Domingo 4 de Cuaresma (Ciclo A)

Escrito el 21/06/2025
Julia María Haces

Domingo IV de Cuaresma (ciclo A) - Domingo Laetare

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilía en Santa Marta (3.IX.13) - Ángelus 2014 y 2017
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net)
  • CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LA GENUINA LUZ DEL MUNDO

1 Sam 16,1.6-7.10-13; Ef 5, 8-14; Jn 9,1-41

Dos ejes temáticos articulan estas lecturas, tanto Samuel como el Evangelio de san Juan, pueden conectarse de manera precisa. Ambas describen los temas de la ceguera y la captación insuficiente de la realidad. En primer lugar, vemos como el profeta Samuel se encandila con la estatura y apariencia de los hermanos mayores de David. En seguida, advertimos que Dios tiene otra forma de mirar. Dios penetra hasta el interior de las personas. La escena de la curación presente en el cuarto Evangelio pone de manifiesto la existencia de otro tipo de ceguera. Los dirigentes religiosos de Israel están ciegos, viven obsesionados con el cumplimiento de normas rituales y no son sensibles al sufrimiento enorme de un ciego de nacimiento. El ciego recién curado se convierte en una presencia insoportable, por eso lo expulsan de la sinagoga.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. 15 66, 10-11

Alégrate, Jerusalén, y que se reúnan cuantos te aman. Compartan su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que por tu Palabra realizas admirablemente la reconciliación del género humano, concede al pueblo cristiano prepararse con generosa entrega y fe viva a celebrar las próximas fiestas de la Pascua. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

David es ungido como rey de Israel.

Del primer libro de Samuel: 16, 1. 6-7. 10-13

En aquellos días, dijo el Señor a Samuel: “Ve a la casa de Jesé, en Belén, porque de entre sus hijos me he escogido un rey. Llena, pues, tu cuerno de aceite para ungirlo y vete”.

Cuando llegó Samuel a Belén y vio a Eliab, el hijo mayor de Jesé, pensó: “Éste es, sin duda, el que voy a ungir como rey”. Pero el Señor le dijo: “No te dejes impresionar por su aspecto ni por su gran estatura, pues yo lo he descartado, porque yo no juzgo como juzga el hombre. El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones”.

Así fueron pasando ante Samuel siete de los hijos de Jesé; pero Samuel dijo: “Ninguno de éstos es el elegido del Señor”. Luego le preguntó a Jesé: “¿Son éstos todos tus hijos?”. El respondió: “Falta el más pequeño, que está cuidando el rebaño”. Samuel le dijo: “Hazlo venir, porque no nos sentaremos a comer hasta que llegue”. Y Jesé lo mandó llamar.

El muchacho era rubio, de ojos vivos y buena presencia. Entonces el Señor dijo a Samuel: “Levántate y úngelo, porque éste es”. Tomó Samuel el cuerno con el aceite y lo ungió delante de sus hermanos. A partir de aquel día, el espíritu del Señor estuvo con David.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6.

R/. El Señor es mi pastor, nada me faltará.

El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace reposar y hacia fuentes tranquilas me conduce para reparar mis fuerzas. R/.

Por ser un Dios fiel a sus promesas, me guía por el sendero recto; así, aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado me dan seguridad. R/.

Tú mismo me preparas la mesa, a despecho de mis adversarios; me unges la cabeza con perfume y llenas mi copa hasta los bordes. R/.

Tu bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida; y viviré en la casa del Señor por años sin término. R/.

SEGUNDA LECTURA

Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.

De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 5, 8-14

Hermanos: En otro tiempo ustedes fueron tinieblas, pero ahora, unidos al Señor, son luz. Vivan, por lo tanto, como hijos de la luz. Los frutos de la luz son la bondad, la santidad y la verdad. Busquen lo que es agradable al Señor y no tomen parte en las obras estériles de los que son tinieblas.

Al contrario, repruébenlas abiertamente; porque, si bien las cosas que ellos hacen en secreto da vergüenza aun mencionarlas, al ser reprobadas abiertamente, todo queda en claro, porque todo lo que es iluminado por la luz se convierte en luz.

Por eso se dice: Despierta, tú que duermes; levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 8, 12

R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.

Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me sigue tendrá la luz de la vida. R/.

EVANGELIO

Fue, se lavó y volvió con vista.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 9, 1-41

En aquel tiempo, Jesús vio al pasar a un ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?”. Jesús respondió: “Ni él pecó, ni tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios. Es necesario que yo haga las obras del que me envió, mientras es de día, porque luego llega la noche y ya nadie puede trabajar. Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo”.

Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte en la piscina de Siloé” (que significa ‘Enviado’). Él fue, se lavó y volvió con vista.

Entonces los vecinos y los que lo habían visto antes pidiendo limosna, preguntaban: “¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna?”. Unos decían: “Es el mismo”. Otros: “No es él, sino que se le parece”. Pero él decía: “Yo soy”. Y le preguntaban: “Entonces, ¿cómo se te abrieron los ojos?”. Él les respondió: “El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo: ‘Ve a Siloé y lávate’. Entonces fui, me lavé y comencé a ver”. Le preguntaron: “¿En dónde está él?”. Les contestó: “No lo sé”.

Llevaron entonces ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo lodo y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaron cómo había adquirido la vista. Él les contestó: “Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo”. Algunos de los fariseos comentaban: “Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes prodigios?”. Y había división entre ellos. Entonces volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú, ¿qué piensas del que te abrió los ojos?”. Él les contestó: “Que es un profeta”.

Pero los judíos no creyeron que aquel hombre, que había sido ciego, hubiera recobrado la vista. Llamaron, pues, a sus padres y les preguntaron: “¿Es éste su hijo, del que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ver: Sus padres contestaron: “Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ahora ve o quién le haya dado la vista, no lo sabemos. Pregúntenselo a él; ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo”. Los padres del que había sido ciego dijeron esto por miedo a los judíos, porque éstos ya habían convenido en expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías. Por eso sus padres dijeron: ‘Ya tiene edad; pregúntenle a él’.

Llamaron de nuevo al que había sido ciego y le dijeron: “Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es pecador”. Contestó él: “Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo”. Le preguntaron otra vez: “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?”. Les contestó: “Ya se lo dije a ustedes y no me han dado crédito. ¿Para qué quieren oído otra vez? ¿Acaso también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?”. Entonces ellos lo llenaron de insultos y le dijeron: “Discípulo de ése lo serás tú. Nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero ése, no sabemos de dónde viene”.

Replicó aquel hombre: “Es curioso que ustedes no sepan de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a ése sí lo escucha. Jamás se había oído decir que alguien abriera los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Le replicaron: “Tú eres puro pecado desde que naciste, ¿cómo pretendes darnos lecciones?”. y lo echaron fuera.

Supo Jesús que lo habían echado fuera, y cuando lo encontró, le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él?” Jesús le dijo: “Ya lo has visto; el que está hablando contigo, ése es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y postrándose, lo adoró.

Entonces le dijo Jesús: “Yo he venido a este mundo para que se definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos”. Al oír esto, algunos fariseos que estaban con él le preguntaron: “¿Entonces, también nosotros estamos ciegos?”. Jesús les contestó: “Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, siguen en su pecado”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Te presentamos, Señor, llenos de alegría, estas ofrendas para el sacrificio y pedimos tu ayuda para celebrarlo con fe sincera y ofrecerlo dignamente por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

El ciego de nacimiento

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro. Porque él mismo, por el misterio de la encarnación, condujo al género humano, que caminaba en tinieblas, a la luz de la fe, y a quienes nacían esclavos del pecado los elevó, renacidos por el bautismo, a la dignidad de hijos de adopción. Por eso, todas tus creaturas, en el cielo y en la tierra, te adoran entonando un cántico nuevo, y también nosotros, unidos a los ángeles, te aclamamos, diciendo sin cesar: Santo, Santo, Santo...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Jn 9, 11. 38

El Señor me puso lodo sobre los ojos; entonces fui, me lavé, comencé a ver y creí en Dios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Señor Dios, luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con el resplandor de tu gracia, para que podamos siempre pensar lo que es digno y grato a tus ojos y amarte con sincero corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO

Protege, Señor, a quienes te invocan, ayuda a los débiles y reaviva siempre con tu luz a quienes caminan en medio de las tinieblas de la muerte; concédeles que, liberados por tu bondad de todos los males, alcancen los bienes supremos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

David es ungido rey de Israel (1 S 16,1b.6-7.10-13a)

1ª lectura

La unción de David, realizada por Samuel, en un recinto familiar y privado recuerda la unción de Saúl también en secreto (cfr. 1 S 10,1-16). El relato insiste en la carencia de méritos para ser elegido: David es un desconocido sin apenas genealogía puesto que sólo se habla del ascendiente inmediato, de Jesé, su padre (cf. 1 S 16,5); es el más pequeño de sus hermanos (1 S 16,11-12) y, como su familia, se dedica al oficio común de pastores; no venía ni de familia noble, ni militar, ni sacerdotal. No podía invocar ningún derecho para ser ungido.

La elección gratuita por parte de Dios da sentido profundo y religioso a la acogida de David por parte del rey Saúl (1 S 16,14-23) y a la aceptación más pública después del combate con Goliat (1 S 17,55-18,5). Las cualidades y las gestas de David no habrían sido suficientes si previamente no se hubiera fijado el Señor en él.

David es tipo de los que después de Cristo son llamados a cumplir una función en la Iglesia: ni la familia, ni las cualidades personales, ni los medios materiales cuentan, sino sólo el saberse llamado por Dios. Por otra parte, hay que tener presente que «el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S 16,7); de ahí la exigencia de vivir y actuar conforme a la llamada recibida. «Pues, en su interioridad, el hombre es superior al universo entero; retorna a esa profunda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde Dios, que escruta los corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide sobre su propio destino» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 14).

Cristo será tu luz (Ef 5,8-14)

2ª lectura

San Pablo propone una consecuencia práctica de lo que venía diciendo hasta ahora en esta carta: conviene llevar una conducta limpia en la que se reflejen las obras de la luz, tal como conviene a quienes han recibido la luz de Cristo en el Bautismo y han sido llenos del Espíritu Santo.

Por eso, el sacramento del Bautismo recibe también el nombre de «iluminación» porque, con él, es iluminado el espíritu de los que reciben la predicación evangélica y se incorporan a Cristo (cfr. S. Justino, Apologia 1,61,12).

El texto citado en el v. 14 probablemente está tomado de la liturgia bautismal.

Curación del ciego de nacimiento (Jn 9,1-41)

Evangelio

Este milagro demuestra que Jesús es la Luz del mundo (cfr. Jn 8,12-20), ratificando la afirmación del prólogo: «Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (Jn 1,9). Jesús no sólo da la luz a los ojos del ciego, sino que le ilumina interiormente llevándole a un acto de fe en su divinidad (Jn 9,38). A la vez, el relato deja patente el drama profundo de quienes se obcecan en su ceguera. Jesús se proclama la Luz del mundo porque su vida entre los hombres nos ha dado el sentido último del mundo, de la vida de cada hombre y de la humanidad entera. Sin Jesús toda la creación está a oscuras, no encuentra el sentido de su ser, ni sabe a dónde va. «El misterio del hombre sólo se esclarece realmente en el misterio del Verbo Encarnado (...). Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22). Jesús nos advierte —y esto lo dirá más claramente en 12,35-36— de la necesidad de dejarnos iluminar por esa luz que es Él mismo (cfr. Jn 1,9-12).

En el diálogo inicial con sus discípulos (Jn 9,1-5), Jesús corrige las opiniones en boga que atribuían la enfermedad, y las desgracias en general, a los pecados personales o a las faltas de los padres. Al mismo tiempo muestra, mediante la curación del ciego, que Él ha venido a quitar el pecado del mundo, causa en último término de todas las desgracias que aquejan a la humanidad.

