Domingo 22 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXII del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilías (14.X.14 y 15.X.13) – Mensaje JMJ 2015
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por S.S. Benedicto XVI
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Frederic RÀFOLS i Vidal (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

***

Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.

Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.

Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd.

(Nuestras redes sociales)

***

DEL MISAL MENSUAL

RELIGIÓN PURA Y SIN MANCHA

Dt 4, 1-2.6-8; St 1, 17-18. 21-22. 27; Mc 7, 1-8. 14-15.21-23

Existen formas descaradas y sutiles de traicionar la voluntad de Dios. Olvidarse de las exigencias éticas de la alianza con Dios o enterrar los preceptos y valores transmitidos en el Sinaí, es una forma aparentemente discreta de anular la relación de amigable confianza con Dios; por otra parte, interpretar de manera ventajosa las exhortaciones a vivir la compasión con los ancianos y los necesitados, apelando a rebuscadas interpretaciones legalistas, es una burda manipulación de la voluntad de Dios. En este último caso existe un agravante, se conoce el designio de Dios y se le distorsiona, fingiendo cumplirlo. La responsabilidad de quien conoce las entrañas del mensaje cristiano es mucho mayor que quien apenas ha recibido una primera evangelización.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 85, 3. 5

Dios mío, ten piedad de mí, pues sin cesar te invoco: Tú eres bueno y clemente, y rico en misericordia con quien te invoca.

ORACIÓN COLECTA

Dios de toda virtud, de quien procede todo lo que es bueno, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre, y concede que, haciendo más religiosa nuestra vida, hagas crecer el bien que hay en nosotros y lo conserves con solicitud amorosa. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

No añadirán nada a lo que les mando... Cumplan los mandamientos del Señor.

Del libro del Deuteronomio: 4, 1-2. 6-8

En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo: “Ahora, Israel, escucha los mandatos y preceptos que te enseño, para que los pongas en práctica y puedas así vivir y entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de tus padres, te va a dar.

No añadirán nada ni quitarán nada a lo que les mando: Cumplan los mandamientos del Señor que yo les enseño, como me ordena el Señor, mi Dios. Guárdenlos y cúmplanlos porque ellos son la sabiduría y la prudencia de ustedes a los ojos de los pueblos. Cuando tengan noticias de todos estos preceptos, los pueblos se dirán: ‘En verdad esta gran nación es un pueblo sabio y prudente’.

Porque, ¿cuál otra nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos como lo está nuestro Dios, siempre que lo invocamos? ¿Cuál es la gran nación cuyos mandatos y preceptos sean tan justos como toda esta ley que ahora les doy?”

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5

R/. ¿Quién será grato a tus ojos, Señor?

El hombre que procede honradamente y obra con justicia; el que es sincero en sus palabras y con la legua a nadie desprestigia. R/.

Quien no hace mal al prójimo ni difama al vecino; quien no ve con aprecio a los malvados, pero hora a quienes temen al Altísimo. R/.

Quien presta sin usura y quien no acepta soborno en perjuicio de inocentes, ése será agradable a los ojos de Dios eternamente. R/,

SEGUNDA LECTURA

Pongan en práctica la palabra.

De la carta del apóstol Santiago: 1, 17-18. 21-22. 27

Hermanos: Todo beneficio y todo don perfecto viene de lo alto, del creador de la luz, en quien no hay ni cambios ni sombras. Por su propia voluntad nos engendró por medio del Evangelio para que fuéramos, en cierto modo, primicias de sus creaturas.

Acepten dócilmente la palabra que ha sido sembrada en ustedes y es capaz de salvarlos. Pongan en práctica esa palabra y no se limiten a escucharla, engañándose a ustedes mismos. La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN St 1, 18

R/. Aleluya, aleluya.

Por su propia voluntad, el Padre nos engendró por medio del Evangelio, para que fuéramos, en cierto modo, primicias de sus creaturas. R/.

EVANGELIO

Dejan a un lado el mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 7, 1-8. 14.15. 21-23

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén. Viendo que algunos de los discípulos de Jesús comían con las manos impuras, es decir, sin habérselas lavado, los fariseos y los escribas le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos comen con manos impuras y no siguen la tradición de nuestros mayores?” (Los fariseos y los judíos, en general, no comen sin lavarse antes las manos hasta el codo, siguiendo la tradición de sus mayores; al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones, y observan muchas otras cosas por tradición, como purificar los vasos, las jarras y las ollas).

Jesús les contestó: “¡Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos! Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”.

Después, Jesús llamó a la gente y les dijo: “Escúchenme todos y entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro; porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”.

Palabra del Señor. 

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que esta ofrenda sagrada, Señor, nos traiga siempre tu bendición salvadora, para que dé fruto en nosotros lo que realiza el misterio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 30, 20

Qué grande es tu bondad, Señor, que tienes reservada para tus fieles.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Saciados con el pan de esta mesa celestial, te suplicamos, Señor, que este alimento de caridad fortalezca nuestros corazones, para que nos animemos a servirte en nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

_________________________

BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

¿Qué nación hay que tenga leyes tan justas como la que hoy os entrego? (Dt 4, 1-2. 6-8)

1ª lectura

Después de recordar los principales sucesos del desierto a partir del Sinaí-Horeb, en los que se manifestó la especialísima providencia del Señor, se subraya la situación de privilegio de los hebreos al ser elegidos por Dios de entre todos los pueblos, y al poder acercarse a Él en un grado de intimidad desconocido para los gentiles.

El pasaje constituye un prólogo anticipado, en el que se exhorta al cumplimiento de la Ley, cuyo cuerpo central legislativo se dará más adelante (5,1-6,6; 12,1-28,68); tal vez fuera introducido en una revisión del libro.

El argumento principal para urgir al cumplimiento de la Ley es la presencia especial de Dios en medio de su pueblo (vv. 7-8). El tema que se desarrolla en esos versículos es típicamente sapiencial. Por lo demás, la misma vida de Israel, configurada por el cumplimiento de la Ley, será la más elocuente enseñanza para los demás pueblos. También en este tema hay una amplitud de horizontes, una latente misión universal del pueblo elegido que proyecta su perspectiva hacia tiempos futuros y tendrá su cumplimiento en la futura expansión de la Iglesia entre los pueblos de la tierra.

No sólo escuchar: poner en práctica (St 1, 17-18. 21 b-22. 27)

2ª lectura

Ante las pruebas a las que se ven sometidos los destinatarios, Santiago es claro: de Dios únicamente puede provenir el bien. Nunca se puede atribuir a Dios la inclinación al pecado (cfr Si 15,11-13). Tampoco podría decirse que, al dar la libertad, Dios es causa del pecado. Éste surge cuando se cede a la seducción de la concupiscencia. Somos responsables de nuestros actos, aunque seamos tentados. Por eso, con la petición del Padrenuestro «no nos dejes caer en la tentación» le pedimos a Dios que «no nos deje tomar el camino que conduce al pecado» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2846).

«Padre de las luces» (v. 17). Designa a Dios como creador de los astros (cfr Gn 1,14ss.; Sal 136,7-9) y —teniendo en cuenta el habitual simbolismo de la luz— como fuente de todos los bienes. Los cristianos, engendrados de nuevo por Dios mediante «la palabra de la verdad» —el Evangelio—, pertenecen a Dios por ser sus «primicias» (v. 18; cfr Dt 26,1-11).

En 1,18, el autor sagrado se ha referido a la «palabra de la verdad» y a su eficacia sobrenatural. Después, mediante imágenes expresivas, especifica que, aunque tenga ese poder, no basta con oírla: es necesario escucharla con docilidad —«el que habló, en muchas ocasiones se arrepintió; el que guardó silencio, nunca» (Ecumenio, Commentarium in Iacobum, ad loc.)— (vv. 19-21) y tenga consecuencias prácticas en la conducta (vv. 22-27; cfr Mt 7,24; Lc 11,28). Más adelante volverá a insistir en ello (cfr 2,14-26).

La verdadera purificación (Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23)

Evangelio

Los escribas venidos de Jerusalén hacen a Jesús responsable de una acción que realizan sus discípulos: omitir los ritos de purificación (v. 5). San Marcos, contando con los lectores no judíos de su evangelio, se detiene en explicar la pregunta insidiosa de los fariseos (vv. 3-5). La Antigua Ley (cfr Ex 30,17ss.) prescribía unos determinados ritos que significaban la pureza moral con la que había que acercarse a Dios; la tradición judía los había ampliado a otros ámbitos —como las comidas— para dar significación religiosa a todas las acciones. De esta forma la pureza exterior era muestra de la pureza interior. Sin embargo, en tiempos de Cristo, en algunos lugares —probablemente entre los escribas de Jerusalén aquí mencionados— el legalismo de las normas rituales establecidas por tradición humana, mediante sentencias de los rabinos, había ahogado el verdadero sentido del culto a Dios. Jesús denuncia esa actitud sirviéndose de un texto de Isaías (Is 29,13) y proponiendo un ejemplo en el que la tradición humana había acabado por ser una excusa para no sujetarse a un mandato divino (vv. 8-13).

En un segundo momento, el Señor expone a la muchedumbre la doctrina sobre la verdadera pureza. Lo hace mediante una comparación entre el alimento y la decisión humana libre: «Algunos piensan que los malos pensamientos se deben al diablo y que no tienen su origen en la propia voluntad. Es verdad que el diablo puede ser colaborador e instigador de los malos pensamientos, pero no es su autor» (S. Beda, In Marci Evangelium 2,7,20-21). Cfr nota a Mt 15,1-20.

Sus discípulos le preguntan después sobre el sentido de aquella «parábola» (v. 17). El contenido esencial de la enseñanza viene dado en un tercer momento (v. 19): Cristo, intérprete auténtico de la Ley y Señor de ella, declaró «puros» todos los alimentos. La doctrina es profunda: el origen del pecado y de la mancha moral no hay que buscarlo en lo creado, pues Dios, tras crear todas las cosas, vio que eran buenas (cfr Gn 1,31), sino en el corazón del hombre que, después del pecado original, fue «mudado en peor» y se ve sometido a los asaltos de la concupiscencia. Con esto no se enseña que el hombre no puede vencer (Gn 4,7), pero sí que necesita luchar (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1707).

_____________________

SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

Las tradiciones y la Ley

Entonces... ¿Cuándo? Cuando había hecho ya el Señor innumerables milagros, cuando había curado a los enfermos al solo contacto de la orla de su vestido. La razón justamente porque el evangelista señala el tiempo es para mostrar la malicia indecible de escribas y fariseos, que ante nada se rendía. Pero ¿qué significa: Los escribasfariseos de Jerusalén? Escribas y fariseos estaban esparcidos por todas las tribus y, por ende, divididos en doce partes; pero los que habitaban la capital, como quienes gozaban de más alto honor y tenían más orgullo, eran los peores de todos. Pero mirad cómo por su misma pregunta quedan cogidos. Porque no le dicen al Señor: “¿Por qué tus discípulos quebrantan la ley de Moisés?”, sino: ¿Por qué traspasan la tradición de los ancianos? De donde resulta que los sacerdotes habían innovado muchas cosas, no obstante haber intimado Moisés con grande temor y fuertes amenazas que nada se añadiera ni quitara de la ley: No añadiréis a la palabra que yo os mando ni quitaréis de ella. Mas no por eso dejaron de introducir innovaciones, como esa de no comer sin lavarse las manos, lavar el vaso y los utensilios de bronce y darse ellos abluciones. Justamente cuando debían, avanzado ya el tiempo, librarse de tales observancias, entonces fue cuando más estrechamente se ataron con ellas, sin duda por temor de que se les quitara el poder que ejercían sobre el pueblo, y también para infundirle a éste más respeto, al presentarse también ellos como legisladores. Ahora bien, la cosa llegó a punto tal de iniquidad, que se guardaban los mandamientos de escribas y fariseos y se conculcaban los de Dios; y era tanto su poder, que ya nadie los acusaba de ello. Su culpa, pues, era doble: primero, el innovar; y segundo, defender con tanto ahínco sus innovaciones, sin hacer caso alguno de Dios. Ahora, dejando a un lado los cazos y los utensilios de bronce, por ser demasiado ridículos, le presentan al Señor la cuestión que a su parecer era más importante, con intento, a mi parecer, de incitarle de este modo a ira. Y le hacen también mención de los ancianos, a ver si, por despreciar su autoridad, les procura algún asidero para acusarle. Mas lo primero que nosotros hemos de examinar es por qué los discípulos del Señor comían sin lavarse las manos. Y hay que responder que nada tenían por norma, sino que despreciaban lo superfluo para atender a lo necesario. Ni el lavarse ni el no lavarse era ley para ellos, haciendo lo uno o lo otro según venía al caso. Y es así que quienes no se preocupaban ni del necesario sustento, ¿cómo iban a poner todo su empeño en tales minucias? Ahora bien, como con frecuencia se presentaba de suyo el caso de comer sin lavarse las manos, por ejemplo, cuando comían en el desierto o cuando arrancaron el puñado de espigas, escribas y fariseos se lo echan en cara como una culpa de ellos, que, pasando por alto lo grande, tenían mucha cuenta con lo superfluo—. ¿Qué responde, pues, Cristo? El Señor no se para en esa minucia, ni trata de defender de tal acusación a sus discípulos, sino que pasa inmediatamente a la ofensiva, reprimiendo así su audacia y haciéndoles ver que (quien peca en lo grande, no tiene derecho a ir con menudas exigencias a los demás., Vosotros—viene a decirles el Señor—debierais acusaros, no acusar a los demás. Mas observad cómo siempre que el Señor quiere derogar alguna de las observancias legales, lo hace por modo de defensa. Así lo hizo ciertamente en esta ocasión. Porque no entra inmediatamente en el asunto de la transgresión, ni tampoco dice: “Eso no tiene importancia ninguna”. Con ello sólo hubiera conseguido aumentar la audacia de escribas y fariseos. No. Lo primero asesta un golpe a esa misma audacia, descubriéndoles una culpa suya mucho mayor y haciendo que su acusación rebote sobre su propia cabeza. Y así, ni afirma que obren bien sus discípulos al transgredir las tradiciones, para no dar asidero a sus contrarios; ni afea tampoco el hecho, pues no quiere dar así firmeza a la ley; ni, en fin, acusa a los ancianos de transgresores y abominables, pues en este caso le hubieran rechazado por maldiciente e insolente. No. Todo eso lo deja a un lado y Él echa por otro camino. Y a primera vista, sólo reprende a los que tenía delante; pero, en realidad, su golpe alcanza también a los que tales leyes sentaron. No se acuerda para nada de los ancianos; pero, al acusar a escribas y fariseos, también a aquéllos los echa por tierra, y deja entender que el pecado es ahí doble: no obedecer a Dios y cumplir lo otro por respeto a los hombres. Como si dijera: “Esto, esto justamente es lo que os ha perdido: el que en todo obedecéis a vuestros ancianos”. Y si no lo dice así expresamente, lo da a entender al responderles de esta manera: ¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por causa de vuestra tradición? Porque Dios mandó: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldijere a su padre o a su madre, muera de muerte. Vosotros, empero, decís: El que dijere a su padre o a su madre: “Es una ofrenda aquello de que tú pudieras ayudarte”, ya no tiene que honrar a su padre o a su madre. Y, por causa de vuestra tradición; habéis anulado el mandamiento de Dios.

