Domingo V de Cuaresma (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2014 y Homilía 2017
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- UNA CITA CON DIOS (Pablo Cardona)
- Dr. Johannes VILAR (Colonia, Alemania) (www.evangeli.net)
- CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
***
Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
***
DEL MISAL MENSUAL
CUANDO ABRA SUS SEPULCROS
Ez 37, 12-14; Rom 8,8-11; Jn 11, 1-45
La palabra del profeta Ezequiel tenía una doble misión, primero, debía animar a los israelitas desterrados a reconocer su responsabilidad en la ruina de Jerusalén y una vez que ocurrió el desastre, tenía que alentarlos para que recuperaran la esperanza y lucharan por la restauración del pueblo. El profeta asocia la restauración con la imagen de unos huesos calcinados que reviven. Este mensaje profético no anunciaba de manera explícita la resurrección de los muertos. Esa enseñanza vendría posteriormente. En el Evangelio de san Juan se nos narra la reanimación de Lázaro, amigo y seguidor de Jesús. Esta señal milagrosa acrecentó la molestia de los sumos sacerdotes que se confabularon para eliminarlo. Jesús se conduce con una enorme confianza en su Padre, Él sabe que siempre lo escucha y por eso, antes de devolverle la vida a Lázaro, se abandona en sus manos.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 42, 1-2
Señor, hazme justicia. Defiende mi causa contra gente sin piedad, sálvame del hombre injusto y malvado, tú que eres mi Dios y mi defensa.
ORACIÓN COLECTA
Te rogamos, Señor Dios nuestro, que, con tu auxilio, avancemos animosamente hacia aquel grado de amor con el que tu Hijo, por la salvación del mundo, se entregó a la muerte. El que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Les infundiré mi espíritu y vivirán.
Del libro del profeta Ezequiel: 37, 12-14
Esto dice el Señor Dios: “Pueblo mío, yo mismo abriré sus sepulcros, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel. Cuando abra sus sepulcros y los saque de ellos, pueblo mío, ustedes dirán que yo soy el Señor. Entonces les infundiré mi espíritu y vivirán, los estableceré en su tierra y ustedes sabrán que yo, el Señor, lo dije y lo cumplí”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 129, 1-2. 3-4ab. 4c-6. 7-8
R/. Perdónanos, Señor, y viviremos.
Desde el abismo de mis pecados clamo a ti; Señor, escucha mi clamor; que estén atentos tus oídos a mi voz suplicante. R/.
Si conservaras el recuerdo de las culpas, ¿quién habría, Señor, que se salvara? Pero de ti procede el perdón, por eso con amor te veneramos. R/.
Confío en el Señor, mi alma espera y confía en su palabra; mi alma aguarda al Señor, mucho más que a la aurora el centinela. R/.
Como aguarda a la aurora el centinela, aguarda Israel al Señor, porque del Señor viene la misericordia y la abundancia de la redención, y él redimirá a su pueblo de todas sus iniquidades. R/.
SEGUNDA LECTURA
El Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 8-11
Hermanos: Los que viven en forma desordenada y egoísta no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no llevan esa clase de vida, sino una vida conforme al Espíritu, puesto que el Espíritu de Dios habita verdaderamente en ustedes. Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo. En cambio, si Cristo vive en ustedes, aunque su cuerpo siga sujeto a la muerte a causa del pecado, su espíritu vive a causa de la actividad salvadora de Dios.
Si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, entonces el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra de su Espíritu, que habita en ustedes.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 11, 25. 26
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor; el que cree en mí no morirá para siempre. R/.
EVANGELIO
Yo soy la resurrección y la vida.
Del santo Evangelio según san Juan: 11, 1-45
En aquel tiempo, se encontraba enfermo Lázaro, en Betania, el pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que una vez ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera. El enfermo era su hermano Lázaro. Por eso las dos hermanas le mandaron decir a Jesús: “Señor, el amigo a quien tanto quieres está enfermo”.
Al oír esto, Jesús dijo: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando se enteró de que Lázaro estaba enfermo, se detuvo dos días más en el lugar en que se hallaba. Después dijo a sus discípulos: “Vayamos otra vez a Judea”. Los discípulos le dijeron: “Maestro, hace poco que los judíos querían apedrearte, ¿y tú vas a volver allá?” Jesús les contestó: “¿Acaso no tiene doce horas el día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque le falta la luz”.
Dijo esto y luego añadió: “Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido; pero yo voy ahora a despertarlo”. Entonces le dijeron sus discípulos: “Señor, si duerme, es que va a sanar”. Jesús hablaba de la muerte, pero ellos creyeron que hablaba del sueño natural. Entonces Jesús les dijo abiertamente: “Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, para que crean. Ahora, vamos allá”. Entonces Tomás, por sobrenombre el Gemelo, dijo a los demás discípulos: “Vayamos también nosotros, para morir con él”.
Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania quedaba cerca de Jerusalén, como a unos dos kilómetros y medio, y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para consolarlas por la muerte de su hermano.
Apenas oyó Marta que Jesús llegaba, salió a su encuentro; pero María se quedó en casa. Le dijo Marta a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora estoy segura de que Dios te concederá cuanto le pidas”.
Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta respondió: “Ya sé que resucitará en la resurrección del último día”. Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?” Ella le contestó: “Sí, Señor. Creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”.
Después de decir estas palabras, fue a buscar a su hermana María y le dijo en voz baja: “Ya vino el Maestro y te llama”. Al oír esto, María se levantó en el acto y salió hacia donde estaba Jesús, porque él no había llegado aún al pueblo, sino que estaba en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en la casa, consolándola, viendo que ella se levantaba y salía de prisa, pensaron que iba al sepulcro para llorar allí y la siguieron.
Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo, se echó a sus pies y le dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Jesús, al verla llorar y al ver llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió hasta lo más hondo y preguntó: “¿Dónde lo han puesto?” Le contestaron: “Ven, Señor, y lo verás”.
Jesús se puso a llorar y los judíos comentaban: “De veras ¡cuánto lo amaba!” Algunos decían: “¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego de nacimiento, hacer que Lázaro no muriera?”
Jesús, profundamente conmovido todavía, se detuvo ante el sepulcro, que era una cueva, sellada con una losa. Entonces dijo Jesús: “Quiten la losa”. Pero Marta, la hermana del que había muerto, le replicó: “Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días”. Le dijo Jesús: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” Entonces quitaron la piedra.
Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo ya sabía que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho a causa de esta muchedumbre que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Luego gritó con voz potente: “¡Lázaro, sal de allí!” Y salió el muerto, atados con vendas las manos y los pies, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: “Desátenlo, para que pueda andar”.
Muchos de los judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Escúchanos, Dios todopoderoso, y concede a tus siervos, en quienes infundiste la sabiduría de la fe cristiana, quedar purificados, por la eficacia de este sacrificio. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Jn 11, 26
Todo el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre, dice el Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Te rogamos, Dios todopoderoso, que podamos contarnos siempre entre los miembros de aquel cuyo Cuerpo y Sangre acabamos de comulgar. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO
Bendice, Señor, a tu pueblo, que espera los dones de tu misericordia, y concédele recibir de tu mano generosa lo que tú mismo lo mueves a pedir. Por Jesucristo, nuestro Señor.
_________________________
BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis (Ez 37,12-14)
1ª lectura
Estas palabras del Señor al profeta forman parte del diálogo entre ambos durante la visión del campo de huesos secos que, al invocar el profeta al Espíritu, entre en ellos para que vuelvan a vivir hasta hacerse un ejército numeroso.
La impresionante visión de los huesos secos que son revitalizados prepara el momento culminante de la restauración de Israel: la unificación de los dos reinos (cfr Ez 37,15-28). En un grandioso contraste entre muerte y vida, huesos y espíritu, se pone de manifiesto que la revitalización que Dios lleva a cabo va más allá de una reconstrucción material o un retorno territorial; supone más bien un comenzar de nuevo, un retomar la vida, tanto personal como social.
La visión propiamente dicha (Ez 37,2-10) se sitúa en una inmensa llanura (cfr 3,22-23), y responde a la inquietante pregunta sobre la suerte de los deportados: «Están secos nuestros huesos y destruida nuestra esperanza» (Ez 37,11). Es una de las visiones de Ezequiel más conocidas y comentadas por su expresividad y por su sencillez para ser comprendida. El profeta la explica aplicándola a la destrucción-restauración de Israel (vv. 11-14), aunque los Santos Padres han visto en este texto destellos, aunque velados, de la resurrección de los muertos: «Así pues, como se puede ver, el creador vivifica desde aquí abajo nuestros cuerpos mortales; y les promete además la resurrección y la salida de los sepulcros y las tumbas, y que les dará la incorruptibilidad (...); en esto se prueba que sólo Él es Dios, el que hace todas las cosas, el buen Padre que, por pura bondad, concede la vida a los seres que no la poseen por sí mismos» (S. Ireneo, Adversus haereses 5,15,1). También San Jerónimo recoge un sentido semejante: «No se habría puesto la comparación de la resurrección para significar la restauración del pueblo de Israel, si no se creyera en la resurrección futura, porque nadie deduce una certeza de cosas que no existen» (Commentarii in Ezechielem 37,1ss.).
En el texto que escucharemos este domingo el Señor afirma: «Infundiré mi espíritu en vosotros» (Ez 37,14). El espíritu del Señor es, al menos, el poder de Dios (cfr Gn 1,2) que lleva a cabo una acción creadora. Es también el principio de vida (cfr Gn 2,7) que hace del hombre que lo recibe una criatura con vida; y es, sin duda, principio de vida sobrenatural. El mismo Dios, que con su poder ha creado todas las cosas, puede también revitalizar al pueblo deprimido en Babilonia y hacer al hombre partícipe de la vida divina. Esta promesa, como otras formuladas por los profetas (cfr Ez 11,19; Jr 31,31-34; Jl 3,1-5), tendrá su cumplimiento pleno en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo venga sobre los Apóstoles: «Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 715).