«Siloé» (Jn 9,6). La piscina de Siloé era un estanque construido dentro de las murallas de Jerusalén —al sur—, para recoger las aguas de la fuente de Guijón y abastecer la ciudad, a través de un canal excavado por el rey Ezequías en el siglo VIII a. C. (cfr. 2 R 20,20; 2 Cro 32,30); los profetas consideraban estas aguas como una muestra del favor divino (cfr. Is 8,6; 22,11). El evangelista se apoya en el sentido amplio de la etimología de Siloé —en hebreo, siloaj, «enviado», tal vez aludiendo al agua, que en hebreo es masculino—, para mostrar a Jesús como el «Enviado» del Padre. Con gestos y palabras que evocan el milagro de Naamán, el general sirio curado de su lepra por el profeta Eliseo (cfr. 2 R 5,1ss.), Jesús exige la fe en Él. ¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! (...) ¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 193).

En el episodio aparecen las diversas posturas que los hombres toman ante Jesús y sus milagros. Los de corazón sencillo, como el ciego, creen en Jesús como enviado, profeta (Jn 9,17; cfr. 9,33) e Hijo de Dios (cfr. Jn 9,38). Los que se encierran voluntariamente en sí mismos y pretenden no tener necesidad de salvación, como aquellos fariseos, se obstinan en no querer ver ni creer, incluso ante la evidencia de los hechos. Los fariseos, para no aceptar la divinidad de Jesús, rechazan la única interpretación correcta del milagro. El ciego, en cambio —como las almas abiertas, sin prejuicio a la verdad—, encuentra en el milagro un apoyo firme para confesar que Cristo obra con poder divino (Jn 9,33): «Ciertamente Cristo apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos» (Conc. Vaticano II, Dignitatis humanae, n. 11).

La Tradición de la Iglesia ha visto simbolizado en este milagro el sacramento del Bautismo, en el cual, por medio del agua, el alma queda limpia y recibe la luz de la fe. «Este ciego representa a la raza humana. (...) Si la ceguera es la infidelidad, la iluminación es la fe. (...) Lava sus ojos en el estanque cuyo nombre significa “el Enviado”: fue bautizado en Cristo» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 44,1-2).

El diálogo del recién curado con las autoridades judías manifiesta que quien acepta a Cristo cumple la voluntad de Dios. La expresión «dar gloria a Dios» (Jn 9,24) era una solemne declaración, a modo de juramento, con la que se exhortaba a decir la verdad.

La expulsión del ciego por confesar a Cristo (Jn 9,34) es también una exhortación a mantenerse fieles aun cuando ser cristiano lleve consigo ser rechazado por otros. El hecho milagroso es igualmente válido para todos, pero la contumacia de aquellos fariseos no se rinde ante la evidencia del hecho, ni siquiera después de las averiguaciones realizadas con los padres y el propio ciego (Jn 9,13-23). El pecado de los fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abriera los ojos (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 71).

La actitud del que había sido ciego culmina en la confesión de la condición divina de Jesús (Jn 9,38). No parece casual este encuentro. Los fariseos han echado de la sinagoga al ciego curado; pero el Señor, además de acogerle, le ayuda a hacer un acto de fe en su divinidad. «Lavada finalmente la faz del corazón y purificada la conciencia, lo reconoce no sólo hijo de hombre, sino Hijo de Dios» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 44,15). Este diálogo nos recuerda el que Jesús había mantenido con la samaritana (cfr. Jn 4,26).

Ante el contraste entre la fe del ciego y la obstinación de los fariseos, el Señor pronuncia la sentencia del v. 39. Él no ha sido enviado para condenar al mundo, sino para salvarlo (cfr. Jn 3,17); pero su presencia entre nosotros comporta ya un juicio, porque cada hombre ha de tomar frente a Él una de estas dos actitudes: de aceptación o de rechazo. Cristo ha sido puesto para ruina de unos y salvación de otros (cfr. Lc 2,34).

Las palabras de Jesús produjeron una fuerte impresión entre los fariseos, deseosos de encontrar en sus enseñanzas algún motivo de condena. Dándose cuenta de que se refería a ellos, le vuelven a preguntar (Jn 9,40). La respuesta del Señor es clara: ellos pueden ver pero no quieren; de ahí su culpabilidad. «¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos, y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y gloria, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes, hechos ignorantes e indignos!» (S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual 39,7). Para los que se resisten a creer, Jesucristo será causa de perdición.

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

Cristo es el camino hacia la luz, la verdad y la vida

El Señor dijo concisamente: Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Con estas palabras nos mandó una cosa y nos prometió otra. Hagamos lo que nos mandó y, de esta forma, no desearemos de manera insolente lo que nos prometió; no sea que tenga que decirnos el día del juicio: «¿Hiciste lo que mandé, para poder pedirme ahora lo que prometí?» «¿Qué es lo que mandaste, Señor, Dios nuestro?» Te dice: «Que me siguieras.» Pediste un consejo de vida. ¿De qué vida sino de aquella de la que se dijo: En ti está la fuente de la vida?

Conque hagámoslo ahora, sigamos al Señor; desatemos aquellas ataduras que nos impiden seguirlo. Pero ¿quién será capaz de desatar tales nudos, si no nos ayuda aquel mismo a quien se dijo: Rompiste mis cadenas? El mismo de quien en otro salmo se afirma: El Señor liberta a los cautivos, el Señor endereza a los que ya se doblan.

¿Y en pos de qué corren los liberados y los puestos en pie, sino de la luz de la que han oído: Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina en tinieblas? Porque el Señor abre los ojos al ciego. Quedaremos iluminados, hermanos, si tenemos el colirio de la fe. Porque fue necesaria la saliva de Cristo mezclada con tierra para ungir al ciego de nacimiento. También nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán, y necesitamos que el Señor nos ilumine. Mezcló saliva con tierra; por ello está escrito: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Mezcló saliva con tierra, pues estaba también anunciado: La verdad brota de la tierra; y él mismo había dicho: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida.

Disfrutaremos de la verdad cuando lleguemos a verlo cara a cara, pues también esto se nos promete. Porque, ¿quién se atrevería a esperar lo que Dios no se hubiese dignado dar o prometer? Lo veremos cara a cara. El Apóstol dice: Ahora vemos confusamente en un espejo; entonces veremos cara a cara. Y Juan añade en su carta: Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Ésta es una gran promesa.

Si lo amas, síguelo. «Yo lo amo —me dices—, pero ¿por qué camino lo sigo?» Si el Señor, tu Dios, te hubiese dicho: «Yo soy la verdad y la vida», y tú deseases la verdad y anhelaras la vida, sin duda que hubieras preguntado por el camino para alcanzarlas, y te estarías diciendo: «Gran cosa es la verdad, gran cosa es la vida; ojalá mi alma tuviera la posibilidad de llegar hasta ellas.»

¿Quieres saber por dónde has de ir? Oye que el Señor dice primero: Yo soy el camino. Antes de decirte a donde, te dijo por dónde: Yo soy el camino. ¿Y a dónde lleva el camino? A la verdad y a la vida. Primero dijo por dónde tenías que ir, y luego a donde. Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Permaneciendo junto al Padre, es la verdad y la vida; al vestirse de carne, se hace camino.

No se te dice: «Trabaja por dar con el camino, para que llegues a la verdad y a la vida»; no se te ordena esto. Perezoso, ¡levántate! El mismo camino viene hacia ti y te despierta del sueño en que estabas dormido, si es que en verdad te despierta; levántate, pues, y anda.

A lo mejor estás intentando andar y no puedes, porque te duelen los pies. Y ¿por qué te duelen los pies?; ¿acaso porque anduvieron por caminos tortuosos, bajo los impulsos de la avaricia? Pero piensa que la Palabra de Dios sanó también a los cojos. «Tengo los pies sanos —dices—, pero no puedo ver el camino.» Piensa que también iluminó a los ciegos.

(Sobre el evangelio de san Juan, Tratado 34, 8-9: CCL 36, 315-316)

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FRANCISCO – Homilía en Santa Marta (3.IX.13) - Ángelus 2014 y 2017

Homilía del 3 de septiembre de 2013

Una luz humilde y llena de amor

La humildad, la mansedumbre, el amor, la experiencia de la cruz, son los medios a través de los cuales el Señor derrota el mal. Y la luz que Jesús ha traído al mundo vence la ceguera del hombre, a menudo deslumbrado por la falsa luz del mundo, más potente, pero engañosa. Nos corresponde a nosotros discernir qué luz viene de Dios. Es éste el sentido de la reflexión propuesta por el Papa Francisco durante la misa.

Comentando la primera lectura, el Santo Padre se detuvo en la «hermosa palabra» que san Pablo dirige a los Tesalonicenses: «Vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas... sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas» (1 Tes 5,1- 6, 9-11).

Está claro —explicó el Papa— lo que quiere decir el apóstol: «la identidad cristiana es identidad de la luz, no de las tinieblas». Y Jesús trajo esta luz al mundo. «San Juan —precisó el Santo Padre—, en el primer capítulo de su Evangelio, nos dice que “la luz vino al mundo”, Él, Jesús». Una luz que «no ha sido bien querida por el mundo», pero que sin embargo «nos salva de las tinieblas, de las tinieblas del pecado». Hoy se piensa que es posible obtener esta luz que rasga las tinieblas a través de tantos hallazgos científicos y otras invenciones del hombre, gracias a los cuales «se puede conocer todo, se puede tener ciencia de todo». Pero «la luz de Jesús —advirtió— es otra cosa. No es una luz de ignorancia, ¡no, no! Es una luz de sabiduría, de prudencia; pero es otra cosa. La luz que nos ofrece el mundo es una luz artificial. Tal vez fuerte, más fuerte que la de Jesús, ¿eh? Fuerte como un fuego artificial, como un flash de fotografía. En cambio la luz de Jesús es una luz mansa, es una luz tranquila, es una luz de paz. Es como la luz de la noche de Navidad: sin pretensiones. Es así: se ofrece y da paz. La luz de Jesús no da espectáculo; es una luz que llega al corazón. Es verdad que el diablo, y esto lo dice san Pablo, muchas veces viene disfrazado de ángel de luz. Le gusta imitar la luz de Jesús. Se hace bueno y nos habla así, tranquilamente, como habló a Jesús tras el ayuno en el desierto: “si tú eres el hijo de Dios haz este milagro, arrójate del templo”, ¡hace espectáculo! Y lo dice de manera tranquila» y por ello engañosa.

Por ello el Papa Francisco recomendó «pedir mucho al Señor la sabiduría del discernimiento para reconocer cuándo es Jesús quien nos da la luz y cuándo es precisamente el demonio disfrazado de ángel de luz. ¡Cuántos creen vivir en la luz, pero están en las tinieblas y no se dan cuenta!».

