y por el pecador. Su deseo es reunirlos a todos en un solo pueblo y con un solo Pastor.
Confía tú en la Divina Providencia. Acércate a Jesús y muéstrale tus miserias, para que te llene de su misericordia y multiplique sus dones, haciendo llegar sus bienes a los tuyos y sus comunidades, extendiendo el favor del Padre también a aquellos que no saben pedir, pero que de ellos se compadece como se compadece de ti.
Aliméntate de su Cuerpo y de su Sangre en la Eucaristía, y Él saciará tu hambre y saciará tu sed, te dará vida en abundancia, te guardará y te bendecirá, mostrará su rostro sobre ti y te concederá la paz.
Abandónate en sus manos con la confianza de un hijo a un Padre, y recibe su heredad, aceptando su voluntad, entregándole la tuya para que Él haga contigo lo que quiera, teniendo como garantía que Él dio por ti su vida, porque Él te amó primero.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
El amor humano de Jesús
Muchas veces y de diversos modos hemos considerado el amor incomparable de Jesús, y meditado en las manifestaciones de ese amor y sus consecuencias en favor nuestro. En definitiva, Jesús, el Hijo de Dios encarnado en las entrañas de María Santísima, hombre entre los hombres para redimirnos sin dejar por ello de ser Dios; quiso hacernos partícipes de su divinidad a partir de su muerte en la Cruz. Pero esta verdad, que deslumbra la inteligencia del hombre y sobrepasa de modo absoluto el más elevado anhelo humano de felicidad, quiso Jesucristo que la aprendiéramos precedida de otras manifestaciones de su amor que fueran humanamente tangibles. Es muy probable que nadie hubiera confiado en sus promesas de amor, si no hubiera manifestado ya antes de algún modo amor por los hombres durante su vida mortal.
Es de sobra conocido por todos el espectacular milagro que para hoy nos ofrece la liturgia de la Iglesia. Miles de personas son alimentadas por Jesús, que cuenta sólo con unos pocos panes y unos peces. El prodigio es notorio y pone de manifiesto, sin posible discusión, su poder sobrenatural. Aunque posiblemente gran parte de aquella multitud no entendió el genuino sentido del milagro, sí sirvió, sin embargo, para poner de manifiesto el poder y la autoridad sobrenaturales de su autor: las palabras exigentes que simultáneamente le escuchaban contaban con el refrendo de sus milagros. Las suyas son palabras de Dios –concluye el propio Cristo más de una vez– porque sólo Dios es capaz de las obras que Él hace.
Siendo éste el principal sentido de los milagros de Jesús –manifestar a todos su divinidad, y que había venido, como Dios y hombre, en favor de los hombres–, no pocas veces hace Jesús estos prodigios pero dejando asimismo claro que lo que le impulsa a ello es la compasión que siente ante el dolor humano o, como el caso que hoy contemplamos, ante la necesidad de la gente. Jesús se preocupa de la evidente indigencia humana y, en consecuencia, actúa con eficacia. Diríamos, en efecto, que le mueve la compasión. No se queda en lamentarse, ni en acompañar consolando en el sufrimiento. No le basta comprender que son muchos los que, por desgracia, sufren en bastantes situaciones de ese estilo, ni que el dolor, por desgracia, es lo propio de aquel triste caso. Comprende la tragedia que aquella viuda en Naín, según cuenta san Lucas, que acaba de perderlo todo: a su único hijo, y lo resucita. Y hoy contemplamos que Jesús, al levantar la mirada y ver que venía hacia él una gran muchedumbre, le dijo a Felipe:
—¿Dónde vamos a comprar pan para que coman éstos? Porque algo, desde luego, se podría pensar para que comiera aquella gente. De poco serviría argumentar lo evidente: que cada uno era responsable de su problema, sin duda, libremente asumido al seguirle; que en absoluto eran ellos responsables de la situación... En el mejor de los casos, un caos considerable estaba garantizado –así habían venido las cosas– si no se intervenía con eficacia. Pero el gran amor de Jesús le lleva a sentirse responsable de ellos sólo porque le seguían.
Por lo demás, en buena lógica, cuando todavía no se tiene suficiente visión de las realidades sobrenaturales y, en consecuencia, no es posible captar su auténtico valor, las personas entendemos el amor ofrecido por la gratuidad y abundancia de los dones, meramente materiales, que quien dice amarnos nos otorga. Suele ser en un segundo momento cuando aprendemos el valor de la propia generosidad, del olvido de sí, de sacrificarse en favor de otros..., modos éstos superiores de amar que, por su excelencia, engrandecen de verdad a quien los ejercita, y mucho más que la posesión de bienes meramente terrenos. Pero, ¿cómo comprender que nos quiere quien, pudiendo amarnos, no lo manifiesta con eficacia? ¡Qué difícil se hace amar al que podría salir al paso de nuestro conocido dolor, pero parece ignorarlo a efectos prácticos, por muy buenos que pretenda son sus sentimientos?