El Espíritu de Dios habita en vosotros (Rm 8,8-11)
2ª lectura
San Pablo ha especificado en el párrafo inmediatamente anterior a éste dos maneras en las que se puede vivir en este mundo (Rm 8,5-8). La primera es la vida según el Espíritu, con arreglo a la cual se busca a Dios por encima de todas las cosas y se lucha, con su gracia, contra las inclinaciones de la concupiscencia. La segunda es la vida según la carne, por la que el hombre se deja vencer por las pasiones. La vida según el Espíritu, que tiene su raíz en la gracia, no se reduce al mero estar pasivo y a unas cuantas prácticas piadosas. La vida según el Espíritu es un vivir según Dios que informa la conducta del cristiano: pensamientos, anhelos, deseos y obras se ajustan a lo que el Señor pide en cada instante y se realizan al impulso de las mociones del Espíritu Santo. «Es necesario someterse al Espíritu —comenta San Juan Crisóstomo—, entregarnos de corazón y esforzarnos por mantener la carne en el puesto que le corresponde. De esta forma nuestra carne se volverá espiritual. Por el contrario, si cedemos a la vida cómoda, ésta haría descender nuestra alma al nivel de la carne y la volvería carnal (...). Con el Espíritu se pertenece a Cristo, se le posee (...). Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida inmortal» (In Romanos13).
En el que vive según el Espíritu, vive Cristo mismo (Rm 8,10; cfr Ga 2,20; 1 Co 15,20-23) y, por eso, puede esperar con certeza su futura resurrección (Rm 8,9-13). De ahí que Orígenes comente: «También cada uno debe probar si tiene en sí el Espíritu de Cristo. (...) Quien posee [la sabiduría, la justicia, la paz, la caridad, la santificación] está seguro de tener en sí el Espíritu de Cristo y puede esperar que su cuerpo mortal sea vivificado por la inhabitación en él del Espíritu de Cristo» (Commentarii in Romanos 6,13).
«El cuerpo está muerto a causa del pecado» (Rm 8,10) significa que el cuerpo humano está destinado a la muerte por el pecado, como si ya estuviera muerto.
Jesús resucita a Lázaro (Jn 11,1-45)
Evangelio
Con el milagro de la resurrección de Lázaro, signo de nuestra resurrección futura, se muestra el poder de Jesús sobre la muerte. El evangelista presenta en primer lugar las circunstancias del hecho y el diálogo de Jesús con las hermanas de Lázaro; después, la resurrección de éste a los cuatro días de su muerte.
Betania distaba sólo unos 3 km de Jerusalén (v. 18). Jesús, en los días anteriores a su pasión, frecuentó la casa de esta familia, con la que tenía gran amistad. San Juan hace notar los sentimientos de afecto de Jesús (vv. 3.5.36) y su conocimiento anticipado de lo que iba a ocurrir (vv. 11.14).
En el diálogo con Marta (vv. 20-27) se encuentra una de las revelaciones más precisas sobre Jesús: Él es la Resurrección y la Vida. Es la Resurrección porque su victoria sobre la muerte es causa de la resurrección de todos los hombres. Es la Vida porque otorga al hombre la participación en la vida divina, que culminará en la vida eterna. De ahí que el cristiano pueda decir: «La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo» (Misal Romano, Prefacio Liturgia Difuntos I). La fe de Marta es modelo de la nuestra: para resucitar y vivir con Cristo hay que creer en Él (vv. 26-27).
La profundidad de los sentimientos de Cristo queda reflejada en las lágrimas que derrama por Lázaro (v. 35). Es éste el versículo más breve de toda la Biblia. Parece como si la misma división en versículos (realizada en el siglo XVI) quisiera solemnizar el llanto de Jesús, expresión de su verdadera Humanidad y testimonio del amor de Dios hacia los hombres. «Jesús es tu Amigo. —El Amigo. —Con corazón de carne, como el tuyo. —Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... —Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 422).
El milagro va precedido por una oración de acción de gracias por parte de Jesús (vv. 41-42). El agradecimiento al Padre por haberle escuchado «implica que Jesús (...) pide de una manera constante. Debemos orar siempre con espíritu filial y con gratitud por los muchos beneficios recibidos de Dios Padre. Apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que la petición sea otorgada, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el “tesoro”, y en Él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como “por añadidura” (cfr Mt 6,21.33)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2604).
San Agustín ve en la resurrección de Lázaro una figura del Sacramento de la Penitencia: como Lázaro de la tumba «sales tú cuando te confiesas. Pues, ¿qué quiere decir salir sino manifestarse como viniendo de un lugar oculto? Mas para que te confieses, Dios da una gran voz, te llama con una gracia extraordinaria. Y así como el difunto salió aún atado, lo mismo el que va a confesarse todavía es reo. Para que quede desatado de sus pecados dijo el Señor a los ministros: Desatadle y dejadle andar. ¿Qué quiere decir desatadle y dejadle andar? Lo que desatareis en la tierra, será desatado también en el cielo (Mt 18,18)» (In Ioannis Evangelium 49,24).
«Atados con vendas» (v. 44). Los judíos amortajaban lavando y ungiendo el cuerpo del difunto con aromas para retardar algo la descomposición y atenuar el hedor; después envolvían el cadáver con lienzos y vendas, cubriéndole la cabeza con un sudario. Era un sistema parecido al que se empleaba en Egipto, pero sin proceder a un embalsamamiento completo que implicaba la extracción de ciertas vísceras.
_____________________
SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
La resurrección de Lázaro
Este relato del evangelio se ha hecho tan célebre por ser tan grande milagro, que ni aun infiel hay que no haya oído hablar de la resurrección de Lázaro; ¿cuánto más conocido no será de los fieles, cuando ni los infieles han podido ignorarlo? Y, sin embargo, cuando se lee, el alma parece como que asiste a una escena siempre nueva. No está fuera de lo razonable que repitamos nosotros lo que solemos decir sobre la resurrección esta; ni debe daros fastidio, me parece, lo que yo diga; al fin, más veces oís leerlo que comentarlo; porque, si acontece leerlo fuera de un sábado o de un domingo, no se predica. Lo digo para que no torzáis el rostro ahora que vamos a decir algo, ni salga nadie con un «Ya otras veces dijo eso»; también lo ha leído el diácono más veces, y lo habéis oído con gusto. Atención, pues.
2. Enséñanos el santo evangelio haber Jesucristo resucitado tres muertos: a la hija del príncipe de la sinagoga, pues, habiéndosele dicho que se hallaba enferma de gravedad, fue a su casa, donde la encontró muerta; le dijo: Muchacha, levántate; yo te lo mando, y se levantó.
Otro es un joven llevado ya fuera de las puertas de la ciudad y amargamente llorado por su madre viuda; él lo vio, mandó que se detuviesen los que le llevaban y dijo: Joven, levántate; yo te lo mando; y el muerto se sentó y comenzó a hablar, y se le devolvió a su madre.
El tercero es este Lázaro al que acabamos de ver con los ojos de la fe muriendo y resucitando en virtud de un prodigio mucho mayor que los anteriores y blanco de una gracia extraordinaria, pues llevaba cuatro días muerto y ya hedía; con todo, fue resucitado. ¿Qué significan estos tres muertos? Algo, sin duda; los milagros del Señor son palabras de sentido misterioso. Tres géneros de muerte hallamos en los pecados de los hombres. Traed a la memoria estos tres muertos. Había primeramente muerto aquella doncella en su casa; aún no había sido alzado su cadáver; al joven le habían sacado fuera de las puertas de la ciudad; Lázaro ya estaba sepultado y oprimido bajo la mole de piedra. ¿Cuáles son, pues, los tres géneros de muerte que hay en los pecados? Digo: si uno consintió en su corazón el mal deseo, resolviendo ceder a la suavidad de sus halagos, está ya muerto. Nadie lo sabe, aún no fue sacado fuera; es muerte secreta, en su casa, en su cuarto; pero muerte. Nadie diga que no cometió adulterio si determinó cometerle; si ha consentido a la delectación que le impulsaba blandamente a cometerlo, ya lo cometió; él es adúltero, ella casta. Preguntad a Dios, y él os responderá sobre esta muerte doméstica, interior, de la muerte en el lecho, lechos de los que leemos: Compungíos en el silencio de vuestros lechos de las cosas que andáis meditando en vuestros corazones. Oye la sentencia del resucitador en punto a este morir: Quien a una mujer casada mira para desearla, adulteró ya con ella en su corazón, si bien no llevó aún a efecto la fornicación corporal. Más a las veces le mira el Señor, y se arrepiente de haber determinado hacerlo, de haber consentido; en su lecho ha muerto y en su lecho resucita.
Pero, si ejecuta lo pensado, ya la muerte se puso en marcha, ya salió fuera; mas por el arrepentimiento se le da fin, y el muerto llevado a enterrar es devuelto a la vida. Pero si a la consumación de la obra se allega la costumbre, ya hiede y tiene encima de sí la losa de la mala costumbre; mas ni aun a éste le abandona Cristo; poderoso es para resucitarle también, aunque llora. Hemos oído, cuando se leía el evangelio, haber Cristo llorado a Lázaro. Los oprimidos por la costumbre están aprisionados, y Cristo brama para resucitarlos. Mucho, en efecto, los increpa la palabra divina, mucho les grita la Escritura, y también es mucho lo que yo grito para ser oído y felicitarme de la resurrección de este Lázaro.
Quitad, dice, la piedra, pues ¿cómo puede resucitar el consuetudinario si no se le quita el peso de la costumbre? Clamad, ligadle, acusadle, removed la piedra; cuando veáis a uno de ésos, no queráis daros tregua; es cosa trabajosa, más el trabajo ese remueve la piedra. Aquel cuya voz traspasa los corazones sea el que grite: Lázaro, sal fuera; esto es, vive, sal del sepulcro, muda la vida, da fin a la muerte. Y el muerto salió atado con las vendas; porque, si bien el consuetudinario cesa de pecar, todavía es reo de lo pasado, y necesario es que ruegue y haga penitencia por lo hecho, no por lo que hace, pues ya no lo hace; está vivo, no lo hace, pero aún está ligado por las cosas que hizo. Luego es a los ministros de la Iglesia, por medio de los cuales se imponen las manos a los penitentes, a los que dice Cristo: Desatadle y dejadle ir. Dejadle, desatadle: Lo que desatéis en la tierra, desatado quedará en el cielo. (Quien me hubiese oído ya esto que ahora dije y lo recordaba, imagínese estar leyendo lo que entonces escribió; y quien no lo había oído, escríbalo ahora en su corazón para leerlo cuando guste.)
