Domingo IV de Cuaresma (Laetare, ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2015, 2018 y 2021
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2012
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
UNA NUEVA LECTURA DE LA HISTORIA
2 Crón 36, 14-16, 19-23; Sal 136; Ef 2, 4-10; Jn 3, 14-21
Hacía el año 400 a. c., el autor de nuestra primera lectura se preguntó: ¿Hace falta volver a escribir la historia? ¿No bastaba añadir a lo ya escrito unos capítulos sobre la vuelta del destierro y la comunidad judía del siglo V a. C.? El autor, que conocía la situación de primera mano, juzgó que debía hacerlo. De manera sencilla y audaz, quiso ofrecer una nueva lectura de la historia en la obra que abarca los libros de Crónicas. El resultado consistió en que la comunidad judía continuó sin perder su identidad en situaciones difíciles. El texto de hoy, que es el último capítulo del libro, no es el fin de la historia. La historia llega a su culmen, de acuerdo con la lectura aún más audaz del evangelista Juan, en la vida del Hijo del hombre levantado en la cruz.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Is 66, 10-11
Alégrate, Jerusalén, y que se reúnan cuantos te aman. Compartan su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, que por tu Palabra realizas admirablemente la reconciliación del género humano, concede al pueblo cristiano prepararse con generosa entrega y fe viva a celebrar las próximas fiestas de la Pascua. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
La ira del Señor desterró a su pueblo; su misericordia lo liberó.
Del segundo libro de las Crónicas: 36, 14-16, 19-23
En aquellos días, todos los sumos sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, practicando todas las abominables costumbres de los paganos, y mancharon la casa del Señor, que él se había consagrado en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, los exhortó continuamente por medio de sus mensajeros, porque sentía compasión de su pueblo y quería preservar su santuario. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus advertencias y se mofaron de sus profetas, hasta que la ira del Señor contra su pueblo llegó a tal grado, que ya no hubo remedio.
Envió entonces contra ellos al rey de los caldeos. Incendiaron la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén, pegaron fuego a todos los palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. A los que escaparon de la espada, los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos, hasta que el reino pasó al dominio de los persas, para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del profeta Jeremías: Hasta que el país haya pagado sus sábados perdidos, descansará de la desolación, hasta que se cumplan setenta años.
En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de las palabras que habló el Señor por boca de Jeremías, el Señor inspiró a Ciro, rey de los persas, el cual mandó proclamar de palabra y por escrito en todo su reino, lo siguiente: ‘‘Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha mandado que le edifique una casa en Jerusalén de Judá. En consecuencia, todo aquel que pertenezca a este pueblo, que parta hacia allá, y que su Dios lo acompañe”. Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 136, 1-2. 4-5. 6.
R/. Tu recuerdo, Señor, es mi alegría.
Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos a llorar de nostalgia; de los sauces que estaban en la orilla colgamos nuestras arpas. R/.
Aquellos que cautivos nos tenían pidieron que cantáramos. Decían los opresores: “Algún cantar de Sión, alegres, cántennos”. R/.
Pero, ¿cómo podríamos cantar un himno al Señor en tierra extraña? ¡Que la mano derecha se me seque, si de ti, Jerusalén, yo me olvidara! R/.
¡Que se me pegue al paladar la lengua, Jerusalén, si no te recordara, o si, fuera de ti, alguna otra alegría yo buscara! R/.
SEGUNDA LECTURA
Muertos por los pecados, ustedes han sido salvados por la gracia.
De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 2, 4-10
Hermanos: La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y él nos dio la vida con Cristo y en Cristo. Por pura generosidad suya, hemos sido salvados. Con Cristo y en Cristo nos ha resucitado y con él nos ha reservado un sitio en el cielo. Así, en todos los tiempos, Dios muestra, por medio de Jesús, la incomparable riqueza de su gracia y de su bondad para con nosotros.
En efecto, ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es un don de Dios. Tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir, porque somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos. Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 3, 16
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. R/.
EVANGELIO
Dios envió a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por él.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 3, 14-21
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.
La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran.
En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Te presentamos, Señor, llenos de alegría, estas ofrendas para el sacrificio y pedimos tu ayuda para celebrarlo con fe sincera y ofrecerlo dignamente por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 121, 3-4
Jerusalén ha sido edificada como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Señor Dios, luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestros corazones con el resplandor de tu gracia, para que podamos siempre pensar lo que es digno y grato a tus ojos y amarte con sincero corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO
Protege, Señor, a quienes te invocan, ayuda a los débiles y reaviva siempre con tu luz a quienes caminan en medio de las tinieblas de la muerte; concédeles que, liberados por tu bondad de todos los males, alcancen los bienes supremos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.com)
Deportación a Babilonia y regreso (2 Cr 36, 14-16.19-23)
1ª lectura
Se acaba de relatar el reinado de los últimos reyes de Judá de forma casi telegráfica. Únicamente se ha reseñado el comportamiento impío de cada monarca y, como castigo, su deportación. Además, a la escalada de impiedad corresponde una trágica progresión en el castigo: Joacaz fue deportado a Egipto él solo, sin repercusión en las posesiones ni en los habitantes del pueblo (v. 4); Yoyaquim y Yoyaquín obraron mal y fueron llevados a Babilonia junto con muchos objetos del Templo, pero sin daños en otras personas (vv. 7 y 10); y finalmente, Sedecías, que arrastró a los dirigentes al mal, decidió no volver al Señor y profanó el Templo del Señor (v. 14), atrajo el más severo castigo: la muerte de los mejores, la destrucción del Templo y la demolición de Jerusalén, y la deportación de los supervivientes (vv. 17-20).
De este modo, el destierro no es interpretado como un castigo infligido al pueblo entero por las infidelidades cometidas a lo largo de su historia, sino únicamente como castigo a Sedecías y a sus contemporáneos por sus propios pecados. La nueva generación que vuelva del destierro no heredará las consecuencias de esos delitos, sino que comenzará de nuevo, contando con la protección divina.
La mención de Jeremías (v. 21; cfr Jr 25,11-12; 29,10) indica que su libro era ya reconocido en tiempos del Cronista como profético y sagrado; y, por otra parte, subraya que el destierro fue un acontecimiento previsto por Dios que guardó la tierra en «sábado prolongado», es decir, descanso total, hasta la vuelta de los que constituían el verdadero Israel.
El final del libro de Crónicas (vv. 22-23) es idéntico al comienzo del de Esdras (Esd 1,1-3) y probablemente se repitió cuando los libros de Crónicas fueron definitivamente separados de los de Esdras y Nehemías. En todo caso refuerza la enseñanza, contenida en los versículos anteriores, de que el destierro no es el fin, sino que todo ha de continuar igual que antes de ir a Babilonia puesto que volverán «los que pertenezcan al pueblo» y seguirá en pie la clave de la fe: que el Señor está con ellos, con todos los que, al redactarse este libro, pertenecían al pueblo.
Dios es rico en misericordia (Ef 2, 4-10)
2ª lectura
A pesar de la situación de pecado en que se encontraban tanto gentiles como judíos (vv. 1-3), el poder misericordioso de Dios ha actuado en ambos (vv. 4-5), dándonos vida en Cristo (vv. 6-7). La iniciativa ha procedido de Dios, que es «rico en misericordia» (v. 4): «En esto consiste la riqueza de misericordia, en darla a los que no la piden. Y tal es el amor de Dios para con nosotros que, puesto que nos hizo, no quiere que perezcamos, pues ama su obra» (Ambrosiaster, Ad Ephesios, ad loc.).
En la Carta a los Romanos, San Pablo había enseñado, frente a los judíos que buscaban la salvación en las obras prescritas por la Ley de Moisés, que la justificación es un don gratuito de Dios. Ahora, en un contexto distinto, ante cristianos procedentes de un mundo helénico, donde se extendían grupos que buscaban la salvación mediante una iniciación al conocimiento de los misterios, la Carta a los Efesios proclama de nuevo que la salvación no procede del hombre, sino que es un don que Dios otorga gratuitamente mediante la fe en Jesucristo. Se afirma con fuerza la gratuidad de la salvación «para evitar que a escondidas se cuele este pensamiento —dice San Jerónimo—: “Si no nos salvan nuestras propias obras, lo cierto es que al menos nuestra fe nos salva, por lo que también nos salva un medio nuestro”. Por eso añadió y dijo que tampoco la fe proviene de nuestra voluntad, sino que es un don de Dios; no porque se le quite al hombre el libre albedrío (...), sino porque indudablemente el mismo libre albedrío tiene a Dios por autor, y todo debe atribuirse a un favor suyo, incluso cuando Él mismo nos permite querer el bien» (Commentarii in Ephesios 1,2,8-9).
Jesús, exaltado en la cruz, es causa de salvación (Jn 3, 14-21)
Evangelio
Jesús explica a Nicodemo que para entenderle hace falta fe (vv. 9-15). Compara su futura crucifixión con la serpiente de bronce, que, por orden de Dios, alzó Moisés en un mástil como remedio para curar a quienes durante el éxodo fueron mordidos por las serpientes venenosas (Nm 21,8-9). Así también Jesús, exaltado en la cruz, es salvación para todos los que le miren con fe y causa de juicio para quienes no creen en Él. «Las palabras de Cristo son al mismo tiempo palabras de juicio y de gracia, de muerte y de vida. Porque solamente dando muerte a lo viejo podemos acceder a la nueva vida (...). Nadie se libera del pecado por sí mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo; nadie se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos necesitan a Cristo, modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 8).
Las palabras finales (vv. 16-21) sintetizan cómo la muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por nosotros los hombres. Tanto para los inmediatos destinatarios del evangelio, como para el lector actual, esas palabras constituyen una llamada apremiante a corresponder al amor de Dios: que «nos acordemos del amor con que [el Señor] nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios (...): que amor saca amor (...). Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar» (Sta. Teresa de Jesús, Vida 22,14).
Las palabras «tanto amó Dios al mundo...» (v. 16) las comenta San Juan Pablo II diciendo que «nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas manifiestan también la esencia misma de la soterología cristiana, es decir, de la teología de la salvación. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al “mundo” para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra “da” (“dio”) indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso “da” a su Hijo. Éste es el amor hacia el hombre, el amor por el “mundo”: el amor salvífico» (Salvifici doloris, n. 11).
La entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor: Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo Unigénito (Jn 3,16), si nos espera —¡cada día!— como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32), ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 251).
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
“Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve”
Pues no envió Dios su Hijo al mundo para que condene al mundo, sino para que el mundo sea salvado por El (Jn III, 17).
Muchos de los que son más desidiosos, abusando de la divina clemencia, para multiplicar sus pecados y acrecentar su pereza, se expresan de este modo: No existe el infierno; no hay castigo alguno; Dios perdona todos los pecados. Cierto sabio les cierra la boca diciendo: No digas: Su compasión es grande. El me perdonará la multitud de mis pecados. Porque en El hay misericordia, pero también hay cólera y en los pecadores desahoga su furor. Y también: Tan grande como su misericordia es su severidad.
Dirás que en dónde está su bondad si es que recibiremos el castigo según la magnitud de nuestros pecados. Que recibiremos lo que merezcan nuestras obras, oye cómo lo testifican el profeta y Pablo. Dice el profeta: Tú darás a cada uno conforme a sus obras; y Pablo: El cual retribuirá a cada uno según sus obras. Ahora bien, que la clemencia de Dios sea grande se ve aun por aquí: que dividió la duración de nuestra vida en dos partes; una de pelea y otra de coronas. ¿Cómo se demuestra esa clemencia? En que tras de haber nosotros cometido infinitos pecados y no haber cesado de manchar con crímenes nuestras almas desde la juventud hasta la ancianidad, no nos ha castigado, sino que mediante el baño de regeneración nos concede el perdón; y más aún, nos da la justicia de la santificación.
