Domingo 25 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXV del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 19.IX.21 y Homilías (20.IX.15, 26.V.15, 2.X.14, 23.IX.18)
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Pedro-José YNARAJA i Díaz (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

***

Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.

Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.

Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd.

(Nuestras redes sociales)

***

DEL MISAL MENSUAL

SEGUNDA ADVERTENCIA

Sab 2, 12. 17-20, Sant 3,16-4, 3; Mc 9, 30-37

Cuando la obstinación de los dirigentes religiosos de Israel se consolidó, el Señor Jesús comprendió que, si persistía mostrando el rostro novedoso de Dios con tanta decisión, su vida tendría un final violento. Aunque era un escenario desconsolador para cualquier persona, Jesús no se echó para atrás, sino que mantuvo el diálogo confiado con el Padre y comprendió que tampoco en esa circunstancia quedaría desamparado. De hecho, el fragmento del libro de la Sabiduría nos desvela la espiritualidad que alentaba a los justos perseguidos a la hora de mantenerse fieles a Dios. Quien conoce los secretos de Dios sabe que Dios creó a sus hijos para la inmortalidad y que, por eso mismo, los auxilia y acompaña en el momento de la prueba. Los enemigos del Reino no podrían prevalecer por encima del amor y la fidelidad del Padre.

ANTÍFONA DE ENTRADA

Yo soy la salvación de mi pueblo, dice el Señor. Los escucharé cuando me llamen en cualquier tribulación, y siempre seré su Dios.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que has hecho del amor a ti y a los hermanos la plenitud de todo lo mandado en tu santa ley, concédenos que, cumpliendo tus mandamientos, merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA 

PRIMERA LECTURA 

Condenemos al justo a una muerte ignominiosa.

Del libro de la Sabiduría: 2, 12. 17-20

Los malvados dijeron entre sí: “Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los principios en que fuimos educados.

Veamos si es cierto lo que dice, vamos a ver qué le pasa en su muerte. Si el justo es hijo de Dios, Él lo ayudará y lo librará de las manos de sus enemigos. Sometámoslo a la humillación y a la tortura, para conocer su temple y su valor. Condenémoslo a una muerte ignominiosa, porque dice que hay quien mire por él”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 53

R/. El Señor es quien me ayuda.

Sálvame Dios mío, por tu nombre; con tu poder defiéndeme. Escucha, Señor, mi oración y a mis palabras atiende. R/.

Gente arrogante y violenta contra mí se ha levantado. Andan queriendo matarme. ¡Dios los tiene sin cuidado! R/.

Pero el Señor Dios es mi ayuda, Él, quien me mantiene vivo. Por eso te ofreceré con agrado un sacrificio, y te agradeceré, Señor, tu inmensa bondad conmigo. R/.

SEGUNDA LECTURA

Los pacíficos siembran la paz y cosechan frutos de justicia.

De la carta del apóstol Santiago: 3,16-4, 3

Hermanos míos: Donde hay evidencias y rivalidades, ahí hay desorden y toda clase de obras malas. Pero los que tienen la sabiduría que viene de Dios son puros, ante todo. Además, son amantes de la paz, comprensivos, dóciles, están llenos de misericordia y buenos frutos, son imparciales y sinceros. Los pacíficos siembran la paz y cosechan frutos de justicia.

¿De dónde vienen las luchas y los conflictos entre ustedes? ¿No es, acaso, de las malas pasiones, que siempre están en guerra dentro de ustedes? Ustedes codician lo que no pueden tener y acaban asesinando. Ambicionan algo que no pueden alcanzar, y entonces combaten y hacen la guerra. Y si no lo alcanzan, es porque no se lo piden a Dios. O si se lo piden y no lo reciben, es porque piden mal, para derrocharlo en placeres.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. 2 Ts 2,14

R/. Aleluya, aleluya.

Dios nos ha llamado, por medio del Evangelio, a participar de la gloria de nuestro Señor Jesucristo. R/.

EVANGELIO

El Hijo del hombre va a ser entregado —Si alguno quiere ser el primero, que sea el servidor de todos.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 9, 30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará”. Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones.

Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutían por el camino?”. Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante. Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Acepta benignamente, Señor, los dones de tu pueblo, para que recibamos, por este sacramento celestial, aquello mismo que el fervor de nuestra fe nos mueve a proclamar. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 10, 14

Yo soy el buen pastor, dice el Señor; y conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

A quienes alimentas, Señor, con tus sacramentos, confórtanos con tu incesante ayuda, para que en estos misterios recibamos el fruto de la redención y la conversión de nuestra vida Por Jesucristo, nuestro Señor.

_________________________

BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Preparemos trampas al justo, que nos es molesto (Sb 2,12.17-20)

1ª lectura

El impío no se limita a disfrutar de los placeres, sino que no tolera la presencia del justo, porque le es un constante reproche; por eso lo somete a la prueba del tormento y de un fin ignominioso, para ver si Dios, al que el justo llama Padre, le ayuda realmente. Si no es así, la razón estará de su parte. Las palabras de los impíos, dichas de forma irónica, tienen eco en los ultrajes de escribas y sacerdotes contra Jesús en la cruz (cfr Mt 27,40-43; Mc 15,31-32; Lc 23,35-37).

Nótese que el justo se dice «hijo de Dios» (v. 18). Supone una novedad en el pensamiento judío, pues hasta entonces «hijo de Dios» era considerado todo el pueblo de Israel o el rey que lo representaba (cfr Ex 4,22; Dt 14,1; 32,6; Sal 2; Is 30,1.9; Os 11,1). Pero ya en los libros más tardíos del Antiguo Testamento (por ejemplo, en Si 23,4; 51,14) se vislumbraba la paternidad de Dios respecto de cada justo. De todas formas, el título «hijo de Dios» se aplica propiamente al Mesías, que es el Justo por antonomasia. Por eso, estas palabras se cumplen en Jesucristo, el Hijo de Dios.

Donde hay envidia, allí hay malas obras (St 3,16 - 4,3)

2ª lectura

Frente a la falsa sabiduría del mundo, la verdadera sabiduría (cfr 1 Co 1,18-3,3) produce frutos de mansedumbre, misericordia y paz (cfr Mt 5,5.7.9; Ga 5,22).

En contraste con lo que acaba de exponer (cfr 3,17-18), Santiago se refiere a las discordias y altercados entre cristianos que dificultan y perturban la convivencia. Enumera las causas principales: codicia y envidia (vv. 1-3); amor desordenado a las cosas del mundo, orgullo y soberbia (vv. 4-10); y, como resultado, la murmuración y la maledicencia (vv. 11-12).

El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe (Mc 9,30-37)

Evangelio

Desde la confesión de Pedro (8,31) hasta la llegada a Jerusalén (10,52), Jesús busca la soledad (v. 30) para preparar a sus discípulos y para instruirles acerca de lo que iba a suceder en Jerusalén. El evangelio muestra la dificultad de los discípulos para entenderle (v. 32), como mostrará después que, a la hora de la verdad, le dejaron solo (14,50.71). Y es que únicamente con la gracia es posible entender estas verdades: «Esto que decía estaba de acuerdo con las predicciones de los profetas, que habían anunciado de antemano el final que debía tener en Jerusalén. (...) Predecían también el motivo por el cual el Verbo de Dios, por lo demás impasible, quiso sufrir la pasión: porque era el único modo como podía ser salvado el hombre. Cosas, todas éstas, que sólo las conoce Él y aquellos a quienes las revela» (S. Anastasio de Antioquía, Sermones 4,1).

Se recoge a continuación (vv. 33-50) un conjunto de enseñanzas de Jesús que se refieren principalmente a lo que debe ser la vida de la Iglesia. El primer grupo de exhortaciones (vv. 33-41) relata dos episodios en los que el Señor indica las actitudes que debemos vivir los cristianos. El primero nace en una discusión mantenida a espaldas de Jesucristo. El Señor adoctrina a los discípulos sobre el modo de ejercer la autoridad en la Iglesia (vv. 33-35): no como quien domina, sino como quien sirve. Él, que es Cabeza y Legislador supremo, vino a servir y no a ser servido (10,45). Quien no busca esta actitud de servicio abnegado, además de carecer de una de las mejores disposiciones para el recto ejercicio de la autoridad, se expone a ser arrastrado por la ambición del poder, por la soberbia y por la tiranía: Hacer cabeza en una obra de apostolado es tanto como estar dispuesto a sufrirlo todo, de todos, con infinita caridad (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 951). Después, a propósito del que expulsaba demonios en nombre de Cristo, el Señor les enseña a tener amplitud de miras en el crecimiento del Reino de Dios (vv. 38-40) y les previene —a ellos y a nosotros— contra el exclusivismo y el espíritu de partido único.

Ambos episodios finalizan (vv. 36-37.41) con una novedosa doctrina que Jesucristo predicó en otras muchas ocasiones (cfr Mt 25,40.45): los cristianos debemos reconocerle en el necesitado, o sea, en un niño que nada puede por sí mismo (vv. 36-37), o en el discípulo que se ha desprendido de todo para seguir el ejemplo de su Maestro (v. 41). No importa cuánto se ofrezca, pero sí importa el amor con que se haga: «¿Ves ese vaso de agua o ese trozo de pan que una mano caritativa da a un pobre por amor de Dios? Poca cosa es en realidad y casi no estimable al juicio humano; pero Dios lo recompensa y concede inmediatamente por ello aumento de caridad» (S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios 3,2).

_____________________

SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

Nueva conversación sobre la Pasión

A fin de que sus discípulos no le dijeran: “¿Por qué estamos aquí, en Galilea, continuamente?”, el Señor les habla nuevamente de su pasión, pues con sólo oír eso no querían n1 ver Jerusalén. Mirad, si no, cómo, aun después de reprendido Pedro, aun después que Moisés y Elías habían hablado sobre ella y la habían calificado: de “gloria”, a despecho de la voz del Padre, emitida desde la nube, y de tantos milagros y de la resurrección inmediata i(pues no les dijo que había de durar mucho tiempo en la muerte, sino que al tercer día resucitaría), a despecho de todo esto, no pudieron soportar el nuevo anuncio de la pasión, sino que se entristecieron, y no como quiera, sino profundamente. Tristeza qué procedía de ignorar la fuerza las palabras del Señor. Así lo dan a entender Marcos y Lucas al decirnos: Marcos, que ignoraban la palabra y tenían miedo de preguntarle; y Lucas, que aquella palabra era para ellos oculta, para no comprender su sentido, temían preguntarle sobre ella. —Pero si lo ignoraban, ¿cómo se entristecieron? —Porque no todo lo ignoraban. Que había de morir, lo sabían perfectamente, pues se lo estaban oyendo a la continua; mas qué muerte había de ser aquélla y cómo había de terminar rápidamente y los bienes inmensos que había de producir, todo eso sí que no lo sabían aún a ciencia cierta, como ignoraban en absoluto qué cosa fuera, en fin, la resurrección. De ahí su tristeza, pues no hay duda que amaban profundamente a su Maestro.

Celos entre los apóstoles

En aquel momento, se acercaron a Jesús sus discípulos y le dijeron: ¿Quién es, pues, el mayor en el reino de los cielos? Sin duda los discípulos habían experimentado algún sentimiento demasiado humano, que es lo que viene a significar el evangelista al decir: En aquel momento, es decir, cuando el Señor había honrado preferentemente a Pedro. Sin embargo, de Santiago y Juan, uno tenía que ser primogénito, y, sin embargo, nada semejante había hecho con ellos. Luego, por vergüenza de confesar la pasión de que eran víctimas, no le dicen claramente al Señor: “¿Por qué razón has preferido a Pedro a nosotros? ¿Es que es mayor que nosotros? El pudor les vedaba plantear así la pregunta, y lo hacen de modo indeterminado: ¿Quién es, puesel mayor? Cuando vieron preferidos a los tres —Pedro, Santiago y Juan—, no debieron de sentir nada de eso; pero cuando ven que el honor se concentra en uno solo, entonces es cuando les duele. Y no fue eso solo, sino que sin duda se juntaron muchos otros motivos para encender su pasión. A Pedro, en efecto, le había dicho el Señor: A ti te daré las llaves... Y: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás. Y ahora: Dáselo por mí y por ti. Y lo mismo había de picarles ver tanta confianza como tenía con el Señor. Y si Marcos cuenta que no le preguntaron, sino que lo pensaron dentro de sí, no hay en ello contradicción con lo que aquí cuenta Mateo, Lo probable es que se diera lo uno y lo otro. Y es probable también que esos celillos los sintieran ya antes en otra ocasión, una o dos veces; pero ahora lo manifestaron y lo andaban revolviendo dentro de sí mismos. Vosotros, empero, os ruego que no miréis solamente la culpa de los apóstoles, sino considerad también estos dos puntos: primero, que nada terreno buscan, y, segundo, que aun esta pasión la dejaron más adelante y unos a otros se daban la preferencia. Nosotros, en cambio, no llegamos ni a los defectos de los apóstoles, y no preguntamos quién sea el mayor en el reino de los cielos, sino quién sea el mayor, quién el más rico, quién el más poderoso en el reino de la tierra.

