Domingo 21 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXI del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2021 - Homilía 2018
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Ramón O. SÁNCHEZ i Valero (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.

Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.

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DEL MISAL MENSUAL

¿A QUIÉN IREMOS?

Jos 24, 1-2.15-17.18; Sal 33; Ef 5, 21-32; Jn 6, 55. 60-69

El Mesías y los suyos, forman una comunidad dedicada, sin reservas, al bien de los demás. Esta dedicación requiere, no sólo dar bienes, sino darse a sí mismo. Semejante entrega resulta insoportable para los discípulos y protestan contra estas exigencias. Las consideran excesivas. Por si fuera poco, interpretan su anunciada muerte como un fracaso y se niegan a seguirlo. Jesús se da perfecta cuenta de lo que sucede. Esos discípulos, lo esperan todo de un triunfo. Jesús, quiere hacerles comprender que una muerte, como la suya, no significa un final, que no es un fracaso, sino la máxima expresión del amor, única fuerza y agente de vida. Precisamente, cuando se anticipa que todos los discípulos iban a abandonar a Jesús, Simón Pedro aprovecha su impetuosidad acostumbrada y afirma que no tiene ninguna intención de irse. ¿A quién iremos?

ANTIFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 85, 1-3

Inclina tu oído, Señor, y escúchame. Salva a tu siervo, que confía en ti. Ten piedad de mí, Dios mío, pues sin cesar te invoco.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que unes en un mismo sentir los corazones de tus fieles, impulsa a tu pueblo a amar lo que mandas y a desear lo que prometes, para que, en medio de la inestabilidad del mundo, estén firmemente anclados nuestros corazones donde se halla la verdadera felicidad. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.

Del libro de Josué: 24, 1-2. 15-17. 18

En aquellos días, Josué convocó en Siquem a todas las tribus de Israel y reunió a los ancianos, a los jueces, a los jefes y a los escribas. Cuando todos estuvieron en presencia del Señor, Josué le dijo al pueblo: “Si no les agrada servir al Señor, digan aquí y ahora a quién quieren servir: ¿a los dioses a los que sirvieron sus antepasados al otro lado del río Éufrates, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país ustedes habitan? En cuanto a mi toca, mi familia y yo serviremos al Señor”.

El pueblo respondió: “Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses, porque el Señor es nuestro Dios; Él fue quien nos sacó de la esclavitud de Egipto, el que hizo ante nosotros grandes prodigios, nos protegió por todo el camino que recorrimos y en los pueblos por donde pasamos. Así pues, también nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 33

R/. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.

Bendeciré al Señor a todas horas, no cesará mi boca de alabarlo. Yo me siento orgulloso del Señor, que se alegre su pueblo al escucharlo. R/.

Los ojos del Señor cuidan al justo, y a su clamor están atentos sus oídos. Contra el malvado, en cambio, está el Señor, para borrar de la tierra su recuerdo. R/.

Escucha el Señor al hombre justo y lo libra de todas sus congojas. El Señor no está lejos de sus fieles y levanta a las almas abatidas. R/.

Muchas tribulaciones pasa el justo, pero de todas ellas Dios lo libra. Por los huesos del justo vela Dios, sin dejar que ninguno se le quiebre. Salva el Señor la vida de sus siervos; no morirán quienes en él esperan. R/.

SEGUNDA LECTURA

Este es un gran misterio, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 5, 21-32

Hermanos: Respétense unos a otros, por reverencia a Cristo: que las mujeres respeten a sus maridos, como si se tratara del Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y salvador de la Iglesia, que es su cuerpo. Por lo tanto, así como la Iglesia es dócil a Cristo, así también las mujeres sean dóciles a sus maridos en todo.

Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola con el agua y la palabra, pues él quería presentársela a sí mismo toda resplandeciente, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada.

Así los maridos deben amar a sus esposas, como cuerpos suyos que son. El que ama a su esposa se ama a sí mismo, pues nadie jamás ha odiado a su propio cuerpo, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola cosa. Éste es un gran misterio, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr Jr 6, 63. 68

R/. Aleluya, aleluya.

Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. Tú tienes palabras de vida eterna. R/.

EVANGELIO

Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 6, 55.60-69

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Al oír sus palabras, muchos discípulos de Jesús dijeron: “Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?”.

Dándose cuenta Jesús de que sus discípulos murmuraban, les dijo: “¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen”. (En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo habría de traicionar). Después añadió: “Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”.

Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?”. Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Señor, que con un mismo y único sacrificio adquiriste para ti un pueblo de adopción, concede, propicio, a tu Iglesia, los dones de la unidad y de la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 103, 13-15

La tierra está llena, Señor, de dones tuyos: el pan que sale de la tierra y el vino que alegra el corazón del hombre.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Te pedimos, Señor, que la obra salvadora de tu misericordia fructifique plenamente en nosotros, y haz que, con la ayuda continua de tu gracia de tal manera tendamos a la perfección, que podamos siempre agradarte en todo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Serviremos al Señor (Jos 24, 1-2a.15-17.18b)

1ª lectura

El libro de Josué es, más que un reportaje de acciones bélicas, una extraordinaria lección de teología sobre la fidelidad de Dios que siempre cumple sus promesas y una llamada a corresponder a esa fidelidad. Así lo confirma el hecho de que el libro termine con la ratificación de la Alianza, con la renovación, por parte de la gente que ha tomado posesión de la tierra prometida, del compromiso asumido por sus padres en el Sinaí. La ceremonia se sitúa en Siquem. Después del prólogo histórico en el que se recuerda cuanto ha hecho el Señor por los israelitas (vv. 2-13), Josué interroga al pueblo sobre su determinación de permanecer fiel al Señor (vv. 14-24). Cuando todos a una asumen el compromiso de servir al Señor y obedecerle en todo, se lleva a cabo el rito que ratifica la Alianza (vv. 25-27). Estos elementos aparecen en algunos pactos hititas de vasallaje pertenecientes al segundo milenio a.C. Por tanto, además del carácter religioso, la Alianza tenía fuerza de ley.

La Alianza está en la base de la moral cristiana, pues supone comprender que Dios dirige la historia y elige a los que han de asumir un compromiso concreto de fidelidad: «La doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe –de la obediencia de la fe (cfr Rm 16, 26)–, por la que “el hombre se entrega entera y libremente a Dios”, y le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad” (Dei Verbum, 5). (...) En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: “Yo, el Señor, soy tu Dios” (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cfr Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8, Mi 6, 8)» (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 66).

El matrimonio cristiano (Ef 5, 21-32)

2ª lectura

El fundamento en el que se asientan la grandeza y dignidad sobrenaturales del matrimonio cristiano es que éste refleja la unión de Cristo con la Iglesia. Al exhortar a los esposos cristianos a vivir de acuerdo con su condición de miembros de la Iglesia, el Apóstol establece una analogía, por la cual el marido representa a Jesucristo y la esposa a la Iglesia. «Cristo, nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos, para que los esposos, con su mutua entrega se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a la Iglesia y se entregó por ella. El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48). El matrimonio es, pues, camino de santidad: El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo, (...) signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 23).

Cuando según las costumbres de la época se exhorta a las mujeres a estar sujetas a sus maridos (v. 22), se hace una invitación a cada esposa cristiana a que refleje en su conducta hacia el marido a la misma Iglesia, que actúa inseparablemente unida a Cristo. Al marido, por su parte, se le exige un sometimiento similar hacia la esposa, ya que él refleja a Jesucristo que se entrega hasta la muerte por amor a la Iglesia. «En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes» (Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 13).

Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)

Evangelio

En estos versículos se pone de manifiesto la recepción de las palabras del Señor por parte de los discípulos. Al revelar el misterio eucarístico, Jesucristo exige de ellos la fe en sus palabras. Su revelación no debe ser recibida de modo carnal, es decir, atendiendo exclusivamente a lo que aprecian los sentidos, o partiendo de una visión de las cosas meramente natural, sino como revelación de Dios, que es «espíritu» y «vida» (v. 63). Como en otras ocasiones (cfr 1, 51; 5, 20), la referencia de Jesús a acontecimientos futuros, a la gloria de su resurrección, sirve para fortalecer la fe de los discípulos, y de todos los creyentes, cuando vean cumplidas sus palabras (v. 62): «Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis» (14, 29).

La promesa de la Eucaristía, que había provocado en aquellos oyentes de Cafarnaún discusiones (6, 52) y escándalo (v. 61), acaba produciendo el abandono de muchos que le habían seguido (v. 66). Jesús había expuesto una verdad maravillosa y salvífica, pero aquellos discípulos se cerraban a la gracia divina, no estaban dispuestos a aceptar algo que superaba su mentalidad estrecha. El misterio de la Eucaristía exige un especial acto de fe. Por eso, ya San Juan Crisóstomo aconsejaba: «Inclinémonos ante Dios; y no le contradigamos aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia (...). Observemos esta misma conducta respecto al misterio [eucarístico], no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras. Porque su palabra no puede engañar» (In Matthaeum 82).

Pedro, en nombre de los Doce, expresa su fe en las palabras de Jesús porque le reconoce procedente de Dios, de manera semejante a como en Cesarea de Filipo (cfr Mt 16, 13-20; Mc 8, 27-30) había confesado que Jesús era el Mesías. La confesión de Pedro representa al mismo tiempo la comunión de fe de los que creen en Jesucristo, que encontrarán en la fe de Pedro y sus sucesores el criterio seguro de discernimiento sobre la verdad de lo que creen.

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

“¿También vosotros queréis marcharos?”

Decían: Este lenguaje resulta intolerable. ¿Qué significa intolerable? Es decir, áspero, trabajoso sobremanera, penoso. Pero a la verdad, no decía Jesús nada que tal fuera. Porque no trataba del modo de vivir correctamente, sino acerca de los dogmas, insistiendo en que se debía tener fe en Cristo.

Entonces ¿por qué es lenguaje intolerable? ¿Por qué promete la vida? ¿Porque afirma haber venido Él del Cielo? ¿Acaso porque dice que nadie puede salvarse sino come su carne? Pero pregunto yo: ¿son intolerables estas cosas? ¿Quién se atreverá a decirlo? Entonces ¿qué es lo que significa ese intolerable? Quiere decir difícil de entender, que supera la rudeza de los oyentes, que es altamente aterrador. Por esto decían: ¿Quién podrá soportarlo? Quizá lo decían en forma de excusa, puesto que lo iban a abandonar. ,

Sabedor Jesús por Sí mismo de que sus discípulos murmuraban de lo que había dicho (pues era propio de su divinidad manifestar lo que era secreto), les dijo: ¿Esto os escandaliza? Pues cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde antes estaba... Lo mismo había dicho a Natanael: ¿Porque te dije que te había visto debajo de la higuera crees? Mayores cosas verás. Y a Nicodemo: Nadie ha subido al Cielo, sino el que ha bajado del Cielo, el Hijo del hombre, ¿Qué es esto? ¿Añade dificultades sobre dificultades? De ningún modo ¡lejos tal cosa! Quiere atraerlos y en eso se esfuerza mediante la alteza y la abundancia de la doctrina.