El apóstol san Juan es muy claro en esto con los primeros cristianos: el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano. Porque el amor no es sino el de Cristo. En esto hemos conocido el amor –prosigue el apóstol y evangelista–: en que él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos. Si alguno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano padece necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor a Dios? Hijos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad.
Querríamos llevar hasta el exceso –de ser posible– nuestro amor a Dios, por la gratitud que sentimos y pues está en ello la esencia de la santidad. Si el apóstol san Juan pone como condición de auténtico amor transcendente a Dios el amor efectivo a los hermanos, el propio Cristo parece identificar en uno ambos amores: en verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis. Y en verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Palabras de Jesús ciertamente nítidas y tajantes, concordes, por lo demás, con la teología paulina que ve otro Cristo en el cristiano: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí, afirma.
Santa María nos ilumine maternalmente para que sepamos amar a su Hijo en los demás.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
La Eucaristía entre naturaleza y gracia
Con este domingo, la liturgia interrumpe la lectura del Evangelio de Marcos e inserta un largo pasaje del Evangelio de Juan, precisamente el famoso capítulo 6, que contiene el relato de la multiplicación de los panes y el discurso eucarístico de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Todo esto tiene un motivo práctico: el Evangelio de Marcos, por ser el más breve de todos, no alcanza a cubrir todo el año litúrgico y debido a ello es, integrado con el cuarto Evangelio, que no se lee en un año en particular. Lo importante de todo esto es que durante cuatro domingos podremos desarrollar una catequesis sistemática sobre la Eucaristía.
Aparentemente, el Evangelio de hoy, de la multiplicación de los panes, no dice nada acerca de la Eucaristía; sin embargo, constituye la premisa para entender todo el resto. Es bien sabido: Juan vincula la Eucaristía con el episodio de la multiplicación de los panes, como los otros evangelistas la vinculan con la última Cena y la muerte de Jesús. Y no hay contradicción entre ellos; simplemente, uno ve la Eucaristía a partir del signo (el pan), los otros, a partir del hecho significado. Sin embargo, todos se basan en la historia, porque es siempre el mismo Jesús quien prometió, o mejor explicó, la Eucaristía en Cafarnaún, y la instituyó en la última Cena. Por otra parte, estas diversas teologías eucarísticas de Juan y de los Sinópticos terminan por encontrarse en la contemplación del Cordero inmolado en la cruz, que constituye la realidad última de todos los signos, incluido el de la última cena.
¿Qué quiere decirnos el Evangelio cuando nos introduce en la comprensión de la Eucaristía mediante el episodio de la multiplicación de los panes? Que la gracia supone la naturaleza, que la redención no anula la creación, sino que construye sobre ella. En otras palabras, quiere decirnos que en la Eucaristía hay una continuidad y una armonía maravillosa entre la realidad material y la gracia espiritual. Nunca entenderá la Eucaristía quien no haya tenido ninguna experiencia con el alimento humano, con el hambre y la nutrición, con el partir el pan y comer al mismo tiempo. Por eso, la Iglesia no da (o bien pronto dejó de dar) la Eucaristía a los niños pequeños, sino que la da después de que han tenido la experiencia del alimento sólido.
Hemos sido acostumbrados a explicar la Eucaristía con la palabra transubstanciación. ¿Pero qué significa transubstanciación? Por cierto, no que el signo del pan y del vino desaparecen del todo, que terminan para dar lugar al cuerpo y a la sangre de Cristo. Los sacramentos –se dice– obran en cuanto significan (significando causant); por eso, si el signo se anula del todo, se anula también el sacramento; si el signo es sólo ficticio (un accidente), el sacramento corre peligro de basarse en una ficción (docetismo eucarístico), lo cual es contrario al estilo realista de Dios, expresado por la Encarnación.
Por lo tanto, el signo permanece; de qué manera, no puede ser expresado con la terminología aristotélica de sustancia y accidente, inadecuada para expresar realidades espirituales como son los sacramentos. Permanece, pero es elevado (como siempre la gracia eleva a la naturaleza); en cierto sentido, puede decirse que es transformado. ¿De qué es signo el pan (así puede hablarse también del vino) antes de la consagración? Es signo de la fecundidad de la tierra, del trabajo del hombre, de los cuidados a cargo del padre de familia, de la alimentación, de la unidad entre quienes lo comen juntos. ¿De qué es signo el pan después de la consagración? Del sacrificio de Jesús, de su ilimitado amor por el hombre, del alimento espiritual, de la unidad del cuerpo de Cristo.
Estos significados constituyen, respectivamente, la “realidad” del pan y de la Eucaristía. La realidad del pan no es sólo la estudiada por el químico; el químico que conoce la composición molecular (¡la “sustancia” del pan!), quizás es el que menos sabe de todos; por cierto, menos que el agricultor que lo produce o que el niño hambriento que lo recibe de manos de la madre. Lo mismo vale para la Eucaristía; su realidad (la presencia real), no puede ser reducida a una cosa (res) o a una sustancia; sería como querer concebir el sol en forma separada de la luz que se desprende de él.
