Miércoles de Ceniza
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- HOMILÍA PREPARADA POR FRANCISCO VARO (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (Homilías sobre el evangelio de San Mateo)
- FRANCISCO – Homilías 2014, 2015 y 2020 - Catequesis 2014
- BENEDICTO XVI – Homilía y Catequesis 2010
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Pbro. D. Luis A. GALA Rodríguez (Campeche, México)
- Rev. D. Manel VALLS i Serra (Barcelona, España)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.
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DEL MISAL MENSUAL
NUNCA ES TARDE
Jl 2, 12-18; Sal 50; Mt 6, 1-6, 16-18
El profeta Joel vivió en una época en que escaseaba la esperanza. Los Israelitas habían vuelto hace años de su exilio en Babilonia, pero nada salió bien. El territorio de su nación fue reducida a proporciones irrisoriamente limitadas. El Templo de Jerusalén, reconstituido, era decepcionante. La gente se dividió entre sí. Hambrunas y langostas afligieron la nación. Parecía que Dios había abandonado a su pueblo. No obstante, Joel creyó en la posibilidad de segundas oportunidades y alentó a los Israelitas a volverse a Dios con prácticas penitenciales. Quizá Dios se volvería hacia ellos. De manera análoga, en el Evangelio, Jesús se dirige a sus discípulos que tal vez eran tentados por la hipocresía religiosa. Los alienta a cambiar y volver a Dios sinceramente. El Padre los recompensará. En resumen, las lecturas del Miércoles de Ceniza proclaman que nunca es tarde; siempre podemos cambiar.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sab 11, 24-25. 27
Tú, Señor te compadeces de todos y no aborreces nada de lo que has creado, aparentas no ver los pecados de los hombres, para darles ocasión de arrepentirse, porque tú eres el Señor, nuestro Dios.
Se omite el acto penitencial, que es sustituido por el rito de la imposición de la ceniza.
ORACIÓN COLECTA
Que el día de ayuno con el que iniciamos, Señor, esta Cuaresma, sea el principio de una verdadera conversión a ti, y que nuestros actos de penitencia nos ayuden a vencer el espíritu del mal. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Enluten su corazón y no sus vestidos.
Del libro del profeta Joel: 2, 12-18
Esto dice el Señor: “Todavía es tiempo. Vuélvanse a mí de todo corazón, con ayunos, con lágrimas y llanto; enluten su corazón y no sus vestidos.
Conviértanse al Señor su Dios, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en clemencia, y se conmueve ante la desgracia.
Quizá se arrepienta, se compadezca de nosotros y nos deje una bendición, que haga posibles las ofrendas y libaciones al Señor, nuestro Dios.
Toquen la trompeta en Sión, promulguen un ayuno, convoquen la asamblea, reúnan al pueblo, santifiquen la reunión, junten a los ancianos, convoquen a los niños, aun a los niños de pecho. Que el recién casado deje su alcoba y su tálamo la recién casada.
Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, ministros del Señor, diciendo: ‘Perdona, Señor, perdona a tu pueblo. No entregues tu heredad a la burla de las naciones. Que no digan los paganos: ¿Dónde está el Dios de Israel?’ “.
Y el Señor se llenó de celo por su tierra y tuvo piedad de su pueblo.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 50,3-4. 5-6a. 12-13. 14 y 17.
R/. Misericordia, Señor, hemos pecado.
Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas. Lávame bien de todos mis delitos y purifícame de mis pecados. R/.
Puesto que reconozco mis culpas, tengo siempre presentes mis pecados. Contra ti solo pequé, Señor, haciendo lo que a tus ojos era malo. R/.
Crea en mí, Señor, un corazón puro, un espíritu nuevo para cumplir tus mandamientos. No me arrojes, Señor, lejos de ti, ni retires de mí tu santo espíritu. R/.
Devuélveme tu salvación, que regocija, y mantén en mí un alma generosa. Señor, abre mis labios y cantará mi boca tu alabanza. R/.
SEGUNDA LECTURA
Aprovechen este tiempo favorable para reconciliarse con Dios.
De la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios: 5, 20-6, 2
Hermanos: Somos embajadores de Cristo, y por nuestro medio, es Dios mismo el que los exhorta a ustedes. En nombre de Cristo les pedimos que se reconcilien con Dios.
Al que nunca cometió pecado, Dios lo hizo “pecado” por nosotros, para que, unidos a él, recibamos la salvación de Dios y nos volvamos justos y santos.
Como colaboradores que somos de Dios, los exhortamos a no echar su gracia en saco roto. Porque el Señor dice: En el tiempo favorable te escuché y en el día de la salvación te socorrí. Pues bien, ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de la salvación.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Sal 94,8
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Hagámosle caso al Señor, que nos dice: “No endurezcan su corazón”. R/.
EVANGELIO
Tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 6, 1-6. 16-18
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Tengan cuidado de no practicar sus obras de piedad delante de los hombres para que los vean. De lo contrario, no tendrán recompensa con su Padre celestial.
Por lo tanto, cuando des limosna, no lo anuncies con trompeta, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, para que los alaben los hombres. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes hagan oración, no sean como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente.
Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como esos hipócritas que descuidan la apariencia de su rostro, para que la gente note que están ayunando. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que no sepa la gente que estás ayunando, sino tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará”.
Palabra del Señor.
Bendición de la ceniza
Después de la homilía, el sacerdote, de pie y con las manos juntas, dice:
Queridos hermanos, pidamos humildemente a Dios Padre que bendiga con su gracia esta ceniza que, en señal de penitencia, vamos a imponer sobre nuestra cabeza.
Y después de un breve momento de oración en silencio, prosigue:
Señor Dios, que te apiadas de quien se humilla y te muestras benévolo para quien se arrepiente, inclina piadosamente tu oído a nuestras súplicas y derrama la gracia de tu bendición † sobre estos siervos tuyos, que van a recibir la ceniza, para que, perseverando en las prácticas cuaresmales, merezcan llegar, purificada la conciencia, a la celebración del misterio pascual de tu Hijo. Él que vive y reina por los siglos de los siglos. R. Amén.
O bien:
Señor, Dios, que no quieres la muerte del pecador sino su conversión, escucha bondadosamente nuestras súplicas y dígnate bendecir † esta ceniza, que vamos a imponer sobre nuestra cabeza, sabiendo que somos polvo y al polvo hemos de volver y concédenos que, por nuestro esfuerzo en las prácticas cuaresmales, obtengamos el perdón de nuestros pecados y una vida renovada a imagen de tu Hijo resucitado. El, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Y rocía la ceniza con agua bendita, sin decir nada.
Imposición de la ceniza
En seguida, el sacerdote impone la ceniza a todos los presentes que se acercan con él, y dice a cada uno:
Conviértete y cree en el Evangelio. Mc 1, 15
O bien:
Recuerda que eres polvo y al polvo has de volver. Cfr. Gn 3, 19
Mientras tanto, se entona un canto apropiado. Terminada la imposición de la ceniza, se concluye con la oración universal.
RESPONSORIO Cfr. Bar 3, 2; Sal 78, 9
R/. Renovemos y mejoremos nuestra vida, pues por ignorancia hemos pecado; no sea que, sorprendidos por el día de la muerte, busquemos un tiempo para hacer penitencia, y ya no sea posible encontrarlo. *Escúchanos, Señor y ten piedad, porque hemos pecado contra ti.
V/. Ven en nuestra ayuda, Dios salvador nuestro; por el honor de tu nombre, líbranos Señor.
R/. Escúchanos, Señor, y ten piedad, porque hemos pecado contra ti.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Al ofrecer el sacrificio con el que iniciamos solemnemente la Cuaresma, te rogamos, Señor, que por nuestras obras de penitencia y de caridad nos veamos libres de los vicios y los malos deseos, para que, purificados de todo pecado, merezcamos celebrar con fervor la pasión de tu Hijo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 1, 2-3
El que día y noche medita la ley del Señor, al debido tiempo dará su fruto.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Que nos auxilien, Señor, los sacramentos que recibimos, para que nuestro ayuno sea de tu agrado y nos aproveche como remedio saludable. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO
Infunde benignamente, Señor Dios, en quienes, postrados, te adoramos, un espíritu de contrición y que, por nuestro arrepentimiento, merezcamos alcanzar el premio que misericordiosamente nos volviste a prometer. Por Jesucristo, nuestro Señor.
La bendición e imposición de la ceniza pueden hacerse también sin misa. En este caso, conviene celebrar antes la liturgia de la Palabra, usando el canto de entrada, la oración colecta y las lecturas con sus cánticos, como en la misa. Enseguida se tienen la homilía y la bendición e imposición de la ceniza. El rito se concluye con la oración universal, la bendición y la despedida de los fieles.
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HOMILÍA PREPARADA POR FRANCISCO VARO (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Homilía pronunciada en la Universidad de Navarra comentando los textos bíblicos.
Hoy comenzamos la Cuaresma, un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe y redescubramos la alegría de vivir siguiendo los pasos de Jesús. Tenemos por delante un camino marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría de la Pascua.
Hemos escuchado en la primera lectura un texto del profeta Joel que nos llama a la conversión: «Ahora –oráculo del Señor– convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las amenazas» (Jl 2,12-13)
Son palabras pronunciadas por el profeta cuando Judá se encontraba sumida en una crisis profunda. Su territorio estaba desolado. Había pasado una plaga de saltamontes, que había arrasado todo: se habían comido todo lo que crecía en el campo, hasta los brotes de las viñas. Habían perdido por completo todas las cosechas y los frutos del año. Ante esas desgracias Joel invita al pueblo a reflexionar sobre su modo de vivir en los años anteriores. Cuando todo les iba bien, se habían olvidado de Dios, no rezaban, y se habían olvidado del prójimo. Contaban con que la tierra daba sus frutos por sí misma y les parecía que no le debían nada a nadie. Estaban cómodos haciendo lo que hacían y no se planteaban que fuera necesario vivir la vida de otra forma.
La crisis que estaban padeciendo, les sugiere Joel, debía hacerlos caer en la cuenta de por sí mismos, de espaldas a Dios, nada podían hacer. Si tenían paz y comida, no era por sus propios méritos. Todo eso es un don de Dios, que es necesario agradecer. De ahí la llamada urgente a que cambien: convertíos de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto, rasgad los corazones: ¡cambiad!
Al escuchar esas palabras tan fuertes del profeta, tal vez podemos pensar: Vale, vale, que cambien los habitantes de Judea, pero yo no tengo que cambiar: ¡estoy muy a gusto como estoy! Hace mucho tiempo que no he visto ni un saltamontes, tengo cosas ricas que comer y beber todos los días, tengo varias pelis pendientes de ver, esta semana tengo varios partidos que voy a ganar,… y no tengo prisa porque todavía los finales están muy lejos y ya estudiaré en serio cuando lleguen.
No sé a vosotros, pero a mí siempre me da mucha pereza ponerme en serio a cambiar algo en cuaresma. La verdad, de suyo no es un tiempo especialmente simpático como, por ejemplo, la Navidad.
Al escuchar el Salmo responsorial tal vez hemos pensado algo parecido: «Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas. Lávame bien de todos mis delitos y purifícame de mis pecados». E incluso al repetir «Misericordia, Señor, hemos pecado», tal vez se nos ocurría por dentro decir: Pero si yo no tengo pecados,… en todo caso «pecadillos». No le hago mal a nadie, no he robado ningún banco, no he matado a nadie, en todo caso, sólo «cosillas» de poca importancia. Y, además, no tengo nada contra Dios, no he querido ofenderlo. ¿Por qué voy a decir que he pecado ni a mendigar su misericordia?
Si vemos así las cosas, las palabras de San Pablo en la segunda lectura, nos pueden sonar a repetitivas, pero subiendo el tono, presionando: «Hermanos: Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios».
¿Tan importante soy y tanta importancia tiene lo que yo haga, que hoy todos vienen contra mí: el profeta Joel, David con su Salmo, y San Pablo presionando?
Pues la verdad es que sí, para el Señor soy importante. Ninguno de nosotros le resulta indiferente a Dios, no somos un número más de los millones de personas que hay en el mundo. Soy yo, eres tú. Alguien en quien está pensando, a quien echa un poco de menos, con quiere hablar.
¿No te ha dado alegría alguna vez, al salir cansado de clase, recibir un mensaje en el móvil de alguien que te cae bien y que te pregunta: ¿Tienes algún plan esta tarde? ¡Bien! ¡por fin! ¡alguien que piensa en mí! En general, una de las cosas que dan más gusto es comprobar que hay gente que nos quiere, que piensa en nosotros, y nos llama para que nos veamos y pasemos juntos un rato agradable.
Esta semana me encontré leyendo la Biblia unas palabras de amor humano, que son divinas. Son el estribillo de una canción del Cantar de los Cantares que le canta el amado a su amada. Dicen así: «¡Vuélvete, vuélvete, Sulamita! Date la vuelta, date la vuelta que te quiero ver» (Cant 7,1).
En realidad parece que más que cantar invitan a bailar: «¡Vuélvete, vuélvete, Sulamita! Date la vuelta, date la vuelta, que te quiero ver». En hebreo suena bien: šubi, šubi šulamit, šubi, šubi… hasta tiene su ritmo. El verbo šub significa «volver, darse la vuelta», pero es el verbo que en la Biblia Hebrea también significa «convertirse».
Esas palabras del Cantar nos ayudan a comprender lo que está pasando hoy. Dios, el amado, nos invita a cada uno a bailar diciéndonos: «conviértete, date la vuelta, que te quiero ver».
La invitación a la conversión no es la riña de alguien exigente que está enfadado con lo que hacemos, sino una llamada amorosa a que demos media vuelta para encontrarnos cara a cara con el Amor. Nadie nos empuja para reñirnos. Alguien que nos quiere se ha acordado de nosotros y nos envía un mensaje para que nos veamos y hablemos a fondo, abriendo el corazón.
Bien. Pero, en cualquier caso, «no tengo pecados» ¿de qué me voy a convertir?
Hay muchos modos de explicar lo que es el pecado, pero me parece que también la Sagrada Escritura nos ayuda a aclararnos con lo que es.
En hebreo «pecado» se dice jattat. ¿Sabéis cuál es en la Biblia el antónimo, la palabra que expresa el concepto apuesto a jattat? En español tal vez diríamos que lo contrario de pecado es «buena acción», o algún teólogo diría que «gracia». En hebreo, el antónimo de jattat es šalom, paz. Esto quiere decir que para la Biblia ni «pecado» ni «paz» son exactamente lo mismo que para nosotros.
En el libro de Job se dice que aquel hombre al que Dios invita a reflexionar y cambia, experimentará šalom (la paz) en su tienda y cuando revisen su morada, no habrá jattat (no faltará nada) (cfr. Jb 5,24). Eran nómadas y para ellos la tienda era su casa. Una casa está en «pecado» cuando falta algo necesario o cuando lo que hay está desordenado. Está en «paz» cuando da gusto verla y estar allí: todo bien instalado, limpio y en su sitio.
Cuando nos miramos por dentro, tal vez nuestra alma y nuestro corazón están como nuestra habitación o como el piso en que vivimos: con la cama si hacer, la mesa sin quitar los restos de la cena, con unos periódicos tirados por encima del sofá, o el fregadero lleno de platos esperando que alguien los lave. ¡Qué a gusto se queda el alma y el corazón cuando limpiamos los cacharros, y ponemos orden! Por eso en la confesión, cuando hacemos zafarrancho de limpieza en el jattat que llevamos por dentro, nos dan la absolución y nos dicen «vete en paz (šalom)», estás en orden.