Quien dijo: Bajé del Cielo, si nada más hubiera añadido, les habría puesto un obstáculo mayor. Pero cuando dice: Mi Cuerpo es vida del mundo; y también: Como me envió mi Padre que vive también Yo vivo por el Padre; y luego: He bajado del Cielo, lo que hace es resolver una dificultad. Puesto que quien dice de sí grandes cosas, cae en sospecha de mendaz; pero quien luego añade las expresiones que preceden, quita toda sospecha. Propone y dice todo cuanto es necesario para que no lo tengan por hijo de José. De modo que no dijo lo anterior para aumentar el escándalo, sino para suprimirlo. Quienquiera que lo hubiera tenido por hijo de José no habría aceptado sus palabras; pero quienquiera que tuviese la persuasión de que Él había venido del Cielo, sin duda se le habría acercado más fácilmente y de mejor gana.

Enseguida añadió otra solución. Porque dice: El espíritu es el que vivifica. La carne de nada aprovecha.

Es decir: lo que de Mí se dice hay que tomarlo en sentido espiritual; pues quien carnalmente oye, ningún provecho saca. Cosa carnal era dudar de cómo había bajado del Cielo, lo mismo que creerlo hijo de José, y también lo otro de ¿Cómo puede éste darnos su carne para comer? Todo eso carnal es; pero convenía entenderlo en sentido místico y espiritual. Preguntarás: ¿Cómo podían ellos entender lo que era eso de comer su carne? Respondo que lo conveniente era esperar el momento oportuno y preguntar y no desistir.

Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida; es decir, son divinas y espirituales y nada tienen de carnales ni de cosas naturales, pues están libres de las necesidades que imponen las leyes de la naturaleza de esta vida y tienen otro muy diverso sentido. Así como en este sitio usó la palabra espíritu para significar espirituales, así cuando usa la palabra carne no entiende cosas carnales, sino que deja entender que ellos las tornan y oyen a lo carnal. Porque siempre andaban anhelando lo carnal, cuando lo conveniente era anhelar lo espiritual. Si alguno toma lo dicho a lo carnal, de nada le aprovecha.

Entonces ¿qué? ¿Su carne no es carne? Sí que lo es. ¿Cómo pues Él mismo dice: La carne para nada aprovecha? Esta expresión no la refiere a su propia carne ¡lejos tal cosa! sino a los que toman lo dicho carnalmente. Pero ¿qué es tomarlo carnalmente? Tomar sencillamente a la letra lo que se dice y no pensar en otra cosa alguna. Esto es ver las cosas carnalmente. Pero no conviene juzgar así de lo que se ve, puesto que es necesario ver todos los misterios con los ojos interiores, o sea, espiritualmente. En verdad quien no come su carne ni bebe su sangre no tiene vida en sí mismo. Entonces ¿cómo es que la carne para nada aprovecha, puesto que sin ella no tenemos vida? ¿Ves ya cómo eso no lo dijo hablando de su propia carne, sino del modo de oír carnalmente?

Pero hay entre vosotros algunos que no creen. De nuevo, según su costumbre reviste de alteza sus palabras y predice lo futuro y demuestra que Él habla así porque no intenta captar gloria entre ellos, sino mirar por su salvación. Cuando dice algunos deja entender que son de sus discípulos. Pues ya al principio había dicho: Me habéis visto, pero no creéis en Mí. Aquí en cambio dice: Hay entre vosotros algunos que no creen. Porque sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo entregaba. Decíales también: Por esto os he dicho: Nadie puede venir a Mí si no le es otorgado por el Padre.

Con estas palabras el evangelista da a entender lo espontáneo de su economía redentora y su paciencia. Y no se pone aquí sin motivo la expresión: Desde el principio; sino para que entiendas su presciencia, y que ya antes de pronunciar esas palabras, y no después de que ellos escandalizados habían murmurado, tenía conocimiento del traidor: cosa propia de la divinidad. Luego añadió: Si no le es otorgado por el Padre, persuadiéndoles de esta manera que tuvieran por Padre de Él a Dios y no a José; y declarando no ser cosa de poco precio el creer en Él. Como si dijera: No me conturban ni me admiran los que no creen. Ya lo sabía yo antes de que sucediera. Ya sabía a quiénes lo otorgaría el Padre. Y cuando oyes ese otorgó no pienses que se trata de una especie de herencia, sino cree que lo otorga a quien se muestra digno de recibirlo.

Desde aquel momento muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y dejaron definitivamente su compañía. Con exactitud no dijo el evangelista se apartaron, sino: Se volvieron atrás, manifestando así que retrocedieron en el camino de la virtud perdieron la fe que antes tenían, por el hecho de volverse. No procedieron así aquellos doce. Por lo cual Jesús les pregunta; ¿También vosotros queréis marcharos? Manifestó así que no necesitaba de su servicio y culto, y que no era esa la razón de llevarlos consigo. ¿Cómo podía tener necesidad de ellos el Señor que esto les decía?

Pero ¿Por qué no los alaba? ¿Por qué no los ensalza? Desde luego para conservar su dignidad de Maestro, y además para mostrar que así era como debían ser atraídos. Si los hubiera alabado, pensando ellos que le habían hecho algún favor, se habrían ensoberbecido; en cambio, con declarar que no los necesitaba, más los une consigo. Observa con cuánta prudencia ama. No les dijo: ¡Marchaos! pues hubiera sido propio de quien los rechazaba. Sino que les pregunta ¿también vosotros queréis marcharos? Con esto suprimía toda violencia y coacción, y hacía que no se quedaran con Él por vergüenza, que incluso tomaran el quedarse como un favor. Con no acusarlos públicamente sino suavemente punzarlos, nos enseña en qué forma conviene proceder en tales ocasiones. Pero nosotros procedemos al contrario, porque la mayor parte de las cosas las hacemos por nuestra gloria; y por esto pensamos que salimos perdiendo si se apartan de nosotros los siervos.

De modo que no los aduló ni tampoco los rechazó sino solamente les preguntó. No procedió como quien desprecia, sino como quien no quiere retenerlos por violencia y coacción. Permanecer con Él de este segundo modo hubiera equivalido a dejarlo. Y ¿qué hace Pedro? Dice: ¡Señor! ¿A quién iríamos?Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído que Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿Ves cómo no fueron las palabras el motivo del escándalo, sino la desidia y pereza y perversidad de los oyentes? Aun cuando Cristo no les hubiera hecho ese discurso, ellos se habrían escandalizado y no habrían cesado de pedirle el alimento corporal y de continuar apegados a lo terreno.

Por el contrario, los doce oyeron lo mismo que los otros; pero como estaban con distinta disposición de ánimo, dijeron: ¿A quién iríamos?: palabras que declaran un grande afecto del alma. Significan que amaban al Maestro sobre todas las cosas, padres, madres, haberes; y que a quienes de Él se apartan no les queda a dónde acogerse. Y luego, para que no pareciera que ese: ¿A quién iríamos? lo habían dicho porque no habría quien los recibiera, al punto Pedro añadió: Tú tienes palabras de vida eterna. Los demás escuchaban de un modo carnal y a lo humano; pero ellos escuchaban espiritualmente y poniéndolo todo bajo la fe.

Por eso Cristo les decía: Las palabras que os he dicho son espíritu. Es decir, no penséis que mis enseñanzas están sujetas a lógica necesaria de las cosas humanas. No son así las cosas espirituales ni soportan que se las sujete a medidas terrenas. Es lo mismo que declara Pablo con estas palabras: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al Cielo? Se entiende para hacer descender a Cristo. O ¿quién bajará al abismo? Se entiende para hacer subir a Cristo de entre los muertos. Tú tienes palabras de vida eterna. Ya habían ellos aceptado la idea de la resurrección y todo lo demás. Pero advierte, te ruego, la caridad de Pedro para con sus hermanos, y cómo toma a su cargo todo el negocio del grupo. Porque no dijo: Yo conocí; sino: Nosotros conocimos. O mejor aún, advierte cómo penetra las palabras mismas del Maestro y habla de un modo distinto al de los judíos. Porque ellos decían: Este es hijo de José en cambio dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo; y también: Tú tienes palabras de vida eterna. Quizá lo dice porque muchas veces había oído a Cristo repetir: Quien cree en Mí tiene vida eterna.

Demuestra de este modo que va conservando en la memoria las palabras de Cristo, puesto que ya Él mismo las usa. ¿Qué hace Cristo? No alabó ni ensalzó a Pedro, como en otra ocasión lo hizo. Sino ¿qué dice?: ¿Acaso no os escogí yo a los doce? ¡Y uno de vosotros es un diablo! Puesto que Pedro había dicho: Nosotros hemos creído, Cristo exceptúa a Judas. En otra ocasión nada dijo Cristo acerca de sus discípulos habiendo Él preguntado: Pero vosotros ¿quién decís que soy yo? respondió Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Ahora, en cambio, como Pedro los englobó a todos y dijo: Nosotros hemos creído, justamente Cristo exceptuó del número a Judas. Y lo hace comenzando a revelar la perfidia del traidor con mucha antelación. Aunque sabía que nada le aprovechaba, sin embargo puso Él lo que estaba de su parte.

Mira también su sabiduría. No lo descubrió, pero tampoco permitió que quedara del todo oculto, tanto para que no se tornara más imprudente y obstinado, como también para no pensar que quedaba oculto, más audazmente se atreviera a su crimen. Por esto en lo que sigue lo reprende más claramente. Pues primero lo mezcló con el grupo cuando dijo: algunos de entre vosotros que no creen, lo cual explica el evangelista diciendo: Porque desde el principio sabía bien Jesús quiénes eran los que no creían y quién era el que lo entregaría. Como Judas persistía en su incredulidad, más acremente punza diciendo: Uno de vosotros es un diablo; pero con el objeto de mantener a Judas aún oculto, aterroriza a todos.

Razonablemente se puede aquí preguntar por qué ahora los discípulos nada dicen, ni dudan, ni temen, ni se miran unos a otros ni preguntan: ¿Acaso soy yo, Señor? Tampoco hace Pedro señas a Juan para que pregunte al Maestro quién es el traidor. ¿Por qué esto? Fue porque Pedro aún no había escuchado aquella palabra: ¡Apártate de mí, Satanás! y por lo que aún mismo no temía. Pero después de que se le increpó y de haber él hablado con crecido afecto, no recibió alabanza alguna, sino que se le llamó Satanás, o sea, tropiezo. De modo que cuando escuchó aquella otra palabra: Uno de vosotros me va a entregar, entonces sí temió en su corazón. Por otra parte, en esta ocasión Jesús no dice: Uno de vosotros me va a entregar, sino: Uno de vosotros es un diablo. Así no comprendían lo que Él decía y pensaban que únicamente reprendía la perversidad en general.

(Homilía LXVI, Ed. Tradición. México, 1981, pp. 26-34)

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FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2021 - Homilía 2018

Ángelus 2015

Que cada uno de nosotros se pregunte: ¿Quién es Jesús para mí?

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy concluye la lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan, con el discurso sobre el «Pan de vida» que Jesús pronunció el día después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Al final de su discurso, el gran entusiasmo del día anterior se desvaneció, porque Jesús había dicho que era el Pan bajado del cielo y que daría su carne como alimento y su sangre como bebida, aludiendo así claramente al sacrificio de su misma vida. Estas palabras suscitaron desilusión en la gente, que las juzgó indignas del Mesías, no «victoriosas». Algunos veían a Jesús como a un Mesías que debía hablar y actuar de modo que su misión tuviera un éxito inmediato. Pero, precisamente sobre esto se equivocaban: sobre el modo de entender la misión del Mesías. Ni siquiera los discípulos logran aceptar ese lenguaje inquietante del Maestro. Y el pasaje de hoy relata su malestar: «¡Este modo de hablar es duro! –decían– ¿Quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60).