No es ley lo que los hombres ordenan

No dice el Señor: “Por causa de la tradición de los ancianos”, sino: Por vuestra tradición. Como también: Vosotros decís, no: los ancianos dicen”. Con lo que da un tono más suave a sus palabras. Como escribas y fariseos quisieron presentar a los discípulos como transgresores de la ley, Él les demuestra ser ellos los verdaderos transgresores, mientras sus discípulos están exentos de toda culpa, Porque no es ley lo que los hombres ordenan. De ahí que Él la llama tradición, y tradición de hombres particularmente transgresores de la ley. Y como el mandar lavarse las manos no era realmente contrario a la ley, les saca a relucir otra tradición francamente opuesta a ella. Y lo que en resumen dice es que, bajo apariencia de religión, enseñaban a los jóvenes a despreciar a sus padres. ¿Cómo y de qué manera? Si un padre le decía a su hijo: ‘Dame esa oveja o ese novillo que tienes”, o cosa semejante, el hijo respondía: “Es ofrenda a Dios eso de que quieres ayudarte de mi parte y no puedes tomarlo”. De donde se seguía doble mal: primero, que a Dios no le ofrecían nada, y segundo que, so capa de ofrendas, dejaban a sus padres privados de asistencia. Por Dios injuriaban a los padres, y por los padres a Dios. Sin embargo, no es esto lo que dice inmediatamente, sino que antes lee la ley, con lo que nos descubre su vehemente voluntad de que sean honrados los padres. Honra—dice a tu padre y a tu madre para que seas de larga vida sobre la tierra. Y: El que maldijere a su padre y a su madre, muera de muerte. El Señor, sin embargo, omite la primera parte, quiero decir, el premio señalado a los que honran a sus padres, y sólo hace mención de lo más temeroso, es decir, del castigo con que Dios amenaza a quienes los deshonran. Con ello intenta, sin duda, infundirles miedo y atraerse a los más discretos de entre ellos; y por ahí juntamente les demuestra que son dignos de muerte. Porque si se castiga de muerte a quien deshonra de palabra a sus padres, mucho más la merecéis vosotros, que los deshonráis de obra. Y no sólo los deshonráis vosotros, sino que enseñáis a otros a deshonrarlos. Ahora bien, los que ni vivir debierais, ¿cómo le podéis acusar a los demás? Y ¿qué maravilla es que tales injurias me hagáis a mí, que por ahora soy para vosotros un desconocido, cuando se ve que lo mismo hacéis con mi Padre? Y en todas partes dice y demuestra el Señor que de ahí tuvo principio esa insensatez. Otros interpretan de otro modo lo de: Don es lo que de mí puedes aprovecharte. Es decir, no te debo el honor; si te honro, es gracia que te hago. Pero Cristo no hubiera ni mentado semejante insolencia. Por otra parte, Marcos lo declara más, cuando dice: Corbán es eso de que pudieras de mi parte aprovecharte. Y corbán no significa don o cosa gratuitamente dada, sino ofrenda propiamente dicha.

Isaías condena también a Escribas y Fariseos.

Habiendo, pues, demostrado el Señor a escribas y fariseos que no tenían derecho a acusar ni transgredir la tradición de los ancianos– ellos que pisoteaban la ley de Dios ahora lo mismo por el testimonio del profeta. Como ya les había sacudido fuertemente, ahora prosigue adelante. Es lo que hace siempre, aduciendo también el testimonio de las Escrituras, y demostrando de este modo su perfecto acuerdo con Dios. ¿Y qué les lo que dice el profeta? Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, enseñando enseñanzas, mandamientos de los hombres. ¡Mirad con qué precisión conviene la profecía con las palabras del Señor y cómo de antiguo anuncia la maldad de escribas y fariseos! Porque lo mismo de que ahora los acusa Cristo, es decir, de que menospreciaban los preceptos de Dios, los había ya acusado Isaías: En vano —dice—me dan culto; de los suyos, en cambio, tienen mucha cuenta: Enseñando enseñanzas, mandatos de hombres. Luego con razón no las guardan los discípulos del Señor.

En qué está la verdadera pureza o impureza

Ya, pues, que el Señor ha asestado a escribas y fariseos ese golpe mortal, acusándolos cada vez con más fuerza por las divinas Letras, por su propia sentencia y por el testimonio del profeta, ya en adelante no habla con ellos, por tenerlos por incurables, y dirige, en cambio, su razonamiento a las muchedumbres, a fin de introducir una doctrina sublime, doctrina grande y llena de la más alta filosofía. Toman de pie de aquella cuestión minúscula, el Señor trata de otra más importante, y deroga la observancia de los alimentos. Pero mirad cuándo: cuando ya había limpiado a un leproso y suprimido el sábado y mostrándose rey de la tierra y del mar; cuando había promulgado sus propias leyes y había perdonado pecados y resucitado muertos y les había dado mil pruebas de su divinidad, entonces es cuando viene a tratar de los alimentos.

Es que, a la verdad, todo el judaísmo estriba en eso. Si eso se quita, todo se ha quitado. Porque de ahí se demuestra que también había que suprimir la circuncisión. Sin embargo, el Señor no plantea por sí mismo y de modo principal la cuestión de la circuncisión, sin duda por ser el más antiguo de los mandamientos y el que más respeto infundía. Su supresión había de ser obra de sus discípulos. Era, en efecto, cosa tan grande, que sus mismos discípulos, después de tanto tiempo, aun cuando quieren suprimirla, por de pronto la toleran, y sólo de este modo la van derogando. Y mirad ahora cómo introduce el Señor la nueva ley: Habiendo llamado a las muchedumbres, les dijo: Escuchad y entended. El Señor no trata de sentar sin más sus afirmaciones, sino que primero hace aceptable su palabra por medio del honor e interés que muestra con las gentes eso, en efecto, quiere significar el evangelista con la expresión habiendo llamado, y también por el momento en que les habla. Y, en efecto, después de confundir a escribas y fariseos, después de triunfar plenamente sobre ellos y acusarlos con las palabras del profeta, entonces empieza Él a promulgar su ley; entonces, cuando mejor podían recibir sus palabras. Y no solamente los llama, sino que excita también su atención, pues les dice: Escuchad y entended. Es decir, considerad, estad alerta, pues tal es la importancia de la ley que voy a promulgar. Pues si a estos que destruyeron la ley, y la destruyeron fuera de tiempo, por motivo de su tradición, aun así los habéis escuchado, mucho más debéis escucharme a mí, que en el momento debido os quiero levantar a más alta filosofía. Y no dijo: “La observancia de los alimentos no tiene importancia ninguna”; ni tampoco: “Moisés hizo mal en mandarla o la mandó sólo por condescendencia”. No, el Señor toma el tono de exhortación y consejo y, fundando su razonamiento en la naturaleza misma de las cosas, dice: “No lo que entra en la boca mancha al hombre, sino lo que sale de la boca”. Tanto en lo que afirma como en lo que legisla, el Señor busca su apoyo en la naturaleza misma. Al oír esto, nada le replican sus enemigos. No le dicen: “¿Qué es lo que dices? ¿Conque Dios nos manda infinitas cosas acerca de la observancia de los alimentos y tú nos vienes con esa ley? Y es que como el Señor los había hecho enmudecer tan completamente no sólo por sus argumentos, sino por haber hecho patente su embuste y haber sacado a pública vergüenza lo que ellos ocultamente habían hecho y haber, en fin, revelado los íntimos secretos de su alma, ellos, sin chistar, tomaron las de Villadiego. Mas considerad aquí, os ruego, cómo todavía no se atreve el Señor a romper abiertamente con la ley de los alimentos. Por eso no dijo: “Los alimentos”, sino: No lo que entra en la boca mancha al hombre. Lo que era natural se entendiera también acerca de no lavarse las manos. Él habla ciertamente de los alimentos; pero seguramente que se entendería también acerca de lo otro. Porque era tan estricta la observancia de aquella ley, que, aun después de la resurrección del Señor, Pedro dijo: No, Señor, porque nunca he comido nada común o impuros. Porque, aun suponiendo que Pedro hablara así por miramiento a los otros y para tener él mismo un medio de justificación ante los que le habían de acusar, pues podría alegar su resistencia y no haber logrado nada con ella, el hecho, desde luego, demuestra la mucha veneración en que tal observancia era tenida. De ahí justamente que, tampoco el Señor habló claramente desde el principio sobre alimentos, sino que dijo: No lo que entra en la boca. Y luego, cuando parece hablar más claramente, otra vez al final echa como una sombra en sus palabras al decir: Mas el comer sin lavarse las manos no mancha al hombre; como si quisiera recordar que tal fue la cuestión inicial y que de ella se trataba por entonces. De ahí que, como si sólo hablara de lo de las manos, no dijo: “Mas los alimentos no manchan al hombre”, sino que habla como si se tratara del lavatorio de las manos, a fin de que nadie pudiera contradecirle.

Aprendamos en qué está la verdadera impureza

Aprendamos, pues, qué es lo que verdaderamente mancha al hombre. Aprendámoslo y huyámoslo. Porque también en la iglesia vemos que domina costumbre semejante entre el vulgo. Todo su empeño es entrar en ella con vestidos limpios, todo se cifra en lavarse bien las manos; pero presentarle a Dios un alma limpia, eso no les merece consideración alguna. Al decir esto, no es que no nos lavemos las manos y la boca; lo que pretendo es que nos lavemos como conviene, no sólo con agua, sino también, en lugar de agua, con virtudes. Porque la suciedad de la boca es la maledicencia, la blasfemia, la injuria, las palabras iracundas, la torpeza, la risa, la chocarrería. Si tienes, pues, conciencia de no haber tocado nada de eso, si ninguna palabra de ésas has pronunciado, si no estás sucio de tales manchas, acércate con confianza; mas si has admitido en ti miles y miles de esas manchas, ¿a qué vanamente trabajas en enjuagarte con agua la lengua, mientras llevas en ella por todas partes aquella suciedad de tus palabras, la de verdad funesta y dañosa?

Hay que orar con el alma limpia

Porque, dime: si tuvieras tus manos manchadas de excremento y barro, ¿te atreverías a hacer oración? ¡De ninguna manera! Y, sin embargo, tal suciedad no supone daño alguno; la otra es la perdición. ¿Cómo, pues, eres tan escrupuloso en lo indiferente y tan tibio en lo prohibido? ¿Pues qué? –me dirás–. ¿Es que no hay que orar? Si hay, ciertamente, que orar, pero no sucios, no con el barro entre las manos. ¿Y qué hacer, si me veo sorprendido? –Purificarte. –¿Cómo y de qué manera? –Llora, suspira, haz limosna, dale explicación al que ofendiste, reconcíliate con él por estos medios, rae bien tu lengua, a fin de que no irrites aún más a Dios. A la verdad, si un suplicante se te abrazara a los pies con las manos sucias de excrementos, no sólo no le escucharías, sino le darías un puntapié. ¿Cómo, pues, te atreves tú a acercarte a Dios de esa manera? La lengua es la mano de los que oran y por ella nos abrazamos a las rodillas de Dios. No la manches, pues, no sea que también a ti te diga el Señor: Aun cuando multipliquéis vuestras súplicas, no os escucharé. Porque: En mano de la lengua está la vida y la muerte. Y: Por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado. Vigila sobre tu lengua más que sobre la niña de tus ojos. La lengua es un regio corcel. Si le pones freno, si le enseñas a caminar a buen paso, sobre ella montará y se sentará el rey; pero si la dejas que corra sin freno y que retoce a su placer, entonces se convierte en vehículo del diablo y los demonios. Después de tener comercio sexual con tu mujer, no te atreves a tener oración, cuando ninguna culpa hay en ello; y ¿tiendes, en cambio, tus manos a Dios antes de haberte bien purificado, después de desatarte en injurias e insultos, cosa que conduce al infierno? ¿Y cómo, dime por favor, no te estremeces? ¿No oyes que Pablo dice: Honroso es el matrimonio y el lecho sin mácula?11 Si, pues, al levantarte de un lecho sin mácula no te atreves a acercarte a la oración, ¿cómo saliendo de un lecho diabólico invocas aquel nombre terrible y espantoso? A la verdad, lecho diabólico es desatarse en injurias e insultos. Y la ira, como un perverso adúltero, se une con nosotros con gran placer, y derrama en nosotros gérmenes funestos, y nos hace engendrar la diabólica enemistad, y produce, en fin, todo lo contrario del matrimonio. Éste, en efecto, hace que dos vengan a ser una sola carne; mas la ira, aun a los unidos, separa en varias partes y escinde y corta el alma misma. A fin, pues, de quepuedas acercarte a Dios con confianza, no consientas que la ira se introduzca en tu alma ni se una adúlteramente con ella. Arrójala de ti como a un perro rabioso. Porque así nos lo mandó Pablo: Levantando –dice– manos santas, sin ira ni murmuraciones. No deshonres tu lengua. Porque, ¿cómo rogará por ti, si pierde su propia libertad? Adórnala más bien con la modestia y la humildad. Hazla digna del Dios a quien invoca. Llénala de bendición, llénala de limosna. Porque también por las palabras puede hacerse limosna: Porque mejor es la palabra que el don. Y: Responde al pobre, con mansedumbre, palabras de paz.