¿Pero cómo es la luz que nos ofrece Jesús? «Podemos reconocerla —explicó el Santo Padre— porque es una luz humilde. No es una luz que se impone, es humilde. Es una luz apacible, con la fuerza de la mansedumbre; es una luz que habla al corazón y es también una luz que ofrece la cruz. Si nosotros, en nuestra luz interior, somos hombres mansos, oímos la voz de Jesús en el corazón y contemplamos sin miedo la cruz en la luz de Jesús». Pero si, al contrario, nos dejamos deslumbrar por una luz que nos hace sentir seguros, orgullosos y nos lleva a mirar a los demás desde arriba, a desdeñarles con soberbia, ciertamente no nos hallamos en presencia de la «luz de Jesús». Es en cambio «luz del diablo disfrazado de Jesús —dijo el obispo de Roma—, de ángel de luz. Debemos distinguir siempre: donde está Jesús hay siempre humildad, mansedumbre, amor y cruz. Jamás encontraremos, en efecto, a Jesús sin humildad, sin mansedumbre, sin amor y sin cruz». Él hizo el primero este camino de luz. Debemos ir tras Él sin miedo, porque «Jesús tiene la fuerza y la autoridad para darnos esta luz». Una fuerza descrita en el pasaje del Evangelio de la liturgia del día, en el que Lucas narra el episodio de la expulsión, en Cafarnaún, del demonio del hombre poseído (cf. Lc 4, 16-30). «La gente —subrayó el Papa comentando el texto— era presa del temor y, dice el Evangelio, se preguntaba: “¿qué clase de palabra es ésta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen”. Jesús no necesita un ejército para expulsar los demonios, no necesita soberbia, no necesita fuerza, orgullo». ¿Cuál es ésta palabra que «da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen?», se preguntó el Pontífice. «Es una palabra —respondió— humilde, mansa, con mucho amor». Es una palabra que nos acompaña en los momentos de sufrimiento, que nos acercan a la cruz de Jesús. «Pidamos al Señor —fue la exhortación conclusiva del Papa Francisco— que nos dé hoy la gracia de su luz y nos enseñe a distinguir cuándo la luz es su luz y cuándo es una luz artificial hecha por el enemigo para engañarnos».

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Ángelus 2014

Jesús nos espera para que veamos mejor, para darnos más luz, para perdonarnos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy nos presenta el episodio del hombre ciego de nacimiento, a quien Jesús le da la vista. El largo relato inicia con un ciego que comienza a ver y concluye —es curioso esto— con presuntos videntes que siguen siendo ciegos en el alma. El milagro lo narra Juan en apenas dos versículos, porque el evangelista quiere atraer la atención no sobre el milagro en sí, sino sobre lo que sucede después, sobre las discusiones que suscita. Incluso sobre las habladurías, muchas veces una obra buena, una obra de caridad suscita críticas y discusiones, porque hay quienes no quieren ver la verdad. El evangelista Juan quiere atraer la atención sobre esto que ocurre incluso en nuestros días cuando se realiza una obra buena. Al ciego curado lo interroga primero la multitud asombrada —han visto el milagro y lo interrogan—, luego los doctores de la ley; e interrogan también a sus padres. Al final, el ciego curado se acerca a la fe, y esta es la gracia más grande que le da Jesús: no sólo ver, sino conocerlo a Él, verlo a Él como «la luz del mundo» (Jn 9, 5).

Mientras que el ciego se acerca gradualmente a la luz, los doctores de la ley, al contrario, se hunden cada vez más en su ceguera interior. Cerrados en su presunción, creen tener ya la luz; por ello no se abren a la verdad de Jesús. Hacen todo lo posible por negar la evidencia, ponen en duda la identidad del hombre curado; luego niegan la acción de Dios en la curación, tomando como excusa que Dios no obra en día de sábado; llegan incluso a dudar de que ese hombre haya nacido ciego. Su cerrazón a la luz llega a ser agresiva y desemboca en la expulsión del templo del hombre curado.

El camino del ciego, en cambio, es un itinerario en etapas, que parte del conocimiento del nombre de Jesús. No conoce nada más sobre Él; en efecto dice: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos» (v. 11). Tras las insistentes preguntas de los doctores de la ley, lo considera en un primer momento un profeta (v. 17) y luego un hombre cercano a Dios (v. 31). Después que fue alejado del templo, excluido de la sociedad, Jesús lo encuentra de nuevo y le «abre los ojos» por segunda vez, revelándole la propia identidad: «Yo soy el Mesías», así le dice. A este punto el que había sido ciego exclamó: «Creo, Señor» (v. 38), y se postró ante Jesús. Este es un pasaje del Evangelio que hace ver el drama de la ceguera interior de mucha gente, también la nuestra porque nosotros algunas veces tenemos momentos de ceguera interior.

Nuestra vida, algunas veces, es semejante a la del ciego que se abrió a la luz, que se abrió a Dios, que se abrió a su gracia. A veces, lamentablemente, es un poco como la de los doctores de la ley: desde lo alto de nuestro orgullo juzgamos a los demás, incluso al Señor. Hoy, somos invitados a abrirnos a la luz de Cristo para dar fruto en nuestra vida, para eliminar los comportamientos que no son cristianos; todos nosotros somos cristianos, pero todos nosotros, todos, algunas veces tenemos comportamientos no cristianos, comportamientos que son pecados. Debemos arrepentirnos de esto, eliminar estos comportamientos para caminar con decisión por el camino de la santidad, que tiene su origen en el Bautismo. También nosotros, en efecto, hemos sido «iluminados» por Cristo en el Bautismo, a fin de que, como nos recuerda san Pablo, podamos comportarnos como «hijos de la luz» (Ef 5, 9), con humildad, paciencia, misericordia. Estos doctores de la ley no tenían ni humildad ni paciencia ni misericordia.

Os sugiero que hoy, cuando volváis a casa, toméis el Evangelio de Juan y leáis este pasaje del capítulo 9. Os hará bien, porque así veréis esta senda de la ceguera hacia la luz y la otra senda nociva hacia una ceguera más profunda. Preguntémonos: ¿cómo está nuestro corazón? ¿Tengo un corazón abierto o un corazón cerrado? ¿Abierto o cerrado hacia Dios? ¿Abierto o cerrado hacia el prójimo? Siempre tenemos en nosotros alguna cerrazón que nace del pecado, de las equivocaciones, de los errores. No debemos tener miedo. Abrámonos a la luz del Señor, Él nos espera siempre para hacer que veamos mejor, para darnos más luz, para perdonarnos. ¡No olvidemos esto! A la Virgen María confiamos el camino cuaresmal, para que también nosotros, como el ciego curado, con la gracia de Cristo podamos «salir a la luz», ir más adelante hacia la luz y renacer a una vida nueva.

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Ángelus 2017

Iluminados con la luz de la fe 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el centro del Evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma se encuentran Jesús y un hombre ciego desde el nacimiento (cf Juan 9, 1-41). Cristo le devuelve la vista y obra este milagro con una especie de rito simbólico: primero mezcla la tierra con la saliva y la unta en los ojos del ciego; luego le ordena ir a lavarse en la piscina de Siloé. Ese hombre va, se lava, y se aclara la vista. Era ciego desde el nacimiento. Con este milagro Jesús se manifiesta y se manifiesta a nosotros como luz del mundo; y el ciego de nacimiento nos representa a cada uno de nosotros, que hemos sido creados para conocer a Dios, pero a causa del pecado somos como ciegos, necesitamos una luz nueva; todos necesitamos una luz nueva: la de la fe, que Jesús nos ha donado. Efectivamente ese ciego del Evangelio aclarando la vista se abre al misterio de Cristo. Jesús le pregunta: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?» (v. 35). «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?», responde el ciego sanado (v. 36): «Creo, Señor» y se postró ante Jesús (v. 37).

Este episodio nos lleva a reflexionar sobre nuestra fe, nuestra fe en Cristo, el Hijo de Dios, y al mismo tiempo se refiere también al Bautismo, que es el primer sacramento de la fe: el sacramento que nos hace “venir a la luz”, mediante el renacimiento del agua y del Espíritu Santo; así como le sucede al ciego de nacimiento, al cual se le abren los ojos después de haberse lavado en el agua de la piscina de Siloé. El ciego de nacimiento sanado nos representa cuando no nos damos cuenta de que Jesús es la luz, es «la luz del mundo», cuando miramos a otro lado, cuando preferimos confiar en pequeñas luces, cuando nos tambaleamos en la oscuridad. El hecho de que ese ciego no tenga un nombre nos ayuda a reflejarnos con nuestro rostro y nuestro nombre en su historia. También nosotros hemos sido “iluminados” por Cristo en el Bautismo, y por ello estamos llamados a comportarnos como hijos de la luz. Y comportarse como hijos de la luz exige un cambio radical de mentalidad, una capacidad de juzgar hombres y cosas según otra escala de valores, que viene de Dios. El sacramento del Bautismo, efectivamente, exige la elección de vivir como hijos de la luz y caminar en la luz. Si ahora os preguntase: “¿Creéis que Jesús es el Hijo de Dios? ¿Creéis que puede cambiaros el corazón? ¿Creéis que puede hacer ver la realidad como la ve Él, no como la vemos nosotros? ¿Creéis que Él es la luz, nos da la verdadera luz?” ¿Qué responderíais? Que cada uno responda en su corazón.

¿Qué significa tener la verdadera luz, caminar en la luz? Significa ante todo abandonar las luces falsas: la luz fría y fatua del prejuicio contra los demás, porque el prejuicio distorsiona la realidad y nos carga de rechazo contra quienes juzgamos sin misericordia y condenamos sin apelo. ¡Este es el pan de todos los días! Cuando se chismorrea sobre los demás, no se camina en la luz, se camina en las sombras. Otra falsa luz, porque es seductora y ambigua, es la del interés personal: si valoramos hombres y cosas en base al criterio de nuestra utilidad, de nuestro placer, de nuestro prestigio, no somos fieles la verdad en las relaciones y en las situaciones. Si vamos por este camino del buscar solo el interés personal, caminamos en las sombras.

La Virgen Santa, que en primer lugar acogió a Jesús, luz del mundo, nos obtenga la gracia de acoger nuevamente en esta Cuaresma la luz de la fe, redescubriendo el don inestimable del Bautismo, que todos nosotros hemos recibido. Y que esta nueva iluminación nos transforme en las actitudes y en las acciones, para ser también nosotros, a partir de nuestra pobreza, de nuestras pequeñeces, portadores de un rayo de la luz de Cristo.

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BENEDICTO XVI - Ángelus 2008 y 2011

2008

Confesemos nuestra ceguera, nuestra miopía y, sobre todo, el orgullo.

Queridos hermanos y hermanas:

En estos domingos de Cuaresma, a través de los pasajes del evangelio de san Juan, la liturgia nos hace recorrer un verdadero itinerario bautismal: el domingo pasado, Jesús prometió a la samaritana el don del “agua viva”; hoy, curando al ciego de nacimiento, se revela como “la luz del mundo”; el domingo próximo, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como “la resurrección y la vida”. Agua, luz y vida: son símbolos del bautismo, sacramento que “sumerge” a los creyentes en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles la vida eterna.

Detengámonos brevemente en el relato del ciego de nacimiento (cf. Jn 9, 1-41). Los discípulos, según la mentalidad común de aquel tiempo, dan por descontado que su ceguera es consecuencia de un pecado suyo o de sus padres. Jesús, por el contrario, rechaza este prejuicio y afirma: “Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9, 3). ¡Qué consuelo nos proporcionan estas palabras! Nos hacen escuchar la voz viva de Dios, que es Amor providencial y sabio. Ante el hombre marcado por su limitación y por el sufrimiento, Jesús no piensa en posibles culpas, sino en la voluntad de Dios que ha creado al hombre para la vida. Y por eso declara solemnemente: “Tengo que hacer las obras del que me ha enviado. (...) Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo” (Jn 9, 4-5).

Inmediatamente pasa a la acción: con un poco de tierra y de saliva hace barro y lo unta en los ojos del ciego. Este gesto alude a la creación del hombre, que la Biblia narra con el símbolo de la tierra modelada y animada por el soplo de Dios (cf. Gn 2, 7). De hecho, “Adán” significa “suelo”, y el cuerpo humano está efectivamente compuesto por elementos de la tierra. Al curar al hombre, Jesús realiza una nueva creación. Pero esa curación suscita una encendida discusión, porque Jesús la realiza en sábado, violando, según los fariseos, el precepto festivo. Así, al final del relato, Jesús y el ciego son “expulsados” por los fariseos: uno por haber violado la ley; el otro, porque, a pesar de la curación, sigue siendo considerado pecador desde su nacimiento.