En realidad, ellos entendieron bien el discurso de Jesús. Tan bien que no quieren escucharlo, porque es un lenguaje que pone en crisis su mentalidad. Siempre las palabras de Jesús nos hacen entrar en crisis; en crisis, por ejemplo, ante el espíritu del mundo, ante la mundanidad. Pero Jesús ofrece la clave para superar la dificultad; una clave compuesta de tres elementos. Primero, su origen divino. Él ha bajado del cielo y subirá «adonde estaba antes» (v. 62). Segundo: sus palabras se pueden comprender sólo a través de la acción del Espíritu Santo, «quien da vida» (v. 63). Y es precisamente el Espíritu Santo el que nos hace comprender bien a Jesús. Tercero: la verdadera causa de la incomprensión de sus palabras es la falta de fe: «hay algunos de entre vosotros que no creen» (v. 64), dice Jesús. En efecto, desde ese momento, dice el Evangelio «muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él» (v. 66). Frente a estas deserciones, Jesús no regatea ni atenúa sus palabras, es más obliga a hacer una elección clara: o estar con Él o separarse de Él, y les dice a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» (v. 67).

Entonces, Pedro hace su confesión de fe en nombre de los otros Apóstoles: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de Vida eterna» (v. 68). No dice: «¿dónde iremos?», sino «¿a quién iremos?». El problema de fondo no es ir y abandonar la obra emprendida, sino a quién ir. De esa pregunta de Pedro, nosotros comprendemos que la fidelidad a Dios es una cuestión de fidelidad a una persona, a la cual nos adherimos para recorrer juntos un mismo camino. Y esta persona es Jesús. Todo lo que tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre de infinito. ¡Tenemos necesidad de Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en su mesa, con sus palabras de vida eterna! Creer en Jesús significa hacer de Él el centro, el sentido de nuestra vida. Cristo no es un elemento accesorio: es el «pan vivo», el alimento indispensable. Adherirse a Él, en una verdadera relación de fe y de amor, no significa estar encadenados, sino ser profundamente libres, siempre en camino. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿quién es Jesús para mí? ¿Es un nombre, una idea, es solamente un personaje histórico? O ¿es verdaderamente esa persona que me ama, que ha dado su vida por mí y camina conmigo? Para ti, ¿quién es Jesús? ¿Estás con Jesús? ¿Intentas conocerlo en su palabra? ¿Lees el Evangelio, todos los días un pasaje, para conocer a Jesús? ¿Llevas el Evangelio en el bolsillo, en la bolsa, para leerlo en cualquier lugar? Porque cuanto más estamos con Él, más crece el deseo de permanecer con Él. Ahora os pediré amablemente hacer un momento de silencio y que cada uno de nosotros en silencio, en su corazón, se pregunte: ¿Quién es Jesús para mí? En silencio, que cada uno responda en su corazón.

Que la Virgen María nos ayude a «ir» siempre a Jesús, para experimentar la libertad que Él nos ofrece, y que nos consiente limpiar nuestras elecciones de las incrustaciones mundanas y de los miedos.

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Ángelus 2021

Dejarnos provocar y convertir con las palabras de vida eterna

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la liturgia de hoy (Jn 6, 60-69) nos muestra la reacción de la multitud y de los discípulos al discurso de Jesús después del milagro de los panes. Jesús nos ha invitado a interpretar ese signo y a creer en Él, que es el verdadero pan bajado del cielo, el pan de vida; y ha revelado que el pan que Él dará es su carne y su sangre. Estas palabras suenan duras e incomprensibles a los oídos de la gente, tanto que, a partir de ese momento –dice el Evangelio–, muchos discípulos se vuelven atrás, es decir, dejan de seguir al Maestro (vv. 60.66). Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». (v. 67), y Pedro, en nombre de todo el grupo, confirma la decisión de estar con Él: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Y es una hermosa confesión de fe.

Detengámonos brevemente en la actitud de quienes se retiran y deciden no seguir más a Jesús ¿De dónde surge esta incredulidad? ¿Cuál es el motivo de este rechazo?

Las palabras de Jesús suscitan un gran escándalo. Nos está diciendo que Dios ha elegido manifestarse y realizar la salvación en la debilidad de la carne humana. Es el misterio de la encarnación. La encarnación de Dios es lo que causa escándalo y lo que para esas personas, pero a menudo también para nosotros, representa un obstáculo. De hecho, Jesús afirma que el verdadero pan de salvación, el que transmite la vida eterna, es su propia carne; que para entrar en comunión con Dios, antes que observar las leyes o cumplir los preceptos religiosos, es necesario vivir una relación real y concreta con Él. Porque la salvación ha venido por Él, en su encarnación. Esto significa que no debemos buscar a Dios en sueños e imágenes de grandeza y poder, sino que debemos reconocerlo en la humanidad de Jesús y, por consiguiente, en la de los hermanos y hermanas que encontramos en el camino de la vida. Y cuando decimos esto, en el Credo, el día de Navidad, el día de la anunciación, nos arrodillamos para adorar este misterio de la encarnación. Dios se hizo carne y sangre: se rebajó a ser hombre como nosotros, se humilló hasta asumir nuestros sufrimientos y nuestro pecado, y, por tanto, nos pide que no lo busquemos fuera de la vida y de la historia, sino en la relación con Cristo y con los hermanos. Buscarlo en la vida, en la historia, en nuestra vida cotidiana. Y este, hermanos y hermanas, es el camino para el encuentro con Dios: la relación con Cristo y los hermanos.

Hoy también la revelación de Dios en la humanidad de Jesús puede causar escándalo y no es fácil de aceptar. Esto es lo que san Pablo llama la “necedad” del Evangelio frente a quienes buscan los milagros o la sabiduría mundana (cf. 1 Co 1, 18-25). Y este “escándalo” está bien representado por el sacramento de la Eucaristía: ¿qué sentido puede tener, a los ojos del mundo, arrodillarse ante un pedazo de pan? ¿Por qué debemos comer este pan con asiduidad? El mundo se escandaliza.

Ante el prodigioso gesto de Jesús que alimenta a miles de personas con cinco panes y dos peces, todos lo aclaman y quieren llevarlo en triunfo, hacerlo rey. Pero cuando Él mismo explica que ese gesto es signo de su sacrificio, es decir, del don de su vida, de su carne y de su sangre, y que quien quiera seguirlo debe asimilarlo a Él, debe asimilar su humanidad entregada por Dios y por los demás, entonces no gusta, este Jesús nos pone en crisis. Preocupémonos si no nos pone en crisis, ¡porque quizás hayamos aguado su mensaje! Y pidamos la gracia de dejarnos provocar y convertir por sus “palabras de vida eterna”. Que María Santísima, que llevó en su carne al Hijo Jesús y se unió a su sacrificio, nos ayude a dar siempre testimonio de nuestra fe con la vida concreta.

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Homilía 2018 – IX Encuentro Mundial de las Familia

Llevar las palabras de vida eterna a las periferias del mundo

«Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

En este momento maravilloso de comunión entre nosotros y con el Señor, es bueno que nos detengamos un momento para considerar la fuente de todo lo bueno que hemos recibido. En el Evangelio de hoy, Jesús revela el origen de estas bendiciones cuando habla a sus discípulos. Muchos de ellos estaban desolados, confusos y también enfadados, debatiendo sobre aceptar o no sus “palabras duras”, tan contrarias a la sabiduría de este mundo. Como respuesta, el Señor les dice directamente: «Las palabras que os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6, 63).

Estas palabras, con su promesa del don del Espíritu Santo, rebosan de vida para nosotros que las acogemos desde la fe. Ellas indican la fuente última de todo el bien que hemos experimentado y celebrado aquí en estos días: el Espíritu de Dios, que sopla constantemente vida nueva en el mundo, en los corazones, en las familias, en los hogares y en las parroquias. Cada nuevo día en la vida de nuestras familias y cada nueva generación trae consigo la promesa de un nuevo Pentecostés, un Pentecostés doméstico, una nueva efusión del Espíritu, el Paráclito, que Jesús nos envía como nuestro Abogado, nuestro Consolador y quien verdaderamente nos da valentía.

Cuánta necesidad tiene el mundo de este aliento que es don y promesa de Dios. Como uno de los frutos de esta celebración de la vida familiar, que podáis regresar a vuestros hogares y convertiros en fuente de ánimo para los demás, para compartir con ellos “las palabras de vida eterna” de Jesús. Vuestras familias son un lugar privilegiado y un importante medio para difundir esas palabras como “buena noticia” para todos, especialmente para aquellos que desean dejar el desierto y la “casa de esclavitud” (cf. Jos 24, 17) para ir hacia la tierra prometida de la esperanza y de la libertad.

En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos dice que el matrimonio es una participación en el misterio de la fidelidad eterna de Cristo a su esposa, la Iglesia (cf. Ef 5, 32). Pero esta enseñanza, aunque magnífica, tal vez pueda parecer a alguno una “palabra dura”. Porque vivir en el amor, como Cristo nos ha amado (cf. Ef 5, 2), supone la imitación de su propio sacrificio, implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más grande y duradero. Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del pecado, del egoísmo, de la codicia y de la indiferencia hacia las necesidades de los menos afortunados. Este es el amor que hemos conocido en Jesucristo, que se ha encarnado en nuestro mundo por medio de una familia y que a través del testimonio de las familias cristianas tiene el poder, en cada generación, de derribar las barreras para reconciliar al mundo con Dios y hacer de nosotros lo que desde siempre estamos destinados a ser: una única familia humana que vive junta en la justicia, en la santidad, en la paz.

La tarea de dar testimonio de esta Buena Noticia no es fácil. Sin embargo, los desafíos que los cristianos de hoy tienen delante no son, a su manera, más difíciles de los que debieron afrontar los primeros misioneros irlandeses. Pienso en san Columbano, que con su pequeño grupo de compañeros llevó la luz del Evangelio a las tierras europeas en una época de oscuridad y decadencia cultural. Su extraordinario éxito misionero no estaba basado en métodos tácticos o planes estratégicos, no, sino en una humilde y liberadora docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Su testimonio cotidiano de fidelidad a Cristo y entre ellos fue lo que conquistó los corazones que deseaban ardientemente una palabra de gracia y lo que contribuyó al nacimiento de la cultura europea. Ese testimonio permanece como una fuente perenne de renovación espiritual y misionera para el pueblo santo y fiel de Dios.

Naturalmente, siempre habrá personas que se opondrán a la Buena Noticia, que “murmurarán” contra sus “palabras duras”. Pero, como san Columbano y sus compañeros, que afrontaron aguas congeladas y mares tempestuosos para seguir a Jesús, no nos dejemos influenciar o desanimar jamás ante la mirada fría de la indiferencia o los vientos borrascosos de la hostilidad.

Incluso, reconozcamos humildemente que, si somos honestos con nosotros mismos, también nosotros podemos encontrar duras las enseñanzas de Jesús. Qué difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desafiante es acoger siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es soportar la desilusión, el rechazo, la traición. Qué incómodo es proteger los derechos de los más frágiles, de los que aún no han nacido o de los más ancianos, que parece que obstaculizan nuestro sentido de libertad.

Sin embargo, es justamente en esas circunstancias en las que el Señor nos pregunta: «¿También vosotros os queréis marchar?» (Jn 6, 67). Con la fuerza del Espíritu que nos anima y con el Señor siempre a nuestro lado, podemos responder: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (v. 69). Con el pueblo de Israel, podemos repetir: «También nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!» (Jos 24, 18).