Hoy, que comenzamos la cuaresma, el Señor nos llama con amor: šubi, šubi šulamit, šubi, šubi… «vuélvete, date la vuelta que te quiero ver». Él nos quiere y nos conoce bien. Sabe que a veces somos un poco descuidados, y quiere ayudarnos a hacer limpieza para que recuperemos la serenidad, la paz y la alegría.
Por eso es por lo que San Pablo nos insiste con tanta con fuerza: «en nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios», y ¿para qué retrasarlo? ¿por qué dejarlo para otro día? San Pablo también nos conoce y nos mete prisa: «mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación». Hoy. 22 de febrero de 2012. Miércoles de ceniza. Aquí mismo tenemos confesores, ahí arriba, que en cinco minutos nos ayudarán a ponernos en forma.
Y, una vez, con todo en orden, ¿cómo recorrer bien estos días de Cuaresma?
En el Evangelio de la Misa hemos escuchado que Jesús mismo nos da unas pistas interesantes para concretar unos propósitos que nos ayuden a redescubrir la alegría de amar a Dios y a los demás.
Lo primero que nos sugiere es que nos demos cuenta de que hay mucha gente necesitada a nuestro alrededor, cerca y lejos de nosotros, y no podemos quedar indiferentes ante quienes sufren.
En la primera lectura recordábamos que, ante la crisis de los saltamontes en Judea, Joel decía que es necesario rasgarse el corazón, compartir el sufrimiento con los que padecen.
Hoy día estamos viviendo en una profunda crisis económica. Más de cinco millones y medio de personas están en paro en España. Muchos sufren, sufrimos con ellos, la falta de trabajo y todas las necesidades que esto trae consigo. No podemos desentendernos de sus problemas, como si no pasara nada, ni cerrar nuestro corazón. Deben notar que estamos con ellos.
También en otros lugares del mundo la vida diaria es todavía más difícil que aquí, y necesitan ayuda urgente. «Cuando hagas limosna –dice Jesús–, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará» (Mt 6,3-4). Generosidad: este es un primer buen propósito para la Cuaresma.
Hoy, el dinero que recaudemos en la colecta será para ayudar a terminar la construcción y equipamiento del Centro Médico Monkole, en Kinshasa, al que ya hemos procurado ayudar en otras ocasiones. Está prestando un gran servicio a muchas personas necesitadas de atención médica. Necesitan ayuda para disponer de cosas tan elementales como agua y electricidad durante todo el día. No los dejemos solos.
También hay otro tipo de «limosna», que no lo parece, porque es muy discreta, pero es muy necesaria. En su mensaje para la Cuaresma de este año, Benedicto XVI nos hace notar que «hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos».
Ese modo eficaz de «limosna» al que se refiere el Papa es la corrección fraterna: ayudarnos unos a otros a descubrir lo que no va bien en nuestras vidas, o lo que puede ir mejor. Algo que tal vez no hacemos mucho hasta ahora, pero que es bien necesario y útil. «Pienso aquí –dice el Papa– en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien».
Aunque debamos superar la impresión de que nos estamos metiendo en la vida de los demás, no podemos olvidar que, sigo citando a Benedicto XVI, «es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cfr. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros».
Junto a la limosna, la oración. «Tú –nos dice Jesús–, cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará» (Mt 6,6). La oración no es la mera recitación mecánica de unas palabras que aprendimos de pequeños, es tiempo de diálogo amoroso con quien tanto nos quiere. Son conversaciones íntimas donde el Señor nos anima, nos conforta, nos perdona, nos ayuda a poner orden en nuestra vida, nos sugiere en qué podemos ayudar a los demás, nos llena de ánimos y alegría de vivir.
Y, en tercer lugar, junto a la limosna y la oración, el ayuno. No tristes, sino alegres, como Jesús nos sugiere también en el Evangelio de hoy: «Tú cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mt 6,17-18).
Actualmente mucha gente ayuna, se priva de cosas apetecibles, y no por motivos sobrenaturales, sino por guardar la línea o mejorar su forma física. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los cristianos es, en primer lugar, una «terapia» para curar todo lo que nos dificulta ajustar nuestra vida a la voluntad de Dios.
En una cultura en la que no nos falta de nada, pasar algún día un poco de hambre es muy bueno, y no sólo para la salud del cuerpo. También de la del alma. Nos ayuda a hacernos cargo de lo mal que lo pasan tantas personas que no tienen que comer.
Es verdad que ayunar es abstenerse de comer, pero la práctica de piedad recomendada en la Sagrada Escritura, comprende también otras formas de privaciones que ayudan a llevar una vida más sobria.
Por eso, también es bueno que ayunemos de otras cosas que no son necesarias pero que nos cuesta prescindir de ellas.
Por ejemplo, podríamos hacer un ayuno de Internet limitándonos a usar la red lo necesario para el trabajo, y prescindiendo de navegar sin rumbo. Nos vendría bien para tener la cabeza despejada, leer libros y pensar en cosas interesantes.
También podríamos hacer ayuno de salir de copas en el fin de semana, le vendría bien a nuestro bolsillo, y estaríamos más frescos para hablar tranquilamente con los amigos.
O podríamos ayunar de ver películas y series en días entre semana, le vendría muy bien a nuestro estudio.
¿Pasaría algo si ayunásemos todo un día de mp3 y formatos parecidos, y fuésemos por la calle sin auriculares, escuchando el viento y el canto de los pájaros?
Privarse del alimento material que nutre el cuerpo, del alcohol que alegra el corazón, del ruido que llena los oídos y las imágenes que se suceden rápidamente sobre la retina, facilita una disposición interior a mirar a los demás, a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.
Dentro de unos momentos, los sacerdotes y diáconos impondrán la ceniza sobre nuestras cabezas mientras dicen: «Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás». No son palabras para asustarnos haciéndonos pensar en la muerte, sino para ponernos en la realidad y ayudarnos a encontrar la felicidad. Solos no somos nada: polvo y ceniza. Pero Dios ha diseñado para cada una y cada uno una historia de amor para hacernos felices. Como decía el poeta Francisco de Quevedo, refiriéndose a aquellos que han vivido cerca de Dios en su vida, que mantendrán su amor constante más allá de la muerte, «polvo serán, mas polvo enamorado».
Comenzamos el tiempo de cuaresma. Un tiempo alegre y festivo de dar la vuelta para dirigirnos al Señor y verlo cara a cara. šubi, šubi šulamit, šubi, šubi… «¡Vuélvete, vuélvete –nos dice una vez más–, date la vuelta, date la vuelta, que te quiero ver». No son días tristes. Son días para dejar paso al Amor.
A la Santísima Virgen, Madre del Amor Hermoso, nos acogemos para que al contemplar la realidad de nuestra vida, aunque sean patentes nuestras limitaciones y defectos, veamos la realidad: «polvo seremos, mas polvo enamorado».
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
1. Un año más ha vuelto la cuaresma, tiempo en que es mi obligación dirigiros una exhortación, porque tenéis el deber de ofrecer a Dios obras que vayan de acuerdo con estos días del calendario; obras que, sin embargo, sólo pueden seros útiles a vosotros, no a él. También en las restantes épocas del año debe entregarse el cristiano con ardor a la oración, al ayuno y a la limosna; pero esta solemnidad debe estimular incluso a quienes de ordinario son perezosos al respecto; y aquellos que ya se aplican con esmero a tales ocupaciones deben realizarlas ahora con mayor intensidad. La vida en este mundo es el tiempo de nuestra humillación; no otra cosa simbolizan estos días. La repetición anual de la solemnidad equivale a una repetición de lo que Cristo el Señor sufrió por nosotros en su única muerte. Lo que tuvo lugar una sola vez en la historia para la renovación de nuestra vida, se celebra todos los años para perpetuar su memoria. Por tanto, si debemos ser humildes de corazón y estar llenos del afecto de la verdadera piedad durante toda nuestra peregrinación que transcurre en medio de tentaciones, ¡cuánto más en estos días, en que no sólo se vive, sino que también se simboliza en la celebración este tiempo de nuestra humillación! La humildad de Cristo nos enseña a ser humildes, porque él al morir cedió ante los impíos; su excelsitud nos hace excelsos, porque él al resucitar precedió a los justos. Si hemos muerto con Cristo, dice el Apóstol, también viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos también con él.
Con la debida veneración celebramos una de estas dos cosas ahora pensando en la cercanía de su pasión; la otra después de Pascua, pensando en su resurrección ya efectuada. Entonces, pasados los días de nuestra humillación, llegará el tiempo de nuestra excelsitud; aunque aún no en el descanso de la visión, sí en la satisfacción de contemplarlo en las celebraciones que lo simbolizan. Ahora, pues, recobren intensidad los gemidos de nuestra oración; entonces exultaremos con mayor gozo llenos de alabanza.
2. Añadamos a nuestras oraciones la limosna y el ayuno, cual alas de la piedad con las que puedan llegar más fácilmente hasta Dios. A partir de aquí puede comprender la mente cristiana cuán lejos debe mantenerse de robar lo ajeno, si advierte que es una especie de robo el no dar al necesitado lo que le sobra. Dice el Señor: Dad, y se os dará; perdonad, y seréis perdonados. Entreguémonos con fervor a estos dos modos de limosna: el dar y el perdonar, nosotros que pedimos al Señor que nos otorgue sus bienes y no nos pida cuenta de nuestros males. Dad, dice, y se os dará. ¿Hay cosa más auténtica y más justa que quien se niega a dar, él mismo se defraude y no reciba nada? Si se comporta con desfachatez el agricultor que va a buscar la cosecha donde sabe que no sembró, ¡cuánto mayor no es la desfachatez de quien busca la riqueza de Dios para que le dé, después de que él no quiso escuchar al pobre que le pedía a él! Dios, que no sufre hambre, quiso, no obstante, ser alimentado en la persona del pobre. Por tanto, no despreciemos a nuestro Dios necesitado en la persona del pobre, para que, cuando nos sintamos necesitados, nos saciemos en quien es rico. Se nos presentan personas necesitadas, y también nosotros lo somos; demos, pues, para recibir. Pero ¿qué es lo que damos? Y ¿qué es lo que deseamos recibir en cambio de esas pequeñas cosas visibles, temporales y terrenas? Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó jamás al corazón humano. Si él no lo hubiera prometido, ¿no sería propio de desvergonzados dar estas cosas y querer recibir aquellas otras? ¿Y el no querer dar ni siquiera éstas? Tanto más que ni unas ni otras tendríamos si no nos las hubiera dado aquel que nos exhorta a dar. ¿Con qué cara esperamos que nos dé unas cosas u otras, si le despreciamos cuando nos manda dar auténticas menudencias? Ver donad, y seréis perdonados; es decir, otorgad perdón, y recibiréis perdón. Que el siervo se reconcilie con el consiervo para no ser castigado con justicia por el Señor. Para este tipo de limosnas nadie es pobre y puede hacer que viva eternamente quien no tiene con qué vivir temporalmente. Se da gratuitamente; a base de dar se acumulan riquezas que sólo se consumen cuando no se dan. Sean confundidas y perezcan las enemistades, de quien sean, que hayan resistido hasta estas fechas. Déseles muerte, para que no la causen ellas; sean dominadas, para que no dominen ellas; elimínelas el que redime, para que no eliminen ellas a quien las retiene.
3. Vuestros ayunos no sean como los que condena el profeta al decir: No he sido yo quien eligió este ayuno, dice el Señor. Fustiga el ayuno de la gente pendenciera; busca el de los piadosos. Condena a quienes aprietan y busca quienes aflojen. Acusa a los cizañeros, busca libertadores. Este es el motivo por el que en estos días refrenáis vuestros deseos de cosas lícitas, para no sucumbir ante lo ilícito. Nunca se emborrache ni adultere quien en estos días se abstiene del matrimonio. De esta forma, nuestra oración, hecha con humildad y caridad, con ayuno y limosnas, templanza y perdón, practicando el bien y no devolviendo mal por mal, alejándonos del mal y entregándonos a la virtud, busca la paz y la consigue. La oración, en efecto, ayudada con las alas de tales virtudes, vuela y llega más fácilmente al cielo, adonde nos precedió Cristo, nuestra paz.
(Sermón 206, 1-3, o.c. (XXIV), BAC, Madrid, 1983, pp. 106-110)
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (Homilías sobre el evangelio de San Mateo, 19-20)
Estad atentos a no hacer vuestras limosnas delante de los hombres para que os vean. (Mt 6, 1)
DESARRAIGA por Cristo la más tiránica de todas las enfermedades. Me refiero a la rabiosa locura y furor de la vanagloria, que aun a los justos acomete. Al principio del discurso nada dijo de ella Cristo. Habría sido en vano antes de persuadir a los oyentes a que se entreguen a las buenas obras enseñarles cómo las habían de hacer y trabajar en ellas. Pero una vez que ya los instruyó en la virtud, ahora empieza y se esfuerza por extirpar la enfermedad que suele subintroducirse y dañarla. Porque esta peste no se engendra así como quiera, sino una vez que hemos cumplido egregiamente en muchas cosas con los preceptos. Se hacía, pues, necesario primeramente injertar en el ánimo la virtud, para luego arrancar esa afección del alma que le echa a perder su fruto espiritual.
Advierte por dónde comienza: por la oración, el ayuno y la limosna. Sobre todo en estas buenas obras suele andar. De aquí se hinchaba el fariseo aquel que decía: Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todo lo que poseo (Lc 18, 12). En la oración misma se llenaba de vanagloria y oraba por ostentación. Y por no haber ahí otros hacía referencia al publicano y decía: No soy como los demás hombres, ni como este publicano.
Advierte cómo el Salvador da principio como si tratara de una fiera astuta y difícil de cazar; y tal que puede atrapar a quien no esté muy vigilante. Porque dice: Estad atentos a no hacer. Lo mismo decía Pablo a los filipenses: ¡Ojo a los perros! (Flp 3, 2). Es fiera que ocultamente se introduce y todo lo llena, y sin ruido arrebata cuanto hay dentro en el interior, sin que el paciente lo sienta. Pues había Cristo disertado largamente acerca de la limosna y traído al medio a Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos; y había declarado ser esclarecidos los generosos en dar, y por todos los medios había exhortado a la limosna, finalmente ahora escombra el campo de cuanto puede dañar este olivo. Por esta razón dice: Estad atentos a no hacer vuestra limosna delante de los hombres. Es que la limosna de que trató antes, es limosna de Dios.
Una vez que dijo: No la hagáis delante de los hombres, añadió: para que os vean. A primera vista, parecería que esto ya estaba dicho. Pero si cuidadosamente se considera, no es lo mismo. Una clase de limosna es ésta y otra clase es aquélla. Y hay en esto mucha precaución, muy alta providencia y perdón. Puesto que puede, quien hace limosnas delante de los hombres, hacerla no para ser visto; y también puede, quien la hace en oculto, hacerla para ser visto. Por tal motivo Cristo no premia ni castiga la obra sencilla, sino la voluntad del que la hace. Si no hubiera Cristo usado de esta distinción cuidadosa, habría entorpecido a muchos en el ejercicio de dar limosna, ya que esto no siempre se puede hacer a ocultas. Pues bien: para librarte de esa confusión, señala el premio y el castigo y los adjudica no a la finalidad de la obra en sí misma, sino al propósito de la voluntad.
Ni vayas a decir: ¿qué me interesa a mí que otros me vean? Dice Cristo: no es eso lo que yo examino, sino tu intención y. el modo con que haces la obra. Trata él de plasmar tu alma y librarla de toda enfermedad. Por eso, una vez que decretó que no se haga por vana ostentación y advirtió el daño resultante si se procede sin reflexión y a la ventura, enseguida levanta los ánimos de los oyentes, recordándoles al Padre y el cielo, para no conmoverlos únicamente con los daños; y al mismo tiempo los reprime con la memoria del Padre. Pues dice: No tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en los cielos. Y no se detiene aquí, sino que pasa adelante y más profundamente inculca el odio a este vicio de la vanagloria.