Lección de humildad

¿Qué les responde, pues, Cristo? El Señor les descubre su conciencia, y no tanto responde a sus palabras cuanto a su pasión. Porque: Llamando a sí —dice el evangelista— a un niño pequeño, les dijo: Si no os cambiáis y os hacéis como este niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos. Vosotros me preguntáis quién es el mayor y andáis porfiando sobre primacías; pero yo os digo que quien no se hiciere el más pequeño de todos, no merece ni entrar en el reino de los cielos. Y a fe de todos pone un hermoso ejemplo; y no es sólo ejemplo lo que pone, sino que hace salir al medio al niño mismo, a fin de confundirlos con su misma vista y persuadirles así a ser humildes y sencillos. A la verdad, puro está el niño de envidia, y de vanagloria, y de ambición de primeros puestos. El niño posee la mayor de las virtudes: la sencillez, la sinceridad, la humildad. No necesitamospues, sólo la fortaleza, ni sólo la prudencia: también es menester esta otra virtud, la sencillez, digohumildad. A la verdad, si estas virtudes nos faltan, nuestra salvación anda coja también en lo más importante. Un niño, se le injurie, ora se le alabe, ya se le pegue, ya se le honre ni por lo uno se irrita ni por lo otro se exalta.

El escándalo de los pequeñuelos

Luego, con el fin de dar más energía a su palabra, no sólo la encarece por el premio que promete, sino también por el castigo que amenaza, y así prosigue diciendo: Y el que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que le colgaran al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno y ser hundido en lo profundo del mar. Así como los que honran a los niños —dice— por amor mío tienen el cielo y hasta una distinción mayor que el mismo reino de los cielos, así los que los deshonran (porque esto es escandalizarlos) tendrán que sufrir el último suplicio. Y no es de maravillarse que llame escándalo a la deshonra, pues muchos pusilánimes se han escandalizado, y no como quiera, al verse despreciados y deshonrados. Queriendo, pues, el Señor hacer resaltar y encarecer esta culpa, les pone delante el daño que de ella se sigue. Ese daño, sin embargo, no nos lo declara ya por los mismos términos que el premio, sino que, tomando pie de hechos para nosotros conocidos, nos hace ver lo insoportable del castigo con que amenaza a los escandalizadores de los pequeños. Y es así que siempre que el Señor quiere impresionar más vivamente a gentes rudas, se vale de ejemplos sensibles. Así aquí, queriéndonos poner ante los ojos el grande castigo que habrán de sufrir quienes desprecien a los niños, y herir también la soberbia de esos despreciadores, nos presenta un suplicio sensible: de la muela de molino para hundir al culpable en el mar. En realidad, la ilación de las ideas hubiera sido: “El que no recibiere a uno de estos pequeños, tampoco a mí me recibe”. Lo cual ciertamente era peor que el más duro, de los suplicios. Mas como esto, con ser tan espantoso, no había de conmover tanto a sus discípulos, tan insensibles y rudos, les pone la imagen de la piedra de molino y de la sumersión en el mar. Y no dijo que se le colgaría y una piedra de molino al cuello, sino: Más le valiera que se le colgara, con lo que da a entender que castigo que le espera es más grave que eso. Y si eso es ya incomportable, mucho más lo otro. Mirad cómo por uno y otro lado presenta el Señor lo terrible de su amenaza. Primero, haciéndonosla más patente por la comparación con un hecho para nosotros conocido, y luego, por la ponderación que sigue, haciéndonos pensar que su castigo ha de ser mucho mayor que otro visible. Mirad también cómo arranca de raíz todo pensamiento de orgullo, cómo cura todo tumor de vanagloria, cómo enseña a no ambicionar jamás los primeros puestos y cómo, en fin, a quienes los ambicionan les persuade a que busquen último de todos.

Ridiculeces del orgullo

Nada hay, en efecto, peor que el orgullo. Éste hace al hombre perder su razón natural y le pone fama de loco; o, más bien; él hace al hombre totalmente insensato. Si viéramos a un enano de tres codos que se empeñara en pasar con su talla las montañas y hasta se imaginara que las pasaba y se estirara o si efectivamente sobrepujara ya sus más altas cimas, no tendríamos por qué buscar otra prueba de que el pobre hombre estaba loco. Pues del mismo modo, cuando veamos a un hombre que se hincha de orgullo, que se tiene a sí mismo por mejor que los demás y que considera como agravio tener que vivir entre las gentes, no busquemos ya tampoco nueva demostración de que ese hombre es un insensato. Y hasta es mucho más ridículo que los naturalmente necios, pues él se fabrica voluntariamente para sí esa enfermedad. Y no sólo por esa razón es miserable, sino también porque estúpidamente se precipita en el abismo mismo de la maldad. Porque ¿cuándo ese orgulloso reconocerá como debe sus pecados? ¿Cuándo tendrá conciencia de sus culpas? A la verdad, el diablo se apodera de él y se lo lleva cautivo como a un vil esclavo, y le trae y le lleva, abofeteándole por todas partes, y le cubre de ignominias sin cuento.

(Homilías sobre San Mateo, Homilía 58, Ed. BAC, Madrid, 1966, pp. 221-226)

_____________________

FRANCISCO – Ángelus 19.IX.21 y Homilías (20.IX.15, 26.V.15, 2.X.14, 23.IX.18)

Ángelus (19.IX.21)

Servir a los que necesitan recibir

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la liturgia de hoy (Mc 9, 30-37) nos cuenta que, de camino a Jerusalén, los discípulos de Jesús discutían sobre quién «era el más grande entre ellos» (v. 34). Entonces Jesús les habló de forma contundente, que también se aplica a nosotros hoy: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (v. 35). Si quieres ser el primero, tienes que ir al final de la fila, ser el último y servir a todos. Con esta frase lapidaria, el Señor inaugura una inversión: da un vuelco a los criterios que marcan lo que realmente cuenta. El valor de una persona ya no depende del papel que desempeña, del éxito que tiene, del trabajo que hace, del dinero que tiene en el banco; no, no depende de eso; la grandeza y el éxito, a los ojos de Dios, tienen otro rasero: se miden por el servicio. No por lo que se tiene, sino por lo que se da. ¿Quieres sobresalir? Sirve. Este es el camino.

Hoy en día la palabra “servicio” parece un poco descolorida, desgastada por el uso. Pero en el Evangelio tiene un significado preciso y concreto. Servir no es una expresión de cortesía: es hacer como Jesús, que, resumiendo su vida en pocas palabras, dijo que había venido «no a ser servido, sino a servir» (Mc 10, 45). Así dijo el Señor. Por eso, si queremos seguir a Jesús, debemos recorrer el camino que Él mismo ha trazado, el camino del servicio. Nuestra fidelidad al Señor depende de nuestra disponibilidad a servir. Y esto cuesta, lo sabemos, porque “sabe a cruz”. Pero a medida que crecemos en el cuidado y la disponibilidad hacia los demás, nos volvemos más libres por dentro, más parecidos a Jesús. Cuanto más servimos, más sentimos la presencia de Dios. Sobre todo cuando servimos a los que no tienen nada que devolvernos, los pobres, abrazando sus dificultades y necesidades con la tierna compasión: y ahí descubrimos que a su vez somos amados y abrazados por Dios.

Precisamente para ilustrarlo, Jesús después de haber hablado de la primacía del servicio, hace un gesto. Hemos visto que los gestos de Jesús son más fuertes que las palabras que usa. Y ¿cuál es el gesto? Toma un niño y lo coloca en medio de los discípulos, en el centro, en el lugar más importante (cf. v. 36). El niño, en el Evangelio, no simboliza tanto la inocencia como la pequeñez. Porque los pequeños, como los niños, dependen de los demás, de los adultos, necesitan recibir. Jesús abraza a ese niño y dice que quien recibe a un pequeño, a un niño, lo recibe a Él (cf. v. 37). Esto es, en primer lugar, a quién servir: a los que necesitan recibir y no tienen nada que devolver. Servir a los que necesitan recibir y no tienen para devolver. Acogiendo a los que están en los márgenes, desatendidos, acogemos a Jesús, porque Él está ahí. Y en un pequeño, en un pobre al que servimos, también nosotros recibimos el tierno abrazo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, interpelados por el Evangelio, preguntémonos: yo, que sigo a Jesús, ¿me intereso por los más abandonados? ¿O, como los discípulos aquel día, busco la gratificación personal? ¿Entiendo la vida como una competición para abrirme un hueco a costa de los demás, o creo que sobresalir es servir? Y, concretamente: ¿dedico tiempo a algún “pequeño”, a una persona que no tiene medios para corresponder? ¿Me ocupo de alguien que no puede devolverme el favor, o sólo de mis familiares y amigos? Son preguntas que podemos hacernos.

Que la Virgen María, humilde sierva del Señor, nos ayude a comprender que servir no nos disminuye, sino que nos hace crecer. Y que hay más alegría en dar que en recibir (cf. Hch 20, 35).

***

Homilía en Cuba, 20.IX.15

Ser cristiano entraña servir la dignidad de sus hermanos

Jesús les hace a sus discípulos una pregunta aparentemente indiscreta: «¿De qué discutían por el camino?». Una pregunta que también puede hacernos hoy: ¿De qué hablan cotidianamente? ¿Cuáles son sus aspiraciones? «Ellos –dice el Evangelio– no contestaron, porque por el camino habían discutido sobre quién era el más importante». Les daba vergüenza decirle a Jesús de lo que hablaban. Como a los discípulos de ayer, también hoy a nosotros, nos puede acompañar la misma discusión: ¿Quién es el más importante?

Jesús no insiste con la pregunta, no los obliga a responderle de qué hablaban por el camino, pero la pregunta permanece no solo en la mente, sino también en el corazón de los discípulos.

¿Quién es el más importante? Una pregunta que nos acompañará toda la vida y en las distintas etapas seremos desafiados a responderla. No podemos escapar a esta pregunta, está grabada en el corazón. Recuerdo más de una vez en reuniones familiares preguntar a los hijos: ¿A quién querés más, a papá o a mamá? Es como preguntarle: ¿Quién es más importante para vos? ¿Es tan solo un simple juego de niños esta pregunta? La historia de la humanidad ha estado marcada por el modo de responder a esta pregunta.

Jesús no le teme a las preguntas de los hombres; no le teme a la humanidad ni a las distintas búsquedas que ésta realiza. Al contrario, Él conoce los «recovecos» del corazón humano, y como buen pedagogo está dispuesto a acompañarnos siempre. Fiel a su estilo, asume nuestras búsquedas, nuestras aspiraciones y les da un nuevo horizonte. Fiel a su estilo, logra dar una respuesta capaz de plantear un nuevo desafío, descolocando «las respuestas esperadas» o lo aparentemente establecido. Fiel a su estilo, Jesús siempre plantea la lógica del amor. Una lógica capaz de ser vivida por todos, porque es para todos.

Lejos de todo tipo de elitismo, el horizonte de Jesús no es para unos pocos privilegiados capaces de llegar al «conocimiento deseado» o a distintos niveles de espiritualidad. El horizonte de Jesús, siempre es una oferta para la vida cotidiana también aquí en «nuestra isla»; una oferta que siempre hace que el día a día tenga cierto sabor a eternidad.

¿Quién es el más importante? Jesús es simple en su respuesta: «Quien quiera ser el primero - o sea el más importante - que sea el último de todos y el servidor de todos». Quien quiera ser grande, que sirva a los demás, no que se sirva de los demás.