Con los sacramentos del bautismo y de la confirmación, cada cristiano es enviado para ser un misionero, un “discípulo misionero” (cf. Evangelii gaudium, 120). Toda la Iglesia en su conjunto está llamada a “salir” para llevar las palabras de vida eterna a las periferias del mundo. Que esta celebración nuestra de hoy pueda confirmar a cada uno de vosotros, padres y abuelos, niños y jóvenes, hombres y mujeres, religiosos y religiosas, contemplativos y misioneros, diáconos y sacerdotes, y obispos, para compartir la alegría del Evangelio. Que podáis compartir el Evangelio de la familia como alegría para el mundo.

Mientras nos disponemos a reemprender cada uno su propio camino, renovemos nuestra fidelidad al Señor y a la vocación a la que nos ha llamado. Haciendo nuestra la oración de san Patricio, repitamos con alegría: «Cristo en mí, Cristo detrás de mí, Cristo junto a mí, Cristo debajo de mí, Cristo sobre mí». Con la alegría y la fuerza conferida por el Espíritu Santo, digámosle con confianza: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y 2012

2009

Confianza en Dios, conscientes de nuestra fragilidad humana

Queridos hermanos y hermanas:

Desde hace algunos domingos, como sabéis, la liturgia propone a nuestra reflexión el capítulo VI del evangelio de san Juan, en el que Jesús se presenta como el “pan de la vida bajado del cielo” y añade: “Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). A los judíos que discuten ásperamente entre sí preguntándose: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (v. 52) –y el mundo sigue discutiendo–, Jesús recalca en todo tiempo: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (v. 53); motivo también para que reflexionemos si hemos entendido realmente este mensaje. Hoy, XXI domingo del tiempo ordinario, meditamos la parte conclusiva de este capítulo, en el que el cuarto evangelista refiere la reacción de la gente y de los discípulos mismos, escandalizados por las palabras del Señor, hasta el punto de que muchos, después de haberlo seguido hasta entonces, exclaman: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” (v. 60). Desde ese momento “muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (v. 66), y lo mismo sucede continuamente en distintos períodos de la historia. Se podría esperar que Jesús buscara arreglos para hacerse comprender mejor, pero no atenúa sus afirmaciones; es más, se vuelve directamente a los Doce diciendo: “¿También vosotros queréis marcharos?” (v. 67).

Esta provocadora pregunta no se dirige sólo a los interlocutores de entonces, sino que llega a los creyentes y a los hombres de toda época. También hoy no pocos se “escandalizan” ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece “dura”, demasiado difícil de acoger y poner en práctica. Hay entonces quien la rechaza y abandona a Cristo; hay quien intenta “adaptar” su palabra a las modas de los tiempos desnaturalizando su sentido y valor. “¿También vosotros queréis marcharos?”. Esta inquietante provocación resuena en nuestro corazón y espera de cada uno una respuesta personal; es una pregunta dirigida a cada uno de nosotros. Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida “en su pensar y en su querer”. Seguirlo llena el corazón de alegría y da pleno sentido a nuestra existencia, pero implica dificultades y renuncias porque con mucha frecuencia se debe ir a contracorriente.

“¿También vosotros queréis marcharos?”. A la pregunta de Jesús, Pedro responde en nombre de los Apóstoles, de los creyentes de todos los siglos: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (vv. 68-69). Queridos hermanos y hermanas, también nosotros podemos y queremos repetir en este momento la respuesta de Pedro, ciertamente conscientes de nuestra fragilidad humana, de nuestros problemas y dificultades, pero confiando en la fuerza del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, confianza libre y total del hombre en Dios; la fe es escucha dócil de la palabra del Señor, que es “lámpara” para nuestros pasos y “luz” en nuestro camino (cf. Sal 119, 105). Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por él, podemos experimentar también nosotros, como por ejemplo el santo cura de Ars, que “nuestra única felicidad en esta tierra es amar a Dios y saber que él nos ama”.

Pidamos a la Virgen María que mantenga siempre viva en nosotros esta fe impregnada de amor, que hizo de ella, humilde muchacha de Nazaret, la Madre de Dios y madre y modelo de todos los creyentes.

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2012

Hemos creído para poder conocer

Queridos hermanos y hermanas:

Los domingos pasados meditamos el discurso sobre el «pan de vida» que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm después de alimentar a miles de personas con cinco panes y dos peces. Hoy, el Evangelio nos presenta la reacción de los discípulos a ese discurso, una reacción que Cristo mismo, de manera consciente, provocó. Ante todo, el evangelista Juan –que se hallaba presente junto a los demás Apóstoles–, refiere que «desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (Jn 6, 66). ¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de Jesús, que decía: Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma mi carne y beba mi sangre vivirá para siempre (cf. Jn 6, 51.54); ciertamente, palabras en ese momento difícilmente aceptables, difícilmente comprensibles. Esta revelación –como he dicho– les resultaba incomprensible, porque la entendían en sentido material, mientras que en esas palabras se anunciaba el misterio pascual de Jesús, en el que él se entregaría por la salvación del mundo: la nueva presencia en la Sagrada Eucaristía.

Al ver que muchos de sus discípulos se iban, Jesús se dirigió a los Apóstoles diciendo: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Como en otros casos, es Pedro quien responde en nombre de los Doce: «Señor, ¿a quién iremos? –también nosotros podemos reflexionar: ¿a quién iremos?– Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Sobre este pasaje tenemos un bellísimo comentario de san Agustín, que dice, en una de sus predicaciones sobre el capítulo 6 de san Juan: «¿Veis cómo Pedro, por gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, entendió? ¿Por qué entendió? Porque creyó. Tú tienes palabras de vida eterna. Tú nos das la vida eterna, ofreciéndonos tu cuerpo [resucitado] y tu sangre [a ti mismo]. Y nosotros hemos creído y conocido. No dice: hemos conocido y después creído, sino: hemos creído y después conocido. Hemos creído para poder conocer. En efecto, si hubiéramos querido conocer antes de creer, no hubiéramos sido capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, es decir, que tú eres la vida eterna misma, y en la carne y en la sangre nos das lo que tú mismo eres» (Comentario al Evangelio de Juan, 27, 9). Así lo dijo san Agustín en una predicación a sus fieles.

Por último, Jesús sabía que incluso entre los doce Apóstoles había uno que no creía: Judas. También Judas pudo haberse ido, como lo hicieron muchos discípulos; es más, tal vez tendría que haberse ido si hubiera sido honrado. En cambio, se quedó con Jesús. Se quedó no por fe, no por amor, sino con la secreta intención de vengarse del Maestro. ¿Por qué? Porque Judas se sentía traicionado por Jesús, y decidió que a su vez lo iba a traicionar. Judas era un zelote, y quería un Mesías triunfante, que guiase una revuelta contra los romanos. Jesús había defraudado esas expectativas. El problema es que Judas no se fue, y su culpa más grave fue la falsedad, que es la marca del diablo. Por eso Jesús dijo a los Doce: «Uno de vosotros es un diablo» (Jn 6, 70).

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a creer en Jesús, como san Pedro, y a ser siempre sinceros con él y con todos.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La Iglesia, esposa de Cristo

796. La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica también la distinción de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del Esposo y de la Esposa. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como “el Esposo” (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa “desposada” con Cristo Señor para “no ser con él más que un solo Espíritu” (cf. 1 Co 6, 15-17; 2 Co 11, 2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22, 17; Ef 1, 4; 5, 27), a la que Cristo “amó y por la que se entregó a fin de santificarla” (Ef 5, 26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5, 29):

He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos... Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza [“ex persona capitis”] o en el de cuerpo [“ex persona corporis”]. Según lo que está escrito: “Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.”(Ef 5, 31-32) Y el Señor mismo en el evangelio dice: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19, 6). Como lo habéis visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal ... Como cabeza él se llama “esposo” y como cuerpo “esposa” (San Agustín, psalm. 74, 4:PL 36, 948-949).

La fidelidad y el amor absoluto de Dios

“AMEN”

1061. El Credo, como el último libro de la Sagrada Escritura (cf. Ap 22, 21), se termina con la palabra hebrea Amen. Se encuentra también frecuentemente al final de las oraciones del Nuevo Testamento. Igualmente, la Iglesia termina sus oraciones con un “Amen”.

1062. En hebreo, “Amén” pertenece a la misma raíz que la palabra “creer”. Esta raíz expresa la solidez, la fiabilidad, la fidelidad. Así se comprende por qué el “Amén” puede expresar tanto la fidelidad de Dios hacia nosotros como nuestra confianza en Él.

1063. En el profeta Isaías se encuentra la expresión “Dios de verdad”, literalmente “Dios del Amén”, es decir, el Dios fiel a sus promesas: “Quien desee ser bendecido en la tierra, deseará serlo en el Dios del Amén” (Is 65, 16). Nuestro Señor emplea con frecuencia el término “Amen” (cf. Mt 6, 2. 5. 16), a veces en forma duplicada (cf. Jn 5, 19) para subrayar la fiabilidad de su enseñanza, su Autoridad fundada en la Verdad de Dios.

1064. Así pues, el “Amén” final del Credo recoge y confirma su primera palabra: “Creo”. Creer es decir “Amén” a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de El que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad. La vida cristiana de cada día será también el “Amén” al “Creo” de la Profesión de fe de nuestro Bautismo:

Que tu símbolo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe (San Agustín, serm. 58, 11, 13: PL 38, 399).

1065. Jesucristo mismo es el “Amén” (Ap 3, 14). Es el “Amén” definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro “Amén” al Padre: “Todas las promesas hechas por Dios han tenido su `sí’ en él; y por eso decimos por él ‘Amén’ a la gloria de Dios” (2 Co 1, 20):

Por Él, con Él y en Él,

A ti, Dios Padre omnipotente

en la unidad del Espíritu Santo,

todo honor y toda gloria,

por los siglos de los siglos.

AMEN.

El matrimonio en el Señor

1612. La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por él (cf. GS 22), preparando así “las bodas del cordero” (Ap 19, 7.9).

1613. En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo −a petición de su Madre− con ocasión de un banquete de boda (cf Jn 2, 1-11). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.

1614. En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19, 8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: “lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6).

1615. Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19, 10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11, 29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8, 34), los esposos podrán “comprender” (cf Mt 19, 11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.

1616. Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5, 25-26), y añadiendo enseguida: “`Por es o dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne’. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 31-32).

1617. Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5, 26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf DS 1800; CIC, can. 1055, 2).

III. EL AMOR DE LOS ESPOSOS

2360. La sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre bautizados, los vínculos del matrimonio están santificados por el sacramento.

2361. “La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte” (FC 11):

Tobías se levantó del lecho y dijo a Sara: “Levántate, hermana, y oremos y pidamos a nuestro Señor que se apiade de nosotros y nos salve”. Ella se levantó y empezaron a suplicar y a pedir el poder quedar a salvo. Comenzó él diciendo: “¡Bendito seas tú, Dios de nuestros padres...tú creaste a Adán, y para él creaste a Eva, su mujer, para sostén y ayuda, y para que de ambos proviniera la raza de los hombres. Tú mismo dijiste: ‘no es bueno que el hombre se halle solo; hagámosle una ayuda semejante a él’. Yo no tomo a esta mi hermana con deseo impuro, mas con recta intención. Ten piedad de mí y de ella y podamos llegar juntos a nuestra ancianidad”. Y dijeron a coro: “Amén, amén”. Y se acostaron para pasar la noche (Tb 8, 4-9).