Así como antes mencionó a los publicanos y gentiles con el objeto de avergonzar mediante la comparación en la condición de las personas, a quienes imitaban, del mismo modo aquí recuerda a los hombres hipócritas.
Dice, pues: Cuando hagas limosna no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas. No dice esto porque aquéllos tuvieran trompetas; sino que, para dar a entender su extrema locura, los burla mediante esta metáfora y los pone de manifiesto. Justamente los llama hipócritas, pues la limosna les servía de capuchón y larva, mientras que su pensamiento maquinaba barbaridades y crueldades. Porque no lo hacían porque tuvieran compasión con los pobres, sino para gozarse ellos y ser glorificados. Y es cosa llena de crueldad eso de que mientras uno perece de hambre, ande el otro captando honores y no trate de aliviar la pobreza. En conclusión, que la verdadera limosna no consiste en dar, sino en dar como conviene y con el fin de aliviar la miseria.
Habiéndose ya suficientemente burlado de los hipócritas y habiéndolos ya desenmascarado, para avergonzar a los oyentes, luego corrigió la intención de quienes andaban enfermos de semejante vicio; y tras de haberles declarado cómo no debe hacerse la limosna, pasó a decir el modo como debe hacerse. ¿Cuál es? No sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Tampoco aquí habla de la mano material, sino que esto lo dice por metáfora y hablando con hipérbole. Como si dijera: si fuera posible que tú mismo lo ignoraras, lo habías de procurar. Si fuera posible, al dar la limosna aun las manos debían ocultarse. No se entiende esto, como algunos creen, en el sentido de que la limosna haya de ocultarse a los malvados solamente, pues Cristo ordenó que se ocultara a todos.
Considera, por otra parte, cuán grande es la recompensa. Tras de decretar la pena, muestra ahora la honra que se ha de alcanzar, empujando por ambos medios a los oyentes y llevándolos a la más sublime doctrina. Porque aquí les enseña a conocer que Dios está presente en todas partes y que nuestros asuntos no están circunscritos a los límites de la vida presente, sino que nos aguardan más terribles tribunales y que tenemos que dar cuenta de todos nuestros actos, de donde se nos derivarán honores o castigos; y que ninguna obra grande ni chica quedará oculta, aun cuando así lo parezca a los hombres.
Todo esto dejó entender cuando dijo: Tu Padre que ve en lo oculto te premiará públicamente. Grande y honroso teatro le pone delante Cristo, en donde le dará con abundancia lo que desea. Ahí le dirá: ¿qué es lo que deseas? ¿no es por cierto, tener cantidad grande de espectadores? Aquí los tienes. Y no únicamente a los ángeles y arcángeles, sino al Dios de todos. Y si anhelas tener como espectadores a los hombres, ni aun este deseo quedará infructuoso a su debido tiempo: más aún, se te concederá con mayores multitudes. Por ahora, si te haces ver, será de diez, de veinte, de cien hombres solamente. Pero si procuras ocultarte, en aquel día Dios mismo te proclamará estando presente el orbe entero.
Por otra parte, quienes ahora te vean, te condenarán como ambicioso de vanagloria; pero allá cuando te vean coronado, no sólo no te condenarán, sino que todos te admirarán. Si pues está la recompensa preparada y serás objeto de admiración, con tal de que esperes un poco de tiempo, piensa cuán gravísima necedad sería perder juntamente ambas cosas, cuando el premio se exige de Dios, y los hombres todos en la presencia de Dios son convocados como espectadores de tus buenas obras. Si queremos ostentarnos, conviene ante todo ostentarnos ante el Padre: sobre todo porque el Padre es señor de castigos y premios.
A la verdad, aun cuando semejante vicio ningún daño trajera consigo, en modo alguno convendría que quien codicia la gloria abandonara ese teatro celeste para anhelar acá el humano teatro. ¿Quién hay tan infeliz que, mientras el rey se apresura a contemplar el cuadro de sus buenas obras, él, abandonando al rey, se procure un auditorio de pobres y mendigos? Por esto ordena no sólo que no nos demos a la ostentación, sino que procuremos ocultarnos. Porque es cosa distinta no tener deseos de ostentarse y francamente buscar el ocultamiento y la sombra.
Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para ser vistos de los hombres. En verdad os digo: ya recibieron su recompensa. Tú, cuando orares, entra en tu cámara y cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto. También a éstos los llama hipócritas y con razón; porque simulando que oran a Dios, están mirando en torno a los hombres, no con el hábito de suplicantes, sino de ridículos. Puesto que quien se prepara a suplicar, dejando a un lado a todos los demás, sólo clava la vista en aquel que puede concederle lo que pide. Si a éste lo abandonas y andas al rededor dando vueltas y mirando a todas partes, saldrás con las manos vacías. Pero en verdad, tú te lo quisiste.
Por eso no dijo que tales hombres tendrían premio, sino que ya lo han recibido; es decir, lo recibirán, pero será de aquellos de quienes lo anhelaban. No era eso lo que Dios quería, sino darles su propia recompensa. Pero ellos, anhelando el premio de los hombres, no merecen recibir el de aquel por quien nada hicieron. Considera la bondad de Dios, pues nos promete recompensa por las mismas cosas que le pedimos. De manera que, reprendiendo a quienes no cumplen bien con el deber de orar, una vez que por las circunstancias del lugar y de la interior disposición demostró que son dignos de risa en gran manera, finalmente indica el mejor modo para hacer oración, diciendo: Entra en tu cámara.
Preguntarás: entonces ¿no se ha de orar en la iglesia? Sí se ha de orar, pero con la disposición dicha. Dios en todas partes atiende a la finalidad con que se obra. Si entras en tu cámara y cierras sobre ti las puertas, pero lo haces por ostentación, ninguna utilidad te trae. Y observa aquí cuán estricta distinción puso al decir: Para ser visto por los hombres. De modo que aun cuando eches llave a tus puertas, quiere El que, antes de cerrarlas, rectifiques tu intención y lo hagas precisamente para mejor cerrar las puertas de tu mente. Estar libre de la vanagloria siempre es lo más excelente, pero sobre todo cuando oramos. Si aun libres de este vicio, todavía divagamos y andamos con la mente de un lado para otro, entrando con semejante vicio ¿cuándo oiremos nosotros mismos lo que decimos? Y si nosotros, que somos los suplicantes, no lo oímos ¿cómo rogamos a Dios que lo escuche?
Y sin embargo, hay quienes después de tantos y tan apretados mandatos, se portan en la oración tan feamente, que aun cuando con el cuerpo se encuentren ocultos, con las voces se hacen oír de todos lanzando clamores al modo de los payasos y mostrándose ridículos en la postura y en la voz. ¿No observas cómo aun en la plaza, si alguien así se porta y ruega con clamores, aparta de sí aun a aquel a quien ruega? Pero si está quieto y en postura decente, sobre todo entonces atrae a quien puede socorrerlo. Oremos, pues, no con las posturas del cuerpo ni con gritos y voces, sino con el afecto de la voluntad. No lo hagas con ruidos estrepitosos para no alejar de nosotros a quienes no están vecinos, sino con plena modestia, con ánimo contrito, con lágrimas interiores.
¿Es que te dueles íntimamente en tu ánimo y no puedes callar? Pero, como dije, es propio de quien de verdad se duele, orar del modo expuesto y así suplicar. Dolíase Moisés, y así oraba y era escuchado. Por lo cual le dijo Dios: ¿Por qué clamas a mí? (Ex 14, 15). También Anna alcanzó lo que pedía sin que se oyera su voz, porque su corazón era el que clamaba. Y en cuanto a Abel, no sólo sin hablar, sino muerto ya rogaba, y su sangre clamaba más alto que una trompeta. Gime, pues, tú al modo de los santos: ¡no te lo impido! Desgarra tu corazón, como lo ordena el profeta, y no tus vestidos (Jl 2, 13). Invoca a tu Dios de lo íntimo de tu alma, pues dice: De lo profundo clamé a ti Señor. Saca tu voz de lo íntimo de tu corazón y haz que tu oración sea misteriosa y oculta.
¿No has observado cómo en los palacios de los reyes se omite todo tumulto y por todas partes reina un silencio absoluto? Pues tú también, como quien entra en un palacio no terreno, sino mucho más tremendo, como es el celeste, procede con pleno recogimiento. Tratas con los coros de los ángeles; compañero eres de los arcángeles; cantas en unión de los serafines. Y todos estos órdenes angélicos se presentan en plena paz, y entonan con misterioso pavor el cántico sagrado y los himnos del Rey de todos. Únete a ellos cuando oras e imita su comportamiento maravilloso. Porque no ruegas a hombres, sino a Dios presente en todas partes; y que te oye aun antes de que pronuncies las palabras y conoce los secretos de tu corazón.
Si de este modo oras, recibirás grandes mercedes. Porque dice: Tu Padre que ve en lo escondido te recompensará públicamente. Y no dice te dará, sino te pagará. Se constituye deudor tuyo, y por eso que haces te pagará con grandes honores. Por ser El invisible, quiere que también tu oración lo sea. Y tras de esto, pone las palabras mismas con que has de orar. Dice: Cuando orareis no multipliquéis las palabras como lo hacen los gentiles. Cuando habló de la limosna únicamente condenó la vanagloria, y nada más añadió, ni dijo en dónde convenía hacer limosna: si de lo adquirido con el honorable trabajo y no de las rapiñas ni de la avaricia, porque era cosa clara para sus oyentes. Aparte de que ya lo había condenado al predicar las bienaventuranzas de los que tienen hambre y sed de justicia.
En cambio ahora, al tratar de la oración, añadió algunas cosillas. O sea que se debe evitar la multitud de las palabras. Así como allá se burló de los hipócritas, así acá de los gentiles; y en ambos casos avergüenza al oyente mostrando la vileza de todas esas personas. Los aparta del vicio comparándolos con hombres abyectos, cosa que de ordinario es la que más escuece y adolora, y a la multitud de palabras llama locuacidad. Tales son, por ejemplo, cuando pedimos a Dios lo que no conviene, como poder, gloria, victoria de nuestros enemigos, riquezas abundantes y todo lo que para nada nos traerá utilidad. Porque dice El conoce las cosas de que tenéis necesidad.
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Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas, que demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan (Mt 6, 16).
CONVIENE que nosotros en este pasaje gimamos y lloremos; pues no sólo imitamos a los hipócritas sino que los superamos. Sé, por cierto, sé de muchos que no sólo ayunan por ostentación, sino que aun sin ayunar, se presentan como ayunantes y aprontan una excusa peor aún que el pecado. Lo hago, dicen, para no escandalizar a muchos. ¿Qué dices? Es ley divina la que lo manda ¿y tú te escudas con el escándalo? ¿Crees que hay escándalo si la guardas y que no lo hay si la quebrantas? Pero ¿habrá cosa peor que semejantes necedades? ¿Dejarás acaso de ser peor que los hipócritas y de no estar echando mano de una doble hipocresía ni de llegar a las más extremas alturas del crimen? ¿Puedes, sin avergonzarte, percibir la fuerza de la sentencia leída?
Porque no dice simulan, sino que, para más picarlos, y con mayor vehemencia, dice: Exterminan su rostro y lo demudan; es decir, lo estropean, lo destruyen. Pues si mostrarse pálido por vanagloria es exterminar el rostro ¿qué se habrá de decir de las mujeres que destrozan su cara mediante coloretes y polvos, todo para ruina de los jóvenes impúdicos? Porque los ayunantes que eso practican sólo a sí mismos se dañan; pero tales mujeres se dañan a sí mismas y a los que las miran. Es pues conveniente huir de ambas enfermedades. Puesto que Cristo ordena no únicamente no hacer ostentación, sino incluso esconderse, como de antemano lo hizo él mismo.
Hablando de la limosna, no ordenó simplemente; sino que, tras de haber dicho: Estad atentos a no hacer vuestra limosna delante de los hombres, añadió: para ser vistos. En cambio, acá nada añadió al precepto del ayuno y la oración. ¿Por qué? Porque la limosna no puede ocultarse, mientras que la oración y el ayuno sí pueden ocultarse. De manera que así como dijo: No sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, no hablando de las manos materiales, sino de que es necesario ocultarse; y así como dijo aquello de entrar en el aposento, no quiso decir que ahí es en donde debemos orar y no en otra parte, aunque dejó entender que ahí sobre todo; así en este pasaje, al ordenar que quien ayuna se unja con óleo, no manda precisamente la material unción, pues todos nos hallaríamos reos de traspasar semejante precepto y antes que nadie los que por regla deben aplicarse al ayuno, o sea las multitudes de monjes que viven en las montañas.
En resumidas cuentas, que no es eso lo que ordena el Señor, sino que, como fue costumbre entre los antiguos ungirse con óleo cuando estaban alegres y gozosos -como claramente se ve en David y en Daniel- por eso dijo Cristo que convenía ungirse con óleo, no para que materialmente lo hagamos, sino para que con todo empeño y diligencia, conservemos el bien que por el ayuno nos viene. Y para que veas que este es el sentido, Cristo mismo, que dio el precepto, lo llevó a la práctica; pues ayunó durante cuarenta días y se ocultó para ayunar, pero no se ungió con óleo ni se bañó. Y a pesar de que nada de eso hizo, nadie llevó a la práctica como él todo el precepto, libre ya, absolutamente libre de toda vanagloria. Esto fue, pues, lo que nos ordenó, cuando trajo al medio a los hipócritas y retrajo de los procederes contrarios a los oyentes, mediante el doble precepto.
Pero algo dejó también entender con la palabra aquella hipócritas. De manera que aparta de semejante perversa inclinación no sólo ridiculizándola, ni sólo indicando el gravísimo daño que causa, sino porque es un engaño que está muy a la mano. El hipócrita sólo aparece resplandeciente mientras está en el teatro; y aun entonces no para todos. Porque la mayor parte de los espectadores sabe, quién siendo él, qué cosas representa. Por lo demás, acabada la función, los representadores quedan al descubierto para todos. Pues bien: necesariamente padecen eso mismo los que ambicionan la vanagloria; y aun para muchos es cosa manifiesta que no son lo que parecen y que únicamente se encubren tras de un disfraz. Sin embargo, mucho más se les conoce cuando después de terminada la representación queda todo en claro.
Por otro camino aparta también Cristo a los ayunantes de la hipocresía, demostrando no ser gravoso su mandato. No insiste en que el ayuno se extienda y prolongue, sino en que no se pierda su premio. Que el ayuno parezca gravoso, cosa es común a nosotros y a los hipócritas, pues también ellos ayunan; pero lo que Cristo ordenó es facilísimo de suyo y exclusivo de quienes correctamente ayunan, para que no pierdan su corona y trabajo. Como si dijera Cristo: yo nada añado al trabajo, sino que recojo para vosotros cuidadosísimamente las recompensas y no dejo que os vayáis sin coronas, como suelen marcharse quienes no quieren imitar a los que en los juegos olímpicos compiten.
Los competidores, estando presentes tanta multitud y tantos príncipes que los miran, no se dedican sino a complacer a uno solo, al que los ha de coronar, aun cuando éste sea un particular y con mucho inferior a los príncipes. Y sin embargo, tú, que tienes un doble motivo para demostrar a Cristo tu victoria -puesto que es El quien atribuye los premios y además está muy por encima de los demás espectadores sin comparación alguna-, andas haciendo ostentación delante de otros que para nada pueden aprovecharte y sí grandemente dañarte.