Esos significados espirituales (amor de Cristo, participación en su muerte-resurrección, unidad de la Iglesia) forman parte, por lo tanto, de la “realidad” de la Eucaristía. ¡Forman parte, pero no la agotan! En el misterio eucarístico tiene lugar algo más profundo e insondable que sólo la fe puede captar. En él, por las palabras de la institución y el poder del Espíritu Santo, es el mismo hecho originario de la muerte-resurrección de Cristo el que se hace presente “personalmente”, es decir, en la persona de quien realizó este hecho: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. En otras palabras, aquí la naturaleza no recibe solamente a la gracia (como hace el agua del Bautismo), sino al Autor mismo de la gracia. Todo el significado simbólico y espiritual de la eucaristía se apoya en esta base segura; aún más, se desprende de ella como de su fuego.
Ahora, tratemos de esbozar las consecuencias prácticas de esta teología eucarística.
La primera es ésta. Si la Eucaristía está tan inseparablemente arraigada en la realidad natural del pan y del banquete, entonces es muy falso hacer de ella un rito completamente separado de la realidad cotidiana, un rito todo estilizado que –con el pretexto de acentuar su carácter misterioso y sobrenatural– cancelase adre de toda analogía con la realidad natural y laica del alimento y del banquete, toda corporeidad y realismo existencial. Por desgracia, esto sucedió en los siglos en los cuales la Eucaristía era un rito celebrado en latín, envuelto en silencio y gestos hieráticos estudiados en forma minuciosa.
En los primeros tiempos de la Iglesia, la Eucaristía estaba tan próxima a la vida que el rito sagrado y el banquete fraternal eran celebrados juntos y designados con el mismo nombre (agape), y a veces hasta es difícil decidir de cuál de las dos cosas se habla en un determinado contexto (por ejemplo, en el episodio de los discípulos de Emaús).
Por cierto, no se debe exagerar tampoco en el sentido opuesto, es decir, por excesiva secularización del gesto eucarístico. Lo que se debe volver a buscar en la celebración eucarística es el equilibrio entre la autenticidad y la solemnidad, entre la espontaneidad y la coralidad litúrgica; en una palabra, entre naturaleza y gracia.
Este encuentro entre Eucaristía y vida debe ser vuelto a buscar en ambas direcciones. Si por un lado la Eucaristía debe acercarse a la vida, por el otro, la vida debe tender hacia la Eucaristía; en otras palabras, la comida cotidiana que hacemos cotidianamente en familia o en comunidad, debe ser de alguna manera un gesto religioso que prepara para la Eucaristía.
Por supuesto, no prepara para la Eucaristía la costumbre –cada vez más difundida en las casas de hoy– de comer cada uno en un horario distinto, sacando de la heladera lo que se necesita e ignorando a los demás; de comer en “mesas separadas” o con los ojos pegados todo el tiempo al televisor. A veces, la vida moderna hace inevitable todo esto; sería necesario, sin embargo, no dejar se arrastrar y actuar en forma tal que, al menos una vez al día, toda la familia se encontrara alrededor de la misma mesa para comer algo común, enriqueciéndolo con algún gesto cristiano de bendición y oración. Aquel día, Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó: ¿qué impide que se haga lo mismo en una familia cristiana? Lo hacen muchas familias y descubren que ayuda muchísimo a quererse, a perdonarse y a permanecer unidos.
Cuando todos quedaron satisfechos, Jesús dijo a los discípulos: “Recojan los pedazos que sobran, para que no se pierda nada. A la luz de aquello que la palabra de Dios nos ha venido diciendo hasta aquí, es posible comprender de manera nueva incluso este importante detalle del relato.
¿Qué significa el colligite fragmenta? El pensamiento vuela espontáneamente a la recomendación evangélica de dar lo que sobra a los pobres (cfr. Lc. 11, 41), a la urgencia de poner fin al terrible desperdicio de recursos que se hace en algunas sociedades opulentas y consumistas –comprendida la nuestra– para que no existan después quienes carezcan de todo. Todo esto es verdad y lo hablamos al comentar el mismo episodio en otra ocasión (cfr. domingo 18º Ciclo A), pero no es suficiente. Queda del lado de la carne, que por sí sola –como dice Jesús– resulta inútil y no capta el verdadero significado del gesto ordenado por Jesús el cual, como todo el resto, es espiritual (cfr. Jn. 6, 63).
