Domingo V de Cuaresma (ciclo C)

Escrito el 09/04/2025
gelizondo12

Domingo V de Cuaresma (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

·Pbro. D. Pablo ARCE Gargollo (Ciudad de México) (www.evangeli.net)

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DEL MISAL MENSUAL

TAMPOCO YO TE CONDENO

Is 43, 16-21; Flp 3, 7-14; Jn 8, 1-11

Si conjuntamos el fragmento del profeta Isaías con el cuarto Evangelio podemos encontrar una clave de lectura para una mejor interpretación de ambos pasajes. En primer lugar, el Señor anuncia que realizará algo nuevo, que no será la simple repetición de las proezas antiguas cumplidas en Egipto. Ahora Dios animará a los israelitas a proclamar y vivir su fe en la adversidad: ya no tendrán independencia política, ni reyes victoriosos. No obstante, tendrán que vivir conforme a la voluntad de Dios, aunque estén sometidos a las burlas y la presión de los pueblos vecinos. En el relato del Evangelio también aparece la novedad: el Señor Jesús regala, sin condiciones, el perdón a la mujer adúltera. Con esta actitud rebasa el estrecho camino de la justa retribución, tan querida a los viejos que acusaban a la mujer y establece el camino de la misericordia y la responsabilidad (“no vuelvas a pecar”).

En este domingo se celebra el tercer escrutinio preparatorio para el Bautismo de los catecúmenos que van a ser admitidos a los sacramentos de la Iniciación Cristiana en la Vigilia Pascual. Se emplean las oraciones e intercesiones propias. que aparecen en las pp. 987-988 (979-980).

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 42, 1-2

Señor, hazme justicia. Defiende mi causa contra gente sin piedad, sálvame del hombre injusto y malvado, tú que eres mi Dios y mi defensa.

ORACIÓN COLECTA

Te rogamos, Señor Dios nuestro, que, con tu auxilio, avancemos animosamente hacia aquel grado de amor con el que tu Hijo, por la salvación del mundo, se entregó a la muerte. El que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo yes Dios por los siglos de los siglos.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Yo realizaré algo nuevo y daré de beber a mi pueblo.

Del libro del profeta Isaías: 43, 16-21

Esto dice el Señor, que abrió un camino en el mar y un sendero en las aguas impetuosas, el que hizo salir a la batalla a un formidable ejército de carros y caballos, que cayeron y no se levantaron, y se apagaron como una mecha que se extingue:

“No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo; yo voy a realizar algo nuevo. Ya está brotando. ¿No lo notan? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida. Me darán gloria las bestias salvajes, los chacales y las avestruces, porque haré correr agua en el desierto, y ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo escogido. Entonces el pueblo que me he formado proclamará mis alabanzas”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6

R/. Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor.

Cuando el Señor nos hizo volver del cautiverio, creíamos soñar; entonces no cesaba de reír nuestra boca, ni se cansaba entonces la lengua de cantar. R/.

Aun los mismos paganos con asombro decían: “¡Grandes cosas ha hecho por ellos el Señor!”. Y estábamos alegres, pues ha hecho grandes cosas por su pueblo el Señor. R/.

Como cambian los ríos la suerte del desierto, cambia también ahora nuestra suerte, Señor, y entre gritos de júbilo cosecharán aquellos que siembran con dolor. R/.

Al ir, iban llorando, cargando la semilla; al regresar, cantando vendrán con sus gavillas. R/.

SEGUNDA LECTURA

Todo lo considero como basura. con tal de asemejarme a Cristo en su muerte.

De la carta del apóstol san Pablo a los filipenses: 3, 7-14

Hermanos: Todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo. Más aún pienso que nada vale la pena en comparación con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor he renunciado a todo, y todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo y de estar unido a él, no porque haya obtenido la justificación que proviene de la ley, sino la que procede de la fe en Cristo Jesús, con la que Dios hace justos a los que creen.

Y todo esto, para conocer a Cristo, experimentarla fuerza de su resurrección, compartir sus sufrimientos y asemejarme a él en su muerte, con la esperanza de resucitar con él de entre los muertos.

No quiero decir que haya logrado ya ese ideal o que sea ya perfecto, pero me esfuerzo en conquistarlo, porque Cristo Jesús me ha conquistado. No, hermanos, considero que todavía no lo he logrado. Pero eso sí, olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO JI 2, 12-13 

R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.

Todavía es tiempo, dice el Señor, conviértanse a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso. R/.

EVANGELIO

Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se le acercaba; y él, sentado entre ellos, les enseñaba.

Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola frente a él, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que dices?”.

Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo.

Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él.

Entonces Jesús se enderezó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?”. Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Escúchanos, Dios todopoderoso, y concede a tus siervos, en quienes infundiste la sabiduría de la fe cristiana, quedar purificados, por la eficacia de este sacrificio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 8, 10-11

¿Nadie te ha condenado, mujer? Nadie, Señor. Yo tampoco te condeno. Ya no vuelvas a pecar.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Te rogamos, Dios todopoderoso, que podamos contarnos siempre entre los miembros de aquel cuyo Cuerpo y Sangre acabamos de comulgar. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO

Bendice, Señor, a tu pueblo, que espera los dones de tu misericordia, y concédele recibir de tu mano generosa lo que tú mismo lo mueves a pedir. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

No pensaréis en las cosas antiguas (Is 43, 16-21)

1ª lectura

Este oráculo forma parte del núcleo doctrinal del «Libro de la Consolación» (40,1-48,22), en donde el éxodo de Egipto es el prototipo de todas las liberaciones realizadas por el Señor. De modo más inmediato apunta a la vuelta de los desterrados de Babilonia. Aunque lo acontecido en la salida de Egipto fue grandioso y digno de ser ponderado, se quedará corto ante un éxodo que será realmente «nuevo» porque su grandeza supera a todo lo antiguo (cfr vv. 18-19). El vaticinio está construido con esmero. Comienza reconociendo a Dios mediante una enumeración abigarrada de los títulos divinos tantas veces repetidos: Señor, Redentor, Santo de Israel, creador y Rey (vv. 14-15); sigue el anuncio del nuevo éxodo teniendo como modelo la tradición del antiguo, sin nombrarlo (vv. 16-21). Después recordará las infidelidades del pueblo con dolor, pero con serenidad (vv. 22-24); y terminará confesando el perdón divino (vv. 25-28). Con esta técnica rebuscada destaca la iniciativa y el protagonismo de Dios en la historia del pueblo.

Las palabras del profeta infunden esperanza en un pronto regreso y dan fuerzas para afrontar la gran tarea de la reconstrucción religiosa de Israel. Pero en todos los momentos de la historia recuerdan también que el Señor nunca abandona a sus elegidos, y constantemente los invita a recomenzar en sus empeños de fidelidad con ardor renovado.

La lucha ascética, deporte sobrenatural (Flp 3, 8-14)

2ª lectura

Todo lo que antes de su conversión constituía para él timbre de gloria, ahora carece de valor comparado con el sublime conocimiento de Cristo. Es éste el que hace justo al hombre, no la Ley de Moisés (cfr Rm 3,21). Por eso, es necesario dejar todo por Cristo y esforzarse por ir configurándose con Él hasta alcanzar la gloria de la resurrección. En esta tarea vale la pena poner todo el empeño posible. Como dice Santa Teresa de Jesús, «importa mucho, y el todo, (...) una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Camino de perfección 35,2).

A continuación, San Pablo insiste en que siempre es necesario esforzarse por crecer en santidad. Sirviéndose de una comparación muy expresiva, tomada de las carreras en el estadio, el Apóstol habla de la lucha ascética como de algo positivo, de un verdadero deporte sobrenatural con auténtico afán de progreso interior. «Que siempre te desagrade lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Pues cuando te agradaste a ti mismo, ahí te quedaste. Pues si dijeras “basta”, en ese momento has perecido. Crece siempre, camina siempre, avanza siempre, no te quedes en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Se queda quien no avanza: retrocede quien se vuelve a las cosas que ya había dejado; se desvía quien apostata. Es mejor andar cojo por el camino que correr fuera del camino» (S. Agustín, Sermones 169,18).

La mujer adúltera (Jn 8, 1-11)

Evangelio

Aunque este episodio falta en bastantes códices antiguos, la Tradición de la Iglesia lo considera inspirado y canónico. Su omisión podría haberse debido a que la misericordia de Jesús hacia esta mujer habría parecido a algunos espíritus demasiado rigoristas una ocasión de relajamiento en las exigencias morales. En todo caso, el episodio viene a confirmar cómo es el juicio de Jesús (8,15): siendo el Justo, no condena; en cambio aquéllos, siendo pecadores, dictan sentencia de muerte. «Conviene avisar que nunca de tal manera nos transportemos en mirar la divina misericordia, que no nos acordemos de la justicia; ni de tal manera miremos la justicia, que no nos acordemos de la misericordia; porque ni la esperanza carezca de temor, ni el temor de la esperanza» (Fray Luis de Granada, Vida de Jesús 13).

La respuesta de Jesús (v. 7) alude al modo de practicar la lapidación entre los judíos: los testigos del delito tenían que arrojar las primeras piedras, después seguía la comunidad, para, de algún modo, borrar colectivamente el oprobio que recaía sobre el pueblo (cfr Dt 17,7). La cuestión, planteada desde un punto de vista legal, es elevada por Jesús al plano moral —que sostiene y justifica el legal— interpelando a la conciencia de cada uno. No viola la Ley, dice San Agustín, y al mismo tiempo no quiere que se pierda lo que Él estaba buscando, porque había venido a salvar lo que estaba perdido: «Mirad qué respuesta tan llena de justicia, de mansedumbre y de verdad. ¡Oh verdadera contestación de la Sabiduría! Lo habéis oído: “Cúmplase la Ley, que sea apedreada la adúltera”. Pero, ¿cómo pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer unos pecadores? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a confesarse pecador. Sufra el castigo aquella pecadora, pero no por mano de pecadores; ejecútese la Ley, pero no por sus transgresores» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 33,5).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

La mujer adúltera

De allí se marchó Jesús al monte, pero al monte de los Olivos, monte fructuoso, monte del ungüento, monte del crisma. ¿Dónde era conveniente que enseñase Cristo sino en el monte de los Olivos? El nombre de Cristo viene de la palabra griega Xrisma, que es unción en latín. Nos ungió precisamente porque nos habilitó para luchar contra el diablo. Y de mañana volvió otra vez al templo, y todo el pueblo vino a Él, y, sentado, les enseñaba.

Y nadie le prendía, porque todavía no se dignaba padecer.

Atended ya ahora en que pusieron a prueba sus enemigos la mansedumbre del Señor. Le llevan los escribas y fariseos una mujer sorprendida en adulterio y la colocan en medio y le dicen: Maestro, esta mujer acaba de ser cogida en adulterio, y Moisés nos manda en la ley apedrear a esta clase de mujeres; tú ¿qué dices? Esto se lo decían tentándole, con el fin de poderle acusar. Pero ¿de qué podían acusarle? ¿Es que le habían sorprendido por ventura en algún crimen o es que aquella mujer era considerada como si estuviera de algún modo en relación con El? ¿Qué significa, pues: Tentándole, para tener de qué acusarle?

Aquí se ve, hermanos, cómo descuella en el Señor su admirable mansedumbre. Se dieron cuenta de que era dulce y manso en extremo, ya que de Él estaba ya predicho: Ciñe tu espada sobre tu muslo, ¡oh poderosísimo!

Enristra con tu belleza y hermosura y marcha con prosperidad y reina por tu verdad, mansedumbre y justicia[1]. Nos dio, pues, a conocer la verdad como maestro, y la mansedumbre como libertador, y la justicia como juez. Por eso predijo el profeta que reinaría en el Espíritu Santo[2]. Cuando hablaba, se reconocía la verdad, y cuando no se enfurecía contra sus enemigos, se elogiaba su mansedumbre. Pues como sus enemigos por estas dos cosas, es decir, por la verdad y la mansedumbre, se consumían de odio y de envidia, le echaron un lazo en la tercera, es decir, en la justicia. ¿Cómo? La ley preceptuaba apedrear a las adúlteras; y la ley, ciertamente, no podía preceptuar injusticia alguna: si decía algo distinto de lo que preceptuaba la ley, se le sorprendería en la injusticia. Decían, pues, entre ellos: Se le cree amigo de la verdad y parece amable; hay que poner a prueba con sagacidad su justicia. Presentémosle una mujer sorprendida en adulterio y digámosle lo que acerca de ella la ley preceptúa. Si ordena que sea apedreada, dejará de ser amable; y si juzga que se la debe absolver, será transgresor de la justicia. Pero dicen ellos: Para no sacrificar su mansedumbre, por la que se ha hecho tan amable al pueblo, dirá indudablemente que debe ser absuelta. Esta será la ocasión de acusarle y hacerle reo como prevaricador de la ley, diciéndole: Tú eres un enemigo de la ley; sentencias contra Moisés; mucho más: contra Aquel que dio la ley; tú eres reo de muerte y tú mismo debes ser apedreado junto con ella.