A pesar de todo, dice Cristo, ni eso te impido. Pues si quieres hacer ostentación delante de los hombres, espera un poco: yo te proporcionaré eso con grande ventaja. Ahora semejante os, tentación te aparta de la gloria que yo tengo y te doy, así como el despreciarla te une a mí. Pero en aquel día con plena libertad gozarás de todo; y aun acá lograrás no pequeño fruto, como es el quedar libre de una servidumbre si conculcas toda humana gloria; y podrás entregarte al ejercicio de la verdadera virtud, En cambio, si ansías la vanagloria, aun cuando estés en pleno desierto andarás vacío de todas las virtudes y esto aunque no tengas espectadores.
Aparte de que es grande injuria la que haces a la virtud, si la buscas no por ella y lo que es, sino por los fabricantes de cuerdas y los herreros y el demás vulgo de la plaza; y para que te admiren los perversos y los que andan muy lejos de la virtud; y llamas al espectáculo de tu ostentación a los enemigos de la virtud. Es como si alguno quisiera proceder púdicamente no por el bien que en sí misma encierra la pudicia, sino para agradar a los impúdicos. De manera que tú nunca habrías echado por el camino de la virtud sino para agradar a los enemigos de la virtud; siendo así, que a la virtud aun por esto conviene admirarla: porque aun sus enemigos la alaban. Es menester que la alabemos y la admiremos como conviene; o sea, no por otros, sino por sí misma. Aun nosotros, cuando se nos ama no por lo que somos sino para agradar a otros, lo tenemos por injuria.
Piensa pues así de la virtud, y no la cultives por respeto de otros. No sirvas a Dios por respeto de los hombres, sino al revés: a los hombres por respeto a Dios. Si procedes al contrario, aun cuando parezca que ejercitas la virtud, harás que el Señor se irrite como contra quien en absoluto no la ejercita. Porque así como éste no ejercitándola desobedece, así tú desobedeces al ejercitarla de modo no conveniente.
No alleguéis tesoros en la tierra. Sanada ya la enfermedad de la vanagloria, oportunamente pasa a tratar del desprecio de las riquezas. Pues nada como la ambición de la gloria excita el amor de las riquezas. Por semejante ambición los hombres inventan las greyes de siervos, los ejércitos de eunucos, los corceles brillantes con sus jaeces de oro, las mesas de plata y otras cosas aún más ridículas. No son ellas para satisfacer necesidades ni para disfrutar un placer, sino para ostentarse delante de muchos.
Anteriormente Jesús solamente dijo que era necesario ser misericordioso. Pero aquí nos enseña hasta dónde ha de llegar la misericordia, con estas palabras: No alleguéis tesoros en la tierra. No era tan fácil al comienzo del discurso declarar la doctrina del desprecio de las riquezas, a causa de la fuerza de la enfermedad de la codicia; pero una vez que poco a poco cortó semejante vicio y volvió a los hombres su libertad, finalmente pone esto en el pensamiento de los oyentes, de modo que ya con mayor facilidad lo acepten. Por tal motivo, al principio dijo: Bienaventurados los misericordiosos. Luego añadió: Si alguno quiere litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto.
Pero ahora dice algo más perfecto. Allá decía: si ves que hay litigio, haz como sigue. Porque es mejor no retener y estar libre de litigio, que retener y litigar. Aquí, en cambio, sin traer a cuento ni al adversario y ni al litigio, y sin recordar nada semejante, enseña con sencillez el desprecio de las riquezas. Con esto demuestra que establece estas leyes no tanto en bien de quienes son auxiliados por la misericordia de otros, cuanto por el bien de los que dan. De modo que aun cuando nadie nos haga injusticia ni nos arrastre a los tribunales, despreciemos los bienes presentes y los demos a los necesitados.
Sin embargo, no puso aquí todo en montón, sino poco a poco. Aunque El allá en el desierto sostuvo grandes batallas en este campo y con extremo valor, pero aquí no lo pone todo ni lo presenta en montón, porque aún no era tiempo de revelarlo. Lo que hace es presentar ciertos raciocinios, ejercitando más bien el oficio de consejero que el de legislador. Por eso, habiendo dicho: No alleguéis tesoros en la tierra, añadió: donde la polilla y el orín los corroen y en donde los ladrones horadan las paredes y los roban. Manifiesta con esto el daño del tesoro terreno y la utilidad del celestial, tanto por la circunstancia de lugar como por la de los que dañan. Y no se detiene en esto, sino que aduce otro raciocinio. Y en primer lugar exhorta a los hombres apoyándose en lo que más temen ellos. Como si dijera: ¿qué temes? ¿que se te acaben los dineros si das limosna? Pues más aún: no sólo no se consumirán si das limosna, sino que se acrecentarán en grande, pues se les añadirán los bienes del cielo. Aunque esto aún no lo dice, pero lo va a decir enseguida.
Por de pronto trata de lo que mejor podía exhortarlos; o sea, de conservar intactos sus tesoros. Y a esto los atrae por dos caminos. Pues no dice únicamente: si haces limosna, tu dinero queda guardado; sino que, por el contrario, amenaza y dice: si no lo das, lo pierdes. Observa su inefable prudencia. Porque no dijo: lo dejarás para otros, aunque esto muchas veces les gusta a los hombres, sino que por otro lado les mete el temor al demostrarles que con las riquezas ni siquiera eso lograrían. Pues aun en el caso de que no las dañaran los hombres, tienen ellas otros enemigos, como son la polilla y la carcoma. Aunque parezca que fácilmente se puede evitar este daño, ciertamente es inexpugnable y no puede impedirse: por más medios que busques no podrás apartarlo.
Preguntarás: pero ¿es que la polilla carcome el oro? Pues si la polilla no lo carcome, cierto es que se lo llevarán los ladrones. Dirás: pues qué ¿acaso todos los hombres han sido despojados por los ladrones? Si no todos, sí muchos. Mas, como ya dije, por este motivo apartó Cristo otro argumento y dijo: Donde está tu tesoro ahí estará tu corazón. Como si dijera: aunque nada de eso otro aconteciera, no será pequeño el daño que recibas si te apegas a lo terreno y de libre te tornas esclavo y ya nada puedes pensar de las cosas de allá arriba, sino sólo y siempre de dineros, de usuras, de réditos, de lucros, de asuntos de vulgares tabernas o innobles taberneros. Pero ¿qué hay más mísero que esto? Semejante hombre será más miserable que cualquier esclavo, ya que tal tiranía se ha impuesto; y lo más funesto es que lo ha hecho traicionando su nobleza y libertad de hombre. Aunque mil cosas te digan, si tu pensamiento está clavado en las riquezas, no tendrás oídos para escuchar nada que te aproveche, sino que a la manera de un can atado al borde de un hoyo, ceñido con la tiranía de los dineros más duramente que con cualquier cadena, ladrarás contra todos los transeúntes sin otra empresa que realizar, sino conservar aquel depósito enterrado para otros.
Mas como estas cosas eran más altas de lo que alcanzaban las mentes del auditorio; y muchos ni iban a entender fácilmente el daño de las riquezas nacido, ni abarcar el lucro del desprecio de los dineros, sino que necesitaban de más instrucción y virtud para poder captar todo eso, Cristo pasó más adelante, después de estas cosas oscuras y después de las que eran más manifiestas, diciendo: Donde está tu tesoro ahí estará tu corazón. Y luego, más claramente, elevándose de lo sensible a lo espiritual en su discurso, diciendo: La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Que significa: no ocultas bajo tierra el oro ni otra riqueza semejante, ya que para la polilla, la carcoma y los ladrones la amontonas.
Y aun cuando evitaras esos daños, no evitarás que tu corazón quede aprisionado y apegado a lo terreno. Porque donde está tu tesoro ahí estará tu corazón. Si pones tu tesoro en el cielo, no sólo conseguirás ese fruto, sino que además disfrutarás de los premios preparados para quienes así obran; aparte de que desde acá recibirás la recompensa, como trasladado al cielo, gustando las cosas de allá y solicito y cuidadoso de ellas: porque es claro que habrás llevado tu ánimo allá a donde depositaste tu tesoro. Por lo demás, si lo depositas en la tierra, experimentarás todo lo contrario.
Y si lo ya dicho te resulta oscuro, escucha lo que sigue: La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Si pues tu ojo estuviere sano, todo el cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo estuviere enfermo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Pues si la luz que hay en ti es tinieblas ¿qué tales serán las tinieblas? Vuelve Cristo su discurso a cosas que están más cercanas a los sentidos. Habiendo hablado ya de la mente, como de sierva y reducida a esclavitud, cosa que muchos no podrían fácilmente entender, razona ahora sobre las cosas exteriores y sujetas a las miradas, con el objeto de que por éstas puedan entenderse aquellas otras. Como si dijera: si no has captado lo que es ese daño de la mente, entiéndelo por la comparación con el del cuerpo. Pues lo que el ojo es para el cuerpo, eso es la mente respecto del alma.
Así como nunca desearás que te adornen el cuerpo y te vistan de seda, pero al mismo tiempo te saquen los ojos, sino que juzgas que a todo ese ornato se ha de anteponer la incolumidad de los ojos, puesto que si pierdes la vista nada podrá aprovecharte durante el resto de tu vida -ya que ciegos los ojos queda imposible casi la operación de los demás miembros y del mismo modo, corrompida la mente, la vida toda queda repleta de males sin cuento-, digo pues, que así como en lo corporal antes que nada cuidamos de que estén sanos los ojos, así debemos cuidar de la salud de la mente. Si a ésta le arrancamos los ojos que son los que han de suministrar luz a los demás ¿cómo podremos en adelante ver? Así como quien seca una fuente, seca el río que de ella nace, así quien oscurece su mente, ensombrece juntamente todas las operaciones propias en esta vida.
Por tal motivo dice: Si la luz que en ti hay es tinieblas, las tinieblas ¿cuáles serán? Cuando el patrón de la nave se hunde y la lámpara se apaga y es ciego el capitán ¿qué esperanza les queda a los súbditos? Dejando, pues, a un lado las asechanzas que ponen las riquezas y las luchas y las querellas -porque tales cosas ya las indicó antes al decir: el adversario te entregará al juez y el juez al alguacil-, ahora pasa a cosas más severas, y aparta por este medio de las malas concupiscencias. Mucho peor es que la mente sea esclava de esta enfermedad que no el vivir en la cárcel. Esto segundo no siempre sucede; mientras que lo otro siempre acompaña a la codicia de las riquezas. Por lo cual pone esto después de aquello otro, como cosa más terrible y que sin remedio se sigue.
Como si dijera: Dios nos ha dado la mente para que disipemos la ignorancia y formemos recto juicio de las cosas de la tierra y para que estemos en seguridad, usando de esta luz a la manera de un dardo contra todo lo molesto y dañino. Pero nosotros traicionamos este don a trueque de cosas inútiles y vanas. ¿De qué sirven los soldados cargados de oro cuando el jefe de ellos está cautivo?, ¿qué ganancia se saca de que la nave esté admirablemente exornada cuando se ha ahogado el patrón? ¿Qué ganas con que tu cuerpo sea admirablemente formado y proporcionado si se le han arrancado los ojos? Así como si alguno a un médico, que ha de ser el primero en curar las enfermedades y que por lo mismo ha de estar él sano, lo enferma y lo obliga a yacer en una silla de plata y en una cama de oro, lo inutiliza para atender a los demás enfermos en absoluto, del mismo modo si enfermas tu mente que es la que puede curar las enfermedades del alma, después, aun cuando procures que se asiente sobre un tesoro, para nada le habrás ayudado, sino que le has causado un mal gravísimo y a toda ella la habrás dañado.
¿Has observado cómo Cristo, por aquellas mismas cosas que arrastran al hombre a causa de la codicia, por esas los aparta de ésta y los vuelve al camino de la virtud? Les dice: ¿por qué codiciáis el dinero? ¿para gozar de placeres y delicias? Pues bien: éstas no te vendrán por ahí, sino todo lo contrario.
Así como arrancados los ojos, nada suave percibimos ya, a causa de semejante calamidad, así también y mucho más sufriremos lo mismo con la corrupción de la mente y su ceguera. ¿Por qué ocultas el dinero bajo tierra? ¿para tenerlo seguro? Pues Cristo dice que también esto te acontecerá al revés. Así como al que por vanagloria ayuna o da limosna u ora, Cristo lo aparta de la vanagloria partiendo de las cosas mismas que anhela (porque le dice: ¿con qué objeto oras así o das limosna? ¿no es para agradar a los hombres? pues no ores así y entonces conseguirás esa gloria, a saber en el siglo venidero), del mismo modo al codicioso de dineros lo caza mediante aquello mismo que tantísimo desea. Le dice: ¿qué es lo que quieres? ¿conservar tu riqueza y gozar de deleites? Pues yo te daré todo eso abundantísimamente, con tal de que deposites tu oro en el sitio que yo te señalaré.
Todavía más claramente, tiempo después declaró el daño que de la codicia se origina para la mente, al hacer mención de las espinas; pero entre tanto aquí mismo y no a la ligera, lo dejó entender al demostrar que anda ciego quien por las riquezas se enloquece y apasiona. Así como los que andan en tinieblas nada distinguen con claridad; sino que si acaso ven una soga piensan que es una serpiente, y si ven montes o valles, mueren de pavor, así sucede con aquéllos, pues sospechan aun de lo que para quienes ven no tiene nada de formidable; y así temen la pobreza y no sólo la pobreza sino aun la más leve pérdida de dinero. Si pierden un poco, lo lloran y se atormentan más que quienes están necesitados del diario sustento.
Y aún hay muchos de semejantes ricos que no pudiendo soportar el dicho infortunio, acuden a un lazo corredizo. Las injurias y daños les parecen tan intolerables que por tal motiva muchos han dejado esta vida. Las riquezas los volvieron muelles para todo, excepto para servirlas. Porque cuando ellas los obligan a que les sirvan, entonces se tornan audacísimos y se arrojan a peligros de muerte, a los azotes, a los oprobios y a todo género de ignominias. Linaje es esto de suma, de extrema miseria, que nos obliga a pensar que son ellos muellísimos: en lo que habían de mostrarse piadosos y recatados, en eso se muestran impudentísimos y cruelísimos. Les sucede lo mismo que a quienes habiendo vergonzosamente dilapidado sus bienes todos, luego la pasan mal. Porque ésos, cuando sobreviene el tiempo en que son necesarios los gastos, como no pueden ya gastar nada, sufren lo indecible, por haberlo consumido todo malamente.
Al modo como los actores enseñados en malas artes, sufren luego por ello grandes peligros, mientras que en las cosas útiles y necesarias se muestran en absoluto ineptos y ridículos, igualmente les acontece a estos de que tratamos. Aquellos actores caminan sobre una cuerda y muestran en eso grande fortaleza; en cambio, en las cosas ordinarias que requieren audacia y fortaleza, ni siquiera atinan con lo que se ha de pensar. Lo mismo los ricos que se atreven a todo por el dinero, para la virtud no tienen fuerzas ni para sufrir mucho ni poco. Como los dichos actores ejercitan un arte peligroso y resbaladizo, pero sin utilidad, así los ricos estos toleran grandes peligros y se arrojan a recios precipicios, cosas todas que terminan en un acabamiento sin provecho. Envueltos están en doble oscuridad, así porque están ciegos de la mente, como porque, a causa de la engañosa sobrecarga de los cuidados, se encuentran oprimidos por .las tinieblas. Y el resultado es que a la verdad ya ni siquiera pueden fácilmente ver.
La razón es que quien solamente yace en tinieblas, cuando llega el sol y lo ilumina, queda libre de ellas; pero quien tiene ciegos los ojos, ni aunque el sol lo alumbre puede ver, cosa que le causa terrible padecimiento. Ni aun fulgurando el Sol de justicia y exhortándolo, ve ni oye, porque las riquezas le tienen los ojos totalmente cerrados. Por esto sufren doble ceguera: una que nace de sí mismos, otra de que no atienden al Maestro. Pues atendamos nosotros con diligencia a sus palabras a fin de que, aun cuando sea tardíamente, veamos. Y ¿cómo podemos ver? Sabiendo cómo viniste a cegar. Entonces ¿cómo cegaste? Por tu mala codicia. Porque así como un humor maligno influyendo en la limpia pupila del ojo, echa en ella una nube, así ha hecho en tu mente el amor a las riquezas.