Al ciego curado Jesús le revela que ha venido al mundo para realizar un juicio, para separar a los ciegos curables de aquellos que no se dejan curar, porque presumen de sanos. En efecto, en el hombre es fuerte la tentación de construirse un sistema de seguridad ideológico: incluso la religión puede convertirse en un elemento de este sistema, como el ateísmo o el laicismo, pero de este modo uno queda cegado por su propio egoísmo.

Queridos hermanos, dejémonos curar por Jesús, que puede y quiere darnos la luz de Dios. Confesemos nuestra ceguera, nuestra miopía y, sobre todo, lo que la Biblia llama el “gran pecado” (cf. Sal 19, 14): el orgullo. Que nos ayude en esto María santísima, la cual, al engendrar a Cristo en la carne, dio al mundo la verdadera luz.

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2011

Que nuestra vida se deje iluminar por el misterio de Cristo

¡Queridos hermanos y hermanas!

El itinerario cuaresmal que estamos viviendo es un tiempo de gracia particular, durante el cual podemos experimentar el don de la benevolencia del Señor hacia nosotros. La liturgia de este domingo, llamado “Laetare”, nos invita a alegrarnos, a gozar, tal y como proclama la antífona de entrada de la celebración eucarística: “¡Alegraos con Jerusalén y regocijaos por causa de ella, todos los que la amáis! ¡Compartid su mismo gozo los que estabais de duelo por ella, para ser amamantados y saciados en sus pechos consoladores, para gustar las delicias de sus senos gloriosos!” (cfr. Is 66,10-11). ¿Cuál es la razón profunda de esta alegría? Nos lo dice el Evangelio de hoy, en el que Jesús cura a un hombre ciego de nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige a aquel que había sido ciego constituye el culmen del relato: “¿Crees en el Hijo del hombre?” (Jn 9,35). Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús, y pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe: “¡Creo, Señor!” (Jn 9,38). Hay que resaltar cómo una persona sencilla y sincera, de forma gradual, realiza un camino de fe: en un primer momento se encuentra con Jesús como un “hombre” entre los demás, después lo considera un “profeta”, finalmente, sus ojos se abren y lo proclama “Señor”. En oposición a la fe del ciego curado está el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque rechazan acoger a Jesús como el Mesías. La muchedumbre, en cambio, se detiene a discutir sobre lo sucedido y permanece distante e indiferente. Los mismos padres del ciego son vencidos por el miedo al juicio de los demás.

Y nosotros, ¿qué actitud asumimos frente a Jesús? También nosotros, a causa del pecado de Adán, hemos nacido “ciegos”, pero frente a la fuente bautismal hemos sido iluminados por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la humanidad destinándola a la oscuridad de la muerte, pero en Cristo resplandece la novedad de la vida y la meta a la que hemos sido llamados. En Él, revigorizados por el Espíritu Santo, recibimos la fuerza para vencer el mal y realizar el bien. De hecho, la vida cristiana es una conformación continua a Cristo, imagen del hombre nuevo, para llegar a la plena comunión con Dios. El Señor Jesús es “la luz del mundo” (Jn 8,12), porque en Él “resplandece el conocimiento de la gloria de Dios” (2 Cor 4,6) que sigue revelando en la compleja trama de la historia cuál es el sentido de la existencia humana. En el rito del Bautismo, la entrega de la vela, encendida en el gran cirio pascual símbolo de Cristo Resucitado, es un signo que ayuda a captar lo que sucede en el Sacramento. Cuando nuestra vida se deja iluminar por el misterio de Cristo, experimenta la alegría de ser liberada de todo aquello que amenaza su realización plena. En estos días que nos preparan a la Pascua reavivemos en nosotros el don recibido en el Bautismo, esa llama que a veces corre el riesgo de ser sofocada. Alimentémosla con la oración y la caridad hacia el prójimo.

A la Virgen María, Madre de la Iglesia, confiamos el camino cuaresmal, para que todos puedan encontrar a Cristo, Salvador del mundo.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo, luz de las naciones

280. La creación es el fundamento de “todos los designios salvíficos de Dios”, “el comienzo de la historia de la salvación” (DCG 51), que culmina en Cristo. Inversamente, el Misterio de Cristo es la luz decisiva sobre el Misterio de la creación; revela el fin en vista del cual, “al principio, Dios creó el cielo y la tierra” (Gn 1,1): desde el principio Dios preveía la gloria de la nueva creación en Cristo (cf. Rom 8,18-23).

529. La Presentación de Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-39) lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor (cf. Ex 13,2.12-13). Con Simeón y Ana toda la expectación de Israel es la que viene al Encuentro de su Salvador (la tradición bizantina llama así a este acontecimiento). Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado, “luz de las naciones” y “gloria de Israel”, pero también “signo de contradicción”. La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado “ante todos los pueblos”.

748. “Cristo es la luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el evangelio a todas las criaturas”. Con estas palabras comienza la “Constitución dogmática sobre la Iglesia” del Concilio Vaticano II. Así, el Concilio muestra que el artículo de la fe sobre la Iglesia depende enteramente de los artículos que se refieren a Cristo Jesús. La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol.

1165. Cuando la Iglesia celebra el Misterio de Cristo, hay una palabra que jalona su oración: ¡Hoy!, como eco de la oración que le enseñó su Señor (Mt 6,11) y de la llamada del Espíritu Santo (Hb 3,7-4,11; Sal 95,7). Este “hoy” del Dios vivo al que el hombre está llamado a entrar, es la “Hora” de la Pascua de Jesús que es eje de toda la historia humana y la guía:

La vida se ha extendido sobre todos los seres y todos están llenos de una amplia luz: el Oriente de los orientes invade el universo, y el que existía “antes del lucero de la mañana” y antes de todos los astros, inmortal e inmenso, el gran Cristo brilla sobre todos los seres más que el sol. Por eso, para nosotros que creemos en él, se instaura un día de luz, largo, eterno, que no se extingue: la Pascua mística (S. Hipólito, pasc. 1-2).

2466. En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. “Lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14), él es la “luz del mundo” (Jn 8,12), la Verdad (cf Jn 14,6). El que cree en él, no permanece en las tinieblas (cf Jn 12,46). El discípulo de Jesús, “permanece en su palabra”, para conocer “la verdad que hace libre” (cf Jn 8,31-32) y que santifica (cf Jn 17,17). Seguir a Jesús es vivir del “Espíritu de verdad” (Jn 14,17) que el Padre envía en su nombre (cf Jn 14,26) y que conduce “a la verdad completa” (Jn 16,13). Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la Verdad: “Sea vuestro lenguaje: `sí, sí’; `no, no’” (Mt 5,37).

2715. La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el “conocimiento interno del Señor” para más amarle y seguirle (cf San Ignacio de Loyola, ex. sp. 104).

Jesús es el Hijo de David

439. Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico “hijo de David” prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26; 11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).

La virginidad de María

496. Desde las primeras formulaciones de la fe (cf. DS 10-64), la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido “absque semine ex Spiritu Sancto” (Cc Letrán, año 649; DS 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra:

Así, S. Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): “Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne (cf. Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (cf. Jn 1, 13), nacido verdaderamente de una virgen, ...Fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato ... padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente” (Smyrn. 1-2).

La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén

559. ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su Padre” (Lc 1,32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna” quiere decir “¡sálvanos!”, “Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el “Sanctus” de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.

Jesús escucha la oración

2616. La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: “¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!” Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: “Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: “Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis” (“Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros”, Sal 85, 1; cf IGLH 7).

El Bautismo es iluminación

1216. “Este baño es llamado iluminación porque quienes reciben esta enseñanza (catequética) su espíritu es iluminado...” (S. Justino, Apol. 1,61,12). Habiendo recibido en el Bautismo al Verbo, “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9), el bautizado, “tras haber sido iluminado” (Hb 10,32), se convierte en “hijo de la luz” (1 Ts 5,5), y en “luz” él mismo (Ef 5,8):

El Bautismo es el más bello y magnífico de los dones de Dios...lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque, es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios (S. Gregorio Nacianceno, Or. 40,3-4).

Los cristianos están llamados a ser la luz del mundo

Las características del Pueblo de Dios

782. El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia:

– Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: “una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa” (1 P 2, 9).

– Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el “nacimiento de arriba”, “del agua y del Espíritu” (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

– Este pueblo tiene por jefe [cabeza] a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es “el Pueblo mesiánico”.

– “La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo”.

– “Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (cf. Jn 13, 34)”. Esta es la ley “nueva” del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25).

– Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). “Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano”.

– “Su destino es el Reino de Dios, que el mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección” (LG 9).

1243. La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha “revestido de Cristo” (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son “la luz del mundo” (Mt 5,14; cf Flp 2,15).

El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.

2105. El deber de dar a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, enc. “Inmortale Dei”; Pío XI “Quas primas”).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

El ciego de nacimiento y la fe en Cristo

«Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento..., hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”. Él fue, se lavó, y volvió con vista».

Esta historia nos afecta de cerca, porque en un cierto sentido todos somos... ciegos de nacimiento. Hasta el mismo mundo ha nacido ciego. Según lo que nos dice hoy la ciencia, durante millones de años había vida sobre la tierra, pero era una vida en estado ciego; no existía todavía el ojo para ver; no existía el mismo ver. El ojo en su complejidad y perfección es una de las funciones, que se han formado más tarde. Imaginemos la admiración de los primeros seres cuando comenzaron a ver el cielo sobre ellos, a ver los colores, a verse entre sí. ¡Qué salto de calidad en la evolución de la vida!

Esta situación se reproduce en parte en el microcosmos, esto es, en la vida de cada uno de los hombres. El niño nace si no propiamente ciego, al menos, incapaz aún de distinguir los contornos de las cosas. Es sólo después de alguna semana cuando comienza a ver las cosas. ¡Si el niño estuviese en disposición de expresar lo que experimenta cuando comienza a ver claramente el rostro de su madre, las personas, las cosas, los colores, ¡qué «¡oooh!» de admiración o maravilla se escucharía! ¡Qué himno a la luz y a la vista!

El ver es un milagro. Sólo que no le hacemos caso porque estamos habituados y lo damos por descontado. He aquí entonces que Dios realiza a veces la misma cosa de un modo repentino, extraordinario, como sacudiéndose de nuestro torpeza, y hacemos atentos. Es lo que hizo con la curación del ciego de nacimiento y de otros ciegos en el Evangelio. Cuando Dios realiza un milagro hace algo como el maestro de escuela que, viendo a sus alumnos perezosos y distraídos, bate fuertemente las manos para llamarles su atención.

Pero, ¿es sólo por esto por lo que Jesús cura al ciego de nacimiento? Hay otra razón por la que nosotros hemos nacido ciegos. Hay otro ojo que todavía debe abrirse al mundo, otro distinto alojo material: ¡el ojo de la fe! Éste permite darse cuenta de otro mundo más allá del que vemos con los ojos del cuerpo: el mundo de Dios, de la vida eterna, el mundo del Evangelio, el mundo que no acaba ni siquiera con el... fin del mundo. La fe es como una ventana, que se abre de par en par ante un horizonte sin fin.

Esto ha querido recordarnos Jesús con la curación del ciego de nacimiento. Ante todo, él envía al joven ciego a la piscina de Siloé. ¿Por qué? ¿No podía, como otras veces, curarle de inmediato y directamente? Enviándole a lavarse, Jesús quería significar que este ojo distinto, el de la fe, comienza a abrirse en el bautismo, cuando recibimos precisamente el don de la fe. Por eso, el bautismo se llamaba también en la antigüedad «iluminación» y ser bautizados era como «ser iluminados».