(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 51, BAC, 1966, pp. 84-103)

_____________________

FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilías (14.X.14 y 15.X.13) – Mensaje JMJ 2015

Ángelus 2015

La frontera entre el bien y el mal está dentro de nosotros.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo presenta una disputa entre Jesús y algunos fariseos y escribas. La discusión se refiere al valor de la «tradición de los antepasados» (Mc7, 3) que Jesús, refiriéndose al profeta Isaías, define «preceptos humanos» (v. 7) y que nunca deben ocupar el lugar del «mandamiento de Dios» (v. 8). Las antiguas prescripciones en cuestión comprendían no sólo los preceptos de Dios revelados a Moisés, sino también una serie de dictámenes que especificaban las indicaciones de la ley mosaica. Los interlocutores aplicaban tales normas de manera muy escrupulosa y las presentaban como expresión de auténtica religiosidad. Por eso recriminan a Jesús y a sus discípulos la transgresión de éstas, en particular las que se refieren a la purificación exterior del cuerpo (cf. v. 5). La respuesta de Jesús tiene la fuerza de un pronunciamiento profético: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios —dice— para aferraros a la tradición de los hombres» (v. 8). Son palabras que nos llenan de admiración por nuestro Maestro: sentimos que en Él está la verdad y que su sabiduría nos libra de los prejuicios.

Pero ¡atención! Con estas palabras, Jesús quiere ponernos en guardia también a nosotros, hoy, del pensar que la observancia exterior de la ley sea suficiente para ser buenos cristianos. Como entonces para los fariseos, existe también para nosotros el peligro de creernos en lo correcto, o peor, mejores que los demás por el sólo hecho de observar las reglas, las costumbres, aunque no amemos al prójimo, seamos duros de corazón, soberbios y orgullosos. La observancia literal de los preceptos es algo estéril si no cambia el corazón y no se traduce en actitudes concretas: abrirse al encuentro con Dios y a su Palabra, buscar la justicia y la paz, socorrer a los pobres, a los débiles, a los oprimidos. Todos sabemos, en nuestras comunidades, en nuestras parroquias, en nuestros barrios, cuánto daño hacen a la Iglesia y son motivo de escándalo, las personas que se dicen muy católicas y van a menudo a la iglesia, pero después, en su vida cotidiana, descuidan a la familia, hablan mal de los demás, etc. Esto es lo que Jesús condena porque es un antitestimonio cristiano.

Continuando su exhortación, Jesús se centra sobre un aspecto más profundo y afirma: «Nada que entra de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre» (v. 15). De esta manera subraya el primado de la interioridad, es decir, el primado del «corazón»: no son las cosas exteriores las que nos hacen o no santos, sino que es el corazón el que expresa nuestras intenciones, nuestras elecciones y el deseo de hacerlo todo por amor de Dios. Las actitudes exteriores son la consecuencia de lo que hemos decidido en el corazón y no al revés: con actitudes exteriores, si el corazón no cambia, no somos verdaderos cristianos. La frontera entre el bien y el mal no está fuera de nosotros sino más bien dentro de nosotros. Podemos preguntarnos: ¿dónde está mi corazón? Jesús decía: «tu tesoro está donde está tu corazón». ¿Cuál es mi tesoro? ¿Es Jesús, es su doctrina? Entonces el corazón es bueno. O ¿el tesoro es otra cosa? Por lo tanto, es el corazón el que debe ser purificado y convertirse. Sin un corazón purificado, no se pueden tener manos verdaderamente limpias y labios que pronuncian palabras sinceras de amor —todo es doble, una doble vida—, labios que pronuncian palabras de misericordia, de perdón. Esto lo puede hacer sólo el corazón sincero y purificado.

Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen Santa, que nos dé un corazón puro, libre de toda hipocresía. Este es el adjetivo que Jesús da a los fariseos: «hipócritas», porque dicen una cosa y hacen otra. Un corazón libre de toda hipocresía, para que así seamos capaces de vivir según el espíritu de la ley y alcanzar su finalidad, que es el amor.

***

Ángelus 2018

Acoger la Palabra de Dios con mente y corazón abiertos

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

En este domingo retomamos la lectura del Evangelio de Marcos. En el pasaje de hoy (cfr Marcos 7,1-8.14-15.21-23), Jesús afronta un tema importante para todos nosotros creyentes: la autenticidad de nuestra obediencia a la Palabra de Dios, contra toda contaminación mundana o formalismo legalista. El pasaje se abre con la objeción que los escribas y los fariseos dirigen a Jesús, acusando a sus discípulos de no seguir los preceptos rituales según las tradiciones. De esta manera, los interlocutores pretendían golpear la confiabilidad y la autoridad de Jesús como maestro porque decían: «Pero este maestro deja que los discípulos no cumplan las prescripciones de la tradición». Pero Jesús replica fuerte y replica diciendo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según esta escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres”» (vv. 6-7). Así dice Jesús, ¡Palabras claras y fuertes! Hipócrita es, por así decir, uno de los adjetivos más fuertes que Jesús usa en el Evangelio y lo pronuncia dirigiéndose a los maestros de la religión: doctores de la ley, escribas... «Hipócrita», dice Jesús.

Jesús de hecho quiere sacudir a los escribas y los fariseos del error en el que han caído, ¿y cuál es este error? El de alterar la voluntad de Dios, descuidando sus mandamientos para cumplir las tradiciones humanas. La reacción de Jesús es severa porque es mucho lo que hay en juego: se trata de la verdad de la relación entre el hombre y Dios, de la autenticidad de la vida religiosa. El hipócrita es un mentiroso, no es auténtico.

También hoy el Señor nos invita a huir del peligro de dar más importancia a la forma que a la sustancia. Nos llama a reconocer, siempre de nuevo, eso que es el verdadero centro de la experiencia de fe, es decir el amor de Dios y el amor del prójimo, purificándola de la hipocresía del legalismo y del ritualismo. El mensaje del Evangelio hoy está reforzado también por la voz del apóstol Santiago, que nos dice en síntesis como debe ser la verdadera religión, y dice así: la verdadera religión es «visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo» (v. 27). «Visitar a los huérfanos y a las viudas» significa practicar la caridad hacia el prójimo a partir de las personas más necesitadas, más frágiles, más a los márgenes. Son las personas de las cuales Dios cuida de forma especial, y nos pide a nosotros hacer lo mismo. «No dejarse contaminar de este mundo» no quiere decir aislarse y cerrarse a la realidad. No. Tampoco aquí debe ser una actitud exterior sino interior, de sustancia: significa vigilar para que nuestra forma de pensar y de actuar no esté contaminada por la mentalidad mundana, o sea de la vanidad, la avaricia, la soberbia. En realidad, un hombre o una mujer que vive en la vanidad, en la avaricia, en la soberbia y al mismo tiempo cree que se hace ver como religiosa e incluso llega a condenar a los otros, es un hipócrita. Hagamos un examen de conciencia para ver cómo acogemos la Palabra de Dios. El domingo la escuchamos en la misa. Si la escuchamos de forma distraída o superficial, esta no nos servirá de mucho. Debemos, sin embargo, acoger la Palabra con mente y corazón abiertos, como un terreno bueno, de forma que sea asimilada y lleve fruto en la vida concreta. Así la Palabra misma nos purifica el corazón y las acciones y nuestra relación con Dios y con los otros es liberada de la hipocresía.

El ejemplo y la intercesión de la Virgen María nos ayuden a honrar siempre al Señor con el corazón, testimoniando nuestro amor por Él en las elecciones concretas por el bien de los hermanos.

***

Homilía 14.X.14

Apariencia y verdad

Centrándose en el pasaje del Evangelio de san Lucas (Lc, 11,37-41) propuesto por la liturgia del día, el Pontífice explicó la actitud de Jesús con respecto al fariseo, escandalizado porque el Señor no cumple con las abluciones rituales antes de la comida. La respuesta de Cristo es severa:Estáis muy preocupados por lo exterior, por la apariencia, pero vuestro interior está lleno de rapiña y maldad. Palabras que se acompañan con las del paralelo pasaje de Mateo, donde se habla decodicia y corrupcióny donde se comparan a los fariseos con lossepulcros blanqueados. Al respecto el Papa destacó queJesús condenafirmemente la seguridad que los fariseostenían en el cumplimiento de la ley, condenaesta espiritualidad del cosmético.

Se refiere a la genteque le gustaba pasear por las plazas, hacerse ver mientras rezaba y maquillarse con los signos del ayuno.¿Por qué el Señor es así?, se preguntó el Papa Francisco, destacando cómo el Evangelio usa para las actitudes de los fariseos dos adjetivos distintos pero relacionados:rapiña y maldad. Y explicó que esa maldad estámuy unida al dinero.

Por lo demásdijo el Pontífice contando una breve anécdota− “una vez escuché a un anciano predicador de ejercicios que decía:¿Pero cómo puede entrar el pecado en el alma? ¡Ah, sencillamente! Por los bolsillos...’. Precisamente el dinero, en esencia, esla puertapor la cual pasa la corrupción del corazón. Se comprende, por ello, el motivo por el cual Jesús afirma:Dad más bien como limosna todo aquello que tenéis dentro.

La limosnaexplicó el Papa Franciscoha sido siempre, en la tradición de la Biblia, tanto en el antiguo como en el nuevo Testamento, una piedra de semejanza con la justicia. Un hombre justo, una mujer justa está siempre relacionada con la limosna: porque con la limosna se comparte lo propio con los demás, se dona lo que cada unotiene dentro.

Vuelve así el tema de la apariencia y de la verdad interior. Los fariseos de los que habla Jesússe creían buenos porque hacían todo lo que la ley mandaba hacer. Pero la leypor sola no salva. La ley salvacuando te conduce a la fuente de salvación, cuando prepara tu corazón para recibir la verdadera salvación que viene de la fe.

Es el mismo concepto, aclaró el Papa, que emerge de la primera lectura de la liturgia, tomada de la carta en la que Pablo discute con los Gálatas (Ga, 5,1-6) porque ellos,muy apegados a la ley, tuvieron miedo de la fe y volvieron a las prescripciones de la leyrespecto a la circuncisión. Palabras que se adaptan bien incluso a nuestra realidad cotidiana, porque la fe, destacó el obispo de Roma,no es sólo recitar el Credo: todos nosotros creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, en la vida eterna.... Pero si nuestra fe esinmóvilyno activa, entoncesno sirve.

Lo que vale en Cristo Jesús es, por lo tanto,la fe que llega a ser activa en la caridad. He aquí, entonces, que se vuelve al tema de la limosna. Una limosna entendidaen el sentido más amplio de la palabra, o seadistanciarse de la dictadura del dinero, de la idolatría del dineroporquetoda codicia nos aleja de Jesucristo.

Por ello, explicó el Papa, en toda la Biblia sehabla mucho de limosna, tanto de la pequeña de cada díacomo dela más significativa. Es necesario, sin embargo, estar atentos a dos cosas: no debemoshacer sonar la trompeta cuando se da limosnay no debemos limitarnos a dar lo superfluo. Es necesario, dijo el Papa Francisco,despojarsey no darsólo aquello que sobra. Hay que hacer como aquella ancianitaque dio todo lo que tenía para vivir.

Quien da limosna y hacesonar la trompetapara que todos lo sepan,no es cristiano. Esto, reafirmó el Pontífice, es un obrarfarisaico, es hipócrita. Y para hacer comprender mejor el concepto, el Papa contó lo que una vez le sucedió al padre Pedro Arrupe, prepósito general de la Compañía de Jesús de 1965 a 1983. En el período en el queera misionero en Japón, durante un viaje en búsqueda de donativos para su misión, recibió la invitación de una señora importante que quería dar un donativo. La mujer no lo recibió en privado, sino que quiso entregar el sobre ante losperiodistas que tomaban la foto. Lo que hacía erasonar la trompeta.

El padre Arrupe, recordó el Pontífice, contó que habíasufrido una gran humillacióny que la soportó sólo por el bien de lospobres de Japón, para la misión. Al volver a casa, abrió el sobre y descubrió quehabía diez dólares. Si el corazón no cambia, comentó el Papa Francisco, la apariencia no cuenta nada. Y concluyó de este modo su homilía:Hoy nos hará bien pensar cómo es mi fe, cómo es mi vida cristiana: ¿es una vida cristiana de cosmética, de apariencia o es una vida cristiana con la fe activa en la caridad?. Cada uno podrá,delante de Dios, hacer su examen de conciencia. Ynos hará bien hacerlo.

***

Homilía 15.X.13

Amor a Dios y al prójimo para vencer los pecados de la idolatría y de la hipocresía

Hipocresía e idolatríason pecados grandesque tienen orígenes históricos, pero que todavía hoy se repiten con frecuencia, también entre los cristianos. Superarloses muy difícil: para hacerlonecesitamos de la gracia de Dios. Es la reflexión sugerida por el Papa Francisco de las lecturas de la misa que celebró el 15 de octubre.