(Sermones (3º), t. XXIII, Sermón 139A, 1-2, BAC Madrid 1983, pág. 270-73)
_____________________
FRANCISCO – Ángelus 2014 y Homilía 2017
Ángelus 2014
No existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos narra la resurrección de Lázaro. Es la cumbre de los «signos» prodigiosos realizados por Jesús: es un gesto demasiado grande, demasiado claramente divino para ser tolerado por los sumos sacerdotes, quienes, al conocer el hecho, tomaron la decisión de matar a Jesús (cf. Jn 11, 53).
Lázaro estaba muerto desde hacía cuatro días, cuando llegó Jesús; y a las hermanas Marta y María les dijo palabras que se grabaron para siempre en la memoria de la comunidad cristiana. Dice así Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26). Basados en esta Palabra del Señor creemos que la vida de quien cree en Jesús y sigue sus mandamientos, después de la muerte será transformada en una vida nueva, plena e inmortal. Como Jesús que resucitó con el propio cuerpo, pero no volvió a una vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros cuerpos que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. Él nos espera junto al Padre, y la fuerza del Espíritu Santo, que lo resucitó, resucitará también a quien está unido a Él.
Ante la tumba sellada del amigo Lázaro, Jesús «gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”. El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario» (vv. 43-44). Este grito perentorio se dirige a cada hombre, porque todos estamos marcados por la muerte, todos nosotros; es la voz de Aquel que es el dueño de la vida y quiere que todos «la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Cristo no se resigna a los sepulcros que nos hemos construido con nuestras opciones de mal y de muerte, con nuestros errores, con nuestros pecados. Él no se resigna a esto. Él nos invita, casi nos ordena salir de la tumba en la que nuestros pecados nos han sepultado. Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión en la que estamos encerrados, contentándonos con una vida falsa, egoísta, mediocre. «Sal afuera», nos dice, «Sal afuera». Es una hermosa invitación a la libertad auténtica, a dejarnos aferrar por estas palabras de Jesús que hoy repite a cada uno de nosotros. Una invitación a dejarnos liberar de las «vendas», de las vendas del orgullo. Porque el orgullo nos hace esclavos, esclavos de nosotros mismos, esclavos de tantos ídolos, de tantas cosas. Nuestra resurrección comienza desde aquí: cuando decidimos obedecer a este mandamiento de Jesús saliendo a la luz, a la vida; cuando caen de nuestro rostro las máscaras —muchas veces estamos enmascarados por el pecado, las máscaras tienen que caer— y volvemos a encontrar el valor de nuestro rostro original, creado a imagen y semejanza de Dios.
El gesto de Jesús que resucita a Lázaro muestra hasta dónde puede llegar la fuerza de la gracia de Dios, y, por lo tanto, hasta dónde puede llegar nuestra conversión, nuestro cambio. Pero escuchad bien: no existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos. No existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos, recordad bien esta frase. Y podemos decirla todos juntos: «No existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos». Digámoslo juntos: «No existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos». El Señor está siempre dispuesto a quitar la piedra de la tumba de nuestros pecados, que nos separa de Él, la luz de los vivientes.
***
Homilía 2017
Aprendamos de Jesús a no atar nuestra vida en torno a los problemas
Las Lecturas de hoy nos hablan del Dios de la vida, que vence a la muerte. Detengámonos, en particular, en el último de los signos milagrosos que Jesús hace antes de su Pascua, en el sepulcro de su amigo Lázaro.
Allí todo parece terminado: la tumba está cerrada con una gran piedra; alrededor hay solo llanto y desolación. También Jesús está conmovido por el misterio dramático de la pérdida de una persona querida: “Se conmovió profundamente” y estaba “muy turbado” (Jn 11, 33). Después “estalló en llanto” (v. 35) y fue al sepulcro, dice el Evangelio, “conmoviéndose nuevamente” (v. 38). Este es el corazón de Dios: lejano del mal pero cercano a quien sufre; no hace desaparecer el mal mágicamente, sino que con-padece el sufrimiento, lo hace propio y lo transforma habitándolo.
Notamos, sin embargo que, en medio de la desolación general por la muerte de Lázaro, Jesús no se deja llevar por el desánimo. Aun sufriendo Él mismo, pide que se crea firmemente; no se encierra en el llanto, sino que, conmovido se pone en camino hacia el sepulcro. No se deja capturar del ambiente emotivo resignado que lo circunda, sino que reza con confianza y dice: “Padre, te doy gracias” (v. 41). Así, en el misterio del sufrimiento, frente al cual el pensamiento y el progreso se aplastan como moscas en los cristales, Jesús nos da ejemplo de cómo comportarnos: no huye del sufrimiento, que pertenece a esta vida, pero no se deja aprisionar por el pesimismo.
En torno al sepulcro se lleva así un gran encuentro-desencuentro. Por una parte está la gran desilusión, la precariedad de nuestra vida mortal que, atravesada por la angustia de la muerte, experimenta a menudo la derrota, una oscuridad interior que parece insuperable. Nuestra alma, creada para la vida, sufre sintiendo que su sed eterna de bien es oprimida por un mal antiguo y oscuro. Por una parte, la derrota del sepulcro. Pero por la otra, está la esperanza que vence la muerte y el mal y que tiene un nombre; la esperanza se llama: Jesús. Él no trae un poco de bienestar o algún remedio para alargar la vida, sino que proclama: “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera, vivirá” (v. 25). Por esto dice: “quitad la piedra” (v. 39) y grita a Lázaro con voz fuerte: “Sal” (v. 43).
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros estamos invitados a decidir de qué parte estar. Se puede estar de la parte del sepulcro o se puede estar de la parte de Jesús. Hay quienes se dejan encerrar por la tristeza y quienes se abren a la esperanza. Hay quienes se quedan atrapados en las ruinas de la vida, y quienes, como vosotros, con la ayuda de Dios, reconstruyen con paciente esperanza.
Frente a los grandes porqués de la vida tenemos dos caminos: quedarnos mirando melancólicamente los sepulcros de ayer y de hoy, o acercar a Jesús a nuestros sepulcros. Sí, porque cada uno de nosotros ya tiene un pequeño sepulcro, alguna zona un poco muerta dentro del corazón: una herida, un mal sufrido o realizado, un rencor que no da tregua, un remordimiento que regresa constantemente, un pecado que no se consigue superar. Identifiquemos hoy estos nuestros pequeños sepulcros que tenemos dentro e invitemos allí a Jesús. Es extraño, pero a menudo preferimos estar solos en las grutas oscuras que llevamos dentro, en vez de invitar a Jesús; estamos tentados de buscarnos siempre a nosotros mismos, rumiando y hundiéndonos en la angustia, lamiéndonos las heridas, en lugar de ir a Él, que nos dice: "Venid a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo os aliviaré." (Mt 11:28). No nos dejemos aprisionar por la tentación de quedarnos solos y desesperanzados quejándonos de lo que nos sucede; no cedamos a la lógica inútil del miedo que no lleva a ninguna parte, repitiendo resignados que todo está mal y nada es como antes. Esta es la atmósfera del sepulcro; el Señor, en cambio, quiere abrir el camino de la vida, el del encuentro con Él, de la confianza en Él, de la resurrección del corazón. El camino del "Levántate", ¡levántate, sal!, esto es lo que nos dice el Señor, y Él está a nuestro lado para hacerlo.
Escuchamos, pues, dirigidas a cada uno de nosotros, las palabras de Jesús a Lázaro: "¡Sal!"; sal del atasco de la tristeza sin esperanza; desata las vendas de miedo que obstruyen el camino; los lazos de las debilidades y de las inquietudes que te bloquean; repite que Dios desata los nudos. Siguiendo a Jesús aprendemos a no atar nuestras vidas en torno a los problemas que se enredan: siempre habrá problemas, siempre, y, cuando resolvemos uno, siempre, llega otro. Podemos, sin embargo, encontrar una nueva estabilidad, y esta estabilidad es precisamente Jesús, esta estabilidad se llama Jesús, que es la resurrección y la vida: con él la alegría habita en el corazón, renace la esperanza, el dolor se transforma en paz, el temor, en confianza, la prueba, en ofrenda de amor. Y aunque los pesos no faltarán, siempre estará su mano que levanta, su Palabra que alienta y nos dice a todos, a cada uno de nosotros: "¡Sal! ¡Ven a mí! ". Nos dice a todos: no tengáis miedo.
También a nosotros, hoy como entonces, Jesús nos dice: "Quítate la piedra". Por muy pesado que sea el pasado, grande el pecado, fuerte la vergüenza, nunca bloqueemos el ingreso del Señor. Quitemos ante El la piedra que le impide entrar: este es el tiempo favorable para remover nuestro pecado, nuestro apego a las vanidades del mundo, el orgullo que nos bloquea el alma. Tantas enemistades entre nosotros, en las familias, tantas cosas... y este es el tiempo favorable para remover todas estas cosas.
Visitados y liberados por Jesús, pidamos la gracia de ser testigos de vida en este mundo que tiene sed de ello, testigos que suscitan y resucitan la esperanza de Dios en los corazones cansados y abrumados por la tristeza. Nuestro anuncio es la alegría del Señor viviente, que aún hoy dice, como a Ezequiel: "Yo voy a abrir vuestras tumbas, os haré salir de ellas, y os haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel" (Ez 37,12).
_________________________
BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011
2008
Esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios.
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro itinerario cuaresmal hemos llegado al quinto domingo, caracterizado por el evangelio de la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11, 1-45). Se trata del último gran “signo” realizado por Jesús, después del cual los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y deliberaron matarlo; y decidieron matar incluso a Lázaro, que era la prueba viva de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte.
En realidad, esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y con sus hermanas Marta y María. Subraya que «Jesús los amaba» (Jn 11, 5), y por eso quiso realizar ese gran prodigio. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11, 11), así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar.
Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17) y a la niña de doce años (cf. Mc 5, 35-43). Precisamente de ella dijo: «La niña no ha muerto; está dormida» (Mc 5, 39), provocando la burla de los presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento.
Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera com-pasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró» (Jn 11, 33. 35). El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que es Vida.
Por eso declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». Y añadió: «¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad de comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre.
La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27). ¡Sí, oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas y de nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz.
Encomendemos esta oración a María santísima. Que su intercesión fortalezca nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad.