¡Qué palabras y razonamientos tan adecuados para encender más la pasión de la envidia y hacer arder más el fuego de la acusación y para ser exigida con instancia la condenación! Y todo esto, ¿contra quién? La perversidad contra la Rectitud, y la falsedad contra la Verdad, y el corazón pervertido contra el corazón recto, y la insipiencia contra la Sabiduría. ¿Cuándo iban ellos a preparar lazos en los que no cayeran primero de cabeza ellos? Mirad cómo el Señor en su respuesta pone a salvo la justicia sin detrimento de la mansedumbre. No fue prendido Aquel a quien el lazo se tendía, sino que fueron presos primero quienes lo tendían: es que no creían en Aquel que podía librarlos de todos los ardides.

¿Qué respuesta dio, pues, el Señor Jesús? ¿Cuál fue la respuesta de la Verdad? ¿Cuál fue la de la Sabiduría? ¿Cuál fue la de la Justicia misma, contra la que iba dirigida la calumnia? La respuesta no fue: «Que no sea apedreada», no pareciese que procedía contra la ley; ni mucho menos esta otra: «Que sea apedreada»; es que no había venido a perder lo que había hallado, sino a buscar lo que había perecido[3]. ¿Qué respuesta fue la suya? Mirad qué respuesta tan saturada de justicia, y de mansedumbre, y de verdad: Quien de vosotros esté sin pecado, que tire contra ella la piedra el primero. ¡Oh qué contestación la de la Sabiduría! ¡Cómo les hizo entrar dentro de sí mismos! No hacían más que calumniar a los demás y no se examinaban por dentro a sí mismos; clavaban los ojos en la adúltera y no los clavaban en sí mismos. Siendo ellos transgresores de la ley, querían que se cumpliese la ley, y esto a base de toda clase de astucias, no según las exigencias de la verdad, como sería condenar al adulterio en nombre de la propia castidad.

Acabáis de oír, judíos y fariseos y doctores de la ley, al Custodio de la ley, pero que aún no habéis comprendido al Legislador. ¿Qué otra cosa, pues, quiere daros a entender cuando escribe con el dedo en la tierra? La ley fue escrita con el dedo de Dios, pero en piedra, por la dureza de los corazones[4]. Ahora escribía ya el Señor en la tierra, porque quería sacar de ella algún fruto. Lo habéis oído, pues. Cúmplase la ley; que sea apedreada. Pero ¿es, por ventura, justo que la ley la ejecuten quienes, como ella, deben ser castigados? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a hacer confesión. Pues sabe quién es: No hay nadie que conozca la interioridad del hombre sino el espíritu del hombre, que existe en él[5]. Todo el que dirige su vista al interior, se ve pecador. Esto es claro que es así. Luego o tenéis que dejarla libre o tenéis que someteros juntamente con ella al peso de la ley.

Si su sentencia hubiera sido que no sea apedreada la adúltera, se pondría en evidencia que era injusto; y si hubiera sido que sea apedreada, no parecería ser manso. La sentencia del que es manso y justo, tenía que ser:

Quien de vosotros esté sin pecado, que arroje el primero contra ella la piedra. Es la justicia la que sentencia: Sufra el castigo la pecadora; pero no por pecadores; ejecútese la ley, pero no por sus transgresores. Esta es en absoluto la sentencia de la justicia. Y ellos, heridos por ella como por un grueso dardo, se miran a sí mismos y se ven reos y salen todos de allí uno después de otro. Sólo dos se quedan allí: la miserable y la misericordia. Y el Señor, después, de haberles clavado en el corazón el dardo de su justicia, ni mirar se digna siquiera cómo van desapareciendo, sino que aparta de ellos su vista y vuelve otra vez a escribir con el dedo en la tierra.

Sola aquella mujer e idos todos, levantó sus ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia; oigamos ahora también la voz de la mansedumbre. ¡Qué aterrada debió quedar aquella mujer cuando oyó decir al Señor:

¡Quien de vosotros esté sin pecado, que lance contra ella la piedra el primero! Mas ellos se miran a sí mismos y, con su fuga confesándose reos, dejan sola a aquella mujer con su gran pecado en presencia de aquel que no tenía pecado. Y como le había ella oído decir: El que esté sin pecado, que arroje contra ella la piedra el primero, temía ser castigada por aquel en el que no podía hallarse pecado alguno. Más el que había alejado de sí a sus enemigos con las palabras de la justicia, clava en ella los ojos de la misericordia y le pregunta: ¿No te ha condenado nadie? Contesta ella: Señor, nadie. Y El: Ni yo mismo te condeno; yo mismo, de quien tal vez temiste ser castigada, porque no hallaste en mí pecado alguno. Ni yo mismo te condeno. Señor, ¿qué es esto? ¿Favoreces tú a los pecados? Es claro que no es así. Mira lo que sigue: Vete y no quieras pecar más en adelante. Luego el Señor dio sentencia de condenación, pero contra el pecado, no contra el hombre. Pues, si fuera El favorecedor de los pecados, le habría dicho: Ni yo mismo te condeno, vete y vive a tus anchas; bien segura puedes estar de mi absolución; yo mismo, peques lo que peques, te libraré de todas las penas, aun de las del infierno, y de sus verdugos. No fue ésta su sentencia.

Que se fijen en esto quienes aman en el Señor la mansedumbre y teman la justicia; porque dulce y recto es el Señor[6]. Tú lo amas porque es dulce; témelo también, porque es recto. Así habla como manso: Callé[7]; pero, como justo, añade: ¿Callaré, por ventura, siempre? Misericordioso y compasivo es el Señor[8]. Así es, efectivamente. Todavía hay que añadir: y magnánimo; más todavía: y muy misericordioso; pero teme lo último que añade: y veraz. A los que soporta ahora como pecadores, los juzgará después como menospreciadores. ¿Es que desprecias las riquezas de su magnanimidad y mansedumbre? ¿No sabes que la paciencia de Dios te convida a penitencia? Más tú, por la dureza e impenitencia de tu corazón, te vas atesorando ira para el día de la ira y del justo juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras[9]. Manso y magnánimo y misericordioso es el Señor, pero también es el Señor justo y veraz. Él te da tiempo para tu corrección; pero tú amas la dilación más que la enmienda. ¿Fuiste ayer malo? Sé hoy bueno. ¿Has pasado el día de hoy en el pecado? No sigas así mañana. Tú siempre esperando y prometiéndote muchísimo de la misericordia de Dios, como si el que te promete el perdón si te arrepientes, te hubiera prometido también vida más larga. ¿Cómo sabes lo que te proporcionará el día de mañana? Razón tienes cuando hablas así en tu corazón: Cuando me corrija, me perdonará Dios todos mis pecados. No se puede negar que Dios promete el perdón a los que se corrigen y convierten. Pero en el profeta que tú me estás leyendo que Dios prometió el perdón al arrepentido, no me lees tú que te prometió vida larga.

Por dos cosas, pues, están en peligro los hombres. Por la esperanza y por la desesperación, que son cosas contrarias, efectos contrarios. Se engaña esperando, se engaña el que dice: Dios es bueno y puedo hacer lo que me plazca y lo que quiero; puedo soltar las riendas a mi concupiscencia y dar satisfacción a los deseos de mi alma. ¿Y por qué esto? Porque Dios es bueno y Dios es misericordioso y manso. La esperanza es un peligro para estos hombres.

La desesperación, en cambio, pone en peligro a aquellos que, una vez caídos en graves pecados, creen que ya no hay perdón para ellos, aunque se arrepientan; y considerándose ya, sin duda alguna, como destinados al infierno, dicen en sí mismos: Nosotros ya estamos condenados sin remedio, ¿por qué no hacemos todo lo que nos plazca? Su disposición de alma es como la de los gladiadores destinados a morir por la espada. Por eso son tan perjudiciales los desesperados: ya no tienen nada que temer y son espantosamente temibles. El alma fluctúa entre la esperanza y la desesperación. Teme no te mate la esperanza y, esperando mucho en la misericordia de Dios, caigas en manos de su justicia. Teme también no te mate la desesperación y, creyendo que no es posible que se te perdonen los pecados que cometiste, te niegues a hacer penitencia e incurras en el juicio de la Sabiduría, que dice: Yo me reiré también de vuestra ruina…[10]

¿Qué remedio proporciona el Señor a quienes están en peligro de muerte por una u otra de estas enfermedades? A los que están en peligro de muerte por la esperanza, les da este remedio: No demores tu conversión al Señor ni la difieras un día por otro, porque pronto llegará la ira de Dios, y en el momento de la venganza será tu ruina[11]. ¿Qué remedio da a quienes pone en peligro de muerte la desesperación? En el momento mismo en que el inicuo se convierta, olvidaré para siempre todas sus iniquidades[12]. Por causa de aquellos que están en peligro por la desesperación, ofrece el puerto de la indulgencia; y por los que pone en peligro la esperanza y son víctimas del engaño por la dilación, deja en la incertidumbre el día de la muerte. No sabes cuándo llegará el último día. ¿Eres ingrato, precisamente, porque tienes el día de hoy para corregirte? En este sentido habla a esta mujer: Ni yo te condenaré. Segura, pues, de lo pasado, ponte en guardia para el futuro. Ni yo te condenaré. Yo he borrado los pecados que cometiste; observa lo que te he preceptuado para que llegues a conseguir lo que te he prometido.

(Comentario al Evangelio de San Juan (I), Tratado 33, puntos 3-8, O.C. (XIII), BAC Madrid 1968, pp. 667-75)

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FRANCISCO – Ángelus, Homilías y libro - entrevista “El nombre de Dios es Misericordia”

Ángelus 2016

La miseria y la misericordia, una frente a la otra

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (cf. Jn 8, 1-11), es tan bonito, a mí me gusta mucho leerlo y releerlo. Nos presenta el episodio de la mujer adúltera, poniendo de relieve el tema de la misericordia de Dios, que nunca quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena ocurre en la explanada del Templo. Imagináosla allí, en el atrio [de la basílica de San Pedro]. Jesús está enseñando a la gente, y llegan algunos escribas y fariseos que conducen delante de Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en el medio entre Jesús y la multitud (cf. v. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad, ellos no fueron al Maestro para pedirle su opinión —era gente mala—, sino para tenderle una trampa. De hecho, si Jesús siguiera la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perdería su fama de mansedumbre y bondad que tanto fascina al pueblo; si en cambio quisiera ser misericordioso, debería ir contra la ley, que Él mismo dijo que no quería abolir sino dar cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Y Jesús está en medio de esta situación.

Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Tú que dices?» (v. 5). Jesús no responde, se calla y realiza un gesto misterioso: «inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra» (v. 7). Quizás hacía dibujos, algunos dicen que escribía los pecados de los fariseos... de cualquier manera, escribía, estaba en otro lado. De este modo invita a todos a la calma, a no actuar inducidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios. Pero aquellos malvados insisten y esperan de él una respuesta. Parecía que tenían sed de sangre. Entonces Jesús levanta la mirada y les dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (v. 7). Esta respuesta desubica los acusadores, los desarma a todos en el sentido estricto de la palabra: todos depusieron las «armas», o sea las piedras listas para ser arrojadas, tanto las visibles contra la mujer, como las escondidas contra Jesús. Y mientras el Señor sigue escribiendo en la tierra, haciendo dibujos, no sé..., los acusadores se van uno tras otro, con la cabeza baja, comenzando por los más ancianos que eran más conscientes de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace ser conscientes de que también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros —todas estas cosas que nosotros conocemos bien—, ¡qué bien nos hará tener el coraje de hacer caer en el suelo las piedras que tenemos para arrojárselas a los demás y pensar un poco en nuestros pecados!

Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva.

Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros, que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No quiero que tú mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que también nosotros lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien, y esto es posible —¡es posible!— con su gracia.

Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente a la misericordia de Dios, para convertirnos en criaturas nuevas.

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Ángelus 2013

Dios nunca se cansa de perdonar.

Hermanos y hermanas, buenos días.

Tras el primer encuentro del miércoles pasado, hoy puedo dirigirles nuevamente mi saludo a todos. Y me alegra hacerlo en el domingo, en el día del Señor. Para nosotros los cristianos, esto es hermoso e importante: reunirnos el domingo, saludarnos, hablar unos con otros, como ahora aquí, en la plaza. Una plaza que, gracias a los medios de comunicación, tiene las dimensiones del mundo.

En este quinto domingo de Cuaresma, el evangelio nos presenta el episodio de la mujer adúltera (cf. Jn 8, 1-11), que Jesús salva de la condena a muerte. Conmueve la actitud de Jesús: no oímos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino solamente palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más” (v. 11). Y, hermanos y hermanas, el rostro de Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia. ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios, la paciencia que tiene con cada uno de nosotros? Ésa es su misericordia. Siempre tiene paciencia, paciencia con nosotros, nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito. “Grande es la misericordia del Señor”, dice el Salmo.