El Señorrecordónos ha dicho que el primer mandamiento es adorar a Dios, amar a Dios. El segundo es amar al prójimo como a uno mismo. La liturgia hoy nos habla de dos vicios contra estos mandamientos, que en realidad es uno solo: amar a Dios y al prójimo. Y los vicios de los que se habla efectivamenteson pecados grandes: la idolatría y la hipocresía. El apóstol Pabloobservó el Pontíficeno ahorra palabras para describir la idolatría. Esfogoso,fuertey dice:la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad, porque la idolatría es una impiedad, es una falta de pietas. Es una falta de ese sentido de adorar a Dios que todos nosotros tenemos dentro. Y la ira de Dios se revela contra toda impiedad, contra los hombres que sofocan la verdad en la injusticia. Ellos sofocan la verdad de la fe, de aquella feque nos es dada en Jesucristo, en la cual se revela la justicia de Dios. Esprosiguió el Papacomo un camino de fe en fecomo decía a menudo Juan: gracia sobre gracia, de fe en fe. El camino de la fe. Pero todos nosotrostenemos necesidad de adorar, porque tenemos la huella de Dios dentro de nosotrosycuando no adoramos a Dios, adoramos a las criaturasy éste esel paso de la fe a la idolatría.

Los idólatrasno tienen ningún motivo de excusa. Aun habiendo conocido a Diossubrayó el Obispo de Romano le han glorificado, ni le han dado gracias como Dios. ¿Pero cuál es el camino de los idólatras? Lo dice muy claramente san Pablo a los romanos. Es un camino que lleva a extraviarse:se han perdido en sus vanos razonamientos y su mente obtusa se ha entenebrecido. A esto conduceel egoísmo del propio pensamiento, el pensamiento omnipotenteque dice quelo que yo pienso es verdad, yo pienso la verdad, yo hago la verdad con mi pensamiento. Y precisamente mientras se declaraban sabios, los hombres de los que habla san Pablose hicieron necios. Y cambiaron la gloria de Dios incorruptible con una imagen y una figura de hombre corruptible, de pájaros, de cuadrúpedos, de reptiles.

Se podría pensaradvirtió el Papaque se trata de actitudes del pasado:hoy ninguno de nosotros va por las calles adorando estatuas. Pero no es así, porquetambién hoydijohay muchos ídolos y también hoy hay muchos idólatras. Muchos que se creen sabios, también entre nosotros, entre los cristianos. Y añadió inmediatamente:No hablo de quienes no son cristianos; les respeto. Pero entre nosotros hablamos en familia. Muchos cristianos, de hecho,se creen sabios, saben todo, pero al finalse hacen necios y cambian la gloria de Dios, incorruptible, con una imagen: el propio yo, con las propias ideas, con la propia comodidad. Y no es algo de otros tiempos porquetambién hoyevidenció el Pontíficepor las calles existen ídolos.

Pero hay másañadió:todos nosotros tenemos dentro algún ídolo oculto. Y podemos preguntarnos ante Dios cuál es mi ídolo oculto, el que ocupa el lugar del Señor. Un escritor francés, muy religioso, se enfadaba fácilmente. Era su defecto, se enfadaba fácilmente y a menudo. Decía: quien no reza a Dios, reza al diablo. Si no adoras a Dios, adoras a un ídolo, ¡siempre!. La necesidad del hombre de adorar a Dios, que nace del hecho de llevar impresa dentro de nosotros suhuella, es talque si no existe el Dios viviente, estarán estos ídolos. Y concluyendo, de modo casi provocador, el Papa pidió a todos que hicieran un examen de conciencia con la pregunta:¿cuál es mi ídolo?.

El otro pecadocontra el primer mandamiento del que habla la liturgia de hoy es la hipocresía, prosiguió el Santo Padre. El punto de partida para esta ulterior reflexión lo ofreció el relato de Lucas que habla deaquel hombre que invita a Jesús a comer y se escandaliza porque no se lava las manosy piensa que Jesús es uninjustoporqueno realiza lo que debe cumplirse. Y asícomo Pablo no ahorra palabras contra los idólatrasnotó el Santo Padre, así Jesús no ahorra palabras contra los hipócritas: vosotros fariseos limpiáis el exterior del vaso y del plato, pero vuestro interior está lleno de avidez y maldad. ¡Es clarísimo! Sois ávidos y malos, necios. Usala misma palabra que Pablo dice de los idólatras: se han hecho necios, necios. ¿Y qué consejo da Jesús? Dad más bien en limosna lo que está dentro del plato y he aquí que para vosotros todo será más puro.

Jesús aconseja por lo tantono mirar las apariencias, sino ir al corazón de la verdad:el plato es el plato, pero es más importante lo que está dentro del plato: el alimento. Pero si eres un vanidoso, si eres un carrierista, si eres un ambicioso, si eres una persona que siempre se vanagloria de misma o a quien gusta jactarse, porque te crees perfecto, da un poco de limosna y ella curará tu hipocresía.

He aquí el camino del Señorconcluyó el Papa: adorar a Dios, amar a Dios por encima de todo, y amar al prójimo. Es muy sencillo, pero muy difícil. Se puede hacer sólo con la gracia. Pidamos la gracia.

***

Mensaje para la XXX JMJ 2015, 31 de enero de 2015.

(…)

2. Bienaventurados los limpios de corazón...

Ahora intentemos profundizar en por qué esta bienaventuranza pasa a través de la pureza del corazón. Antes que nada, hay que comprender el significado bíblico de la palabra corazón. Para la cultura semita el corazón es el centro de los sentimientos, de los pensamientos y de las intenciones de la persona humana. Si la Biblia nos enseña que Dios no mira las apariencias, sino al corazón (cf. 1S 16, 7), también podríamos decir que es desde nuestro corazón desde donde podemos ver a Dios. Esto es así porque nuestro corazón concentra al ser humano en su totalidad y unidad de cuerpo y alma, su capacidad de amar y ser amado.

En cuanto a la definición de limpio, la palabra griega utilizada por el evangelista Mateo es katharos, que significa fundamentalmente puro, libre de sustancias contaminantes. En el Evangelio, vemos que Jesús rechaza una determinada concepción de pureza ritual ligada a la exterioridad, que prohíbe el contacto con cosas y personas (entre ellas, los leprosos y los extranjeros) consideradas impuras. A los fariseos que, como otros muchos judíos de entonces, no comían sin haber hecho las abluciones y observaban muchas tradiciones sobre la limpieza de los objetos, Jesús les dijo categóricamente:Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad(Mc 7, 15.21-22).

Por tanto, ¿en qué consiste la felicidad que sale de un corazón puro? Por la lista que hace Jesús de los males que vuelven al hombre impuro, vemos que se trata sobre todo de algo que tiene que ver con el campo de nuestras relaciones. Cada uno tiene que aprender a descubrir lo que puedecontaminarsu corazón, formarse una conciencia recta y sensible, capaz dediscernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto(Rm 12, 2). Si hemos de estar atentos y cuidar adecuadamente la creación, para que el aire, el agua, los alimentos no estén contaminados, mucho más tenemos que cuidar la pureza de lo más precioso que tenemos: nuestros corazones y nuestras relaciones. Estaecología humananos ayudará a respirar el aire puro que proviene de las cosas bellas, del amor verdadero, de la santidad.

Una vez les pregunté: ¿Dónde está su tesoro? ¿En qué descansa su corazón? (cf. Entrevista con algunos jóvenes de Bélgica, 31 marzo 2014). Sí, nuestros corazones pueden apegarse a tesoros verdaderos o falsos, en los que pueden encontrar auténtico reposo o adormecerse, haciéndose perezosos e insensibles. El bien más precioso que podemos tener en la vida es nuestra relación con Dios. ¿Lo creen así de verdad? ¿Son conscientes del valor inestimable que tienen a los ojos de Dios? ¿Saben que Él los valora y los ama incondicionalmente? Cuando esta convicción desaparece, el ser humano se convierte en un enigma incomprensible, porque precisamente lo que da sentido a nuestra vida es sabernos amados incondicionalmente por Dios. ¿Recuerdan el diálogo de Jesús con el joven rico (cf. Mc 10, 17-22)? El evangelista Marcos dice que Jesús lo miró con cariño (cf. Mc 10, 21), y después lo invitó a seguirle para encontrar el verdadero tesoro. Les deseo, queridos jóvenes, que esta mirada de Cristo, llena de amor, les acompañe durante toda su vida.

Durante la juventud, emerge la gran riqueza afectiva que hay en sus corazones, el deseo profundo de un amor verdadero, maravilloso, grande. ¡Cuánta energía hay en esta capacidad de amar y ser amado! No permitan que este valor tan precioso sea falseado, destruido o menoscabado. Esto sucede cuando nuestras relaciones están marcadas por la instrumentalización del prójimo para los propios fines egoístas, en ocasiones como mero objeto de placer. El corazón queda herido y triste tras esas experiencias negativas. Se lo ruego: no tengan miedo al amor verdadero, aquel que nos enseña Jesús y que San Pablo describe así:El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca(1Co 13, 4-8).

Al mismo tiempo que les invito a descubrir la belleza de la vocación humana al amor, les pido que se rebelen contra esa tendencia tan extendida de banalizar el amor, sobre todo cuando se intenta reducirlo solamente al aspecto sexual, privándolo así de sus características esenciales de belleza, comunión, fidelidad y responsabilidad. Queridos jóvenes,en la cultura de lo provisional, de lo relativo, muchos predican que lo importante esdisfrutarel momento, que no vale la pena comprometerse para toda la vida, hacer opciones definitivas,para siempre, porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en cambio, les pido que sean revolucionarios, les pido que vayan contracorriente; sí, en esto les pido que se rebelen contra esta cultura de lo provisional, que, en el fondo, cree que ustedes no son capaces de asumir responsabilidades, cree que ustedes no son capaces de amar verdaderamente. Yo tengo confianza en ustedes, jóvenes, y pido por ustedes. Atrévanse air contracorriente. Y atrévanse también a ser felices(Encuentro con los voluntarios de la JMJ de Río de Janeiro, 28 julio 2013).

Ustedes, jóvenes, son expertos exploradores. Si se deciden a descubrir el rico magisterio de la Iglesia en este campo, verán que el cristianismo no consiste en una serie de prohibiciones que apagan sus ansias de felicidad, sino en un proyecto de vida capaz de atraer nuestros corazones.

_________________________

BENEDICTO XVI – Ángelus 2012

La falsa religiosidad

Queridos hermanos y hermanas:

En la liturgia de la Palabra de este domingo destaca el tema de la Ley de Dios, de su mandamiento: un elemento esencial de la religión judía e incluso de la cristiana, donde encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13, 10). La Ley de Dios es su Palabra que guía al hombre en el camino de la vida, lo libera de la esclavitud del egoísmo y lo introduce en la «tierra» de la verdadera libertad y de la vida. Por eso en la Biblia la Ley no se ve como un peso, como una limitación que oprime, sino como el don más precioso del Señor, el testimonio de su amor paterno, de su voluntad de estar cerca de su pueblo, de ser su Aliado y escribir con él una historia de amor.

El israelita piadoso reza así: «Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras. (...) Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (Sal 119, 16.35). En el Antiguo Testamento, es Moisés quien en nombre de Dios transmite la Ley al pueblo. Él, después del largo camino por el desierto, en el umbral de la tierra prometida, proclama: «Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar» (Dt 4, 1).

Y aquí está el problema: cuando el pueblo se establece en la tierra, y es depositario de la Ley, siente la tentación de poner su seguridad y su gozo en algo que ya no es la Palabra del Señor: en los bienes, en el poder, en otros «dioses» que en realidad son vanos, son ídolos.

Ciertamente, la Ley de Dios permanece, pero ya no es lo más importante, ya no es la regla de la vida; se convierte más bien en un revestimiento, en una cobertura, mientras que la vida sigue otros caminos, otras reglas, intereses a menudo egoístas, individuales y de grupo.

Así la religión pierde su auténtico significado, que es vivir en escucha de Dios para hacer su voluntad —que es la verdad de nuestro ser—, y así vivir bien, en la verdadera libertad, y se reduce a la práctica de costumbres secundarias, que satisfacen más bien la necesidad humana de sentirse bien con Dios. Y este es un riesgo grave para toda religión, que Jesús encontró en su tiempo, pero que se puede verificar, por desgracia, también en el cristianismo.

Por eso, las palabras de Jesús en el evangelio de hoy contra los escribas y los fariseos nos deben hacer pensar también a nosotros. Jesús hace suyas las palabras del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos» (Mc 7, 6-7; cf. Is 29, 13). Y luego concluye: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (Mc 7, 8).

También el apóstol Santiago, en su carta, pone en guardia contra el peligro de una falsa religiosidad. Escribe a los cristianos: «Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (St 1, 22). Que la Virgen María, a la que nos dirigimos ahora en oración, nos ayude a escuchar con un corazón abierto y sincero la Palabra de Dios, para que oriente todos los días nuestros pensamientos, nuestras decisiones y nuestras acciones.

_________________________

DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

I. JESUS Y LA LEY

577. Al comienzo del Sermón de la montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:

“No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ese será grande en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-19).

578. Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir jamás la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, “quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos” (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).

579. Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una casuística “hipócrita” (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).

580. El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino “en el fondo del corazón” (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por “aportar fielmente el derecho” (Is 42, 3), se ha convertido en “la Alianza del pueblo” (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo “la maldición de la Ley” (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no “practican todos los preceptos de la Ley” (Ga 3, 10) porque, ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza” (Hb 9, 15).

581. Jesús fue considerado por los Judíos y sus jefes espirituales como un “rabbi” (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas” (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: “Habéis oído también que se dijo a los antepasados... pero yo os digo” (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas “tradiciones humanas” (Mc 7, 8) de los fariseos que “anulan la Palabra de Dios” (Mc 7, 13).

582. Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido “pedagógico” (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: “Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro... -así declaraba puros todos los alimentos- ... Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.

II. LA LEY ANTIGUA

1961. Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Estas están declaradas y autentificadas en el interior de la Alianza de la salvación.

1962. La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos. Los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo, y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de Dios, y para protegerle contra el mal:

Dios escribió en las tablas de la ley lo que los hombres no leían en sus corazones (S. Agustín, Sal. 57,1).