Instarás: mas si alguno participó en los misterios desde su primera edad, pero luego cayó en innumerables pecados ¿qué? Ese tal queda constituido reo de mayores castigos. Porque no sufrimos iguales penas por iguales pecados, sino que serán mucho más graves si después de haber sido iniciados nos arrojamos a pecar. Así lo indica Pablo con estas palabras: Quien violó la ley de Moisés, irremisiblemente es condenado a muerte, bajo la deposición de dos o tres testigos. Pues ¿de cuánto mayor castigo juzgáis que será merecedor el que pisoteó al Hijo de Dios y profanó deliberadamente la sangre de la alianza con que fue santificado y ultrajó al Espíritu de la gracia?
Para este tal Cristo abrió las puertas de la penitencia y le dio muchos medios de lavar sus culpas, si él quiere. Quiero yo que ponderes cuán firme argumento de la divina clemencia es el perdonar gratuitamente; y que tras de semejante favor no castigue Dios al pecador con la pena que merecía, sino que le dé tiempo de hacer penitencia. Por tal motivo Cristo dijo a Nicodemo: No envió Dios su Hijo al mundo para que condene al mundo, sino para que el mundo sea salvado por El. Porque hay dos venidas de Cristo: una que ya se verificó; otra que luego tendrá lugar. Pero no son ambas por el mismo motivo. La primera fue no para condenar nuestros crímenes, sino para perdonarlos; la segunda no será para perdonarlos sino para juzgarlos.
Por lo cual de la primera dice: Yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. De la segunda dice: Cuando venga el Hijo del Hombre en la gloria de su Padre, separará las ovejas a la derecha y los cabritos a la izquierda. E irán unos a la vida, otras al eterno suplicio. Sin embargo, también la primera venida era para juicio, según lo que pedía la justicia. ¿Por qué? Porque ya antes de esa venida existía la ley natural y existieron los profetas y también la ley escrita y la enseñanza y mil promesas y milagros y castigos y otras muchas cosas que podían llevar a la enmienda. Ahora bien: de todo eso era necesario exigir cuentas. Pero como Él es bondadoso, no vino a juzgar sino a perdonar. Si hubiera entrado en examen y juicio, todos los hombres habrían perecido, pues dice: Todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios. ¿Adviertes la suma clemencia?
El que cree en el Hijo no es condenado. Mas quien no cree, queda ya condenado. Dirás: pero, si no vino para condenar al mundo ¿cómo es eso de que el que no cree ya queda condenado? Porque aún no ha llegado el tiempo del juicio. Lo dice o bien porque la incredulidad misma sin arrepentimiento ya es un castigo, puesto que estar fuera de la luz es ya de por sí una no pequeña pena; o bien como una predicción de lo futuro. Así como el homicida, aun cuando aún no sea condenado por la sentencia del juez, está ya condenado por la naturaleza misma de su crimen, así sucede con el incrédulo.
Adán desde el día en que comió del árbol quedó muerto; porque así estaba sentenciado: En el día en que comiereis del árbol, moriréis. Y, sin embargo, aún estaba vivo. ¿Cómo es pues que ya estaba muerto? Por la sentencia dada y por la naturaleza misma de su pecado. Quien se hace reo de castigo, aunque aún no esté castigado en la realidad, ya está bajo el castigo a causa de la sentencia dada. Y para que nadie, al oír: No he venido a condenar al mundo, piense que puede ya pecar impunemente y se torne más desidioso, quita Cristo ese motivo de pereza añadiendo: Ya está juzgado. Puesto que aún no había llegado el juicio futuro, mueve a temor poniendo por delante el castigo. Y esto es cosa de gran bondad: que no sólo entregue su Hijo, sino que además difiera el tiempo del castigo, para que pecadores e incrédulos puedan lavar sus culpas.
Quien cree en el Hijo no es condenado. Dice el que cree, no el que anda vanamente inquiriendo; el que cree, no el que mucho escruta. Pero ¿si su vida está manchada y no son buenas sus obras? Pablo dice que tales hombres no se cuentan entre los verdaderamente creyentes y fieles: Hacen profesión de conocer a Dios, mas reniegan de El con sus obras. Por lo demás, lo que aquí declara Cristo es que no se les condena por eso, sino que serán más gravemente castigados por sus culpas; y que la causa de su infidelidad consistió en que pensaban que no serían castigados.
¿Adviertes cómo habiendo comenzado con cosas terribles, termina con otras tales? Porque al principio dijo: El que no renaciere de agua y Espíritu, no entrará en el reino de Dios; y aquí dice: El que no cree en el Hijo ya está condenado. Es decir: no pienses que la tardanza sirve de algo al que es reo de pecados, a no ser que se arrepienta y enmiende. Porque el que no crea en nada difiere de quienes están ya condenados y son castigados. La condenación está en esto: vino la Luz al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la Luz. Es decir que se les castiga porque no quisieron abandonar las tinieblas y correr hacia la Luz. Con estas palabras quita toda excusa. Como si les dijera: Si yo hubiera venido a exigir cuentas e imponer castigos, podrían responder que precisamente por eso me huían. Pero no vine sino para sacarlos de las tinieblas y acercarlos a la luz. Entonces ¿quién será el que se compadezca de quien rehúsa salir de las tinieblas y venir a la luz? Dice: Siendo así que no se me puede reprochar, sino al revés, pues los he colmado de beneficios, sin embargo se apartan de mí.
Por tal motivo en otra parte dice, acusándolos: Me odiaron de valde; y también: Si no hubiera venido y no les hubiera hablado no tendrían pecado. Quien falto de luz permanece sentado en las tinieblas, quizá alcance perdón; pero quien, a pesar de haber llegado la luz, permanece sentado en las tinieblas, da pruebas de una voluntad perversa y contumaz. Y luego, como lo dicho parecía increíble a muchos —puesto que no parece haber quien prefiera las tinieblas a la luz—, pone el motivo de hallarse ellos en esa disposición. ¿Cuál es? Dice: Porque sus obras eran perversas. Y todo el que obra perversamente odia la luz y no se llega a la luz para que no le echen en rostro sus obras.
Ciertamente no vino Cristo a condenar ni a pedir cuentas, sino a dar el perdón de los pecados y a donarnos la salvación mediante la fe. Entonces ¿por qué se le apartaron? Si Cristo se hubiera sentado en un tribunal para juzgar, habrían tenido alguna excusa razonable; pues quien tiene conciencia de crímenes suele huir del juez; en cambio suelen correr los pecadores hacia aquel que reparte perdones. De modo que, habiendo venido Cristo a perdonar, lo razonable era que quienes tenían conciencia de infinitos pecados, fueran los que principalmente corrieran hacia Él, como en efecto muchos lo hicieron: Pecadores y publicanos se le acercaron y comían con Él.
Entonces ¿qué sentido tiene el dicho de Cristo? Se refiere a los que totalmente se obstinaron en permanecer en su perversidad. Vino El para perdonar los pecados anteriores y asegurarlos contra los futuros. Mas como hay algunos en tal manera muelles y disolutos y flojos para soportar los trabajos de la virtud, que se empeñan en perseverar en sus pecados hasta el último aliento y jamás apartarse de ellos, parece ser que a éstos es a quienes fustiga y acomete. Como el cristianismo exige juntamente tener la verdadera doctrina y llevar una vida virtuosa, temen, dice Jesús, venir a Mí porque no quieren llevar una vida correcta.
A quien vive en el error de los gentiles, nadie lo reprenderá por sus obras, puesto que venera a semejantes dioses y celebra festivales tan vergonzosos y ridículos como lo son los dioses mismos; de modo que demuestra obras dignas de sus creencias. Pero quienes veneran a Dios, si viven con semejante desidia, todos los acusan y reprenden: ¡tan admirable es la verdad aun para los enemigos de ella! Advierte, en consecuencia, la exactitud con que Jesús se expresa. Pues no dice: el que obra mal no viene a la luz; sino el que persevera en el mal; es decir, el que quiere perpetuamente enlodarse y revolcarse en el cieno del pecado, ese tal rehúsa sujetarse a mi ley. Por lo mismo se coloca fuera de ella y sin freno se da a la fornicación y practica todo cuanto está prohibido. Pues si se acerca, le sucede lo que al ladrón, que inmediatamente queda al descubierto. Por tal motivo rehúye mi imperio.
A muchos gentiles hemos oído decir que no pueden acercarse a nuestra fe porque no pueden abstenerse de la fornicación, la embriaguez y los demás vicios. Entonces ¿qué?, dirás. ¿Acaso no hay cristianos que no viven bien y gentiles que viven virtuosamente? Sé muy bien que hay cristianos que cometen crímenes; pero que haya gentiles que vivan virtuosamente, no me es tan conocido. Pero no me traigas acá a los que son naturalmente modestos y decentes, porque eso no es virtud. Tráeme a quienes andan agitados de fuertes pasiones y sin embargo viven virtuosamente. ¡No lo lograrás!
Si la promesa del reino, si la conminación de la gehenna y otros motivos parecidos apenas logran contener al hombre en el ejercicio de la virtud, con mucha mayor dificultad podrán ejercitarla los que en nada de eso creen. Si algunos simulan la virtud, lo hacen por vanagloria; y en cuanto puedan quedar ocultos ya no se abstendrán de sus deseos perversos y sus pasiones. Pero, en fin, para no parecer rijosos, concedamos que hay entre los gentiles algunos que viven virtuosamente. Esto en nada se opone a nuestros asertos. Porque han de entenderse de lo que ordinariamente acontece y no de lo que rara vez sucede. Mira cómo Cristo, también por este camino, les quita toda excusa. Porque afirma que la Luz ha venido al mundo. Como si dijera: ¿acaso la buscaron? ¿Acaso trabajaron para conseguirla? La Luz vino a ellos, pero ellos ni aun así corrieron hacia ella.
Pero como pueden oponernos que también haya cristianos que viven mal, les contestaremos que no tratamos aquí de los que ya nacieron cristianos y recibieron de sus padres la auténtica piedad; aun cuando luego quizá por su vida depravada hayan perdido la fe. Yo no creo que aquí se trate de éstos, sino de los gentiles y judíos que debían haberse convertido a la fe verdadera. Porque declara Cristo que ninguno de los que viven en el error quiere acercarse a la fe, si no es que primeramente se imponga un método de vida correcto; y que nadie permanecerá en la incredulidad, si primero no se ha determinado a permanecer en la perversidad. Ni me alegues que, a pesar de todo, ese tal es casto y no roba, porque la virtud no consiste en solas esas cosas. ¿Qué utilidad saca ése de practicar tales cosas, pero en cambio anda ambicionando la vanagloria y por dar gusto a sus amigos permanece en el error? Es necesario vivir virtuosamente. El esclavo de la vanagloria no peca menos que el fornicario. Más aún: comete pecados más numerosos y mucho más graves. ¡Muéstrame entre los gentiles alguno libre de todos los pecados y vicios! ¡No lo lograrás!