Y esta es la gran paradoja de Jesús. Los discípulos discutían quién ocuparía el lugar más importante, quién sería seleccionado como el privilegiado –¡eran los discípulos, los más cercanos a Jesús, y discutían sobre eso!–, quién estaría exceptuado de la ley común, de la norma general, para destacarse en un afán de superioridad sobre los demás. Quién escalaría más pronto para ocupar los cargos que darían ciertas ventajas.

Y Jesús les trastoca su lógica diciéndoles sencillamente que la vida auténtica se vive en el compromiso concreto con el prójimo. Es decir, sirviendo.

La invitación al servicio posee una peculiaridad a la que debemos estar atentos. Servir significa, en gran parte, cuidar la fragilidad. Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo. Son los rostros sufrientes, desprotegidos y angustiados a los que Jesús propone mirar e invita concretamente a amar. Amor que se plasma en acciones y decisiones. Amor que se manifiesta en las distintas tareas que como ciudadanos estamos invitados a desarrollar. Son personas de carne y hueso, con su vida, su historia y especialmente con su fragilidad, las que Jesús nos invita a defender, a cuidar y a servir. Porque ser cristiano entraña servir la dignidad de sus hermanos, luchar por la dignidad de sus hermanos y vivir para la dignidad de sus hermanos. Por eso, el cristiano es invitado siempre a dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles.

Hay un «servicio» que sirve a los otros; pero tenemos que cuidarnos del otro servicio, de la tentación del «servicio» que «se» sirve de los otros. Hay una forma de ejercer el servicio que tiene como interés el beneficiar a los «míos», en nombre de lo «nuestro». Ese servicio siempre deja a los «tuyos» por fuera, generando una dinámica de exclusión.

Todos estamos llamados por vocación cristiana al servicio que sirve y a ayudarnos mutuamente a no caer en las tentaciones del «servicio que se sirve». Todos estamos invitados, estimulados por Jesús a hacernos cargo los unos de los otros por amor. Y esto sin mirar de costado para ver lo que el vecino hace o ha dejado de hacer. Jesús dice: «Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos». Ese va a ser el primero. No dice, si tu vecino quiere ser el primero que sirva. Debemos cuidarnos de la mirada enjuiciadora y animarnos a creer en la mirada transformadora a la que nos invita Jesús.

Este hacernos cargo por amor no apunta a una actitud de servilismo, por el contrario, pone en el centro la cuestión del hermano: el servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la «padece» y busca la promoción del hermano. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas (…).

No nos olvidemos de la Buena Nueva de hoy: la importancia de un pueblo, de una nación; la importancia de una persona siempre se basa en cómo sirve la fragilidad de sus hermanos. Y en esto encontramos uno de los frutos de una verdadera humanidad.

Porque, queridos hermanos y hermanas, «quien no vive para servir, no sirve para vivir».

***

Homilía en Santa Marta, 26.V.15

Seguir a Jesús “no es un buen negocio”: se trata de servir

El salario del cristiano es asemejarse a Jesús: no hay una recompensa en dinero o en poder para quien sigue de verdad al Señor, porque el camino es sólo el del servicio y en la gratuidad. Buscando en cambio un buen negocio mundano, con la riqueza, la vanidad y el orgullo, se nos sube a la cabeza y se produce también un contra-testimonio en la Iglesia. De esta tentación puso en guardia el Papa durante la misa que celebró el martes 26 de mayo.

El diálogo entre Pedro y Jesús inspiró la meditación del Pontífice, que partió precisamente del pasaje evangélico de san Marcos (Mc 10, 28-31) propuesto por la liturgia del día. Un diálogo, explicó, que tiene lugar tras el encuentro con el joven que quería seguir a Jesús: era bueno, Jesús lo amó, como relata el Evangelio. Pero el Señor le dijo que le faltaba una cosa: vender todo lo que tenía para darlo a los pobres: “tendrás un tesoro en el cielo”. Pero ante estas palabras −afirmó el Papa− el joven frunció el ceño y se marchó triste.

Así, pues, Jesús retomó el discurso y dijo a los discípulos: “¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!”. Y los discípulos quedaron desconcertados por sus palabras. Pero Jesús retomó el discurso y les dijo: “Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios. Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”.

Y he aquí el pasaje evangélico de la liturgia, con Pedro que asegura a Jesús: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Como si dijese: Y a nosotros, ¿qué? ¿Cuál será nuestro salario? Lo hemos dejado todo. En pocas palabras, los ricos que no han dejado nada −el joven que no quería dejar sus riquezas− no entrarán en el reino de Dios, y para nosotros ¿cuál será la ganancia?

La cuestión, destacó el Papa Francisco, es que los discípulos entendían a Jesús a medias, porque el conocimiento de Jesús, plenamente, tiene lugar con la venida del Espíritu Santo. Y, en efecto, Jesús les responde: En verdad os digo que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más, con persecuciones. En realidad, Jesús responde indicando otra dirección y no promete las mismas riquezas que tenía el joven. Precisamente el hecho de tener muchos hermanos, hermanas, madres, padres, bienes es la herencia del reino, pero con la persecución, con la cruz. Y esto cambia.

He aquí porqué, explicó el Papa, cuando un cristiano está apegado a los bienes, hace el mal papel de un cristiano que quiere tener dos cosas: el cielo y la tierra. Y el punto de confrontación es precisamente lo que dice Jesús: la cruz, las persecuciones, quiere decir negarse a sí mismo, sufrir la cruz cada día.

Por su parte, los discípulos tenían esta tentación: seguir a Jesús, pero ¿cuál será el final de este buen negocio? Y, añadió el Pontífice, pensemos en la madre de Santiago y Juan cuando pidió a Jesús un sitio para sus hijos: “Ah, a este nómbralo primer ministro y a este ministro de economía”. Era el interés mundano en el seguimiento de Jesús: pero luego el corazón de estos discípulos fue purificado, purificado, purificado hasta Pentecostés, cuando lo comprendieron todo.

La gratuidad en el seguimiento de Jesús es la respuesta a la gratuidad del amor y salvación que nos da Él, recordó el Papa. Cuando se quiere estar con Jesús y con el mundo, con la pobreza y con la riqueza, surge un cristianismo a medias, que busca la ganancia material: es el espíritu de la mundanidad. Y ese cristiano, decía el profeta Elías, “cojea con ambas piernas”, pues no sabe lo que quiere.

Así, sugirió el Papa Francisco, la clave para comprender este discurso de Jesús −cien veces más, pero con la cruz− es la última expresión: “Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros”. Y esto es lo que dice del servicio: “Quien se cree o quien es el más grande entre vosotros, que sea servidor: el más pequeño. No por casualidad, recordó el Papa, al decir estas palabras Jesús tomó un niño y lo mostró.

Seguir a Jesús desde el punto de vista humano no es un buen negocio: se trata de servir, insistió el Pontífice. Por lo demás, es exactamente lo que hizo Él: y si el Señor te da la posibilidad de ser el primero, tú debes comportarte como el último, es decir, con actitud de servicio. Y si el Señor te da la posibilidad de tener bienes, te debes comportar con actitud de servicio, es decir, para los demás.

Son tres cosas, tres escalones, los que nos alejan de Jesús: las riquezas, la vanidad y el orgullo, afirmó el Papa. Por ello −explicó− las riquezas son tan peligrosas: te llevan inmediatamente a la vanidad y te crees importante; pero cuando te crees importante, se te sube a la cabeza y te pierdes. Es por ello que Jesús nos recuerda el camino: Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros, y quien es el primero entre vosotros que sea el servidor de todos. Es un camino de abajamiento, el mismo camino recorrido por Él.

A Jesús este trabajo de catequesis a los discípulos le costó mucho, mucho tiempo porque no entendían bien. Así hoy, recomendó el Papa Francisco, también nosotros tenemos que pedir a Él que nos enseñe este camino, esta ciencia del servicio, esta ciencia de la humildad, esta ciencia de ser los últimos para servir a los hermanos y a las hermanas de la Iglesia.

Para el Pontífice no es algo bueno ver a un cristiano −laico, consagrado, sacerdote, obispo− que quiera las dos cosas: seguir a Jesús y los bienes, seguir a Jesús y la mundanidad. Es un contra-testimonio que aleja a la gente de Jesús. Antes de continuar con la celebración de la Eucaristía, el Papa invitó a pensar de nuevo en la pregunta de Pedro: Lo hemos dejado todo, ¿cómo nos pagarás? Y a tener bien presente la respuesta de Jesús, porque el precio que Él nos dará será asemejarnos a Él: este será el “salario”. Y asemejarse a Jesús, concluyó, es un gran salario.

***

Homilía en Santa Marta, 2.X.14

La tentación del “carrerismo”

Todos tenemos un ángel siempre al lado, que jamás nos deja solos, y nos ayuda a no errar el camino. Y si somos como niños lograremos evitar la tentación de bastarnos a nosotros mismos, que desemboca en la soberbia y también en el carrerismo exacerbado. Es precisamente el papel decisivo de los ángeles custodios en la vida de los cristianos lo que el Papa Francisco recordó, el día de la fiesta litúrgica, durante la misa celebrada el jueves 2 de octubre en Santa Marta.

El pasaje del Evangelio de san Mateo (Mt, 18,1-5.10) propone la imagen del niño. “Los discípulos discutían sobre quién era el más grande entre ellos. Había una disputa interna: el carrerismo. Estos que son los primeros obispos tenían esta tentación del carrerismo” y decían entre ellos: “¡Yo quiero llegar a ser más grade que tú!”. Al respecto el Papa señaló: “No es un buen ejemplo que los primeros obispos hayan hecho esto, pero es la realidad”.

Por su parte “Jesús les enseña la verdadera actitud”: llama a un niño, lo pone en medio de ellos −refiere san Mateo− y haciendo así indica explícitamente “la docilidad, la necesidad de consejo, la necesidad de ayuda, porque el niño es precisamente el símbolo de quien necesita ayuda, de docilidad para ir adelante”.

“Este es el camino”, afirmó el Pontífice, y no el de determinar “quién es el más grande”. En realidad, confirmó repitiendo las palabras de Jesús, “será el más grande” aquel que llegue a ser como un niño. Y aquí el Señor “hace ese vínculo misterioso que no se puede explicar, pero es verdad”. Dice en efecto: “Cuidado con despreciar a uno de estos niños pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial”.

En concreto, sugirió el Pontífice, “es como si dijera: si vosotros tenéis esa actitud de docilidad, esa actitud de estar y escuchar los consejos, de corazón abierto, de no querer ser el más grande, esa actitud de no querer caminar solo el camino de la vida, estaréis más cerca a la actitud de un niño y más cercano a la contemplación del Padre”.

***

Homilía en Lituania 23.IX.18

La globalización de la solidaridad

Queridos hermanos y hermanas:

El libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura nos habla del justo perseguido, de aquel cuya “sola presencia” molesta a los impíos. El impío es descrito como el que oprime al pobre, no tiene compasión de la viuda ni respeta al anciano (cf. 2,17-20). El impío tiene la pretensión de creer que su “fuerza es la norma de la justicia”. Someter a los más frágiles, usar la fuerza en cualquiera de sus formas: imponer un modo de pensar, una ideología, un discurso dominante, usar la violencia o represión para doblegar a quienes simplemente, con su hacer cotidiano honesto, sencillo, trabajador y solidario, expresan que es posible otro mundo, otra sociedad. Al impío no le alcanza con hacer lo que quiere, dejarse llevar por sus caprichos; no quiere que los otros, haciendo el bien, dejen en evidencia su modo de actuar. En el impío, el mal siempre intenta aniquilar el bien.

Hace 75 años, esta nación presenciaba la destrucción definitiva del Gueto de Vilnia; así culminaba el aniquilamiento de miles de hebreos que ya había comenzado dos años antes. Al igual que se lee en el libro de la Sabiduría, el pueblo judío pasó por ultrajes y tormentos. Hagamos memoria de aquellos tiempos, y pidamos al Señor que nos dé el don del discernimiento para detectar a tiempo cualquier rebrote de esa perniciosa actitud, cualquier aire que enrarezca el corazón de las generaciones que no han vivido aquello y que a veces pueden correr tras esos cantos de sirena.