***
2011
La muerte espiritual, el pecado, es la que amenaza con arruinar la existencia del hombre
Queridos hermanos y hermanas:
Ya sólo faltan dos semanas para la Pascua y todas las lecturas bíblicas de este domingo hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de Jesús, que irrumpirá como una novedad absoluta, sino de nuestra resurrección, a la que aspiramos y que precisamente Cristo nos ha donado, al resucitar de entre los muertos. En efecto, la muerte representa para nosotros como un muro que nos impide ver más allá; y sin embargo nuestro corazón se proyecta más allá de este muro y, aunque no podemos conocer lo que oculta, sin embargo, lo pensamos, lo imaginamos, expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El profeta Ezequiel anuncia al pueblo judío, en el destierro, lejos de la tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará regresar a su tierra, para descansar en paz en ella (cf. Ez 37, 12-14). Esta aspiración ancestral del hombre a ser sepultado junto a sus padres es anhelo de una «patria» que lo acoja al final de sus fatigas terrenas. Esta concepción no implica aún la idea de una resurrección personal de la muerte, pues esta sólo aparece hacia el final del Antiguo Testamento, y en tiempos de Jesús aún no la compartían todos los judíos. Por lo demás, incluso entre los cristianos, la fe en la resurrección y en la vida eterna con frecuencia va acompañada de muchas dudas y mucha confusión, porque se trata de una realidad que rebasa los límites de nuestra razón y exige un acto de fe. En el Evangelio de hoy —la resurrección de Lázaro—, escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. A Jesús, que le dice: «Tu hermano resucitará», ella responde: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día» (Jn 11, 23-24). Y Jesús replica: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn11, 25). Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en él habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no tuvo poder sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11, 11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza con arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura de una nueva realidad, una «nueva tierra», finalmente unida de nuevo con el cielo de Dios. Por este motivo, san Pablo escribe: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11). Queridos hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que ya participa de esta Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 11, 27), a descubrir que él es verdaderamente nuestra salvación.
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
75. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo». La exhortación el domingo precedente de san Pablo, a despertar a los que se han dormido, encuentra una viva expresión en el último y más grande de los «signos» de Jesús en el cuarto Evangelio: la resurrección de Lázaro. La naturaleza definitiva de la muerte, enfatizada en el hecho de que Lázaro está muerto desde hace cuatro días, parece suponer un obstáculo todavía mayor que el de hacer brotar agua de una roca o devolver la vista a un ciego de nacimiento. No obstante Marta, puesta delante de esta situación, hace una profesión de fe similar a la de Pedro: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Su fe no está en lo que Dios podría cumplir en el futuro, sino en lo que Dios está cumpliendo ahora: «Yo soy la Resurrección y la vida». Aquel «yo soy», que recorre toda la narración de Juan, clara alusión a la auto-revelación de Dios a Moisés, aparece en los pasajes evangélicos de todos estos domingos. Cuando la samaritana habla del Mesías, Jesús le responde: «Yo soy, el que habla contigo». En la narración del ciego, Jesús dice: «Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo». Y hoy nos dice: «Yo soy la Resurrección y la vida». La clave para recibir esta vida es la fe: «¿Crees esto?». Pero incluso Marta duda después de su ardiente profesión de fe y, cuando Jesús pide que se quite la losa del sepulcro, pone como objeción que ya huele mal. Y es aquí, una vez más, que se recuerda cómo seguir a Cristo es un compromiso que dura toda la vida y, ya sea que nos preparamos a recibir los Sacramentos de la Iniciación dentro de dos semanas, como sea que hemos vivido tantos años como católicos, debemos luchar sin interrupción para reforzar y hacer más profunda nuestra fe en Cristo.
76. La resurrección de Lázaro es el cumplimiento de la promesa de Dios proclamada en la primera lectura por medio del profeta Ezequiel: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros». El corazón del Misterio Pascual consiste en el hecho de que Cristo ha venido para morir y resucitar de nuevo, para hacer por nosotros exactamente lo que ha hecho por Lázaro: «Desatadlo y dejadlo andar». Él nos libera, no solo de la muerte física sino de tantas otras muertes que nos afligen y nos convierten en ciegos: el pecado, las desventuras, las relaciones interrumpidas. Para nosotros los cristianos es, por tanto, esencial sumergirse de forma continua en su Misterio Pascual. Como proclama el prefacio de este día: «El cual, hombre mortal como nosotros, que lloró a su amigo Lázaro, y Dios y Señor de la vida, que lo levantó del sepulcro, hoy extiende su compasión a todos los hombres y por medio de sus sacramentos los restaura a una nueva vida». El encuentro semanal con el Señor crucificado y resucitado expresa nuestra fe en el hecho de que Él es, aquí y ahora, nuestra resurrección y nuestra vida. Esta convicción es la que nos hace capaces, el domingo siguiente, de acompañarle en su entrada en Jerusalén, diciendo con Tomás: «Vamos también nosotros y muramos con él».
***
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La revelación progresiva de la Resurrección
I. LA RESURRECCION DE CRISTO Y LA NUESTRA
992. La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:
El Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna (2 Mac 7, 9). Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él (2 Mac 7, 14; cf. 7, 29; Dn 12, 1-13).
993. Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: “Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error” (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que “no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12, 27).
994. Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él. (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, El habla como del “signo de Jonás” (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).
995. Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su Resurrección” (Hch 1, 22; cf. 4, 33), “haber comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos” (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El, por El.
996. Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). “En ningún punto la fe cristiana encue ntra más contradicción que en la resurrección de la carne” (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?
Los signos mesiánicos que prefiguran la Resurrección de Cristo
549. Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.
El sepulcro vacío
640. “¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). “El discípulo que Jesús amaba” (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir “las vendas en el suelo” (Jn 20, 6) “vio y creyó” (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf. Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).
646. La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf. 1 Co 15, 35-50).
La oración de Jesús antes de la resurrección de Lázaro
2603. Los evangelistas han conservado dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de el las comienza precisamente con la acción de gracias. En la primera (cf Mt 11, 25-27 y Lc 10, 21-23), Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los “pequeños” (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de Su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9).
2604. La segunda oración es narrada por San Juan (cf Jn 11, 41-42) en el pasaje de la resurrección de Lázaro. La acción de gracias precede al acontecimiento: “Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado”, lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: “Yo sabía bien que tú siempre me escuchas”, lo que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que la petición sea otorgada, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el “tesoro”, y en Él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como “por añadidura” (cf Mt 6, 21. 33).
Nuestra experiencia actual de la Resurrección
Resucitados con Cristo
1002. Si es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día”, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:
Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).
1003. Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece “escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3) “Con Él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos “manifestaremos con Él llenos de gloria” (Col 3, 4).
1004. Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser “en Cristo”; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:
El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?... No os pertenecéis... Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo (1 Co 6, 13-15. 19-20).
La Eucaristía y la Resurrección
VII. LA EUCARISTIA, “PIGNUS FUTURAE GLORIAE”
1402. En una antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía: “O sacrum convivium in quo Christus sumitur. Recolitur memoria passionis eius; mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur” (“¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!”). Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados “de toda bendición celestial y gracia” (MR, Canon Romano 96: “Supplices te rogamus”), la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial.
1403. En la última cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: “Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29; cf. Lc 22,18; Mc 14,25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia “el que viene” (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: “Maran atha” (1 Co 16,22), “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20), “que tu gracia venga y que este mundo pase” (Didaché 10,6).
1404. La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía “expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Jesu Christi” (“Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo”, Embolismo después del Padre Nuestro; cf Tt 2,13), pidiendo entrar “en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro” (MR, Plegaria Eucarística 3, 128: oración por los difuntos).
1405. De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia (cf 2 P 3,13), no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio, “se realiza la obra de nuestra redención” (LG 3) y “partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre” (S. Ignacio de Antioquía, Eph 20,2).
El Viático, último sacramento del cristiano
1524. A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático. Recibida en este momento del paso hacia el Padre, la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene una significación y una importancia particulares. Es semilla de vida eterna y poder de resurrección, según las palabras del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). Puesto que es sacramento de Cristo muerto y resucitado, la Eucaristía es aquí sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre (Jn 13,1).
La resurrección de la carne
989. Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:
Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
990. El término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La “resurrección de la carne” significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros “cuerpos mortales” (Rm 8, 11) volverán a tener vida.
_________________________
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Lázaro o cómo resucitar a los muertos
El Evangelio del quinto Domingo de Cuaresma narra la resurrección de Lázaro. Lázaro, un amigo de Jesús, se había puesto enfermo. Las hermanas Marta y María mandan llamar a Jesús, que se encuentra lejos; pero, cuando Jesús llega, Lázaro está ya muerto desde hacía cuatro días y está en la tumba. Lloros y luto en la casa entre los parientes. Jesús se emociona también y «sollozó, muy conmovido».
«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto...», le dice con algo de reproche una de las hermanas. Pero, Jesús, con seguridad y autoridad divinas, le dice: «Tu hermano resucitará». Marta piensa que habla de la resurrección final, en el último día; pero, Jesús le precisa:
«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Van al sepulcro; Jesús ordena que se quite la piedra; después, le grita al muerto: «Lázaro, ven afuera»; y el muerto vuelve a la vida y es restituido al cariño de sus hermanas. Hasta aquí el relato evangélico.
Para entender en qué sentido hoy puede interesamos igualmente a nosotros esta historia, es necesario partir de una observación. Jesús de allí a poco, asimismo, morirá y resucitará de la muerte. Pero, la resurrección de Lázaro es de un tipo distinto a la de Jesús. Jesús resucita hacia adelante, hacia la vida eterna; Lázaro, por el contrario, resurge hacia atrás, hacia la vida de antes. Jesús, resucitado, deja este mundo; Lázaro permanece en este mundo. Una vez resucitado, Jesús ya no muere más; Lázaro sabe que deberá morir todavía. La de Lázaro es, por lo tanto, una resurrección provisional, terrena. Pero, mientras tanto, él es restituido al cariño de sus seres queridos. Es un hombre nuevo y «resucitado». Sabe que hay alguien más fuerte que la misma muerte.
Las historias del Evangelio nunca se escriben sólo para ser leídas sino también para ser revividas. La historia de Lázaro ha sido escrita para decirnos esto: que hay una resurrección del cuerpo y hay una resurrección del corazón; si la resurrección del cuerpo va a tener lugar «en el último día», la del corazón tiene lugar o puede tenerla cada día. Hoy mismo.