1963. Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7,12), espiritual (cf Rm 7,14) y buena (cf Rm 7,16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf Gal 3,24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según S. Pablo tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una “ley de concupiscencia” (cf Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.

1964. La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. “La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras” (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes los “tipos”, los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los Cielos.

Hubo..., bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual “la caridad es difundida en nuestros corazones” (Rm 5,5) (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 107,1 ad 2).

III. LA LEY NUEVA O LEY EVANGELICA

1965. La ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por él viene a ser la ley interior de la caridad: “Concertaré con la casa de Israel una alianza nueva...pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Hb 8,8-10; cf Jr 31,31-34).

1966. La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Obra por la caridad, utiliza el Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de hacerlo:

El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de S. Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana...Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana (S. Agustín, serm. Dom. 1,1):

1967. La Ley evangélica “da cumplimiento” (cf Mt 5,17-19), purifica, supera, y lleva a su perfección la Ley antigua. En las “Bienaventuranzas” da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al “Reino de los Cielos”. Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos sorprendentes del Reino.

1968. La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella las virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf Mt 15,18-19), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial (cf Mt 5,48), mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina (cf Mt 5,44).

1969. La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna, la oración y el ayuno, ordenándolos al “Padre que ve en lo secreto” por oposición al deseo “de ser visto por los hombres” (cf Mt 6,1-6. 16-18). Su oración es el Padre Nuestro (Mt 6,9-13).

1970. La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre “los dos caminos” (cf Mt 7,13-14) y la práctica de las palabras del Señor (cf Mt 7,21-27); está resumida en la regla de oro: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas” (Mt 7,12; cf Lc 6,31).

Toda la Ley evangélica está contenida en el “mandamiento nuevo” de Jesús (Jn 13,34): amarnos los unos a los otros como él nos ha amado (cf Jn 15,12).

1971. Al Sermón del monte conviene añadir la catequesis mora l de las enseñanzas apostólicas, como Rm 12-15; 1 Co 12-13; Col 3-4; Ef 4-5, etc. Esta doctrina trasmite la enseñanza del Señor con la autoridad de los apóstoles, especialmente exponiendo las virtudes que se derivan de la fe en Cristo y que anima la caridad, el principal don del Espíritu Santo. “Vuestra caridad se sin fingimiento...amándoos cordialmente los unos a los otros...con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad” (Rm 12,9-13). Esta catequesis nos enseña también a tratar los casos de conciencia a la luz de nuestra relación con Cristo y con la Iglesia (cf Rm 14; 1 Co 5-10).

1972. La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad (cf St 1,25; 2,12), porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo “que ignora lo que hace su señor”, a la de amigo de Cristo, “porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15), o también a la condición de hijo heredero (cf Gál 4,1-7. 21-31; Rm 8,15).

1973. Más allá de los preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos. La distinción tradicional entre mandamientos de Dios y consejos evangélicos se establece por relación a la caridad, perfección de la vida cristiana. Los preceptos están destinados a apartar lo que es incompatible con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar lo que, incluso sin serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad (cf S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 184,3).

1974. Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno:

(Dios) no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos, y en suma de todas leyes y de todas las acciones cristianas, la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor (S. Francisco de Sales, amor 8,6).

_________________________

RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Lo que contamina al hombre

Con este Domingo, después del paréntesis de los cinco anteriores pasados con Juan, reemprendemos la lectura del Evangelio de Marcos.

En tiempo de Jesús, los fariseos no comían si antes no se lavaban las manos hasta el codo y, volviendo del mercado, no se ponían a la mesa sin antes haber hecho las debidas abluciones. Daban una importancia extraordinaria a la así llamada pureza ritual o exterior, haciendo depender de ella su santidad personal ante Dios. Un día, viendo que los discípulos de Jesús comían sin antes haber hecho todas las abluciones, le dirigieron al Maestro el reproche de no atenerse a las tradiciones de los antiguos. Ello vino a ser por parte de Cristo la ocasión para una enseñanza fundamental:

«Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre... Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro».

Con estas palabras, Jesús ejecutaba una verdadera y propia revolución religiosa respecto a la mentalidad dominante. Trasladaba el eje de atención desde lo externo a lo interno. Preguntémonos, de inmediato: ¿qué nos dice a nosotros, hombres de hoy, esta importante página del Evangelio? La enseñanza fundamental, permanece la de siempre. Con aquellas palabras Jesús golpea en la raíz la tendencia siempre al acecho de dar más importancia a los gestos y a los ritos exteriores que a las disposiciones del corazón. Esto es, al deseo de parecer más que de ser buenos. Brevemente, a la hipocresía, el «fariseísmo», el formalismo.

Yo decía que esta enseñanza tradicional permanece siempre válida. Pero, hoy podemos recoger una enseñanza nueva de orden no sólo individual sino también social y colectiva de la página del Evangelio. La distorsión, que Jesús denunciaba en algunos fariseos de su tiempo, de dar más importancia a la limpieza exterior que a la pureza del corazón, se reproduce hoya escala mundial. Algunos se preocupan muchísimo de la contaminación exterior y física de la atmósfera, de las aguas, del agujero del ozono y, por el contrario, hay un silencio casi absoluto sobre la contaminación interior y moral.

¿Quién proporciona pensamiento, por ejemplo, a la contaminación de la verdad, debida a formas distorsionadas de información, o de ciertos abusos de la sexualidad y manipulación genética, que amenazan ensuciar las fuentes mismas de la vida? Nos indignamos viendo imágenes de aves marinas, que salen de las aguas impregnadas de manchas de petróleo, recubiertas de alquitrán e incapaces de volar; pero, no hacemos otro tanto por nuestros niños, precozmente viciados y víctimas a causa de los embalajes de maldad, que se extienden ya sobre cualquier aspecto de la vida.

Vengamos más directamente a nosotros mismos. Si nosotros estamos muy atentos a lo que por la boca «entra» en nosotros (las comidas estropeadas, los productos pasados de fecha de consumición), pero no estamos, asimismo, atentos a lo que «sale» de ella (palabras cortantes, violentas, a veces falsas) ¿no merecemos, también nosotros, el reproche de Jesús: «¡Hipócritas!»?

Quede bien claro: no se trata de oponer entre sí a los dos tipos de contaminación. La lucha de la contaminación física o en favor de la higiene es un signo de progreso y de civilización, al que no se puede renunciar bajo ningún costo. Jesús no dijo en aquella ocasión que no era necesario lavarse las manos o lavar los vasos y todo el resto. Dijo que, por sí solo, esto no basta; no se llega a la raíz del mal. Para reconstruir las causas de un incendio, se busca determinar el punto desde el que se han desarrollado las llamas; así es necesario actuar para combatir toda la contaminación, que hay en el mundo. Y la investigación, en este caso, nos lleva invariablemente a un punto preciso de partida: el corazón del hombre, su egoísmo, su avaricia, envidia o, al menos, su falta de atención y negligencia.

Jesús, por lo tanto, en su Evangelio expone el programa de una ecología del corazón. Es necesario volver a sanar el corazón del hombre, que es la fuente de todo. De allí proviene todo lo que es verdaderamente «malo» y que «contamina» en verdad al mundo. En lo creado no hay nada, de por sí, «malo» o «pecaminoso». Las bestias feroces, los fenómenos naturales, pueden ser nocivos, pero nunca malvados. La maldad es sólo del hombre, quien posee la libertad. Hasta que no vino Adán a contaminar la creación con su pecado, la Biblia apostilla siempre que «todo era bueno» (cfr. Génesis 1,10).

Pero, ya lo sabemos: no es necesario nunca dejar a mitad de camino la enseñanza del Evangelio, parándose en una genérica, aunque sacrosanta, denuncia de cómo van las cosas en torno a nosotros. Del mismo modo, esto sería también hipocresía. Es necesario, por lo tanto, comenzar a aplicar la palabra y a ponerla en práctica. ¿Y desde dónde comenzar? ¿Cuál es la cosa que en este campo depende también de mí, es más, solamente de mí? Para descubrirlo, partamos de la palabra «ecología». ¿De dónde proviene y qué significa la palabra eco-logía? Nada tiene que ver con el eco, que nos responde cuando gritamos a cielo abierto. Eco, en este caso, viene del griego oikos, que significa caja (como ecó-nomo y eco-nomía) y, por extensión, ambiente, en el que uno vive.

Si ecología significa proteger y tener limpio el ambiente, es claro que es necesario comenzar por el ambiente más cercano, que es mi corazón e, inmediatamente después, mi familia. Así, hemos descubierto cuál es el ángulo del universo, que depende de mí el tenerlo limpio. El Evangelio no nos deja en la oscuridad o en el vacío sobre cómo se hace esta limpieza. Jesús ha catalogado cuáles son las cosas, que contaminan, y que hemos de quitar de nosotros mismos. Escuchemos qué dice la continuación del fragmento evangélico de hoy:

«Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro»,

Para ser concretos, tomemos una de las contaminaciones catalogadas por Jesús, la calumnia y el otro vicio emparentado con ella, que es el decir perversidades o malignidades sobre el prójimo. ¿Queremos volver a emprender en verdad una obra para hacer bueno el corazón? Emprendamos de nuevo una lucha sin cuartel contra nuestra costumbre de descender a los chismes, de referir críticas, de participar en murmuraciones contra personas ausentes, de desmenuzar o trinchar juicios imprudentes. Éste es un veneno, una vez difundido, dificilísimo de neutralizar. Recordemos a este respecto los versos del poeta Metastasio:

Asombra ver cómo hoy se van difundiendo «nuevas religiones», que pretenden llamarnos de nuevo al Evangelio de Cristo y enseñan, sobre este punto, cosas que con el Evangelio van como de puños. Una de ellas, aguerridísima y con apoyos potentes, la Cienciología, proyecta todo su mensaje en la idea de «limpieza». Para ella, el hombre está «sucio», porque está infectado de los «grumos negativos», esto es de recuerdos inconscientes de experiencias dolorosas del pasado, que le impiden gozar plenamente de las propias potencialidades. Con la técnica de la dianética, esto es, mediante la evocación de recuerdos de existencias anteriores, los recuerdos malos vienen traídos de nuevo a la luz y cancelados, de tal manera que la persona llegue a estar «limpia» (ninguna necesidad como se ve de conversión, cambio de vida y de corazón). Al final de todo, la persona, que mientras tanto habrá desembolsado a la organización varios millones, llegará a tener poderes telepáticos, conservará el recuerdo de todas las vidas precedentes, podrá liberarse de todos los males del cuerpo y, sobre todo, sabrá cómo avanzar en su carrera.

¡No es ésta la limpieza de la que habla Jesús en nuestro fragmento evangélico! Ella no se conquista al son de millones sino con el ejercicio de las virtudes, teniendo más cuidado en lo que sale de nosotros que en lo que entra en nosotros (los «grumos»). No con la dianética, sino más bien con el examen de conciencia. ¡Es estúpido afanarse en buscar hipotéticas heridas y desgracias sufridas en precedentes vidas y no darse pensamiento alguno sobre los errores hechos por nosotros en esta vida!

«Voz huida del seno, que no vale para reclamar; el dardo no se entretiene cuando salió ya del arco».

Los asociados a la limpieza urbana (hoy se llaman «trabajadores ecológicos») tienen un lugar donde llevar las basuras: el horno incineratorio o crematorio. También, Jesús ha previsto para la ecología del corazón un horno crematorio: es el sacramento de la reconciliación, la confesión, acompañada de un sincero arrepentimiento. Más en general, el horno crematorio es él mismo, dispuesto siempre a cargar con nuestros pecados y a lavarlos con su sangre. Su sangre es el gran «detergente»; el disolvente, que «deshace» los grumos del mal, que se forman en nuestra conciencia. «La sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia» (Hebreos 9,14).

Digamos, asimismo, una palabra sobre cómo tener limpio el otro «ambiente»: la familia. No podemos usar en este caso el mismo método, que utilizamos para tener limpia nuestra conciencia. Si cuando se trata de nosotros mismos, la palabra de mando o de orden es descubrir, esto es, traer a la luz las intenciones y las obras malas para combatirlas abiertamente, cuando se trata de los demás, de los familiares, frecuentemente el mejor método es cubrir: cubrir las debilidades y los defectos, saberlos excusar y saber estar a la mira; poner a la luz más bien lo positivo que lo negativo en espera de que la persona descubra por sí lo que no va con ella. «La caridad todo lo cubre» decía san Pablo (cfr.] Corintios 13,7). Naturalmente, esto no excluye el diálogo y la corrección fraterna, hecha con amor.

También, para esta ecología doméstica existe un horno crematorio, en el que destruir todas las basuras antes de que lleguen a ser tóxicas: esto es, pedirse recíprocamente perdón. Es increíble cuán sencillo es este gesto para que se vuelva a serenar la atmósfera, infunda confianza y valentía, ayude a recomenzar desde el principio con más amor y estima que antes. Hay maridos y mujeres, de cuyos labios no ha salido nunca la palabra «¡perdóname!», dicha con el corazón y sin otra añadidura. De aquí, la dificultad de ir de acuerdo. ¿Por qué no aprender a hacerlo? No es verdad del todo lo que decía Metastasio. Es posible a veces volver hacia atrás a «una voz huida del seno»: a saber, pidiendo perdón.

Recordemos, todavía otra vez, antes de concluir la gran moraleja, que nos ha dejado Jesús en el Evangelio de hoy: «Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre».

_________________________

PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Descubrir las verdaderas intenciones del corazón

La ley de Dios está sobre toda ley, y por encima de las tradiciones de los hombres. La ley de Dios es la ley del amor, por la que el corazón del hombre permanece unido al corazón de Dios.

De nada le sirve a un hombre ser rico y poderoso, tener títulos y posesiones, tener buena educación y posición social, ser un gran líder y dominar a las naciones. Aunque tuviera muchas cualidades y dones, si no tiene caridad, nada tiene.