2362. “Los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud” (GS 49, 2). La sexualidad es fuente de alegría y de placer:

El Creador...estableció que en esta función (de generación) los esposos experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por tanto, los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando de él. Aceptan lo que el Creador les ha destinado. Sin embargo, los esposos deben saber mantenerse en los límites de una justa moderación (Pío XII, discurso 29 Octubre 1951).

2363. Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de la pareja ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.

Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y la fecundidad.

La fidelidad conyugal

2364. El matrimonio constituye una “íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias”. Esta comunidad “se establece con la alianza del matrimonio, es decir, con un consentimiento personal e irrevocable” (GS 48, 1). Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro. Ya no son dos, ahora forman una sola carne. La alianza contraída libremente por los esposos les impone la obligación de mantenerla una e indisoluble (cf CIC, can. 1056). “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mc 10, 9; cf Mt 19, 1-12; 1 Co 7, 10-11).

2365. La fidelidad expresa la constancia en el mantenimiento de la palabra dada. Dios es fiel. El sacramento del matrimonio hace entrar al hombre y la mujer en la fidelidad de Cristo para con su Iglesia. Por la castidad conyugal dan testimonio de este misterio ante el mundo.

S. Juan Crisóstomo sugiere a los jóvenes esposos hacer este razonamiento a sus esposas: “te he tomado en mis brazos, te amo y te prefiero a mi vida. Porque la vida presente no es nada, mi deseo más ardiente es pasarla contigo de tal manera que estemos seguros de no estar separados en la vida que nos está reservada... pongo tu amor por encima de todo, y nada me será más penoso que no tener los mismos pensamientos que tú tienes” (hom. in Eph. 20, 8).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Cristo amó a su Iglesia

Con este Domingo se concluye el ciclo de los Evangelios sacados del capítulo sexto de Juan. Asistimos al dramático epílogo del discurso entero. Algunos han encontrado duro de entender lo que Jesús ha dicho y se van. Él, entonces, dirigiéndose a los apóstoles les dice:

«¿También vosotros queréis marcharas?» Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna».

Los apóstoles en este momento hacen la elección definitiva por Cristo. Si hasta ahora lo habían seguido pensando que él habría cumplido sus sueños terrenos, ahora saben que es necesario renunciar a todos los propios sueños terrenos para seguirle. Esta elección permanecerá definitiva para todos hasta la muerte, excepto para uno, Judas.

Escuchando este Evangelio, también nosotros estamos invitados a renovar nuestra elección por Cristo. En el pasado, se advertía menos la necesidad de esta elección personal, porque habíamos sido llevados a ser cristianos por tradición y por costumbre; pero, ahora, ya no es así. Al igual como en el amor, los jóvenes ya no aceptan más hoy en día que sean los padres los que escojan para ellos con quién deben casarse; así, igualmente, en el hecho de la religión, ya no nos podemos contentar con las elecciones hechas por otros, en vez de nosotros, sin hacerlas propias y ratificarlas. Todo esto es un bien y un progreso; pero, crea también responsabilidades. Quiero decir que es necesario optar, decidirse. Lo peor sería no aceptar que los otros escojan por nosotros y ni siquiera nosotros mismos llegáramos a elegir.

Esta vez, sin embargo, nuestra reflexión se concentrará en la segunda lectura, porque contiene un tema importante, que no podemos dejar pasar inadvertido. Leamos una parte:

«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrada... para colocada ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada... Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia... Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia».

El Apóstol está exhortando a amarse y respetarse entre sí a los esposos cristianos; y el motivo más fuerte que aduce es el ejemplo de lo que hace Cristo en su relación con la Iglesia, su mística esposa. El matrimonio, desde el punto de vista religioso, encuentra su máxima dignidad en el hecho de que es imagen de la relación Cristo-Iglesia. Por una vez, dejamos aparte el discurso sobre el matrimonio humano (hemos hablado varias veces) y, por el contrario, nos centramos en el tema de la Iglesia. Existe una enorme necesidad, vista la confusión a su respecto, que hay por ahí entre los mismos creyentes.

La afirmación del Apóstol «Cristo amó a su Iglesia» sobreentiende una pregunta; la hace casi como sonar en el aire: «Cristo ha amado a la Iglesia ¿Y tú?» Se oye repetir frecuentemente: «Cristo sí, la Iglesia no». En algunas partes del mundo, existe un término

Propio para designar esta categoría de creyentes: los unchurched Christians, los cristianos sin Iglesia. Más que criticar o condenar este planteamiento, yo quisiera esforzarme por entenderlo, para ayudar, si es posible, a alguno a superarlo.

Una de las causas principales del equívoco, casi siempre, es que cuando se dice «Iglesia» se entiende en realidad «al papa, a los obispos y a los sacerdotes», esto es, a la jerarquía de la Iglesia. Éste es el sujeto sobreentendido cuando se dice: «La Iglesia se equivoca aquí, la Iglesia se equivoca allá; ¿por qué la Iglesia ha dicho?; ¿por qué la Iglesia ha hecho?» Es una mentalidad, que la jerarquía misma en el pasado ha contribuido a crear; pero, está absolutamente superada. La Iglesia no es «el papa, los obispos y los sacerdotes» al igual como Italia o cualquier otro país no son sólo sus gobernantes. Es «el pueblo de Dios», esto es, el conjunto de los bautizados. El concilio Vaticano II lo ha afirmado con energía (cfr. constitución dogmática «Lumen gentium» sobre la Iglesia). ¡La Iglesia somos todos nosotros!

Si comprendemos esto, cambia también nuestro modo de ver la Iglesia. Si uno mira desde el exterior, desde la calle pública, hacia las vidrieras de una antigua catedral no verá (hacednos caso cuando visitáis una iglesia) más que pedazos de vidrio oscuros, tenidos juntos, con tiras de plomo, con el mismo color oscuro. Pero, si una entra en la catedral y mira la misma vidriera desde el interior, a contraluz, entonces, aparece como un espectáculo de colores y de formas, que te hacen permanecer casi sin respiración. Sucede lo mismo con la Iglesia. Quien la mira como observador externo, con los ojos de sus enemigos y de los no creyentes, no ve más que miserias a no acabar; pero, quien la mira desde dentro, con los ojos de la fe, sintiéndose parte de ella, verá lo que veía Pablo: ¡un grande y maravilloso «misterio»! (cfr. Efesios 5, 32; 3, lss.; 1 Timoteo 3, 15s.).

Otra fuente de equívoco es que en la Iglesia no se distingue el alma del cuerpo. La Iglesia, como cada organismo viviente, tiene un cuerpo, más o menos hermoso, joven, atrayente, y tiene también un alma. Su cuerpo es la realidad visible y social, hecha de personas, ritos, tradiciones, leyes, con una historia a las espaldas no siempre irreprensible. Su alma es la salvación, de la que es portadora, es el reino de Dios, es el Espíritu Santo. Es la comunión invisible que hay entre todos los justos y santos, pasados, presentes y futuros. Como en un hombre no es posible matar el cuerpo y mantener con vida el alma, así no es posible aceptar sólo la Iglesia invisible y espiritual, rechazando su expresión histórica y visible. Sólo al final del universo, el bien y el mal serán definitivamente separados en el mundo y en la Iglesia; hacerlo antes, ha explicado Jesús, significaría destruir no sólo la cizaña sino también el buen grano (cfr. Mateo 13, 24ss.). Por suerte, diría yo, que es así. «Si en este mundo no hubiere más que mal, ¿quién se resignaría a vivir? Y si no hubiese más que bien, ¿quién se resignaría a morir?» (G. Thibon).

Todos soñamos en una Iglesia humilde, pobre, evangélica, separada del poder, toda y sola dedicada al servicio del hombre. Pero, para que seamos capaces de cultivar un ideal como éste, ¿por qué la Iglesia no lo ha dado a conocer y lo tiene vivo en el mundo? ¿Habríamos tenido un Francisco de Asís sin la Iglesia? No se puede despreciar la dura corteza de un árbol y, al mismo tiempo, chupar con abundancia la linfa o savia transmitida y protegida por esta misma corteza.

Se dice a veces: «Pero, ¿cómo?, ¿y la incoherencia de la Iglesia?, ¿y los escándalos hasta de algunos papas?» Es muy indiscutible y hoy lo reconocemos sin medios términos. Pero, Dios ha decidido manifestar su gloria y su omnipotencia precisamente a través de esta llamativa debilidad e imperfección de los hombres, comprendidos los «hombres de Iglesia». El Hijo de Dios ha venido a este mundo, decía el escritor escocés Bruce Marshall, y, como buen carpintero que era, ha recogido los pequeños trozos de madera más descompuestos y nudosos, que ha encontrado, y con ellos ha construido una barca, la Iglesia, que la tiene en el mar desde hace dos mil años, no obstante todo. Basta pensar quiénes fueron y qué hicieron las personas que él mismo escogió para apóstoles: Judas, Pedro y los demás... A Jesús no le interesa tanto que los pastores de su Iglesia sean perfectos cuanto que sean misericordiosos.

Por lo demás, estemos atentos a no apuntar tan fácilmente el dedo a las «manchas y arrugas» de la Iglesia, ¡porque somos nosotros mismos quienes se las procuramos! Yo estoy convencido que la Iglesia tendría un arruga menos, si yo en mi vida hubiese cometido un pecado menos. A Lutero, que le reprochaba permanecer en la Iglesia católica, no obstante su «corrupción», Erasmo de Rotterdam le respondió un día: «Yo soporto esta Iglesia en espera de que llegue a ser mejor, desde el momento en que ella está obligada a soportarme a mí en espera de que yo llegue a ser mejor».

El escritor francés Saint-Exupéry, en un momento oscuro de su patria bajo la ocupación nazista, escribía algunos pensamientos, que cada creyente podría hacer propios respecto a la Iglesia: «Dado que yo soy uno de esos, yo no renegaré de los míos, cualquier cosa que hagan. No predicaré contra ellos delante de extraños. Si es posible tomar su defensa, les defenderé. Si me cubren de vergüenza, esconderé esta vergüenza en mi corazón y callaré. Cualquier cosa que yo piense de ellos, entonces, no serviré nunca de testigo de cargo. Un marido, él mismo, no va de casa en casa a informar a los vecinos que su mujer es una prostituta: con tal modo no salvaría su honor. Dado que su esposa es de su propia casa, no puede hacerse persona excelente en contra de ella. Más bien, una vez vuelto a casa, él dará desahogo a su cólera» (Pelota de guerra 24).

No se ha dicho que todos y siempre se deba callar en la Iglesia; pero, es necesario ver el espíritu con que se hace. Cuando se nos identifica con la Iglesia y nos sentimos solidarios con ella en el bien y en el mal «una vez, vuelto a casa», diría Saint-Exupéry), Dios puede mandar igualmente al más dócil hijo de la Iglesia, como eran Rosmini, don Primo Mazzolari, don Milani y tantos otros, a levantar la voz contra las «llagas» y la incoherencia de la Iglesia, pagando en persona, si es necesario.

No esperemos, por lo tanto: a nuestra muerte para «volver de nuevo» a la Iglesia; volvamos vivos con nuestros pies si es posible aún. Es deprimente ver cuántos, después de una vida de absoluto desinterés, vuelven de nuevo a incorporarse a la iglesia para recibir el así llamado «extremo saludo» o santa unción. Esto servirá para salvar las apariencias, no para salvar el alma.

Como conclusión, recordemos la pregunta, que nos hemos planteado al inicio: «Cristo amó a su Iglesia. ¿Y tú?»