Mas, en nuestro caso no se trata de creer genéricamente en Dios sino creer en Cristo. El suceso le sirve al evangelista para mostramos cómo se llega a la fe plena y madura en el Hijo de Dios.

La recuperación de la vista por parte del ciego procede en efecto por igual con su descubrimiento de quién es Jesús. Reconstruyamos las tres etapas de este camino. Al comienzo, el ciego no sabe nada de Jesús. A la pregunta: «¿Y cómo se te han abierto los ojos?», responde: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro...» Para él, Jesús es todavía un «hombre» cualquiera, nada más que un hombre.

Más tarde, le preguntan también: «y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?», y él responde: «Que es un profeta». Jesús es un enviado de Dios, que habla y trabaja en nombre de él. Hemos llegado a la base de un simple razonamiento que cualquiera podría hacer: «Si éste no viniera, de Dios, no tendría ningún poder».

En fin, después de que los fariseos lo han arrojado de la sinagoga e insultado por haberse atrevido a defender lo efectuado por Cristo, el ciego se encuentra de nuevo con Jesús y esta vez le grita: «Creo, Señor» y se postra ante él para adorarlo, reconociéndole así manifiestamente como a su Señor ya su Dios.

Y ahora vengamos a nosotros. Describiéndonos detalladamente así todo esto, es como si el evangelista Juan nos invitase muy discretamente a plantearnos la pregunta: «y yo, ¿en qué punto estoy de este camino? ¿Quién es Jesús de Nazaret para mí?» Que Jesús sea un hombre, esto es, que haya existido un hombre llamado Jesús, nadie lo niega. Que haya habido un profeta, un enviado por Dios, que ha abierto a la humanidad nuevos horizontes religiosos y morales, también esto es admitido casi universalmente.

Muchos se detienen aquí. Pero, no basta. También un musulmán, siendo coherente con lo que encuentra escrito en el Corán, reconoce que Jesús es un profeta. Pero, no por esto se le considera un cristiano. El salto mediante el cual se llega a ser cristianos en sentido propio es cuando se llega a proclamar, como el ciego de nacimiento, que Jesús es «Señor» y se le adora como a Dios.

La razón por la que es necesario dar este salto es sencilla: Jesús se ha presentado al mundo como el Hijo de Dios y ha llamado a Dios su «Padre» de un modo único, distinto de todos. Ciertamente se puede discutir sobre la historicidad de esto o de lo dicho o atribuido a Jesús; pero no se puede dejar de reconocer el testimonio global del Nuevo Testamento sobre este punto. La conclusión es inevitable: o él es lo que ha declarado ser o es el mayor impostor de la historia y el cristianismo hasta aquí ha sido todo un equívoco. No hay vías intermedias, ni compromisos. No se resuelve nada con decir: es un hombre excepcional, un genio religioso.

Pero, Jesús no apaga el «pábilo vacilante» esto es, no rechaza a quien está todavía firme como «hombre» o como «profeta», si es honesto consigo mismo. Quien está en camino hacia la verdad, no deberá hacer mucho camino antes de encontrar a Cristo, porque él es la verdad.

El Evangelio del ciego de nacimiento nos ofrece la ocasión para una reflexión sobre el eterno problema de la relación entre fe y razón. Gran parte de la dificultad que el hombre moderno encuentra en conciliar entre sí las dos cosas depende del hecho de que el problema está mal planteado. Mientras se comparan entre sí la fe y la razón sobre la mesa de estudio ello no nos conduce a nada. Nadie se enamora porque esté convencido que enamorarse es bello o porque ha leído distintos tratados sobre el fenómeno del enamoramiento. Se enamora porque ha encontrado a una persona, que le ha hecho surgir el amor. Del mismo modo, nadie se decidirá a creer porque ha estudiado a fondo la noción de fe y ha entendido que no es incompatible con la razón. Se cree porque se encuentra a alguien digno de fe, a uno que nos inspira confianza. No hay amor que no sea amor de alguien y no hay fe que no sea fe en alguien.

La fe cristiana no es primariamente creer algo (que Dios existe, que hay un más allá...) sino creer en alguien. Jesús en el Evangelio no nos da una lista de cosas a creer, no nos dice: «Creed esto y esto», dice más bien: «Creéis en Dios: creed también en mí» (Juan 14,1). Creer para los cristianos es creer en Jesucristo. Actuar de forma distinta es como poner el carro delante de los bueyes. La dificultad para creer de muchos intelectuales depende del hecho de que no han encontrado nunca a Jesucristo y posiblemente ni siquiera se han dado prisa en encontrarlo. Si yo no hubiese encontrado a Jesucristo, probablemente hoy también sería un no-creyente.

Dejemos, por lo tanto, al menos por un momento, de discutir sobre la mesa en la fe y la razón. Si uno quiere descubrir si hay fuera solo no, hay un camino más sencillo que tener que leer y comparar entre sí las previsiones del tiempo en los periódicos y en la televisión: es abrir las ventanas y mirar afuera. En nuestro caso, las ventas a abrir son las páginas del Evangelio. No sólo el Evangelio escrito sino también el Evangelio vivido hoy y hecho creíble por tantos testimonios. La fe, especialmente la fe en Cristo, se transmite por contagio.

Si no conseguimos todavía gritar como el ciego de nacimiento:

«Creo, Señor», digámosle al menos, como hace otro personaje evangélico: «¡Señor, aumenta mi fe!» (cfr. Lucas 17,5).

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Llevar la luz de Cristo a los demás

Los ciegos ven, los sordos oyen, los mudos hablan, los muertos resucitan. Esto es obra de Jesucristo, el Hijo de Dios, que hizo el cielo y la tierra, quien dijo “hágase”, y la luz se hizo para el mundo. Pero los hombres prefirieron vivir en las tinieblas.

Entonces envió a su Hijo al mundo, para que fuera la luz del mundo y los ciegos vieran. Pero ellos prefirieron las tinieblas a la luz.

Pero, a los que eligieron la luz, les abrió los ojos para que vieran y creyeran en Él. Y les dio un bautismo de conversión, a través del cual el Espíritu Santo los ilumina con su luz, les abre los ojos del alma.

Y a todo aquel que cree y reconoce a Jesucristo como el Mesías y Salvador del mundo, y se postra ante Él y lo adora, le concede los frutos de la luz, que son la bondad, la santidad y la verdad, para que nunca más vivan en la oscuridad causada por la ceguera del pecado. 

Tú, que has sido bautizado, has sido curado de tu ceguera de nacimiento causada por el pecado original. Pero, si vives en medio de las tinieblas del pecado, y no puedes ver, acércate a la fuente de luz en el confesionario.

Y a través del sacramento de la reconciliación, déjate curar por el poder de Dios, para que se abran tus ojos, y luego ve y reconoce a tu Señor, presente y vivo en la Eucaristía. Recíbelo y déjate transformar en Él, para que seas tú también luz para el mundo.

Lleva la luz de Cristo a los demás a través de tu testimonio y tus buenas obras, para que los ciegos vean y experimenten la alegría de conocer a Cristo, para que se decidan a cambiar de vida y a salir de las tinieblas para ir a su admirable luz. 

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Es ciego el que no quiere ver

Nos presenta la Iglesia, por la pluma –original siempre– de san Juan, este momento de la vida de Nuestro Señor, que debemos agradecer por las enseñanzas tan oportunas que nos ofrece para nuestros días.

Ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él, responde Jesús. Tremenda lección la que condensa el Maestro en esta frase, respondiendo a los Apóstoles, que reducen la lógica de Dios a la nuestra. Nos conviene ser humildes y reconocer nuestra condición limitada, dispuestos a aceptar y acoger, aunque no lo entendamos en ocasiones, lo que sucede porque Dios así lo quiere o lo consiente. Parece necesario, para reconocer expresamente la grandeza, bondad y majestad divina: Dios, Señor nuestro y Señor de la Historia, gobierna el mundo con poder y amor providentes.

El hombre, por su parte, así como tiene capacidad para emitir juicios acerca del valor de las situaciones que le toca vivir, también tiene capacidad para descubrir a su Señor, como dueño absoluto de cuanto sucede, sin límite de poder y perfección. Nuestro Dios es absolutamente sabio y poderoso frente a la limitación que el hombre descubre y reconoce en sí mismo. Tal vez por esto, los apóstoles del Señor, acostumbrados a los propios defectos y errores y a los de los demás, tratan de descubrir una causa culpable que justifique razonablemente, desde su punto de vista, lo que piensan que es una absoluta desgracia en aquel hombre. Sólo son capaces de entender como bueno y malo lo que así aparece a su limitada inteligencia. La ceguera de nacimiento sería claramente mala y, por lo tanto, reclama un culpable.

Afianzados en la humildad, pidamos a Dios que nos conceda eliminar de nosotros el deseo de “necesitar” comprender cada acontecimiento. Que nos libre de ese “juez” que, convencido de su inapelable equidad, se “escandaliza” considerando que no hay derecho a que sucedan ciertas cosas. Como si nuestra inteligencia fuera la última y definitiva instancia del bien y del mal.

Así pensaban los apóstoles, en el acontecimiento de la vida de Jesús que hoy meditamos, y se nota otro tanto en la actitud de los fariseos, que tienen un concepto ya formado e inamovible de Jesús y la Ley de Dios, y hasta reclaman como imprescindible su beneplácito para que Jesús realice el milagro. Parecen molestarse incluso de que el ciego de nacimiento haya recuperado la vista en esas circunstancias. Algo semejante ha sucedido, no pocas veces, cuando se niega a Dios porque consiente lo que, para algunos, serían males intolerables, impropios de un mundo providentemente gobernado por Dios.

La Madre de Dios, modelo de fe en la Providencia, confía en su Señor. En cada circunstancia de su vida, contempla lo que Dios le propone a la luz de la fe, descansando en quien la ha escogido con predilección: en quien hizo en Ella cosas grandes y por quien es Reina de todo lo creado. A Ella nos acogemos, como Madre que es de cada uno.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Testigos de la luz

Los domingos de Cuaresma que estamos viviendo son los de mayor compromiso para la liturgia en el curso del año. Durante este camino hacia la Pascua, ella nos propone los máximos misterios de la fe, como sucedía en los primeros días de la Iglesia, cuando, en este período, los catecúmenos se preparaban para el bautismo. Un signo de tal compromiso son los pasajes evangélicos particularmente largos y cargados de simbolismo. Un signo es también el prefacio propio de estos domingos, con el cual la liturgia ofrece, ella misma, un comentario oral del Evangelio. Hoy, ese prefacio suena así: “En el misterio de su encarnación él se hizo guía del hombre que caminaba en las tinieblas, para conducirlo a la gran luz de la fe. Con el sacramento del renacer, liberó a los esclavos del antiguo pecado para elevarlos a la dignidad de hijos”.

Por lo tanto, la liturgia ve dos cosas en el Evangelio de hoy: la fe y el bautismo. Luego del domingo de la samaritana y el agua, hoy es el turno de otro gran simbolismo: el de la luz. Es difícil y poco común que alguien se conmueva frente a la luz como frente al agua. Cuando hacemos su primer descubrimiento, a pocos días de nacer, es demasiado pronto para apreciarla. Después se nos vuelve tan familiar que ya no reparamos en ella. Sin embargo, sin esta atención a la luz natural, sin cierto jubiloso sobresalto cuando, al despertar, ella inunda los ojos y la casa, poco o nada entenderemos de la otra luz. Jesús dirá en vano: “Yo soy la luz del mundo” y “Yo soy la luz de la vida”.