El Hijo de Dios ha venido a darle plenitud a la ley y a enseñarnos a vivirla con perfección, como la vivió Él. Él vino a dar ejemplo viviendo con sencillez, dando importancia a lo que es, y no a lo que no es, poniendo la caridad siempre antes que la eficacia, para que nosotros hagamos lo mismo.

Jesús vino a corregir a los que se equivocan. Habla fuerte y claro, y no tolera a los que, con astucia, acomodan la ley a su conveniencia, pretendiendo engañar, cometiendo actos impuros y faltando a la caridad.

Él ha venido a traer la verdad, a mostrar el camino, y a renovar todas las cosas, para darle a la humanidad otra oportunidad, reconciliándonos con Dios, porque se engañan a sí mismos los que lo honran con sus labios, pero lejos de Él está su corazón.

Cumple tú la ley de Dios y los mandamientos que enseñó Cristo, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, viviendo una fe congruente con tus obras, porque por tu fe serás salvado, pero por tus obras serás juzgado en el último día.

Vive con alegría, porque el justo Juez ha venido personalmente a enseñarte a vivir tu vida. No para juzgarte anticipadamente, sino para lavarte y purificarte con su sangre derramada en la cruz, por su misericordia, llenando tu copa hasta los bordes con su amor, para que tu juicio no te tome por sorpresa, porque serás juzgado, no por cuanto hiciste, sino por cuanto amaste.

Honra a Dios practicando la caridad, para que tu corazón permanezca siempre cerca de Él.

Jesús ha sido puesto como signo de contradicción para dejar al descubierto las intenciones de muchos corazones, para que el mundo pueda verlas y no se dejen engañar.

El Hijo de Dios ha sido enviado para purificar a la humanidad impura, y unirla a la pureza, que es Él mismo, para volverla a Dios. Nos ha lavado y purificado con su preciosa sangre.

Pero volvemos a pecar, volvemos a ensuciar nuestras almas con nuestras malas intenciones, y debemos volver a lavar y purificar nuestros corazones. No con otros sacrificios, sino con la sangre de Cristo derramada en la cruz –en la que Él se ofreció a sí mismo como sacrificio de una vez y para siempre–, y administrada a través del sacramento de la Confesión, en la que el sacerdote, en la misma persona de Cristo, descubre las intenciones del corazón del pecador, a fin de reconciliarlo y que rectifique el camino para volverlo a Dios. 

Examina tu conciencia para que descubras cuáles son las verdaderas intenciones de tu corazón, y puedas discernir, para rechazar las malas obras y hacer el bien.

No tengas prejuicios que condenan a aquellos que no cumplen las reglas. Antes que todo ten caridad, sé compasivo, y aprende a ver, con la mirada misericordiosa de Dios, las intenciones de los corazones, para que comprendas sus acciones.

Y si fuera malo lo que sale de dentro, entonces ayúdalo y corrígelo, porque ha quedado manchado, y lo impuro debe ser purificado. Pero antes de ver la paja en el ojo ajeno, mira la viga en tu propio ojo, mira tu mancha, y confiesa tus pecados.

_________________________

FLUVIUM (www.fluvium.org)

Sinceridad de vida

Posiblemente pocas cosas nos resultan más desagradables de algunas personas como notar que su conducta no responde a los sentimientos de su corazón. Solemos pensar, incluso, que es lo primero, lo más elemental y básico que esperamos de cualquiera para que tenga sentido mantener una relación. La sinceridad de vida, la veracidad, se hace imprescindible en el trato humano, porque las relaciones entre nosotros no son meramente físicas, materiales; son relaciones entre personas, en cuyo interior reside su condición. Por eso la persona auténtica no es lo que se ve de ella o lo que hace, sino que su conducta, y lo que de ella se ve es manifestación de cómo es.

También hoy, como hace veinte siglos, podemos dar demasiada importancia a ciertas rutinas en el trato o en el comportamiento en general que, se supone, son propias de personas educadas, honradas, trabajadoras, veraces, amantes de la libertad... Existe, de hecho, todo un elenco de modos de decir y de gestos que acompañan de suyo a esas cualidades humanas; pero también puede suceder, y a veces lamentablemente sucede, que nos quedemos casi solamente en cuidar las formas, desentendiéndonos de si esas actitudes nuestras manifiestan auténticas realidades personales; o –lo que sería aún más lamentable– que disimulemos los propios defectos con una imagen postiza que para nada corresponde a nuestra realidad.

Tan arraigadas están en la vida social estas formas de hacer y de decir que, en ocasiones, han llegado a hacerse normas de conducta, casi indispensables para la convivencia, y no importa demasiado si reflejan o no la verdad de las personas; se tienen, de hecho, como lo importante, como lo que en absoluto puede faltar. Conocer bien a alguien resulta, en ocasiones, una tarea ardua: es preciso reinterpretar lo que en cada caso significa en el fondo lo que hemos escuchado o lo que hemos visto; o, mejor, para más seguridad, buscar el testimonio de otras personas con garantía de imparcialidad. La prueba, la demostración, el certificado son, en la práctica de nuestras relaciones hoy, algo que debe acompañar a cualquier testimonio que pretenda ser aceptado.

Se hace necesario recuperar el profundo convencimiento de que por encima, muy por encima de esas elegantes pautas de conducta, que a veces no pasan de ser convencionalismos sociales, está la calidad personal que asienta en el corazón de cada mujer y de cada hombre. Por más que dos compañeros se sonreían, no serán amigos si no se desean lo mejor el uno al otro. Cuántas veces alargar la mano con intención de estrechar la de otra persona no supone acuerdo y confianza, porque ha pasado a ser el modo “normal”, “elegante”, de deshacerse de quien ya importuna. ¿Por qué –si no– esas confidencias negativas, con el de al lado, cuando un tercero abandona nuestra compañía?

Es claro que los cristianos hemos de emprender una serena batalla de honradez, de lealtad y de verdad, que en este aspecto de la vida, como en otros, contraste descaradamente con modos torcidos de conducta con frecuencia establecidos. Y es que recordar la enseñanza del Señor sigue siendo necesario. Pues es innegable que su doctrina –que hoy recordamos– se mantiene actual, porque actual es asimismo en el hombre el pecado de hipocresía; pues la autenticidad de cada uno, para bien o para mal, está en el corazón.

Alentemos, pues, sentimientos generosos, de honradez, de justicia; deseemos ayudar a costa de lo nuestro –con sacrificio casi siempre–, y no sentiremos la tentación del disimulo, que nadie se siente movido a esconder sus buenas obras y, si no fuera oportuno ocultarlas por modestia, posiblemente habría que mostrarlas como ejemplo.

Nuestra Madre Inmaculada, llena de Gracia, atenta en todo a lo que agrada a Dios, no tiene tiempo de pensar en cómo quedar bien: sólo en cómo amar a su Señor. Si nos preocupa, si nos ocupa sólo eso como a Ella, iremos bien.

_____________________

UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona

1º. «Abandonando el mandamiento de Dios, retenéis la tradición de los hombres».

Jesús, algunos cristianos no católicos han creído ver en este texto una prueba de que la Tradición en la Iglesia no tiene ningún valor, pues −dicen− no es más que «tradición de los hombres».

Para ellos, la única fuente de revelación es la Biblia, y creen que lo que cada uno interpreta en la Biblia está inspirado por el Espíritu Santo.

Jesús, aunque Tú me enseñas a querer a todos −y con más motivo si son cristianos−, quieres que defienda la verdadera fe.

Para empezar, debo saber que aunque Tú rechazas las tradiciones de los fariseos, no rechazas las de la Iglesia, especialmente las que proceden directamente de Ti, como es la Eucaristía: «haced esto en memoria mía» (Lucas 22,19).

Además, en el Nuevo Testamento queda claro el valor de la Tradición y del magisterio de la Iglesia para los primeros cristianos.

San Pablo escribe: «manteneos firmes y guardad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de palabra o por carta» (2 Tesalonicenses 2,15).

Y San Pedro advierte que «ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia» (2 Pedro 1,20), pues «hay algunos puntos difíciles de entender que los ignorantes e inconscientes tergiversan lo mismo que las demás Escrituras para su propia perdición» (2 Pedro 3,16).

2º. Ya hace algunos años vi con claridad meridiana un criterio que será siempre válido: el ambiente de la sociedad, con su apartamiento de la fe y la moral cristianas, necesita una nueva forma de vivir y de propagar la verdad eterna del Evangelio: en la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad (San Josemaría Escrivá, Surco, n. 318).

«Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está bien lejos de mí».

Jesús, aunque muchos pueblos mantienen ciertas tradiciones cristianas (como la Navidad), en realidad se hallan muy lejos de Ti.

Hace falta recristianizar de verdad la sociedad; y para ello, hace falta una nueva forma de propagar el Evangelio: en medio del mundo: viviendo santamente −con ejemplaridad− la misma vida terrena de tantos y tantas; compartiendo ilusiones, sufrimientos y alegrías, pero con afán de servicio, con visión sobrenatural.

En la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad.

Jesús, para brillar como esperas de mí e influir en el ambiente con mi vida cristiana, necesito virtudes: laboriosidad, generosidad, optimismo, fortaleza, justicia, sobriedad.

Ayúdame para que no me canse en la lucha por adquirirlas.

3º. Jesús, los judíos tenían muchos preceptos sobre los alimentos y sobre cómo limpiar las cosas antes de comer.

Eran reglas de sentido práctico y sanitario, pero Tú quieres recalcar que la verdadera limpieza del hombre nace en el corazón.

Lo que realmente me daña son los «malos pensamientos, fornicaciones, codicias, deshonestidad, envidia, soberbia, insensatez, etc.»

¿Cómo cuido el corazón?

¿De qué lo tengo lleno?

¿Cuáles son mis intereses más profundos?

Jesús, debo cuidar más mis afectos, para que sean limpios, puros, generosos.

Quiero querer a los demás como los quieres Tú, y para eso he de luchar un poco: no consentir esos malos pensamientos; no ponerme en ocasión de tentaciones impuras; saber perdonar los errores de los demás, también las injusticias; saber escuchar y comprender, no queriendo imponer siempre mi punto de vista; buscar la paz y no el odio; cortar los deseos de tener por tener; alegrarme si los demás son mejores que yo; etc.

«La posibilidad de abrirse con amor a las obras de misericordia es fruto de una prolongada y dura lucha con el orgullo propio, con los malos pensamientos, con el propio egoísmo. Sólo quien sabe conservar el corazón «intacto» sustrayéndole a las sugestiones de los entusiasmos pasajeros y dispersos, puede expresar en su vida una auténtica capacidad de donación» (San Juan Pablo II).

4º. «Si tu ojo derecho te escandalizare... ¡arráncatelo y tíralo lejos! ¡Pobre corazón, que es el que te escandaliza! Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: «Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!» (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 163).

Jesús, me pides tener sujeto el corazón: que mis deseos, mis afectos, mis pensamientos, mi imaginación, mi memoria, y todo ese mundo interior mío que sólo Tú y yo conocemos, no se desboque en un egoísmo de fantasía que me hace estar pensando siempre en mí, en mis problemas, en mis derechos, en lo que me merezco, en si me tienen en consideración, etc.

Corazón, ¡corazón en la Cruz! ¡corazón en la Cruz!

Quiero pensar en Ti, en tus necesidades, en tus deseos.

¿Qué necesitas de mí?

¿Qué más puedo hacer por Ti o por los demás?

¿Quién está más necesitado entre los que me rodean?

Jesús, Tú estás en la Cruz, clavado por amor a mí, y desde allí me miras y me dices: ¿qué haces pensando todavía en tus caprichos, en tus egoísmos?

¿No ves que te necesito?

Jesús, si quiero estar cerca tuyo debo tener el corazón pegado a Ti, en la Cruz.

Esto es lo que se llama mortificación interior: sujetar la imaginación, la memoria, el deseo de quedar bien por encima de todo.

Y poner mi corazón en el suelo para que los demás pisen blando: fomentar esos deseos de servir a los demás sin pensar en mí.

_________________________

BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Benedicto XVI

HOMILÍA DURANTE LA MISA CON SUS EXALUMNOS

Castelgandolfo - Domingo 2 de septiembre de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Siguen resonando profundamente en las palabras con las que, hace tres años, el cardenal Schönborn nos hizo la exégesis de este Evangelio: la misteriosa correlación de lo interior con lo exterior; y lo que hace impuro al hombre, lo que lo contamina, y lo que es puro. Por eso, hoy no quiero hacer yo también la exégesis de este mismo Evangelio, o la haré sólo marginalmente. En cambio, comentaré brevemente las dos lecturas.

En el Deuteronomio vemos la «alegría de la ley»: ley no como atadura, como algo que nos quita la libertad, sino como regalo y don. Cuando los demás pueblos miren a este gran pueblo —así dice la lectura, así dice Moisés—, entonces dirán: ¡Qué pueblo tan sabio! Admirarán la sabiduría de este pueblo, la equidad de la ley y la cercanía del Dios que está a su lado y que le responde cuando lo llama. Esta es la alegría humilde de Israel: recibir un don de Dios. Esto es muy distinto del triunfalismo, del orgullo de lo que viene de mismos: Israel no se siente orgulloso de su propia ley como podía estarlo Roma del derecho romano como don a la humanidad; ni como Francia, tal vez orgullosa del «Código Napoleón»; ni como Prusia, orgullosa del «Preußisches Landrecht», etc., obras del derecho que reconocemos.

Israel sabe bien que su ley no la ha hecho él mismo; no es fruto de su genialidad, sino que es don. Dios le ha mostrado qué es el derecho. Dios le ha dado sabiduría. La ley es sabiduría. Sabiduría es el arte de ser hombres, el arte de poder vivir bien y de poder morir bien. Y sólo se puede vivir y morir bien cuando se ha recibido la verdad y cuando la verdad nos indica el camino. Estar agradecidos por el don que no hemos inventado nosotros, sino que nos ha sido dado, y vivir en la sabiduría; aprender, gracias al don de Dios, a ser hombres de un modo recto.