En estos días, he podido leer un libro de un cardenal –el Cardenal Kasper, un gran teólogo, un buen teólogo–, sobre la misericordia. Y ese libro me ha hecho mucho bien. Pero no creáis que hago publicidad a los libros de mis cardenales. No es eso. Pero me ha hecho mucho bien, mucho bien. El Cardenal Kasper decía que al escuchar misericordia, esta palabra cambia todo. Es lo mejor que podemos escuchar: cambia el mundo. Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo. Necesitamos comprender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia... Recordemos al profeta Isaías, cuando afirma que, aunque nuestros pecados fueran rojo escarlata, el amor de Dios los volverá blancos como la nieve. Es hermoso, esto de la misericordia.

Recuerdo que en 1992, apenas siendo Obispo, llegó a Buenos Aires la Virgen de Fátima y se celebró una gran Misa por los enfermos. Fui a confesar durante esa Misa. Y, casi al final de la Misa, me levanté, porque debía ir a confirmar. Se acercó entonces una señora anciana, humilde, muy humilde, de más de ochenta años. La miré y le dije: “Abuela –porque así llamamos nosotros a las personas ancianas–: Abuela ¿desea confesarse?” Sí, me dijo. “Pero si usted no tiene pecados...” Y ella me respondió: “Todos tenemos pecados”. Pero, quizás el Señor no la perdona... “El Señor perdona todo”, me dijo segura. Pero, ¿cómo lo sabe usted, señora? “Si el Señor no perdonara todo, el mundo no existiría”. Tuve ganas de preguntarle: Dígame, señora, ¿ha estudiado usted en la Gregoriana? Porque ésa es la sabiduría que concede el Espíritu Santo: la sabiduría interior hacia la misericordia de Dios.

No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y, padre, ¿cuál es el problema?” El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos. Invoquemos la intercesión de la Virgen, que tuvo en sus brazos la Misericordia de Dios hecha hombre. Ahora todos juntos recemos el Ángelus.

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Homilía del 29 de marzo de 2019, en la Celebración penitencial

Estamos en el corazón de Dios antes que los errores, que las reglas

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia» (In Io. Ev. tract. 33,5). Así encuadra san Agustín el final del Evangelio que hemos escuchado recientemente. Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Para Jesús, esa mujer sorprendida en adulterio no representa un parágrafo de la Ley, sino una situación concreta en la que implicarse. Por eso se queda allí, en silencio. Y mientras tanto realiza dos veces un gesto misterioso: «escribe con el dedo en el suelo» (Jn 8,6.8). No sabemos qué escribió, y quizás no es lo más importante: el Evangelio resalta el hecho de que el Señor escribe. Viene a la mente el episodio del Sinaí, cuando Dios había escrito las tablas de la Ley con su dedo (cf. Ex 31,18), tal como hace ahora Jesús. Más tarde Dios, por medio de los profetas, prometió que no escribiría más en tablas de piedra, sino directamente en los corazones (cf. Jr 31,33), en las tablas de carne de nuestros corazones (cf. 2 Co3,3). Con Jesús, misericordia de Dios encarnada, ha llegado el momento de escribir en el corazón del hombre, de dar una esperanza cierta a la miseria humana: de dar no tanto leyes exteriores, que a menudo dejan distanciados a Dios y al hombre, sino la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera. Así sucede con esa mujer, que encuentra a Jesús y vuelve a vivir. Y se marcha para no pecar más (cf. Jn 8,11). Jesús es quien, con la fuerza del Espíritu Santo, nos libra del mal que tenemos dentro, del pecado que la Ley podía impedir, pero no eliminar.

Sin embargo, el mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva. Para apartarse de él no basta nuestro esfuerzo, se necesita un amor más grande. Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación del mal hay que dejar actuar al Señor, que perdona y sana. Y lo hace sobre todo a través del sacramento que estamos por celebrar. La confesión es el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón. Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que él es Padre y nos ama más que nosotros mismos.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Solo ellos. Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo, pero no sabemos desde dónde. El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo. Y renace siempre de allí: del perdón sorprendente de Dios, de su misericordia que nos restablece. Solo sintiéndonos perdonados podemos salir renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados plenamente por el Padre. Solo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros. Volvamos a escuchar una frase que el Señor nos ha dicho por medio del profeta Isaías: «Realizo algo nuevo» (Is 43,18). El perdón nos da un nuevo comienzo, nos hace criaturas nuevas, nos hace ser testigos de la vida nueva. El perdón no es una fotocopia que se reproduce idéntica cada vez que se pasa por el confesionario. Recibir el perdón de los pecados a través del sacerdote es una experiencia siempre nueva, original e inimitable. Nos hace pasar de estar solos con nuestras miserias y nuestros acusadores, como la mujer del Evangelio, a sentirnos liberados y animados por el Señor, que nos hace empezar de nuevo.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». ¿Qué hacer para dejarse cautivar por la misericordia, para superar el miedo a la confesión? Escuchemos de nuevo la invitación de Isaías: «¿No lo reconocéis?» (Is 43,18). Reconocer el perdón de Dios es importante. Sería hermoso, después de la confesión, quedarse como aquella mujer, con la mirada fija en Jesús que nos acaba de liberar: Ya no en nuestras miserias, sino en su misericordia. Mirar al Crucificado y decir con asombro: “Allí es donde han ido mis pecados. Tú los has cargado sobre ti. No me has apuntado con el dedo, me has abierto los brazos y me has perdonado otra vez”. Es importante recordar el perdón de Dios, recordar la ternura, volver a gustar la paz y la libertad que hemos experimentado. Porque este es el corazón de la confesión: no los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. Sin embargo, nos puede asaltar una duda: “no sirve confesarse, siempre cometo los mismos pecados”. Pero el Señor nos conoce, sabe que la lucha interior es dura, que somos débiles y propensos a caer, a menudo reincidiendo en el mal. Y nos propone comenzar a reincidir en el bien, en pedir misericordia. Él será quien nos levantará y convertirá en criaturas nuevas. Entonces reemprendamos el camino desde la confesión, devolvamos a este sacramento el lugar que merece en nuestra vida y en la pastoral.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». También nosotros vivimos hoy en la confesión este encuentro de salvación: nosotros, con nuestras miserias y nuestro pecado; el Señor, que nos conoce, nos ama y nos libera del mal. Entremos en este encuentro, pidiendo la gracia de redescubrirlo.

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Homilía en la Parroquia de Santa Ana, el 17 de marzo de 2013

Jesús tiene una especial capacidad de olvidar

Es hermoso esto: Jesús solo en el monte, orando. Oraba solo (cf. Jn 8, 1). Después, se presentó de nuevo en el Templo, y todo el pueblo acudía a él (cf. v. 2). Jesús en medio del pueblo. Y luego, al final, lo dejaron solo con la mujer (cf. v. 9). ¡Aquella soledad de Jesús! Pero una soledad fecunda: la de la oración con el Padre y esa, tan bella, que es precisamente el mensaje de hoy de la Iglesia, la de su misericordia con aquella mujer.

También hay una diferencia entre el pueblo. Todo el pueblo acudía a él; él se sentó y comenzó a enseñarles: el pueblo que quería escuchar las palabras de Jesús, la gente de corazón abierto, necesitado de la Palabra de Dios. Había otros que no escuchaban nada, incapaces de escuchar; y estaban los que fueron con aquella mujer: “Mira, Maestro, esta es una tal y una cual... Tenemos que hacer lo que Moisés nos mandó hacer con estas mujeres” (cf. vv. 4-5).

Creo que también nosotros somos este pueblo que, por un lado, quiere oír a Jesús pero que, por otro, a veces nos gusta hacer daño a los otros, condenar a los demás. El mensaje de Jesús es éste: La misericordia. Para mí, lo digo con humildad, es el mensaje más fuerte del Señor: la misericordia. Pero él mismo lo ha dicho: “No he venido para los justos”; los justos se justifican por sí solos. ¡Bah!, Señor bendito, si tú puedes hacerlo, yo no. Pero ellos creen que sí pueden hacerlo... Yo he venido para los pecadores (cf. Mc 2, 17).

Pensad en aquella cháchara después de la vocación de Mateo: “¡Pero este va con los pecadores!” (cf. Mc 2, 16). Y él ha venido para nosotros, cuando reconocemos que somos pecadores. Pero si somos como aquel fariseo ante el altar - “Te doy gracias, porque no soy como los demás hombres, y tampoco como ese que está a la puerta, como ese publicano” (cf. Lc 18, 11-12) -, no conocemos el corazón del Señor, y nunca tendremos la alegría de sentir esta misericordia. No es fácil encomendarse a la misericordia de Dios, porque eso es un abismo incomprensible. Pero hay que hacerlo. “Ay, padre, si usted conociera mi vida, no me hablaría así”. “¿Por qué, qué has hecho?”. “¡Ay padre!, las he hecho gordas”. “¡Mejor!”. “Acude a Jesús. A él le gusta que se le cuenten estas cosas”. Él se olvida, él tiene una capacidad de olvidar, especial. Se olvida, te besa, te abraza y te dice solamente: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8, 11). Sólo te da ese consejo. Después de un mes, estamos en las mismas condiciones... Volvamos al Señor. El Señor nunca se cansa de perdonar, ¡jamás! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Y pidamos la gracia de no cansarnos de pedir perdón, porque él nunca se cansa de perdonar. Pidamos esta gracia.

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Homilía del lunes 7 de abril de 2014

El perdón en una caricia

 “Dios perdona no con un decreto sino con una caricia”. Y con la misericordia “Jesús va incluso más allá de la ley y perdona acariciando las heridas de nuestros pecados”. A esta gran ternura divina el Papa Francisco dedicó la homilía de la misa del lunes 7 de abril.

“Las lecturas de hoy -explicó el Pontífice- nos hablan del adulterio”, que junto a la blasfemia y la idolatría era considerado “un pecado gravísimo en la ley de Moisés”, sancionado “con la pena de muerte” por lapidación. El adulterio, en efecto, “va contra la imagen de Dios, la fidelidad de Dios”, porque “el matrimonio es el símbolo, y también una realidad humana de la relación fiel de Dios con su pueblo”. Así, “cuando se arruina el matrimonio con un adulterio, se ensucia esta relación entre Dios y el pueblo”. En ese tiempo era considerado “un pecado grave” porque “se ensuciaba precisamente el símbolo de la relación entre Dios y el pueblo, de la fidelidad de Dios”.

En el pasaje evangélico propuesto en la liturgia (Jn 8, 1-11), que relata la historia de la mujer adúltera, “encontramos a Jesús que estaba sentado allí, entre mucha gente, y hacía las veces de catequista, enseñaba”. Luego “se acercaron los escribas y los fariseos con una mujer que llevaban delante de ellos, tal vez con las manos atadas, podemos imaginar”. Y, así, “la colocaron en medio y la acusaron: ¡he aquí una adúltera!”. Se trataba de una “acusación pública”. Y, relata el Evangelio, hicieron una pregunta a Jesús: “¿Qué tenemos que hacer con esta mujer? Tú nos hablas de bondad pero Moisés nos dijo que tenemos que matarla”. Ellos “decían esto -destacó el Pontífice- para ponerlo a prueba, para tener un motivo para acusarlo”. En efecto, “si Jesús decía: sí, adelante con la lapidación”, tenían la ocasión de decir a la gente: “pero este es vuestro maestro tan bueno, mira lo que hizo con esta pobre mujer”. Si, en cambio, “Jesús decía: no, pobrecilla, perdonadla”, he aquí que podían acusarlo “de no cumplir la ley”. Su único objetivo era “poner precisamente a prueba y tender una trampa” a Jesús. “A ellos no les importaba la mujer; no les importaban los adulterios”. Es más, “tal vez algunos de ellos eran adúlteros”.

Por su parte, a pesar de que había mucha gente alrededor, “Jesús quería permanecer solo con la mujer, quería hablar al corazón de la mujer: es la cosa más importante para Jesús”. Y “el pueblo se había marchado lentamente” tras escuchar sus palabras: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.

“El Evangelio con una cierta ironía -comentó el obispo de Roma- dice que todos se marcharon, uno por uno, comenzando por los más ancianos”. He aquí, entonces, “el momento de Jesús confesor”. Queda “solo con la mujer”, que permanecía “allí en medio”. Mientras tanto, “Jesús estaba inclinado y escribía con el dedo en el polvo de la tierra. Algunos exegetas dicen que Jesús escribía los pecados de estos escribas y fariseos. Tal vez es una imaginación”. Luego “se levantó y miró” a la mujer, que estaba “llena de vergüenza, y le dijo: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? Estamos solos, tú y yo. Tú ante Dios. Sin acusaciones, sin críticas: tú y Dios”.