El evangelista Juan no nos propone, por suerte, abstractas reflexiones sobre Cristo-luz; relata un hecho: Jesús que devuelve la vista a un ciego. El episodio está narrado con tal meticulosidad que hace pensar en una especie de investigación con interrogatorios y testigos. Pero al final nos damos cuenta de que el evangelista ha querido decirnos principalmente dos cosas. Primera: que el ciego era cada uno de nosotros; también nosotros fuimos un día a la piscina de Siloé —la fuente bautismal—, nos lavamos y volvimos con la vista. Segunda: la luz que nos dio es la fe. Aquel muchacho ciego al final encontró de nuevo a Jesús y exclamó: “Yo creo, Señor”. Esta frase es el equivalente de todas aquellas exclamaciones pronunciadas por el ciego: adquirí la vista, veo, me abrió los ojos. Bautismo y fe son verdaderamente los contenidos simbólicos del pasaje evangélico. La liturgia vio bien.

Pero, en este punto, nos surge una duda. ¿Todo, entonces, ya se cumplió en el alba ignorante de nuestra vida, en el rito bautismal? ¿No hay nada que se refiera a nuestra existencia de ahora, a nuestras elecciones del momento? Antes —dice en efecto, Pablo en la segunda lectura— ustedes eran tinieblas, pero ahora son la luz en el Señor. ¿Pero de veras somos todos luz? ¿Por qué, entonces, ese grito final, como en medio de la noche, que nos dirige Pablo: Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará.

La verdad es que nosotros estamos en parte en la luz y en parte todavía en las tinieblas. Hemos, sí, recibido la virtud teologal de la fe, pero como una semilla que debe crecer, una posibilidad para desarrollar. Lo demás debe hacerse completamente entre Dios y nuestra libertad. Nuestra posición es verdaderamente paradójica. Estamos como sobre aquel hilo que separa una zona luminosa de una en sombras: hacia todos lados donde nos movamos, llevamos pegada a nosotros aquella zona de sombras. Es nuestra humanidad todavía no rescatada, no evangelizada. Son los impulsos tenebrosos que san Pablo llamó “las obras infructuosas de las tinieblas”. Hasta da vergüenza hablar de aquello que se agita en esa zona de sombras: fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencias, ambiciones y discordias, sectarismos, disensiones y envidias, ebriedades y orgías (Gal. 5, 19-21). Luz y tinieblas indican, entonces, algo más que las verdades de la fe que ya conocemos y las verdades que todavía ignoramos. Señalan por otro parte las obras concretas, las elecciones evangélicas o contrarias al Evangelio que realizamos día a día.

Existe, sin embargo, otro simbolismo de la luz que hoy no podemos dejar inexplorado. ¿Por qué nuestra fe es comparada con una luz? ¿Qué hace la luz? Ella nos revela las cosas, nos da el sentido de las distancias y de las proporciones, nos da la orientación. Todos estuvimos alguna vez en un cuarto a oscuras sin ver nada, sin saber dónde está la puerta, dónde la ventana, con el continuo miedo de caminar y golpeamos contra algún obstáculo. Ahora bien, de esa manera —nos dice Pablo— avanzaba la vida del hombre pagano antes de Cristo: “como a tientas” (Hech. 17, 27). Vino Cristo y fue como si surgiese una gran luz. Él reveló el Padre a los hombres, junto con el sentido de la vida y del mundo. Dio una respuesta a aquellos eternos interrogantes que el hombre se plantea desde siempre, y que un autor del siglo II formulaba así: “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?” (Extractos de Teodoto).

La fe, entonces, da al creyente una visión de la vida. ¿Acaso es extraño que también hoy el creyente le pida a su fe que le dé una visión del mundo y de los problemas de la vida? ¿Es extraño que el cristiano vuelva a buscar en su fe una respuesta a problemas como los de la justicia social, de las relaciones de trabajo, de la enfermedad, del tiempo libre, del matrimonio, del aborto? Y sin embargo, hoy existe una presión muy fuerte por parte de ciertas fuerzas que pretenden del cristiano que esconda, por así decirlo, su fe y sus certezas, cuando de la oración pasa a la praxis y de la iglesia a la plaza pública. Si no lo hace, es acusado indiscriminadamente de integrismo. Lo que se desearía es una fe ciega, un cristiano esquizofrénico, es decir, dividido en dos: el hombre y el ciudadano por un lado, el creyente por el otro. Es una presión ante la cual demasiados cristianos ceden psicológicamente, reduciendo así la fe a un traje de fiesta que se usa sólo el domingo para ir a Misa.

¿Pero qué es todo esto si no, justamente, encender la antorcha y volverla a llevar bajo el almud? (Mt. 5, 15). Ciertamente, Cristo no pensaba así; él, al contrario, habló de una luz que debe ser colocada en el candelabro para iluminar a quienes están en la casa. Es decir, una luz que debe servir no sólo al discípulo, sino también a los otros habitantes del mundo que tal vez todavía no creen. El cristiano no puede contentarse con ser “un iluminado”; también debe ser “un testigo de la luz” (Jn. 1, 8). Por eso, no es a costa de tal renuncia que se puede pedir a un creyente que colabore con otras fuerzas ideológicas y políticas.

A menudo me vuelve a la mente lo que dice una joven hebrea ciega en un drama de Paul Claudel: “Ustedes que la ven, ¿qué han hecho con la luz?” (Le pere humilié). Así es, ¿qué uso le estamos dando, nosotros, discípulos de Cristo, a la luz recibida? ¿Es posible darse cuenta, estando cerca de nosotros, escuchándonos hablar, de que somos hombres de fe, de que juzgamos a las personas y los hechos del mundo con las certezas que nos vienen del Evangelio? ¿Caminamos verdaderamente como “hijos de la luz” (Ef. 5, 8), es decir, como personas honestas y sinceras?

Los ojos de todos reciben la luz, pero los nuestros también deben darla: nuestro ojo —dijo Jesús— debe ser una lámpara (Mt. 6, 22).

Ahora, después de habernos hablado en su Evangelio, el Señor Jesús nos llama a sentarnos a su mesa con él. Sabe que no tenemos necesidad sólo de luz para vernos, sino también de alimento para ser fortificados y no desmayar en el camino. “La luz del mundo” (Jn. 8, 12) viene a enterrarse dentro de nosotros, “bajo nuestro techo”.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de San Sabas (29-III-1981)

− Vocación cristiana universal. La divinidad de Jesús

¡El Señor es mi Pastor, nada me falta! (Sal 22(23),1).

El Salmo responsorial del IV domingo de Cuaresma dirige nuestras almas hacia el misterio pascual en el que Cristo se revela realmente como Pastor que ofrece la vida por las ovejas (cfr. Jn 10,11-15). La imagen que emerge del Salmo 22 es una preparación de la figura que Cristo mismo ha delineado con la parábola del Buen Pastor. Evidentemente, el Salmo refleja una mentalidad oriental y se expresa con modalidades típicas del contexto histórico judío y, por esto, requeriría una esmerada exégesis. Sin embargo, su mensaje es fácilmente comprensible: Jesús, el Verbo Divino, se encarnó precisamente para conducir las almas a la verdad: “En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas”.

Jesús vino para alentarnos en el camino de la vida, para guiarnos en el camino justo de la salvación, para prepararnos la mesa de la gracia, para darnos la alegría de la certeza. Jesús está con nosotros todos los días de nuestra existencia: la fe en Él nos da seguridad y valentía, aun cuando a veces tengamos que caminar en un valle oscuro... ¡A pesar de las penas y de los contrastes de la vida, a pesar de las situaciones sociales y públicas que a veces pueden llegar a ser dramáticas, no perdáis la confianza en Cristo Buen Pastor, Redentor de nuestras almas, Salvador de la humanidad!

Cristo es precisamente el Pastor Eterno de toda la humanidad porque en Él todos nosotros hemos sido elegidos por el Padre como hijos adoptivos. Y por medio de su obra redentora hemos sido unidos al Espíritu Santo, de manera que participamos así también de la misión de Cristo “Sacerdote, Profeta y Rey” (cfr. LG 31). Hacia estos pensamientos nos orienta la primera lectura del libro de Samuel, que narra la elección y la unción del futuro rey David por parte del Profeta.

Del relato del episodio histórico resulta que en el Antiguo Testamento sólo algunos eran elegidos por el Altísimo para la realización de sus designios. En este caso, uno sólo de los siete hijos de Jesé fue elegido y consagrado Rey de Israel. En cambio, la revelación de Cristo y la enseñanza perenne de la Iglesia afirman que, en el Nuevo Testamento, la elección es universal: toda la humanidad y, por esto, cada uno de los hombres es llamado y elegido en Cristo para participar en la misma vida divina mediante la gracia. ¡Así pues sentíos dichosos y estad agradecidos por haber no sólo conocido estas realidades divinas, sino por haber recibido la unción y la consagración mediante el bautismo y la confirmación!

Sin embargo, el pensamiento sobre el que pone con más fuerza el acento la liturgia de hoy es que Cristo es el Pastor de nuestras almas en cuanto nos abre los ojos para ver la luz de Dios.

El relato de la curación del ciego de nacimiento, como nos lo presenta el evangelista Juan, es ciertamente una de las páginas más espléndidas del Evangelio. Jesús realizó el llamativo milagro de la curación del ciego de nacimiento para demostrar su divinidad y la consiguiente necesidad de acoger su Persona y su mensaje.

El ciego, una vez curado, no sabe todavía quién es Jesús, pero lo intuye, y contra la incredulidad de los judíos y el temor de sus mismos padres, afirma: “Jamás se oyó decir que nadie abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Cuando después Jesús le dice claramente que es el “Hijo del Hombre”, esto es, el Mesías, el Hijo de Dios, el ciego curado no tiene duda alguna e inmediatamente hace su profesión de fe: “Creo, Señor”.

He aquí, pues el significado inmediato del milagro realizado por Jesús: Él es verdaderamente Dios el cual, como pudo dar enseguida la vida a un ciego, mucho más puede dar la vista al alma, puede abrir los ojos interiores para que conozcan las verdades supremas que se refieren a la naturaleza de Dios y al destino del hombre. Por esto la curación física del ciego, que luego es causa de su fe, se convierte en un símbolo de la conversión espiritual. De este modo, Jesús vuelve a confirmar: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).

– Firmeza en la fe. Formación

De la meditación de las lecturas de la liturgia de hoy debemos sacar ahora alguna conclusión práctica, que pueda servir en el camino ulterior de vuestra vida personal.

Ante todo, tened siempre un profundo sentido de responsabilidad sobre vuestra fe cristiana. El relato evangélico nos hace comprender cuán preciosa es la vista a los ojos, pero cuánto más preciosa es aún la luz de la fe. Pero sabemos que esta fe exige firmeza y fortaleza, porque está siempre insidiada. Frente a la luz de Cristo, hay siempre una actitud de abierta hostilidad, o de rechazo y de indiferencia, o también de crítica injusta y parcial.

Sentíos responsables de vuestra fe en la sociedad moderna en la que debéis vivir, cada uno en su puesto de vida y de trabajo, cada uno en el ámbito de sus relaciones de familia y de profesión. Y por esto, profundizad cada vez más en ella, con una catequesis sana, completa, metódica. ¡Conocer mejor la propia fe significa estimarla más, vivirla más intensamente, irradiarla con más eficaz testimonio!

– Frecuencia de sacramentos y moralidad

Una segunda consecuencia práctica se puede sacar de la Carta de San Pablo.

“En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz” (Ef 5,8). La exhortación de San Pablo es siempre actual: “Buscad lo que agrada al Señor”. “No toméis parte en las obras estériles de las tinieblas” (Ef 5,10-11).