Éste es el significado de la resurrección de Lázaro, que la liturgia ha querido poner de manifiesto con la elección de la primera lectura (se sabe que la primera lectura, en general, hace de preludio al fragmento evangélico). Se trata de la conocida visión de los huesos secos. El profeta Ezequiel tiene una visión: ve una inmensa extensión de huesos secos Y entiende que representan o son como una moraleja para el pueblo, que está en la tierra. La gente iba diciendo:
«Nuestra esperanza está fallida, estamos perdidos» (Ezequiel 19,5). A ellos, pues, se les dirige la promesa de Dios:
«Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros... Os infundiré mi espíritu, y viviréis».
De igual forma, no se trata en este caso de la resurrección final de los cuerpos sino de la resurrección actual de los corazones a la esperanza. Los cadáveres, se dice, se reanimarán y se pondrán en pie y serán «un ejército enorme, inmenso» (Ezequiel 37, 10). Se refería al pueblo de Israel, que después del destierro volvía a esperar.
De todo esto deducimos una cosa, que conocemos asimismo por experiencia: que se puede estar muertos a este tenor antes de morir, mientras permanecemos aún en esta vida. Y ya no hablo sólo de la muerte del alma a causa del pecado; hablo, también, del estado de total ausencia de fuerza, de esperanza, de voluntad de luchar y de vivir, que no puede ser llamada con un nombre más indicado que éste: muerte del corazón.
A todos los que se encuentran en esta situación por las razones más diversas (matrimonio roto, traición del cónyuge, pérdida o enfermedad de un hijo, desastres financieros, crisis depresivas, incapacidad de salir del alcoholismo o de la droga), la historia de Lázaro les debiera llegar como el sonido de las campanas en la mañana de Pascua.
Alguno recordará, a este propósito, la famosa «noche del Ignominado» en I promessi Sposi de Alejandro Manzoni. El Ignominado se levanta una mañana después de que la conciencia le ha torturado durante toda la noche por sus delitos. Escucha de lejos las campanas, que suenan a fiesta y envía a sus «bravos», esto es, a sus hijos o criados a informarse de qué sucede. Habiendo sabido que está de visita el cardenal Federico Borromeo, baja al pueblo, más que nada, para ver, dice, «qué tienen para estar alegres toda aquella chusma». Apenas se encuentra en presencia del hombre de Dios, le grita, más enfadado consigo mismo que arrepentido: «Tengo el infierno en el corazón». Finalmente, después de su confesión, el perdón, el abrazo del pastor y las lágrimas, se levanta repitiendo: «¡Pruebo un alivio, una alegría, sí una alegría, que no la había experimentado nunca en toda esta mi horrible vida!» De inmediato, manda liberar a Lucía, que la tenía secuestrada en su castillo. Y comienza una vida nueva. No se podía describir mejor que de este modo qué es una resurrección del corazón.
¿Quién puede darnos esta resurrección del corazón? Para ciertos males, sabemos bien que no hay remedio humano que valga. Las palabras de ánimo abandonan el terreno que encuentran. También, en casa de Marta y María «muchos judíos habían ido a vedes, para darles el pésame, para consolarles»; pero, su presencia no había cambiado nada. Había sido necesario «enviar a decir a Jesús». Implorarle al igual como hacen las personas sepultadas bajo una avalancha de nieve o bajo los escombros de un terremoto, que reclaman con sus gemidos la atención de los socorristas.
Debo, sin embargo, añadir una cosa. Frecuentemente, las personas que se encuentran en esta situación no están en disposición de hacer nada, ni siquiera de orar. Son como Lázaro en la tumba. Es necesario que otros hagan algo por ellos. En los labios de Jesús ya una vez encontramos este mandamiento dirigido a sus discípulos: «Curad enfermos, resucitad muertos» (Mateo 10, 8).
¿Qué pretendía decirles Jesús?, ¿que debemos resucitar físicamente a los muertos? Si fuese así, en la historia se cuentan con los dedos de una mano los sanos que han puesto en práctica este mandamiento de Jesús. No; Jesús se refería asimismo y sobre todo a los muertos de corazón, a los muertos espirituales. Hablando del hijo pródigo, el padre dice: «Estaba muerto, y ha vuelto a la vida» (Lucas 15,32). Y, si ciertamente había vuelto a casa, no se trataba de una muerte física.
El mandamiento de «resucitad muertos», por lo tanto, está dirigido a todos los discípulos de Cristo. ¡También a nosotros! Os desvelo cómo se hace para poder resucitar esta misma tarde y en los próximos días a un muerto. ¿Tienes en casa o en el asilo a un padre anciano? Quizás su corazón está muerto por el silencio de sus hijos. Hazle una llamada de teléfono de las hermosas; si puedes, prométele que mañana irás a vede. Probablemente ya has resucitado a un muerto.
Tu marido, desmoralizado, ha salido de casa después de una enésima trifulca: llámale por teléfono, hazle renacer la confianza en el corazón. Lo mismo hazlo tú con tu mujer si eres el marido. Posiblemente habéis resucitado también vosotros a un muerto. ¿Veis cómo no es tan difícil resucitar a los muertos...?
Ahora voy a tocar un punto delicado. Hay una persona a la que has prestado dinero posiblemente hasta con usura. Sabes que ya tiene un pie en la fosa, está sin vía de salida. Mira a ver si tu corazón no te sugiere venir a buscarle, a darle al menos un respiro... ¿Qué es un puñado de dinero de más en comparación a la alegría de ver resucitar a un muerto?
No he hablado hasta aquí, si no es de pasada, de un caso de muerte, que es el más grave de todos (¡puede llevar a la muerte para siempre!): el de quien vive en estado de pecado grave, muerto en el alma. A éstos, sobre todo, la resurrección de Lázaro debiera meterles en el corazón en esta Pascua el deseo de resucitar.
He recordado la conversión del Ignominado. Él, en sus tiempos, fue la perfecta encarnación de aquel que hoy llamaríamos un capo mafioso o un secuestrador de personas: una vida sembrada de delitos y abusos con los «bravos» o criados a las propias órdenes, como están hoy los «jóvenes crapulosos». Su historia por ello nos dice que hay asimismo esperanza para éstos si se convierten. ¡Ellos envían a la tumba a tanta gente! pero, no se dan cuenta, pobrecillos, que ellos mismos ya están en una horrible tumba. Si yo estuviese seguro que alguno de ellos ahora me está oyendo, quisiera repetirle la palabra que Lucía le dijo al Ignominado la primera tarde y con la que inició su conversión: «Dios perdona tantas cosas por una obra de misericordia...»
Entre las obras de misericordia, que aprendimos de niños, había una que decía: «enterrar a los muertos (cfr. Mt 25,31-46)», según nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2447; ahora, sabemos ya que existe también la de «resucitar a los muertos». ¡Ánimo, por lo tanto, que tenemos muchas cosas que hacer!
_________________________
FLUVIUM (www.fluvium.org)
Nuestra vida en Cristo
Es un milagro especialmente notorio de Jesús que, como todos, muestra su poder sobrenatural. En este caso, Cristo manifiesta su relación con Dios Padre y, a continuación, lleva a cabo el prodigio como prueba de esta relación.
Ya en otras ocasiones había resucitado muertos; como al hijo de la viuda de Naín y a la hija de Jairo, jefe de la sinagoga. Mostraba el Señor entonces también su compasión ante el dolor humano. En este caso se conmueve asimismo por la evidente desolación de las dos hermanas. Y Él mismo se siente tan afectado que hasta se le saltan las lágrimas por el amigo muerto. En todo caso, en este milagro y en algún otro, el Señor explica que esos hechos, aparte de remediar la situación concreta –la enfermedad casi siempre–, sirven sobre todo para mostrarnos su divinidad: que ha venido a ofrecernos su divinidad y a redimirnos por ella del pecado. Jesucristo, por otra parte, emplea su poder en favor de los hombres –no a favor de sí mismo– para ofrecernos mucho más que una vida humanamente mejor. De hecho, Él mismo gasta esta vida por nosotros, fatigándose en muchas ocasiones, y llega incluso a aceptar la muerte, dando así testimonio de lealtad a su misión: nos ofrecer su Vida inmortal. Porque una plenitud meramente terrena y, por tanto mortal, no sería suficiente para el hombre. Hemos sido pensados para admitir la Eternidad, y nadie como el propio Dios hecho hombre lo tiene claro.
Ya al comienzo de su Evangelio expone san Juan escuetamente, aunque con toda claridad, el sentido de la presencia y encarnación del Hijo de Dios entre nosotros: hacernos partícipes de la filiación divina. Vino a los suyos, dice el Evangelista, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Ahora, ante la muerte de su hermano, Jesús explica a Marta una de las consecuencias de la fe en Él: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. Jesucristo tomará ocasión del milagro de la resurrección de Lázaro para recordar, una vez más, la gran noticia que ha venido a proclamar ante los hombres: que está en el mundo para que cada uno podamos estar realmente en Dios. Y, a modo de conclusión, como reafirmándose en lo dicho, insiste a Marta: ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Con razón, pues, san Juan, finalizando su evangelio, del que hoy comentamos sólo un pasaje, concluye: Muchos otros milagros hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Estos, sin embargo, han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.
Nuestra Madre del Cielo hará que nos sintamos contemplados amorosamente por el Creador y dichosos con la esperanza de su Vida: esa gloria inigualable que nos tiene prometida.
_____________________
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Cristo nos resucita de la muerte
La propia liturgia nos indica la clave con la que debemos leer y comprender el pasaje del Evangelio que hemos escuchado. En el Prefacio, que recitaremos dentro de poco, se dice en efecto: “Verdadero hombre como nosotros, él. Jesús, lloró al amigo Lázaro; Dios y Señor de la vida, lo levantó del sepulcro; hoy extiende su misericordia a todos los hombres y por medio de sus sacramentos nos hace pasar de la muerte a la vida”.
He aquí el gran misterio que hoy somos llamados a celebrar en nuestra asamblea. Antes de adentrarse en la oscuridad de su pasión y muerte, Jesús quiso, por decirlo así, aclarar el misterio de su significado con este milagro. Del mismo modo, hoy la Iglesia, antes de entrar en el misterio litúrgico de la Pascua, quiere que consideremos, como en un boceto, su sentido: lo que sucedió individualmente en Lázaro, es decir, su pasaje de la muerte a la vida, la Pascua de Cristo lo realiza para toda la humanidad; su muerte vence la muerte del hombre; su resurrección es la prenda por la resurrección del hombre.