Pero es cosa fácil disipar y desgarrar semejante nube, con tal que recibamos los rayos de la enseñanza de Cristo; con tal que lo oigamos cuando dice: No alleguéis tesoros en la tierra. Preguntarás: ¿de qué me sirve escuchar la doctrina si ya estoy enredado en la codicia? Ciertamente el continuo escuchar la doctrina puede ir disolviendo la codicia. Y si notas que a pesar de todo permaneces enredado, advierte que eso ya no es la codicia y el anhelo. Porque ¿qué anhelo puede haber de estar sujeto a durísima servidumbre y yacer bajo el pie de una tiranía y estar de todos lados encadenado y andar en tinieblas y lleno de desasosiego y entregado a trabajos inútiles y atesorando para otros y muchas veces precisamente para los enemigos? ¿De qué anhelo son dignas, cosas semejantes? Más aún: ¿con qué precipitada fuga y carrera no deben abandonarse? ¿Qué anhelo es depositar los tesoros para los ladrones? Si en realidad tienes anhelo de riquezas, transpórtalas allá a donde pueden permanecer integras y seguras. Lo que ahora haces no es propio de quien anhela dineros, sino servidumbre, daño, penas pecuniarias, dolores perpetuos.
Si alguno te mostrara en la tierra un sitio inviolable y te prometiera seguridad para tus riquezas, aun cuando te llevara al desierto, no vacilarías ni te negarías, sino que confiadamente allá depositarías tus caudales. Y cuando no es un hombre sino un Dios quien te lo promete y te lo propone, y no un desierto sino el cielo, tú haces todo lo contrario; y esto a pesar de que aun estando tus riquezas lo más seguras posible, tú nunca estarás libre de cuidados: aunque no las pierdas no te verás libre del temor de perderlas. En cambio, poniéndolas allá en el cielo, no tendrás temor. Y lo que es más aún: no sepultas tus tesoros bajo tierra, sino que en realidad los siembras. Porque en ese caso, simiente y tesoro se equiparan; pero la resultante es aún mejor, pues la simiente no dura para siempre, mientras que el tesoro de allá, sí. El tesoro acá no germina, mientras que allá te produce frutos eternos.
Y si me alegas el tiempo que eso tarda y la dilación en devolvértelo, yo puedo demostrarte cuán grandes bienes recibes aun de la dilación. Pero intentaré refutarte por las cosas mismas del siglo y hacerte ver cómo en vano me presentas semejantes objeciones. Tú preparas para esta vida muchas cosas que no vas a disfrutar. Y sin embargo, si alguien te pone delante el futuro de tus hijos y de los hijos de tus hijos, te parece que eso es suficiente para consolarte de tus superfluos trabajos. Por ejemplo, cuando ya en la extrema vejez te construyes suntuosas y magníficas mansiones que con frecuencia no se terminan antes de tu muerte, y plantas árboles que tras de muchos años darán sus frutos; y cuando pones en filas esos árboles en tus campos, y compras predios y heredades en cuyo dominio no entrarás hasta pasado mucho tiempo y preparas muchas otras cosas de que nunca disfrutarás ¿lo haces todo pensando en ti o en tus sucesores?
Entonces ¿cómo no va a ser el colmo de la locura esto de no llevar pesadamente la dilación, aquí, aun cuando por su causa veamos que no hemos de gozar de la recompensa de nuestros trabajos, y en cambio, tratándose del cielo emperezar por causa de la dilación; y más cuando la misma dilación fructifica para ti más abundantemente y no pasa tus bienes a otro, sino que los guarda para entregártelos oportunamente? Aparte de que la dilación ya no será mucha, 151 el éxito final está a la puerta e ignoramos si todo lo nuestro acabará en esta misma generación y llegará aquel día tremendo en que aparecerá el temible tribunal, ante el cual no hay apelación ni acepción de personas.
Porque la mayor parte de las señales ya se han verificado. Ya el evangelio se ha predicado por todo el orbe; ya acontecieron hambres, guerras y terremotos; de manera que no queda ya gran intervalo. ¿No adviertes las señales? Pues eso mismo es una gran señal. Tampoco los que vivían en tiempo de Noé advirtieron los prenuncios de la catástrofe; sino que, entre tanto, dados al juego, a las comilonas, a los casamientos y entregados a todas sus acostumbradas ocupaciones, los alcanzó aquella temible venganza. Lo mismo pasó con los sodomitas dados a los deleites, que ni siquiera sospecharon lo que iba a suceder y fueron fulminados con los rayos que bajaron del cielo sobre ellos.
Meditando en esto, emprendamos el camino de regreso y démonos a prepararnos aquí con una vida perfecta. Y aun cuando no esté inminente aquel día de la común consumación, el término de cada uno sí está a las puertas, ya sea un anciano ya sea un joven. Y no habrá entonces posibilidades de ir a comprar aceite para nuestras lámparas, ni para alcanzar perdón, aun cuando rueguen por nosotros Abraham, Noé, Job o Daniel. Así pues, mientras tenemos tiempo preparémonos para estar entonces con gran confianza. Acopiemos mucha cantidad de óleo; transportemos al cielo todos nuestros tesoros, a fin de que a su tiempo y cuando más lo necesitemos podamos disfrutarlos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
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FRANCISCO – Homilías 2014, 2015 y 2020 - Catequesis 2014
2014
Homilía
«Rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos» (Jl 2, 13).
Con estas penetrantes palabras del profeta Joel, la liturgia nos introduce hoy en la Cuaresma, indicando en la conversión del corazón la característica de este tiempo de gracia. El llamamiento profético constituye un desafío para todos nosotros, ninguno excluido, y nos recuerda que la conversión no se reduce a formas exteriores o a vagos propósitos, sino que implica y transforma toda la existencia a partir del centro de la persona, desde la conciencia. Estamos invitados a emprender un camino en el cual, desafiando la rutina, nos esforzamos por abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo, abrir el corazón, para ir más allá de nuestro «huertecito».
Abrirse a Dios y a los hermanos. Sabemos que este mundo cada vez más artificial nos hace vivir en una cultura del «hacer», de lo «útil», donde sin darnos cuenta excluimos a Dios de nuestro horizonte. Pero excluimos también el horizonte mismo. La Cuaresma nos llama a «espabilarnos», a recordarnos que somos creaturas, sencillamente que no somos Dios. Cuando veo en el pequeño ambiente cotidiano algunas luchas de poder por ocupar sitios, pienso: esta gente juega a ser Dios creador. Aún no se han dado cuenta de que no son Dios.
Y también en relación con los demás corremos el riesgo de cerrarnos, de olvidarlos. Pero sólo cuando las dificultades y los sufrimientos de nuestros hermanos nos interpelan, sólo entonces podemos iniciar nuestro camino de conversión hacia la Pascua. Es un itinerario que comprende la cruz y la renuncia. El Evangelio de hoy indica los elementos de este camino espiritual: la oración, el ayuno y la limosna (cf. Mt 6, 1-6.16-18). Los tres comportan la necesidad de no dejarse dominar por las cosas que aparentan: lo que cuenta no es la apariencia. El valor de la vida no depende de la aprobación de los demás o del éxito, sino de lo que tenemos dentro.
El primer elemento es la oración. La oración es la fuerza del cristiano y de cada persona creyente. En la debilidad y en la fragilidad de nuestra vida, podemos dirigirnos a Dios con confianza de hijos y entrar en comunión con Él. Ante tantas heridas que nos hacen daño y que nos podrían endurecer el corazón, estamos llamados a sumergirnos en el mar de la oración, que es el mar inmenso de Dios, para gustar su ternura. La Cuaresma es tiempo de oración, de una oración más intensa, más prolongada, más asidua, más capaz de hacerse cargo de las necesidades de los hermanos; oración de intercesión, para interceder ante Dios por tantas situaciones de pobreza y sufrimiento.
El segundo elemento significativo del camino cuaresmal es el ayuno. Debemos estar atentos a no practicar un ayuno formal, o que en verdad nos «sacia» porque nos hace sentir satisfechos. El ayuno tiene sentido si verdaderamente menoscaba nuestra seguridad, e incluso si de ello se deriva un beneficio para los demás, si nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina sobre el hermano en dificultad y se ocupa de él. El ayuno comporta la elección de una vida sobria, en su estilo; una vida que no derrocha, una vida que no «descarta». Ayunar nos ayuda a entrenar el corazón en la esencialidad y en el compartir. Es un signo de toma de conciencia y de responsabilidad ante las injusticias, los atropellos, especialmente respecto a los pobres y los pequeños, y es signo de la confianza que ponemos en Dios y en su providencia.
Tercer elemento, es la limosna: ella indica la gratuidad, porque en la limosna se da a alguien de quien no se espera recibir algo a cambio. La gratuidad debería ser una de las características del cristiano, que, consciente de haber recibido todo de Dios gratuitamente, es decir, sin mérito alguno, aprende a donar a los demás gratuitamente. Hoy, a menudo, la gratuidad no forma parte de la vida cotidiana, donde todo se vende y se compra. Todo es cálculo y medida. La limosna nos ayuda a vivir la gratuidad del don, que es libertad de la obsesión del poseer, del miedo a perder lo que se tiene, de la tristeza de quien no quiere compartir con los demás el propio bienestar.
Con sus invitaciones a la conversión, la Cuaresma viene providencialmente a despertarnos, a sacudirnos del torpor, del riesgo de seguir adelante por inercia. La exhortación que el Señor nos dirige por medio del profeta Joel es fuerte y clara: «Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). ¿Por qué debemos volver a Dios? Porque algo no está bien en nosotros, no está bien en la sociedad, en la Iglesia, y necesitamos cambiar, dar un viraje. Y esto se llama tener necesidad de convertirnos. Una vez más la Cuaresma nos dirige su llamamiento profético, para recordarnos que es posible realizar algo nuevo en nosotros mismos y a nuestro alrededor, sencillamente porque Dios es fiel, es siempre fiel, porque no puede negarse a sí mismo, sigue siendo rico en bondad y misericordia, y está siempre dispuesto a perdonar y recomenzar de nuevo. Con esa confianza filial, pongámonos en camino.
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Catequesis 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Comienza hoy, miércoles de Ceniza, el itinerario cuaresmal de cuarenta días que nos conducirá al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. La Cuaresma nos prepara para este momento tan importante, por ello es un tiempo «fuerte», un momento decisivo que puede favorecer en cada uno de nosotros el cambio, la conversión. Todos nosotros necesitamos mejorar, cambiar para mejor. La Cuaresma nos ayuda y así salimos de las costumbres cansadas y de la negligente adicción al mal que nos acecha. En el tiempo cuaresmal la Iglesia nos dirige dos importantes invitaciones: tomar más viva conciencia de la obra redentora de Cristo y vivir con mayor compromiso el propio Bautismo.
La consciencia de las maravillas que el Señor actuó para nuestra salvación dispone nuestra mente y nuestro corazón a una actitud de gratitud hacia Dios, por lo que Él nos ha donado, por todo lo que realiza en favor de su pueblo y de toda la humanidad. De aquí parte nuestra conversión: ella es la respuesta agradecida al misterio estupendo del amor de Dios. Cuando vemos este amor que Dios tiene por nosotros, sentimos ganas de acercarnos a Él: esto es la conversión.
Vivir en profundidad el Bautismo —he aquí la segunda invitación— significa también no acostumbrarnos a las situaciones de degradación y de miseria que encontramos caminando por las calles de nuestras ciudades y de nuestros países. Existe el riesgo de aceptar pasivamente ciertos comportamientos y no asombrarnos ante las tristes realidades que nos rodean. Nos acostumbramos a la violencia, como si fuese una noticia cotidiana descontada; nos acostumbramos a los hermanos y hermanas que duermen en la calle, que no tienen un techo para cobijarse. Nos acostumbramos a los refugiados en busca de libertad y dignidad, que no son acogidos como se debiera. Nos acostumbramos a vivir en una sociedad que pretende dejar de lado a Dios, donde los padres ya no enseñan a los hijos a rezar ni a santiguarse. Yo os pregunto: vuestros hijos, vuestros niños, ¿saben hacer la señal de la cruz? Pensadlo. Vuestros nietos, ¿saben hacer la señal de la cruz? ¿Se lo habéis enseñado? Pensad y responded en vuestro corazón. ¿Saben rezar el Padrenuestro? ¿Saben rezar a la Virgen con el Ave María? Pensad y respondeos. Este habituarse a comportamientos no cristianos y de comodidad nos narcotiza el corazón.
La Cuaresma llega a nosotros como tiempo providencial para cambiar de rumbo, para recuperar la capacidad de reaccionar ante la realidad del mal que siempre nos desafía. La Cuaresma es para vivirla como tiempo de conversión, de renovación personal y comunitaria mediante el acercamiento a Dios y la adhesión confiada al Evangelio. De este modo nos permite también mirar con ojos nuevos a los hermanos y sus necesidades. Por ello la Cuaresma es un momento favorable para convertirse al amor a Dios y al prójimo; un amor que sepa hacer propia la actitud de gratuidad y de misericordia del Señor, que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (cf. 2 Cor 8, 9). Al meditar los misterios centrales de la fe, la pasión, la cruz y la resurrección de Cristo, nos daremos cuenta de que el don sin medida de la Redención se nos ha dado por iniciativa gratuita de Dios.
Acción de gracias a Dios por el misterio de su amor crucificado; fe auténtica, conversión y apertura del corazón a los hermanos: son elementos esenciales para vivir el tiempo de Cuaresma. En este camino, queremos invocar con especial confianza la protección y la ayuda de la Virgen María: que sea Ella, la primera creyente en Cristo, quien nos acompañe en los días de oración intensa y de penitencia, para llegar a celebrar, purificados y renovados en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su Hijo.
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2015
Homilía
Como pueblo de Dios comenzamos el camino de Cuaresma, tiempo en el que tratamos de unirnos más estrechamente al Señor para compartir el misterio de su pasión y su resurrección.
La liturgia de hoy nos propone, ante todo, el pasaje del profeta Joel, enviado por Dios para llamar al pueblo a la penitencia y a la conversión, a causa de una calamidad (una invasión de langostas) que devasta la Judea. Sólo el Señor puede salvar del flagelo y, por lo tanto, es necesario invocarlo con oraciones y ayunos, confesando el propio pecado.
El profeta insiste en la conversión interior: «Volved a mí de todo corazón» (2, 12).
Volver al Señor «de todo corazón» significa emprender el camino de una conversión no superficial y transitoria, sino un itinerario espiritual que concierne al lugar más íntimo de nuestra persona. En efecto, el corazón es la sede de nuestros sentimientos, el centro en el que maduran nuestras elecciones, nuestras actitudes. El «volved a mí de todo corazón» no sólo implica a cada persona, sino que también se extiende a toda la comunidad, es una convocatoria dirigida a todos: «Reunid a la gente, santificad a la comunidad, llamad a los ancianos; congregad a los muchachos y a los niños de pecho, salga el esposo de la alcoba y la esposa del tálamo» (v. 16).