Si entre la naturaleza (la multiplicación del pan natural) y la gracia (la Eucaristía) existe esa continuidad que hemos visto, entonces incluso el gesto de recoger las sobras no tiene solamente un sentido material y sociológico, sino también un profundo significado espiritual. Eso quiere decir que la Eucaristía no es sólo para quien la recibe; debe sobrar algo también para los ausentes, los que están lejos, para todo el pueblo (¡doce cestas, como las doce tribus de Israel, como las doce tribus de la Jerusalén celeste!). Ya no es como lo del maná celestial, del cual cada uno recoge los que le alcanza para un día (cfr. Ex. 16, 4); aquí es necesario recoger también para los hermanos y para el mañana. Quien está presente en la multiplicación debe compartir después con los hermanos la fuerza y la luz que ha recibido de ella; debe hacerse él mismo pan para ser desmenuzado, es decir, eucaristía. ¡Nada debe desperdiciarse! Resulta condenada esa forma de desperdicio espiritual que es el egoísmo y el individualismo, causas que se cuentan entre las principales de la ineficacia de tantas eucaristías. La Eucaristía de Jesús tiene la misma ley del ágape; está hecha para ser compartida, para fluir de uno a otro; quien la recibe debe asemejarse a Jesús, convirtiéndose, como él, en una dádiva para los demás.
Esa es la luz que el Señor nos dio para este domingo sobre la Eucaristía. La Misa nos ofrece ahora la maravillosa posibilidad de experimentar ya mismo esa luz. Experimentarla, viviendo esta nuestra Eucaristía en toda la verdad de sus signos (ofrecimiento, consagración, división del pan, gesto de paz, comunión), y abriéndonos a todos aquellos hermanos que, fuera de aquí, esperan de nosotros los pedazos sobrantes.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía a los empleados de Castelgandolfo (29-VII-1979)
– Hombre de Dios
“¿Dónde podemos comprar pan para que éstos puedan comer?”.
Ante la multitud que le había seguido desde las orillas del mar de Galilea hasta la montaña para escuchar su palabra, Jesús da comienzo, con esta pregunta, al milagro de la multiplicación de los panes, que constituye el significativo preludio al largo discurso en el que se revela al mundo como el verdadero pan de vida bajado del cielo (cfr. Jn 6,41).
Hemos oído la narración evangélica: con cinco panes de cebada y dos peces, proporcionados por un muchacho, Jesús sacia el hambre de cerca de cinco mil hombres. Pero éstos, no comprendiendo la profundidad del “signo” en el cual se habían visto envueltos, están convencidos de haber encontrado finalmente al Rey-Mesías, que resolverá los problemas políticos y económicos de su nación. Frente a tan obtuso malentendido de su misión, Jesús se retira, completamente solo, a la montaña.
También nosotros hemos seguido a Jesús. Pero podemos y debemos preguntarnos: ¿Con qué actitud interior? ¿Con la auténtica de la fe, que Jesús esperaba de los Apóstoles y de la multitud cuya hambre ha saciado, o con una actitud de incomprensión? Jesús se presentaba en aquella ocasión algo así –pero con más evidencia– como Moisés, que en el desierto había quitado el hambre al pueblo israelita durante el éxodo; se presentaba algo así –y también con más evidencia– como Eliseo, el cual con veinte panes de cebada y de álaga, había dado de comer a cien personas. Jesús se manifestaba, y se manifiesta hoy a nosotros, como quien es capaz de saciar para siempre el hambre de nuestro corazón: “Yo soy el pan de vida; el que viene a mí ya no tendrá más hambre y el que cree en mí jamás tendrá sed” (Jn 6,35).
El hombre, especialmente el de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor, de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. “¡Debemos estar hambrientos de Dios!”, exclamaba San Agustín. ¡Es Él, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan!
– El Pan y la Palabra
Este pan, de que estamos tan necesitados, es ante todo Cristo, el cual se nos entrega en los signos sacramentales de la Eucaristía y nos hace sentir, en cada Misa, las palabras de la última Cena: “Tomad y comed todos de él; porque éste es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”. Con el sacramento del pan eucarístico –afirma el Concilio Vaticano II– “se presenta y realiza la unidad de los fieles, que constituyen un solo Cuerpo en Cristo (cfr. 1 Cor 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo que es Luz del mundo; de Él venimos, por Él vivimos, hacia Él estamos dirigidos” (Lumen Gentium 3).
El pan que necesitamos es, también, la Palabra de Dios, porque, “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4; Dt 8,3). Indudablemente también los hombres pueden pronunciar y expresar palabras de tan alto valor. Pero la historia nos muestra que las palabras de los hombres son, a veces, insuficientes, ambiguas, decepcionantes, tendenciosas; mientras que la Palabra de Dios está llena de verdad (cfr. 2 Sam 7,28; 1 Cor 17,26); es recta (Sal 33,4); es estable y permanece para siempre (cfr. Sal 119,89; 1 Pe 1,25).
Debemos ponernos continuamente en religiosa escucha de tal Palabra; asumirla como criterio de nuestro modo de pensar y de obrar; conocerla, mediante la asidua lectura y personal meditación. Pero, especialmente, debemos hacerla nuestra, llevarla a la práctica, día tras día, en toda nuestra conducta.
Por último, el pan que necesitamos es la gracia, que debemos invocar y pedir con sincera humildad y con incansable constancia, sabiendo bien que es lo más valioso que podemos poseer.