Los más esclarecidos de entre ellos; los que despreciaron las riquezas y los placeres del vientre, según se cuenta fueron los que especialísimamente se esclavizaron a la vanagloria: esa que es causa de todos los males. Así también los judíos perseveraron en su maldad. Por lo cual reprendiéndolos les decía Jesús: ¿Cómo podéis creer vosotros que captáis la gloria unos de otros?¿Por qué a Natanael, al cual anunciaba la verdad, no le habló en esta forma ni usó con él de largos discursos? Porque Natanael no se le había acercado movido de semejante anhelo de gloria vana. Por su parte Nicodemo pensaba que debía acercarse e investigar; y el tiempo que otros gastan en el descanso él lo ocupó en escuchar la enseñanza del Maestro. Natanael se acercó a Jesús por persuasiones de otro. Sin embargo, tampoco prescindió en absoluto de hablarle así, pues le dijo: Veréis los Cielos abiertos y a los ángeles de Dios subir y bajar al servicio del Hijo del hombre. A Nicodemo no le dijo eso, sino que le habló de la Encarnación y de la vida eterna, tratando con cada uno según la disposición de ellos.
A Natanael, puesto que conocía los profetas y no era desidioso, le bastaba con oír aquello. Pero a Nicodemo, que aún se encontraba atado por cierto temor, no le revela al punto todas las cosas, sino que va despertando su mente a fin de que excluya un temor mediante otro temor; diciéndole que quien no creyere será condenado y que el no creer proviene de las malas pasiones. Y pues tenía Nicodemo en mucho la gloria de los hombres y la estimaba más que el ser castigado —pues dice Juan: Muchos de los principales creyeron en El, pero por temor a los judíos no se atrevían a confesarlo—, lo estrecha por este lado y le declara no ser posible que quien no cree en El no crea por otro motivo sino porque lleva una vida impura. Y más adelante dijo: Yo soy la luz. Pero aquí solamente dice: La Luz vino al mundo. Así procedía: al principio hablaba más oscuramente; después lo hacía con mayor claridad. Sin embargo, Nicodemo se encontraba atado a causa de la fama entre la multitud y por tal motivo no se manejaba con la libertad que convenía.
Huyamos, pues, de la gloria vana, que es el más vehemente de todos los vicios. De él nacen la avaricia, el apego al dinero, los odios y las guerras y las querellas. Quien mucho ambiciona ya no puede tener descanso. No ama las demás cosas en sí mismas, sino por el amor a la propia gloria. Yo pregunto: ¿por qué muchos despliegan ese fausto en escuadrones de eunucos y greyes de esclavos? No es por otro motivo sino para tener muchos testigos de su importuna magnificencia. De modo que, si este vicio quitamos, juntamente con esa cabeza acabaremos también con sus miembros, miembros de la iniquidad; y ya nada nos impedirá que habitemos en la tierra como si fuera en el Cielo.
Porque ese vicio no impele a quienes cautiva únicamente a la perversidad, sino que fraudulentamente se mezcla también en la virtud; y cuando no puede derribarnos de la virtud, acarrea dentro de la virtud misma un daño gravísimo, pues obliga a sufrir los trabajos y al mismo tiempo priva del fruto de ellos. Quien anda tras de la vanagloria, ya sea que ejercite el ayuno o la oración o la limosna, pierde toda la recompensa. Y ¿qué habrá más mísero que semejante pérdida? Es decir, esa pérdida que consiste en destrozarse en vano a sí mismo, tornarse ridículo y no obtener recompensa alguna, y perder la vida eterna.
Porque quien ambas glorias ansía no puede conseguirlas. Pero sí podemos conseguirlas si no anhelamos ambas, sino únicamente la celestial. Quien ama a entrambas, no es posible que consiga entrambas. En consecuencia, si queremos alcanzar gloria, huyamos de la gloria humana y anhelemos la que viene de solo Dios: así conseguiréis ambas glorias. Ojalá gocemos de ésta, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea al Padre la gloria, juntamente con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. —Amén.
(Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía XXVIII (XXVII), Tradición S.A. México 1981 (t. 1), pp. 228-235)
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FRANCISCO – Ángelus 2015, 2018 y 2021
Ángelus 2015
Dios perdona todo y Dios perdona siempre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos vuelve a proponer las palabras que Jesús dirigió a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3, 16). Al escuchar estas palabras, dirijamos la mirada de nuestro corazón a Jesús Crucificado y sintamos dentro de nosotros que Dio nos ama, nos ama de verdad, y nos ama en gran medida. Esta es la expresión más sencilla que resume todo el Evangelio, toda la fe, toda la teología: Dios nos ama con amor gratuito y sin medida.
Así nos ama Dios y este amor Dios lo demuestra ante todo en la creación, como proclama la liturgia, en la Plegaria eucarística IV: «A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado». En el origen del mundo está sólo el amor libre y gratuito del Padre. San Ireneo un santo de los primeros siglos escribe: «Dios no creó a Adán porque tenía necesidad del hombre, sino para tener a alguien a quien donar sus beneficios» (Adversus haereses, IV, 14, 1). Es así, el amor de Dios es así.
Continúa así la Plegaria eucarística IV: «Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos». Vino con su misericordia. Como en la creación, también en las etapas sucesivas de la historia de la salvación destaca la gratuidad del amor de Dios: el Señor elige a su pueblo no porque se lo merezca, sino porque es el más pequeño entre todos los pueblos, como dice Él. Y cuando llega «la plenitud de los tiempos», a pesar de que los hombres en más de una ocasión quebrantaron la alianza, Dios, en lugar de abandonarlos, estrechó con ellos un vínculo nuevo, en la sangre de Jesús —el vínculo de la nueva y eterna alianza—, un vínculo que jamás nada lo podrá romper.
San Pablo nos recuerda: «Dios, rico en misericordia, —nunca olvidarlo, es rico en misericordia— por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo» (Ef 2, 4-5). La Cruz de Cristo es la prueba suprema de la misericordia y del amor de Dios por nosotros: Jesús nos amó «hasta el extremo» (Jn 13, 1), es decir, no sólo hasta el último instante de su vida terrena, sino hasta el límite extremo del amor. Si en la creación el Padre nos dio la prueba de su inmenso amor dándonos la vida, en la pasión y en la muerte de su Hijo nos dio la prueba de las pruebas: vino a sufrir y morir por nosotros. Así de grande es la misericordia de Dios: Él nos ama, nos perdona; Dios perdona todo y Dios perdona siempre.
Que María, que es Madre de misericordia, nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios; nos sea cercana en los momentos de dificultad y nos done los sentimientos de su Hijo, para que nuestro itinerario cuaresmal sea experiencia de perdón, acogida y caridad.
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Ángelus 2018
Dios es mayor que nuestras debilidades, infidelidades y pecados
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este cuarto domingo de Cuaresma llamado domingo laetare, o sea “alégrate”, la antífona de entrada de la liturgia eucarística nos invita a la alegría: “Alégrate Jerusalén, alegraos y regocijaos los que estáis tristes”. Así comienza la misa. ¿Cuál es el motivo de esta alegría? Es el gran amor de Dios por la humanidad, como nos lo indica el Evangelio de hoy: “Porque tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para que todo el que crea en él, no perezca, sino que tenga vida eterna”. (Jn 3, 16). Estas palabras, pronunciadas por Jesús durante su diálogo con Nicodemo, sintetizan un tema que es el centro del anuncio cristiano: incluso cuando la situación parece desesperada, Dios interviene, ofreciendo al hombre la salvación y la alegría.
Dios en efecto, no se quedará apartado, sino más bien entra en la historia de la humanidad para animarla con su gracia y salvarla.
Estamos llamados a escuchar este anuncio, rechazando la tentación de estar seguros de nosotros mismos, de querer prescindir de Dios, de reclamar la libertad absoluta de Él y su Palabra. Cuando encontramos el coraje de reconocernos tal como somos, nos damos cuenta que estamos llamados a lidiar con nuestra fragilidad y nuestros límites y es necesario tener mucho coraje.
Entonces puede pasar que nos agobie la angustia, la ansiedad por el mañana, el miedo a la enfermedad y a la muerte. Esto explica por qué muchas personas, en busca de una salida, a veces toman atajos peligrosos como el túnel de las drogas o de supersticiones o de rituales ruinosos de magia. Es bueno conocer los propios límites, las propias fragilidades, no para desesperar, sino para ofrecerlas al Señor; Él nos ayuda en el camino de la curación y nos lleva de la mano, nunca nos deja solos y por esto nos alegramos hoy, porque Dios está con nosotros.
Tenemos la verdadera y gran esperanza en Dios Padre rico en misericordia, que nos ha dado a su Hijo para salvarnos, y esa es nuestra alegría. También tenemos muchas tristezas, pero cuando somos verdaderos cristianos, existe esta esperanza que es una pequeña alegría que crece y te da seguridad. No debemos desanimarnos cuando vemos nuestros límites, nuestros pecados, nuestras debilidades: Dios está allí, próximo, cercano, Jesús está en la cruz para curarnos. Es el amor de Dios. Mira el crucifijo y di: «Dios me ama». Es cierto, que existen estos límites, estas debilidades, estos pecados, pero Él es mayor que los límites, que las debilidades y los pecados. No olvidéis esto: Dios es mayor que nuestras debilidades, que nuestras infidelidades, que nuestros pecados. Y tomemos al Señor de la mano, miremos al Crucifijo y avancemos.
Que María Madre de la Misericordia nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios. Que ella esté cerca de nosotros en los momentos en los cuales nos sentimos solos, cuando estamos tentados de capitular ante las dificultades de la vida. Que ella nos comunique los sentimientos de su Hijo Jesús, para que nuestro camino de cuaresma se convierta en una experiencia de perdón, de acogida y de caridad.
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Ángelus 2021
Alegrarnos del perdón de Dios
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este cuarto domingo de Cuaresma la liturgia eucarística comienza con esta invitación: «Alégrate, Jerusalén...». (cf. Is 66,10). ¿Cuál es el motivo de esta alegría? En plena Cuaresma, ¿cuál es el motivo de esta alegría? Nos lo dice el evangelio de hoy: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Este mensaje gozoso es el núcleo de la fe cristiana: el amor de Dios llega a la cumbre en el don del Hijo a una humanidad débil y pecadora. Nos ha entregado a su Hijo, a nosotros, a todos nosotros.
Es lo que se desprende del diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo, una parte del cual está descrita en la misma página evangélica (cf. Jn 3,14-21). Nicodemo, como todo miembro del pueblo de Israel, esperaba al Mesías, y lo identificaba con un hombre fuerte que juzgaría al mundo con poder. Jesús pone en crisis esta expectativa presentándose bajo tres aspectos: el del Hijo del hombre exaltado en la cruz; el del Hijo de Dios enviado al mundo para la salvación; y el de la luz que distingue a los que siguen la verdad de los que siguen la mentira. Veamos estos tres aspectos: Hijo del hombre, Hijo de Dios y luz.
Jesús se presenta en primer lugar como el Hijo del Hombre (vv. 14-15). El texto alude al relato de la serpiente de bronce (cf. Nm 21,4-9), que, por voluntad de Dios, fue levantada por Moisés en el desierto cuando el pueblo fue atacado por serpientes venenosas; el que había sido mordido y miraba la serpiente de bronce se curaba. Del mismo modo, Jesús fue levantado en la cruz y los que creen en Él son curados del pecado y viven.
El segundo aspecto es el del Hijo de Dios (vv. 16-18). Dios Padre ama a los hombres hasta el punto de “dar” a su Hijo: lo dio en la Encarnación y lo dio al entregarlo a la muerte. La finalidad del don de Dios es la vida eterna de los hombres: en efecto, Dios envía a su Hijo al mundo no para condenarlo, sino para que el mundo se salve por medio de Jesús. La misión de Jesús es misión de salvación, de salvación para todos.