El profeta se refiere, en particular, a la oración de los sacerdotes, observando que va acompañada por lágrimas. Nos hará bien a todos, pero especialmente a nosotros, los sacerdotes, al comienzo de esta Cuaresma, pedir el don de lágrimas, para hacer que nuestra oración y nuestro camino de conversión sean cada vez más auténticos y sin hipocresía. Nos hará bien hacernos esta pregunta: «¿Lloro? ¿Llora el Papa? ¿Lloran los cardenales? ¿Lloran los obispos? ¿Lloran los consagrados? ¿Lloran los sacerdotes? ¿Está el llanto en nuestras oraciones?». Precisamente este es el mensaje del Evangelio de hoy. En el pasaje de Mateo, Jesús relee las tres obras de piedad previstas en la ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno. Y distingue el hecho externo del hecho interno, de ese llanto del corazón. A lo largo del tiempo estas prescripciones habían sido corroídas por la herrumbre del formalismo exterior o, incluso, se habían transformado en un signo de superioridad social. Jesús pone de relieve una tentación común en estas tres obras, que se puede resumir precisamente en la hipocresía (la nombra tres veces): «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos… Cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante como hacen los hipócritas… Cuando recéis, no seáis como los hipócritas a quienes les gusta rezar de pie para que los vea la gente… Y cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas» (Mt 6, 1. 2. 5. 16). Sabed, hermanos, que los hipócritas no saben llorar, se han olvidado de cómo se llora, no piden el don de lágrimas.
Cuando se hace algo bueno, casi instintivamente nace en nosotros el deseo de ser estimados y admirados por esta buena acción, para tener una satisfacción. Jesús nos invita a hacer estas obras sin ninguna ostentación, y a confiar únicamente en la recompensa del Padre «que ve en lo secreto» (Mt 6, 4. 6. 18).
Queridos hermanos y hermanas: El Señor no se cansa nunca de tener misericordia de nosotros, y quiere ofrecernos una vez más su perdón —todos tenemos necesidad de Él—, invitándonos a volver a Él con un corazón nuevo, purificado del mal, purificado por las lágrimas, para compartir su alegría. ¿Cómo acoger esta invitación? Nos lo sugiere san Pablo: «En nombre de Cristo os pedimos: ¡que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). Este esfuerzo de conversión no es solamente una obra humana, es dejarse reconciliar. La reconciliación entre nosotros y Dios es posible gracias a la misericordia del Padre que, por amor a nosotros, no dudó en sacrificar a su Hijo unigénito. En efecto, Cristo, que era justo y sin pecado, fue hecho pecado por nosotros (v. 21) cuando cargó con nuestros pecados en la cruz, y así nos ha rescatado y justificando ante Dios. «En Él» podemos llegar a ser justos, en Él podemos cambiar, si acogemos la gracia de Dios y no dejamos pasar en vano este «tiempo favorable» (6, 2). Por favor, detengámonos, detengámonos un poco y dejémonos reconciliar con Dios.
Con esta certeza, comencemos con confianza y alegría el itinerario cuaresmal. Que María, Madre inmaculada, sin pecado, sostenga nuestro combate espiritual contra el pecado y nos acompañe en este momento favorable, para que lleguemos a cantar juntos la exultación de la victoria el día de Pascua. Y en señal de nuestra voluntad de dejarnos reconciliar con Dios, además de las lágrimas que estarán «en lo secreto», en público realizaremos el gesto de la imposición de la ceniza en la cabeza. El celebrante pronuncia estas palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19), o repite la exhortación de Jesús: «Convertíos y creed el Evangelio» (cf. Mc 1, 15). Ambas fórmulas constituyen una exhortación a la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas, pecadores siempre necesitados de penitencia y conversión. ¡Cuán importante es escuchar y acoger esta exhortación en nuestro tiempo! La invitación a la conversión es, entonces, un impulso a volver, como hizo el hijo de la parábola, a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso, a llorar en ese abrazo, a fiarse de Él y encomendarse a Él.
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2020
Homilía
Comenzamos la Cuaresma recibiendo las cenizas: “Recuerda que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn 3,19). El polvo en la cabeza nos devuelve a la tierra, nos recuerda que procedemos de la tierra y que volveremos a la tierra. Es decir, somos débiles, frágiles, mortales. Respecto al correr de los siglos y los milenios, estamos de paso; ante la inmensidad de las galaxias y del espacio, somos diminutos. Somos polvo en el universo. Pero somos el polvo amado por Dios. Al Señor le complació recoger nuestro polvo en sus manos e infundirle su aliento de vida (cf. Gn 2,7). Así que somos polvo precioso, destinado a vivir para siempre. Somos la tierra sobre la que Dios ha vertido su cielo, el polvo que contiene sus sueños. Somos la esperanza de Dios, su tesoro, su gloria.
La ceniza nos recuerda así el trayecto de nuestra existencia: del polvo a la vida. Somos polvo, tierra, arcilla, pero si nos dejamos moldear por las manos de Dios, nos convertimos en una maravilla. Y aun así, especialmente en las dificultades y la soledad, solamente vemos nuestro polvo. Pero el Señor nos anima: lo poco que somos tiene un valor infinito a sus ojos. Ánimo, nacimos para ser amados, nacimos para ser hijos de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: Al comienzo de la Cuaresma, necesitamos caer en la cuenta de esto. Porque la Cuaresma no es el tiempo para cargar con moralismos innecesarios a las personas, sino para reconocer que nuestras pobres cenizas son amadas por Dios. Es un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y, sintiéndonos mirados así, cambiar de vida. Estamos en el mundo para caminar de las cenizas a la vida. Entonces, no pulvericemos la esperanza, no incineremos el sueño que Dios tiene sobre nosotros. No caigamos en la resignación. Y te preguntas: “¿Cómo puedo confiar? El mundo va mal, el miedo se extiende, hay mucha crueldad y la sociedad se está descristianizando...”. Pero, ¿no crees que Dios puede transformar nuestro polvo en gloria?
La ceniza que nos imponen en nuestras cabezas sacude los pensamientos que tenemos en la mente. Nos recuerda que nosotros, hijos de Dios, no podemos vivir para ir tras el polvo que se desvanece. Una pregunta puede descender de nuestra cabeza al corazón: “Yo, ¿para qué vivo?”. Si vivo para las cosas del mundo que pasan, vuelvo al polvo, niego lo que Dios ha hecho en mí. Si vivo sólo para traer algo de dinero a casa y divertirme, para buscar algo de prestigio, para hacer un poco de carrera, vivo del polvo. Si juzgo mal la vida sólo porque no me toman suficientemente en consideración o no recibo de los demás lo que creo merecer, sigo mirando el polvo.
No estamos en el mundo para esto. Valemos mucho más, vivimos para mucho más: para realizar el sueño de Dios, para amar. La ceniza se posa sobre nuestras cabezas para que el fuego del amor se encienda en los corazones. Porque somos ciudadanos del cielo y el amor a Dios y al prójimo es el pasaporte al cielo, es nuestro pasaporte. Los bienes terrenos que poseemos no nos servirán, son polvo que se desvanece, pero el amor que damos —en la familia, en el trabajo, en la Iglesia, en el mundo— nos salvará, permanecerá para siempre.
La ceniza que recibimos nos recuerda un segundo camino, el opuesto, el que va de la vida al polvo. Miramos a nuestro alrededor y vemos polvo de muerte. Vidas reducidas a cenizas. Ruinas, destrucción, guerra. Vidas de niños inocentes no acogidos, vidas de pobres rechazados, vidas de ancianos descartados. Seguimos destruyéndonos, volviéndonos de nuevo al polvo. ¡Y cuánto polvo hay en nuestras relaciones! Miremos en nuestra casa, en nuestras familias: cuántos litigios, cuánta incapacidad para calmar los conflictos. ¡Qué difícil es disculparse, perdonar, comenzar de nuevo, mientras que reclamamos con tanta facilidad nuestros espacios y nuestros derechos! Hay tanto polvo que ensucia el amor y desfigura la vida. Incluso en la Iglesia, la casa de Dios, hemos dejado que se deposite tanto polvo, el polvo de la mundanidad.
Y mirémonos dentro, en el corazón: ¡cuántas veces sofocamos el fuego de Dios con las cenizas de la hipocresía! La hipocresía es la inmundicia que hoy en el Evangelio Jesús nos pide que eliminemos. De hecho, el Señor no dice sólo hacer obras de caridad, orar y ayunar, sino cumplir todo esto sin simulación, sin doblez, sin hipocresía (cf. Mt 6,2.5.16). Sin embargo, cuántas veces hacemos algo sólo para ser estimados, para aparentar, para alimentar nuestro ego. Cuántas veces nos decimos cristianos y en nuestro corazón cedemos sin problemas a las pasiones que nos esclavizan. Cuántas veces predicamos una cosa y hacemos otra. Cuántas veces aparentamos ser buenos por fuera y guardamos rencores por dentro. Cuánta doblez tenemos en nuestro corazón... Es polvo que ensucia, ceniza que sofoca el fuego del amor.
Necesitamos limpiar el polvo que se deposita en el corazón. ¿Cómo hacerlo? Nos ayuda la sincera llamada de san Pablo en la segunda lectura: “¡Dejaos reconciliar con Dios!”. Pablo no lo sugiere, lo pide: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Nosotros habríamos dicho: “¡Reconciliaos con Dios!”. Pero no, usa el pasivo: Dejaos reconciliar. Porque la santidad no es asunto nuestro, sino es gracia. Porque nosotros solos no somos capaces de eliminar el polvo que ensucia nuestros corazones. Porque sólo Jesús, que conoce y ama nuestro corazón, puede sanarlo. La Cuaresma es tiempo de curación.
Entonces, ¿qué debemos hacer? En el camino hacia la Pascua podemos dar dos pasos: el primero, del polvo a la vida, de nuestra frágil humanidad a la humanidad de Jesús, que nos sana. Podemos ponernos delante del Crucifijo, quedarnos allí, mirar y repetir: “Jesús, tú me amas, transfórmame... Jesús, tú me amas, transfórmame...”. Y después de haber acogido su amor, después de haber llorado ante este amor, se da el segundo paso, para no volver a caer de la vida al polvo. Se va a recibir el perdón de Dios, en la confesión, porque allí el fuego del amor de Dios consume las cenizas de nuestro pecado. El abrazo del Padre en la confesión nos renueva por dentro, limpia nuestro corazón. Dejémonos reconciliar para vivir como hijos amados, como pecadores perdonados, como enfermos sanados, como caminantes acompañados. Dejémonos amar para amar. Dejémonos levantar para caminar hacia la meta, la Pascua. Tendremos la alegría de descubrir que Dios nos resucita de nuestras cenizas.
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BENEDICTO XVI – Homilía y Catequesis 2010
Homilía
«Tú amas a todas tus criaturas, Señor, y no odias nada de lo que has hecho;
cierras los ojos a los pecados de los hombres,
para que se arrepientan. Y los perdonas,
porque tú eres nuestro Dios y Señor» (Antífona de entrada)
Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:
Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría (cf. Sb 11, 23-26), la liturgia introduce en la celebración eucarística del miércoles de Ceniza. Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del amor de Dios, su señorío absoluto sobre toda criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que mueras, sino que vivas; quiero siempre y sólo tu bien.
Esta certeza absoluta sostuvo a Jesús durante los cuarenta días que pasó en el desierto de Judea, después del bautismo recibido de Juan en el Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para él un abandonarse completamente en el Padre y en su proyecto de amor; también fue un “bautismo”, o sea, una “inmersión” en su voluntad, y en este sentido un anticipo de la pasión y de la cruz. Adentrarse en el desierto y permanecer allí largamente, solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia entró en el mundo la muerte (cf. Sb 2, 24); significaba entablar con él la batalla en campo abierto, desafiarle sin otras armas que la confianza ilimitada en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad (cf. Jn 4, 34): esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante aquella “cuaresma” suya. No fue un acto de orgullo, una empresa titánica, sino una elección de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, quien “tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16).
Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos y, al mismo tiempo, para mostrarnos el camino para seguirlo. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi asentimiento, una acogida demostrada con obras, o sea, con la voluntad de vivir como Jesús, de caminar tras él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es, por lo tanto, condición necesaria para participar en su Pascua, en su “éxodo”. Adán fue expulsado del Paraíso terrenal, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver a esta comunión y por consiguiente a la verdadera vida, la vida eterna, hay que atravesar el desierto, la prueba de la fe. No solos, sino con Jesús. Él –como siempre– nos ha precedido y ya ha vencido el combate contra el espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la opción de seguir a Cristo por el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.
Desde esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de la ceniza, que se impone en la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: reconozco lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. He aquí el pecado, enfermedad mortal que pronto entró a contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre perdió su inocencia y ahora sólo puede volver a ser justo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que –como escribe san Pablo– “se ha manifestado por medio de la fe en Cristo” (Rm 3, 22). En estas palabras del Apóstol me he inspirado para mi Mensaje, dirigido a todos los fieles con ocasión de esta Cuaresma: una reflexión sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su cumplimiento en Cristo.
En las lecturas bíblicas del miércoles de Ceniza también está presente el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el salmo responsorial –el Miserere– forman un díptico penitencial que pone de relieve cómo en el origen de toda injusticia material y social se encuentra lo que la Biblia llama “iniquidad”, esto es, el pecado, que consiste fundamentalmente en una desobediencia a Dios, es decir, una falta de amor. “Sí –confiesa el salmista–, reconozco mi culpa, / tengo siempre presente mi pecado. / Contra ti, contra ti sólo pequé, / cometí la maldad que aborreces” (Sal 50, 5-6). El primer acto de justicia es, por tanto, reconocer la propia iniquidad, y reconocer que está enraizada en el “corazón”, en el centro mismo de la persona humana. Los “ayunos”, los “llantos”, los “lamentos” (cf. Jl 2, 12) y toda expresión penitencial sólo tienen valor a los ojos de Dios si son signo de corazones sinceramente arrepentidos. Igualmente el Evangelio, tomado del “Sermón de la montaña”, insiste en la exigencia de practicar la “justicia” –limosna, oración, ayuno– no ante los hombres, sino sólo a los ojos de Dios, que “ve en lo secreto” (cf. Mt6, 1-6.16-18). La verdadera “recompensa” no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que se deriva de ella, una gracia que da paz y fortaleza para hacer el bien, amar hasta a quien no lo merece, perdonar a quien nos ha ofendido.
La segunda lectura, el llamamiento de san Pablo a dejarse reconciliar con Dios (cf. 2 Co 5, 20), contiene uno de los célebres pasajes paulinos que reconduce toda la reflexión sobre la justicia hacia el misterio de Cristo. Escribe san Pablo: “Al que no había pecado –o sea, a su Hijo hecho hombre–, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que viniéramos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21). En el corazón de Cristo, esto es, en el centro de su Persona divino-humana, se jugó en términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó hasta las consecuencias extremas su plan de salvación, permaneciendo fiel a su amor aun a costa de entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y una muerte de cruz. Como escribí en el Mensaje cuaresmal, “aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana... Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “mayor”, que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10)” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma ensancha nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos de peregrinación, “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro”, dice la carta a los Hebreos (Hb 13, 14). La Cuaresma permite comprender la relatividad de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces para afrontar las renuncias necesarias, nos hace libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de Dios entre nosotros. Amén.
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Catequesis
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, miércoles de Ceniza, comenzamos el camino cuaresmal: un camino que dura cuarenta días y que nos lleva a la alegría de la Pascua del Señor. En este itinerario espiritual no estamos solos, porque la Iglesia nos acompaña y nos sostiene desde el principio con la Palabra de Dios, que encierra un programa de vida espiritual y de compromiso penitencial, y con la gracia de los Sacramentos.
Las palabras del Apóstol san Pablo nos dan una consigna precisa: “Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios... Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación” (2 Co 6, 1-2). De hecho, en la visión cristiana de la vida habría que decir que cada momento es favorable y cada día es día de salvación, pero la liturgia de la Iglesia refiere estas palabras de un modo totalmente especial al tiempo de Cuaresma. Que los cuarenta días de preparación de la Pascua son tiempo favorable y de gracia lo podemos entender precisamente en la llamada que el austero rito de la imposición de la ceniza nos dirige y que se expresa, en la liturgia, con dos fórmulas: “Convertíos y creed en el Evangelio”, “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”.