¡Sed luz también vosotros en vuestra parroquia, en vuestra ciudad, en vuestra patria! Sed luz con la frecuencia asidua y convencida a la Santa Misa...; sed luz eliminando escrupulosamente las palabras soeces, la blasfemia, la lectura de diarios y revistas pornográficas, la visión de espectáculos negativos; sed luz con el ejemplo continuo de vuestra bondad y de vuestra fidelidad en todo lugar, pero especialmente en el ambiente privilegiado de la familia, recordando que “toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz”.

¡Estemos dispuestos a seguir a Cristo por los caminos que Él nos indica, también mediante la enseñanza de la Iglesia que Él ha instituido!

¡Estemos dispuestos a sacar fuerza de las fuentes de la gracia, que Él nos abre en la Iglesia mediante los sacramentos de la fe: Penitencia y Eucaristía!

Y, finalmente, ¡estemos dispuestos a buscar en Él el apoyo en todas las dificultades de nuestra vida y de nuestra conciencia! ¡No nos separemos nunca de Él! ¡Él es la luz del mundo!

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Alguien ha dicho que para quien quiere creer hay muchos argumentos, pero para el que no quiere no existe ninguno. Es lo que se aprecia en el cariz casi grotesco del comportamiento de los fariseos ante la prodigiosa curación del ciego de nacimiento.

Una curación demasiado evidente, inaudita, a la que Jesús añadía, para confusión de los doctores, haberla realizado en sábado. Los fariseos hicieron todo lo posible para negar la evidencia. Casi resulta cómica la minuciosa investigación a que someten al ciego que se permite incluso la ironía de preguntarles si quieren ellos hacerse discípulos de Jesús. Es más, cansado de tanta pregunta y viendo que no le creen y le exigen que dé gloria a Dios porque “ese hombre es un pecador”, les contesta que “Dios no escucha a los pecadores... Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Esto irrita aún más a estos investigadores que terminan ofendiéndole: “Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?” El racionalismo está retratado aquí.

Jesús curó a muchos ciegos físicos, pero es importante saber que el Evangelio apunta a la ceguera interior, esa inmensa noche que envuelve al racionalista, que se niega a aceptar una intervención sobrenatural. El ciego puede arreglarse sin la visión exterior. Casi todos conocemos ciegos que tienen una gran riqueza interior; pero el mundo se reduce y, a veces hasta se corrompe, cuando el hombre carece o rechaza la luz que viene de Dios. Es una oscuridad del corazón que limita dramáticamente el horizonte humano y convierte el universo interior en una lóbrega y fría noche.

La curación del ciego de nacimiento revela el poder de Jesús contra esa tragedia que invade nuestra historia: la indiferencia por lo eterno, un eclipse de lo divino y una mirada enceguecida por lo inmediato, lo que funciona, lo que da dinero, prestigio, votos..., y hace pasablemente dichosa esta vida. Pidamos al Señor que abra nuestros ojos a las realidades sobrenaturales, porque ellas amplían nuestro horizonte, absorbido en exceso por lo inmediato. Que nos abra los ojos para no olvidar que, con su ayuda, podemos remediar tantas cosas que hay en nosotros y a nuestro alrededor que se nos antojan sin remedio.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Los bautizados estamos iluminados por Cristo para no caminar ni a ciegas ni en tinieblas»

I. LA PALABRA DE DIOS

1S 16,lb.6-7; 10-13a: «David es ungido rey de Israel»

Sal 22,1-6: «El Señor es mi pastor, nada me falta»

Ef 5,8-14: «Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz»

Jn 9,1-41: «Fue, se lavó, y volvió con vista»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El más pequeño de los hermanos, David, no contaba en los planes de nadie. Pero sí en los de Dios. Y fue elegido. No hemos buscado nosotros a Dios, es Él el que ha salido a nuestro encuentro.

Cuando los judíos expulsan al ciego de la sinagoga, Jesús le sale al encuentro. Y llega entonces la luz de la fe: «¿Crees tú en el Hijo del Hombre?... El que estás viendo...ese es». El que es elegido no puede tener otra actitud que la de la incondicionalidad. Sale de la tiniebla se encuentra con la luz: Cristo.

Cristo se llama a sí mismo Luz del mundo. Pero esto no se limita a la curación de un ciego. En él estamos representados todos los que caminamos en medio de tinieblas, y necesitamos de su luz. De lo contrario, seríamos ciegos guiando a ciegos.

III. SITUACIÓN HUMANA

Nuestro mundo de hoy valora extraordinariamente la imagen. Hoy preocupa ante todo que la apariencia exterior esté bien cuidada; que quien tenga que desempeñar una función, no fracase nunca por «cuestión de imagen». Hay que mimar las apariencias, aunque lo profundo e íntimo se abandone.

Hoy preferimos encubrir los defectos antes que corregirlos, disimular más que remediarlos. Cuando irrumpe en la vida una luz que pueda arreglar situaciones, puede ocurrirnos como cuando salimos de un lugar oscuro y nos topamos con la luz: que nos duelen los ojos. Hoy, ¿acabará dañándonos cualquier luz profunda?

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– Cristo, revelación del Padre y misterio de Redención: “Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9), y el Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadle» (Lc 9,35)” (516).

– «Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo» (517; cf. 528-530).

– Cristo, luz de los pueblos: 748.

La respuesta

– El Bautismo, baño de iluminación: “Este baño es llamado iluminación porque quienes reciben esta enseñanza (catequética) su espíritu es iluminado... Habiendo recibido en el Bautismo al Verbo, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), el bautizado, «tras haber sido iluminado» (Hb 10,32), se convierte en «hijo de la luz» (1 Ts 5,5), y en «luz» él mismo (Ef 5,8)” (1216).

– Ceguera e injusticia: 1740.

– La duda en la fe puede llevar a la ceguera del espíritu: 2088.

El testimonio cristiano

– «Quedaremos iluminados, queridos hermanos, si tenemos el colirio de la fe. Porque fue necesaria la saliva de Cristo mezclada con tierra para ungir al ciego de nacimiento. También nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán, y necesitamos que el Señor nos ilumine... Piensa que también iluminó a los ciegos» (San Agustín, Ev. S. Juan, 34).

Los que preguntan al ciego no están buscando respuestas; están descartando a Jesús como luz. Y así no puede ser reconocido. Sólo el que se deja orientar por su luz, llega a Él.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La alegría en la Cruz.

− La alegría es compatible con la mortificación y el dolor. Se le opone la tristeza, no la penitencia.

I. Alégrate, Jerusalén; alegraos con ella todos los que la amáis, gozaos de su alegría..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa: Laetare, Ierusalem...

La alegría es una característica esencial del cristiano, y la Iglesia no deja de recordárnoslo en este tiempo litúrgico para que no olvidemos que debe estar presente en todos los momentos de nuestra vida. Existe una alegría que se pone de relieve en la esperanza del Adviento, otra viva y radiante en el tiempo de Navidad; más tarde, la alegría de estar junto a Cristo resucitado; hoy, ya avanzada la Cuaresma, meditamos la alegría de la Cruz. Es siempre el mismo gozo de estar junto a Cristo: “sólo de Él, cada uno de nosotros puede decir con plena verdad, junto con San Pablo: Me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20). De ahí debe partir vuestra alegría más profunda, de ahí ha de venir también vuestra fuerza y vuestro sostén. Si vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos, experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que rápidamente vuestro pensamiento se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que con su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos nuestros vacíos, perdona todos nuestros pecados y empuja con entusiasmo hacia un camino nuevamente seguro y alegre”.

Este domingo es tradicionalmente conocido con el nombre de Domingo “Laetare”, por la primera palabra de la Antífona de entrada. La severidad de la liturgia cuaresmal se ve interrumpida en este domingo que nos habla de alegría. Hoy está permitido que -si se dispone de ellos- los ornamentos del sacerdote sean color rosa en vez de morados, y que pueda adornarse el altar con flores, cosa que no se hace los demás días de Cuaresma.

La Iglesia quiere recordarnos así que la alegría es perfectamente compatible con la mortificación y el dolor. Lo que se opone a la alegría es la tristeza, no la penitencia. Viviendo con hondura este tiempo litúrgico que lleva hacia la Pasión -y por tanto hacia el dolor-, comprendemos que acercarnos a la Cruz significa también que el momento de nuestra Redención se acerca, está cada vez más próximo, y por eso la Iglesia y cada uno de sus hijos se llenan de alegría: Laetare, alégrate, Jerusalén, y alegraos con ella todos los que la amáis.

La mortificación que estaremos viviendo estos días no debe ensombrecer nuestra alegría interior, sino todo lo contrario: debe hacerla crecer, porque nuestra Redención se acerca, el derroche de amor por los hombres que es la Pasión se aproxima, el gozo de la Pascua es inminente. Por eso queremos estar muy unidos al Señor, para que también en nuestra vida se repita, una vez más, el mismo proceso: llegar, por su Pasión y su Cruz, a la gloria y a la alegría de su Resurrección.

− La alegría tiene un origen espiritual, surge de un corazón que ama y se siente amado por Dios.

II. Alegraos siempre en el Señor, otra vez os digo: alegraos. Con una alegría que es equivalente a felicidad, a gozo interior, y que lógicamente también se manifiesta en el exterior de la persona.

“Como es sabido, existen diversos grados de esta “felicidad”. Su expresión más noble es la alegría o “felicidad” en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra la satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado (...). Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espiritual cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable”. Y continúa diciendo Pablo VI: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el “confort”, la higiene, la seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos”.

El cristiano entiende perfectamente estas ideas expresadas por el Romano Pontífice. Y sabe que la alegría surge de un corazón que se siente amado por Dios y que a su vez ama con locura al Señor. Un corazón que se esfuerza además para que ese amor a Dios se traduzca en obras, porque sabe -con el refrán castellano- que “obras son amores y no buenas razones”. Un corazón que está en unión y en paz con Dios, pues, aunque se sabe pecador, acude a la fuente del perdón: Cristo en el sacramento de la Penitencia.

Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes... Los sufrimientos y las tribulaciones acompañan a todo hombre en la tierra, pero el sufrimiento, por sí solo, no transforma ni purifica; incluso puede ser causa de rebeldía y de desamor. Algunos cristianos se separan del Maestro cuando llegan hasta la Cruz, porque ellos esperan la felicidad puramente humana, libre de dolor y acompañada de bienes naturales.

El Señor nos pide que perdamos el miedo al dolor, a las tribulaciones, y nos unamos a Él, que nos espera en la Cruz. Nuestra alma quedará más purificada, nuestro amor más firme. Entonces comprenderemos que la alegría está muy cerca de la Cruz. Es más, que nunca seremos felices si no nos unimos a Cristo en la Cruz, y que nunca sabremos amar si a la vez no amamos el sacrificio. Esas tribulaciones, que con la sola razón parecen injustas y sin sentido, son necesarias para nuestra santidad personal y para la salvación de muchas almas. En el misterio de la corredención, nuestro dolor, unido a los sufrimientos de Cristo, adquiere un valor incomparable para toda la Iglesia y para la humanidad entera. El Señor nos hacer ver, si acudimos a Él con humildad, que todo -incluso aquello que tiene menos explicación humana- concurre para el bien de los que aman a Dios. El dolor, cuando se le da su sentido, cuando sirve para amar más, produce una íntima paz y una profunda alegría. Por eso, el Señor en muchas ocasiones bendice con la Cruz.

Así hemos de recorrer el camino de la entrega: la Cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una luz en tu alma.

− Dios ama al que da con alegría.

III. El cristiano se da a Dios y a los demás, se mortifica y se exige, soporta las contrariedades... y todo eso lo hace con alegría, porque entiende que esas cosas pierden mucho de su valor si las hace a regañadientes: Dios ama al que da con alegría. No nos tiene que sorprender que la mortificación y la penitencia nos cuesten; lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas con decisión, con la alegría de agradar a Dios, que nos ve.