La mujer no se proclama víctima de “una falsa acusación”, no se defiende afirmando: “yo no cometí adulterio”. No, “ella reconoce su pecado” y responde a Jesús: “Ninguno, Señor, me ha condenado”. A su vez Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más, para no pasar un mal momento, para no pasar tanta vergüenza, para no ofender a Dios, para no ensuciar la hermosa relación entre Dios y su pueblo”.

Así, pues, “Jesús perdona. Pero aquí hay algo más que el perdón. Porque como confesor Jesús va más allá de la ley”. En efecto, “la ley decía que ella tenía que ser castigada”. Pero Él “va más allá. No le dice: no es pecado el adulterio. Ni tampoco la la condena con la ley”. Precisamente “este es el misterio de la misericordia de Jesús”.

Y “Jesús para tener misericordia” va más allá de “la ley que mandaba la lapidación”; y dice a la mujer que se marche en paz. “La misericordia -explicó el Papa- es algo difícil de comprender: no borra los pecados”, porque para borrar los pecados “está el perdón de Dios”. Pero “la misericordia es el modo como perdona Dios”. Porque “Jesús podía decir: yo te perdono, anda. Como dijo al paralítico: tus pecados están perdonados”. En esta situación “Jesús va más allá” y aconseja a la mujer “que no peque más”. Y “aquí se ve la actitud misericordiosa de Jesús: defiende al pecador de los enemigos, defiende al pecador de una condena justa”.

Esto, añadió el Pontífice, “vale también para nosotros”. Y afirmó: “¡Cuántos de nosotros tal vez mereceríamos una condena! Y sería incluso justa. Pero Él perdona”. ¿Cómo? “Con esta misericordia” que “no borra el pecado: es el perdón de Dios el que lo borra”, mientras que “la misericordia va más allá”. Es “como el cielo: nosotros miramos al cielo, vemos muchas estrellas, pero cuando sale el sol por la mañana, con mucha luz, las estrellas no se ven”. Y “así es la misericordia de Dios: una gran luz de amor, de ternura”. Porque “Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia”. Lo hace “acariciando nuestras heridas de pecado porque Él está implicado en el perdón, está involucrado en nuestra salvación”.

Con este estilo, concluyó el Papa, “Jesús es confesor”. No humilla a la mujer adúltera, “no le dice: qué has hecho, cuándo lo has hecho, cómo lo has hecho y con quién lo has hecho”. Le dice en cambio “que se marche y que no peque más: es grande la misericordia de Dios, es grande la misericordia de Jesús: nos perdona acariciándonos”.

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“El nombre de Dios es Misericordia”

Entrevista al Papa Francisco realizada por Andrea Tornelli

La misericordia es el primer atributo de Dios

¿Puede haber oposición entre verdad y misericordia, o entre doctrina y misericordia?

Respondo así: la misericordia es verdadera, es el primer atributo de Dios. Después podemos hacer reflexiones teológicas sobre doctrina y misericordia, pero sin olvidar que la misericordia es doctrina. Sin embargo, a mí me gusta más decir: la misericordia es verdadera. Cuando Jesús se halla ante una adúltera y la gente que estaba dispuesta a lapidarla aplicando la Ley mosaica, se detiene y escribe en la arena. No sabemos qué escribió, el Evangelio no lo dice, pero todos los que estaban allí, dispuestos a lanzar su piedra, la dejan caer y, uno tras otro, se marchan. Queda sólo la mujer, aún asustada tras haber estado a un paso de la muerte. A ella Jesús le dice: «Tampoco yo te condeno, vete y no peques más». No sabemos cómo fue su vida después de aquel encuentro, tras aquella intervención y aquellas palabras de Jesús. Sabemos que fue perdonada. Sabemos que Jesús dice que hay que perdonar setenta veces siete: lo importante es volver a menudo a las fuentes de la misericordia y de la gracia.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2010

Aprendamos a ser intransigentes con el pecado e indulgentes con las personas

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos llegado al quinto domingo de Cuaresma, en el que la liturgia nos propone, este año, el episodio evangélico de Jesús que salva a una mujer adúltera de la condena a muerte (Jn 8, 1-11). Mientras está enseñando en el Templo, los escribas y los fariseos llevan ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio, para la cual la ley de Moisés preveía la lapidación. Esos hombres piden a Jesús que juzgue a la pecadora con la finalidad de “ponerlo a prueba” y de impulsarlo a dar un paso en falso. La escena está cargada de dramatismo: de las palabras de Jesús depende la vida de esa persona, pero también su propia vida. De hecho, los acusadores hipócritas fingen confiarle el juicio, mientras que en realidad es precisamente a él a quien quieren acusar y juzgar. Jesús, en cambio, está “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14): él sabe lo que hay en el corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al pecador, y desenmascarar la hipocresía.

El evangelista san Juan pone de relieve un detalle: mientras los acusadores lo interrogan con insistencia, Jesús se inclina y se pone a escribir con el dedo en el suelo. San Agustín observa que el gesto muestra a Cristo como el legislador divino: en efecto, Dios escribió la ley con su dedo en las tablas de piedra (cf. Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5). Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona. Y ¿cuál es su sentencia? “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. Estas palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13, 8-10). Es la justicia que salvó también a Saulo de Tarso, transformándolo en san Pablo (cf. Flp 3, 8-14).

Cuando los acusadores “se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos”, Jesús, absolviendo a la mujer de su pecado, la introduce en una nueva vida, orientada al bien: “Tampoco yo te condeno; vete y en adelante no peques más”. Es la misma gracia que hará decir al Apóstol: “Una cosa hago: olvido lo que dejé detrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Flp 3, 13-14). Dios sólo desea para nosotros el bien y la vida; se ocupa de la salud de nuestra alma por medio de sus ministros, liberándonos del mal con el sacramento de la Reconciliación, a fin de que nadie se pierda, sino que todos puedan convertirse.

En este Año sacerdotal, deseo exhortar a los pastores a imitar al santo cura de Ars en el ministerio del perdón sacramental, para que los fieles vuelvan a descubrir su significado y belleza, y sean sanados nuevamente por el amor misericordioso de Dios, que “lo lleva incluso a olvidar voluntariamente el pecado, con tal de perdonarnos” (Carta para la convocatoria del Año sacerdotal).

Queridos amigos, aprendamos del Señor Jesús a no juzgar y a no condenar al prójimo. Aprendamos a ser intransigentes con el pecado —¡comenzando por el nuestro!— e indulgentes con las personas. Que nos ayude en esto la santa Madre de Dios, que, exenta de toda culpa, es mediadora de gracia para todo pecador arrepentido.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Jesús manifiesta la misericordia del Padre

Artículo 2. “Y EN JESUCRISTO, SU UNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR”

I. JESUS

430. Jesús quiere decir en hebreo: “Dios salva”. En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que “¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?” (Mc 2, 7), es él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres.

545. Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

589. Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).

Artículo 8. EL PECADO

I. LA MISERICORDIA Y EL PECADO

1846. El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

1847. “Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (S. Agustín, serm. 169,11,13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).

La sublime riqueza del conocimiento de Cristo

133. La Iglesia “recomienda insistentemente a todos los fieles...la lectura asidua de la Escritura para que adquieran ‘la ciencia suprema de Jesucristo’ (Flp 3,8), ‘pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo’ (S. Jerónimo)” (DV 25).

428. El que está llamado a “enseñar a Cristo” debe por tanto, ante todo, buscar esta “ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo”; es necesario “aceptar perder todas las cosas ... para ganar a Cristo, y ser hallado en él” y “conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 8-11).

II. LA RESURRECCION OBRA DE LA SANTISIMA TRINIDAD

648. La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que “ha resucitado” (cf. Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente “Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.

989. Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

            Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

            La muerte

1006. “Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es “salario del pecado” (Rm 6, 23; cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-11).

El juicio temerario

III. LAS OFENSAS A LA VERDAD

2475. Los discípulos de Cristo se han “revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,28). “Desechando la mentira” (Ef 5,25), deben “rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias” (1 P 2,1).

2476. Falso testimonio y perjurio. Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio (cf. Pr 19,9). Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado (cf Pr 18,5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces.

2477. El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto (cf CIC, can. 220). Se hace culpable

– de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero, sin fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo.

– de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran (cf Si 21,28).

– de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.

2478. Para evitar el juicio temerario, cada uno deberá interpretar en cuanto sea posible en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de su prójimo:

            Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve (S. Ignacio de Loyola, ex. spir. 22).

2479. Maledicencia y calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. Ahora bien, el honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y la caridad.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio

El incidente de la mujer sorprendida en adulterio está puesto en este Domingo al abrigo de la Pascua en cuanto que está ambientado geográficamente en los adyacentes del templo de Jerusalén y cronológicamente hacia el fin de la vida de Jesús. Comienza así:

«Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba».

El fragmento de la adúltera se encuentra en el Evangelio de Juan, no en el de Lucas, que se lee este año. Pero, su contenido es tan cercano al espíritu de este evangelista que la liturgia ha hecho bien en insertarlo en este punto, después de la parábola del hijo pródigo. Esto nos dice que la misma realidad es aún más bella que la parábola. En la parábola, hay un hijo mayor que, sin embargo, permanece en casa y, es más, se enfada del perdón acordado tan fácilmente para con el hijo menor; en realidad, el hermano mayor, Jesús, no ha permanecido en casa sino que él ha ido en busca del hermano menor para volverlo a traer a casa. La adúltera es una de las tantas ovejas descarriadas, que Jesús trae de nuevo al redil sobre sus hombros.

El suceso de la adúltera es un mini-drama en dos actos o dos escenas. La primera escena tiene muchos personajes: los acusadores, la mujer, Jesús; la segunda, sólo dos: Jesús y la mujer. Leamos lo que se refiere al primer acto:

«Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: ‘Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?’ Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: ‘El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra’. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos».

Reconstruyamos mentalmente la escena. Jesús está enseñando. De improviso, el círculo de los oyentes se abre para hacer pasar a una mujer empujada por una banda de fariseos vociferantes. Se la ponen enfrente y se disponen ellos en un círculo a su alrededor, posiblemente con los brazos entrelazados: «Tú, ¿qué dices?» No habían venido para pedir un parecer sino para tenderle una trampa, como cuando le preguntaron si es lícito o no pagar el tributo al César. La trampa consiste en esto: si dice que no hay que apedrearla, se pone contra la ley de Moisés y podrá ser acusado como trasgresor de ella; mas, si dice que hay que apedrearla, perderá finalmente la aureola de maestro bueno, piadoso con los pecadores, que le atrae el favor del pueblo.

Jesús no pronuncia palabra. Se inclina al suelo para trazar unos signos. Quizás tiene él mismo necesidad de reflexionar o quiere enfocar las intenciones de los interlocutores. Al final, levanta la mirada y dice: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Una frase que lleva la marca inconfundible del lenguaje lapidario de Jesús. Se asemeja a la frase con que desbarató la trampa del tributo al César: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22,21). Él corta el nudo de la cuestión, llevando el discurso a un nivel más profundo que aquel de los que le interrogan.

Fue como si, con aquella frase, les hubiese quitado de golpe el disfraz de la conciencia de cada uno. Jesús poseía en grado sumo el don de «escrutar los corazones». Conocía lo que había en el corazón de las personas, que tenía delante, y éstas, a veces, se daban cuenta. El silencio se hizo pesado e insoportable; los más ancianos comenzaron a diluirse a la chita callando, quizás asustados por la idea de que Jesús pretendiese «ayudarles» a profundizar en su vida pasada, para ver si en verdad estaban sin pecado, comprendido precisamente hasta aquel mismo pecado que le echaban en cara a la mujer. Ellos sabían bien que el decálogo no prohibía sólo el adulterio sino también «¡desear a la mujer de los demás!» (cfr. Éxodo 20, 17; Deuteronomio 5,21).

Segunda escena: Jesús sólo con la adúltera:

«Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: ‘Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?’ Ella contestó: ‘Ninguno, Señor’. Jesús dijo: ‘Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más’».

El tribunal se ha despoblado; en el aula sólo han permanecido el juez y la imputada. Hasta entonces Jesús ha permanecido inclinado en tierra; ahora se levanta, mira a la mujer y le dice: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?» «Mujer»: en los labios de Jesús este título no suena a desprecio como en los labios de los acusadores («esta mujer... mujeres como ésta») sino con honor y respeto. Es el mismo título con el que se dirigirá a su Madre desde lo alto de la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Juan 19,26). Quién sabe con qué tono, en el silencio que sigue a la huida de los acusadores, la mujer responde a Jesús: «Ninguno, Señor». Y Jesús: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

Actuando así, Jesús no desaprueba la Ley mosaica, sólo revela el carácter provisional y contingente de algunas de sus prescripciones. A propósito de una disposición análoga contra las mujeres (el libelo del repudio) dice: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres» (Mateo 19,8). En este caso también Jesús no ha venido, por lo tanto, a abolir la Ley sino a llevarla a plenitud. Él es el único sin pecado; el único, por ello, que podía arrojar la primera piedra, dando curso a la justicia de la Ley. Pero, él renuncia al derecho de condenar; porque «no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva» (cfr. Ezequie1 33, 11).

