Domingo 1 de Cuaresma (Ciclo B)

Escrito el 21/06/2025
Julia María Haces

Domingo I de Cuaresma (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2014, 2015 y 2018 – Homilía en Ecatepec (14.II.16)
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Joan MARQUÉS i Suriñach (Girona) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LA CREACIÓN NUEVA

Gén 9, 8-15; Sal 24; 1 Pe 3, 18-22; Mc 1, 12-15

La historia de Noé nos presenta algo inesperado: en lugar de la destrucción de la tierra por sus pecados, surge una nueva creación. Por ejemplo, la salida del arca recuerda el sexto día de la creación. Como en ese día al inicio del mundo, también aquí los animales de todas las especies, y Noé y sus hijos, reciben el don de la fecundidad y de la multiplicación. Todo habla de la reconstitución de la creación. En el Evangelio, Jesús rehace la historia de Israel pasando por el desierto, como lo hizo el antiguo pueblo, sin ceder, como ellos cedieron, a las tentaciones. Además, proclama la venida de un Reino que necesita una conversión radical. De hecho, a través del Evangelio de Marcos, el Reino de Dios es como un nuevo paradigma que cambia radicalmente los puntos de referencia.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 90, 15-16

Me invocará y yo lo escucharé; lo libraré y lo glorificaré; prolongaré los días de su vida.

ORACIÓN COLECTA

Concédenos, Dios todopoderoso, que por las prácticas anuales de esta celebración cuaresmal, progresemos en el conocimiento del misterio de Cristo, y traduzcamos su efecto en una conducta irreprochable. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Pondré mi arco iris en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra.

Del libro del Génesis: 9, 8-15

En aquellos días, dijo Dios a Noé y a sus hijos: “Ahora establezco una alianza con ustedes y con sus descendientes, con todos los animales que los acompañaron, aves, ganados y fieras, con todos los que salieron del arca, con todo ser viviente sobre la tierra. Ésta es la alianza que establezco con ustedes: No volveré a exterminar la vida con el diluvio ni habrá otro diluvio que destruya la tierra”.

Y añadió: “Ésta es la señal de la alianza perpetua que yo establezco con ustedes y con todo ser viviente que esté con ustedes: pondré mi arco iris en el cielo como señal de mi alianza con la tierra, y cuando yo cubra de nubes la tierra, aparecerá el arco iris y me acordaré de mi alianza con ustedes y con todo ser viviente. No volverán las aguas del diluvio a destruir la vida”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 24, 4bc-5ab. 6-7bc. 8-9.

R/. Descúbrenos, Señor, tus caminos.

Descúbrenos, Señor, tus caminos, guíanos con la verdad de tu doctrina. Tú eres nuestro Dios y salvador y tenemos en ti nuestra esperanza. R/.

Acuérdate, Señor, que son eternos tu amor y tu ternura. Según ese amor y esa ternura, acuérdate de nosotros. R/.

Porque el Señor es recto y bondadoso, indica a los pecadores el sendero, guía por la senda recta a los humildes y descubre a los pobres sus caminos. R/.

SEGUNDA LECTURA

El agua del diluvio es un símbolo del bautismo, que nos salva.

De la primera carta del apóstol san Pedro: 3, 18-22

Hermanos: Cristo murió, una sola vez y para siempre, por los pecados de los hombres; Él, el justo, por nosotros, los injustos, para llevamos a Dios; murió en su cuerpo y resucitó glorificado. En esta ocasión, fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados, que habían sido rebeldes en los tiempos de Noé, cuando la paciencia de Dios aguardaba, mientras se construía el arca, en la que unos pocos, ocho personas, se salvaron flotando sobre el agua. Aquella agua era figura del bautismo, que ahora los salva a ustedes y que no consiste en quitar la inmundicia corporal, sino en el compromiso de vivir con una buena conciencia ante Dios, por la resurrección de Cristo Jesús, Señor nuestro, que subió al cielo y está a la derecha de Dios, a quien están sometidos los ángeles, las potestades y las virtudes. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 4, 4

R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.

No sólo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios. R/.

EVANGELIO

Fue tentado por Satanás y los ángeles le servían.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu impulsó a Jesús a retirarse al desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivió allí entre animales salvajes, y los ángeles le servían.

Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el Evangelio de Dios y decía: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Te pedimos, Señor, que nos hagas dignos de estos dones que vamos a ofrecerte, ya que con ellos celebramos el inicio de este venerable misterio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

Las tentaciones del Señor.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.

Porque él mismo, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, consagró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal y, al rechazar las tentaciones del enemigo, nos enseñó a superar la seducción del pecado, para que, después de celebrar con espíritu renovado el misterio pascual, pasemos finalmente a la Pascua eterna.

Por eso, con los coros de los ángeles y santos, te cantamos el himno de alabanza, diciendo sin cesar: Santo, Santo, Santo ...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 4, 4

No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que viene de Dios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Alimentados, Señor, de este pan celestial que nutre la fe, hace crecer la esperanza y fortalece la caridad, te suplicamos la gracia de aprender a sentir hambre de aquel que es el pan vivo y verdadero, y a vivir de toda palabra que procede de su boca. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO

Derrama sobre tu pueblo, Señor, la abundancia de tu bendición para que su esperanza crezca en la adversidad, su virtud se fortalezca en la tentación, y alcance la redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

El arco iris (Gn 9, 8-15)

1ª lectura

La promesa que Dios había hecho, al mostrar su agrado ante el sacrificio de Noé, de no enviar más un diluvio sobre la tierra (cfr Gn 8, 20-22), la renueva ahora en el marco de una alianza que afecta a toda la creación, y que se ratifica mediante una señal: el arco iris.

Comienza así la historia de las diversas alianzas que Dios libremente va estableciendo con los hombres. Esta primera alianza con Noé se extiende a toda la creación purificada y renovada por el diluvio. Después vendrá la alianza con Abrahán, que afectará sólo a él y a sus descendientes (cfr cap. 17). Finalmente, bajo Moisés, establecerá la alianza del Sinaí (cfr Ex 19), también limitada al pueblo de Israel. Pero como los hombres no fueron capaces de guardar estas sucesivas alianzas, Dios prometió, por boca de los profetas, establecer en los tiempos mesiánicos una nueva alianza: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos mi pueblo» (Jr 31,33). Esta promesa se cumplió en Cristo, como él mismo dijo al instituir el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 20).

De ahí que los padres y escritores eclesiásticos hayan visto en el arco iris el primer anuncio de esta nueva alianza. Así, por ejemplo, Ruperto de Deutz escribe: «En él Dios estableció con los hombres una alianza por medio de su Hijo Jesucristo; muriendo Éste en la cruz, Dios nos reconcilió consigo, lavándonos de nuestros pecados en su sangre, y nos dio por medio de Él el Espíritu Santo de su amor, instituyendo el bautismo de agua y del Espíritu Santo por el que renacemos. Por tanto, aquel arco que aparece en las nu­bes es signo del Hijo de Dios. (...) Es signo de que Dios no volverá a destruir toda carne mediante las aguas del diluvio; el Hijo de Dios mismo, a quien una nube recubrió, y el que está elevado más allá de las nubes, por encima de todos los cielos, es para siempre un signo recordatorio a los ojos de Dios Padre, un memorial eterno de nuestra paz: después de que Él en su carne destruyó la enemistad, está firme la amistad entre Dios y los hombres, que ya no son siervos, sino amigos e hijos de Dios» (Commentarium in Genesim 4, 36).

El arca de Noé figura del bautismo (1 P 3, 18-22)

2ª lectura

En el pasaje es posible que se encuentren elementos de un Credo de la primitiva catequesis cristiana del Bautismo. Se expresa con claridad el núcleo de la fe en Jesucristo, tal como desde el principio la predicaron los Apóstoles y pasó al Símbolo Apostólico: murió, descendió a los infiernos, resucitó y ascendió a los cielos.