– Alimento cotidiano
El camino de nuestra vida, trazado por el amor providencial de Dios, es misterioso, a veces humanamente incomprensible y casi siempre duro y difícil. Pero el Padre nos da “el pan del cielo” (cfr. Jn 6,32), para ser aliviados en nuestra peregrinación por la tierra.
Quiero concluir con un pasaje de San Agustín, que sintetiza admirablemente cuanto hemos meditado: “Se comprende muy bien... que tu Eucaristía sea alimento cotidiano. Saben, en efecto, los fieles lo que reciben y está bien que reciban el pan cotidiano necesario para este tiempo. Ruegan por sí mismos, para hacerse buenos, para perseverar en la bondad, en la fe, en la vida buena... La Palabra de Dios, que cada día se os explica y, en cierto modo, se os reparte, es también pan cotidiano”.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Le seguía mucha gente”. “Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios, lo busca por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, pide a los evangelizadores que le hablen de Dios” (Pablo VI). Jesús se conmueve ante esa multitud que le busca. Nosotros, que debemos tener en el corazón idénticos deseos que Cristo Jesús (cf Fil 2,5), hemos de sentir “la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la revelación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra” (C. Vaticano II, A. A.)
“Con qué compraremos panes para que coman estos”, dijo Jesús para tantear a sus discípulos aunque bien sabía Él lo que iba a hacer. Felipe le contestó: “Doscientos denarios...” Y Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero ¿qué es eso para tantos?”
Todos somos vulnerables a la tentación de que es muy poco lo que puede hacerse frente al olvido del sentido eterno de la vida en un número creciente de personas que viven junto a nosotros. Hoy se escriben libros de bolsillo y se editan revistas, se graban vídeos, se emiten noticias que suprimen cualquier frontera. Si hubo un tiempo en que las ideas o ciertas corrientes de pensamiento quedaban encerradas en el recinto de un reducido grupo de personas, hoy esos planteamientos son asimilados por centenares de millones de criaturas en un programa de radio o televisión, y no una vez ni dos, sino a diario y de un modo tan penetrante como amable: en una comedia de humor, en la entrevista a un famoso del deporte, del arte, de la política, de las ciencias. ¿Qué supone mi palabra ante el poder omnipresente de los medios de difusión?
¿No se trata de una competencia desigual? Cuando se trata de influir cristianamente en la vida de quienes nos rodean, no podemos juzgar de modo cuantitativo los medios con que contamos, porque ellos, en las manos del Señor, se multiplican de forma maravillosa. Por lo demás, ¿no tenemos los cristianos, junto al auxilio divino, idénticos medios? ¿Quién nos impide propagar la verdad de Jesucristo por los canales actuales de difusión a no ser nuestra desidia o la falta de imaginación?
“Confía tu camino al Señor y Él actuará” (Sal 37). No ignoramos la resistencia de un ambiente permisivo, ni la débil respuesta que el mensaje cristiano encuentra a veces en nosotros y en quienes nos rodean; o la enorme dificultad de cambiar modos de pensar, comportamientos en las relaciones familiares, sociales, comerciales..., que están en claro contraste con la doctrina cristiana; pero debemos confiar que allí donde no llegan nuestros recursos humanos el Señor suple con creces esa carencia. Aquella muchedumbre, como nos narra el Evangelio de hoy, después de haber saciado su hambre y viendo que había sobrado, quisieron proclamar rey a Jesús.
Tenemos derecho, fiados en las promesas del Señor, a confiar en una mejora personal y de quienes nos rodean en la vida, persuadidos de que Dios tiene más interés que nosotros en que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf 1 Tim 2,4).
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo”
Los panes hechos con la más reciente cosecha, con las primicias, eran una forma de sacrificio, de oblación a Dios. La expresión “así dice el Señor” se introduce siempre que va a cumplirse algo previamente determinado.
Algunos llaman “signos de vida” a siete acciones de Cristo, comenzando por el “agua de vida” del pasaje de la Samaritana. El que se lee este domingo es el cuarto. Cuando san Juan dice que “estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos” no lo hace en vano porque piensa en la Eucaristía. Usa el término “dijo la acción de gracias” en lugar de “alabó o bendijo” que emplean los sinópticos en la primera multiplicación.
El entusiasmo final de las gentes, fruto del signo inmediato aunque lejos de la profundidad del mismo, hace que se marche al monte Él solo. Probablemente hasta los mismos discípulos participarían del clamor popular.
Al comprobar algunos males que aquejan al mundo de hoy (hambre, guerras, injusticia, incultura...) sentimos desaliento e impotencia. Creemos que tiene que haber una salida, pero no sabemos cuál. Hasta nos desentendemos porque pensamos que la solución a tan grandes problemas no depende de nosotros. En el Evangelio no se llama a nadie a hacer milagros. Esa solución es sólo de Jesús. Pero el hombre de Baal-Salisá y el muchacho de los peces dieron lo que tenían.
_ “Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía. El signo del agua convertida en vino en Caná anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo convertido en Sangre de Cristo” (1335).