Lázaro muerto es, por lo tanto, el símbolo de toda la humanidad muerta espiritualmente por el pecado: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres... (Rom. 5, 12). ¡Pasó a todos los hombres! Como una hoz sobre la hierba del campo, como una mano helada que se apoya, antes o después, en el hombro de cada uno y le dice: ¡Ven!
Cuando Lázaro estaba a punto de morir, las hermanas se lo mandaron decir a Jesús: Señor, el que tú amas está enfermo. Jesús se encontraba en ese momento con sus discípulos en un lugar tranquilo, al reparo del odio de los judíos que habían decidido hacerla morir. Por eso, sus discípulos quedaron sorprendidos ante la decisión de Jesús de volver a Judea para ir a ver al amigo muerto. Maestro —le dijeron— hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá? Jesús sabía bien lo que lo esperaba en Jerusalén. Él mismo lo había predicho: Nosotros ahora vamos a Jerusalén y allá el hijo del hombre será entregado a sus enemigos y se le dará muerte. ¿Por qué entonces fue a Jerusalén? Lo empujó el amor por su amigo. He aquí la razón de todo: Dios no dejó de amar al hombre aun cuando éste se rebeló, aun cuando estuviera espiritualmente muerto. Este gran amor de Jesús encuentra en el Evangelio de hoy una de sus manifestaciones más conmovedoras: frente al amigo muerto —relata el evangelista Juan— Jesús tembló y lloró. Jesús amó también como hombre, puesto que es propio del hombre temblar y llorar. Conoció él también esa conmoción visceral, ese dolor del corazón y ese vacío aterrador de la mente que lacera al hombre ante la muerte de una persona verdaderamente querida. Quién sabe qué profundo y sincero dolor aparecía en su rostro para arrancar a los presentes la exclamación: ¡Cómo lo amaba!
Hasta aquí el hecho histórico. Pero es hora de adentrarnos en el misterio, en aquel “hoy” del cual nos habla el Prefacio. Lo que sucedió en la tumba de Lázaro fue una señal, el inicio de un milagro que Jesús sigue realizando incluso hoy en la Iglesia y en el mundo. Él tembló de compasión y de amor también por mí el día en que, en el Bautismo, me llamó de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz; tiembla todavía de amor cada vez que del mal y de la caída me levanta con su perdón. También en este momento él está frente a nosotros como lo estaba frente a la tumba de Lázaro en Betania. Nosotros todavía no hemos resucitado del todo; nunca lo haremos definitivamente en esta tierra. Toda nuestra vida cristiana es una lucha continua contra el mal y contra la muerte. Ésta siempre intenta volver a tragarnos, como el mar intenta tragarse al náufrago que llegó a tocar la orilla. La muerte nos asedia. No sólo la física, que corroe minuto a minuto nuestro tiempo y, por lo tanto, nuestra existencia. También aquella otra muerte: aquella que la Biblia llama “la muerte segunda”, la muerte del espíritu. Nos asedia desde afuera.
En la actual sociedad permisiva y paganizante, el pecado se esconde y espía desde todos los ángulos, se insinúa en todas las relaciones humanas...Pero el pecado y la muerte también nos asedian desde el interior de nuestra casa; los gérmenes más peligrosos son justamente los que llevamos en nosotros mismos, en nuestra carne. En la Biblia, al comienzo del capítulo que habla del diluvio, se leen estas palabras: Cuando el Señor vio qué grande era la maldad del hombre en la tierra y cómo todos los designios que forjaba su mente tendían constantemente al mal... (Gn. 6, 5). El espectáculo que la tierra ofrece hoya los ojos de Dios no debe ser muy distinto. Pero ahora hay un salvador, está Jesucristo entre nosotros. Él está frente a nosotros y nos grita como a Lázaro: ¡Ven afuera! Sal de tu indiferencia, de tu pereza, de tu egoísmo, del desorden en el cual vives; sal de tu disipación, de tu desesperación. Las palabras proféticas de la primera lectura se vuelven realidad con Cristo: Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de ellas... Yo pondré mi espíritu en ustedes y vivirán.
Por eso, también nosotros debemos, en este sagrado tiempo de Cuaresma, empezar a agitarnos dentro de nosotros mismos, temblar, rebelarnos y luchar contra la invasión de las fuerzas del mal presentes en el mundo y en nuestra vida. Debemos decir, como dice Tomás en el Evangelio de hoy: “Vayamos también nosotros a morir con él”, a morir ante nuestros pecados, a convertirnos para resurgir con él como criaturas nuevas, purificadas por su sangre y por el perdón que nos da mediante la Iglesia.
“¿Por qué se turba el Cristo frente a la tumba de Lázaro —escribe Agustín—, si no es para enseñarte que debes agitarte cuando te ves oprimido y aplastado por tamaña mole de pecados? Te has examinado, te has reconocido culpable, te has dicho: ¡cometí aquel pecado y Dios me perdonó! Cometí aquel otro y Dios retrasó el castigo; escuché el Evangelio y lo desprecié; fui bautizado y volví a caer en las mismas culpas. ¿Qué hago? ¿Adónde voy? ¿Cómo puedo salir de esto? Cuando hablas así, quiere decir que el Cristo tiembla, puesto que en ti tiembla la fe. En el tono de quien tiembla se anuncia la esperanza de quien resurge” (Tract. in Ioh., 49, 19).
Y también nosotros terminamos nuestra reflexión sobre el Evangelio con esta mirada dirigida a la resurrección: a aquella de Jesús que celebramos en Pascua, y a la nuestra. Antes de dirigirse al sepulcro del amigo Lázaro, Jesús dijo a la hermana de él: Yo soy la Resurrección y la Vida... ¿Crees esto? Que esta pregunta de Jesús aletee hoy en nuestra asamblea, que resuene en lo íntimo de cada uno de nosotros, como una interrogación que el Cristo dirige a él personalmente: Yo soy la Resurrección y la Vida, yo que ahora me hago tu alimento y tu bebida. ¿Crees esto?
_________________________
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en el jubileo de los militares (8-IV-1984)
– Resurrección de Lázaro
“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Jn 11,21,32).
Estas palabras las pronunciaron primero Marta y luego María, las dos hermanas de Lázaro, e iban dirigidas a Jesús de Nazaret, que era amigo de ellas y de su hermano.
La liturgia de hoy presenta a nuestra atención el tema de la muerte. Se acerca el tiempo de la pasión de Cristo. El tiempo de la muerte y la resurrección. Hoy miramos ese hecho a través de la muerte y de la resurrección de Lázaro. Este evento desconcertante sirve de preparación a la Semana Santa y a la Pascua.
“...mi hermano no habría muerto”.
En estas palabras resuena la voz del corazón humano, la voz de un corazón que ama y que da testimonio de lo que es la muerte. Sabemos que la muerte es un fenómeno común incesante. La muerte es un fenómeno universal y un hecho normal. La universalidad y la normalidad del hecho confirman la realidad de la muerte, lo inevitable de la muerte, pero al mismo tiempo, borran, en cierto modo, la verdad sobre la muerte, su penetrante elocuencia.
Aquí no basta el lenguaje de las estadísticas. Es necesaria la voz del corazón humano: la voz de una hermana, la voz de una persona que ama. La realidad de la muerte se puede expresar en toda su verdad sólo con el lenguaje del amor.
Efectivamente, el amor se resiste a la muerte y desea la vida...
Cada una de las dos hermanas de Lázaro no dice “mi hermano ha muerto”, sino que dice: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”.
La verdad sobre la muerte sólo se puede expresar a partir de una perspectiva de vida, de un deseo de vida: esto es, desde la permanencia en la comunión amorosa de una persona.
La verdad sobre la muerte en la liturgia de hoy se expresa en relación con la voz del corazón humano.
– La muerte unida al pecado
Simultáneamente se expresa en relación con la misión de Cristo, el Redentor del mundo.
Jesús de Nazaret era amigo de Lázaro y de sus hermanas. La muerte del amigo también se hizo sentir en su corazón con un eco particular. Cuando llegó a Betania, cuando oyó el llanto de las hermanas y de otras personas encariñadas con el difunto, Jesús “sollozó muy conmovido” (ib.,33), y con esta disposición interior preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?” (ib.).
Jesús de Nazaret es al mismo tiempo el Cristo. Aquél a quien el Padre ha enviado al mundo: es el eterno testigo del amor del Padre. Es el definitivo Portavoz de este amor ante los hombres. Es en cierto sentido su Rehén con relación a cada uno y a todos. En Él y por Él se confirma y se cumple el eterno amor del Padre en la historia del hombre, se confirma y se cumple de modo sobreabundante.
Y el amor se opone a la muerte y quiere la vida.
La muerte del hombre, desde Adán, se opone al Amor: se opone al amor del Padre, el Dios de la Vida.
La raíz de la muerte es el pecado, que se opone también al amor del Padre. En la historia del hombre la muerte va unida al pecado y, lo mismo que el pecado, se opone al Amor.
Jesucristo vino al mundo para redimir el pecado del hombre; cada uno de los pecados arraigados en el hombre. Por esto, Él se puso frente a la realidad de la muerte; efectivamente, la muerte va unida al pecado en la historia del hombre: es fruto del pecado. Jesucristo se convierte en Redentor del hombre mediante su muerte en cruz, la cual ha sido el sacrificio que ha reparado todo pecado.
En la muerte Jesucristo confirmó el testimonio del amor del Padre. El amor que se resiste a la muerte, y desea la vida, se ha expresado en la resurrección de Cristo, de Aquél que, para redimir los pecados del mundo, aceptó libremente la muerte de cruz.
– Pecado y Redención
Este acontecimiento se llama Pascua: el misterio pascual. Cada año nos preparamos a ella mediante la Cuaresma, y el domingo de hoy nos muestra ya cercano este misterio en el cual se nos revelan el Amor y la Potencia de Dios, porque la Vida ha traído la victoria sobre la muerte.
Lo que sucedió en Betania junto al sepulcro de Lázaro, fue como el último anuncio del misterio pascual.
Jesús de Nazaret se detuvo junto al sepulcro de su amigo Lázaro, y dijo: “¡Lázaro ven fuera!” (Jn 11,43). Con estas palabras llenas de poder, Jesús lo resucitó a la vida y lo hizo salir de la tumba.
Antes de realizar este milagro, Cristo, “levantando los ojos a lo alto, dijo: Padre te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado” (ib.,41-42).