Pasado el miedo, la mujer siente como un bálsamo que le llega hasta el corazón aquella mirada de misericordia. ¡Ningún hombre jamás le había mirado así! ¡Cuánta confianza nueva debió infundir en la mujer aquel «Anda...» En aquel momento, eso significaba: vuelve a vivir, a esperar, vuelve a casa, recobra tu dignidad de mujer, anuncia a los hombres con tu sola presencia entre ellos que no existe sólo la ley, existe también la gracia; no existe sólo la justicia, existe también la misericordia.

Para entender qué debió sentir la mujer, sería necesario pensar en una condenada a muerte a quien una persona amiga le anuncia de improviso que ha recibido la gracia. Hasta un minuto antes, la adúltera estaba ante la inminencia de la ejecución en condición de condenada a muerte; ahora, es libre para irse. Pero, aún más: en su caso no es sólo la pena la que queda suspendida sino también la culpa queda cancelada. Libre no sólo fuera, ante los hombres, sino también en su interior, ante Dios. Justificada, como el publicano cuando sale del templo (cfr. Lucas 18, 9-14).

Esta página del Evangelio siempre ha desconcertado algo a los cristianos. Sólo desde tiempos recientes ha sido insertada en una liturgia dominical. Se explica la dificultad encontrada en este fragmento para ser admitido en el canon de las Escrituras; dificultad documentada por el hecho de que muchos códices antiguos así lo omiten también. En una época en que el adulterio era considerado por la Iglesia como uno de los pecados sin posibilidad de perdón, el planteamiento de Jesús, que no le manda a la adúltera ni siquiera una saludable penitencia, no podía más que desconcertar. Había más motivo para quitar este fragmento de los Evangelios, si allí se encontraba, que para incluirlo, si no lo estaba. No hay, por lo tanto, motivo serio de dudar sobre la historicidad del hecho, incluso si no fuese Juan quien ha escrito el relato.

Lo que Jesús quiere inculcar en aquella circunstancia no es que el adulterio no sea pecado o que sea cosa de poco. Es una condenación explícita por él, si bien delicadísima, con aquellas palabras: «no peques más». El adulterio permanece, en efecto, una culpa devastadora, que nadie puede mantener larga y tranquilamente en la conciencia sin arruinar con ella, más allá que a la propia familia, también a la propia alma. Pone a la persona en la no-verdad, obligándola casi siempre a fingir ya llevar una doble vida. No es sólo una traición del cónyuge sino también de sí mismo. Jesús, por lo tanto, no intenta aprobar lo realizado por la mujer sino que pretende condenar la actitud de quien siempre está dispuesto a descubrir y denunciar el pecado de los demás.

Pero, ¡atentos, porque aquí arriesgamos ser nosotros mismos los que lancemos la primera piedra! Condenamos a los fariseos del Evangelio porque son inmisericordes con los errores del prójimo; y, tal vez, no nos damos cuenta que frecuentemente nosotros hacemos exactamente como ellos. Nosotros ya no lanzamos más las piedras contra quien se equivoca (¡la misma ley civil nos lo prohibiría!); pero, el barro sí; la maledicencia sí; la crítica sí. Si alguno de nuestro entorno de conocidos cae o habla de sí mismo, de inmediato, se le acercan los escandalizados como aquellos fariseos. Pero, con frecuencia, no porque se reprueba verdaderamente el pecado cometido sino porque se condena al pecador. Porque, desde el contraste con la conducta de los demás se quiere inconscientemente hacer brillar la nuestra. El Evangelio, que hemos meditado, nos propone un gran remedio ante esta pésima costumbre. Examinémonos bien con la mirada con que nos mira Dios y entonces sentiremos, sí, la necesidad de correr hacia Jesús; pero, para pedirle el perdón para nosotros, no la condenación para los demás.

No se puede concluir el comentario a este fragmento evangélico sin hacer referencia a la revolución silenciosa, pero grandiosa, que en él se realiza. Aquella mujer, tirada por tierra, temblorosa de miedo, mirada de arriba abajo por una cuadrilla de hombres de cejas fruncidas, humillada y sin posibilidad de defenderse, es quizás tristemente la imagen exacta de lo que era, en aquel tiempo, la mujer en la sociedad: discriminada, también, hasta en el pecado. Y... ¿dónde estaba el hombre que había pecado con ella? ¿Él no era también culpable?

Pero, ¿por qué escandalizamos del pasado? ¿No acontece también hoy algo del género, por ejemplo, a propósito de la prostitución? Ésta en la imaginación popular permanece aún como un problema que afecta sólo a las mujeres (¡no existe un correspondiente masculino de «prostitutos»!); mientras que conocemos muy bien cuánta parte tengan también los hombres en ello; y no sólo quienes materialmente van a ellas, sino, sobre todo, los que las enrolan, las obligan y las explotan. En ciertas áreas geográficas y en ciertas culturas ¡aún cuánta humillación y sujeción de la mujer existe en el ámbito familiar y social! No es compañera sino propiedad del hombre. Jesús se opone a aquella situación y desenmascara la iniquidad. Cualquiera que hoy luche para dar plena dignidad e igualdad de derechos a la mujer ante Dios, ante el hombre y ante la Iglesia, sépalo o no, se encuentra con tener en Jesús a un precursor y a un aliado, al que no puede ignorar.

Ahora, para terminar, olvidémoslo todo y a todos y volvamos a escuchar, como dicha a cada uno de nosotros, indistintamente, la palabra dulcísima que Jesús pronuncia en el Evangelio de hoy: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)

Dios quiere nuestra salvación

Jesucristo, el Hijo de Dios, vino al mundo para morir por los pecadores. No para condenarlos, sino para perdonarlos, para redimirlos, para salvarlos.

El hombre que condena a otro se condena a sí mismo, porque el que juzga será juzgado, y con la misma medida que mida será medido.

Todos los hombres son pecadores. Pecadores los concibió su madre.

El único juez es Cristo, y por Él hemos sido todos redimidos a través de su único y eterno sacrificio. Él conoce los corazones y sus intenciones, no hay nada oculto a sus ojos.

Él ha venido a enseñarnos la ley del amor, a amar a Dios por sobre todas las cosas y a amarnos los unos a los otros como Él nos amó. Y si Él, que es el ofendido por los pecados cometidos, perdona, también nosotros debemos perdonarnos los unos a los otros para recibir su perdón.

Reconócete pecador, arrepiéntete, cree en el Evangelio y pide perdón confesando tus pecados, acudiendo al sacramento de la reconciliación.

Duélete verdaderamente por tus pecados y recibe el perdón de Dios.

Haz un propósito de enmienda, vete en paz y pide la gracia de no volver a pecar.

Examina cada día tu conciencia, y date cuenta de la debilidad de tu humanidad, capaz de cometer los más graves pecados.

Y no juzgues a los demás. Ten compasión y caridad, perdónalos y ayúdalos a corregirse, y pide la gracia para ellos, para que no pequen más.

Agradece la misericordia que el Señor ha tenido contigo, y corresponde promoviendo la concordia y la paz, practicando la caridad y la misericordia con los demás, dándoles una nueva oportunidad, como a ti Dios te la da.

Recuerda que sólo los justos verán a Dios, y no es justo el que juzga, sino el que se santifica a través del servicio a Cristo, por quien ha sido justificado.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Dios quiere nuestra salvación

 

El acontecimiento más grandioso que ha sucedido y puede suceder en el mundo es la Encarnación del Hijo. Nada mejor que esto puede acontecer: es el hecho que supone un mayor bien para los hombres. Como afirmamos al recitar el Credo: por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del Cielo y se encarnó. “Por nuestra salvación”: nuestra vida incorporada a la divina en la total plenitud para la que fue ideada y creada; pues Dios quiere que todos los hombres se salven, como dice san Pablo, en la primera de sus cartas a Timoteo. Y de muchas otras formas la Sagrada Escritura, y también constantemente la Liturgia de la Iglesia, afirman esa intención de Dios de hacer al hombre partícipe de su intimidad en que consiste la salvación.

 Hoy nos presenta la Iglesia el conocido diálogo de Jesús con los escribas y fariseos y con una mujer que debía ser condenada a muerte, según la ley, por su pecado. Aquellos hombres acusadores conocían la bondad de Jesús, sus deseos de ayudar a todos: sabían que pasó haciendo el bien. Posiblemente habrían sido testigos de algún milagro en favor de un enfermo, o tal vez habrían escuchado sus palabras alentando a todos a corresponder a Dios en espera la recompensa prometida. Intentan, sin embargo, ponerle en el compromiso incómodo de elegir entre su conocida actitud compasiva y misericordiosa, y la fidelidad a la ley de Moisés –que todos en Israel reconocían como Ley de Dios–, según la cual la mujer que le presentaban merecería pena de muerte por su pecado.

 Pero Jesús vino al mundo para que pudiéramos alcanzar la salvación, y también para mostrarnos, mejor que los profetas, la bondad Dios. Así precisamente comienza la Carta a los Hebreos: En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo. Y Jesús, el Hijo de hecho hombre, enseñó de muchas formas que por Él somos hijos de Dios, y que Dios, Nuestro Padre, nos ama con entrañas de misericordia y perdona nuestras faltas, por graves que sean, si las reconocemos y de ellas nos arrepentimos.

 Que Dios nos ama y que no somos capaces de valorar como es debido su amor y que siempre nos quedaremos cortos al imaginarnos su cariño, debe ser punto de partida en nuestra meditación cuando nos vemos ante Él; pues, como recuerda Jesús a sus discípulos, tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

 La presencia del Hijo de Dios encarnado entre nosotros contemplando nuestra vida, es para nuestra salvación. Por lo tanto, como quiera que nos sintamos moralmente ante Cristo, y por evidente que pueda ser la maldad de nuestras ofensas, Él siempre quiere ayudarnos. No puede dejar de amarnos y, por consiguiente, de hacernos partícipes de la bienaventuranza del Cielo, donde gocemos eternamente con Él junto al Padre y al Espíritu Santo, y a todos los ángeles y los santos. No es exageración decir que Dios no sabe si no ser bueno con sus hijos, y que seríamos muy injustos si desconfiásemos de su misericordia y su perdón si le hemos ofendido. Pues su deseo permanente es poder otorgarnos lo que más nos pueda colmar en cada instante. Esto es lo que hace, a pesar de nuestras rebeliones, si nos acudimos a Él arrepentidos y con deseos de amarle en adelante.

 Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de El –aconseja san Josemaría–. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina. “Asirse al yugo de Jesús”. De eso se trata. La verdadera contrición incluye ese deseo de entregarse generosamente a cumplir su voluntad en los concretos detalles de cada jornada. Pero nos sentimos tan débiles que apenas nos atrevemos a formular el propósito. Lo tiene que poner Él todo en nosotros. También la fortaleza que sane esa debilidad que nos hizo pecar.

 Pidamos a Dios –poniendo por intercesora a nuestra Madre del Cielo, que es también Madre suya– un dolor sincero, humilde, de nuestras faltas, que nos consiga el propósito firme de no volver a pecar y Él se goce en perdonarnos.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“El que no tenga pecado...”

El domingo pasado, la liturgia nos propuso la conmovedora página del hijo pródigo: era una parábola con la cual el Señor nos exhortaba a creer en la infinita misericordia del Padre celestial y a dejarnos reconciliar con él mediante el sacramento del perdón. Hoy de la parábola pasamos a la realidad; pero el tema sigue siendo el mismo. En todo caso, se precisa posteriormente en sentido cristológico: ahora cada perdón, cada remisión de los pecados y cada reconciliación con Dios pasa a través de Jesucristo; la realidad es aún más consoladora que la parábola: en la parábola hay un hijo mayor que permanece en la casa y se resiente incluso por el perdón acordado al hijo menor; en la realidad, el hijo mayor —Jesucristo— no se quedó en la casa, sino que fue en busca del hijo menor.

Meditemos, pues, con este espíritu, sobre el episodio de la adúltera que nos propone el Evangelio de hoy. Fue insertado en el Evangelio de Juan en un momento posterior a la primera redacción, pero seguramente se funda en una tradición histórica y concuerda perfectamente con toda una serie de episodios y parábolas evangélicos que nos transmitió Lucas. Sirve para ilustrar magníficamente la palabra de Jesús: No vine a juzgar, sino a salvar (cf. Jn, 3.17).

Podemos representar todo el episodio de la adúltera en tres cuadros: 1. Jesús y la multitud; 2. Jesús y la pecadora solos; 3. de nuevo, Jesús y la multitud (en este último caso la multitud no está formada solamente por los fariseos, sino por todos nosotros, veteranos como somos en el oficio de acusadores de los hermanos).