El Evangelio, sin embargo, nos muestra que existe también un peligro, como también se dice directamente al inicio del pasaje de hoy del Deuteronomio: «no añadir ni quitar nada». Nos enseña que, con el paso del tiempo, al don de Dios se fueron añadiendo aplicaciones, obras, costumbres humanas que, al crecer, ocultan lo que es propio de la sabiduría regalada por Dios, hasta el punto de convertirse en auténtica atadura, que es preciso romper, o de llevar a la presunción: nosotros lo hemos inventado.

Pasemos ahora a nosotros, a la Iglesia. De hecho, según nuestra fe, la Iglesia es el Israel que ha llegado a ser universal, en el que todos, a través del Señor, llegan a ser hijos de Abraham; el Israel que ha llegado a ser universal, en el que persiste el núcleo esencial de la ley, sin las contingencias del tiempo y del pueblo. Este núcleo es sencillamente Cristo mismo, el amor de Dios a nosotros y nuestro amor a él y a los hombres. Él es la Tora viviente, es el don de Dios para nosotros, en el que ahora todos recibimos la sabiduría de Dios. Estando unidos a Cristo, caminando con él, viviendo con él, aprendemos cómo ser hombres de modo recto, recibimos la sabiduría que es verdad, sabemos vivir y morir, porque él mismo es la vida y la verdad.

Así pues, la Iglesia, como Israel, debe estar llena de gratitud y de alegría. «¿Qué pueblo puede decir que Dios está tan cerca de él? ¿Qué pueblo ha recibido este don?». No lo hemos hecho nosotros, nos ha sido dado. Alegría y gratitud por el hecho de que lo podemos conocer, de que hemos recibido la sabiduría de vivir bien, que es lo que debería caracterizar al cristiano. Así era, en efecto, en el cristianismo de los orígenes: ser liberado de las tinieblas, de andar a tientas, de la ignorancia —¿qué soy? ¿por qué existo? ¿cómo debo vivir?—; ser libre, estar en la luz, en la amplitud de la verdad. Esta era la convicción fundamental. Una gratitud que se irradiaba en el entorno y que así unía a los hombres en la Iglesia de Jesucristo.

Sin embargo, también en la Iglesia se produce el mismo fenómeno: elementos humanos se añaden y llevan o a la presunción, al así llamado triunfalismo que se gloría de mismo en vez de alabar a Dios, o a la atadura, que es preciso quitar, romper y destruir. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos decir? Creo que nos encontramos precisamente en esta fase, en la que sólo vemos en la Iglesia lo que hemos hecho nosotros mismos, y perdemos la alegría de la fe; una fase en la que ya no creemos ni nos atrevemos a decir: él nos ha indicado quién es la verdad, qué es la verdad; nos ha mostrado qué es el hombre; nos ha donado la justicia de la vida recta. Sólo nos preocupamos de alabarnos a nosotros mismos, y tememos vernos atados por reglamentos que constituyen un obstáculo para la libertad y la novedad de la vida.

Si leemos hoy, por ejemplo, en la Carta de Santiago: «Sois generosos por medio de una palabra de verdad», ¿quién de nosotros se atrevería a alegrarse de la verdad que nos ha sido donada? Nos surge inmediatamente la pregunta: ¿cómo se puede tener la verdad? ¡Esto es intolerancia! Los conceptos de verdad y de intolerancia hoy están casi completamente fundidas entre sí; por eso ya no nos atrevemos a creer en la verdad o a hablar de la verdad. Parece lejana, algo a lo que es mejor no recurrir. Nadie puede decir «tengo la verdad» —esta es la objeción que se plantea— y, efectivamente, nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella. Sólo permanecemos en ella si nos dejamos guiar y mover por ella; sólo está en nosotros y para nosotros si somos, con ella y en ella, peregrinos de la verdad.

Creo que debemos aprender de nuevo que «no tenemos la verdad». Del mismo modo que nadie puede decir «tengo hijos», pues no son una posesión nuestra, sino que son un don, y nos han sido dados por Dios para una misión, así no podemos decir «tengo la verdad», sino que la verdad ha venido hacia nosotros y nos impulsa. Debemos aprender a dejarnos llevar por ella, a dejarnos conducir por ella. Entonces brillará de nuevo: si ella misma nos conduce y nos penetra.

Queridos amigos, pidamos al Señor que nos conceda este don. Santiago nos dice hoy en la lectura que no debemos limitarnos a escuchar la Palabra, sino que la debemos poner en práctica. Esta es una advertencia ante la intelectualización de la fe y de la teología. En este tiempo, cuando leo tantas cosas inteligentes, tengo miedo de que se transforme en un juego del intelecto en el que «nos pasamos la pelota», en el que todo es sólo un mundo intelectual que no penetra y forma nuestra vida, y que por tanto no nos introduce en la verdad. Creo que estas palabras de Santiago se dirigen precisamente a nosotros como teólogos: no sólo escuchar, no sólo intelecto, sino también hacer, dejarse formar por la verdad, dejarse guiar por ella. Pidamos al Señor que nos suceda esto y que así la verdad sea potente sobre nosotros, y que conquiste fuerza en el mundo a través de nosotros.

La Iglesia ha puesto las palabras del Deuteronomio —«¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?» (4, 7)— en el centro del Oficio divino del Corpus Christi, y así le ha dado un nuevo significado: ¿dónde hay un pueblo que tenga a su dios tan cercano como nuestro Dios lo está a nosotros? En la Eucaristía esto se ha convertido en plena realidad. Ciertamente, no es sólo un aspecto exterior: alguien puede estar cerca del Sagrario y, al mismo tiempo, estar lejos del Dios vivo. Lo que cuenta es la cercanía interior. Dios se ha hecho tan cercano a nosotros que él mismo es un hombre: esto nos debe desconcertar y sorprender siempre de nuevo. Él está tan cerca que es uno de nosotros. Conoce al ser humano, conoce el «sabor» del ser humano, lo conoce desde dentro, lo ha experimentado con sus alegrías y sus sufrimientos. Como hombre, está cerca de mí, está «al alcance de mi voz»; está tan cerca de que me escucha; y yo puedo saber que me oye y me escucha, aunque tal vez no como yo me lo imagino.

Dejémonos llenar de nuevo por esta alegría: ¿Dónde hay un pueblo que tenga un dios tan cercano como nuestro Dios lo está a nosotros? Tan cercano que es uno de nosotros, que me toca desde dentro. Sí, hasta el punto de que entra en mi interior en la santa Eucaristía. Un pensamiento incluso desconcertante. Sobre este proceso san Buenaventura utilizó una vez en sus oraciones de Comunión una formulación que sorprende, casi que asusta. Dice: «Señor mío, ¿cómo se te pudo ocurrir la idea de entrar en la sucia letrina de mi cuerpo?». Sí, él entra dentro de nuestra miseria, lo hace plenamente consciente, lo hace para compenetrarse con nosotros, para limpiarnos y renovarnos, a fin de que, a través de nosotros, en nosotros, la verdad se difunda en el mundo y se realice la salvación.

Pidamos perdón al Señor por nuestra indiferencia, por nuestra miseria, que nos hace pensar sólo en nosotros mismos, por nuestro egoísmo que no busca la verdad, sino que sigue su propia costumbre, y que a menudo hace que el cristianismo parezca sólo un sistema de costumbres. Pidámosle que entre con fuerza en nuestra alma, que se haga presente en nosotros y a través de nosotros, para que así la alegría nazca también en nosotros: Dios está aquí y me ama; es nuestra salvación. Amén.

***

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón...” He aquí un severo llamamiento a la honestidad con Dios, a no tranquilizar la conciencia con el cumplimiento de unas prácticas cuyo contenido se ha olvidado. Es como si Jesús dijera: este pueblo me miente. Toda acción humana arranca del corazón, pero –si está manchado– el hombre entero y su actuación quedan manchados.

¡Cuántas fiestas que celebramos y que tienen un origen cristiano se han convertido para algunos en una fiesta en la que Dios está ausente! La Navidad, la Semana Santa y la Pascua, los Domingos... ¿no son con frecuencia un tiempo para disfrutar de unas vacaciones en la nieve o la playa, de diversiones en las que el sentido religioso se ha diluido? ¡En cuántas ocasiones también la actuación diaria en la familia y el lugar de trabajo está manchada por la envidia, la ambición, la impaciencia, los malos modos, la egolatría! Las obras externas quedan marcadas por la intención con que se hacen. Jesús recuerda que hay que comenzar por purificar el corazón, pues de él proceden “los malos propósitos, las fornicaciones, robos..., esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.

¿Dónde está mi corazón habitualmente? ¿Qué es lo que de verdad me mueve y busco con empeño en mi actuación? ¿Voy exclusivamente a lo mío o procuro orientar todo mi quehacer a Dios como el verdadero bien mío? Hay quien piensa que esta rectitud es imposible de vivir en una sociedad tan competitiva y tan poco escrupulosa con los principios morales. ¡La vida obliga a tantas cosas que no se desean pero que hay que asumir si quieres que te acepten, por no dar un disgusto o, incluso, en aras de un mal menor! ¡Si vas de bueno por la vida te comen; o no te comes una rosca, suele decirse!

La tentación más fuerte contra la sinceridad de vida suele tomar ocasión de los cambios o de los choques que se producen a diario. Crisis afectivas, desengaños, fracasos profesionales... Detrás de una de estas cosas que suelen tener un fundamento objetivo, podría resultar difícil reconocerse a sí mismo como el de antes y concluir que nuestra vida está fundada sobre presupuestos falsos o, al menos, que no son prácticos en nuestro mundo. La tentación entonces de abandonar “todo escrúpulo moral” es grande.

No hay que perder la sensatez y, menos aún, la fe en Dios y en sus indicaciones. La veracidad que Dios nos pide se va logrando con una lucha constante y esperanzada y mediante la purificación del corazón en el Sacramento de la Reconciliación, porque una cosa es la sinceridad y otra la pecabilidad propia de la debilidad humana. Dejarlo todo porque se dejó una cosa –enseña San Josemaría Escrivá–, es absurdo, no conduce a nada. Es la lógica de un loco.

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

Moisés exhorta a su pueblo destacando que Dios está en medio de ellos y pueden escucharle; Israel ha recibido de Dios una ley como ningún otro pueblo la tiene; recuerda a la teofanía del Sinaí en que el pueblo oyó a Dios pero no le vio.

Después de una larga explicación acerca del rito de lavarse las manos Jesús marca la frontera entre la ley y Él. No existe paralelo alguno en la literatura rabínica de lo que Jesús dice seguidamente. Sus consecuencias se verán cuando la Iglesia se enfrente con el problema de los conversos de la gentilidad.

Hoy nos hallamos en el polo opuesto con el que Jesús se enfrentó. Si Él tuvo que luchar contra el legalismo, hoy hay que esforzarse por poner de relieve la heteronomía. Con la falsa defensa de la libertad, hoy se presenta cualquier mandato o precepto como imposición destructora del hombre y de su iniciativa personal. “Los mandamientos, dice Juan Pablo II, constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad” (VS, 13).

Abolida la esclavitud se rechaza la opresión del hombre por el hombre, pero ¿y la opresión del hombre por sí mismo?

— “Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido” (62; cf. 63).

— “Esta pedagogía de Dios aparece especialmente en el don de la Ley. La letra de la Ley fue dada como un «pedagogo» para conducir al Pueblo hacia Cristo (Ga 3,24). Pero su impotencia para salvar al hombre privado de la «semejanza» divina y el conocimiento creciente que ella da del pecado suscitan el deseo del Espíritu Santo” (708).

— Decidir en conciencia:

“Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas” (1786).

— “En todos los casos son aplicables las siguientes reglas: nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien; la «regla de oro»: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros» (Mt 7,12); la caridad actúa siempre en el respeto del prójimo y de su conciencia. «Lo bueno es... no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad» (Rom 14,21)” (1789).

— “Él (san Pablo) reconoce la función pedagógica de la Ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la «vida en el Espíritu». Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos hechos justos: la «justicia» que la Ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús” (Juan Pablo II, VS 23).

Llevar a la vida los mandatos de Dios por amor a Jesucristo es la mejor lección de libertad que podemos dar al mundo.

___________________________

HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La verdadera pureza.

– La limpieza del alma.

I. San Marcos, que dirigió primariamente su Evangelio a los cristianos procedentes del paganismo, hubo de explicar en diferentes pasajes ciertas costumbres judías, el valor de algunas monedas, etc., para que sus lectores comprendieran mejor las enseñanzas del Señor. En el Evangelio de la Misa nos dice que los judíos, y de modo particular los fariseos, nunca comen si no se lavan las manos muchas veces, observando la tradición de los antiguos; y cuando llegan de la plaza no comen, si no se purifican; y hay otras muchas cosas que guardan por tradición: purificaciones de las copas y de las jarras, de las vasijas de cobre y de los lechos.

Estas purificaciones no se hacían por meros motivos de higiene o de urbanidad, sino que tenían un significado religioso: eran símbolo de la pureza moral con la que hay que acercarse a Dios. En el Salmo 24, que formaba parte de la liturgia de entrada en el Santuario de Jerusalén, se dice: ¿Quién subirá al monte de Yahvé y quién permanecerá en su lugar santo? El hombre de manos inocentes, de corazón puro.... La pureza de corazón aparece como una condición para acercarse a Dios, para participar en su culto y ver su rostro. Pero los fariseos se habían quedado en lo exterior, incluso habían aumentado los ritos y su importancia, mientras descuidaban lo fundamental: la limpieza del corazón, de la cual todo lo externo era una señal y un símbolo.

En esta ocasión, los fariseos y escribas que habían llegado de Jerusalén se extrañan al ver a algunos discípulos de Jesús que comían los panes con las manos impuras, es decir, sin lavar; y preguntan al Señor: ¿Por qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los antiguos, sino que comen el pan con manos impuras? El Señor respondió con energía ante esa actitud vacía y formalista: hipócritas –les dice–, dejáis a un lado los mandatos de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. La verdadera pureza –las manos inocentes del Salmo 24 es algo más hondo y profundo que manos lavadas– ha de comenzar por el corazón, pues de él proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude, deshonestidad, envidia, blasfemia, soberbia, insensatez. Las acciones del hombre provienen primero del corazón. Y si éste está manchado, el hombre entero queda manchado.