“¿Contento?” − Me dejó pensativo la pregunta.

No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios. Quien se siente hijo de Dios, es lógico que experimente ese gozo interior.

La experiencia que nos transmiten los santos es unánime en este sentido. Bastaría recordar la confidencia que hace el apóstol San Pablo a los de Corinto: ... estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones. Y conviene recordar que la vida de San Pablo no fue fácil ni cómoda: Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez. Pues bien, con todo lo que acaba de enumerar, San Pablo es veraz cuando nos dice: estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones.

Tenemos cerca la Semana Santa y la Pascua, y por tanto el perdón, la misericordia, la compasión divina, la sobreabundancia de la gracia. Unas jornadas más, y el misterio de nuestra salud quedará consumado. Si alguna vez hemos tenido miedo a la penitencia, a la expiación, llenémonos de valor, pensando en que el tiempo es breve y el premio grande, sin proporción con la pequeñez de nuestro esfuerzo. Sigamos con alegría a Jesús, hasta Jerusalén, hasta el Calvario, hasta la Cruz. Además, ¿no es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?

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Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net)

Vete, lávate

Hoy, cuarto domingo de Cuaresma —llamado domingo “alegraos”— toda la liturgia nos invita a experimentar una alegría profunda, un gran gozo por la proximidad de la Pascua.

Jesús fue causa de una gran alegría para aquel ciego de nacimiento a quien otorgó la vista corporal y la luz espiritual. El ciego creyó y recibió la luz de Cristo. En cambio, aquellos fariseos, que se creían en la sabiduría y en la luz, permanecieron ciegos por su dureza de corazón y por su pecado. De hecho, «No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista» (Jn 9,18).

¡Cuán necesaria nos es la luz de Cristo para ver la realidad en su verdadera dimensión! Sin la luz de la fe seríamos prácticamente ciegos. Nosotros hemos recibido la luz de Jesucristo y hace falta que toda nuestra vida sea iluminada por esta luz. Más aun, esta luz ha de resplandecer en la santidad de la vida para que atraiga a muchos que todavía la desconocen. Todo eso supone conversión y crecimiento en la caridad. Especialmente en este tiempo de Cuaresma y en esta última etapa. San León Magno nos exhorta: «Si bien todo tiempo es bueno para ejercitarse en la virtud de la caridad, estos días de Cuaresma nos invitan a hacerlo de manera más urgente».

Sólo una cosa nos puede apartar de la luz y de la alegría que nos da Jesucristo, y esta cosa es el pecado, el querer vivir lejos de la luz del Señor. Desgraciadamente, muchos —a veces nosotros mismos— nos adentramos en este camino tenebroso y perdemos la luz y la paz. San Agustín, partiendo de su propia experiencia, afirmaba que no hay nada más infeliz que la felicidad de aquellos que pecan.

La Pascua está cerca y el Señor quiere comunicarnos toda la alegría de la Resurrección. Dispongámonos para acogerla y celebrarla. «Vete, lávate» (Jn 9,7), nos dice Jesús… ¡A lavarnos en las aguas purificadoras del sacramento de la Penitencia! Ahí encontraremos la luz y la alegría, y realizaremos la mejor preparación para la Pascua.

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CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

La Luz de Dios

La Liturgia de la Iglesia en este Cuarto Domingo de Cuaresma, nos invita a recorrer una de las dinámicas fundamentales de nuestro renacimiento bautismal, a través del ejemplo evangélico del “ciego de nacimiento”; el paso de las tinieblas del pecado y del error, a la Luz de Dios, que es Cristo Resucitado.

Ya en la Revelación del Antiguo Testamento, el Señor Dios había mostrado al Pueblo de Israel, como el juicio del Creador fuera más profundo y verdadero de los pensamientos de la creatura. Hemos escuchado de hecho, en la Primera Lectura: «No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón» (1Sam. 16, 7). El Señor había indicado, de esta manera, cual es el verdadero criterio para juzgar a un hombre y junto a este, el lugar en el cual el hombre puede encontrar la mirada de Dios y entrar en relación con Él: su corazón. Por “corazón”, la Biblia, obviamente no lo interpreta como el centro de las palpitaciones más íntimas, sino “el sagrario” del hombre, su conciencia, donde se le ha dado la capacidad de escuchar la misma voz de Dios y reconocer de esta manera el fruto de la Luz: «Ahora bien, el fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad» (Ef. 5,9).

Sin embargo, incapaz de permanecer fiel a lo más verdadero que hay en él, el hombre regresa a sus pequeños criterios, produciendo toda maldad, injusticia y falsedad, para gobernarse a sí mismo, obteniendo cada vez, lo que él decide que es para su bien, esperando de convertirse así «como Dios» (Gen. 3,5).

Pero Dios no se da por vencido y se encuentra con cada uno de nosotros, así como lo narra en doble sentido, sobre todo, el Evangelio: «escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego» (Jn. 9,6). O sea, Dios se hizo hombre, creatura; se unió a nuestra tierra, para que el hombre no pudiera escapar de Él, sino que pudiera llegar a reconocer, por medio del encuentro con Su Santísima Humanidad, lo que San Juan escribe en el prólogo del Evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn. 1,14).

En segundo lugar, «Él dice ve a lavarte a la piscina de Siloé, que significa “Enviado”». (Jn.9,7). Cristo el enviado del Padre, tomó sobre sí mismo, todos nuestros pecados, hasta las últimas consecuencias de nuestra ceguera, hasta dejarse despojar de sus vestiduras, coronar de espinas y clavar en una cruz, despreciado por Su mismo Pueblo y abandonado por Sus más íntimos amigos. Este Amor inaudito de Cristo, no hace más que vencer definitivamente, con el tiempo, todo temor de frente a nuestros límites, porque no existe nada en nosotros que le pueda impedir de amarnos.

Desde asumir amorosamente nuestro rechazo, desde nuestra optusidad homicida, después, el Señor Jesús cumplió el acto más extraordinario de la historia: ofreció libremente Su Cuerpo al Padre, para nuestra salvación y de esta manera consagró por cada uno de nosotros toda Su Persona. Nos ha introducido en Su santísimo Corazón, inflamado de Amor por nosotros, o sea, en la misma Luz de Dios, en la Luz de la Resurrección, y ha hecho de nosotros una “creatura nueva” (Cfr. 2 Cor. 5,17). Hemos escuchado, de hecho «El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía» (Jn. 9,7).

Precisamente este indestructible lazo con Cristo, fundado sobre Su Amor y Su Fidelidad, es el “nuevo ser” que se nos ha donado el día de nuestro bautismo, y en el cual somos más profundamente introducidos por medio de los Sacramentos de la iniciación cristiana. Pero este nuevo ser, no puede dar fruto en nosotros sin el total consentimiento de nuestra libertad, que en esta vida terrena, se expresa, se fortalece y triunfa a través de aquella extraordinaria unión, a los “hechos”, testimoniados por el ciego, sanado por Cristo. Él, interrogado por el mundo sobre cómo había sucedido su curación, narra simplemente lo que le había sucedido: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: Ve a lavarte a Siloé. Yo fui, me lavé y vi».

Pidámosle a María Santísima, de ser fieles a la verdad, a los hechos de nuestra vida, aferrando la mano, que en toda circunstancia Cristo nos tiende; dejémonos, así, conmover de la insensibilidad que nos insidia, para vivir totalmente de Él, Amor, Crucificado y Resucitado, en esta vida y en la Eternidad: «Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará» (Ef. 5,14).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Abrir los ojos del alma

«Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo» (Jn 9, 5).

Eso dijo Jesús mientras estaba en el mundo.

Y luego subió al cielo, y está sentado a la derecha de su Padre.

Pero tú, sacerdote, estás en el mundo.

Y Él te ha dicho, sacerdote, que tú eres la luz del mundo.

Y te envía con la alegría de servirlo, iluminando la oscuridad de los que viven perdidos en el mundo, para que con ellos construyas su Reino, que no es de este mundo.

Y te pide que guíes a los ciegos, y los conduzcas por el camino de la luz.

Pero, para poder guiar, primero tú, sacerdote, debes ver con claridad.

¡Qué vea, Señor, que vea!

Pídele con insistencia a tu Señor que ilumine tu camino, y que encienda con su luz tu corazón, para que seas como faro encendido, que muestra el camino a los que navegan perdidos en la oscuridad de la noche.

Que brille la luz de Cristo en ti, sacerdote, para que vivas en la alegría de saber que no eres tú, sino que es Cristo quien vive en ti. Y con esa seguridad y esa alegría hagas sus obras a la luz del día, a través de tus manos y de tu cuerpo débil y frágil…

Para que en ti se manifiesten las obras de Dios.

Para que Cristo brille en ti, y lleves la luz de Cristo al mundo.

Para que ilumines los corazones, porque todo el que es iluminado por la luz, se convierte en luz.

Para que abras tus ojos, sacerdote, y veas.

Escucha, sacerdote, el llamado de tu Señor, que está a la puerta, y ábrele, para que te des cuenta de que, cuando Cristo toca tu vida, ya no estás ciego, sino que ves; ya no estás sordo, sino que escuchas; ya no caminas en tinieblas, sino en la luz.

Alégrate, sacerdote, porque tú has abierto la puerta, y tu Señor ha entrado y se ha sentado en tu mesa, para cenar contigo y que tú cenes con Él.

Alégrate, sacerdote, porque el Señor te ha llenado de gracia, para que, por Él, con Él y en Él, alcances la bondad, la santidad y la verdad.

Alégrate, sacerdote, porque tu Señor no te ha llamado siervo, sino que te ha llamado amigo, porque todo lo que ha oído de su Padre te lo ha dicho, para que tú lo conozcas y alcances la sabiduría para hacer sus obras, y aun mayores, porque Él, que está sentado a la derecha de su Padre, está contigo todos los días de tu vida, para ayudarte.

Contempla, sacerdote, el misterio de la cruz de tu Señor, y alégrate, porque la cruz es un misterio de amor, que se desborda en misericordia, para llenar de Él tu corazón, para iluminarte, para darte vida, para divinizarte en Él, a través de la Eucaristía, que es el pan vivo bajado del cielo, que contiene en sí todo deleite.

¡Qué vea, Señor, que vea!

Pide eso, constantemente, sacerdote, para que la claridad de la luz de Cristo ilumine tu conciencia, y consiga para ti un verdadero arrepentimiento, para que confieses tus pecados, para que seas perdonado, y entonces se abran los ojos de tu alma, y verdaderamente veas, para que creas en tu Señor sacramentado, que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del único Hijo de Dios, que ha sido enviado al mundo para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.

Tú no estás ciego, sacerdote. Pero tus ojos tienen un velo, provocado por el pecado de tu incredulidad y tu indiferencia, de tu resignación y de tu tibieza, de tu desierto y de la oscuridad que hay en tu alma.

Acércate, sacerdote, a la fuente de luz, y déjate encender, hasta que arda tu corazón, con el fuego del amor de tu Señor, para que brilles y exultes de gozo, agradeciendo mientras dices: ¡veo, Señor, veo, ya no estoy ciego!

Dichosos los que creen sin haber visto.

Cree, sacerdote, y adora a tu Señor, llevando la cruz de cada día con alegría, y nunca te gloríes si no es en la cruz de tu Señor.

Y en esa alegría, entrégale tu voluntad, para que, por ti, contigo y en ti, Cristo permanezca en el mundo, iluminando con su luz, para que el mundo vea, y crea.

Tú estás en el mundo, sacerdote. Tú eres la luz del mundo.

(Espada de Dos Filos II, n. 26)

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