_ “«¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!» Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de toda bendición celestial y gracia», la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial” (1402).
_ “La presentación de las ofrendas: entonces se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, «tomando pan y una copa»... La presentación de las ofrendas en el altar hace suyo el gesto de Melquisedec y pone los dones del Creador en las manos de Cristo. Él es quien, en su sacrificio, lleva a la perfección todos los intentos humanos de ofrecer sacrificios... Los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad” (1350-1351).
_ “No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas” (San Juan Crisóstomo. Prod. Jud. 1,6) (1375).
Cristo multiplicó los panes, signo de la Eucaristía, para que nosotros compartamos su Reino y los bienes con los demás.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
La fidelidad en lo pequeño.
– Jesús se nos muestra siempre atento a las diversas situaciones humanas y nos enseña a santificar las realidades corrientes.
I. Gentes de los pueblos vecinos habían acudido a un lugar alejado, junto al lago de Genesaret. Y mientras Jesús hablaba, ninguno pensó en el cansancio, ni en las horas de ayuno, ni en la falta de provisiones y en la imposibilidad de obtenerlas. Las palabras de Jesús les han cautivado, les han llegado a lo más hondo del corazón, y se han olvidado del hambre y del camino de vuelta. Sin embargo, Jesús sí comprende nuestras necesidades materiales; por eso, se apiadó también de aquellos cuerpos exhaustos de quienes, por un motivo u otro, le habían seguido durante varios días. Y realiza el espléndido milagro de la multiplicación de los panes y de los peces.
Y cuando todos han comido y están entusiasmados por el milagro que han visto con sus propios ojos, el Señor aprovecha la ocasión para dar a los Apóstoles –y a nosotros– una lección práctica, a la vez, del valor de las cosas pequeñas, de pobreza cristiana, de buena administración de los bienes que se poseen. Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: Recoged los trozos que han sobrado para que nada se pierda. Entonces los recogieron y llenaron doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Jesús nos muestra su magnificencia con la abundancia, pues todos comieron cuanto quisieron, y la necesidad de evitar el derroche inútil e irresponsable de los bienes; nos da ejemplo cuando se compadece de las multitudes y obra grandes prodigios, y también en estos detalles menudos.
La grandeza de alma de Cristo se manifiesta en los grandes prodigios y en lo poco de cada día. “La recogida de lo que sobró es un modo pedagógico de mostrarnos el valor de las cosas pequeñas hechas con amor de Dios: el orden en los detalles materiales, la limpieza, el acabar las tareas hasta el final”. Durante treinta años de su vida estuvo ocupado en asuntos aparentemente sin trascendencia: elaborar cola para ensamblar unas maderas, aserrar troncos para fabricar muebles sencillos... Y también en estos trabajos de poco relieve externo estaba el Hijo de Dios redimiendo a la humanidad.
El Evangelio nos muestra con frecuencia cómo Jesús, durante su vida pública, permanecía constantemente en diálogo con su Padre celestial, y a la vez estaba atento a las cosas materiales y humanas, a lo que ocurría a su alrededor: cuando devuelve la vida a la hija de Jairo ordena que le den de comer; ante el asombro general que causó la resurrección de Lázaro, es Él quien ha de decir: Desatadle y dejadle ir; sabe darse cuenta del momento en que sus discípulos tienen necesidad de descansar... Vemos a Jesús bien atento a las situaciones humanas, y nos enseña a nosotros a santificar esas menudas realidades corrientes: estar en las cosas de los demás, estar en las cosas de la casa: no vivir en las nubes.
San Pablo nos recuerda en la Segunda lectura de la Misa la atención que debemos tener con todos aquellos con quienes nos relacionamos: sed siempre humildes y amables; sobrellevaos mutuamente con amor... Es una llamada a la afabilidad, a la paciencia, a la cordialidad..., a esas virtudes que permiten la convivencia y en las que mostramos que amamos a Dios y a nuestros hermanos los hombres.
– En el cumplimiento del propio deber encontramos el lugar, la materia y el modo de ser fieles al Señor. El valor de las cosas pequeñas.
II. Recoged los trozos que han sobrado... Parece que es un detalle de poca importancia en comparación con el milagro realizado, pero el Señor pide que se viva. Toda nuestra vida está compuesta prácticamente de cosas que casi no tienen relieve. Las virtudes están formadas por una tupida red de actos que quizá no sobresalen de lo corriente y ordinario, pero en ellas, con heroísmo, se va forjando día a día la propia santidad. Cada jornada la encontramos llena de ocasiones para ser fieles, para decirle al Señor que le amamos: “Obras son amores y no buenas razones”. ¡Obras, obras! – Propósito: seguiré diciéndote muchas veces que te amo –¡cuántas te lo he repetido hoy!–; pero, con tu gracia, será sobre todo mi conducta, serán las pequeñeces de cada día –con elocuencia muda– las que clamen delante de Ti, mostrándote mi Amor.