Ante el sepulcro de Lázaro se registró una particular confrontación de la muerte con la misión redentora de Cristo. Cristo era el testigo del eterno amor del Padre, de ese Amor que se resiste a la muerte y desea la vida. Al resucitar a Lázaro, dio testimonio de ese Amor. Dio testimonio también de la potencia exclusiva de Dios sobre la vida y la muerte.
Al mismo tiempo ante la tumba de Lázaro, Cristo fue el Profeta de su propio misterio: del misterio pascual, en el que la muerte redentora sobre la cruz se convierte en la fuente de la nueva Vida en la resurrección.
He aquí las palabras del Profeta Ezequiel: “Dice el Señor Dios:...Cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor” (Ez 37,12-13).
Estas palabras se realizaron ante el sepulcro de Lázaro en Betania. Se han realizado definitivamente ante el sepulcro de Cristo en el Calvario.
En la resurrección de Lázaro se manifestó la potencia de Dios sobre el espíritu y sobre el cuerpo del hombre.
En la resurrección de Cristo fue otorgado el Espíritu Santo como fuente de la nueva Vida: la Vida divina. Esta vida es el destino eterno del hombre. Es su vocación recibida de Dios. En esta Vida se realiza el eterno amor del Padre.
Efectivamente el amor desea la vida y se opone a la muerte.
¡Vivamos de esta vida! ¡Que en nosotros no domine el pecado! ¡Vivamos de esta Vida cuyo precio es la redención mediante la muerte de Cristo en la cruz!
“Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en nosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también nuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8,11).
Que el Espíritu Santo habite en vosotros por medio de la gracia de la redención de Cristo.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
La resurrección de Lázaro que hoy nos recuerda la Iglesia es un signo de la restauración del hombre sujeto a la muerte, como el pueblo israelita a la esclavitud del destierro (1ª lect). Este prodigio realizado por Jesús en el umbral de su propia muerte, nos confirma que Él es la Resurrección y la Vida, una Vida que vence a la muerte tanto física como espiritual, no ya mediante la resurrección final sino en la existencia presente.
En el diálogo de Jesús con Marta, ella proclama su fe en la Resurrección futura, pero Cristo le contesta: “Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí aunque esté muerto vivirá; y el que está vivo y cree en Mí, no morirá para siempre”. El creyente se sabe ya libre y salvado por Cristo, no de la muerte biológica que Cristo también padeció, sino del pecado, del miedo a la destrucción total. Sí, no todo acaba para nosotros con la muerte. La última palabra no la tiene la muerte sino la Vida.
Cristo no sólo da la vida o la sana cuando la hemos quebrantado por el pecado, sino que Él es la vida y este pasaje es una prueba elocuente. Cristo resucita a Lázaro para probar, a las puertas de su propia muerte, que Él es la Vida. “Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, del mismo modo el Hijo da vida a los que quiere” (Jn 5,25). Poco importa que la muerte corporal sepulte a los hombres en la tierra. A la voz de Cristo, como salió Lázaro del sepulcro, así los que “hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida” (Jn 5,29).
Este episodio que la Iglesia pone hoy a las puertas de la Semana Santa, está envuelto en esa atmósfera que Jesús sabe crear alrededor de su Persona y que conocen bien quienes le tratan y le siguen de cerca con amor. “Enviáronle a decir las hermanas: Señor, el que tú amas, está enfermo” ¡Qué buena oración para que nosotros se la digamos también al Señor cuando un familiar, un amigo, un allegado vive alejado de Dios! ¡Señor, este marido o esta mujer mía, este hijo/a, este amigo/a, por quien Tú has muerto en la Cruz por amor, está enfermo espiritualmente hablando! “Lázaro, mi amigo, duerme, pero voy a despertarlo”. El Señor acudirá cuando lo estime oportuno, como vemos en este episodio. “El Señor, al verla llorar... se conmovió en su interior..., se echó a llorar”. ¡Tratemos al Señor en la Palabra y en el Pan! y “si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: ‘Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda’ (Cfr Lc 5,24), sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 93).
¡Vayamos a confesar, a resucitar a la vida de la Gracia; e invitemos a hacerlo a quienes queremos y tratamos a diario! Jesucristo conoce nuestra debilidad y, como el médico, curará nuestras heridas de muerte.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Morir al pecado es empezar a participar de la resurrección de Cristo»
I. LA PALABRA DE DIOS
Ez 37,12-14: «Os infundiré mi espíritu y viviréis»
Sal 129.1-4.6-8: «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa»
Rm 8,8-11: «El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros»
Jn 11,1-45: «Yo soy la resurrección y la vida»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
«El que cree en Él tiene la vida eterna» significa que Jesús es el único que da la vida y que quien la recibe, la tiene precisamente por creer.
Decir que «Él es la resurrección y la vida» es lo suficientemente importante como para respaldarlo con una victoria sobre la muerte. Pero no sólo reservada para cuando la muerte ha vencido ya al hombre (caso de Lázaro), sino para que no domine del todo al hombre.
La amistad entre Jesús, Lázaro y sus hermanas era de sobra conocida. Pero no hace el milagro por eso, sino porque creían en El. La fe, más que carta de recomendación para el milagro, es requisito indispensable.
III. SITUACIÓN HUMANA
Cuanto el hombre de hoy se afana por conseguir mayores cotas de libertad, de justicia y de bienestar se siente mejor consigo mismo y se convence de que sus posibilidades de futuro deben ser potenciadas al máximo. Las grandes conquistas en el campo científico y cultural le estimulan para seguir creyendo en el mañana. Si esto lo trasladamos al campo social, no cabe duda de que se han dado pasos importantísimos. Y siempre queda mucho por conquistar. Es una prueba de que el hombre mira hacia adelante.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– La fe en Jesús y la fe en la resurrección: «Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden» (994).
– Los signos del Reino de Dios: 547. 548. 549. 550.
– Libertad, necesidad y perseverancia en la fe: 160. 161. 162.
La respuesta
– La conversión del corazón, principio de una vida nueva: “«Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos «la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor» (Rm 5,20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado» (1848; cf 1888).
– La oración de Jesús: 2604.
El testimonio cristiano
– “La conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: «Recibid el Espíritu Santo». Así pues, en este convencer en lo «referente al pecado», descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito (Juan Pablo II, DeV 31)” (1848).
La fe de Marta y la de quienes la acompañaban a ella no puede ser sólo en Lázaro en cuanto resucitado, sino porque Jesús es la Resurrección. Ha roto las ataduras de Lázaro, pero a nosotros nos libra de las ataduras del pecado y de la muerte.
___________________________
UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
1º. «Jesús comenzó a llorar. Decían entonces los judíos: Mirad cómo le amaba».
Nos conmueve verle llorando por Lázaro.
Le quería tanto, que su muerte le deja destrozado.
Había comido muchas veces con él; había pasado tardes y noches conversando con él y sus hermanas.
Él te quería, lo mismo que ellas. Y ahora, «lleva cuatro días muerto. ¿No podías haber impedido que muriese?»
Jesús también a nosotros nos ama así.
«Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos».
Y Jesús ha dado su vida por nosotros, y la sigue dando, quedándose escondido en el Sagrario, por amor a nosotros.
No puede amarnos con un amor más grande.
¿Cómo se queda cuando, por nuestra culpa, nos alejamos de Él, cuando morimos a la vida de la gracia?
¿Cuál debe ser su dolor al ver que traicionamos tantas gracias, tanto esfuerzo, tanto amor como ha derrochado en nosotros?
Ya no queremos pecar más.
No sólo por las penas del infierno o por la fealdad misma del pecado, sino porque no se merece que nos comportemos así con Él.
Quiero serte fiel, quiero corresponder a la gracia que me das por tu amor infinito.
Quiero aprender a amarte de verdad, con fortaleza, con reciedumbre, con entrega: sin pensar en mí, sin buscarme a mí.
2º. «Nunca te desesperes. Muerto y corrompido estaba Lázaro: −hiede, porque hace cuatro días que está enterrado, dice Marta a Jesús.
Si oyes la inspiración de Dios y la sigues −¡Lázaro, sal afuera!−, volverás a la Vida» San Josemaría Escrivá, Camino, n. 719).
Jesús, si alguna vez te dejo, que no me desespere.
Que escuche tu voz: ¡sal afuera!; sal cuanto antes de ese estado de muerte, de inmovilidad.
Lázaro se estaba corrompiendo después de cuatro días muerto.
El alma también se corrompe cuando la dejo en pecado.
Por eso es importante no retrasar la Confesión.
Jesús, Tú respetas mi libertad, aunque yo no la utilice siempre bien.
Pero también me das tu gracia.
Esa es mi lucha cotidiana: lucha entre mis defectos y tu ayuda amorosa.
«La vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama «concupiscencia», y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Esta lucha es la de la «conversión» con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1426).
Jesús, dame la gracia de no pecar gravemente, o de reaccionar confesándome con rapidez si alguna vez cometo la desgracia de perderte.
Que aprenda a vencer esa lucha de la conversión, pues es parte de la santidad a la que me llamas.
____________________________
Dr. Johannes VILAR (Colonia, Alemania) (www.evangeli.net)
Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá
Hoy, la Iglesia nos presenta un gran milagro: Jesús resucita a un difunto, muerto desde hacía varios días.
La resurrección de Lázaro es “tipo” de la de Cristo, que vamos a conmemorar próximamente. Jesús dice a Marta que Él es la «resurrección» y la vida (cf. Jn 11,25). A todos nos pregunta: «¿Crees esto?» (Jn 11,26). ¿Creemos que en el bautismo Dios nos ha regalado una nueva vida? Dice san Pablo que nosotros somos una nueva creatura (cf. 2Cor 5,17). Esta resurrección es el fundamento de nuestra esperanza, que se basa no en una utopía futura, incierta y falsa, sino en un hecho: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!» (Lc 24,34).
Jesús manda: «Desatadlo y dejadle andar» (Jn 11,34). La redención nos ha liberado de las cadenas del pecado, que todos padecíamos. Decía el Papa León Magno: «Los errores fueron vencidos, las potestades sojuzgadas y el mundo ganó un nuevo comienzo. Porque si padecemos con Él, también reinaremos con Él (cf. Rom 8,17). Esta ganancia no sólo está preparada para los que en el nombre del Señor son triturados por los sin-dios. Pues todos los que sirven a Dios y viven en Él están crucificados en Cristo, y en Cristo conseguirán la corona».