Jesús en el Evangelio nos recuerda una tentación sobre la que tendremos que vigilar con insistencia: el afán de primacía, de sobresalir por encima de los demás, que puede anidar en todo corazón humano. Cuántas veces ha sucedido que un pueblo se crea superior, con más derechos adquiridos, con más privilegios por preservar o conquistar. ¿Cuál es el antídoto que propone Jesús cuando aparece esa pulsión en nuestro corazón o en el latir de una sociedad o un país? Hacerse el último de todos y el servidor de todos; estar allí donde nadie quiere ir, donde nada llega, en lo más distante de las periferias; y sirviendo, generando encuentro con los últimos, con los descartados. Si el poder se decidiera por eso, si permitiéramos que el Evangelio de Jesucristo llegara a lo hondo de nuestras vidas, entonces sí sería una realidad la “globalización de la solidaridad”. «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas” (Ga 6,2)» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).

Aquí en Lituania está la colina de las cruces, donde millares de personas, a lo largo de los siglos, han plantado el signo de la cruz. Los invito a que, al rezar el Ángelus, le pidamos a María que nos ayude a plantar la cruz de nuestro servicio, de nuestra entrega allí donde nos necesitan, en la colina donde habitan los últimos, donde es preciso la atención delicada a los excluidos, a las minorías, para que alejemos de nuestros ambientes y de nuestras culturas la posibilidad de aniquilar al otro, de marginar, de seguir descartando a quien nos molesta y amenaza nuestras comodidades.

Jesús pone en medio a un pequeño, lo pone a la misma distancia de todos, para que todos nos sintamos desafiados a dar una respuesta. Al recordar el “sí” de María, pidámosle que haga nuestro “sí” generoso y fecundo como el suyo.

_________________________

BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012

2006

Servidores del amor

Queridos hermanos y hermanas:

En el evangelio de este domingo, Jesús anuncia por segunda vez a los discípulos su pasión, muerte y resurrección (cf. Mc 9, 30-31). El evangelista san Marcos pone de relieve el fuerte contraste entre su mentalidad y la de los doce Apóstoles, que no sólo no comprenden las palabras del Maestro y rechazan claramente la idea de que vaya al encuentro de la muerte (cf. Mc 8, 32), sino que discuten sobre quién de ellos se debe considerar «el más importante» (cf. Mc 9, 34). Jesús les explica con paciencia su lógica, la lógica del amor que se hace servicio hasta la entrega de sí: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35).

Esta es la lógica del cristianismo, que responde a la verdad del hombre creado a imagen de Dios, pero, al mismo tiempo, contrasta con su egoísmo, consecuencia del pecado original. Toda persona humana es atraída por el amor —que en último término es Dios mismo—, pero a menudo se equivoca en los modos concretos de amar, y así, de una tendencia positiva en su origen pero contaminada por el pecado, pueden derivarse intenciones y acciones malas. Lo recuerda, en la liturgia de hoy, también la carta de Santiago: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Y el Apóstol concluye: «Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 16-18).

Estas palabras nos hacen pensar en el testimonio de tantos cristianos que, con humildad y en silencio, entregan su vida al servicio de los demás a causa del Señor Jesús, trabajando concretamente como servidores del amor y, por eso, como «artífices» de paz. A algunos se les pide a veces el testimonio supremo de la sangre, como sucedió hace pocos días también a la religiosa italiana sor Leonella Sgorbati, que cayó víctima de la violencia. Esta religiosa, que desde hacía muchos años servía a los pobres y a los pequeños en Somalia, murió pronunciando la palabra «perdón»: he aquí el testimonio cristiano más auténtico, signo pacífico de contradicción que demuestra la victoria del amor sobre el odio y sobre el mal.

No cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará (cf. Mc 8, 35), dando pleno sentido a su existencia. No existe otro camino para ser discípulos suyos; no hay otro camino para testimoniar su amor y tender a la perfección evangélica.

Que María, a quien hoy invocamos como Nuestra Señora de la Merced, nos ayude a abrir cada vez más nuestro corazón al amor de Dios, misterio de alegría y de santidad.

***

2009

Sabiduría del corazón

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, para la acostumbrada reflexión dominical, tomo como punto de partida el pasaje de la carta de Santiago que nos presenta la liturgia del día (St 3, 16-4, 3), y me detengo, en particular, en una expresión que impresiona por su belleza y su actualidad. Se trata de la descripción de la verdadera sabiduría, que el Apóstol contrapone a la falsa. Mientras esta última es “terrena, material, demoníaca”, y se reconoce por el hecho de que provoca envidias, rencillas, desorden y toda clase de maldad (cf. 3, 16), en cambio, “la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía” (3,17). Una lista de siete cualidades, según el uso bíblico, en la que destacan la perfección de la auténtica sabiduría y los efectos positivos que produce.

Como primera y principal cualidad, presentada casi como una premisa de las demás, Santiago cita la “pureza”, es decir, la santidad, el reflejo trasparente, por decir así, de Dios en el alma humana. Y, como Dios de quien procede, la sabiduría no necesita imponerse con la fuerza, pues tiene el vigor invencible de la verdad y del amor, que se afirma por sí mismo. Por eso es pacífica, dócil, complaciente; no es parcial y no recurre a mentiras; es indulgente y generosa; se reconoce por los buenos frutos que suscita en abundancia.

¿Por qué no detenerse a contemplar de vez en cuando la belleza de esta sabiduría? ¿Por qué no sacar del manantial incontaminado del amor de Dios la sabiduría del corazón, que nos desintoxica de las escorias de la mentira y el egoísmo? Esto vale para todos, pero en primer lugar para quien está llamado a ser promotor y “tejedor” de paz en las comunidades religiosas y civiles, en las relaciones sociales y políticas, y en las relaciones internacionales. En nuestros días, quizá en parte a causa de ciertas dinámicas propias de las sociedades de masa, se constata con frecuencia una falta de respeto por la verdad y la palabra dada, junto a una generalizada tendencia a la agresividad, al odio y a la venganza.

“Para los que procuran la paz —escribe Santiago— se siembran en la paz frutos de justicia” (St 3, 18). Pero para realizar obras de paz hay que ser hombres de paz, entrando en la escuela de la “sabiduría que desciende de lo alto” para asimilar sus cualidades y producir sus efectos. Si cada quien, en su propio ambiente, lograra rechazar la mentira y la violencia en las intenciones, en las palabras y en las acciones, cultivando con esmero sentimientos de respeto, de comprensión y de estima por los demás, quizá no resolvería todos los problemas de la vida cotidiana, pero podría afrontarlos con más serenidad y eficacia.

Queridos amigos, una vez más la sagrada Escritura nos ha llevado a reflexionar sobre aspectos morales de la existencia humana, pero a partir de una realidad que precede a la moral misma, es decir, la verdadera sabiduría. Pidamos a Dios con confianza la sabiduría del corazón por intercesión de Aquella que acogió en su seno y engendró a la Sabiduría encarnada, Jesucristo, nuestro Señor. ¡María, Sede de la Sabiduría, ruega por nosotros!

***

2012

Un punto clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro camino con el Evangelio de san Marcos, el domingo pasado entramos en la segunda parte, esto es, el último viaje hacia Jerusalén y hacia el culmen de la misión de Jesús. Después de que Pedro, en nombre de los discípulos, profesara la fe en Él reconociéndolo como el Mesías (cf. Mc 8, 29), Jesús empieza a hablar abiertamente de lo que le sucederá al final. El evangelista refiere tres predicciones sucesivas de la muerte y resurrección, en los capítulos 8, 9 y 10: en ellas Jesús anuncia de manera cada vez más clara el destino que le espera y su intrínseca necesidad. El pasaje de este domingo contiene el segundo de estos anuncios. Jesús dice: «El Hijo del hombre —expresión con la que se designa a sí mismo— va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9, 31). Pero los discípulos «no entendían lo que decía y les daba miedo preguntarle» (v. 32). En efecto, leyendo esta parte del relato de Marcos se evidencia que entre Jesús y los discípulos existía una profunda distancia interior; se encuentran, por así decirlo, en dos longitudes de onda distintas, de forma que los discursos del Maestro no se comprenden o sólo es así superficialmente. El apóstol Pedro, inmediatamente después de haber manifestado su fe en Jesús, se permite reprocharle porqué ha predicho que tendrá que ser rechazado y matado. Tras el segundo anuncio de la pasión, los discípulos se ponen a discutir sobre quién de ellos será el más grande (cf. Mc 9, 34); y después del tercero, Santiago y Juan piden a Jesús poderse sentar a su derecha y a su izquierda, cuando esté en la gloria (cf. Mc 10, 34-35). Existen más señales de esta distancia: por ejemplo, los discípulos no consiguen curar a un muchacho epiléptico, a quien después Jesús sana con la fuerza de la oración (cf. Mc 9, 14-29); o cuando se le presentan niños a Jesús, los discípulos les regañan y Jesús en cambio, indignado, hace que se queden y afirma que sólo quien es como ellos puede entrar en el Reino de Dios (cf. Mc10, 13-16).

¿Qué nos dice todo esto? Nos recuerda que la lógica de Dios es siempre «otra» respecto a la nuestra, como reveló Dios mismo por boca del profeta Isaías: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55, 8). Por esto seguir al Señor requiere siempre al hombre una profunda con-versión —de todos nosotros—, un cambio en el modo de pensar y de vivir; requiere abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente. Un punto clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo porque Él es toda la plenitud y tiende todo a amar y donar vida; en nosotros los hombres, en cambio, el orgullo está enraizado en lo íntimo y requiere constante vigilancia y purificación. Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a parecer grandes, a ser los primeros; mientras que Dios, que es realmente grande, no teme abajarse y hacerse el último. Y la Virgen María está perfectamente «sintonizada» con Dios. Invoquémosla con confianza para que nos enseñe a seguir fielmente a Jesús en el camino del amor y de la humildad.

_________________________

DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo, el Siervo de Dios obediente

539. Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cf. Sal 95, 10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha “atado al hombre fuerte” para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

565. Desde el comienzo de su vida pública, en su bautismo, Jesús es el “Siervo” enteramente consagrado a la obra redentora que llevará a cabo en el “bautismo” de su pasión.

600. Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de “predestinación” incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: “Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado” (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).

“Muerto por nuestros pecados según las Escrituras”

601. Este designio divino de salvación a través de la muerte del “Siervo, el Justo” (Is 53, 11; cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S. Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber “recibido” (1 Co 15, 3) que “Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras” (ibidem: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).

“Dios le hizo pecado por nosotros”

602. En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: “Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros” (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), Dios “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21).

603. Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10).

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

604. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

605. Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Cc Quiercy en el año 853: DS 624).

713. Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra “condición de esclavos” (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.

“Servir” en Cristo es “reinar”

786. El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo”. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo “venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Para el cristiano, “servir es reinar” (LG 36), particularmente “en los pobres y en los que sufren” donde descubre “la imagen de su Fundador pobre y sufriente” (LG 8). El pueblo de Dios realiza su “dignidad regia” viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.

De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León Magno, serm. 4, 1).

El sacerdocio ministerial es servicio

1547. El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, “aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo” (LG 10). ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.

1551. Este sacerdocio es ministerial. “Esta Función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio” (LG 24). Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica “un poder sagrado”, que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos (cf. Mc 10,43-45; 1 P 5,3). “El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a él” (S. Juan Crisóstomo, sac. 2,4; cf. Jn 21,15-17)

El pecado de envidia

2538. El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf 2 S 12,1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,3-7; 1 R 21,1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2,24).

Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros...Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo...Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras (S. Juan Crisóstomo, hom. in 2 Co, 28,3-4).

2539. La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:

San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia” (catech. 4,8). “De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (s. Gregorio Magno, mor. 31,45).

2540. La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado −se dirá− porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros (S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7,3).

III. LA DEFENSA DE LA PAZ

La paz

2302. Recordando el precepto: “no matarás” (Mt 5,21), nuestro Señor exige la paz del corazón y denuncia la inmoralidad de la cólera homicida y del odio:

La cólera es un deseo de venganza. “Desear la venganza para el mal de aquel a quien es preciso castigar, es ilícito”; pero es loable imponer una reparación “para la corrección de los vicios y el mantenimiento de la justicia” (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 158, 1 ad 3). Si la cólera llega hasta el desear deliberado de matar al prójimo o de herirlo gravemente, constituye una falta grave contra la caridad; es pecado mortal. El Señor dice: “Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mt 5,22).

2303. El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es pecado cuando el hombre le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave. “Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial...” (Mt 5,44-45).

2304. El respeto y el crecimiento de la vida humana exigen la paz. La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguarda de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es “tranquilidad del orden” (S. Agustín, civ. 19,13). Es obra de la justicia (cf Is 32,17) y efecto de la caridad (cf GS 78, 1-2).