Ante el Señor tienen gran trascendencia el orden, la puntualidad, el cuidado de los libros con los que estudiamos o de los instrumentos de trabajo, la afabilidad con nuestros colegas, con la mujer, con los hijos, con los hermanos, el huir de la rutina que mata el amor humano –también el amor a la propia profesión– , el querer darle sentido a cada día, a cada hora, aunque sea el mismo trabajo que hemos realizado durante años. La vida se vuelve mediocre, desamorada, cuando permitimos que entre la rutina, cuando no damos importancia a lo que hacemos porque nos parece que da igual hacerlo de un modo o de otro. En el trabajo diario, en nuestros deberes profesionales, encontramos habitualmente un campo importante para vivir la mortificación: “no hablando mal de lo que va mal” en las personas o en la empresa si no hay verdadera necesidad de hacerlo –y entonces lo haremos con objetividad y caridad, salvando siempre la intención de las personas, que no conocemos– , poniendo intensidad, sin dejar para después lo que resulta más duro y costoso, prestando esos pequeños servicios que todo trabajo en común lleva consigo...
Es posible que se nos presenten pocas ocasiones –quizá ninguna– de salvar a otros con un acto heroico, exponiendo nuestra propia vida. Sin embargo, todos los días tendremos oportunidad de decir una palabra amable a ese amigo, a ese hermano que se le nota más cansado o preocupado, de pedir las cosas con amabilidad, de ser agradecidos, de evitar conversaciones o comentarios que siembran la inquietud y de los que nada positivo resulta, de ceder en la opinión, de evitar a toda costa el malhumor, que tanto daño causa a nuestro alrededor; podemos esforzarnos por entablar una conversación cuando el silencio se vuelve oneroso, o en escuchar con interés a quien nos habla. A veces, lo que parece más trivial (un recuerdo, un saludo amable, un favor que casi no es nada) produce en los demás un bien desproporcionado: les hace sentirse seguros, tenidos en cuenta, apreciados, estimulados para el bien. Notamos entonces como un reflejo de Dios en la convivencia, en la vida familiar, tan distinto de aquellas situaciones en las que se desatan las envidias, se crea una situación tensa o distante, o se dicen palabras que nunca se debían haber pronunciado... Y así ocurre con todas las virtudes: la fe se expresa a veces en un acto de amor (“Jesús, te quiero, cuenta conmigo, no me dejes”) cuando pasamos cerca de un Sagrario en medio del ruido de la ciudad; la piedad, en una mirada a una imagen de la Virgen (¡cuánto se puede decir en el solo mirar!); la fortaleza, en cortar una conversación impura, en dar la cara por Jesucristo, por la Iglesia..., en evitar una ocasión de pecado, en procurar rendir en la última hora de trabajo de esa jornada que nos ha parecido más larga porque han surgido más problemas, porque estábamos con menos salud...
Cada día nos espera Cristo con las manos abiertas. En ellas podemos dejar esfuerzos, sonrisas, constancia en la labor..., muchas cosas pequeñas, que Él sabe apreciar, tesoros que guarda para la eternidad, en donde nos dirá al llegar: Ven, siervo bueno y fiel, ya que has sido fiel en lo poco, yo te daré lo mucho.
– Dios nos pide cada día lo que está al alcance de nuestras fuerzas. Correspondencia en lo que parece de poca importancia.
III. Nuestra vida se compone de muchos pequeños esfuerzos, y si todos los orientamos en la dirección de la voluntad de Dios, del amor, nos llevarán muy lejos. Muchos pequeños pasos llevan hasta el final del camino, y la fidelidad en lo pequeño nos permitirá resistir tentaciones importantes. Por el contrario: el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco vendrá a caer en las grandes.
Dios nos pide algo en cada momento, pero siempre al alcance de nuestras fuerzas. Tras la primera correspondencia, llegan más gracias para una segunda, por haber correspondido a la primera. Y así una gracia mayor se sucede a otra, si somos fieles.
Por otra parte, las cosas pequeñas no suelen mover a la vanidad, que tantas obras deja vacías. ¿A quién se le va a ocurrir aplaudir a quien ha cedido su asiento en el autobús, o a quien ha dejado ordenados los papeles y libros al terminar el estudio? ¿Quién va a alabar a la madre de familia porque sonría, si es lo que todos esperan de ella, o al profesor que ha preparado a conciencia su clase, o al alumno que ha estudiado la materia del examen, o al médico que ha tratado con delicadeza al enfermo? Y estas cosas pequeñas, muchas de las cuales son meramente humanas, se tornan divinas por el ofrecimiento de obras que de ellas hacemos todas las mañanas y que luego hemos procurado renovar durante el día. Lo humano y lo divino se funden en una honda unidad de vida, que nos permite ganarnos poco a poco el Cielo con lo humano de cada jornada. Para ser fieles en lo pequeño necesitamos un gran amor al Señor, el deseo profundo de ser todo de Él, de querer buscarle en las ocasiones que se presentan en toda vida normal. A la vez, el cuidado de lo pequeño alimenta de continuo nuestro amor a Dios.