El tercer nombre que Jesús se atribuye es “luz” (vv. 19-21). El Evangelio dice: «Vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (v. 19). La venida de Jesús al mundo determina una elección: quien elige las tinieblas va al encuentro de un juicio de condenación, quien elige la luz tendrá un juicio de salvación. El juicio es siempre la consecuencia de la libre elección de cada uno: quien practica el mal busca las tinieblas, el mal siempre se esconde, se cubre. Quien hace la verdad, es decir, practica el bien, llega a la luz, ilumina los caminos de la vida. Quien camina en la luz, quien se acerca a la luz, no puede por menos que hacer buenas obras. La luz nos lleva a hacer buenas obras. Es lo que estamos llamados a hacer con mayor empeño durante la Cuaresma: acoger la luz en nuestra conciencia, para abrir nuestros corazones al amor infinito de Dios, a su misericordia llena de ternura y bondad. No olvidéis que Dios perdona siempre, siempre, si nosotros con humildad pedimos el perdón. Basta con pedir perdón y Él perdona. Así encontraremos el gozo verdadero y podremos alegrarnos del perdón de Dios que regenera y da vida.
Que María Santísima nos ayude a no tener miedo de dejarnos “poner en crisis” por Jesús. Es una crisis saludable, para nuestra curación; para que nuestra alegría sea plena.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2012
Acercarse a la Confesión fortalecer nuestro camino de conversión
¡Queridos hermanos y hermanas!
En nuestro camino hacia la Pascua, hemos llegado al cuarto domingo de Cuaresma. Es un camino con Jesús a través del “desierto”, es decir, un período para escuchar más la voz de Dios y también para desenmascarar a las tentaciones que hablan dentro de nosotros. En el horizonte del desierto se vislumbra la Cruz. Jesús sabe que esa es la culminación de su misión: en efecto, la cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos da la salvación. Él mismo lo dice en el Evangelio de hoy: “Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna” (Jn. 3,14-15). La referencia es al episodio en el que, durante el éxodo de Egipto, los judíos fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron; entonces Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un asta: si alguno era mordido por las serpientes, mirando la serpiente de bronce, era sanado (cf. Nm. 21,4-9).
Incluso Jesús será levantado sobre la cruz, para que todo el que se encuentre en peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose con fe a Él, que murió por nosotros, sea salvado. “Porque Dios −escribe san Juan−, no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn. 3,17).
San Agustín comenta: “El médico, por lo que le concierne, viene a curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones del médico, se arruina a sí mismo. El Salvador vino al mundo... Si tú no quieres ser salvado por él, te juzgarás por ti mismo” (Sul Vangelo di Giovanni, 12, 12: PL 35, 1190). Así pues, si infinito es el amor misericordioso de Dios, que ha llegado al punto de dar a su Hijo único como rescate de nuestra vida, grande es también nuestra responsabilidad: cada uno, por tanto, debe reconocer que está enfermo para poder ser sanado; cada uno debe confesar su propio pecado, para que el perdón de Dios, ya dado en la Cruz, pueda tener efecto en su corazón y en su vida. San Agustín escribe: “Dios condena tus pecados; y si tú los condenas, te unes a Dios... Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces comienzan tus buenas obras, porque condenas tus malas obras. Las buenas obras comienzan con el reconocimiento de las malas obras” (ibid., 13: PL 35, 1191).
A veces, el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado a sus pecados. Sin embargo, sólo abriéndose a la luz, y sólo confesando con franqueza las propias culpas a Dios, es que se encuentra la verdadera paz y la verdadera alegría. Es importante, entonces, acercarse al sacramento de la penitencia con regularidad, especialmente en la Cuaresma, para recibir el perdón del Señor y fortalecer nuestro camino de conversión.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de san José. Agradezco sinceramente a todos aquellos que me recordarán en la oración, en el día de mi onomástico. En particular, les pido que oren por el viaje apostólico a México y Cuba, que haré a partir del próximo viernes. Confiémoslo a la intercesión de la bienaventurada Virgen María, tan amada y venerada en estos dos países que visitaré.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
72. El IV domingo de Cuaresma está irradiado de luz, una luz evidenciada en este domingo «Laetare» por las vestiduras litúrgicas de tonalidad más clara y por las flores que adornan la iglesia. La relación entre el Misterio Pascual, el Bautismo y la luz, viene acogida sintéticamente por un versículo de la segunda lectura: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz». Esta relación resuena y encuentra una elaboración posterior en el prefacio: «Que se hizo hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el Bautismo, transformándolos en hijos adoptivos del Padre». Esta iluminación, inaugurada con el Bautismo, viene fortalecida cada vez que recibimos la Eucaristía, momento enfatizado por las palabras del ciego referidas en la antífona de comunión: «El Señor me puso barro en los ojos, me lavé y veo, y he empezado a creer en Dios».
DEL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Cristo, el Salvador
389. La doctrina del pecado original es, por así decirlo, “el reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.
457. El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5):
Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdida la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, or. catech. 15).
458. El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dio s al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
“Fuera de la Iglesia no hay salvación”
846. ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo:
El santo Sínodo... basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella (LG 14).
1019. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió libremente la muerte por nosotros en una sumisión total y libre a la voluntad de Dios, su Padre. Por su muerte venció a la muerte, abriendo así a todos los hombres la posibilidad de la salvación.
1507. El Señor resucitado renueva este envío (“En mi nombre...impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”; Mc 16,17-18) y lo confirma con los signos que la Iglesia realiza invocando su nombre (cf. Hch 9,34; 14,3). Estos signos manifiestan de una manera especial que Jesús es verdaderamente “Dios que salva” (cf Mt 1,21; Hch 4,12).
Cristo es el Señor de la vida eterna
679. Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “todo juicio al Hijo” (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).
Dios quiere dar a los hombres la vida eterna
55. Esta revelación no fue interrumpida por el pecado de nuestros primeros padres. Dios, en efecto, “después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras” (DV 3).
Cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte...Reiteraste, además, tu alianza a los hombres (MR, Plegaria eucarística IV, 118).
El exilio de Israel presagio de la Pasión
710. El olvido de la Ley y la infidelidad a la Alianza llevan a la muerte: el Exilio, aparente fracaso de las Promesas, es en realidad fidelidad misteriosa del Dios Salvador y comienzo de una restauración prometida, pero según el Espíritu. Era necesario que el Pueblo de Dios sufriese esta purificación (cf. Lc 24, 26); el Exilio lleva ya la sombra de la Cruz en el Designio de Dios, y el Resto de pobres que vuelven del Exilio es una de las figuras más transparentes de la Iglesia.
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
¡Así ha amado Dios al mundo!
En el Evangelio de este Domingo encontramos, en absoluto, una de las frases más bellas y consoladoras de la Biblia:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que tengan que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna».
Este tema del amor de Dios para con nosotros se vuelve a repetir en la segunda lectura:
«Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que os amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo».
Aprovechemos, por lo tanto, esta ocasión para reflexionar algo sobre este tema, que constituye el núcleo de toda la Biblia. «No importa –ha escrito el filósofo Kierkegaard– saber si Dios existe; Importa saber si hay amor». Y la Escritura nos asegura precisamente esto: Dios es amor. Si toda la Biblia, como un libro escrito, mudo, se transformase, por algún milagro, en un libro que habla, en palabra pronunciada, se levantaría de ella un grito más fuerte que el mismo rumor del mar: «¡Dios os ama!».
Para hablarnos de su amor, Dios se ha servido de las experiencias de amor, que vive el hombre en el ámbito natural. Dante dice que en Dios existe, encuadernado en un único volumen, «lo que se desencuaderna por el mundo». Todos los amores humanos –conyugal, paterno, materno, de amistad– son páginas de un cuaderno o son rescoldo de un incendio, que tiene en Dios su fuente y su plenitud.
De este modo, la Biblia llega a ser indirectamente una escuela de amor. En efecto, si el amor humano sirve como símbolo al amor de Dios, el amor de Dios sirve como modelo al amor humano. Mirando cómo ama Dios, aprendemos cómo debiera amar una madre, cómo debiera amar un padre; cómo debieran amarse entre sí los esposos, los amigos. Han sido escritos tratados y poemas titulados El arte de amar (Ars amandi); pero, la Escritura divina es la única capaz de enseñamos verdaderamente este arte, si por amor entendemos algo más que el solo amor erótico.
Vayamos, pues, a la escuela del amor de la Biblia. Ante todo, Dios en la Biblia nos habla de su amor a través de la imagen del amor paterno. En el profeta aseas, por ejemplo, se compara a un padre, que enseña a su hijo a caminar, que lo acerca a su rostro y se inclina para darle de comer (cfr. aseas 11, 1-4). El amor paterno está pensado como estímulo, como empuje. El padre quiere hacer crecer al hijo, empujándole a dar lo mejor de sí. Por esto, difícilmente un padre alabará en su presencia al hijo incondicionalmente. Tiene miedo de que lo considere ya conseguido y no se esfuerce más. Un rasgo del amor paterno es igualmente la corrección. «El Señor corrige a quien ama, como un padre al hijo predilecto» (Proverbios 3, 12). Pero, un verdadero padre no se pasa todo el tiempo corrigiendo y haciendo observaciones al hijo. Terminaría por desanimarle. Es del mismo modo quien le da libertad y seguridad al hijo, que le hace sentirse protegido en la vida. He aquí por qué Dios se presenta al hombre, a través de toda la revelación, como su «roca y su baluarte», «su fortaleza cercana siempre en las angustias».
Otras veces, Dios nos habla con la imagen del amor materno. Dice:
«¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Isaías 49, 15).
El amor de una madre está hecho para proteger, para la compasión y la ternura; es un amor «visceral». Parte de las fibras más profundas de su ser, allí donde su criatura se ha formado, e invade a toda la persona, haciéndola «estremecerse de compasión». Cualquier cosa, por cuanto terrible, que haya hecho un hijo, se cambia; la primera reacción de la madre es siempre la de abrirle los brazos y acogerle. Las madres son siempre un poco cómplices de los hijos y frecuentemente deben defenderles e interceder por ellos ante el padre.
Esto es lo que Dios siente por nosotros. «Mi corazón –dice– se conmueve dentro de mí, mi interior se estremece de compasión» (Oseas 11,8). Y todavía más: «Como una madre consuela a su hijo, así yo te consolaré» (Isaías 66,13). Se habla siempre de la potencia de Dios, de su fuerza; pero, la Biblia nos habla también de la debilidad de Dios, de una impotencia suya. Es la «debilidad» materna. Él debía castigar y destruir a su pueblo, que es infiel, pero no puede; sus vísceras maternales se lo impiden; él «se conmueve y cede a la compasión» (cfr. Jeremías 31,20).
El hombre conoce por experiencia otro tipo de amor, el amor esponsal, del que se dice que es «fuerte como la muerte» y cuyos bríos «son ardores de fuego» (cfr. Cantar de los Cantares 8,6). Y también a este tipo de amor Dios ha hecho recurso para convencernos de su apasionado amor para con nosotros. Todos los términos típicos del amor entre hombre y mujer, comprendido el término «seducción», se encuentran usados en la Biblia para describir el amor de Dios para con el hombre.
El amor esponsal es fundamentalmente un amor de deseo y de elección. No se elige al propio padre o a la propia madre; pero, cada uno escoge (o al menos debiera poder ser libre para escoger) al Propio esposo o a la propia esposa. Un rasgo típico de este amor es la celosía; y en efecto la Escritura afirma frecuentemente que nuestro Dios «es un Dios celoso». En los esposos terrenos la celosía es índice de debilidad y de inseguridad. El hombre celoso o la mujer celosa teme por sí mismo o por sí misma; tiene miedo de que otra persona más fuerte o más hermosa pueda robarle el corazón de la persona amada. Dios teme; pero, por el hombre, no por sí mismo. Sabe que el hombre fácilmente se arroja a los brazos de los ídolos, de los falsos amores, que son su ruina.