2305. La paz terrena es imagen y fruto de la paz de Cristo, el “Príncipe de la paz” mesiánica (Is 9,5). Por la sangre de su cruz, “dio muerte al odio en su carne” (Ef 2,16; cf. Col 1,20-22), reconcilió con Dios a los hombres e hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios. “Él es nuestra paz” (Ef 2,14). Declara “bienaventurados a los que obran la paz” (Mt 5,9).

2306. Los que renuncian a la acción violenta y sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del hombre a medios que están al alcance de los más débiles, dan testimonio de caridad evangélica, siempre que esto se haga sin lesionar los derechos y obligaciones de los otros hombres y de las sociedades. Atestiguan legítimamente la gravedad de los riesgos físicos y morales del recurso a la violencia con sus ruinas y sus muertes (cf GS 78,5).

_________________________

RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Quien quiera ser el primero...

Un día, mientras estaban de viaje, Jesús observó, a una cierta distancia, que sus discípulos estaban discutiendo animadamente. Entrados en casa, les preguntó de qué habían discutido por el camino; pero, ellos, confusos, callaban. Por el camino habían discutido todo el tiempo sobre ¡quién de ellos fuese el más importante! Escuchemos directamente del Evangelio la continuación de la historia:

«Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”».

Dice «quien quiera ser el primero»: ¿y quién no quisiera ser el primero? La tendencia a ser el primero y a sobresalir forma parte de la naturaleza humana. Conocemos el principio de Arquímedes, en el que se basa todo tipo de navegación marinera: un cuerpo inmerso en un líquido recibe un empuje hacia lo alto, tanto más fuerte cuanto es más voluminoso, y por ello mayor es el agua, que desplaza. Dentro de nosotros hay escondida una fuerza análoga, que nos empuja irresistiblemente hacia arriba, a sobresalir, a emerger, por encima de los demás. Lo decía yo en otra circunstancia: si pudiésemos representamos visiblemente a la entera humanidad, así como ella debe aparecer ante los ojos de Dios, veríamos el espectáculo de una inmensa muchedumbre de gente, que se alza sobre la puntilla de los pies, que cada uno busca elevarse por encima del otro, empujando quizás al que está al lado, y a todos gritando:

«¡Estoy yo, estoy también yo en el mundo!» Tenemos miedo de pasar inadvertidas.

Hoy esta tendencia a «sobresalir» se ha acentuado y llega a ser como un delirio haciendo hacer las cosas más extrañas y absurdas para hacerse notar, posiblemente hasta en el mal y en el delito. También, cuando no se llega a estas formas extremas, aparecen, sin embargo, el arrivismo y la competitividad exasperada, que caracterizan a toda nuestra sociedad. ¡Cuántas cosas se hacen para no ser menos que el vecino, el colega, la amiga!

¿Qué pensar de esta tendencia a la luz de lo que Jesús dice en el Evangelio de hoy: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos»? ¿Acaso que Jesús condena el deseo de sobresalir, de hacer grandes cosas en la vida, de dar lo mejor de sí, y privilegia, por el contrario, la dejadez, el espíritu de abandono, a los negligentes? Así pensaba el filósofo Federico Nietzsche. Él sintió el deber de combatir ferozmente contra el cristianismo, que, según él, era reo de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia.

En su obra, Así habla Zaratustra, él opone a este valor evangélico el de la «voluntad de poder», encarnado en el super-hombre, el hombre de la «gran salvación», que quiere encumbrarse, no rebajarse.

Puede ser que los cristianos hayan interpretado tal vez mal el pensamiento de Jesús y hayan dado ocasión a este infra-entenderlo. Pero, no es cierto esto lo que quiere decirnos el Evangelio. «Quien quiera ser el primero...», por lo tanto, es hasta posible querer ser el primero, no está prohibido, no es pecado. Con estas palabras, Jesús no sólo no prohíbe el deseo de querer ser el primero, sino que anima a ello. Sólo que revela un camino nuevo y distinto para realizarlo: no a expensas de los demás, sino en favor de los demás. Añade, en efecto, para ello: «que sea el último de todos y el servidor de todos». El camino para subir hacia arriba ha llegado a ser ahora ir hacia abajo. El último de la serie puede ser muy bien el primero; depende desde dónde se parta.

Pero, demos rápidamente una mirada a cuáles son los frutos de uno y del otro modo de sobresalir. ¿La voluntad de poder, igualmente cuando no viene interpretada a la manera de Hitler, a qué nos lleva? Lleva a una situación en la que uno domina y los otros sirven; uno se hace «feliz» (si puede haber felicidad en ello) y los demás, la mayoría, infelices; uno sólo sale vencedor y todos los demás derrotados; uno domina y los otros son dominados.

Por el contrario, en el servicio todos se benefician de la grandeza de uno. Quien es grande en el servicio, es grande él y hace grandes a los demás; más que sobresalir sobre los demás, eleva a los otros consigo. Un ejemplo ha sido el de la madre Teresa de Calcuta. Ella ha sido ciertamente una «prima donna». En su funeral estaban presentes jefes de estado y grandes de la tierra. Pero, su grandeza ha sido provechosa para tantos millares de personas. Es una auténtica grandeza. Ennoblecer, sobresalir de este modo: ¡qué bendición para todo el mundo!

De este modo, ¿condenamos acaso toda ansia de superación en el deporte, en toda competición y concurrencia en el comercio? No, no se condena nada; porque indirectamente estas cosas, cuando están incluidas dentro de unos límites justos y acontecen con corrección, sirven para el bien común, aumentan el nivel de las prestaciones o la calidad de los productos, desarrollan las capacidades físicas, inventivas o técnicas y, por lo tanto, vuelven a ser ventaja para todos. Son, en su esfera, un valor hermoso y positivo. San Pablo hace de la competición atlética hasta un ejemplo de lo que los creyentes debieran hacer en esta otra gran competición, propuesta por el Evangelio:

«¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible» (1 Corintios 9, 24-25).

Frecuentemente, vemos en nuestras pantallas carreras en el estadio. Trasladémoslas a nuestra mente, porque son ellas la mejor demostración de cuanto decimos. Al final de la competición de los cien metros, los telecámaras corren a encuadrar al vencedor, feliz justamente de su triunfo. Pero, por uno que ha vencido hay otros seis o siete derrotados, desilusionados, humillados, en quienes nadie pone atención. Es normal, es la ley del deporte; pero, eso esclarece el límite intrínseco de este modo de ser los «primeros». «¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis!» (1 Corintios 9, 24). Son siempre competiciones «eliminatorias».

El Apóstol sabe sacar un ejemplo, si bien en positivo, de lo que tiene lugar en el atletismo. Mirad, dice, cuántos sacrificios, renuncias, esfuerzos y entrenamientos son capaces de hacer los que participan en las carreras en el estadio. ¿No debiéramos hacer en este campo algo, también nosotros, que aspiramos a vencer un premio incorruptible?

Bien, si el Evangelio nos llama a esta competición especial, en la que vence quien se hace el «último y siervo de todos», busquemos entender bien en qué consiste el servicio, para podernos, al menos, encaminar por este camino o, al menos, reconocer a quien lo practica. Las palabras siervo y servicio (como pobreza, soledad) pueden tener dos sentidos: uno negativo y otro positivo. Tomado en sentido pasivo, «siervo» revela a uno, que no es libre, que está como dependiente y subordinado a los demás: todos ellos son significados negativos. Tomado, por el contrario, en sentido activo, «siervo» indica a uno, que es servicial, que se pone a disposición, que se consume y se sacrifica voluntariamente por los demás; denota, por lo tanto, de hecho, un amor, una disponibilidad, altruismo y generosidad. Esto es exactamente lo que el Evangelio entiende por servicio. Nada tiene que ver con aquella fea cosa, que nosotros llamamos servilismo.

El servicio del cristiano debe estar modelado en el de Cristo. Pensándolo bien, la competición prevista en el Evangelio de hoy, en la que el primero se hace el último, ha sido ya corrida y vencida. La ha vencido él mismo. Él se ha hecho de veras el último y el siervo de todos, ha dado la vida en rescate por muchos. En la última cena, ha querido lavarles los pies a los apóstoles, precisamente para imprimirles bien en la mente a ellos este ideal. Ha pronunciado: «He aquí que yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (cfr. Lucas 22, 26ss.). A nosotros para compartir su victoria ya no nos falta más que «seguirle», ir detrás de él, imitarle.

También, esta vez, no os dejamos de indicar algún contexto concreto en el que esforzarnos por poner en práctica la enseñanza del Evangelio. Un defecto, que se opone directamente al espíritu de servicio, es la tendencia a imponer la propia voluntad, el autoritarismo, a los demás. Frecuentemente, quien tiene esta tendencia (en una familia, en una comunidad, en un negocio, en una oficina) no se da cuenta lo más mínimo de los sufrimientos, que provoca alrededor de sí, y se sorprende, más bien, al ver que los demás no les demuestran que aprecian todo su celo y sus esfuerzos; y acusan de ingratitud a los demás.

Esto no es un servir sino un dominar. En italiano y, también, en castellano hay una gran diferencia entre los dos verbos servir y servirse: uno, significa ser siervos; el otro, hacer siervos a los demás. Si nos aparece alguna pequeña duda de que también nosotros podemos estar en la categoría de quienes están dispuestos a servir ya partirse en cuatro, a fin de que todo se haga a su modo, busquemos cambiar de planteamiento e imitemos a Jesús, que era un siervo «manso y humilde de corazón» (Mateo 11,29).

_________________________

PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Alma de niño

Jesús ama tanto a los niños, que Él mismo quiso hacerse niño.

Dios Padre en ese niño vio la plenitud realizada de su propia creación. Se glorificó a sí mismo en ese niño que, desde antes de nacer, ya glorificaba al Padre.

Jesús fue un niño normal, que fue creciendo, pero que conservó hasta su muerte su alma de niño.

Vino a enseñarnos a amarnos los unos a los otros, a obrar con humildad, y a hacernos el último, el servidor de todos.

El que recibe y acoge con hospitalidad al prójimo, al más necesitado, como a un niño, es a Cristo a quien recibe.

Si pierdes el alma de niño, debes recuperarla. A eso se le llama conversión.

Conviértete para volver a eso que eras, a ese corazón, a esas intenciones, a esa inocencia y pureza del alma, a ese querer ser como Dios.

Conviértete y conserva un alma pura y limpia, un alma bien dispuesta para recibir a Jesús, para ser uno con Él, que vino a rescatarte y salvarte, a convertirte a ti en esa belleza del niño que Dios Padre creó para Él.

Sigue el ejemplo de los más pequeños, los santos, que, por humillarse, han sido exaltados; por hacerse pequeños, han sido grandes; y, por hacerse últimos, han sido primeros.

_________________________

FLUVIUM (www.fluvium.org)

El valor de ser últimos

Hoy podemos contemplar, con ocasión del pasaje de san Marcos que nos presenta la Iglesia en este domingo, a los Apóstoles del Señor, que son hombres corrientes del mundo, con defectos como los demás, como nosotros. Nos fijamos en aquellos que acabaron siendo las columnas de la Iglesia y, con su fe y la entrega de su vida por el Evangelio, hicieron posible el cristianismo. Y los vemos, sin embargo, bastante ajenos a los afanes de su Señor, tan pendientes de lo suyo que parece preocuparles poco la salvación del mundo.

Aquel día Jesús les habló de su Pasión, tal como sucedería algún tiempo después. Por cómo lo cuenta el evangelista parece que Jesús se expresó con toda claridad: que sería entregado, que lo matarían y que resucitaría a los tres días. Así les describe lo que padecerá por todos los hombres y, sin embargo, ellos no son capaces de comprender el sentido de lo que escuchan al Maestro. A pesar de las explicaciones de Jesús, se quedaron con la necesidad de saber más, pero temían preguntarle, dice en el Evangelista.

¿Por qué tienen miedo los Apóstoles a Jesús? No deberían temer nada, pues, sin duda, sus discípulos serían los primeros favorecidos por la infinita caridad del Señor. Sin embargo, están temerosos porque reconocen que, acompañando al Maestro, habían mantenido una actitud no precisamente ejemplar, ni tan siquiera razonable. Mientras Él se encendía en afanes de entrega por todos los hombres, ellos, pensando en cómo destacar, discutían sobre cuál sería el mayor. Más que con miedo, se sienten avergonzados y callan, les cuesta reconocer lo miserables que eran sus ilusiones frente a los nobles anhelos del corazón de Cristo.