Los cristianos estamos llamados, ya en esta tierra, a vivir esta nueva vida sobrenatural que nos hace capaces de dar crédito de nuestra suerte: ¡siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza! (cf. 1Pe 3,15). Es lógico que en estos días procuremos seguir de cerca a Jesús Maestro. Tradiciones como el Vía Crucis, la meditación de los Misterios del Rosario, los textos de los evangelios, todo... puede y debe sernos una ayuda.
Nuestra esperanza está también puesta en María, Madre de Jesucristo y nuestra Madre, que es a su vez un icono de la esperanza: al pie de la Cruz esperó contra toda esperanza y fue asociada a la obra de su Hijo.
___________________________
CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
«Desde lo más profundo te invoco, Señor; ¡Señor, oye mi voz!» (Sal. 130). En este quinto Domingo de Cuaresma, la Iglesia nos invita a mantener la mirada sobre la realidad, tal vez más “escandalosa” de la experiencia humana. En el texto del Evangelio, que apenas escuchamos, sorprende ver como todos son solidarios a Marta y María, las hermanas del difunto Lázaro, en este momento de gran luto.
Se abre de frente a nosotros una escena de dolor inaudito. Al Señor Jesús llega la noticia de la enfermedad de aquel que Él ama, Lázaro; se trata de un mensaje de parte de las hermanas de Lázaro, las cuales, de frente a la gravedad de su condición, habían intentado la única cosa posible, dirigirse a Aquel del cual se decía: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc. 7,37). Es el grito de cada uno de nosotros, de quien quisiera que las personas amadas vivieran para siempre, y que no nos dejaran jamás.
El Señor Jesús, inexplicablemente, espera dos días, para ponerse en camino, con sus discípulos, hasta el momento de la muerte del amigo Lázaro, de la cual Él era divinamente consciente. Este particular nos dice que el Verbo de Dios se ha hecho hombre por amor de cada uno de nosotros y que sobre cada uno, en cada instante, pone Su mirada de amor, en la espera de aquel encuentro de Alegría inmensa que será en la Eternidad.
A la llegada de Jesús a Betania, enseguida, vemos una “novedad” aparentemente inexplicable: primero María, después la hermana Marta, y detrás de ella todos los judíos que se habían unido a su luto, se dirigen hacia el Señor Jesús, seguros de que, si hubiera existido una respuesta a su dolor, tal respuesta se habría centrado en aquel Hombre. Ciertamente, no se trataba de personas irreligiosas. Habían profundamente adquirido la fe de Israel en la resurrección final, por lo tanto, aquel drama no era “últimamente” inexplicable; de hecho, Marta responde al Señor: «Sé que resucitará en la resurrección del último día». Pero, sabían que en la relación con aquel Hombre extraordinario, nada de cuanto había en ellos de auténticamente humano se habría perdido, incluso aquel grito de dolor, el cual sólo la fe escatológica y el tiempo habrían podido dar algún alivio.
En este último “signo” cumplido por el Señor, antes del ingreso triunfal a Jerusalén, parece así unirse todo a esa “nueva realidad” inaugurada por el Emanuel, el Dios con nosotros: compartiendo nuestra misma existencia, nos ha amado con aquella pasión suprema que es el amor virginal, que no busca nunca de poseer el corazón del otro, sino que lo ama en la verdad, con delicada insistencia, hasta sacrificarse por él; en esta infinita delicadeza y atención por cada uno, capaz, también de conmoverse, los hombres que tenían con Él los lazos de la más profunda amistad, por demás se daban cuenta que no podía ser otra cosa que la presencia de Dios: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?, Ella le respondió: Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (Jn. 11,25-27).
Cristo, por lo tanto, cumple el gran milagro de la resurrección de Lázaro. Anuncia de esta manera, a través de las obras del Padre, que Él mismo, el Dios-Hombre, es la Vida y la Resurrección, Señor también de la vida biológica, tanto que Su voz puede alcanzar también a quien, como Lázaro, de la muerte ha superado el umbral de cuatro días. De frente a este signo, se hacen más claras las palabras con las cuales había preanunciado Su muerte y Resurrección: «Yo doy Mi vida, para después recobrarla de nuevo» (Jn. 10,18). Él realmente puede hacerlo, porque es Señor de la vida y, si la resurrección de Lázaro no impidió a este amigo, que el Señor amaba, abrazar una vez más” nuestra hermana la muerte corporal” –según la expresión de San Francisco– cuando Dios quiso llamarlo de esta vida, es más grande la Vida que el Señor ha ganado para Lázaro y para cada uno de nosotros, como lo veremos en pocos días, en el Misterio Pascual, que nos disponemos a celebrar.
La fe, entonces, nos dice que la extraordinaria experiencia de Cristo, que hacía que Marta y María pusieran en Él toda su confianza, incluso de frente a la muerte de Lázaro, no es sólo una historia reconfortante narrada en los Evangelios, sino que es accesible para cada uno de nosotros hoy, en la Iglesia, desde el día de nuestro Bautismo, es decir, desde que hemos sido incorporados a Él a través del Espíritu Santo que se nos ha dado: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8:11). Santa María, Madre del Señor Resucitado, nos conceda la gracia de ver y experimentar todo a la luz de esta realidad extraordinaria. Amén.
_______________________
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Creer en la vida
«Yo soy la Resurrección y la Vida»
Eso dice Jesús.
Esa es la verdad que tú estás llamado a creer, sacerdote, para que la puedas enseñar, para que reúnas al Pueblo Santo de Dios en un solo rebaño y con un solo Pastor, porque si no creen que Cristo resucitó, vana es su fe.
Resurrección y vida, eso es lo que te ha dado tu Señor, cuando tú aceptas su llamado y dejas todo, muriendo al mundo para vivir en tu Señor resucitado, porque, para resucitar, primero hay que morir, sacerdote.
Tú estás llamado a vivir en el mundo sin ser del mundo, por eso debes renunciar a todo lo que te ata al mundo, sacerdote, para que una vez liberado, puedas servir a tu Señor completamente con Él configurado, sin más pertenencias que la cruz que tu Señor te ha dado, para que tú, como Él, vivas tu pasión y mueras a las pasiones del mundo y al pecado, para ser por Él, con Él y en Él resucitado, y tener vida.
Pero, para tener vida, primero hay que creer en la Vida.
Tu Señor es la Vida. Por eso todo el que crea en Él, aunque muera, vivirá.
Y tú, sacerdote, ¿crees en Él? ¿Haces todo lo que Él te dice? ¿Confías en su poder?
¿Eres consciente de que tu Señor es el Hijo único de Dios, que Él mismo ha enviado al mundo, para que el mundo crea y se salve?
¿Crees en su Palabra? ¿La cumples? ¿Haces sus obras?
¿Eres consciente de que tu Señor es la verdad, y de que la verdad te hace libre?
¿Crees que, en esa libertad, Él mismo entregó su vida para salvarte?
¿Crees en su misericordia y en su perdón?
¿Crees que Él te ama tanto, que ha querido hacerte parte de su gloria y de su redención?
Tú eres, sacerdote, un elegido de tu Señor, un hijo predilecto de Dios, que ha sido llamado, ha sido elegido, ha sido preparado, y ha sido configurado con la Verdad.
Pero morir al mundo, sacerdote, depende de ti, y creer que tu Señor resucitado es Jesús Sacramentado, también depende de ti, porque la gracia ya te la ha dado.
Pídele a tu Señor que confirme tu fe, sacerdote, para que la pongas en obras, confirmando en la fe a tus hermanos.
Toma conciencia, sacerdote, de que cada uno de tus actos ayuda o afecta también a tus hermanos, que viven en Cristo, por Él y en Él, en un mismo cuerpo y por un mismo espíritu, resucitados en medio del mundo, porque, aun cuando el cuerpo tienda al pecado, el espíritu de Dios te mantiene vivo, sacerdote, en la esperanza de alcanzar, después de tu muerte, la vida eterna, como Él, en alma y en cuerpo glorioso, por Él, con Él y en Él.
Esa es su promesa, sacerdote, y esa es tu fe y la de todos los que por ti crean en su Palabra y la cumplan, para que, por sus obras, sea glorificado el Hijo de Dios, y así unidos en Él le den gloria a Dios, porque el Padre ya ha sido glorificado en el Hijo.
Y tú, sacerdote, ¿crees en la resurrección en el último día?
¿Crees que tu cuerpo volverá a tener vida aun después de haber estado muerto?
¿Crees que tu Señor, que ha venido al mundo a hacerse hombre, como tú, para morir por ti, ha resucitado y está vivo?
¿Crees en eso, sacerdote, cuando lo tienes entre tus manos, cuando lo elevas en el altar, cuando lo haces descansar en el cáliz y en la patena en el altar?
Si crees esto, sacerdote, entonces trátalo con cuidado, con veneración, con respeto, adorando su Sangre y su Cuerpo, una vez que ha sido consagrado y transubstanciado el vino y el pan en Él.
Adóralo cuando lo trituras con tus manos. Lo estás inmolando a Él.
Es tu Dios, vivo y resucitado, a quien haces tuyo cuando lo comes, cuando lo bebes; y tú te haces a Él.
Toma conciencia, sacerdote, de lo que ocurre en el altar.
Cree en el poder de tus manos, y en que tu Señor ahí está. Pero no está solo, tú estás con Él, configurado totalmente.
Sacerdote: tú eres Él. Eres tú en quien tu Señor se glorifica para glorificar a Dios, en un único y eterno sacrificio agradable a Dios.
Agradece, sacerdote, a tu Señor, y haz conciencia de lo que ocurre en cada misa, en cada comunión.
Entrégate totalmente para ser triturado, por tu propia voluntad, con tu Señor, para morir al mundo en su cruz y alcanzar la vida en su resurrección.
¡Vive, sacerdote, vive!, porque Cristo vive en ti, porque por Él con Él y en Él, eres un crucificado para el mundo y un resucitado para Cristo, para que vivas haciendo sus obras y aun mayores, porque Él está en el Padre, y está contigo todos los días de tu vida.
Cree, sacerdote, en ti, y en que el Padre te concederá, por Cristo que vive en ti, todo lo que le pidas, para que, por ti, el mundo crea y alcance en Cristo la resurrección y la vida.
(Espada de Dos Filos II, n. 33)
(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, - facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)
____________________