Jesús viniendo a este mundo ha llevado a cumplimiento todas estas formas de amor, paterno, materno, esponsal (¡cuántas veces se ha comparado a un esposo!); pero, ha añadido otra forma: el amor de amistad. Decía a sus discípulos:
«Ya no os llamo siervos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Juan 15, 15).
¿Qué es la amistad? Aquí me dirijo sobre todo a los jóvenes, para los que la amistad es una cosa importante, y frecuentemente también problemática. Los antiguos decían: «La amistad es como tener un alma sola en dos cuerpos». Puede constituir un vínculo más fuerte que la misma parentela. El parentesco consiste en tener la misma sangre; la amistad en tener los mismos gustos, ideales, intereses. Ésta nace de la confianza, esto es, del hecho de que yo le confío a otro lo que hay de más íntimo y personal en mis pensamientos y experiencias. ¿Queréis descubrir cuáles son vuestros verdaderos amigos y hacer una graduación entre ellos? Intentad recordar cuáles son las experiencias más secretas de vuestra vida, positivas y negativas; observad a quién se las habéis confiado: aquéllos son vuestros verdaderos amigos. Y si hay una cosa en vuestra vida, tan íntima, que la habéis revelado a una persona sola, aquélla es vuestro mayor amigo o amiga; ¡intentad no perderlo o no perderla!
Ahora, Jesús explica que nos llama amigos, porque todo lo que él sabía del Padre suyo celestial nos lo ha dado a conocer, nos lo ha confiado. ¡Nos ha participado los secretos de familia de la Trinidad! Por ejemplo, del hecho de que Dios privilegie a los pequeños y a los pobres, que nos ama como un padre, que nos tiene preparado un lugar. Jesús da a la palabra «amigos» su sentido más pleno.
El amor de Dios es un océano sin orillas y sin fondo. Lo que hemos dicho hasta aquí no es más que una gota. Pero, nos basta. ¿Qué debemos hacer después de haber recordado este amor? Una cosa sencillísima: creer en el amor de Dios, acogerlo; repetir conmovidos con san Juan:
«Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Juan 4,16).
Debemos, sobre todo en esto, imitar a los niños. Ellos no tienen miedo de dejarse amar; cuanto más amor se les da a ellos, más amor se toman, como si fuese la cosa más natural del mundo. Se chapotean dentro felices, como hacen, a veces, cuando su madre les baña en el agua. Jesús ha dicho que es necesario acoger el reino de Dios igual como hacen los niños (cfr. Marcos 10,15). ¿Y qué es el «reino de Dios» sino su amor?
He dicho que, si el amor humano sirve de símbolo al amor de Dios, el amor de Dios sirve de modelo al amor humano. En otras palabras, de Dios aprendemos cómo también nosotros debemos amar. Me limito a señalar dos puntos, en los que deberemos imitar a Dios. Primero, Dios no ha tenido miedo de pecar de debilidad, repitiéndole frecuentemente en la Biblia al hombre: «Yate amo», «tú eres precioso a mis ojos». ¿Por qué hay padres y (menos) madres que no lo dicen nunca a sus hijos? ¿Maridos que no lo dicen nunca a sus mujeres? Muchos jóvenes sufren durante toda la vida por no haber oído dirigírseles nunca, claras y lisas, palabras como estas de quien más las esperaban.
El otro punto tiene algo que ver con la libertad: educar a los hijos en la libertad. Una madre objetaba: «Pero, ¿qué libertad: la de ofender a Dios? ¿Los ejemplos tristísimos en torno a nosotros no nos dicen bastante qué produce la excesiva libertad concedida hoy en día a los jóvenes? Los hijos tienen derecho a tener en nosotros, los padres, ante todo, a maestros de la vida». El ejemplo de Dios nos puede ayudar también a esclarecer esta duda. Aun amándonos tanto Dios, lo hemos visto, nos deja libres; es más, expresa la cualidad «paterna» de su amor, precisamente dándonos libertad. Y no se puede dudar de que Dios sea igualmente un buen educador.
No se trata simplemente de dar libertad a los hijos, sino de educarles en la libertad. Dar libertad puede llegar a ser permisivismo y entonces se tendría efectivamente razón para permanecer perplejos. Educar en la libertad puede ser, por el contrario, precisamente el modo mejor para reaccionar contra el permisivismo. Significa, en efecto, ayudar a los muchachos a no tener pesadillas sobre las modas, la publicidad, de lo que hacen los demás; a no tener miedo de ser distintos, de ir, según el caso, también contra corriente. A tener en suma la valentía de las propias convicciones y decisiones. Muchas cosas erradas, los jóvenes las hacen porque no son bastante libres, no porque lo son demasiado. Están convencidos que el servicio más bello que se pueda hacer a los jóvenes hoy, por parte de los padres y de los educadores, es precisamente esto: ayudarles a llegar a ser interiormente libres. Libres en este sentido no se nace, sino que se llega a ser.
Que nuestras reflexiones no nos hagan olvidar la afirmación más importante que hemos escuchado hoy: «Dios ha amado tanto al mundo hasta entregar a su propio Hijo unigénito».
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
La cruz lleva a la salvación y a la vida
El Hijo del hombre ha sido elevado en medio de los hombres, cuando ha sido levantado en la cruz, para derramar sobre el mundo su misericordia, y que todo el que crea en Él se salve. Esa es la voluntad del Padre.
Todo hombre que abrace la fe católica debe creer esto, y acudir a la celebración de la santa Misa, para participar, por Cristo, con Él y en Él, en su único, eterno y salvífico sacrificio, que constantemente se renueva en cada consagración, en la que Cristo se entrega a la humanidad en Cuerpo y en Sangre, en presencia viva, bajo las especies del vino y el pan, para alimentar a todos los hijos de Dios, y reciban la gracia para que alcancen, por su cruz, la salvación.
Por tanto, la cruz es motivo de alegría, es signo visible del amor de Dios por los hombres, de su compasión y de su misericordia, porque los hombres vivían encadenados al pecado, por lo que ya estaban condenados por sus propias obras.
Entonces envió a su propio Hijo a liberarlos, conservando su promesa de libertad, para que, por su propia voluntad, elijan vivir en la luz que los lleva a la salvación, a la vida, y no permanecer cautivos en las tinieblas, que los lleva a la perdición y a la muerte.
Alégrate tú y cree en Jesucristo, el Hijo del único Dios verdadero por el que se vive. Acepta su salvación, acudiendo a los sacramentos. Mira la cruz, contempla la cruz, y agradece a Jesús que ha dado su vida por ti para perdonarte, para salvarte, para conducirte de las tinieblas a su admirable luz, y darte la vida eterna de su resurrección.
Cree en la intercesión de los ángeles y de los santos, y en el auxilio y la protección de la Madre de Dios, que te acoge bajo su manto celestial, y te libra de los peligros, mientras caminas peregrinante en medio del mundo, y tomado de su mano te guía hacia el Paraíso, para que vivas en la alegría de la vida eterna por Cristo, con Cristo, en Cristo.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
El verdadero amor
¡Qué bien ponen de manifiesto estas palabras del Señor lo que sucede, por desgracia, tantas veces entre nosotros! Con frecuencia nos cuesta demasiado reconocer nuestros errores y pecados. En el fondo nos sabemos egoístas, cómodos, orgullosos…, pero no estamos dispuestos a admitirlo. Evitamos que los demás noten nuestra maldad, y nos cuesta, asimismo, sentirnos pecadores ante nuestra conciencia. Es la soberbia, ese querer sentirnos a toda costa perfectos –aun a costa de la verdad–, lo que nos induce al engaño. Tenemos tanto apego a nosotros mismos, a vernos en la plenitud de las virtudes, a sentirnos perfectos, que consentimos en juzgarnos injustamente, sin la veracidad que reclama toda justicia. Entornamos –y a veces casi cerramos– los ojos de nuestra razón para no contemplar nuestra cruda y desagradable verdad.
Nuestra conducta ordinariamente es manifiesta para muchos. Somos espectáculo del mundo y no sólo de nosotros mismos, de nuestra conciencia. Es continua la tentación de buscar el aplauso ajeno y podría hacerse habitual caer en ella aun a costa de disimular, también habitualmente, nuestra realidad. Este engaño llegaría a ser entonces una norma de conducta. Lo es, de hecho, en esas personas que no saben sufrir una humillación; que, en el fondo, son esclavas de un pretendido prestigio que consideren imprescindible. Sin paz, por la permanente tensión al aparentar, se agotan por quedar bien.
Jesucristo retrata a la perfección esa actitud tan humana, tan tristemente humana: los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Muchas veces eludimos ser claros: no estamos dispuestos a vernos imperfectos y menos aún querremos que nos contemplen así, que sepan que pudiendo hacer el bien no quisimos, que fuimos culpables, que no tenemos derecho alguno a ser admirados, antes al contrario, que merecemos un justo castigo.
El verdadero problema, derivado de la inclinación al mal –consecuencia del pecado original–, es ese simultáneo apego que tan bien manifestaba san Pablo: no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si yo hago lo que no quiero, no soy yo quien lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Así pues, al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro... Es admirable la humildad y franqueza del Apóstol: con sencillez, reconoce el conflicto que nota en su interior entre el bien y el mal. Solo, se siente incapaz de superarlo y se acoge a la misericordia de Dios.
Por una parte, en efecto, queremos apasionadamente vernos pletóricos de perfección; simultáneamente, por otra, con frecuencia nos dejamos arrastrar voluntariamente por el mal. Y el único modo de salvar, sin Dios, la evidente contradicción es tan injusto como aparente: cegar la propia inteligencia, pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen, como había advertido el propio Jesús.
Jesucristo vino al mundo para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna…, para que el mundo se salve por Él. Así nos manifestó Dios su amor. Es Dios mismo que se entrega por nosotros, que se nos entrega para que podamos compartir con Él su vida. Nos enseña así a amar, no buscando ante todo la propia plenitud sino, por el contrario, el bien pleno del amado: muchas veces el bien de los demás y, siempre, el amor a Dios.
A diario y de continuo tenemos ocasiones de procurar lo mejor para otros. Sólo así podremos decir de verdad que los queremos. Pero ese amor, únicamente será una realidad, si de hecho ponemos lo mejor de nosotros –la inteligencia, el corazón, todo nuestro empeño y nuestra libertad– a su favor; si también podemos decir, con verdad, que, como Jesús, nos entregamos amando, si estamos dispuestos a todo al amar.
San Josemaría ejemplificaba gráficamente este cariño que espera Dios de cada uno –hacia Él, hacia los demás por Él–, para que no trivialicemos el amor confundiéndolo con un mero “cierto interés…”:
Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer?
—¿No? —Entonces no quieres.
Desde Nazaret al Calvario, pasando por Belén y por cada instante de su vida –toda ella de amorosa esclava del Señor–, María puso de su parte cuanto pudo por servir. No nos imaginamos a la Madre de Dios un poco menos entregada o menos heroica de lo conveniente, porque el suyo era un amor de verdad.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
¡Dios nos ama!
Hoy es el domingo de Laetare, es decir, de la alegría. Por eso, en el salmo responsorial repetimos juntos esas dulces palabras: “El recuerdo de ti, Señor, es nuestra alegría”.
¿Cómo hará la liturgia para inculcarnos hoy la alegría? ¿Es posible, además, inculcar la alegría? La liturgia escogió el camino justo: nos ha puesto delante simplemente el motivo de nuestra alegría: ¡Dios nos ama!