También nosotros, como discípulos de Jesús y reconociendo nuestros defectos, aunque queramos también como los Doce serle fieles hasta la muerte, escuchamos con atención su enseñanza. Pero no nos extrañe si debemos admitir, una vez más y con vergüenza, nuestra miseria. No debería asombrarnos reconocer que este corazón nuestro es todavía pequeño y tantas veces egoísta. No querríamos que fuera así, para tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús, como diría el Apóstol. Por eso, en una íntima y sincera confidencia, le pedimos perdón y que apriete ese corazón nuestro y purifique con sus santas manos, hasta que nada quede en él de personal interés.

No pocas veces, en efecto, los intereses humanos, también los que la gente admira, van buscando sobresalir, ser conocido como el primero, aunque sea objetivamente por una ventaja insignificante que muy poco o nada aporta al bien de la colectividad. Despertar la admiración parece ya meritorio, con independencia del motivo admirable, no pocas veces muy inconsistente. Es un hecho, sin embargo, que el que pretenda lograr todo el posible bien para muchos debe olvidarse de sus propias ganancias. El que aporta más es el que sirve mejor, un servidor al cien por cien, que no busca recibir ni siquiera el reconocimiento por su servicio, aunque sea de justicia. Le basta lo necesario para poder seguir sirviendo.

Al contemplar a Cristo al final de su vida en favor de la humanidad, advertimos que nos enriqueció como no podíamos soñar: con la vida eterna, mientras que Él no logró para sí nada de la humanidad. Incluso rechazó los honores cuando quisieron proclamarlo rey a lo humano, para que no se malinterpretara la razón de su venida. Sin embargo, tenemos bien claro que la vida de Cristo fue un rotundo éxito y pudo proclamar, como la verdad más clamorosa en el instante mismo de su muerte: todo está cumplido. Expresando el perfecto acabamiento de su misión entre los hombres, en favor de los hombres.

En esos momentos finales de Jesús de Nazaret, que Él mismo prevé ante sus discípulos, como hoy consideramos, no recibe, sin embargo, el aplauso de los hombres, aunque nadie había hecho ni haría jamás tanto por ellos. Jesús es despreciado por quienes ama, justo cuando manifiesta su máximo amor. Nada es más irrazonable e inhumano, y por ello exclamará: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen. De este modo nos enseña que el verdadero amor no espera ni busca nada para sí. Así lo había declarado con tiempo a los suyos: Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos. Pues quien es grande de verdad, el primero aunque no sea popularmente reconocido como tal, es aquel que se desvive sirviendo cuanto puede a todos, nada espera de modo que es considerado el último y, no pocas veces, es incluso despreciado.

_____________________

PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Quién es el más grande en el Reino de los Cielos: autoridad y servicio

La primera parte del Evangelio de hoy incluye la llamada “segunda profecía de la pasión” (la primera profecía de la pasión es la que escuchamos el domingo pasado en ocasión del episodio de Cesarea de Filipo). El anuncio de la pasión se desarrolla, en el Evangelio, en forma conjunta con la revelación de la mesianidad de Jesús. A medida que Jesús se revela como el Mesías esperado (por ejemplo, cuando expulsa a los demonios o da otros signos), se revela también como Mesías destinado al sufrimiento. Es una pedagogía con la cual el Señor corrige las falsas expectativas de sus contemporáneos y prepara a los discípulos para el “escándalo” de la cruz. Por el momento, sin embargo, señala el evangelista, los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.

Temían, evidentemente, que la explicación fuera de tal naturaleza que arruinase sus sueños y esperanzas, que se dirigían en otra dirección. Esta frase nos introduce en la segunda parte del Evangelio que hoy deseamos considerar. Ella nos hace asistir al momento en el cual Jesús disipó este equívoco que todavía reinaba a su alrededor; por eso, se trata de un cambio importante en la vida de Jesús y de uno de los momentos culminantes del Evangelio.

El evangelista Marcos, como de costumbre, resume y concentra al máximo los hechos y las palabras de Jesús. Sin embargo, nosotros tenemos la posibilidad de saber algo más, aunque permanezcamos firmemente anclados en la historia; para ello es suficiente poner al lado del relato de Marcos el de los otros evangelistas –Mateo y Lucas– que, en general, siguen el mismo orden narrativo, aunque cada uno agrega detalles que el otro no tiene. Es lo que los exégetas llaman la sinopsis evangélica, es decir, ubicar en forma paralela los datos sobre Jesús, y que ha dado a los tres Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas el nombre de Evangelios sinópticos, o sea, relatos paralelos (sinopsis = abarcar con una sola mirada, o ver conjuntamente). Este hecho resulta muy clarificador para entender el breve pasaje del Evangelio de hoy.

El evangelista Marcos dice que ante la pregunta de Jesús acerca de qué era lo que tenían que discutir en forma tan animada por el camino, los discípulos callaron, porque habían discutido entre ellos sobre quién era el más grande. Un motivo más bien extraño, formulado en forma muy general; sin embargo, Mateo precisa que habían discutido sobre quién es el más grande en el Reino de los Cielos (Mt.18, 1). Esto hace que todo se aclare; basta con recordar el episodio de la madre de los hijos de Zebedeo (cfr. 20, 20 ssq.). Los discípulos, creyendo inminente el comienzo del Reino de Dios (que todavía concebían, al igual que sus contemporáneos, como un reino terrenal con cargos y honores), empezaron a presentar sus candidaturas para los mejores puestos. No resulta difícil reconstruir el tenor de sus discursos: Pedro habrá hecho valer el episodio reciente de Cesarea para demostrar su superioridad sobre los otros; Judas habrá recordado que a él Jesús ya le había confiado las finanzas de todo el grupo; Santiago y Juan, que habían sido elegidos para asistir a la Transfiguración.

Entonces Jesús los llama para que se le acerquen y les dice: El que quiere ser primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos. En la casa donde se hospedaban, había un niño. Jesús hace que se ponga a su lado, lo rodea con el brazo, y sigue diciendo: El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí. Fue una de las frases pronunciadas por Jesús en aquella ocasión, no ciertamente la única; he aquí de nuevo la necesidad de tener en cuenta los otros Sinópticos. Mateo, en efecto, refiere otra frase de Jesús todavía más fuerte, pronunciada en aquella ocasión: Si no cambian y no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos (cfr. Mt. 18, 3); como decir: ¡nada que ver con discutir quién estará mejor ubicado allí!

Pocas escenas evangélicas son más simples que ésta y más cargadas de tensión y de luz; los pensamientos del hombre chocan con los pensamientos de Dios. Los apóstoles no fueron liberados en forma definitiva de sus sueños terrenales; muchas veces volvieron a ellos (cfr. Mc. 10, 35 ssq.; Lc. 22, 24 ssq.); pero, por cierto, en la mirada del Maestro ese día ellos debieron medir la distancia que los separaba de él y cuánto camino debían recorrer todavía para acercarse a la orilla en que él los esperaba. Sólo más tarde, después de la Pascua, todo se les aclaró y sus pensamientos estuvieron perfectamente de acuerdo con los de Jesús.

Hasta aquí, nos hemos limitado a reconstruir el hecho y las palabras de Jesús. Ahora nos queda por hacer, como todos los domingos, lo más importante: hacer de “aquel tiempo” “este tiempo”, transformarnos de espectadores y narradores del hecho en parte de él. El Evangelio no fue escrito para ser recordado, sino para ser vivido; esto significa que, sin necesidad de ficciones y de deformaciones psicológicas, nosotros debemos revivir ahora aquel episodio evangélico como si hablase de nosotros y para nosotros.

¿Acaso no somos también nosotros de aquellos que van por el camino, es decir, por la vida, y discuten y se afanan por ser más grandes? Y bien, ahora que entramos “en casa” con Jesús, él se sienta de nuevo y nos reúne a su alrededor para instruirnos, como lo hizo aquel día. No hace largos discursos; dice sólo dos frases: “El que quiere ser primero debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”; “Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos”. Somos nosotros quienes debemos multiplicar las palabras, casi como para dar tiempo a aquellas frases para que se impriman dentro de nosotros y para que se conviertan, de palabra que resuena en los oídos, en palabra que resuena en el corazón, o sea, en palabra de vida.

Los hombres quieren ser los primeros: es un deseo innato, primordial; ni siquiera es un deseo malo; en el fondo, coincide con el deseo de “ser”, de valorizar la propia existencia, de elevarse. Esto en todos los niveles: el niño quiere ser el primero en la escuela y, si no lo consigue, querrá serlo en los juegos; tal vez no haya ninguno de nosotros, si sabemos examinarnos bien, que para vivir no sienta el deseo de ser el primero en algo, quizás incluso en la fama de ser el más desafortunado. Desde que el mundo es mundo, éste ha sido el resorte que empujó hacia adelante a los hombres, y el mismo progreso alcanzado por la humanidad es hijo de él. No es, por lo tanto, una cosa mala; es sólo ambigua.

Un lector no preparado pensará que el Evangelio condena todo esto, que el empuje que el hombre pone en ir hacia adelante, el Evangelio lo cambia en empuje para ir hacia atrás, manteniendo al hombre en una deplorable inercia y en la pasividad. Pero no es así: El que quiere ser primero... ¡entonces es lícito quererlo ser!; lo que Jesús cambia radicalmente es el motivo de este deseo, lo cual implica que cambia también el modo de realizarlo: Debe hacerse el servidor de todos. En una ocasión análoga, Jesús dijo: Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor y el que gobierna, como un servidor (Lc. 22, 25 sq.).

Con estas palabras, Jesús daba un golpe mortal a la idea que los hombres siempre se han hecho de la autoridad, del poder y del gobierno. La verdadera autoridad no consiste en prevalecer sobre los demás, en mandonear a los demás, en afirmarse uno mismo y en reducir a los otros a esclavos, a clientes o a aduladores; consiste en “ser primeros para los otros”, en disponer de lo que se es y de lo que se tiene en beneficio de todos. Esto crea la nueva grandeza evangélica, que es verdadera grandeza porque, si es verdad que “los primeros serán los últimos”, también es verdad que los últimos (¡estos últimos de los que nos habló el Evangelio!) serán los primeros (Mt. 20, 16).

Si nos preguntamos el porqué de este vuelco de valores, la Biblia nos da dos razones: una remota y una inmediata. La remota es: el hombre ha pecado; su deseo se ha distorsionado desde el principio; en lugar del amor que se da, en su corazón anidó la voluntad de poder, la sed de dominar que lleva a esclavizar al otro, tal vez destruyéndolo. Esta pasión se cura; el hombre debe hacer ahora un camino inverso: para ser sí mismo –el verdadero y originario– debe luchar contra este otro sí mismo, fruto del pecado, y convertirse de esa manera en una criatura nueva.

La razón inmediata es: porque Jesús ha hecho así: Yo estoy entre ustedes como el que sirve (Lc. 22. 27); El mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en res cate por una multitud (Mc. 10. 45); él que era Dios, es decir, el primero, se ha hecho el servidor, es decir, el último (cfr. Flp. 2, 6-7).

Cuando escuchan estas cosas, los no creyentes se escandalizan y opinan que son una locura pura y simple; lo hicieron, por otra parte, en su época, los judíos y los griegos. Actuando así, el mundo –piensan– se detendría. ¡Pero la verdadera locura es justamente la de ellos, la del mundo! Como si el mundo, tal cual es, construido sobre la voluntad de poder, sobre la ambición y el arribismo, fuera la cosa mejor que pudiéramos imaginar y como si nos gustara tanto. ¿Quién no ve que nuestros males más terribles vienen justamente de aquí? Santiago, en la segunda lectura, nos dijo: ¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes? Ustedes ambicionan y, si no consiguen lo que quieren, matan; envidian, y al no alcanzar lo que pretenden, combaten y se hacen la guerra. Por lo tanto, no sólo la infelicidad del mundo, sino también nuestra personal y cotidiana infelicidad deriva de aquí: de los deseos exagerados de ser los primeros, de las ambiciones que no logramos satisfacer o que, una vez satisfechas, nos dejan más descontentos e insatisfechos que antes.