Jesús y los acusadores. Jesús estaba enseñando; de pronto, el circulo de los que escuchaban se abre para dejar pasar a una mujer empujada por un grupo de fariseos vociferando en tono triunfante; la ponen frente a él y ellos se disponen a su alrededor en círculo, tal vez con los brazos cruzados: Y tú ¿qué dices? No habían ido para preguntar una opinión, sino para tenderle una trampa. Él mismo dijo que no vino para abrogar la ley, sino a cumplirla; por lo tanto, debe implementar la ley y participar en la lapidación de la mujer; pero si lo hace, perderá ese halo de misericordia y de bondad que tanto los irrita, por el que tanto hechiza a la multitud.

Jesús no dice una palabra. Se inclina y comienza a escribir signos; medita quizás, evalúa las intenciones de los interlocutores; tal vez quiere esperar que se establezca un poco de calma en el corazón de la mujer paralizado por el miedo. Pocas imágenes de Cristo inspiran un aire más humano y más divino que ésta. Al final, alza la mirada y dice: El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra. Tal vez deba entenderse: sin «este» pecado que le reprochan a la mujer (teniendo presente que el decálogo prohibía también el adulterio de deseo). Fue como si hubiera levantado de golpe la tapa de la conciencia de cada uno; Jesús conocía lo que había en el corazón de cada uno. El silencio se volvió pesado e insoportable; los más ancianos empezaron a retirarse rápidamente, asustados, quizás, ante la idea de que Jesús tuviera la intención de ahondar en su vida pasada para ver si de veras estaban libres de pecado, sin ese pecado que en el decálogo era llamado «desear la mujer del prójimo». Fue el silencio, no el hecho de que Jesús escribiera en el suelo, lo que los asustó.

Jesús solo con la mujer adúltera. El tribunal se despobló; en la sala quedaron solamente el juez y la acusada. Hasta el momento, Jesús permaneció inclinado; ahora se levanta, mira a la mujer: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado? Pasado el terror, ella siente esa mirada de misericordia como un baño de luz; ¡ningún hombre la había mirado antes así! Quién sabe con qué tono le responde a Jesús, en el silencio posterior a la fuga de los acusadores: Nadie, Señor, y Jesús: Yo tampoco te condeno; vete, no peques más en adelante. Jesús no pide otra cosa; evidentemente, conoce -porque él lo suscitó- el sentimiento de arrepentimiento de la propia culpa que ya está en ella.

Cristo es el único sin pecado; el único, pues, que podía arrojar la primera piedra y vengar así el honor de Dios y cumplir la ley. Pero él renuncia al derecho de condenar porque, como el Padre, «no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta de su mala conducta y viva» (cf. Ez. 33,11). ¡Cuánta fe nueva debió infundir en la mujer ese «vete»!; significaba: vuelve a vivir, a esperar, vuelve a casa; recupera tu dignidad; di a los hombres, con tu sola presencia entre ellos, que no existe sólo la ley, sino también la gracia.

Podemos estar seguros: la experiencia de ese perdón, de esa comprensión infinita de parte de Jesús, alivió a esa mujer, le llenó el corazón de la experiencia de un amor nuevo, muy distinto del que la había desilusionado tan trágicamente. De modo que no debía ser tentada nuevamente de buscar un momento de turbia felicidad entre los brazos de un hombre que, después de seducirla, la había abandonado tan vilmente al peligro.

Jesús y nosotros. ¿Qué nos dice a nosotros, cristianos de hoy, el episodio de la mujer adúltera? Esta página del Evangelio siempre desconcertó un poco a los cristianos; de ahí la dificultad encontrada para ser admitida en el canon de las Escrituras; en una época en la que el adulterio era considerado uno de los pecados sin posibilidad de perdón en la Iglesia, la actitud de Jesús, que ni siquiera impone una penitencia saludable no podía más que desconcertar. Por lo demás, sólo recientemente, se introdujo este estupendo fragmento del Evangelio en una liturgia dominical. Indudablemente, en la parábola del hijo pródigo, en el fondo asistimos a un perdón más grande; pero allí se trataba de una parábola, aquí de la realidad. Jesús muestra que toma sus parábolas al pie de la letra.

Lo que quiere inculcar en esa circunstancia (porque no hay motivo para dudar de la historicidad del hecho, aunque no haya sido Juan el redactor) no es que el adulterio no sea pecado; hay una condena explícita del mismo, aunque delicadísima, en las palabras: No peques más. La actitud de Jesús se comprende si pensamos que nadie detesta el pecado más que él, incluido el de adulterio, cuyo solo pensamiento condena: El que mira a una mujer deseándola ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt. 5. 28). Lo que Jesús quiso dejar de lado con su gesto de una vez por todas es el oficio de sabueso, o detective, de los pecados ajenos; por eso encuentran aquí una aplicación concreta muchas recomendaciones del Maestro: No juzguen...; Sean misericordiosos...; ¿Por qué querer quitar la paja del ojo del hermano, cuando hay una viga en el tuyo?

El Evangelio de hoy golpea la raíz de muchos hábitos nuestros. Es verdad que ya no arrojamos piedras contra el prójimo: ¡la ley civil nos lo prohibiría! Pero el fango sí, la maledicencia sí, la crítica sí. ¡Cuánto fango salpica al prójimo desde ciertas conversaciones entre amigas y amigos! Si alguno de nuestro círculo de relaciones cae, o da que hablar, se le vienen encima como aquellos fariseos; pero no por detestar realmente el pecado cometido (¡eso, a veces, se envidia además!) sino porque se detesta al pecador; porque, a partir del contraste con la conducta ajena queremos, inconscientemente, hacer brillar más la nuestra: Te doy gracias. Dios, porque no soy como los demás, decía el fariseo en el templo.

Hoy Jesús nos propone un gran remedio a ese pésimo hábito: El que no tenga pecado...: examinémonos bien; mirémonos con la mirada con que nos ve Dios y entonces sentiremos, sí, la necesidad de correr hacia Jesús para pedirle que nos perdone a nosotros, no que condene a los otros. El perdón para nosotros también y sobre todo por aquella culpa —si por desgracia alguien carga con ella— que Jesús perdonó a la mujer adúltera; de hecho, sigue siendo una culpa devastadora que ningún creyente puede mantener mucho tiempo y tranquilamente en la conciencia sin arruinar con ella, además de la propia familia, la propia fe.

No se puede terminar el comentario de este fragmento evangélico, sin señalar la revolución silenciosa, pero grandísima que interviene en él. Esa mujer, arrojada al suelo, temblorosa de miedo, mirada desde arriba con ojos de desprecio por un pelotón de hombres con ceños fruncidos, humillada y sin posibilidades de defenderse, es desgraciadamente la imagen exacta de lo que era, en aquel tiempo, la mujer en la sociedad. ¿Dónde estaba el hombre que había pecado con ella? ¡Discriminada por lo tanto también en el pecado! Jesús se opone a esa situación, la altera con su resistencia, desenmascara su iniquidad. Si los discípulos de Cristo hubieran sabido aprovechar ese comienzo y ese ejemplo, no habría habido necesidad de esperar otros veinte siglos para que, en el seno de nuestra sociedad, se empezara a hablar de liberación de la mujer y sobre todo, esa liberación se habría producido con métodos y en nombre de principios mucho más dignos del Evangelio; no: todos iguales para pecar (¡este es el sentido de la reciente despenalización del adulterio de la mujer!); sino: todos iguales para hacer el bien y crecer en dignidad. Esto no quita, naturalmente, que quienquiera que hoy lucha por dar plena dignidad y paridad de derechos a la mujer frente a Dios, frente al hombre y frente a la Iglesia —lo sepa o no— tiene en Jesús a un precursor y un aliado que no puede ignorar.

Junto al episodio de la mujer adúltera que comentamos, la liturgia de la palabra de hoy contiene otro tema vibrante que puede ayudarnos, en este momento, a prepararnos para el encuentro personal con Jesús en la Eucaristía. En la segunda lectura, Pablo protesta por considerar ahora todo como pérdida y desperdicio comparado con el don de haber conocido a Jesús y haber sido como aferrado por él en el camino a Damasco. Es el secreto de la vida y la personalidad del Apóstol: una relación con Jesús verdadera, personal, fuerte como la muerte, la que lo impulsa a hablar de él, a sufrir por él para hacerse «semejante a él en la muerte». Pablo experimentó, al igual que la mujer adúltera, el perdón de Jesús; le fue perdonado mucho y por eso amó mucho.

Este Jesús, resucitado, es el mismo que nos aprestamos a encontrar ahora en la Eucaristía; también a nosotros nos concede su perdón y repite esas palabras consoladoras que dijo a la mujer adúltera: Vete en paz y en adelante no peques.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en Norcia (23-III-1980)

– Agradecimiento a Dios

Gloria a ti, Cristo, Verbo de Dios.

Gloria a ti cada día en este período bendito que es la Cuaresma. Gloria a ti hoy, día del Señor y V domingo de este período.

Gloria a ti, Verbo de Dios, que te has hecho carne y te has manifestado con tu vida y has realizado en la tierra tu misión con la muerte y la resurrección.

Gloria a ti, Verbo de Dios, que penetras lo íntimo de los corazones humanos y les muestras el camino de la salvación.

Gloria a ti en todo lugar de la tierra.

Gloria a ti, Verbo de Dios, Verbo de la Cuaresma, que es el tiempo de nuestra salvación, de la misericordia y de la penitencia.

Permitidme, queridos hermanos y hermanas, que intercale estas expresiones de veneración y agradecimiento en las palabras de la liturgia cuaresmal de hoy. La veneración y el agradecimiento constituyen el motivo de nuestra presencia hoy aquí, de mi peregrinación junto a vosotros al lugar del nacimiento de san Benito, al cumplirse mil quinientos años de la fecha de este nacimiento.

– Bautismo

Sabemos que el hombre nace al mundo gracias a sus padres. Confesamos que, habiendo venido al mundo por sus procreadores, que son el padre y la madre, renace a la gracia del bautismo sumergiéndose en la muerte de Cristo crucificado, para recibir la participación en esa vida que Cristo mismo ha revelado con su resurrección. Mediante la gracia recibida en el bautismo, el hombre participa en el nacimiento eterno del Hijo del Padre, puesto que se hace hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo.

Juntamente con San Benito nacía en cierto sentido una época nueva, una nueva Italia, una nueva Europa. El hombre siempre viene al mundo en determinadas condiciones históricas; incluso el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre en cierto periodo de tiempo, y en él dio comienzo a los tiempos nuevos que han venido después de Él.

El año en que, según la tradición, vino a la luz Benito, el 480, sigue muy de cerca de una fecha fatídica, o mejor, fatal, para Roma: aludo a ese 476 después de Cristo, en el cual, con el envío a Constantinopla de las insignias imperiales, el Imperio Romano de Occidente, después de un largo periodo de decadencia, tuvo su fin oficial. Se derrumbaba ese año una estructura política, esto es, un sistema que había condicionado, poco a poco, casi por un milenio, el camino y el desarrollo de la civilización humana en el área de todo el litoral del Mediterráneo.

Pensemos: Cristo mismo vino al mundo según las coordenadas –tiempo, lugar, ambiente, condiciones políticas, etc.– creadas por este mismo sistema. Y también la cristiandad, en la historia gloriosa y doliente de la “Ecclesia primaeva”, tanto en la época de las persecuciones, como en la sucesiva libertad, se desarrolló en el marco del “ordo Romanus”, más aún, se desarrolló, en cierto sentido, “a pesar” de este “ordo”, en cuanto ella tenía una dinámica, propia que le hacía independiente de él y le consentía vivir una vida “paralela” a su desarrollo histórico.

Tampoco el llamado edicto de Constantino, en el 313, hizo depender a la Iglesia del Imperio: si le reconocía la justa libertad “ad extra” después de las sangrientas represiones de la época anterior, no fue él quien le confirió esa igualmente necesaria libertad “ad intra” que, en conformidad con la voluntad de su Fundador, le viene indefectiblemente del impulso de vida que le comunica el Espíritu. Incluso después de este importante acontecimiento, que selló la paz religiosa, el Imperio Romano continuó su proceso de desintegración: mientras en Oriente el sistema imperial se pudo reforzar, también con notables transformaciones, en Occidente se debilitó progresivamente por una serie de causas internas y externas, entre las cuales el choque de las migraciones de los pueblos, y en un determinado momento no tuvo ya la fuerza de sobrevivir.