Segunda lectura: Dios, rico en misericordia, nos amó con un amor grande, y por esto, de muertos que estábamos, nos ha hecho revivir en Cristo.
El evangelio: Dios amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo unigénito.
Nosotros queremos tomar hoy esta ocasión única que se nos ofrece de meditar sobre el amor de Dios, que es el alma de toda la Biblia, a costa de dejar en la sombra otros temas presentes en la palabra de Dios (que, empero, entran en el tema escogido por nosotros). ¡Dios nos ama! Es la frase más simple que se pueda imaginar –un sujeto, un objeto, un verbo– y contiene el pensamiento más vasto que el hombre pueda concebir: ¡Dios y el hombre, y entre ellos, amor!
El amor de Dios es una realidad única, indivisible, como lo es Dios mismo. Sin embargo, éste se nos ha revelado concretamente en una sucesión de gestos e intervenciones que se llama “historia de la salvación”. Podemos, por tanto, reconstruir el desarrollo del amor de Dios por nosotros.
La primera etapa nos traslada a antes del tiempo y de la historia, a la eternidad misma de Dios y suena así: Dios es amor (1 Jn. 4,8). Lo es en sí mismo, anteriormente al conocimiento que de ello pueda tener el hombre. Aparentemente en esta fase nosotros estamos ausentes: Dios no tiene para amar más que a sí mismo. Sabemos que Dios, si bien siendo único, no es solitario, ni siquiera en esta fase que precede a la creación. Tiene junto a sí al Hijo, su imagen perfecta que ama y por quien es a su vez amado con un amor tan fuerte que constituye una tercera persona: el Espíritu Santo. Hay por tanto ya amor en Dios, pero un amor increado, trinitaria, inaccesible.
Y, sin embargo, nosotros no estábamos ni ausentes ni éramos desconocidos a Dios ni siquiera entonces: Él nos escogió antes de la creación del mundo (Ef. 1,4). Estábamos ya contenidos y contemplados en su amor, como creaturas todavía escondidas en el seno y en el pensamiento de quien las ha engendrado y espera que salgan a luz.
Segunda etapa: la creación. La creación es la revelación de este amor escondido, el primer acto fundamental del amor de Dios hacia las criaturas. El que las pone en el ser y las hace existir. Podemos parangonarlo –si bien toda comparación es aquí una miseria– al amor de dos criaturas en el acto por el cual engendran una nueva vida.
La creación es un acto de amor. La liturgia interpretando el pensamiento teológico de todo el cristianismo, canta en la Plegaria Eucarística IV de la misa: “Has dado origen al universo para difundir tu amor sobre todas las criaturas y alegrarlas con los esplendores de tu gloria”. Dios crea para difundir su amor, porque el amor es difusivo de sí mismo. Tiene necesidad de difundirse, de manifestarse. No bastaba a Dios amarse a sí mismo; quería amar y ser amado por alguien que estuviera fuera de él y hacia quien el amor revistiera un carácter nuevo: el de ser libre y gratuito (lo que no pudo ser el amor trinitario). Si se escruta, religiosamente, cuál es la realidad última del hombre, dónde él encuentra su consistencia, se descubre que ésta es un pensamiento de amor de Dios exteriorizado y revestido de carne.
Este amor de Dios encuentra en los profetas sus poetas insuperables. Dios dio a algunos hombres (como Isaías, Jeremías, Oseas), un corazón descomunal, lleno de recursos, sensible a cada tonalidad de amor, para que revelasen a los hombres algo de su insondable amor. Los profetas han hecho lo mejor. Han recurrido a las imágenes más fuertes que conocían: el amor de un padre y de una madre por sus propios hijos (cfr. Is. 1,2;49, 15-16). ¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré! (Os. 11,4): Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra su mejilla; el amor de un novio por su novia y de un hombre por su mujer. (Is. 62,5 ssq). Como un joven desposa una virgen, así te desposará el que te reconstruye; y como la esposa es la alegría de su esposo, así serás tú la alegría de tu Dios (cfr. también Jer. 2,2; 31,21 ssq; Ez. 16,8 ssq; Os. 2,21).
Es un amor eterno, indefectible (Jer. 31,3: Te amé con un amor eterno), pero sabe asumir también tonalidades tempestuosas, como todo verdadero amor que es amenazado. Es un amor que hace “conmover las entrañas” a Dios, frente a la desgracia que el hombre se causó por sí solo (cfr. Jer. 31,20). Es un amor celoso que no tolera rivales. De ahí la guerra implacable contra los “dioses extranjeros”, los ídolos y los altares a ellos dedicados: Tu Dios es un Dios celoso (Deut. 4,24).
Éstas son las características conocidas también en el amor humano, aún más, están tomadas de él y aplicadas al amor divino por analogía (ya que Dios no está sujeto, evidentemente, a las pasiones). Sin embargo, hay un aspecto que es exclusivo del amor de Dios: la gratuidad. Todo amor humano, aun el aparentemente más desinteresado de una madre y de un novio, es en realidad egoísta y tiene un aspecto de búsqueda de sí mismo. El hombre, de hecho, se realiza amando, encuentra en el amor su felicidad. Dios amando no se realiza, sino que realiza. Su amor es pura gracia, en una manera inconcebible para nosotros.
La tercera etapa que cumple todas las precedentes: Así Dios amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito. La tercera etapa del amor de Dios se llama, pues, Jesús. Jesús es el amor de Dios hecho carne. Es la manifestación tangible del amor del Padre:
En esto se manifestó el amor de Dios por nosotros: Dios envió a su Hijo unigénito al mundo (1 Jn. 4,9).
Pero Jesús no se contentó con ser sólo la prueba o la objetivación del amor de Dios por los hombres: él nos amó a su vez con un amor divino y humano, porque era Dios y hombre. El amor de Dios en él se ha hecho también subjetivo: Como el Padre me amó a mí, así también yo les he amado a ustedes (Jn. 5,9); Ustedes son amigos míos (Jn. 15,14); El amor de Cristo (por nosotros) sobrepasa todo conocimiento (Ef. 3,19).
En Jesús, el amor de Dios se adecuó a nuestra condición humana que necesita ver, sentir, tocar, dialogar. Así amó Dios: ¡finalmente sabemos cómo ama Dios! El amor de Jesús por los hombres es fuerte, viril, tiernísimo, constante hasta la prueba suprema de la vida. Porque nadie tiene un amor más grande que quien da la vida por la persona amada (cfr. Jn. 15,13). Y él dio la vida. Amor lleno de tacto y de calor humano: ¡Cómo ama a las mujeres, con qué delicadeza se les acerca en la humillación, sin empero, un velo de condescendencia para el mal! Cómo ama a los discípulos; cómo ama a los niños, a los enfermos, los pobres, los intocables de aquel tiempo (el “pueblo de la tierra” como se les llamaba). Amando, cambia, hace crecer, libera (la Samaritana, la Magdalena). Delante de la tumba de Lázaro, dijeron de él: ¡Cómo lo amaba!
La cuarta etapa del amor de Dios (y de la historia de la salvación), la que nos lleva a nuestros días, se llama Espíritu Santo.
El amor de Dios que se manifestó en Jesucristo permanece entre los hombres y vivifica a la Iglesia a través del Espíritu Santo. ¿Qué es propiamente el Espíritu Santo? Es ese amor recíproco entre el Padre y el Hijo que después de la resurrección se difundió sobre los creyentes como el perfume que sale del vaso de alabastro roto y llena la casa: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom. 5,5); Por esto se conoce que permanecemos en él y él en nosotros: él nos donó su Espíritu (1 Jn. 4,13).
Sin el don del Espíritu Santo la gran “prueba de amor” de Dios que fue Jesucristo habría quedado como un recuerdo histórico cada vez más desdibujado por los siglos. El Espíritu Santo hace de aquel amor una realidad actual, de hoy y de siempre. También en esto –más aún, sobre todo en esto– el Espíritu Santo es la memoria viva de Jesús.
No se trata de un amor subjetivo, es decir, de un sentimiento fugaz; es algo soberanamente objetivo y concreto. Es directamente una persona. En el Nuevo Testamento nos es presentado como consolador, el que da la paz, fuerza, aliento, ayuda. Es “Espíritu de amor”. Es también llamado el “nuevo corazón”, el “corazón de carne” porque su presencia no sólo hace amados, sino también capaces de amar (amar de un modo nuevo a Dios y a los hermanos). Él es ahora quien realiza la imposible fidelidad del hombre; con él presente, realmente, el creyente puede observar los mandamientos y puede” corresponder” al amor de Dios, lo que le era imposible antes de Cristo.
Así, ésta es esquemáticamente la revelación del amor de Dios por el hombre, su lento desenvolverse en la historia hasta hoy en la Iglesia. ¿Qué diremos? ¿Qué responderemos? Varias reacciones son posibles: una es la que san Buenaventura expresa así: ¡Amar a Dios que así nos amó! Nosotros dejaremos de lado esta prospectiva. La segunda es la expresada por san Juan: Si Dios nos amó, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1 Jn. 4,11), pero dejemos también esta prospectiva.
Hay algo que viene antes de todo esto y es lo que el mismo Juan nos sugiere: ¡Nosotros hemos creído en el amor que Dios tiene por nosotros! (1 Jn. 4,16). ¡Cosa formidable y entre las más difíciles del mundo! Pocos son los que pueden repetir esta frase con verdad.
El mundo hace siempre más difícil creer en el amor. Demasiadas traiciones, demasiadas desilusiones. Quien ha sido traicionado y herido una vez, teme amar y ser amado porque sabe cuánto mal hace ser engañado. En relación con Dios, hay una terrible objeción que es la existencia del dolor y, en particular, el dolor de los inocentes. Hablamos de esto hace dos domingos. Así que va en aumento la fila de los que no logran creer en el amor de Dios, aún más, en ningún amor. El mundo y la vida entran –o permanecen en una época glacial, porque sin la fe en que Dios nos ama, el hombre aparece, como se ha dicho, como “una pasión inútil” (Sartre). Los científicos recogen la palabra de los filósofos y hablan del mundo como de un “hormiguero que se resquebraja” (Rostand): una nada que se pierde en el frío cósmico. Todo está destinado a entrar de nuevo en el silencio y el hombre no es más que un dibujo creado por la onda en la orilla del mar que la onda siguiente borra.
El cristiano debe romper esta terrible colcha que trata siempre de cubrir la tierra. Es su vocación. Lo puede hacer porque no debe inventar él, con su inteligencia o su fantasía, este amor; éste ha sido “difundido” en su corazón en el Bautismo; debe sólo descubrirlo dentro de sí y en la Iglesia y testimoniarlo al mundo.
Es un momento decisivo en la historia de la salvación éste en que el hombre, mejor aún, una comunidad, movida por el Espíritu Santo, dice como lo hacemos nosotros ahora: “Dios nos ama y nosotros creemos en el amor”.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la Parroquia Romana de Santa Cruz de Jerusalén (25-III-1979)
– Domingo “Laetare”
La liturgia dominical de hoy comienza con la palabra: Laetare: “¡Alégrate!”, es decir con la invitación a la alegría espiritual.