Jesús nos indica otro camino, su camino: abrir la mano que tenemos cerrada, perder, hacernos como niños. Es ésta, quizás, una de las frases del Evangelio más profundas y más difíciles de entender; pero si comenzamos a practicar el servicio, el Señor nos la hará entender y será una revelación: volverse niños significa volver a lo que el hombre era cuando salió de las manos de Dios (¡ya que Adán también fue creado como niño!), cuando para estar contento y gozar de las cosas que tenía a su alrededor, no tenía necesidad de poseerlas sólo para él, de defenderlas contra rivales; cuando Eva todavía era su “compañera” y no su “propiedad”. Debemos volver a esa infancia porque hoy también los niños son signo y recuerdo de ella.

Ahora recibimos a aquel que de verdad se ha hecho para nosotros el último y el servidor de todos, hasta llegar a hacerse nuestro alimento. Roguémosle que nos imprima estas verdades en el corazón y que nos las “recuerde” con su Espíritu cuando sea el momento de ponerlas en práctica.

_________________________

BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía de la Beatificación, en Génova (22-IX-1985)

– Servir a todos

“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mt 9,35).

Ser servidor de todos es la misión que el Hijo de Dios abrazó, convirtiéndose en “siervo” sufriente del Padre por la redención del mundo.

Jesús ilustra con un gesto admirable el significado que quiere dar a la palabra “siervo”: y a los discípulos preocupados por saber “quién era el más importante”, les enseña que es necesario ponerse en el último lugar, al servicio de los más pequeños: “Acercando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que acoge un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí” (Mc 9,37).

Acoger a un niño podía significar, especialmente en aquel tiempo, dedicarse a las personas de menor consideración; preocuparse con profunda estima, con corazón fraterno y con amor, de aquellos a quienes el mundo no tiene en cuenta y la sociedad margina.

Así Jesús revela el modelo de los que sirven a los más pequeños y a los más pobres. Se identifica con el que está en el último nivel de la sociedad, se oculta en el corazón del humilde, del que sufre, del abandonado, y por eso afirma: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí”.

El Señor sabe acercar con indecible amor a su cruz algunas almas elegidas valiéndose de las contradicciones de la vida, de las contestaciones de los hombres, de las humillaciones que brotan de la miseria moral del mundo. De este modo purifica el espíritu de sus santos, los hace capaces de recoger el mensaje de la cruz, hacerlo propio, vivirlo con intensa generosidad. Este acercamiento a la cruz de Cristo es un don que nace de la misteriosa actuación de la gracia divina y, a veces, desconcierta las perspectivas de quien piensa en términos terrenos. Y sin embargo, en verdad, Cristo anuncia siempre su misericordia precisamente a través de estas almas, a las que transforma en testigos excelsos de caridad, porque en las pruebas supieron “refugiarse en Él”, y pudieron “dar con alegría”, como hemos cantado en el Salmo.

– Llamada de Cristo y fascinación del mundo

“El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres” (Mc 9,31).

En el Evangelio de hoy Jesús anuncia sus discípulos su pasión, los prepara a la comprensión de este misterio siempre presente en la historia de la salvación.

Sin embargo, ellos no comprenden sus palabras. Pero nosotros ¿las podemos entender? Lo que sucede en Galilea, en el coloquio que nos refiere el Evangelista Marcos, es un hecho perenne que se realiza siempre. Es el mensaje del Calvario que aparece siempre que se presenta al hombre el dolor, la pobreza, el sufrimiento.

Jesús, pues, mientras anuncia que Él “va a ser entregado”, nos enseña una realidad perenne y dolorosa: Él será siempre entregado al hombre, a la historia de los hombres, a la sociedad, a la cultura, a la humanidad, a las generaciones siempre nuevas, que se interrogan como en un difícil desafío, sobre el significado de la vida y de la cruz de Cristo.

En la historia que sigue a la muerte y resurrección de Cristo, se propone siempre de nuevo un apremiante dilema entre la llamada de Cristo y la fascinación del mundo, entre las opciones consiguientes a la fe y las que están vinculadas a una concepción inmanentista de la vida. Nosotros nos damos cuenta de que hay una difícil confrontación entre el bien continuamente anunciado por la Palabra de Dios, por Cristo y por sus siervos y testigos, y otro bien aparente, que lucha contra el primero y está alentado por justificaciones o éxitos de carácter puramente terreno y humano, encarnado como está en las instancias de la estructura técnica de la vida. Parece que de aquí nacen como dos vías morales, dos éticas que son divergentes, y el alma cristiana, como la de cada uno de los hombres honestos, se desgarra en sus difíciles opciones.

– Fuerza transformadora de la gracia

Pero la Palabra de Cristo ¿acaso está entregada a la debilidad del corazón de los hombres, a sus pecados, a la impresionante oleada de amenazas morales que crecen en el mundo, o es capaz de transformar también el corazón humano, sosteniendo su fragilidad impulsándolo a buscar valores auténticos fundados sobre el ser, la libertad, la verdad?

Estoy seguro de que también en nuestros días, como en el pasado, la levadura evangélica puede suscitar discípulos de Cristo capaces de realizar esfuerzos generosos, de intentar caminos nuevos y comprometidos en todos los sectores de la vida organizada, para poder dar al hombre una esperanza nueva y cierta, fundada sobre la fe viva en Jesús Crucificado. El cristiano debe saber cumplir con alegría su deber de servicio al hombre, convencido de que tanto en el nivel natural como en el divino el crecimiento del propio bien existencial se realiza y se articula con el esfuerzo por el crecimiento del bien de los otros.

Pero estemos vigilantes y seamos sinceros, porque también los que están cercanos a Cristo pueden ser engañados acerca del sentido de su función en el mundo. “Pues, por el camino habían discutido quién era el más importante” (Mc 9,34).

También los que están cercanos a Cristo pueden ser envueltos por la tentación de un tipo de existencia que, queriendo pasar por moderna, se deja llevar del furor técnico y de la embriaguez de sus transformaciones, acabando por definirse materialista, laica, extraña a los problemas del espíritu; aparentemente más libre, pero en realidad, sujeta a la esclavitud que nace de una mayor pobreza del alma. No se ayuda al hombre a evolucionar en su condición de criatura social, si luego se le deja en condiciones de mayor pobreza por lo que se refiere a su espíritu.

Jesús nos invita con el ejemplo a una elección concreta del último puesto para servir a los que han perdido en el tormentoso camino de la vida el sentido de la riqueza que viene de Dios.

***

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Quien quiera ser el primero...” Jesús cierra la discusión de sus discípulos sobre quién era el más importante proponiendo la humildad que se articula en el servicio a quienes nos rodean. Una llamada, pues, a no creerse superiores a los demás o pensar que la razón está de nuestra parte y los equivocados son los otros. Al presentar como modelo de comportamiento a un niño apela a la sencillez de corazón tan propia de ellos.

¿Es preciso llamar la atención sobre la importancia que este comportamiento tiene en el hogar y lo determinante que es para la armonía familiar así como en la vida social? De la humildad nadie sabe nada hasta que no se presenta el momento de practicarla y elevamos el amor propio a la altura del zapato. Tal vez pensemos que no somos personas engreídas, vanidosas, violentas; que tenemos el amor propio bastante controlado y que, sólo de vez en cuando y como por descuido, éste salta ofendido. Sin embargo, ¡cuántas veces reaccionamos sin humildad ante un desaire, un reproche, una indicación hecha con cariño o ante esos pequeños roces que se producen en el hogar y en el trato con amigos y colegas y que con un poco de buen humor o serenidad se superarían!

Preguntémonos: ¿Me ofendo cuando no me escuchan, no me consultan o mis puntos de vista no son tenidos en cuenta? ¿Quiero tener siempre la razón, no por amor a la verdad, sino por afán de dominio? ¿Empleo un tono categórico al hablar que deje bien clara mi superioridad o mi competencia al hablar, sin prestarme al diálogo o haciéndolo por pura táctica? ¿Culpo a los demás de que las cosas no marchen como debieran y jamás, o raras veces, pienso si ello es debido a mis omisiones? ¿Pido consejo comprendiendo que no hay empresa, por pequeña que sea, que no cuente con un buen número de asesores, un consejo de administración, redacción, etc.? En fin, y para no cansar, ¿justifico mis equivocaciones con las manidas expresiones creí que, es que, pensé qué, u otras semejantes?

La sencillez está en la base de todas las virtudes cristianas. Jesús nos pide que tomemos nota de las buenas cualidades que adornan a los niños, “no por la edad sino por la sencillez” (1 Cor 14, 20). La humildad trae hasta nosotros la paz, la calma y la serenidad que proporciona a los pequeños el abandono confiado en los brazos de sus padres.

Cuando no se va mendigando el aplauso de los demás –tantas veces interesado– o la primacía sobre quienes nos rodean, sino el reconocimiento y la aprobación del Señor, el alma se instala en esa placidez y ese reposo del niño que vive persuadido que sus padres no le abandonarán o perjudicarán haga lo que haga y pase lo que pase. Recordemos también que nadie sabe de la humildad más que María. Ella nos ayudará a practicarla si se lo suplicamos.

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“Seguimos al que no ha venido a ser servido, sino a servir”

Parece que el texto de Sabiduría se refiere a aquellos judíos que creían tener razón en su norma de vida y se enfrentan con cualquiera que se oponga a ellos.

Es la segunda predicción que hace Jesús de su muerte. La fórmula nueva: “Será entregado”, puede ser interpretada en el sentido de la traición de Judas o en el de su entrega a la muerte según los designios de Dios.

La instrucción siguiente, repetición de lo que sucedió ante la petición de los hijos de Zebedeo, muestra, una vez más, cómo Jesús ha de enfrentarse con la incomprensión de sus discípulos. No desaprovecha la ocasión para una catequesis, sobre Él mismo y sobre lo que ellos habrán de hacer.

Entre los seguidores de Jesús, sigue hoy habiendo quienes miran la Cruz con recelo. La idea de hacernos siervos como Él no nos apasiona demasiado. Sin embargo, ¿se puede ejercer el sacerdocio —por ejemplo— de otra manera? ¿Se puede servir al pueblo de Dios sin parecerse al que dio la vida en rescate por muchos? ¿No resulta apasionante, como a los discípulos, intentar el medro personal a la sombra de Cristo? Pero ya sabemos cómo reacciona Jesús ante esas intenciones.

— “El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado a la naturaleza sacramental. En efecto, enteramente dependiente de Cristo que da misión y autoridad, los ministros son verdaderamente «esclavos de Cristo» (Rm 1,1), a imagen de Cristo que, libremente, ha tomado por nosotros «la forma de esclavo» (Flp 2,7)” (876).

— Carácter de servicio del ministerio eclesial:

“El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado a la naturaleza sacramental. En efecto, enteramente dependiente de Cristo que da misión y autoridad, los ministros son verdaderamente «esclavos de Cristo» (Rm 1,1), a imagen de Cristo que, libremente, ha tomado por nosotros «la forma de esclavo» (Flp 2,7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos” (876).

— El sacerdocio ministerial, verdadero servicio

“Este sacerdocio es ministerial. «Esta función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio» (LG 24). Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica «un poder sagrado», que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos” (1551).

— “Y, siendo que (san Pablo) podía recordar muchos aspectos grandiosos y divinos de Cristo, no dijo que se gloriaba de estas maravillas —que hubiese creado el mundo, cuando, como Dios que era, se hallaba junto al Padre, y que hubiese imperado sobre el mundo, cuando era hombre como nosotros—, sino que dijo: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo»” (San Agustín, Serm Güelferb. 3).

Quien, pudiendo servir domina, es de este mundo; quien pudiendo dominar, sirve, es de Cristo.

___________________________

HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El más importante de todos.

– Mandar es servir.

I. La Primera lectura de la Misa nos presenta una enseñanza acerca de los padecimientos de los hijos de Dios injustamente perseguidos a causa de su honradez y santidad. Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra conducta errada; declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo de Dios; es un reproche constante para nuestra vida...; lo someteremos a la afrenta y a la tortura para comprobar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él. Estas palabras, escritas siglos antes de la llegada de Cristo, las aplica hoy la liturgia al justo por excelencia, a Jesús, Hijo Unigénito de Dios, condenado a una muerte ignominiosa después de padecer todas las afrentas.

En el Evangelio de la Misa, San Marcos nos relata que Jesús atravesaba Galilea con los suyos, y en el camino los instruía acerca de su muerte y resurrección. Les decía con toda claridad: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán y, después de muerto, resucitará a los tres días. Pero los discípulos, que se habían formado otra idea del futuro reino del Mesías, no entendían sus palabras y temían preguntarle.