De hecho, cuando aquí en Nursia vino al mundo San Benito, no sólo “el mundo antiguo se encaminaba al fin” (Krasinski, Irydion), sino que en realidad este mundo ya había sido transformado: habían subintrado los “Christiana tempora”. Roma, que en un tiempo había sido el testigo principal de la potencia en la ciudad del más grande esplendor del Imperio, se había convertido en la Roma cristiana. En cierto sentido había sido realmente la ciudad con la que se había identificado el Imperio. La Roma de los Césares ya se había desvanecido. Quedaba la Roma de los Apóstoles. La Roma de Pedro y de Pablo, la Roma de los mártires, cuya memoria todavía estaba relativamente fresca y viva. Y, mediante esta memoria estaba viva la conciencia de la Iglesia y el sentido de la presencia de Cristo, del que tantos hombres y mujeres no habían vacilado en dar su testimonio, mediante el sacrificio de la propia vida.

Así, pues, nace en Nursia Benito y madura en ese clima particular, en el que el fin de la potencia terrena, la mayor de las potencias que se han manifestado en el mundo antiguo, habla al alma con el lenguaje de las realidades últimas, mientras, al mismo tiempo, Cristo y el Evangelio hablan de otra aspiración, de otra dimensión de la vida, de otra justicia, de otro Reino.

Benito de Nursia crece en este clima. Sabe que la verdad plena sobre el significado de la vida humana lo ha expresado San Pablo, cuando ha escrito en la Carta a los Filipenses: “dando al olvido a lo que ya queda atrás, me lanzo tras lo que tengo delante, mirando hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús” (FiI. 3, 13-14).

Estas palabras las había escrito el Apóstol de las Gentes, el fariseo convertido, que así daba testimonio de su conversión y de su fe. Estas palabras reveladas contienen también la verdad que retorna a la Iglesia y a la humanidad en las diversas etapas de la historia. En esa etapa, en la que Cristo llamó a Benito de Nursia, estas palabras anunciaban el comienzo de una época que sería precisamente la época de la gran aspiración “hacia lo alto” en pos de Cristo crucificado y resucitado. Tal como escribe San Pablo: “para conocerle a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándose a Él en su muerte, por si logro alcanzar la resurrección de los muertos”.

Así, pues, más allá del horizonte de la muerte que sufrió todo el mundo construido sobre la potencia temporal de Roma y del Imperio, emerge esta nueva aspiración: la aspiración “hacia lo alto”, suscitada por el desafío de la nueva vida, el desafío que Cristo trajo al hombre juntamente con la esperanza de la futura resurrección. El mundo terrestre –el mundo de las potencias y de las derrotas del hombre– se convierte en el mundo visitado por el Hijo de Dios, el mundo sostenido por la cruz en la perspectiva del futuro definitivo del hombre, que es la eternidad: el Reino de Dios.

Benito fue para su generación, y aún más para las generaciones sucesivas, el apóstol de ese Reino y de esa aspiración. Y sin embargo, el mensaje que él proclamó mediante toda su Regla de vida, parecía –y parece incluso hoy– ordinario, común y como menos “heroico” que el que dejaron los apóstoles y los mártires sobre las ruinas de la Roma antigua.

– Oración y trabajo

En realidad es el mismo mensaje de vida eterna, revelado al hombre en Cristo Jesús, el mismo, aun cuando dicho con el lenguaje de tiempos ya diversos. La Iglesia lee siempre de nuevo el mismo Evangelio –Palabra de Dios que no pasa– en el contexto de la realidad humana que cambia. Y Benito supo ciertamente interpretar con perspicacia, los signos de los tiempos de entonces, cuando escribió su Regla en la cual la unión de la oración y del trabajo se convertía en el principio de la aspiración a la eternidad, para aquellos que la habrían de aceptar. “Ora et labora” era, para el gran fundador del monaquismo occidental, la misma verdad que el Apóstol proclama en la lectura de hoy, cuando afirma que lo ha dejado todo por Cristo: “Todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él” (FiI. 3,8-9).

Benito, al leer los signos de los tiempos, vio que era necesario realizar el programa radical de la santidad evangélica, expresado con las palabras de San Pablo, de una forma ordinaria, en las dimensiones de la vida cotidiana de todos los hombres. Era necesario que lo heroico se hiciese normal, cotidiano, y que lo normal, cotidiano, se hiciese heroico.

De este modo él, padre de los monjes, legislador de la vida monástica en Occidente, vino a ser también indirectamente el precursor de una nueva civilización. Dondequiera que el trabajo humano condicionaba el desarrollo de la cultura, de la economía, de la vida social, allí llegaba el programa benedictino de la evangelización, que unía el trabajo a la oración, y la oración al trabajo.

Hay que admirar la sencillez de este programa y, al mismo tiempo, su universalidad. Se puede decir que este programa ha contribuido a la cristianización de los nuevos pueblos del continente europeo y, a la vez, se ha encontrado también en la base de su historia nacional, de una historia que cuenta con más de un milenio.

De este modo, San Benito se convierte en el Patrono de Europa durante el curso de los siglos: mucho antes de ser proclamado como tal por el Papa Pablo VI.

Él es Patrono de Europa en esta época nuestra. Lo es no sólo por sus méritos particulares hacia este continente, hacia su historia y su civilización. Lo es, además, por la nueva actualidad de su figura en relación con la Europa contemporánea.

El trabajo se puede separar de la oración y hacer de él la única dimensión de la existencia humana. La época contemporánea lleva consigo esta tendencia. Esta época se diferencia de los tiempos de Benito de Nursia, porque entonces Occidente miraba hacia atrás, inspirándose en la gran tradición de Roma y del mundo antiguo. Hoy Europa tiene a sus espaldas la terrible segunda guerra mundial y los consiguientes cambios importantes en el mapa del globo, que han limitado la dominación de Occidente sobre otros continentes. Europa, en cierto sentido, ha retornado dentro de sus propias fronteras.

Y sin embargo, lo que está a nuestras espaldas no es el objeto principal de la atención y de la inquietud de los hombres y de los pueblos. El objeto no cesa de ser lo que está ante nosotros.

¿Hacia dónde camina toda la humanidad, ligada con los múltiples vínculos de los problemas y de las reciprocas dependencias, que se extienden a todos los pueblos y continentes? ¿Hacia dónde camina nuestro continente y, apoyados en él, todos esos pueblos y tradiciones que deciden de la vida y de la historia de tantos países y de tantas naciones?

¿Hacia dónde camina el hombre?

Las sociedades y los hombres, en el curso de estos quince siglos que nos separan del nacimiento de San Benito de Nursia, han llegado a ser los herederos de una gran civilización, los herederos de sus victorias, pero también de sus derrotas, de sus luces, pero también de sus sombras.

Se tiene la impresión de que prevalece la economía sobre la moral, de que prevalece la temporalidad sobre la espiritualidad.

Por una parte, la orientación casi exclusiva hacia el consumo de los bienes materiales, quita a la vida humana su sentido más profundo. Por otra parte, el trabajo está volviéndose en muchos casos casi una coacción alienante para el hombre, sometido al colectivismo, y se separa, casi a cualquier precio, de la oración, quitando a la vida humana su dimensión ultra-temporal.

Entre las consecuencias negativas de una semejante actitud de cerrarse a los valores transcendentes, hay una de ellas que hoy preocupa de modo especial: consiste en el Clima cada vez más difundido de tensión social, que degenera tan frecuentemente en episodios absurdos de feroz violencia terrorista. La opinión pública está profundamente impresionada y turbada por ella. Sólo la conciencia recuperada de la dimensión trascendente del destino humano puede conciliar el compromiso por la justicia y el respeto a la sacralidad de cada una de las vidas humanas inocentes. Por esto la Iglesia italiana se recoge hoy particularmente en apremiante oración.

No se puede vivir para el futuro sin intuir que el sentido de la vida es mayor que la temporalidad, que está sobre ella. Si la sociedad y los hombres de nuestro continente han perdido el interés por este sentido, deben encontrarlo de nuevo. Con esta finalidad, ¿pueden volver quince siglos atrás, al tiempo en que nació San Benito de Nursia?

No, no pueden volver atrás. Deben encontrar de nuevo el sentido de la vida en el contexto de nuestro tiempo. De otro modo no es posible. Ni deben ni pueden volver atrás, a los tiempos de Benito, pero deben volver a encontrar el sentido de la existencia humana según la medida de Benito. Sólo entonces vivirán para el futuro. Y trabajarán para el futuro. Y morirán en la perspectiva de la eternidad.

Si mi predecesor Pablo VI ha proclamado a San Benito de Nursia el Patrono de Europa, es porque él podrá ayudar en esto a la Iglesia y a las naciones de Europa. Deseo de corazón que esta peregrinación de hoy al lugar de su nacimiento pueda constituir un servicio a esta causa.

***

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Jesús protege a esta mujer del acoso a que estaba siendo sometida por un grupo de fanáticos e hipócritas, instándole, al mismo tiempo que le perdona, a que, en adelante, se esfuerce por llevar una vida limpia. Se palpa aquí la verdad de aquellas palabras suyas: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13).

Jesús es realista, no peca de angelismo como los ingenuos, ni se escandaliza como los hipócritas ante las debilidades humanas. Siempre está de parte de quienes más ayuda necesitan: los enfermos de cuerpo y alma; los marginados por los que se tienen a sí mismos por la flor y nata de la aristocracia espiritual o social. Él acepta lo que hay en la criatura humana de grandeza y de fragilidad, aunque es implacable con los cínicos.

Hoy nos parece una monstruosidad emprenderla a pedradas con una mujer hasta matarla por un pecado de adulterio. Pero, ¿qué habría que pensar de esos linchamientos a los que puede verse sometida una persona o una institución por medios de comunicación sin escrúpulos? La saña de ciertos fariseos actuales convierte a éstos del tiempo de Jesús en unos pobres diablos. Ellos además tuvieron el decoro de quitarse de en medio cuando fueron situados frente a sus conciencias, lo que hoy no se produce siempre.

“No juzguéis y no seréis juzgados” (Lc 6,37). Si queremos que Dios sea indulgente con nosotros el día del Juicio, hemos de practicar esa indulgencia con los errores o abusos de los demás; lo contrario, no es cristiano y ni siquiera humano.

Con todo, el verdadero acusado aquí es Jesús. La mujer es simplemente utilizada, así como la Ley de Moisés. Esto no impresiona a Jesús, Él calla inicialmente. Sólo cuando ellos insisten les contestará confundiéndolos y proporcionándoles la limosna del silencio: “Inclinándose de nuevo, escribía en tierra”. No nos dejemos impresionar por esas campañas de intoxicación contra la Iglesia. Si Ella “fuera obra de hombres se desvanecería por sí misma; pero si es de Dios, no podréis acabar con ella” (Act 5,38-39). “Carísimos, no se os oculte una cosa: un día ante Dios es como mil años, y mil años como un día” (2 Pet 3,8). Al hilo de estas palabras del primer Papa, recordemos que el Señor es lo permanente.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Mujer, tampoco yo te condeno, anda y no peques más»

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 43, 16-21: Mirad que realizo algo nuevo y daré bebida a mi pueblo

Sal 125, 1-2ab.2cd-3.4-5.6: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres

Fl 3,8-14: Todo lo estimo pérdida, comparado con Cristo, configurado, como estoy, con su muerte

Jn 8, 1-11: El que esté sin pecado que le tire la primera piedra

II. LA FE DE LA IGLESIA

«“¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios» (589).

«Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros. La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas» (1847).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza, ninguna expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna. Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don (San Agustín)» (983).

La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución...: «Que el Dios que por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas sobre sus pies, y al fariseo, y al pródigo, que este mismo Dios, por medio de mí, pecador, os perdone en esta vida y en la otra y que os haga comparecer sin condenaros en su temible tribunal. El que es bendito por los siglos de los siglos. Amén» (1481).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

Los redactores del leccionario litúrgico de este año han optado por esta perícopa de Juan, porque hay testimonios extrínsecos e intrínsecos para su atribución a Lucas.

La escritura de Jesús en el suelo parece ser una manera, frecuente en la literatura árabe, de abstenerse de tomar parte en un asunto espinoso. Pero Jesús termina tomando parte y muy hábilmente. La perícopa no se ha de examinar desde la casuística, posible quizá, sino desde Jesús y su mensaje cuestionados: pretendían «comprometerlo y poder acusarlo». Jesús se muestra fiel al mensaje de misericordia y fiel a la Ley, que también viene del Padre. Por eso, perdona a la mujer y le exhorta al arrepentimiento: «en adelante no peques más». La palabra de exhortación, palabra viva, es gracia que la mujer acoge. En otra ocasión, el mismo Jesús había perfeccionado las exigencias de la Ley, más allá de la letra, apelando al espíritu, prohibiendo el adulterio del corazón (cf Mt 5, 27s.).

La misericordia mayor y la exigencia mayor descubren el paso del AT al NT.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

Sacramento de la penitencia y de la reconciliación: 1440-1445.

Los dones del sacramento: 1468-1470.

La respuesta:

Actitudes-actos del penitente y gracia del sacramento: 1490-1498.