Vengo para adorar en espíritu el misterio de la cruz del Señor. Hacia este misterio nos orienta el coloquio de Cristo con Nicodemo... Jesús tiene ante sí a un escriba, un perito en la Escritura, un miembro del Sanedrín y, al mismo tiempo, un hombre de buena voluntad. Por esto decide encaminarlo al misterio de la cruz. Recuerda, pues, en primer lugar, que Moisés levantó en el desierto la serpiente de bronce durante el camino de cuarenta años de Israel desde Egipto a la Tierra Prometida. Cuando alguno a quien había mordido la serpiente en el desierto, miraba aquel signo, quedaba con vida (cf. Num, 21,4-9). Este signo, que era la serpiente de bronce, preanunciaba otra Elevación: “Es preciso –dice, desde luego, Jesús– que sea levantado el Hijo del Hombre –y aquí habla de la elevación sobre la cruz– para todo el que creyere en Él tenga la vida eterna” (Jn 3,14-15). ¡La cruz: ya no sólo la figura que preanuncia, sino la Realidad misma de la salvación!
– La Cruz salvadora
Y he aquí que Cristo explica hasta el fondo a su interlocutor, estupefacto pero al mismo tiempo pronto a escuchar y a continuar el coloquio, el significado de la cruz:
“Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16).
La cruz es una nueva revelación de Dios. Es la revelación definitiva. En el camino del pensamiento humano, en el camino del conocimiento de Dios, se realiza un vuelco radical. Nicodemo, el hombre noble y honesto, y al mismo tiempo discípulo y conocedor del Antiguo Testamento, debió sentir una sacudida interior. Para todo Israel, Dios era sobre todo Majestad y Justicia interior. Era considerado como Juez que recompensa o castiga. Dios, de quien habla Jesús, es Dios que envía a su propio Hijo no “para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él” (Jn 3,17). Es Dios del amor, el Padre que no retrocede ante el sacrificio del Hijo para salvar al hombre.
– El don de la gracia
San Pablo, con la mirada fija en la misma revelación de Dios, repite hoy por dos veces en la Carta a los Efesios: “De gracia habéis sido salvados” (Ef 2,5). “De gracia habéis sido salvados por la fe” (Ef 2,8). Sin embargo, este Pablo, así como también Nicodemo, hasta su conversión fue hombre de la Ley Antigua. En el camino de Damasco se reveló Cristo y desde ese momento Pablo entendió de Dios lo que proclama hoy: “...Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo –de gracia habéis sido salvados–” (Ef. 2,4-5).
¿Qué es la gracia? “Es un don de Dios”. El don que se explica con su amor. Y el amor que se revela mediante la cruz, es precisamente la gracia. En ella se revela el más profundo rostro de Dios. Él no es sólo el juez. Es Dios de infinita majestad y de extrema justicia. Es Padre, que quiere que el mundo se salve; que entienda el significado de la cruz. Esta es la elocuencia más fuerte del significado de la ley y de la pena. Es la palabra que habla de modo diverso a las conciencias humanas. Es la palabra que obliga de modo diverso a las palabras de la ley y a la amenaza de la pena. Para entender esta palabra es preciso ser un hombre transformado. El de la gracia y de la verdad.
¡La gracia es un don que compromete! ¡El don de Dios vivo, que compromete al hombre para la vida nueva! Y precisamente en esto consiste ese juicio del que habla también Cristo a Nicodemo: la cruz salva y, al mismo tiempo, juzga. Juzga diversamente. Juzga más profundamente. “Porque todo el que obra el mal, aborrece la luz”... –¡Precisamente esta luz estupenda que emana de la cruz!– “Pero el que obra la verdad viene a la luz” (Jn 3,20-21). Viene a la cruz. Se somete a las exigencias de la gracia. Quiere que lo comprometa ese inefable don de Dios. Que forje toda su vida. Este hombre oye en la cruz la voz de Dios, que dirige la palabra a los hijos de esta tierra nuestra, del mismo modo que habló una vez a los desterrados de Israel mediante Ciro, rey de Persia, con la invocación de esperanza.
Es preciso que nosotros reunidos en esta estación cuaresmal de la cruz de Cristo, nos hagamos estas preguntas fundamentales, que fluyen de la cruz hacia nosotros. ¿Qué hemos hecho y que hacemos para conocer mejor a Dios? Este Dios que nos ha revelado Cristo. ¿Quién es Él para nosotros? ¿Qué lugar ocupa en nuestra conciencia, en nuestra vida?
Preguntémonos por este lugar, porque tantos factores y tantas circunstancias quitan a Dios este puesto en nosotros. ¿No ha venido a ser Dios para nosotros ya sólo algo marginal? ¿No está cubierto su nombre en nuestra alma con un montón de otras palabras? ¿No ha sido pisoteado como aquella semilla caída “junto al camino” (Mc 4,4)? ¿No hemos renunciado interiormente a la redención mediante la cruz de Cristo, poniendo en su lugar otros programas puramente temporales, parciales, superficiales?
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Hermanos: Dios rico en misericordia...”. Jesucristo, a quien el Padre envió al mundo es el sacramento de la benevolencia divina con los hombres. Dios es Amor. No se comporta con nosotros cuando le ofendemos como lo hacemos nosotros cuando alguien nos perjudica o nos desprecia. Dios es un Padre que no duda en entregar lo que más quiere: su Único Hijo “para que el mundo se salve por Él” (Evangelio). Si al sentirnos queridos por alguien la alegría esponja nuestro corazón y somos felices, ¿qué pensar si ese alguien es Dios, Bondad y Sabiduría infinita?
Dios mantiene su oferta de vida y de salvación a pesar del historial de pecado que cada criatura humana tiene. Mirar a la Cruz como los israelitas en el desierto miraban la serpiente de bronce, símbolo de Ella, y quedaban curados de la mordedura del mal, es tropezarse con la prueba evidente del perdón de Dios y de su salvación prometida. Así es. Jesús murió en la Cruz por nuestros pecados y éste debe ser un motivo de consuelo cuando la conciencia, al recordarnos las ocasiones en que le hemos ofendido, abra paso a una inquietud mala. “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién los condenará? ¿Cristo Jesús, que murió por ellos, más aún, que resucitó, que está a la derecha de Dios y que incluso intercede por nosotros?” (Rom 8, 34).
La Iglesia invita al cristiano a alegrarse en la Cruz de Cristo porque de ahí brota “nuestra salvación, vida y resurrección” (Antífona Misa Exaltación Sta. Cruz). ¡La Santa Cruz, ahí está el testimonio más elocuente y conmovedor del amor que Dios siente por el hombre! Este amor de Dios, inmenso y loco, que no se detiene ante la muerte, debe despertar en nosotros un afecto grande por Él que esté pronto a cualquier sacrificio personal. El sacrificio que todo amor comporta es la sal de esta vida. ¿No tenemos, a veces, la impresión de que nos quejamos demasiado, de que somos un poco melindres, poco sufridos? Una persona que a los 30 ó 40 años no haya tenido una contrariedad seria, ningún disgusto importante, corre el peligro de ser un eterno adolescente. El dolor madura a las personas, las hace más realistas, más humanas. Hay lugares donde los campesinos pinchan los higos para que estén más dulces.
El cristianismo no inventó la cruz, no la trajo a un mundo hasta entonces feliz, sino que nos enseñó y nos ayuda a llevarla con esperanza. La opción no se plantea entre llevarla o no porque el dolor aparece tarde o temprano en nuestra vida, sino entre llevarla bien o mal. Ciertamente la Cruz a unas personas las encona contra Dios, como en el caso del mal ladrón. A otras, en cambio, les abre las puertas del Paraíso. El sufrimiento es el mismo. El modo de afrontarlo, no.
No busquemos nunca a Cristo sin la Cruz, si no queremos tropezarnos con esas cruces sin Cristo, que no libran del dolor y que carecen del valor redentor que encierran. Así, el olvido de uno mismo para hacer la vida grata a los que conviven con nosotros, el esfuerzo diario para aportar con el trabajo nuestro grano de arena al bien común, las contrariedades e injusticias, el dolor físico o moral inevitables en esta vida, la lucha contra el pecado y el esfuerzo por influir cristianamente en la cultura y el comportamiento de nuestros iguales, lo afrontaremos con alegría, porque “allí donde se representa la muerte de Cristo, no puede reinar el pecado. Es tan grande la fuerza de la Cruz de Cristo que, si se pone ante los ojos..., ningún mal deseo, ninguna pasión ningún movimiento de enfado o envidia podrán prevalecer” (Orígenes, Com. in Rom, 6, 1).
Pidamos a María, que estuvo junto a la Cruz de Jesús, que sepamos estar con reciedumbre cuando se haga presente en nuestra vida, y Jesús no olvidará esta muestra de solidaridad con Él cuando suene para nosotros el día grande de la Resurrección de toda carne.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Somos obra de Dios, liberados por Cristo de las tinieblas, salvados en su Nombre”
2 Cro 36,14-16.19-23: “La ira y la misericordia del Señor se manifestaron en el exilio y la liberación del pueblo”
Sal 136,1-2.3.4.5.6: “Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”
Ef 2,4-10: “Estando muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo”
Jn 3,14-21: “Dios mandó a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él”
El Cronista hace memoria de las infidelidades del pueblo de Dios y del castigo que recibieron de sus enemigos. Se quiere hacer ver que la salvación vendrá de Dios, que el exilio terminará porque Dios será su libertador. El decreto de Ciro será el instrumento del que Dios se servirá para llevar a cabo la liberación. Se muestra la historia como el gran escenario de la acción salvadora de Dios, incluso por medio de quienes no lo conocen.
Jesús, en el encuentro con Nicodemo, busca que éste ahonde y madure en su fe. Le anuncia la Verdad, pero es también un llamamiento, una invitación a ir poco a poco cayendo en la cuenta de cuanto le dice.
Presenta a Nicodemo la necesidad de tomar postura ante la salvación de Dios. El que cree está en la luz y el que no cree está en tinieblas. El símbolo de la “clandestinidad” con la que Nicodemo visita a Jesús, queda destruido por la invitación a que “realice la verdad para acercarse a la luz”. La verdad, además de libres, hace valientes.
La realidad de nuestra cultura, profundamente fragmentada, dificulta al hombre plantearse el problema de la verdad, hasta el punto de dudar de su posibilidad y existencia. En esta situación renuncia a buscar la verdad y, como consecuencia, permanece en las “tinieblas” de la verdad de sí mismo.
– Dios es verdad y amor:
“Dios, «El que es», se reveló a Israel como el que es “rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino. En todas sus obras, Dios muestra su benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su constancia, su fidelidad, su verdad. «Doy gracias a tu nombre por tu amor y tu verdad» (Sal 138,2). Él es la Verdad, porque «Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); Él es «Amor», como lo enseña el apóstol Juan (1Jn 4,8)” (214).
– Dios es amor:
“A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito. E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo y de perdonarle su infidelidad y sus pecados” (218).
– Vivir en la verdad:
“El Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su Palabra es verdad. Su ley es verdad. «Tu verdad, de edad en edad» (Sal 119,90; Lc 1,50). Porque Dios es el «Veraz» (Rm 3,4), los miembros de su Pueblo son llamados a vivir en la verdad” (2465).
– “En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. «Lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Él es la «luz del mundo» (Jn 8,12), la Verdad, el que cree en Él no permanece en las tinieblas” (2466; cf. 2467-2470).
– “¿Dónde, pues, están inscritas estas normas sino en el libro de esa luz que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él, sino que en él pone su impronta a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo” (San Agustín, Trin. 14,15,21) (1955).
Cuando el hombre se acerca a la Verdad de Dios por el camino de Cristo, además de encontrarse con el Verdadero, se encuentra a sí mismo.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
La alegría en la Cruz.
– La alegría es compatible con la mortificación y el dolor. Se le opone la tristeza, no la penitencia.
I. Alégrate, Jerusalén; alegraos con ella todos los que la amáis, gozaos de su alegría..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa: Laetare, Ierusalem....