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Palabra de Jesús que compromete

«La Palabra de Dios es Espíritu y vida. Jesús, el Hijo de Dios, tiene palabras de vida eterna. Quien cree en su Palabra y la cumple hace la voluntad de Dios, y Él lo resucitará en el último día.

Pero algunos se escandalizan y cierran los ojos para no ver, y los oídos para no oír, y prefieren la oscuridad a la luz, para que no se vean sus malas obras, porque la Palabra compromete, y obliga, a quien la escucha y la cree, a vivir en coherencia, dando testimonio de su fe.

Dios Padre, a través de su Palabra y de su divina providencia, atrae a los hombres a Cristo, para que vayan a Él, porque está escrito que nadie va al Padre si no es por el Hijo. Por tanto, para ir al Padre es necesario creer en el Hijo. Y el que cree hace lo que Él dice.

Cree tú, y pídele a Dios Padre que te conceda tener un verdadero encuentro con Cristo, para que se abran tus ojos y veas, y se abran tus oídos y escuches, y se encienda tu corazón con la llama de su amor, provocando tu conversión, para que lo sigas.

Porque si no vas a Él ¿a quién irás? Jesucristo es el Santo de Dios, en quien se encuentra la verdadera felicidad.

Su Carne es verdadera comida y su Sangre es verdadera bebida de salvación. Él es el pan de la vida.

Créelo, porque si no crees en Él ¿en quién creerás?

Haz la prueba, nada perderás. Cree y verás qué bueno es el Señor».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

También hoy necesitamos la fe

La enseñanza de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún sigue siendo actual. Aquel día Nuestro Señor había revelado claramente el misterio de la Eucaristía y eso provocó el estupor de muchos. Al no comprender que pudiera darles a comer su propio cuerpo bastantes le abandonaron. Se trataba ciertamente de una afirmación asombrosa. Pero, ¿acaso no era también sorprendente que hubiera alimentado con muy pocos panes y unos peces a una multitud? ¿Y qué decir de los leprosos limpiados, de los ciegos que recobraron la vista o de los muertos resucitados? Aquellos prodigios no habían provocado el enojo de la gente como lo provocó su enseñanza en la sinagoga de Cafarnaún: nadie le abandonó por verse libre de un mal.

Ya entonces, como hoy, la gente se subleva, no tanto contra lo incomprensible cuanto contra lo molesto. Lo incomprensible, por extraño a lo razonable que pareciera, se aceptaba, incluso muy pacíficamente y con agrado, si iba acompañado de algún bien sensible para los espectadores. En alguna ocasión, incluso –cuando alimentó a los cinco mil hombres milagrosamente–, quisieron proclamarlo rey. Pero ese entusiasmo por Jesús no se debía a que le hubieran reconocido, por fin, como Mesías, sino, como afirmó el mismo Jesús, porque habían comido hasta saciarse. En cambio, cuando con la autoridad de que le investían tantos prodigios en favor del pueblo, quiere hacerse respetar y que acepten sus enseñanzas, útiles para la salvación eterna de ese mismo pueblo, entonces ya –como no experimentan un beneficio inmediato– no le aceptan. En esas ocasiones más bien quisieron despeñarlo, apedrearlo, matarlo.

También en nuestros días es demasiado frecuente, por desgracia, encontrar personas que rechazan francamente el cristianismo y la figura misma de Jesús de Nazaret, porque su doctrina no se adecua sus gustos. En bastantes casos es desautorizada, sin querer entrar en si es de origen divino y, por tanto, tendrían que reconocerla como autoridad indiscutible. La desautorizan, sin intentar mostrar su falta de autoridad y verdad, con sólo señalar que no está de acuerdo con sus criterios. Posiblemente no se dan cuenta, pero con esa actitud pretenden convertirse en dioses, señores del bien y del mal.

Sin duda estamos convencidos de que lo más cómodo, lo más sencillo, lo que nos podría traer más beneficios materiales, no es precisamente lo más justo, lo bueno. Reconozcamos, entonces, que lo que halaga al propio yo no puede ser criterio irrefutable de conducta. No se tratará, desde luego, de mortificar sistemáticamente todo lo que agrada. Pero reconozcamos que a veces lo agradable no es bueno y es preciso contar con otro criterio, aparte del gusto, para que la conducta sea realmente cristiana, como deseamos. Criterio al que decidiremos atenernos siempre, independiente de si nos gusta. Únicamente así nos sentiremos libres de la coacción interior de actuar habitualmente por capricho.

Los cristianos aceptamos que Jesucristo es Dios todopoderoso y con una bondad sin medida, pues lo reconocemos autor de infinidad de prodigios en favor de los hombres. A algunos, que se dicen cristianos, les cuesta reconocer que no pierde Jesús su majestad ni su bondad infinitas, cuando con señorío manifiesta su autoridad sobre los hombres, exigiendo modos de conducta contrarios a sus opiniones. Lo lógico sería pensar que así como busca lo mejor para el hombre por medio de sus milagros, del mismo modo desea lo mejor con sus preceptos. Por otra parte, la autoridad de que le invisten sus prodigios debería ser garantía de toda otra actividad suya.

Reconoce san Juan que, así como hasta ese día tuvo muchos seguidores –recordemos que le seguía por millares– a partir de entonces, cuando les manifestó que debíamos alimentarnos de su misma vida: con su cuerpo y con su sangre, muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Necesitaban comprender. Como no les parecía razonable –es dura esta enseñanza, protestaban–, como no podían medir a Dios con el chato metro de su inteligencia, seguramente pensaron que en un instante Jesús había perdido toda su autoridad.

No es demasiado distinta la actitud de algunos cristianos de nuestros días a la de aquellos primeros seguidores de Cristo. Muy posiblemente no se plantean como cristianos dudas acerca del misterio de la Eucaristía, que Jesús anunció aquel día en la sinagoga de Cafarnaún. Pero es posible que igual que aquellos que se echaron atrás y ya no andaban con él, porque no tuvieron fe en sus palabras, también algunos que hoy se dicen cristianos acaban rechazando de hecho a Cristo y al Cristianismo porque no quieren aceptar con fe las enseñanzas de la Iglesia que no entienden o les incomodan.

Si nos sabemos en camino hacia otra Patria, que es la Vida Eterna para siempre, queramos contemplar cada circunstancia de este mundo sólo con los ojos de la fe. Así miraba María, nuestra Madre, cada detalle, cada persona, cada momento triste o feliz. Que tampoco nosotros queramos engañarnos, porque con la luz de la inteligencia sólo, no llegamos a captar las más grandes verdades: las que se conocen por la fe y porque Dios nos las quiso revelar.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Volver a elegir a Jesucristo

Existe una ley que gobierna las relaciones entre Dios y el hombre; la liturgia de hoy –quizás por primera vez– nos ayuda a descubrirla y nos invita a reflexionar sobre ella: el amor de Dios es gratuito y se anticipa a cualquier gesto o mérito del hombre (“Soy yo quien los eligió a ustedes”), pero el hombre no puede permanecer pasivo e inerte frente a todo esto; debe aceptar libremente y ratificar esa elección, eligiendo a su vez a Dios el monólogo del amor de Dios debe hacerse diálogo gracias a la respuesta del hombre. La liturgia de hoy ha sacado de las Escrituras dos pasajes que describen el momento dramático en que Dios exige abiertamente al hombre esta elección. Yahvé había elegido al pueblo hebreo, lo había colmado de beneficios; todo eso en forma libre y gratuita (era un pueblo inferior a los otros), lo había elevado como sobre las alas de un águila. Ahora que este pueblo está a punto de tomar posesión de la tierra prometida, él le exige una decisión: ¿A quién eligen? ¿A Yahvé o a los dioses extranjeros? Los dioses de “más allá del río” exigen menos, son más cómodos: no prohíben esto y aquello; no imponen no robar, no fornicar, no matar.

La prueba es real, no ficticia. Ese día, la respuesta fue: ¡elegimos a Dios! Y así, finalmente, el pueblo pudo entrar en posesión de la tierra prometida.

Pasando ahora al Evangelio, encontramos una experiencia análoga. Jesús ha elegido discípulos; se ha vuelto un padre para ellos; algunos eran pescadores, otros, publicanos, otros, zelotas, es decir, toda gente que vivía al margen de la ley y de la religión hebrea. Sin embargo, llega el momento en el que también a ellos se les plantea la dramática alternativa: elijan: ¿quieren quedarse conmigo o irse? Son libres; en efecto, algunos se van y otros se quedan; se quedan los Doce que formarán la Iglesia, pero ya no se quedan como antes, sin compromiso; ahora saben que lo han elegido para la vida y para la muerte: Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios.

Naturalmente, ahora se impone que apliquemos a nosotros la verdad que las Escrituras nos han revelado. También nosotros, como el pueblo elegido y como los primeros discípulos de Jesús, hemos sido elegidos; elegidos como objeto de su amor, admitidos en la familia de Dios en el Bautismo, admitidos a su misma mesa en la Eucaristía, admitidos a la “feliz esperanza” de la venida de su Reino (Tit. 2. 13). En el lenguaje del Nuevo Testamento, elegidos (electo es el término habitual con el que se designa a los que creen en Cristo).

Por nuestra parte, nosotros hemos elegido a Dios. Lo hicimos la primera vez en ocasión del Bautismo, cuando proclamamos querer creer en Cristo– y en nadie más. Pero nuestras elecciones son inestables, mutables como lo es nuestra misma naturaleza de hombres; no hay nada definitivo e irreversible en nuestra vida sino la muerte; siempre nos tienta mirar hacia atrás después de haber puesto la mano sobre el arado (cfr. Lc. 9, 62). De hecho, nuestra vida se parece a una tela de Penélope: es un continuo hacer y deshacer propósitos, un oscilar continuo entre los dos polos de atracción que son Dios y el mundo (o Dios y los ídolos paganos).

Y he aquí, entonces, que se introducen en nuestro corazón los ídolos; hay un becerro de oro en el corazón de todo hombre. Basta con escucharnos mientras hablamos para descubrir cuál es éste ídolo, ya que –como dijo Jesús–, la boca habla de aquello que abunda en el corazón (cfr. Mt. 12. 34).

Se establece así un régimen equívoco de compromiso; se sirve tácitamente a dos señores. Sin embargo, Dios detesta este compromiso: ¡Nadie puede servir –dice– a dos señores! (Mt. 6, 24). ¿Acaso Dios es celoso? ¡Sí! Josué se lo recordaba al pueblo justamente en el contexto del pasaje escuchado hoy: No podrán servir al Señor... porque él es... un Dios celoso (Jos. 24. 19). Ningún corazón es dejado más libre para todos los afectos verdaderos y puros que el corazón de quien ha elegido a Dios. No es de estos afectos de los que Dios siente celos: ¡los ha creado y querido él! Dios no tolera los amores desordenados que no vienen de él sino del maligno; que no están orientados hacia él, como el sano amor humano en sus variadas expresiones: no tolera, en otras palabras, compartir el corazón del hombre con su peor enemigo, que es el pecado. No se puede hacer de su templo una cueva de ladrones o un nido de serpientes, y pretender que él habite allí adentro.

De tal situación de compromiso, siempre al acecho, se sale renovando la opción o elección fundamental de nuestra vida: la que hicimos en el Bautismo cuando nos preguntaron: ¿Quieres ser bautizado? Y nosotros respondimos: ¡Sí, lo quiero! Es necesario renovar esta elección fundamental en los momentos de crisis, cuando tal elección es necesaria para seguir estando con claridad de parte de Cristo; es necesario que también en la vida del cristiano, como en la del pueblo elegido, haya periódicamente una “renovación de la alianza”.