La impureza no sólo se refiere al desorden de la sensualidad, aunque este desorden –es decir, la lujuria– deje una huella profunda, sino también al deseo inmoderado de bienes materiales, a la actitud que lleva a ver a los demás con malos ojos, con torcida intención, a la envidia, al rencor, a la inclinación egocéntrica de pensar en uno mismo con olvido de los demás, a la abulia interior, causa de ensueños y fantasías que impiden la presencia de Dios y un trabajo intenso... Las obras externas quedan marcadas por lo que hay en el corazón. ¡Cuántas faltas externas de caridad tienen su origen en susceptibilidades o en rencores depositados en el fondo del alma, y que debieron cortarse nada más aparecer! Jesús rechaza la mentalidad que se ocultaba detrás de aquellas prescripciones, que con frecuencia habían perdido todo contenido interior, y nos enseña a amar la pureza de corazón, que nos permitirá ver a Dios en medio de nuestras tareas. Él quiere, ¡tantas veces nos lo ha dicho!, reinar en nuestros afectos, acompañarnos en nuestra actividad, darle un nuevo sentido a todo lo que hacemos. Pidámosle que nos ayude a tener siempre un corazón limpio de todos esos desórdenes.

– Santa pureza en medio del mundo.

II. La pureza de alma que pide el Señor a los suyos está lejos de una formalidad externa, de apariencias; nosotros no debemos “lavar” las manos y los platos y mantener manchado el corazón. La pureza de alma –castidad y rectitud interior en los demás afectos y sentimientos– tiene que ser plenamente amada y buscada con alegría y con empeño, apoyándonos siempre en la gracia de Dios. Esa limpieza interior, condición de todo amor, se va logrando mediante una lucha alegre y constante, prolongada a lo largo de la vida, que se mantiene vigilante por el examen de conciencia diario para no pactar con actitudes y pensamientos que alejan de Dios y de los demás; es también el fruto de un gran amor a la Confesión frecuente bien hecha, donde nos purifica el Señor y nos llena de su gracia, donde “lavamos” nuestro corazón.

La pureza interior lleva consigo un fortalecimiento y dilatación del amor, y una elevación del hombre hasta la dignidad a la que ha sido llamado; esta dignidad de la persona humana, de la que el hombre tiene cada vez una mayor conciencia, y de la que parece alejarse también en muchas ocasiones. “El corazón humano sigue sintiendo hoy aquellos mismos impulsos que denunciaba Jesús como causa y raíz de la impureza: el egoísmo en todas sus formas, las intenciones torcidas, los móviles rastreros que inspiran en tantas ocasiones la conducta de los hombres. Pero parece que en estos momentos la vida del mundo registra un hecho que hay que estimar como nuevo por su difusión y gravedad: la degradación del amor humano y la oleada de impureza y sensualidad que se ha abatido sobre la faz de la tierra. Ésta es una forma de rebajamiento del hombre que afecta a la intimidad radical de su ser, a lo más nuclear de su personalidad y que, por la extensión que ha alcanzado, hay que considerar como fenómeno histórico sin precedentes”.

Con la ayuda de la gracia, que el Señor nos concede si no ponemos obstáculos, es tarea de todos los cristianos mostrar, con una vida limpia y con la palabra, que la castidad es virtud esencial para todos –hombres y mujeres, jóvenes y adultos–, y que cada uno ha de vivirla de acuerdo con las exigencias del estado al que le llamó el Señor; “es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el corazón del hombre”, y sin ella no sería posible amar, ni al Señor, ni a los demás.

La lealtad a nuestros compromisos de hombres y mujeres que siguen a Cristo, la fortaleza y el indispensable sentido común han de llevarnos a actuar con sensatez, a evitar las ocasiones de peligro para la salud del alma y para la integridad de la vida espiritual: a dejar de oír o ver determinados programas de radio o televisión, cuando sea necesario; a guardar los sentidos; a no participar en una conversación que rebaja la dignidad de los presentes y, en muchos casos, a cambiar su curso; a no descuidar los detalles de pudor y de modestia en el vestir, en el aseo personal, en el deporte; a no asistir a lugares que desdicen de un buen cristiano, aunque estén de moda o asista la mayor parte de nuestros compañeros; a manifestar, sin complejos, la repulsa ante espectáculos obscenos... Conviene recordar que la palabra “obsceno” procede del antiguo teatro griego y romano, y significaba aquello que, por respeto a los espectadores, no debía representarse en la escena, por pertenecer a la intimidad personal: incluso esa civilización pagana –que tenía normas morales tan relajadas– entendía que hay cosas que no son para hacer delante de otras personas.

Quizá, en algunas ocasiones, no sea fácil vivir como buenos cristianos en ambientes que han perdido el sentido moral de la vida, pero el Señor nunca nos prometió un camino cómodo, sino las gracias necesarias para vencer. Dejarse arrastrar por respetos humanos o por miedo a parecer poco naturales, con una “naturalidad pagana”, revelaría una personalidad débil, vulgar, y, sobre todo, poco amor al Maestro.

– Pedir y poner empeño en que nunca quede manchado el corazón. Amor a la Confesión frecuente.

III. Desde el fondo del corazón humano es desde donde el Espíritu Santo quiere hacer surgir la fuente de una vida nueva, que penetra poco a poco en el hombre entero. De esta manera, la pureza interior, y la virtud de la castidad en particular –pureza, en castellano, y en otros idiomas, se identifica con la virtud de la castidad, aunque en sí misma abarca un campo más amplio–, es una de las condiciones necesarias y uno de los frutos de la vida interior. Esa pureza cristiana, la castidad, ha sido desde siempre una gloria de la Iglesia y una de las manifestaciones más claras de su santidad. También ahora, como los primeros cristianos, muchos hombres y mujeres en medio del mundo –sin ser mundanos– procuran vivir la virginidad y el celibato por amor del Reino de los Cielos; y una gran muchedumbre de esposos cristianos –padres y madres de familia– viven santamente la castidad según su estado matrimonial. Unos y otros son testigos de un mismo amor cristiano, que se adecua a la vocación de cada uno, pues, como enseña la Iglesia, “el matrimonio y la virginidad y el celibato son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo”.

Nosotros, cada uno en el estado –soltero, casado, viudo, sacerdote– en que ha sido llamado, pedimos hoy al Señor que nos conceda un corazón bueno, limpio, capaz de comprender a todas las criaturas y de acercarlas a Dios; capaz de una bondad sin límites para quienes acuden, quizá rotos por dentro, pidiendo y a veces mendigando, un poco de luz y de aliento para salir a flote. Nos puede servir ahora, y en muchas otras ocasiones, a modo de jaculatoria, la petición que la Liturgia dirige al Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés: “Limpia en mi alma lo que está sucio, riega lo que es árido, sin fruto, cura lo que está enfermo, doblega lo que es rígido, calienta lo que está frío, dirige lo extraviado...”.

Y junto a la petición, un deseo eficaz de luchar y de poner empeño en que el corazón no quede nunca manchado: no sólo por pensamientos y deseos impuros, sino tampoco por no saber perdonar con prontitud; hagamos el propósito de no guardar rencor ni agravios a nadie y bajo ningún pretexto; procuremos por todos los medios evitar los celos, las envidias..., cosas que manchan y dejan con tristeza y en tinieblas el alma. Amemos el sacramento de la Confesión, donde el corazón se purifica cada vez más y se hace grande para las buenas obras.

Nuestra Madre Santa María, que estuvo llena de gracia desde el momento de su concepción, nos enseñará a ser fuertes si en algún momento fuera más costoso mantener el corazón limpio y lleno de amor a su Hijo.

____________________________

Rev. D. Frederic RÀFOLS i Vidal (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres

 Hoy, la Palabra del Señor nos ayuda a discernir que por encima de las costumbres humanas están los Mandamientos de Dios. De hecho, con el paso del tiempo, es fácil que distorsionemos los consejos evangélicos y, dándonos o no cuenta, substituimos los Mandamientos o bien los ahogamos con una exagerada meticulosidad: «Al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas...» (Mc 7,4). Es por esto que la gente sencilla, con un sentido común popular, no hicieron caso a los doctores de la Ley ni a los fariseos, que sobreponían especulaciones humanas a la Palabra de Dios. Jesús aplica la denuncia profética de Isaías contra los religiosamente hipócritas («Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí»: [Mc 7,6].

En estos últimos años, Juan Pablo II, al pedir perdón en nombre de la Iglesia por todas las cosas negativas que sus hijos habían hecho a lo largo de la historia, lo ha manifestado en el sentido de que «nos habíamos separado del Evangelio».

«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre» (Mc 7,15), nos dice Jesús. Sólo lo que sale del corazón del hombre, desde la interioridad consciente de la persona humana, nos puede hacer malos. Esta malicia es la que daña a toda la Humanidad y a uno mismo. La religiosidad no consiste precisamente en lavarse las manos (¡recordemos a Pilatos que entrega a Jesucristo a la muerte!), sino mantener puro el corazón.

Dicho de una manera positiva, es lo que santa Teresa del Niño Jesús nos dice en sus Manuscritos biográficos: «Cuando contemplaba el cuerpo místico de Cristo (...) comprendí que la Iglesia tiene un corazón (...) encendido de amor». De un corazón que ama surgen las obras bien hechas que ayudan en concreto a quien lo necesita («Porque tuve hambre, y me disteis de comer...»: Mt 25,35).

___________________________

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Las intenciones del corazón

«Lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre» (Mt 15, 18).

Eso dicen las Escrituras.

Sacerdote, ¿qué es lo que sale de tu boca?

¿Qué es lo que sale de tu corazón?

Concientízate, sacerdote, ¿cuál es tu intención cuando hablas, cuando enseñas, cuando corriges, cuando te expresas ante los demás, cuando predicas y también cuando callas?

Ten cuidado, sacerdote, porque tu boca expone la pureza de tu alma, la dignidad de tu sacerdocio y el nombre de tu Señor.

Sacerdote, rectifica tu intención para que tu corazón no esté lejos de Dios.

Un solo espíritu, un solo corazón. Esa, sacerdote, es la configuración. Esa es la unidad de la que tú eres ejemplo.

Unidad con Cristo para ser por Él, con Él y en Él uno, como su Padre y Él son uno, porque a eso estás llamado, y es a eso a lo que tú debes llamar a los demás, a través de las palabras que salen de tu boca, y que, por la gracia y el poder de Dios, unes a su pueblo en un solo rebaño y con un solo Pastor.

Pero debes dar ejemplo para generar confianza, debes ser auténtico, y santificar tu alma, para que seas como Él. Entonces harás sus obras y aun mayores.

Pero de ti, sacerdote, se requiere la pureza de tu corazón y la congruencia de tus actos y de tus obras con las palabras que salen de tu boca.

De ti, sacerdote, se requiere que cumplas los mandamientos de tu Señor, escuchando su Palabra y poniéndola en obras que expresan tu voluntad, para hacer la voluntad de Dios.

Purifica, sacerdote, las intenciones de tu corazón purificando tus manos, tus pensamientos vanos e impertinentes que limitan la gracia del Espíritu Santo, que es quien te purifica, quien te fortalece, quien te guía, quien te ilumina para hacer el bien, para discernir y corregir lo malo que pueda haber en ti.

Tú eres un hombre, sacerdote, y te ha sido dada la gracia para ser como Cristo, para vivir como Cristo, para obrar como Cristo, para configurar tu alma y tu corazón en un mismo espíritu, para ser, para obrar, para actuar en la persona misma de Cristo.

Eso eres, sacerdote, para el mundo: el mismo Cristo que pasa y que transforma el mundo salvando almas.

Pero si tú, sacerdote, te comportas como hombre y te olvidas de ser Cristo, entonces te vuelves insípido, pierdes tu esencia y no sirves para nada, porque tú naciste, fuiste llamado y fuiste ordenado para servir a Dios como Cristo.

Pregúntale a tu corazón, sacerdote, cuál es tu intención en cada acto, en cada obra, en cada palabra. Sé honesto contigo mismo y responde abriendo tu corazón.

¿Tus intenciones son las mismas intenciones de Dios?

¿Estás viviendo en la verdad?

¿Qué comportamiento debes, sacerdote, cambiar?

¿Qué palabras debe tu boca escupir y nunca más maldecir?

Purifica, sacerdote, tu imagen, corrige todo lo que aleja a tu corazón de tu Señor y de la comodidad de seguir las tradiciones de los hombres antes que la ley de Dios.

Sacerdote: eres hábil, eres astuto, eres capaz.

Utiliza esos atributos para hacer el bien y evitar el mal.

Muchos dones te han sido dados para cumplir con tu misión, y de cada uno se te pedirán cuentas cuando estés frente a frente con tu Señor.

Concientízate, sacerdote, y revisa lo que sale de tu boca, y medita qué es lo que hay en tu corazón y no esperes a que te digan “hipócrita”.

Haz lo que debes, cuida lo que haces y demuestra al mundo quién eres: un hombre de fe, configurado con Cristo, expresando su amor y su fe en palabras y en obras, enseñando y cumpliendo los mandamientos, amando a Dios por sobre todas las cosas y llevando a las almas a Dios por amor.

Que sea esa, sacerdote, la intención de tu corazón.

(Espada de Dos Filos IV, n. 83)

(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, - facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)

_______________________

 

NUESTRAS REDES SOCIALES:

 

+52 1 81 1600 7552

    www.lacompañiademaria.com

  La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

   Espada de Dos Filos

  • Lacompaniademaria

  lacompaniademaria01@gmail.com

  espada.de.dos.filos12@gmail.com

                                                              

La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

http://arquidiocesistoluca.org.mx/la-compania-de-maria-madre-de-los-sacerdotes/