La alegría es una característica esencial del cristiano, y la Iglesia no deja de recordárnoslo en este tiempo litúrgico para que no olvidemos que debe estar presente en todos los momentos de nuestra vida. Existe una alegría que se pone de relieve en la esperanza del Adviento, otra viva y radiante en el tiempo de Navidad; más tarde, la alegría de estar junto a Cristo resucitado; hoy, ya avanzada la Cuaresma, meditamos la alegría de la Cruz. Es siempre el mismo gozo de estar junto a Cristo: “sólo de Él, cada uno de nosotros puede decir con plena verdad, junto con San Pablo: Me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20). De ahí debe partir vuestra alegría más profunda, de ahí ha de venir también vuestra fuerza y vuestro sostén. Si vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos, experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que rápidamente vuestro pensamiento se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que con su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos nuestros vacíos, perdona todos nuestros pecados y empuja con entusiasmo hacia un camino nuevamente seguro y alegre”.
Este domingo es tradicionalmente conocido con el nombre de Domingo “Laetare”, por la primera palabra de la Antífona de entrada. La severidad de la liturgia cuaresmal se ve interrumpida en este domingo que nos habla de alegría. Hoy está permitido que –si se dispone de ellos– los ornamentos del sacerdote sean color rosa en vez de morados, y que pueda adornarse el altar con flores, cosa que no se hace los demás días de Cuaresma.
La Iglesia quiere recordarnos así que la alegría es perfectamente compatible con la mortificación y el dolor. Lo que se opone a la alegría es la tristeza, no la penitencia. Viviendo con hondura este tiempo litúrgico que lleva hacia la Pasión –y por tanto hacia el dolor–, comprendemos que acercarnos a la Cruz significa también que el momento de nuestra Redención se acerca, está cada vez más próximo, y por eso la Iglesia y cada uno de sus hijos se llenan de alegría: Laetare, alégrate, Jerusalén, y alegraos con ella todos los que la amáis.
La mortificación que estaremos viviendo estos días no debe ensombrecer nuestra alegría interior, sino todo lo contrario: debe hacerla crecer, porque nuestra Redención se acerca, el derroche de amor por los hombres que es la Pasión se aproxima, el gozo de la Pascua es inminente. Por eso queremos estar muy unidos al Señor, para que también en nuestra vida se repita, una vez más, el mismo proceso: llegar, por su Pasión y su Cruz, a la gloria y a la alegría de su Resurrección.
– La alegría tiene un origen espiritual, surge de un corazón que ama y se siente amado por Dios.
II. Alegraos siempre en el Señor, otra vez os digo: alegraos. Con una alegría que es equivalente a felicidad, a gozo interior, y que lógicamente también se manifiesta en el exterior de la persona.
“Como es sabido, existen diversos grados de esta “felicidad”. Su expresión más noble es la alegría o “felicidad” en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra la satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado (...). Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espiritual cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable”. Y continúa diciendo Pablo VI: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el “confort”, la higiene, la seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos”.
El cristiano entiende perfectamente estas ideas expresadas por el Romano Pontífice. Y sabe que la alegría surge de un corazón que se siente amado por Dios y que a su vez ama con locura al Señor. Un corazón que se esfuerza además para que ese amor a Dios se traduzca en obras, porque sabe –con el refrán castellano– que “obras son amores y no buenas razones”. Un corazón que está en unión y en paz con Dios, pues, aunque se sabe pecador, acude a la fuente del perdón: Cristo en el sacramento de la Penitencia.
Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes.... Los sufrimientos y las tribulaciones acompañan a todo hombre en la tierra, pero el sufrimiento, por sí solo, no transforma ni purifica; incluso puede ser causa de rebeldía y de desamor. Algunos cristianos se separan del Maestro cuando llegan hasta la Cruz, porque ellos esperan la felicidad puramente humana, libre de dolor y acompañada de bienes naturales.
El Señor nos pide que perdamos el miedo al dolor, a las tribulaciones, y nos unamos a Él, que nos espera en la Cruz. Nuestra alma quedará más purificada, nuestro amor más firme. Entonces comprenderemos que la alegría está muy cerca de la Cruz. Es más, que nunca seremos felices si no nos unimos a Cristo en la Cruz, y que nunca sabremos amar si a la vez no amamos el sacrificio. Esas tribulaciones, que con la sola razón parecen injustas y sin sentido, son necesarias para nuestra santidad personal y para la salvación de muchas almas. En el misterio de la corredención, nuestro dolor, unido a los sufrimientos de Cristo, adquiere un valor incomparable para toda la Iglesia y para la humanidad entera. El Señor nos hacer ver, si acudimos a Él con humildad, que todo –incluso aquello que tiene menos explicación humana– concurre para el bien de los que aman a Dios. El dolor, cuando se le da su sentido, cuando sirve para amar más, produce una íntima paz y una profunda alegría. Por eso, el Señor en muchas ocasiones bendice con la Cruz.
Así hemos de recorrer el camino de la entrega: la Cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una luz en tu alma.
– Dios ama al que da con alegría.
III. El cristiano se da a Dios y a los demás, se mortifica y se exige, soporta las contrariedades... y todo eso lo hace con alegría, porque entiende que esas cosas pierden mucho de su valor si las hace a regañadientes: Dios ama al que da con alegría. No nos tiene que sorprender que la mortificación y la penitencia nos cuesten; lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas con decisión, con la alegría de agradar a Dios, que nos ve. “¿Contento?” –Me dejó pensativo la pregunta.
–No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios. Quien se siente hijo de Dios, es lógico que experimente ese gozo interior.
La experiencia que nos transmiten los santos es unánime en este sentido. Bastaría recordar la confidencia que hace el apóstol San Pablo a los de Corinto: ... estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones. Y conviene recordar que la vida de San Pablo no fue fácil ni cómoda: Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez. Pues bien, con todo lo que acaba de enumerar, San Pablo es veraz cuando nos dice: estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones.
Tenemos cerca la Semana Santa y la Pascua, y por tanto el perdón, la misericordia, la compasión divina, la sobreabundancia de la gracia. Unas jornadas más, y el misterio de nuestra salud quedará consumado. Si alguna vez hemos tenido miedo a la penitencia, a la expiación, llenémonos de valor, pensando en que el tiempo es breve y el premio grande, sin proporción con la pequeñez de nuestro esfuerzo. Sigamos con alegría Jesús, hasta Jerusalén, hasta el Calvario, hasta la Cruz. Además, ¿no es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?
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Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net)
«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»
Hoy, la liturgia nos ofrece un aroma anticipado de la alegría pascual. Los ornamentos del celebrante son rosados. Es el domingo “laetare” que nos invita a una serena alegría. «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis...», canta la antífona de entrada.
Dios quiere que estemos contentos. La psicología más elemental nos dice que una persona que no vive contenta acaba enferma, de cuerpo y de espíritu. Ahora bien, nuestra alegría ha de estar bien fundamentada, ha de ser la expresión de la serenidad de vivir una vida con sentido pleno. De otro modo, la alegría degeneraría en superficialidad y majadería. Santa Teresa distinguía con acierto entre la “santa alegría” y la “loca alegría”. Esta última es sólo exterior, dura poco y deja un regusto amargo.
Vivimos tiempos difíciles para la vida de fe. Pero también son tiempos apasionantes. Experimentamos, en cierta manera, el exilio babilónico que canta el salmo. Sí, también nosotros podemos vivir una experiencia de exilio «llorando la nostalgia de Sión» (Sal 136,1). Las dificultades exteriores y, sobre todo, el pecado, nos pueden llevar cerca de los ríos de Babilonia. A pesar de todo, hay motivos de esperanza, y Dios nos continúa diciendo: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti» (Sal 136,6).
Podemos vivir siempre contentos porque Dios nos ama locamente, tanto que nos «dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Pronto acompañaremos a este Hijo único en su camino de muerte y resurrección. Contemplaremos el amor de Aquel que tanto ama que se ha entregado por nosotros, por ti y por mí. Y nos llenaremos de amor y miraremos a Aquel que han traspasado (Jn 19,37), y crecerá en nosotros una alegría que nadie nos podrá quitar.
La verdadera alegría que ilumina nuestra vida no proviene de nuestro esfuerzo. San Pablo nos lo recuerda: no viene de vosotros, es un don de Dios, somos obra suya (Col 1,11). Dejémonos amar por Dios y amémosle, y la alegría será grande en la próxima Pascua y en la vida. Y no olvidemos dejarnos acariciar y regenerar por Dios con una buena confesión antes de Pascua.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Predicar la verdad revelada
«Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
Eso dicen las Escrituras.
Esa es la misión del Hijo, que, aun siendo enviado, permanece unido al Padre porque son uno, en el Espíritu, en una Santísima Trinidad, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero.
Y esa es tu misión, sacerdote. Porque, así como el Hijo ha sido enviado por el Padre, así el Hijo te envía a ti, sacerdote, a continuar su misión, para que todo el que crea en Él se salve. Y te une a esa Trinidad, configurándote con Él, a través del orden sacerdotal.
Y tú, sacerdote, ¿crees?
¿Qué haces para que crean los demás?
¿Predicas al pueblo de Dios la verdad?
Tu Señor ha sido elevado, su costado ha sido perforado, y su Sagrado Corazón expuesto, que revela al mundo el poder de su infinita misericordia, derramada en su sangre hasta la última gota.
Expón, también tú, sacerdote, tu corazón, y une al pueblo con tu Señor, por los lazos indisolubles del Espíritu, a través de los sacramentos, haciendo discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Predica la Palabra de tu Señor, para que la verdad les sea revelada, y el mundo crea que tu Señor no ha venido al mundo a condenar, sino a salvar.
Y tú, sacerdote, ¿perdonas los pecados?
¿Administras bien la misericordia de tu Señor, o juzgas y retienes la absolución sin un justo discernimiento?
Formación, sacerdote, formación. Es un recurso permanente que te ofrece tu Señor, a través de su Palabra, del Magisterio de la Iglesia y de la Doctrina, de la Teología y de la Filosofía.
Pero es en la oración en donde recibes la verdadera sabiduría, que no requiere de memoria ni de capacidad, sino que es un don del Espíritu Santo, que se practica y se desarrolla en el campo de acción. Y, en sinergia con una buena y constante formación, da credibilidad y confianza, que convence. Y, aunada a la fe, convierte los corazones de piedra, en corazones de carne.
Prepárate, sacerdote, fortalece tu fe y tu entrega, para que el mundo crea y se salve.
Ora, sacerdote, y ofrece sacrificios a tu Señor, partiendo el pan y compartiendo el vino, en memorial de su muerte y su resurrección, porque todo creer viene de la fe y la fe es un don de Dios.
Eleva tus manos al cielo, sacerdote, y pídele a tu Señor fe, para ti, y para el mundo entero. Y enséñales, por esa fe, a caminar con los pies en el suelo, pero con el corazón en el cielo.
Participa, sacerdote, de esa unión trinitaria de Dios, que, siendo Cristo, te hace uno con el Padre en el Espíritu, para que hagas sus obras y aún mayores, consiguiendo para Él que su pueblo crea que Él es el único Hijo de Dios, que ha venido al mundo para liberarlos, para salvarlos, para perdonarlos, para librarlos de la esclavitud del pecado y de la muerte, para darles vida en abundancia.
Sé perfecto, sacerdote, como tu Padre del cielo es perfecto.
Lucha por esa perfección, en la perseverancia de cumplir tu misión.
Permanece unido a tu Señor. Lo que une es el amor.
Cree, sacerdote, en la divinidad trinitaria: tres Personas distintas, un solo Dios verdadero, que santifica, que salva, y que da vida eterna.
(Espada de Dos Filos II, n. 26)
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