Sin embargo, no sólo en los momentos de crisis personal, sino también en los momentos de crisis de una entera sociedad y de una cultura, como es aquella en la que nos encontramos. Nunca como hoy los cristianos se encontraron frente a aquella pregunta perentoria de Jesús: “¿Ustedes también quieren irse?”. Todos los días nos enteramos de alguien que “se echa atrás y ya no va con él”, porque considera que su discurso (por ejemplo, el que hace sobre el matrimonio indisoluble, sobre llevar la cruz, sobre buscar primero el Reino de Dios) es demasiado duro. Vivimos en una época de decisión en la cual ya no es posible ser cristianos por hábito o porque lo han sido los padres. Es necesario elegir. Muchos de nosotros parecen no haberse dado cuenta de esto porque siguen, en su vida, haciendo cosas diametralmente opuestas: siguen doblando una rodilla ante Dios y la otra ante Baal, como el profeta Elías se lo reprochaba a sus contemporáneos: (1 Rey. 18. 21). A gente así se la ve pasar, con gran desenvoltura, de la plegaria a la blasfemia, del escuchar el Evangelio de Jesús al escuchar con entusiasmo el evangelio del mundo, que a menudo es ateísmo; se la ve salir de la Misa y pasar por lo del diariero, o ir al cine para leer o ver cosas que son totalmente irrisión y desprecio por la moral y la fe cristiana. A un grupo de cristianos que, en su época, pensaban también que tenían los pies sobre los dos estribos (sobre la ley hebrea y sobre Jesucristo), san Pablo escribió: No se engañen, nadie se burla de Dios (Gál. 6, 7). Lo que hacen muchos cristianos, hablando en forma objetiva, es justamente esto: burlarse de Dios.

Veamos, por lo tanto, cuál es la urgencia de elegir, de decidirnos, de ponernos de una o de otra parte, antes de que se haga demasiado tarde y sea Dios quien nos ubique en un lado o en otro bien determinado: ¡a su izquierda!

A quien decide volver a elegir a Jesucristo, la misma lectura bíblica le sugiere qué es lo primero que debe hacerse: ¡Alejen de ustedes a los ídolos! (cfr. Jos. 24, 23). Que cada uno trate de identificar a su ídolo, aquel que en su corazón hace de altar opuesto a Dios. Habitualmente, se decía, es aquello de lo que hablamos más a menudo.

En este momento, nuestra elección debe tomar un carácter comunitario. En Siquem, fue toda la comunidad de Israel, reunida en asamblea con Josué, la que eligió al Señor y dijo con solemnidad: Nosotros sentiremos al Señor nuestro Dios, y escucharemos su voz. En Cafamaún, fue la primera comunidad apostólica todavía fiel la que dijo junto con Jesús: Señor ¿a quién recurriremos? ¡Nosotros creemos en ti! En este momento, debemos ser nosotros, como comunidad cristiana reunida para la asamblea eucarística, quienes hagamos juntos esta elección, quienes recalquemos que queremos seguir a Jesús porque hemos comprendido que él, sólo él, tiene para nosotros palabras de vida eterna.

Damos este significado de nueva elección consciente y querida de Dios y de Jesucristo, a la palabra que ahora nos hace en tonar la liturgia: “¡Creo en un solo Dios!”

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

La fidelidad a Dios, que es quien nos ha dado garantías de eternidad, pide que ante esas cosas que Él nos pide no se alce la crítica y le abandonemos moviendo con desaprobación la cabeza: “muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él”. Debemos emular la contestación de los israelitas a Josué: “lejos de nosotros abandonar al Señor”; y la de Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Dice Von Hildebrand, que “un hombre cuya fe y amor no se presenta como inconmovible, no creería realmente, ni amaría. Una vivencia auténtica de estas actitudes implica necesariamente la sensación de que nada puede destruirlas. Un amante que dice: Te amo ahora, pero no me atrevo a decir por cuánto tiempo, no ama, porque pertenece a la esencia de la fe, a la esencia de una decisión solemne y profunda, a la verdadera esencia del amor, decir: Nada puede cambiarlo ni modificarlo”.

La amistad que Dios quiere establecer con el hombre, la común unión es tan estrecha, que Jesús la ilustra con esta escandalosa propuesta de comer su carne y beber su sangre. “Entre los tabúes más rigurosos del hebraísmo, recuerda Messori, estaba la abstención de sangre. Precepto que conservan incluso algunos grupos de cristianos de estricta interpretación literal bíblica como los Testigos de Jehová, que, como es sabido, prefieren morir antes de someterse a transfusiones, por considerar esa práctica como un alimentarse de sangre. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que en el primer concilio de la iglesia naciente, los jefes de la comunidad deciden mantener únicamente las cosas necesarias del hebraísmo; y, entre ellas, precisamente el abstenerse de sangre”. Este es un rasgo más de la sinceridad de los evangelistas al transmitirnos las palabras de Jesús.

La fe y la fidelidad al Señor suponen no sólo creer lo que no se ve sino aceptar sin reservas lo que no se entiende pero estamos ciertos de que Dios lo quiere. “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios”, debemos decir con San Pedro.

En este mundo todo se acaba, todo está sujeto a la ley del envejecer y morir. Jesucristo es lo permanente. ¿No es desconcertante que quien tuvo unos comienzos tan modestos en Belén y luego fracasó en una cruz como un bandido haya galvanizado el corazón de millones de personas y resistido a lo largo de siglos tantos embates? Sería una empresa imposible borrar hoy el nombre de Jesucristo y suprimir el afecto que le profesan tantas almas. Cristo está vivo; y para esta permanencia, única en la Historia, no existe explicación humana. ¡No lo dudemos! El futuro es de los creen que “sólo Él tiene palabras de vida eterna”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

El pueblo renueva su Alianza con Dios. La resolución de servirle no admite dudas. Lo mucho que ha hecho Dios por su pueblo era el motivo de fidelidad.

¿Qué harán todos aquellos discípulos ante lo mucho que les queda por oír acerca de los misterios de Jesús y el Padre? Si no han sido capaces de asimilar estas verdades, ¿qué sucederá en el futuro? Jesús recordará que es el “Espíritu el que da la vida” y que, como ya le dijo a Nicodemo, “aquí la carne nada vale”.

El desafío a los “Doce” es la ocasión que aprovecha san Juan para llamar por vez primera así a los que hasta ahora había denominado como discípulos. Reaccionaron como debían: “Tú tienes palabras de vida eterna”. Lo mismo que los israelitas proclamaron “¡Lejos de nosotros abandonar al Señor!”, ahora los Doce harán lo propio.

¿Qué impresión causarían el Papa y los obispos si, ante la oleada de críticas que constantemente suscita su doctrina en sectores de la sociedad, “rebajaran” las exigencias del Evangelio a fin de hacerse más “simpáticos” y “caer bien”? Con un pensamiento o una doctrina se puede estar de acuerdo o no. Pero, desde luego, hay algo muy cierto que hay que proclamar: una doctrina coherente consigo misma y que no abdica de lo fundamental, es algo muy serio.

— “La fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo». Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas” (108).

— “La práctica de las palabras del Señor está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los profetas» (Mt 7, 12)” (1970; cf. 1971).

— “«La palabra de Dios, que es fuerza de Dios para la salvación del que cree, se encuentra y despliega su fuerza de modo privilegiado en el Nuevo Testamento» (DV 17). Estos escritos nos ofrecen la verdad definitiva de la Revelación divina. Su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y su glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo” (124).

— “El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: «Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» (Jn 6, 60). La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo... «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67): esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo” (1336).

— “Nosotros también seremos dignos de estos bienes si siempre seguimos a nuestro Salvador, y, si no solamente en esta Pascua nos purificásemos, sino toda nuestra vida la juzgásemos como una solemnidad, y siempre unidos a Él y nunca apartados le dijésemos: «Tú tienes palabras de vida eterna, ¿adónde iremos? Y si alguna vez nos hemos apartado, volvamos por la confesión de nuestras trasgresiones, no guardando rencor contra nadie, sino mortifiquemos con el espíritu los actos del cuerpo»” (San Atanasio, cart. 10).

Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez, la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Seguir a Cristo.

– Nosotros, como los Apóstoles, seguimos a Jesús para siempre, como meta a la que se encaminan nuestros pasos.

I. La Primera lectura de la Misa nos relata el momento en que el pueblo de Dios, atravesado ya el Jordán, está para entrar en la Tierra Prometida. Josué convocó a todas las tribus de Israel en Siquén, y les dijo: Si os parece mal servir al Señor, se os da a elegir; elegid hoy a quién queréis servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres en Mesopotamia, o a los dioses amorreos en cuya tierra habitáis, que yo y mi casa serviremos al Señor. Y contestó el pueblo: Lejos de nosotros abandonar al Señor... Nosotros serviremos al Señor, porque Él es nuestro Dios.

También en el Evangelio de la Misa plantea Jesús a sus discípulos por quién se quieren decidir. Después del anuncio de la Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaún, muchos discípulos abandonaron al Maestro porque les parecieron duras de aceptar sus palabras sobre el misterio eucarístico. Jesús se ha quedado con sus más íntimos, y quiere reafirmar la amistad y la confianza sin condiciones de los suyos. Entonces, el Señor se volvió a los que le habían seguido día tras día, y les preguntó: ¿También vosotros queréis marcharos? Y Pedro, en nombre de todos, le dice: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de Dios. Los Apóstoles dicen que sí una vez más a Cristo. ¿Qué va a ser de ellos sin Cristo? ¿Adónde van a encaminar sus pasos? ¿Quién colmaría las ansias de su corazón? La vida sin Cristo, entonces y ahora, no tiene sentido.

También nosotros hemos dicho que sí, para siempre, a Jesús. Hemos abrazado la Verdad, la Vida, el Amor. La libertad que Dios nos ha dado la hemos dirigido en la única dirección acertada. Aquel día en el que el Señor se fijó de modo particular en nosotros, le confiamos que Él sería la meta a la que se encaminarían nuestros pasos; y después de aquel momento, en otras muchas ocasiones, le hemos dicho: Señor, ¿a quién iremos? Sin Ti nada tiene sentido.

Hoy es buena ocasión para examinar cómo es nuestra entrega al Señor, si dejamos con alegría a un lado todo lo que nos aparte del seguimiento del Señor... ¿Quieres tú pensar –yo también hago mi examen– si mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que sí?. Decir que sí al Señor en todas las circunstancias significa también decir no a otros caminos, a otras posibilidades. Él es el Amigo; sólo Él tiene palabras de vida eterna.

– Las señales del camino y la libertad.

II. Como aquellos discípulos que reafirmaron en Cafarnaún su plena adhesión a Cristo, muchos hombres y mujeres de todos los tiempos y razas, después de haber andado quizá largo tiempo en la oscuridad, un día encontraron a Jesús, y vieron abierto y señalizado el camino que les conducía al Cielo, así también ocurrió en nuestra vida; por fin, nuestra libertad no sólo servía ya para ir de un lado a otro sin rumbo fijo, sino para caminar hacia un objetivo: ¡Cristo! Entonces comprendimos el carácter sorprendentemente alegre de la libertad que elige a Jesús y lo que nos acerca a Él, y rechaza lo que nos separa, porque la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía. El norte de nuestra libertad, lo que marca en todo momento la dirección de nuestros pasos, es el Señor, pues sin Él, ¿a quién iremos?, ¿en qué gastaríamos estos cortos días que Dios nos ha dado?, ¿qué vale la pena sin Él?