La primera exhortación es a la conversión, una palabra que hay que considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta de la sorprendente novedad que implica. En efecto, la llamada a la conversión revela y denuncia la fácil superficialidad que con frecuencia caracteriza nuestra vida. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no con un pequeño ajuste, sino con un verdadero cambio de sentido. Conversión es ir contracorriente, donde la “corriente” es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la mediocridad moral. Con la conversión, en cambio, aspiramos a la medida alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona, él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De este modo la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas distintas o de alguna manera sólo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad. La conversión es el “sí” total de quien entrega su existencia al Evangelio, respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva. Este es precisamente el sentido de las primeras palabras con las que, según el evangelista san Marcos, Jesús inicia la predicación del “Evangelio de Dios”: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).
El “convertíos y creed en el Evangelio” no está sólo al inicio de la vida cristiana, sino que acompaña todos sus pasos, sigue renovándose y se difunde ramificándose en todas sus expresiones. Cada día es momento favorable y de gracia, porque cada día nos impulsa a entregarnos a Jesús, a confiar en él, a permanecer en él, a compartir su estilo de vida, a aprender de él el amor verdadero, a seguirlo en el cumplimiento diario de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida. Cada día, incluso cuando no faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y las caídas, incluso cuando tenemos la tentación de abandonar el camino del seguimiento de Cristo y de encerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo, para vivir la misma lógica de justicia y de amor. En el reciente Mensaje para la Cuaresma he querido recordar que “hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Gracias al amor de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “mayor”, que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que se pueda esperar” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).
El momento favorable y de gracia de la Cuaresma también nos muestra su significado espiritual mediante la antigua fórmula: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”, que el sacerdote pronuncia cuando impone sobre nuestra cabeza un poco de ceniza. Nos remite así a los comienzos de la historia humana, cuando el Señor dijo a Adán después de la culpa original: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado; porque eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3, 19). Aquí la Palabra de Dios nos recuerda nuestra fragilidad, más aún, nuestra muerte, que es su forma extrema. Frente al miedo innato del fin, y más aún en el contexto de una cultura que de muchas maneras tiende a censurar la realidad y la experiencia humana de la muerte, la liturgia cuaresmal, por un lado, nos recuerda la muerte invitándonos al realismo y a la sabiduría; pero, por otro, nos impulsa sobre todo a captar y a vivir la novedad inesperada que la fe cristiana irradia en la realidad de la muerte misma.
El hombre es polvo y al polvo volverá, pero a los ojos de Dios es polvo precioso, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la inmortalidad. Así la fórmula litúrgica “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” encuentra la plenitud de su significado en referencia al nuevo Adán, Cristo. También Jesús, el Señor, quiso compartir libremente con todo hombre la situación de fragilidad, especialmente mediante su muerte en la cruz; pero precisamente esta muerte, colmada de su amor al Padre y a la humanidad, fue el camino para la gloriosa resurrección, mediante la cual Cristo se convirtió en fuente de una gracia donada a quienes creen en él y de este modo participan de la misma vida divina. Esta vida que no tendrá fin comienza ya en la fase terrena de nuestra existencia, pero alcanzará su plenitud después de “la resurrección de la carne”. El pequeño gesto de la imposición de la ceniza nos desvela la singular riqueza de su significado: es una invitación a recorrer el tiempo cuaresmal como una inmersión más consciente e intensa en el misterio pascual de Cristo, en su muerte y resurrección, mediante la participación en la Eucaristía y en la vida de caridad, que nace de la Eucaristía y encuentra en ella su cumplimiento. Con la imposición de la ceniza renovamos nuestro compromiso de seguir a Jesús, de dejarnos transformar por su misterio pascual, para vencer el mal y hacer el bien, para hacer que muera nuestro “hombre viejo” vinculado al pecado y hacer que nazca el “hombre nuevo” transformado por la gracia de Dios.
Queridos amigos, mientras nos disponemos a emprender el austero camino cuaresmal, invoquemos con particular confianza la protección y la ayuda de la Virgen María. Que ella, la primera creyente en Cristo, nos acompañe en estos cuarenta días de intensa oración y de sincera penitencia, para llegar a celebrar, purificados y completamente renovados en la mente y en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su Hijo.
¡Feliz Cuaresma a todos!
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
La intimidad con Dios
Orar es permanecer en silencio, en la intimidad de una oración, en la que totalmente se entrega el alma a Dios, y en la que Dios se le revela al alma y se da.
Es un encuentro de amor en la intimidad del corazón, en donde no hay nadie más que el alma y Dios. Eso es la oración perfecta.
Es bueno también rezar en comunidad, pero cuidando la intención, para que sea una oración agradable a Dios, no para que los demás nos vean, sino “cerrando la puerta,” es decir, desde la intimidad del corazón, con devoción, poniendo la atención a quien se dirige la oración, en aquel a quien estamos adorando, a quien estamos suplicando, a quien estamos agradeciendo, a quien estamos agradando, a quien estamos alabando.
Cada individuo es un ser auténtico e irrepetible, distinto uno del otro, individual, único, y cada uno tiene una intimidad personal con Dios.
Esa intimidad sólo la conocen el alma y Dios. Nadie puede entrar al corazón ni a la conciencia de otro.
Pero esa relación se nota por las obras, las acciones, la actitud de la persona, lo que hace, lo que provoca, porque es la manera en que Dios manifiesta externamente esa experiencia íntima de amor. Los frutos son el reflejo de la experiencia del alma con Dios.
Cuida la intención de tu corazón y la intimidad con Dios, procurando rezar en lo secreto, para alabarlo y glorificarlo, para que Él te escuche, no para que los demás te vean.
Y deja que Él te mire y corresponda a tus oraciones, por la intención con la que rezas, por el amor con el que rezas. No por todo lo que dices, sino por el amor con que lo dices, el amor que sientes, lo que con tu alma expresas.
Aprende de los santos, que tienen todos una característica en común: fueron almas de oración, tuvieron un intimidad perfecta con Dios y, aunque se ven muchos frutos en el mundo por sus méritos, hay cosas que sólo sabe su alma y Dios, y son dichosos, porque confiaron en Dios, que ve lo secreto y que los recompensa eternamente en el cielo».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Para Dios la vida
Hacemos oración, ahora como siempre, porque vivimos en la profunda persuasión de ser para Dios. Nos llena considerar que nuestro Creador y Señor de todo cuanto existe, nos ha destinado a Sí. Nuestra vida, de hecho, puede y debe ser un permanente fluir nuestro hacia Él y de Dios a nosotros. La tarea nuestra en la oración, en su sentido más amplio y verdadero, es fomentar esa corriente que no queremos que se detenga.
Hoy, que comenzamos otra vez el tiempo de Cuaresma, es muy oportuno considerar expresamente ese convencimiento tan básico y tan del fundamento de nuestra vida. A partir de él y guiados por el Espíritu Santo –dulce huésped del alma, luz beatísima–, brotarán en cada uno consecuencias eficaces, propósitos de mejora. Porque no debemos conformarnos con sabernos iluminados por la claridad de Dios, que colma de sentido y seguridad nuestra existencia. La plenitud que, gracias a Él, sentimos debe ser punto de partida, además de motivo de alegría y agradecimiento. Dios se nos ha mostrado y nos ha revelado lo que somos y podemos por Él.
En esta nueva Cuaresma nos encomendamos al auxilio de Dios nuestro Señor, para ser capaces de esa vida a la que estamos destinados en libertad por el amor de Dios. Necesitamos su auxilio, porque una y otra vez sentimos también la tentación de ignorar a Dios, aunque no sea de modo expreso. De tal manera tendemos a metemos en nuestras cosas, que en ocasiones no actuamos por Él en el transcurso de la jornada. Y hasta es posible que alguna vez nos cueste encontrar momentos para la meditación: ese tiempo de reflexión personal acerca de Dios y de nuestra vida en Él, que nunca debemos abandonar.
Arrepentidos de los defectos que reconocemos, con deseos sinceros de agradar más a Dios y suplicando confiados su auxilio, iremos concretando propósitos que serán eficaces en la medida de nuestra humildad. Porque no hay más remedio que proponerse de intento “desaparecer de la escena”; ante nosotros y ante los demás: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca, decía san Josemaría. De otro modo podría sucedernos como a aquél que, satisfecho por fin –contaba, bromeando, monseñor Escrivá–, declaraba: treinta años llevo luchando por ser humilde y ya puedo descansar porque, por fin, lo he conseguido.
Es claro que debemos mejorar y que sólo es verdadero el progreso si se manifiesta en la conducta –por sus obras los conoceréis–; pero ni el crecimiento en virtud ni el prestigio alcanzado, que es manifestación de perfección, pueden ser el fin último de nuestros deseos de mejora. Debemos ser santos, y el santo vive para Dios en el sentido más radical de la expresión. Únicamente busca su gloria: todo lo demás se os dará por añadidura, asegura Nuestro Señor. De ahí que el cristiano que busca la santidad –y por eso la perfección– luchando contra sus defectos y exigiéndose más y más en virtud, no aparta sus ojos de Dios. Sólo por Él se esfuerza. También por Dios procura que su buena conducta sea conocida, siguiendo aquel otro consejo de Jesús: Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos. Porque, en el fondo, siempre es la gloria de Dios lo que busca el discípulo de Cristo.
Es lo mismo que, con ejemplos prácticos, expone Jesús en este otro pasaje de san Mateo que hoy contemplamos al comenzar la Cuaresma: Guardaos bien de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los Cielos. E insiste el Señor en que hagamos el bien sólo para nuestro Padre Dios, sin caer en farsas de dobles intenciones; como sería buscar su amor y su premio, y además un aplauso humano a modo de anticipo.
Vigilemos, con la luz del Paráclito, para descubrir intenciones torcidas que puedan desviar de Dios la eficacia de nuestros esfuerzos por ser mejores. Y tengamos confianza en su amor generoso, ¡espléndido!, de Padre con sus hijos buenos.
María es siempre luz animante, también cuando las cosas cuestan, como en esta Cuaresma en que nos hemos decidido por Dios –más “decididamente”–, y notamos también más la fatiga al negarnos en tantas cosas.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por san Juan Pablo II
Homilía del Miércoles de Ceniza, en Santa Sabina (20-II-1985)
– Interioridad
“Rasgad los corazones, no las vestiduras” (Joel 2,13).
La Iglesia pronuncia hoy las palabras del Profeta Joel anunciando al mismo tiempo el comienzo de la Cuaresma.
En un tiempo, la invitación al ayuno tenía que ir unida a la advertencia de no rasgar las vestiduras, sino el corazón.
Era el tiempo de Joel.
Y parecido a éste fue el tiempo de Jesús de Nazaret: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos...
“Por tanto, cuando hagas limosnas, no vayas tocando la trompeta por delante, como hacen los hipócritas...
“Cuando recéis, no estéis en las esquinas para que os vea la gente...
“Y cuando ayunéis, no andéis cabizbajos para hacer ver a la gente que ayunáis” (cfr. Mt 6,1.2.5.16).
Hubo un tiempo en que al anunciar la Cuaresma, la Iglesia debía poner en guardia respecto a la ostentación: de la hipocresía del ayuno, de la oración y de la limosna.
Hoy no parece que hay peligro de ello.
El riesgo está en otro factor: en el hecho de que la proclamación de la Cuaresma pueda ser para muchos “voz del que clama en el desierto” (cfr. por ejemplo Mc 1,3).
Sí. hoy se rechaza la ostentación, se rechaza lo que expresa (o simula) el ayuno por fuera; pero con frecuencia los hombres no descubren en sí mismos lo que es el ayuno “por dentro” ni procuran descubrirlo: lo que es el contenido y sustancia de la Cuaresma según el Evangelio.
Falta ahora la “celda” interior en la que se debe entrar para estar a solas con Dios que es santidad, amor y misericordia. Con Dios que es realidad que penetra.
– Amor de Dios al hombre
“Que el Señor sienta celos por su tierra y perdone a su pueblo” (Joel 2,18).
La Cuaresma es una llamada a actuar: oración, limosna y ayuno; pero es más, es una llamada a descubrir el amor celoso” de Dios, que va unido a la misericordia.
El amor de Dios está celoso de la criatura, del hombre, a causa del pecado que es traición al amor y a quien ama. Pero al mismo tiempo el amor es misericordia a causa del pecado...
Comenzar la Cuaresma, acoger la llamada de la ceniza, quiere decir recobrar la sensibilidad respecto de todo lo que es pecado...
Recobrar esta sensibilidad quiere decir exactamente “rasgar el corazón”, según las palabras del Profeta.
Negación de la Cuaresma es que el corazón humano se cierre en sí mismo hasta la saturación; es conciencia insensible, falsa.
Este “rasgar el corazón” -o sensibilidad de la conciencia- debe imitar la conversión de David:
“Reconozco mi culpa,/ tengo siempre presente mi pecado./ Contra ti, contra ti sólo pequé -Tibi solo peccavi!-,/ lo que es malo a tus ojos/ yo lo he hecho” (Sal 50/51, 5-6).
El amor de Dios es celoso a causa del pecado disfrazado al que no se llama por su nombre, escondido en los meandros de la conciencia para no encontrarse ante Dios en pecado.
El amor de Dios sólo quiere la sinceridad y la verdad interior de la confesión de David porque ésta es capaz de “crear en el hombre (en el pecador) un corazón puro” y de “renovar con espíritu firme..., afianzar con espíritu generoso” (Sal 50/51, 12.14).
Es fuerte este amor, es omnipotente ante el pecado, porque precisamente este amor hace que “al que no conocía pecado (a Cristo, Hijo de la misma sustancia del Padre), le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios” (2 Cor 5,21).
Esta omnipotencia del amor de Dios se llama redención. Al comenzar la Cuaresma, la Iglesia recuerda todo el misterio de la redención. Manifiesta la inmensidad de la gracia que se encierra en ella.
Sólo de una cosa tiene cuidado, por una cosa únicamente tiembla como administrador celoso de su deber; como madre amorosa está atenta a “no recibir en vano la gracia de Dios” (2 Cor 6,1).
A no desperdiciarla.
– “Rasgar el corazón”
De aquí nace el signo litúrgico de hoy -precristiano, veterotestamentario, perenne-: la “ceniza” que impone la Iglesia en la cabeza de todos sus hijos e hijas.
Este signo contiene en sí toda esta invitación profunda y penetrante: “Rasgad los corazones, no las vestiduras...”, para que se revele en cada uno de nosotros hasta el fin, hasta el fondo, la realidad de la redención. La verdad del amor celoso de Dios que abraza la cruz y la muerte para vencer la muerte y el pecado, para hacer florecer la vida.
¿Incluso la cruz va a ser la voz del que clama en el desierto? Con la liturgia de la ceniza la Iglesia suplica que el “desierto” sea tierra fértil, que los hijos e hijas de esta tierra descubran otra vez la Cuaresma “Cual tiempo de salvación”.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
El rito de la imposición de la ceniza y las palabras que lo acompañan tomadas de la Sagrada Escritura: Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás, son un recordatorio de que nuestra existencia terrena es inevitablemente corta, un sueño del que despertaremos para disfrutar eternamente del encuentro con nuestro Padre-Dios o para sufrir por su pérdida definitiva.
Es, pues, una advertencia maternal de la Iglesia para que no pongamos todas nuestras esperanzas en los asuntos temporales, convirtiéndolos en metas absolutas, sino que, iluminados por la esperanza en Jesucristo, trasciendan la provisionalidad de las cosas de este mundo. Porque, como dice San Josemaría Escrivá: “Quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar.”