La respuesta del ministro del sacramento: 1465-1467.

C. Otras sugerencias

Los pecados se perdonan por el sacramento pero no se destruyen todas sus consecuencias (= penas temporales, 1472). La penitencia que se impone en el sacramento y la que nosotros mismos nos impongamos ha de ser la medicina para «recobrar la plena salud espiritual» (cf 1459-1460)).

La práctica del sacramento de la penitencia depende del convencimiento personal del pecado, fruto del Espíritu cuya misión es convencer del pecado (cf Jn 16, 8) y del deseo de encontrarse con el Cristo de la misericordia.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Vete y no peques más.

– Es Cristo quien perdona en el sacramento de la Penitencia.

I. Mujer, ¿ninguno te ha condenado? –Ninguno, Señor. –Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más[13]. Habían llevado a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. La pusieron en medio, dice el Evangelio[14]. La han humillado y abochornado hasta el extremo, sin la menor consideración. Recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el severo castigo de la lapidación: ¿Tú qué dices?, le preguntan con mala fe, para tener de qué acusarle. Pero Jesús los sorprende a todos. No dice nada: inclinándose, escribía con el dedo en tierra.

 La mujer está aterrada en medio de todos. Y los escribas y fariseos insistían con sus preguntas. Entonces, Jesús se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. E inclinándose de nuevo, seguía escribiendo en la tierra.

 Se marcharon todos, uno tras otro, comenzando por los más viejos. No tenían la conciencia limpia, y lo que buscaban era tender una trampa al Señor. Todos se fueron: y quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?

Las palabras de Jesús están llenas de ternura y de indulgencia, manifestación del perdón y la misericordia infinita del Señor. Y contestó enseguida: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más. Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo.

En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que sólo podemos entreverlo a la luz de la fe. Se cumplen las palabras del profeta Isaías: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo...; para apagar la sed de mi pueblo escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza[15].

Cada día, en todos los rincones del mundo, Jesús, a través de sus ministros los sacerdotes, sigue diciendo: “Yo te absuelvo de tus pecados...”, vete y no peques más. Es el mismo Cristo quien perdona. “La fórmula sacramental “Yo te absuelvo...”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios. Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al penitente (...). Dios es siempre el principal ofendido por el pecado –tibi soli peccavi–, y sólo Dios puede perdonar”[16].

Las palabras que pronuncia el sacerdote no son sólo una oración de súplica para pedir a Dios que perdone nuestros pecados, ni una mera certificación de que Dios se ha dignado concedernos su perdón, sino que, en ese mismo instante, causan y comunican verdaderamente el perdón: “en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misericordiosa intervención del Salvador”[17].

Pocas palabras han producido más alegría en el mundo que éstas de la absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados...”. San Agustín afirma que el prodigio que obran supera a la misma creación del mundo[18]. ¿Con qué alegría las recibimos nosotros cuando nos acercamos al sacramento del perdón? ¿Con qué agradecimiento? ¿Cuántas veces hemos dado gracias a Dios por tener tan a mano este sacramento? En nuestra oración de hoy podemos mostrar nuestra gratitud al Señor por este don tan grande.

– Gratitud por la absolución: el apostolado de la Confesión.

II. Por la absolución, el hombre se une a Cristo Redentor, que quiso cargar con nuestros pecados. Por esta unión, el pecador participa de nuevo de esa fuente de gracias que mana sin cesar del costado abierto de Jesús.

En el momento de la absolución intensificaremos el dolor de nuestros pecados, diciendo quizá alguna de las oraciones previstas en el ritual, como las palabras de San Pedro: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”; renovaremos el propósito de la enmienda, y escucharemos con atención las palabras del sacerdote que nos conceden el perdón de Dios.

Es el momento de traer a la memoria la alegría que supone recuperarla gracia (si la hubiésemos perdido) o su aumento y nuestra mayor unión con el Señor. Dice San Ambrosio: “He aquí que (el Padre) viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu hombro, te dará un beso, prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, calzado... Tú temes todavía una reprensión...; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete”[19]. Nuestro Amén se convierte entonces en un deseo grande de recomenzar de nuevo, aunque sólo nos hayamos confesado de faltas veniales.

Después de cada Confesión debemos dar gracias a Dios por la misericordia que ha tenido con nosotros y detenernos, aunque sea brevemente, para concretar cómo poner en práctica los consejos o indicaciones recibidas o cómo hacer más eficaz nuestro propósito de enmienda y de mejora. También una manifestación de esa gratitud es procurar que nuestros amigos acudan a esa fuente de gracias, acercarlos a Cristo, como hizo la samaritana: transformada por la gracia, corrió a anunciarlo a sus paisanos para que también ellos se beneficiaran de la singular oportunidad que suponía el paso de Jesús por su ciudad[20].

Difícilmente encontraremos una obra de caridad mejor que la de anunciar a aquellos que están cubiertos de barro y sin fuerzas, la fuente de salvación que hemos encontrado, y donde somos purificados y reconciliados con Dios.

¿Ponemos los medios para hacer un apostolado eficaz de la confesión sacramental? ¿Acercamos a nuestros amigos a ese Tribunal de la misericordia divina? ¿Fomentamos el deseo de purificarnos acudiendo con frecuencia al sacramento de la Penitencia? ¿Retrasamos ese encuentro con la Misericordia de Dios?

– Necesidad de la satisfacción que impone el confesor. Ser generosos en la reparación.

III. “La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la Penitencia. En algunos países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia[21].

Nuestros pecados, aun después de ser perdonados, merecen una pena temporal que se ha de satisfacer en esta vida o, después de la muerte, en el purgatorio, al que van las almas de los que mueren en gracia, pero sin haber satisfecho por sus pecados plenamente[22].

Además, después de la reconciliación con Dios quedan todavía en el alma las reliquias del pecado: debilidad de la voluntad para adherirse al bien, cierta facilidad para equivocarse en el juicio, desorden en el apetito sensible... Son las heridas del pecado y las tendencias desordenadas que dejó en el hombre el pecado de origen, que se enconan con los pecados personales. “No basta sacar la saeta del cuerpo –dice San Juan Crisóstomo–, sino que también es preciso curar la llaga producida por la saeta; del mismo modo en el alma, después de haber recibido el perdón del pecado, hay que curar, por medio de la penitencia, la llaga que quedó”[23].

Después de recibida la absolución –enseña Juan Pablo II–, “queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción”[24].

Por todos estos motivos, debemos poner mucho amor en el cumplimiento de la penitencia que el sacerdote nos impone antes de impartir la absolución. Suele ser fácil de cumplir y, si amamos mucho al Señor, nos daremos cuenta de la gran desproporción entre nuestros pecados y la satisfacción. Es un motivo más para aumentar nuestro espíritu de penitencia en este tiempo de Cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a ello de una manera particular.

Cor Mariae perdolentis, miserere nobis! – invoca al corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.

– Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada[25].

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Pbro. D. Pablo ARCE Gargollo (Ciudad de México) (www.evangeli.net)

Tampoco yo te condeno

Hoy vemos a Jesús «escribir con el dedo en la tierra» (Jn 8,6), como si estuviera a la vez ocupado y divertido en algo más importante que el escuchar a quienes acusan a la mujer que le presentan porque «ha sido sorprendida en flagrante adulterio» (Jn 8,3).

Llama la atención la serenidad e incluso el buen humor que vemos en Jesucristo, aún en los momentos que para otros son de gran tensión. Una enseñanza práctica para cada uno, en estos días nuestros que llevan velocidad de vértigo y ponen los nervios de punta en un buen número de ocasiones.

La sigilosa y graciosa huida de los acusadores, nos recuerda que quien juzga es sólo Dios y que todos nosotros somos pecadores. En nuestra vida diaria, con ocasión del trabajo, en las relaciones familiares o de amistad, hacemos juicios de valor. Más de alguna vez, nuestros juicios son erróneos y quitan la buena fama de los demás. Se trata de una verdadera falta de justicia que nos obliga a reparar, tarea no siempre fácil. Al contemplar a Jesús en medio de esa “jauría” de acusadores, entendemos muy bien lo que señaló santo Tomás de Aquino: «La justicia y la misericordia están tan unidas que la una sostiene a la otra. La justicia sin misericordia es crueldad; y la misericordia sin justicia es ruina, destrucción».

Hemos de llenarnos de alegría al saber, con certeza, que Dios nos perdona todo, absolutamente todo, en el sacramento de la confesión. En estos días de Cuaresma tenemos la oportunidad magnífica de acudir a quien es rico en misericordia en el sacramento de la reconciliación.

Y, además, para el día de hoy, un propósito concreto: al ver a los demás, diré en el interior de mi corazón las mismas palabras de Jesús: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8,11).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Confesar y confesarse

«El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra».

Eso dice Jesús.

Y tú, sacerdote, ¿te atreves a arrojar la primera piedra?

¿O te humillas ante tu Señor con el corazón contrito, dispuesto a recibir su perdón por su misericordia?

¿Perdonas, sacerdote, al pecador, o lo juzgas y lo despides lleno de vergüenza y cargando con su pecado?

¿Juzgas y condenas, o te llenas de compasión y perdonas?

¿Eres paciente y corriges, y aconsejas para que no pequen más?

¿Eres misericordioso, sacerdote?

Tu Señor te ha dicho que los misericordiosos recibirán misericordia.

Sé misericordioso, pero también acércate a recibir la misericordia, porque tú también la necesitas, sacerdote.

Acércate, sacerdote, al confesionario, que tiene dos lados: el del confesor y el del pecador.

Haz conciencia, sacerdote, y reconoce de qué lado deberías ponerte hoy.

Arrepiéntete, sacerdote, y cree en el Evangelio, y practica la palabra de tu Señor, perdonando al que se equivoca, y pidiendo perdón, cuando reconozcas que el que tú confiesas no es el único pecador.

Misericordia quiero, y no sacrificios. Eso es lo que te pide tu Señor, sacerdote.

Haz conciencia y reconoce cuántas veces has perdonado.

Tu Señor te dice: setenta veces siete.

Y, ¿cuántas veces has pedido perdón? ¿Cuántos han sido tus pecados? ¿Mereces, sacerdote, su perdón?

Arrepiéntete por tantas veces que no has perdonado, que has juzgado, que has acusado, o que, por tu comodidad, has negado la confesión.

Arrepiéntete y pide perdón, sacerdote, porque tu Señor te ha dicho que los pecados que tú perdones quedarán perdonados, pero los pecados que no perdones quedarán sin perdonar.

Y de eso también te pedirán cuentas.

Tú tienes, sacerdote, la misericordia de Dios en tu poder.

¡Adminístrala bien!

¡Misericordia, sacerdote, misericordia!

Eso es lo que te pide el pueblo de Dios.

Es tu Señor, sacerdote, quien ha merecido el perdón, entregando su vida por cada pecador.

 Pero eres tú, sacerdote, el medio para hacer llegar la misericordia de la cruz de tu Señor a cada pecador.

Por tanto, sacerdote, de ti depende su salvación.

Tu Señor ha confiado en ti, sacerdote, su misericordia y su perdón, humillándote en la cruz con Él, para que, reconociéndote pecador, no quieras hacer justicia, porque no te corresponde, sino que, configurado con el Amor, lleves su misericordia y su perdón a todos los rincones del mundo, para llevar a todas las almas a Dios.

Porque esa, sacerdote, es tu misión.

Participa, sacerdote, de la cruz de tu Señor, en el sacramento de la reconciliación, construyendo con alegría el Reino de los Cielos en la tierra, porque hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos.

Que seas tú, sacerdote, primero, la alegría del Cielo.

(Espada de Dos Filos II, n. 34)

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[1] Sal 44, 4.5

[2] Is 11

[3] Lc 10, 10

[4] Ex 31, 18

[5] 1 Co 2, 11

[6] Sal 24, 8

[7] Is 42, 14

[8] Sal 85, 15

[9] Rm 2, 4

[10] Pr 1, 26

[11] Si 5, 7

[12] Ez 18, 27

[13] Jn 8, 10-11.

[14] Cfr. Jn 8, 1-11.

[15] Is 43, 16-21.

[16] SAN JUAN PABLO II, Exor. Apost. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, n. 31, III.

[17] Ibidem.

[18] Cfr. SAN AGUSTIN, Coment. sobre el Evang. de San Juan, 72.

[19] SAN AMBROSIO, Coment. sobre el Evang. de San Lucas, 7.

[20] Cfr. Jn 4, 28.

[21] SAN JUAN PABLO II, loc. cit.

[22] Cfr. CONCILIO DE FLORENCIA, Decreto para los griegos, Dz 673.

[23] SAN JUAN CRISOSTOMO, Hom. sobre San Mateo, 3, 5.

[24] SAN JUAN PABLO II, loc. cit.; Cfr. también Audiencia general, 7-III-1984.

[25] SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 258.