La Virgen Nuestra Señora nos enseñará a valorar lo que parece sin importancia, a cuidar los detalles, lo menudo. Y esto en la vida familiar, en las relaciones sociales, en el cumplimiento de nuestro deber, en la piedad con Dios.
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Rev. D. Pere CALMELL i Turet (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Mucha gente le seguía»
Hoy, podemos contemplar cómo se forja en nuestro interior tanto el amor humano como el amor sobrenatural, ya que tenemos un mismo corazón para amar a Dios y a los otros.
Generalmente, el amor va abriéndose paso en el corazón humano cuando se descubre el atractivo del otro: su simpatía, su bondad. Es el caso del «muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces» (Jn 6,9). Da a Jesús todo lo que lleva, los panes y los peces, porque se ha dejado conquistar por el atractivo de Jesús. – He descubierto el atractivo del Señor.
A continuación, el enamoramiento, fruto de sentirse correspondido. Dice que «mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos» (Jn 6,2). Jesús les escuchaba, les hacía caso, porque sabía lo que necesitaban.
Jesucristo siente un poderoso atractivo por mí y quiere mi realización humana y sobrenatural. Me ama tal como soy, con mis miserias, porque pido perdón y, con su ayuda, sigo esforzándome.
«Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte Él solo» (Jn 6,15). Les dirá al día siguiente: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado» (Jn 6,26). Escribe san Agustín: «¡Cuántos hay que buscan a Jesús, guiados solamente por intereses temporales! (...) Apenas se busca a Jesús por Jesús».
La plenitud del amor es el amor de donación; cuando se busca el bien del amado, sin esperar nada a cambio, aunque sea al precio del sacrificio personal.
Hoy, yo le puedo decir: Señor, que nos haces participar del milagro de la Eucaristía: te pedimos que no te escondas, que vivas con nosotros, que te veamos, que te toquemos, que te sintamos, que queramos estar siempre a tu lado, que seas el Rey de nuestras vidas y de nuestros trabajos (San Josemaría Escrivá).
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Alimentar con la Eucaristía
«El que les comunica el Espíritu y obra milagros entre ustedes, ¿lo hace por virtud de las obras de la ley, o por obediencia a la fe?» (Gal 3, 5)
Eso dicen las Escrituras, y es Palabra de Dios que te cuestiona a ti, sacerdote, como discípulo, como apóstol, como pastor, como ministro, como siervo, como amigo, como hijo de Dios.
Y tú, sacerdote, ¿qué respondes?
¿Sigues el ejemplo de tu Maestro y lo obedeces?
¿Vives de la fe?
¿Confías en tu Señor y en su poder?
¿Haces sus obras?
¿Das testimonio de tu fe?
¿Realizas los milagros de tu Señor con el poder de tus manos, y le das a su pueblo de comer?
Tu Señor es quien obra en ti, sacerdote, pero, tú eres quien predica su Palabra para que crean en Él.
Míralos, y ten compasión, porque caminan como ovejas sin pastor.
Aliméntalos con el Cuerpo y la Sangre de tu Señor, y luego llena doce canastos con tu testimonio de fe, para que pase de generación en generación, y todos crean que la Eucaristía es un milagro patente. Es el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, y su presencia viva, real y substancial que da vida.
Por tanto, sacerdote, el pueblo de Dios depende de tu fe, de tus palabras y de tus obras. Ten compasión y dale de comer, y luego recoge las sobras, porque el que no recoge desparrama.
Reserva, sacerdote, con devoción y con verdadera adoración, el Santísimo Sacramento, y protégelo con tu vida, porque en Él está la vida, que es el centro de la fe; porque si tú no crees que tu Señor ha resucitado, vana es tu fe.
Pon en obra tu fe, sacerdote, y practica lo que predicas, ejerciendo tu ministerio santamente, amando al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.
Confía en el poder que Él te ha dado para darle vida al mundo, y entonces harás milagros, para que el mundo vea y crea que tú eres un verdadero profeta, enviado por Dios; cuando no te vean a ti, sino al Cristo que vive en ti, y que se hacen uno, al ofrecerte con Él en un único y eterno sacrificio: el Santo Sacramento del altar, que siendo tan solo un pan, se convierte en alimento de vida, y se multiplica, y contiene en sí todo un Dios en cada partícula, para darse como alimento, para saciar a su pueblo, reuniéndolos en un solo rebaño y con un solo Pastor.
Tú eres, sacerdote, testimonio de fe.
Tú eres el primero que debe de creer, para que el mundo crea, para que confirmes su fe, y no mueran, sino que tengan vida eterna.
Dales, sacerdote, de comer, el Sacramento de tu fe, para que sacies su hambre y su sed, y anuncies con ellos la muerte de tu Señor, y proclamen su resurrección, hasta que vuelva.
Obedece, sacerdote, a la fe, como tu Señor.
(Espada de Dos Filos IV, n. 38)
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