Sin embargo, la esperanza no es sinónimo de pasividad, una suerte de asidero para vivir sin el empeño de trabajar por la extensión del Reino de Dios, que está ya en este mundo –intra vos est-, dentro de nosotros, poniendo en juego los talentos que Dios nos ha concedido a cada uno. Ese interés por mejorar personalmente y extender también esa mejora a la sociedad, estará atravesado por una serena alegría, ya que la vida eterna dependerá del esfuerzo por rectificar –con la ayuda de Dios- lo que de torcido haya en nuestra conducta; por alcanzar metas nobles, y sobre todo, por identificarnos con el querer de Dios. En pocas palabras, practicando ese espíritu de penitencia que la Iglesia nos propone en este inicio de la Cuaresma.
Espíritu de penitencia, sobre todo, en la vida corriente, sin descartar otros modos más propios de quienes han consagrado su vida a Dios en un monasterio, un convento, etc. Como enseña San Josemaría Escrivá: “La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo..., es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufran, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos... La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que te sirven, sin importunar con caprichos. Penitencia para los padres y, en general para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.”
Naturalmente, no se trata de olvidar las grandes penitencias, sino de saber que todas se hacen grandes por el amor con que se ejercen, y que cuando se practican las del día a día en la familia, en los lugares de trabajo, en cualquier circunstancia, eso supone una penitencia constante que lleva a vivir la caridad con todos.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Conversión y penitencia
– Fomentar la conversión del corazón, especialmente durante este tiempo.
I. Comienza la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para preparar la Pascua del Señor[1]. La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo.
Dice el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso...[2], leemos en la Primera lectura de la Misa de hoy. Y, en el momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las palabras del Génesis, después del pecado original: Memento homo, quia pulvis es... Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir[3].
Memento homo... Acuérdate... Y, sin embargo, a veces olvidamos que sin el Señor no somos nada. “De la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que este montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con nuestra propia substancia”[4].
Quiere el Señor que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a Él, y que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida y de la alegría: “Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la Cuaresma. Es Él mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio”[5].
Volver el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar servir a dos señores[6], amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. Y eso, en medio de las circunstancias de trabajo, salud, familia, etc., propias de cada cual.
Jesús busca en nosotros un corazón contrito, conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a eliminarlos. Os acordaréis de vuestros malos caminos, de vuestros días que no fueron buenos...[7]. El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en la Confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y penitencia hechas por amor: “Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día”[8].
Para fomentar nuestra contrición la Iglesia nos propone, en la liturgia del día de hoy, el Salmo en que el Rey David expresó su arrepentimiento, y con el que tantos santos han suplicado perdón al Señor. También nos ayuda a nosotros en estos momentos de oración: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, le decimos a Jesús.
Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.
El Señor nos atenderá si en el día de hoy le repetimos de corazón, a modo de jaculatoria: Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme.
– Obras de penitencia: Confesión frecuente, mortificación, limosna...
II. La verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de mejorar se han de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en las pequeñas mortificaciones ofrecidas al Señor, que hacen más grata la convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la preparación y cuidado de la Confesión frecuente.
El Señor también nos pide hoy una mortificación un poco más especial, que ofrecemos con alegría: la abstinencia y el ayuno, que “fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo”[9].
Durante la Cuaresma, nos pide la Iglesia esas muestras de penitencia (la abstinencia de carne a partir de los 14 años, y el ayuno entre los 18 y los 59 cumplidos), que nos acercan al Señor y dan al alma una especial alegría; también, la limosna que, ofrecida con corazón misericordioso, desea llevar un poco de consuelo al que está pasando una necesidad o contribuir según nuestros medios en una obra apostólica para bien de las almas. “Todos los cristianos pueden ejercitarse en la limosna, no sólo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen”[10].
El desprendimiento de lo material, la mortificación y la abstinencia purifican nuestros pecados y nos ayudan a encontrar al Señor en nuestro quehacer diario. Porque “quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará”[11]. La fuente de esta mortificación estará principalmente en la labor diaria: en el orden, en la puntualidad al comenzar el trabajo, en la intensidad con que lo realizamos, etc.; en la convivencia con los demás encontraremos ocasiones de mortificar nuestro egoísmo y de contribuir a crear un clima más grato en nuestro entorno. Y la mejor mortificación es la que combate -en pequeños detalles, durante todo el día-, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos, Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente sólo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos (1 Cor 9, 22)[12]. Cada uno debe hacerse un plan concreto de mortificaciones que ofrecer al Señor diariamente en esta Cuaresma.
– La Cuaresma, un tiempo para acercarnos más al Señor.
III. No podemos dejar pasar este día sin fomentar en nuestra alma un deseo profundo y eficaz de volver una vez más, como el hijo pródigo, para estar más cerca del Señor. San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa, nos dice que éste es un tiempo excelente que debemos aprovechar para una conversión: Os exhortamos, dice, a no echar en saco roto la gracia de Dios (...). Mirad: ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación[13]. Y el Señor nos repite a cada uno, en la intimidad del corazón: Convertíos. Volved a Mí de todo corazón.
Ahora se nos presenta un tiempo en el cual este recomenzar de nuevo en Cristo va a estar sostenido por una particular gracia de Dios, propia del tiempo litúrgico que hemos comenzado. Por eso, el mensaje de la Cuaresma está lleno de alegría y de esperanza, aunque sea un mensaje de penitencia y de mortificación.
“Cuando uno de nosotros reconoce que está triste, debe pensar: es que no estoy suficientemente cerca de Cristo. Cuando uno de nosotros reconoce en su vida, por ejemplo, la inclinación al mal humor, al mal genio, tiene que pensar eso; no echar la culpa a las cosas de alrededor, que es una manera de equivocarnos, es una manera de desorientar la búsqueda”[14]. A veces, cierta apatía o tristeza espiritual puede estar motivada por el cansancio, por la enfermedad..., pero más frecuentemente se fragua por la falta de generosidad en lo que el Señor nos pide, en la poca lucha por mortificar los sentidos, en no preocuparse por los demás. En definitiva, por un estado de tibieza.
Junto a Cristo encontramos siempre el remedio a una posible tibieza y las fuerzas para vencer en aquellos defectos que de otra manera nos resultarían insuperables. “Cuando alguien diga: “Yo tengo una pereza irremediable, yo no soy tenaz, yo no puedo terminar las cosas que emprendo”, debería pensar (hoy): “Yo no estoy lo suficientemente cerca de Cristo”.
“Por eso, aquello que cada uno de nosotros reconozca en su vida como defecto, como dolencia, debería ser inmediatamente referido a este examen íntimo y directo: “No tengo yo perseverancia, no estoy cerca de Cristo; no tengo alegría, no estoy cerca de Cristo”. Voy a dejar ya de pensar que la culpa es del trabajo, que la culpa es de la familia, de los padres o de los hijos... No. La culpa íntima es de que yo no estoy cerca de Cristo. Y Cristo me está diciendo: ¡Vuélvete! “Volveos a Mí de todo corazón”.
“(...) Tiempo para que cada uno se sienta urgido por Jesucristo. Para que los que alguna vez nos sentimos inclinados a aplazar esta decisión sepamos que ha llegado el momento. Para que los que tengan pesimismo, pensando que sus defectos no tienen remedio, sepan que ha llegado el momento. Comienza la Cuaresma; mirémosla como un tiempo de cambio y de esperanza”[15].
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Pbro. D. Luis A. GALA Rodríguez (Campeche, México) (www.evangeli.net)
Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos
Hoy comenzamos nuestro itinerario hacia la Pascua, y el Evangelio nos recuerda los deberes fundamentales del cristiano, no sólo como preparación hacia un tiempo litúrgico, sino en preparación hacia la Pascua Eterna: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial» (Mt 6,1). La justicia de la que habla Jesús consiste en vivir conforme a los principios evangélicos, sin olvidar que «si vuestra justicia no supera la justicia de los doctores de la ley y de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 5,20).
La justicia nos lleva al amor, manifestado en la limosna y en obras de misericordia: «Cuando hagas limosna que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3). No es que se deban ocultar las obras buenas, sino que no debe pensarse en la alabanza humana al hacerlas, ni desear algún otro bien. En otras palabras, debo dar limosna de tal modo que ni yo tenga la sensación de estar haciendo una cosa buena que merece una recompensa por parte de Dios y elogio por parte de los hombres.
Benedicto XVI ha insistido en que socorrer a los necesitados es un deber de justicia, aun antes que un acto de caridad: «La caridad va más allá de la justicia (…), pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es “suyo”, lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar». No debemos olvidar que no somos propietarios absolutos de los bienes que poseemos, sino administradores. Cristo nos ha enseñado que la auténtica caridad es aquella que no se limita a “dar” la limosna, sino que lleva a “darse” uno mismo, a ofrecerse a Dios como culto espiritual (cf. Rom 12,1). Ése sería el verdadero gesto de justicia y caridad cristiana, «y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4).
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Rev. D. Manel VALLS i Serra (Barcelona, España)
Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos
Hoy iniciamos la Cuaresma: «He aquí el día de la salvación» (2Cor 6,2). La imposición de la ceniza —que debiéramos recibir— es acompañada por una de estas dos fórmulas. La antigua: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás»; y la que ha introducido la liturgia renovada del Concilio: «Conviértete y cree en el Evangelio». Ambas fórmulas son una invitación a contemplar de manera diversa —normalmente tan superficial— nuestra vida. El papa san Clemente I nos recuerda que «el Señor quiere que todos los que ama se conviertan».
En el Evangelio, Jesús pide practicar la limosna, el ayuno y la oración alejados de toda hipocresía: «No lo vayas trompeteando por delante» (Mt 6,2). Los hipócritas, enérgicamente denunciados por Jesucristo, se caracterizan por la falsedad de su corazón. Pero, Jesús advierte hoy no sólo de la hipocresía subjetiva sino también de la objetiva: cumplir, incluso de buena fe, todo lo que manda la Ley de Dios y la Escritura Santa, pero realizándolo de manera que quede en la mera práctica exterior, sin la correspondiente conversión interior.
Entonces, la limosna —reducida a “propina”— deja de ser un acto fraternal y se reduce a un gesto tranquilizador que no cambia la mirada sobre el hermano ni hace sentir la caridad de prestarle la atención que se merece. El ayuno, por otra parte, queda limitado al cumplimiento formal, que ya no recuerda en ningún momento la necesidad de moderar nuestro consumismo compulsivo ni la necesidad que tenemos de ser curados de la “bulimia espiritual”. Finalmente, la oración —reducida a estéril monólogo— no llega a ser auténtica apertura espiritual, coloquio íntimo con el Padre y escucha atenta del Evangelio del Hijo.
La religión de los hipócritas es una religión triste, legalista, moralista, de una gran estrechez de espíritu. Por el contrario, la Cuaresma cristiana es la invitación que cada año nos hace la Iglesia a una profundización interior, a una conversión exigente, a una penitencia humilde, para que dando los frutos pertinentes que el Señor espera de nosotros, vivamos con la máxima plenitud de alegría y el gozo espiritual de la Pascua.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Ayuno, Sacrificio, Oración
«Conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1, 15).
Eso dice Jesús.
Y tú eres polvo, y en polvo te convertirás, aunque seas sacerdote.
Conversión, sacerdote, conversión.
Eso es lo que te pide tu Señor.
Humildad y disposición, para que Él pueda actuar en tu corazón.
Y también te pide que conduzcas a las almas a la conversión de su corazón.
Pero no basta, sacerdote, con tu arrepentimiento.
No basta, sacerdote, con tu llanto y tu vergüenza.
No basta, sacerdote, con que creas todo lo que tú leas.
Y no basta con escuchar la Palabra que profesas.
Tienes que pedir perdón, sacerdote, y tú no puedes ser juez y parte.
Él los ha enviado de dos en dos, para que se pidan perdón, para que se perdonen, para que cumplan bien con su misión.
Humíllate, sacerdote, ante otro que, como tú, ha recibido el sacramento del Orden, y tiene el mismo poder que tú, y aun mayor, porque tú no puedes perdonarte a ti mismo.
Reconoce, sacerdote, tus limitaciones y tus debilidades, y pídele a tu Señor fortaleza y humildad. Humíllate a sus pies y pídele perdón, porque Él es la verdad, y Él sabe que no puedes arrepentirte de lo que no sabes que has hecho mal, pero, tú sí sabes, sacerdote, porque a ti se te ha revelado esa verdad.
Oración, sacerdote, oración.
Es así, como descubres lo que hay en tu corazón.
Honestidad, sacerdote: ¿dónde está tu fidelidad, si la única verdad la profesas, exiges que otros la cumplen, la presumes, la proclamas, y de ella vives, pero no la vives, no la practicas, porque no eres libre, estás atado, sacerdote, a los apegos del mundo, alejado del amor que manifiesta la congruencia de la unidad de vida, que te exige hacer lo que predicas, cumpliendo en tus obras con esa verdad que lees, que proclamas y que escuchas, que es tu ley, porque es Palabra de tu Rey, y que es su Evangelio?
Pide, sacerdote, para ti la gracia del verdadero arrepentimiento, y del verdadero conocimiento del Evangelio, para que des tu vida con alegría, unido a aquel que por ti ha dado su vida, y que te ha llamado, que te ha elegido, y que te ha hecho sacerdote como Él, para derramar su misericordia sobre las almas que Él mismo ha venido a buscar, porque Él no ha venido a buscar a justos sino a pecadores.
A ti, sacerdote, ha venido a buscarte primero.
Conviértete, sacerdote, y cree en el Evangelio.
Ama a tu Señor y agradécele porque Él te amó primero.
Sacrificio, sacerdote, sacrificio.
Para que tengas los mismos sentimientos de Cristo.
Mortifica tu cuerpo, tus deseos y tus pasiones, para que compadezcas el dolor de tu Señor, y participes en su mismo y único sacrificio, porque no hay otro sacrificio agradable al Padre que está en el cielo que el sacrificio eterno de su Hijo, su Cordero.
Tiempo de ayuno, de sacrificio, de pedir perdón y de oración.
Sacerdote, no desprecies la oportunidad de configurarte totalmente con tu Señor.
Rema mar adentro en soledad, en silencio, cerrando la puerta, para que seas tú y sea Él, los que participen en un verdadero encuentro.
Sólo a Él le debes, sólo a Él acude, sólo a Él adora, sólo a Él pide, sólo a Él llama con el grito arrepentido de tu alma y un corazón contrito.
Sólo ante Él humíllate para pedir perdón, sólo Él tiene que saber lo que le quiere decir tu corazón.
Eso, sacerdote, se llama intimidad, y tu intimidad solo pertenece a tu Señor.
Y luego ve, y cumple con tu misión, consiguiendo para Él la conversión de cada corazón.
(Espada de Dos Filos II, n. 1)
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La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
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[1] Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 109.
[2] Joel 2, 12.
[3] Gén 3, 19.
[4] J. LECLERQ, Siguiendo el año litúrgico, Madrid 1957, p. 117.
[5] JUAN PABLO II, Homilía Miércoles de Ceniza, 28-II-1979.
[6] Cfr. Mt 6, 24.
[7] Ez 36, 31-32.
[8] JUAN PABLO II, Carta, Novo incipiente, 8-IV-1979.
[9] SAN FRANCISCO DE SALES, Sermón sobre el ayuno.
[10] SAN LEON MAGNO, Liturgia de las Horas, Segunda lectura del Jueves después de Ceniza.
[11] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 3, 3.
[12] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, 9.
[13] Segunda lectura de la Misa. 2 Cor 5, 20-6, 2.
[14] A. M. GARCIA DORRONSORO, Tiempo para creer, p. 118.
[15] Ibídem.