Para muchos, desgraciadamente, la libertad significa seguir los impulsos o los instintos, dejarse llevar por las pasiones o por lo que les apetece en un momento dado. En realidad, estos hombres –¡tantos!– están olvidando que “la libertad es ciertamente un derecho humano irrenunciable y básico, pero que ella no se caracteriza por el poder de elegir el mal, sino por la posibilidad de hacer responsablemente el bien, reconocido y deseado como tal”. Un hombre que tenga un equivocado y pobre concepto de la libertad rechazará toda verdad, que proponga una meta válida y obligatoria para todos los hombres, porque le parecerá como un enemigo de su libertad. Si hemos elegido a Cristo, si Él es el verdadero objetivo de nuestros actos, por encima de cualquier otro, todo aquello que nos indique cómo progresar hacia Él o nos señale los obstáculos que de Él nos separan lo veremos como un bien inmenso, como una valiosa orientación por la que nos sentimos hondamente agradecidos. El viajero que se dirige a una región desconocida consulta un mapa, pregunta a quien conoce el camino y sigue las señales de la carretera, y lo hace con interés, pues desea llegar a su destino. De ninguna manera se siente coartado en su libertad, ni considera una humillación depender de mapas, señales y guías para llegar a donde se ha propuesto. Si estaba inseguro o comenzaba a sentirse algo perdido, las señales que encuentra son para él motivo de alivio y de agradecimiento.

De hecho, con frecuencia nos fiamos más de los mapas o de las señales de carretera que de nuestro propio sentido de orientación, de cuya poca fiabilidad tenemos sobrada experiencia. Cuando aceptamos esas señales no experimentamos ninguna sensación de imposición; más bien las recibimos como una gran ayuda, un nuevo conocimiento, que pronto convertimos en algo propio. Esto ocurre con los Mandamientos de Dios, con las leyes y enseñanzas de la Iglesia, con el consejo que recibimos en la dirección espiritual o el que pedimos ante una situación comprometida... Son señales que, de modo diverso, garantizan nuestra libertad, la elección libre que hicimos de seguir a Cristo, dejando a un lado otros caminos que no llevan a donde queremos ir. “La autoridad de la Iglesia, en sus enseñanzas de fe o de moral, es un servicio. Es la señalización del camino que lleva al Cielo. Merece toda confianza, porque goza de una autoridad divina. No se impone a nadie. Se ofrece, sencillamente, a los hombres. Y cada uno puede, si quiere, apropiarse de ella, hacerla suya...”.

No nos debe sorprender si alguna vez esas señales indicadoras de las que Dios se sirve nos conducen a dejar senderos o avenidas que parecen más gratos, para escoger otros más empinados y duros. Aunque esa elección sufra las protestas de nuestra comodidad, siempre tendremos la alegría, también cuando sintamos las asperezas del terreno, de que nuestra vida tiene un formidable objetivo, que escogimos quizá hace ya un buen número de años o, por el contrario, hace apenas unos días. Vamos a la cumbre, y allí nos espera Cristo.

– La verdadera libertad. Renovar nuestra entrega al Señor.

III. Las señales que el Señor nos va dando son de fiar; no son restricciones impuestas al hombre, no son cargas onerosas: son brillantes puntos de luz que iluminan el camino, para que lo podamos ver y recorrer con confianza. Quien trata de responder sinceramente a las gracias de Dios, experimenta que en el seguimiento de Jesús encuentra la libertad. Al escuchar su voz, uno ve, por fin, clara su senda: “los mandamientos entonces no se sienten ya como una imposición que viene de fuera, sino como una exigencia que nace de dentro, y a la cual, por tanto, la persona se somete de buen grado, libremente, porque sabe que, de este modo, puede realizarse en plenitud”. Y se toma la decisión propia y personal, por la que buscamos el bien en el trabajo, en la diversión legítima, en la familia, en la amistad..., en todo lo noble; una decisión muchas veces renovada, por la que nos adherimos a Cristo y así realizamos la plenitud a la que hemos sido llamados.

“El hombre –enseña el Papa Juan Pablo II– no puede ser auténticamente libre ni promover la verdadera libertad, si no reconoce y no vive la trascendencia de su ser por encima del mundo y su relación con Dios, pues la libertad es siempre la del hombre creado a imagen de su Creador (...). Cristo, Redentor del hombre, hace libres. Si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres, refiere el Apóstol Juan (8, 36). Y San Pablo añade: Allí donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3, 17). Ser liberado de la injusticia, del miedo, del apremio, del sufrimiento, no serviría de nada, si se permanece esclavo allá en lo hondo de los corazones, esclavo del pecado. Para ser verdaderamente libre, el hombre debe ser liberado de esta esclavitud y transformado en una nueva creatura. La libertad radical del hombre se sitúa, pues, al nivel más profundo: el de la apertura a Dios por la conversión del corazón, ya que es en el corazón del hombre donde se sitúan las raíces de toda sujeción, de toda violación de la libertad”.

Mientras cada día que seguimos a Cristo experimentamos con más fuerza la alegría de nuestra elección y el ensanchamiento de nuestra libertad, vemos a nuestro alrededor cómo viven en servidumbre quienes un día volvieron la espalda a Dios o no quisieron conocerle. “Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.

El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Al elegir a Cristo como fin de nuestra vida lo hemos ganado todo.

Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Reafirmemos también hoy nuestro seguimiento a Cristo, con mucho amor, confiados en su ayuda llena de misericordia; y con plena libertad le diremos: mi libertad para Ti. Imitaremos así a la que supo decir: He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

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Rev. D. Ramón O. SÁNCHEZ i Valero (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna

Hoy, el Evangelio nos sitúa en Cafarnaúm, donde Jesús es seguido por muchos por haber visto sus milagros, en especial por la multiplicación espectacular de los panes. Socialmente, Jesús allí tiene el riesgo de morir de éxito, como se dice frecuentemente; incluso lo quieren nombrar rey. Es un momento clave dentro de la catequesis de Jesús. Es el momento en el que comienza a exponer con toda claridad la dimensión sobrenatural de su mensaje. Y, como que Jesús es tan buen catequista, sacerdote perfecto, el mejor obispo y papa, les deja marchar, siente pena, pero Él es fiel a su mensaje, el éxito popular no lo ciega.

Decía un gran sacerdote que, a lo largo de la historia de la Iglesia, han caído personas que parecían columnas imprescindibles: «Se volvieron atrás y ya no andaban con Él» (Jn 6, 66). Tú y yo podemos caer, “pasar”, marchar, criticar, “ir a la nuestra”. Con humildad y confianza digámosle al buen Jesús que queremos serle fieles hoy, mañana y todos los días; que nos haga ver el poco sentido evangélico que tiene discutir las enseñanzas de Dios o de la Iglesia por el hecho de que “no los entiendo”: «Señor, ¿a quién iremos?» (Jn 6, 68). Pidamos más sentido sobrenatural. Sólo en Jesús y dentro de su Iglesia encontramos la Palabra de vida eterna: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Como Pedro, nosotros sabemos que Jesús nos habla con lenguaje sobrenatural, lenguaje que hay que sintonizar correctamente para entrar en su pleno sentido; en caso contrario sólo oímos ruidos incoherentes y desagradables; hay que afinar la sintonía. Como Pedro, también en nuestra vida de cristianos tenemos momentos en los que hay que renovar y manifestar que estamos en Jesús y que queremos seguir con Él. Pedro amaba a Jesucristo, por eso se quedó; los otros lo querían por el pan, por los “caramelos”, por razones políticas y lo dejan. El secreto de la fidelidad es amar, confiar. Pidamos a la Virgo fidelis que nos ayude hoy y ahora a ser fieles a la Iglesia que tenemos.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Palabras de vida

«Las palabras que les he dicho son espíritu y vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen».

Eso dijo Jesús.

Y se lo dijo a sus discípulos, se lo dijo a sus amigos, se lo dijo a los que creían que ya lo conocían.

Y te lo dice a ti, sacerdote, para que abras tu corazón y busques en tu conciencia, si tú, que has escuchado las palabras de tu Señor, hay algo en lo que aún no crees.

Te lo dice a ti, sacerdote, para que abras tus ojos cuando predicas su Palabra, y te des cuenta si los que te escuchan creen.

Tu misión, sacerdote, es llevar a los hombres la vida que tu Señor ha ganado para el mundo, pero está escrito que solo los que creen vivirán.

Tu Señor tiene palabras de vida eterna. Si no van a Él, ¿a quién irán?

Tu Señor ha puesto en tus manos y en tu boca la responsabilidad de llevar la salvación a todas las almas, a través de los sacramentos y de la Palabra.

Y tú, sacerdote, ¿estás cumpliendo bien con tu misión?

¿Estás sirviendo bien a tu Señor?

¿Predicas palabras de vida eterna, o hablas palabrerías que salen de tu boca, pero que no provienen del corazón de tu Señor?

¿Crees en el Evangelio, y en que se cumplirá hasta la última letra?

¿Sigues a tu Señor, y obedeces en todo lo que te dice, o lo abandonas porque su Palabra no te acomoda?

¿Escuchas su Palabra, y la practicas, o solo la predicas?

Tu Señor te ha llamado, y te ha elegido para actuar contigo, por ti, y a través de ti, y tú has dicho sí, y le has ofrecido ser un instrumento dócil y fiel, para transmitir su amor y su misericordia a las almas, a través de la Palabra.

De tu boca salieron palabras de amor, y promesas desde tu corazón, entregando tu voluntad a la voluntad de tu Señor, porque sentías arder su fuego en tu interior.

Rema mar adentro, sacerdote, con humildad y con honestidad, y descubre si ese fuego arde y tu celo apostólico está encendido con fuego vivo el día de hoy.

¿Crees en las palabras de vida eterna, y permites que en ti viva tu Señor?

¿Permaneces en el amor?

¿Has perseverado en la fidelidad a la amistad de tu Señor, o lo has traicionado, y lo has abandonado, porque te has resignado a vivir en la tibieza de un corazón de piedra, que te conduce a la muerte?

Considera, sacerdote, que las palabras de tu Señor son verdaderas, y Él ha dicho: «el que no está conmigo, está contra mí», «el que no recoge conmigo, desparrama», «el que me niegue delante de los hombres, también yo lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos», «entonces dirá a los que estén a la izquierda: apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque tuve hambre y no me dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber».

Tu Señor te está llamando, sacerdote, para que vuelvas al amor primero, para que escuches su Palabra, y encienda tu corazón como en el primer día, para llenarte de Él y de su alegría.

Las palabras de tu Señor son espíritu y son vida. Pídele al Padre, sacerdote, que aumente tu fe, para que seas de los que creen y no de los que lo traicionan, para que seas de los que lo siguen y no de los que lo abandonan, para que seas de los que viven y llevan al mundo la vida, y no de los que dan lástima, porque van pregonando su propia muerte con su vida, mientras llevan a otros la vida, porque el poder de Dios llega más allá, sacerdote, que tu propia muerte.

Pero Él te dice: «¿de qué te sirve ganar al mundo entero, si tú pierdes tu vida?»

Tú tienes en tus manos tu propia salvación, sacerdote. Tú tienes palabras de vida eterna. Vive tú primero, para que le des vida al mundo entero.

(Espada de Dos Filos IV, n. 74)

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