Sorprende que, mientras el Maestro les comunicaba los padecimientos y la muerte que había de sufrir, los discípulos discutían a sus espaldas sobre quién sería el mayor. Por eso, al llegar a Cafarnaún, estando ya en casa, Jesús les preguntó por la discusión que habían mantenido en el camino. Ellos, quizá avergonzados, callaban. Entonces se sentó y, llamando a los Doce, les dijo: Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos. Y para hacer más gráfica la enseñanza tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que recibe a uno de estos niños, a Mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a Mí, sino al que me envió.

El Señor quiere enseñar a los que han de ejercer la autoridad en la Iglesia, en la familia, en la sociedad, que esa facultad es un servicio que se presta. Nos habla a todos de humildad y abnegación para saber acoger en los más débiles a Cristo mismo. “En este niño que Jesús abraza están representados todos los niños del mundo, y también todos los hombres necesitados, desvalidos, pobres, enfermos, en los cuales nada brillante y destacado hay que admirar”.

– El ejercicio de la autoridad y la obediencia en la Iglesia proceden de una misma fuente: el amor a Cristo.

II. El Señor, en este pasaje del Evangelio, quiere enseñar principalmente a los Doce cómo han de gobernar la Iglesia. Les indica que ejercer la autoridad es servir. La palabra autoridad procede del vocablo latino auctor, es decir, autor, promotor o fuente de algo. Sugiere la función del que vela por los intereses y el desarrollo de un grupo o una sociedad. Gobierno y obediencia no son acciones contrapuestas: en la Iglesia nacen del mismo amor a Cristo. Se manda por amor a Cristo y se obedece por amor a Cristo.

La autoridad es necesaria en toda sociedad, y en la Iglesia ha sido querida directamente por el Señor. Cuando en una sociedad no se ejerce, o se manda indebidamente, se hace un daño a sus miembros, que puede ser grave, sobre todo si el fin de esa corporación o grupo social es esencial para los individuos que la componen. Se esconde una gran comodidad –y a veces una gran falta de responsabilidad– en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros.

Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna –suya y de los otros– por sus omisiones, que son verdaderos pecados.

En la Iglesia, la autoridad se ha de ejercer como lo hizo Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir: non veni ministrari sed ministrare. Su servicio a la humanidad va encaminado a la salvación, pues vino a dar su vida en redención de muchos, de todos. Poco antes de estas palabras, y ante una situación semejante a la que se lee en el Evangelio de la Misa de hoy, el Señor había manifestado a los Doce: Sabéis que los jefes de las naciones las tratan despóticamente y los grandes abusan de su autoridad. No ha de ser así entre vosotros; antes bien, quien quisiere entre vosotros llegar a ser grande, sea vuestro servidor; y quien quisiere entre vosotros ser primero, sea vuestro esclavo. Los Apóstoles fueron entendiendo poco a poco estas enseñanzas del Maestro, y las comprenderían en toda su plenitud después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. San Pedro escribirá años más tarde a los presbíteros que debían apacentar el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo. Y San Pablo afirmará que, no estando sometido a nadie, se hace siervos de todos para ganarlos a todos. “Cuanto más “arriba” se esté en la jerarquía eclesiástica, más obligación hay de servir. Una profunda conciencia de esta verdad se refleja en el título tradicional concedido al Romano Pontífice: Servus servorum Dei, el siervo de los siervos de Dios”.

Nosotros hemos de pedir que no falten nunca buenos pastores en la Iglesia que sepan servir a todos con abnegación y especialmente a los más necesitados de ayuda. Nuestra oración diaria por el Romano Pontífice, por los obispos, por quienes de alguna manera han sido constituidos en autoridad, por los sacerdotes y por aquellos que el Señor ha querido que nos ayuden en el camino de la santidad, subirá hasta el Señor y le será especialmente agradable.

– La autoridad en la Iglesia es un gran bien. Obedecer como lo hizo Cristo.

III. Se sirve al ejercer la autoridad, como sirvió Cristo; y se sirve obedeciendo, como el Señor, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Y para obedecer hemos de entender que la autoridad es un bien, un bien muy grande, sin el cual no sería posible la Iglesia, tal como Cristo la fundó.

Cualquier comunidad que quiere subsistir tiende naturalmente a buscar alguien que la dirija, sin lo cual pronto dejaría de existir. “La vida ordinaria ofrece un sinfín de ejemplos de esta tendencia del espíritu comunitario a buscar la autoridad: desde clubs, sindicatos laborales o asociaciones profesionales (...). En una verdadera comunidad –donde los que forman parte están unidos por fines e ideales comunes–, la autoridad no es objeto de temor, sino de respeto y de acatamiento, por parte de quienes están bajo ella. La conciencia individual, en una persona normalmente constituida, no tiene propensión natural a desconfiar de la autoridad o rebelarse contra ella; su disposición es más bien de aceptarla, de recurrir a ella, de apoyarla”. En la Iglesia, el sentido sobrenatural –la vida de fe– nos hace ver en sus mandatos y consejos al mismo Cristo, que sale a nuestro encuentro en esas indicaciones.

Para obedecer hemos de ser humildes, pues en cada uno de nosotros existe un principio disgregador, fruto amargo del amor propio, herencia del pecado original, que en ocasiones puede tratar de encontrar cualquier excusa para no someter gustosamente la voluntad ante un mandato de quien Dios ha puesto para conducirnos a Él. Hoy, cuando el ambiente está lleno de desobediencia, de murmuración, de trapisonda, de enredo, hemos de amar más que nunca la obediencia, la sinceridad, la lealtad, la sencillez: y todo, con sentido sobrenatural, que nos hará más humanos. Para que la virtud de la obediencia tenga esas características, acudimos al término de esta meditación al amparo de Nuestra Madre Santa María, que quiso ser Ancilla Domini, la Sierva del Señor. Ella nos enseñará que servir –tanto al ejercer la autoridad como al obedecer– es reinar.

____________________________

Rev. D. Pedro-José YNARAJA i Díaz (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Aprendamos asimismo de nuestra Madre, la esclava del Señor.

El Hijo del hombre será entregado (...); le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará.

Hoy, nos cuenta el Evangelio que Jesús marchaba con sus discípulos, sorteando poblaciones, por una gran llanura. Para conocerse, nada mejor que caminar y viajar en compañía. Surge entonces con facilidad la confidencia. Y la confidencia es confianza. Y la confianza es comunicar amor. El amor deslumbra y asombra al descubrirnos el misterio que se alberga en lo más íntimo del corazón humano. Con emoción, el Maestro habla a sus discípulos del misterio que roe su interior. Unas veces es ilusión; otras, al pensarlo, siente miedo; la mayoría de las veces sabe que no le entenderán. Pero ellos son sus amigos, todo lo que recibió del Padre debe comunicárselo y hasta ahora así ha venido haciéndolo. No le entienden, pero sintonizan con la emoción con que les habla, que es aprecio, prueba de que ellos cuentan con Él, aunque sean tan poca cosa, para lograr que sus proyectos tengan éxito. Será entregado, lo matarán, pero resucitará a los tres días (cf. Mc 9,31).

Muerte y resurrección. Para unos serán conceptos enigmáticos; para otros, axiomas inaceptables. Él ha venido a revelarlo, a gritar que ha llegado la suerte gozosa para el género humano, aunque para que así sea le tocará a Él, el amigo, el hermano mayor, el Hijo del Padre, pasar por crueles sufrimientos. Pero, ¡oh triste paradoja!: mientras vive esta tragedia interior, ellos discuten sobre quien subirá más alto en el podio de los campeones, cuando llegue el final de la carrera hacia su Reino. ¿Obramos nosotros de manera diferente? Quien esté libre de ambición, que tire la primera piedra.

Jesús proclama nuevos valores. Lo importante no es triunfar, sino servir; así lo demostrará el día culminante de su quehacer evangelizador lavándoles los pies. La grandeza no está en la erudición del sabio, sino en la ingenuidad del niño. «Aun cuando supieras de memoria la Biblia entera y las sentencias de todos los filósofos, ¿de qué te serviría todo eso sin caridad y gracia de Dios?» (Tomás de Kempis). Saludando al sabio satisfacemos nuestra vanidad, abrazando al pequeñuelo estrujamos a Dios y de Él nos contagiamos, divinizándonos.

___________________________

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Lecciones para hacerse último

«Yo soy el primero y el último» (Ap 22, 13).

Eso dice Jesús.

Sacerdote, tu Señor ha venido a enseñarte el camino para ser como Él, para que seas primero y que seas último, como Él, pero, para ser el primero, debes primero hacerte último.

Eso es lo que ha venido a enseñarte tu Señor con su ejemplo.

Ha venido a enseñarte no a ser servido, sino a servir.

Ha venido a enseñarte a dar la vida, para servir a Dios, a través del servicio a los hombres, para llevar a los hombres a Dios.

Ha venido a enseñarte que Él se ha entregado en manos de los hombres, para que los hombres se entreguen en las manos de Dios.

Esa, sacerdote, es la lección.

Aprende, sacerdote, de tu Maestro, y haz lo mismo que hizo tu Señor, porque no es más el siervo que su amo, y no es más el discípulo que su maestro.

Entrégate tú, sacerdote, en manos de los hombres, como tu Señor se entrega en tus manos, y permite ser elevado y mostrado al mundo, como haces tú con Él.

Tú muestras al mundo a tu Señor crucificado, entregado en las manos de su Padre como cordero en sacrificio, para quitar los pecados del mundo.

Entrégate, sacerdote, tú con Él, permitiendo ser señalado, perseguido, calumniado, burlado, maltratado, flagelado, desterrado, crucificado, para salvar a los hombres perdonando sus pecados.

Esa, sacerdote, es la lección.

Entrega, sacerdote, tu voluntad a la voluntad de Dios, y haz lo que Él te diga.

Cada Palabra es alimento de vida.

Cada Palabra la pone en tu boca para que la lleves al mundo, poniéndola por obra.

Escuchar la Palabra de tu Señor y ponerla en práctica, esa, sacerdote, es la lección.

Sentar a los hombres en la mesa de tu Señor, como invitados al banquete del cordero, mientras tú sirves a tu Señor como alimento, para saciar el hambre de su pueblo con el Pan vivo bajado del Cielo, haciéndote último, para que tu Señor sea primero.

Esa, sacerdote, es la lección.

Enseña, sacerdote, la lección a tu pueblo, porque esa es tu misión, siguiendo el ejemplo de tu Señor en todo momento, transmitiendo con tu propio ejemplo las enseñanzas del Señor, para que su pueblo aprenda también la lección.

Acoge sacerdote a cada uno, como si fuera un niño, y enséñales, porque ellos no saben lo que hacen.

El maestro sirve al discípulo, porque esa es su misión, para que el discípulo aprenda bien la lección, y aplique la Palabra de Dios a su vida, haciéndose para el mundo también ejemplo, servidor y último, para que pueda también cada uno de ellos llegar a ser primero en el Reino de los Cielos.

Esa, sacerdote, es tu misión.

Si tú haces esto, sacerdote, has aprendido bien la lección, y si no lo has hecho, y si es difícil comprender para ti a tu Señor, entonces recurre a la maestra de tu Señor, la que haciéndose sierva y esclava del Señor se hizo última, para acoger en su seno al Niño que, siendo el primero, se hizo el último, que siendo Dios, se hizo hombre, que por hacerse último no deja de ser el primero, y por hacerse hombre no deja de ser Dios, pero que se ha entregado en las manos de los hombres para que los hombres puedan llegar a Dios.

Sacerdote, Él te ha elegido para ser el último, porque te ama.

Obedece, sacerdote, porque eres último para ser el primero en presencia del Señor.

(Espada de Dos Filos V, n. 11)

(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, - facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)

_______________________

 

NUESTRAS REDES SOCIALES:

 

+52 1 81 1600 7552

  lacompaniademaria01@gmail.com

  espada.de.dos.filos12@gmail.com

  www.lacompañiademaria.com

  La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

   Espada de Dos Filos

  • Lacompaniademaria

             

La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

¡AYÚDANOS A AYUDAR

CON TU DONATIVO!

FUNDACIÓN LA MORADA DE LA MISERICORDIA, A. C.

Cuenta Bancomer: 0113972569

Clabe: 012180001139725697