El v. 19 recoge la fe de la Iglesia en el descenso de Cristo a los infiernos, manifestación de la universalidad de la salvación: «Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 637). La expresión «espíritus cautivos» ha sido interpretada de diversos modos: estos espíritus pueden simbolizar a las almas de los justos del Antiguo Testamento, retenidos en el seno de Abrahán. Así lo interpretan algunos Padres de la Iglesia. Pero también pueden ser los ángeles caídos que habían sido retenidos en las profundidades tenebrosas. De esta manera se subrayaría la victoria de Cristo sobre el demonio. Las aguas del diluvio son figura de las del Bautismo: como Noé y su familia se salvaron en el Arca a través de las aguas, ahora los hombres se salvan a través del Bautismo, por el que son incorporados a la Iglesia de Cristo (vv. 20-22).

Estuvo en el desierto cuarenta días mientras era tentado por Satanás (Mc 1, 12-15)

Evangelio

San Mateo y San Lucas describen con detalle tres tentaciones de Jesús antes de iniciar la vida pública, y unas tentaciones análogas se recogen también en el Evangelio de San Juan (Jn 6, 15-7,9). Marcos las reseña brevemente y pasa enseguida a narrar la actividad pública para la que Jesús se había preparado en el desierto.

Tentación, en la Sagrada Escritura, tiene el sentido de «prueba», más que el de «sugestión» o «incitación». Con las tentaciones se nos enseña también la verdadera Humanidad de Jesucristo: «No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado» (Hb 4, 15). También por eso la conducta de Cristo es modelo para la nuestra: «Jesús, después de ser bautizado, ayunó en solitario durante cuarenta días. Así nos enseñó con su ejemplo que, una vez recibido el perdón de los pecados mediante el bautismo, con vigilia, ayunos y oraciones, debemos prepararnos para evitar que, mientras somos torpes o menos prontos, vuelva el espíritu inmundo que había sido expulsado de nuestro corazón» (S. Beda, Homiliae 11).

«Y los ángeles le servían» (v. 13). Los ángeles, a lo largo del Antiguo Testamento, forman parte de la corte celestial de Dios y le alaban continuamente (cfr p. ej., Is 6, 1-3; 1 Re 22, 19). La indicación de que «servían» a Jesús expresa la superioridad, el señorío de Jesucristo sobre ellos.

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Jesús en el desierto

Justamente, pues, nuestro Señor Jesús, con su ayuno y su soledad, nos dispone contra los atractivos de los placeres y soporta ser tentado por el diablo para que en El aprendamos nosotros a triunfar. Notemos que el evangelista, no sin razón, nos muestra tres instituciones principales del Señor: pues hay tres cosas provechosas para la salvación del hombre: el sacramento, el desierto y el ayuno: “Nadie es coronado si no lucha conforme a la Ley” (2 Tm 2, 5), y nadie es admitido al combate de la virtud si antes no ha sido lavado de todas las manchas de sus delitos y consagrado por el don de la gracia celeste.

(…) Entonces Jesús fue conducido al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo.

Es conveniente recordar cómo el primer Adán fue expulsado del paraíso al desierto, para que adviertas cómo el segundo Adán viene del desierto al paraíso. Ves también cómo sus daños se reparan siguiendo sus encadenamientos, y cómo los beneficios divinos se renuevan tomando sus propias trazas. Una tierra virgen ha dado a Adán, Cristo ha nacido de la Virgen; aquél fue hecho a imagen de Dios, Este es la Imagen de Dios; aquél fue colocado sobre todos los animales irracionales, Este sobre todos los vivientes; por una mujer la locura, por una virgen la sabiduría; la muerte por un árbol, la vida por la cruz. Uno, despojado de lo espiritual, se ha cubierto con los despojos de un árbol; el Otro, despojado de lo temporal, no ha deseado un vestido corporal. Adán está en el desierto, en el desierto Cristo; pues Él sabía dónde podía encontrar al condenado para disipar su error y conducirlo al paraíso; mas como él no podía volver allá cubierto con los despojos de este mundo, como no podía ser habitante del cielo sin ser despojado de toda mancha, lo despojó del hombre viejo y lo revistió del nuevo (Col 3, 9 ss): porque, como los decretos divinos no pueden ser abrogados, era mejor que cambiase la persona que no la sentencia.

Mas, desde el momento que en el paraíso había perdido el camino emprendido sin guía, ¿cómo sin guía podía volver a él en el desierto? Aquí las tentaciones son numerosas, difíciles los esfuerzos hacia la virtud y fáciles las caídas hacia el error. La virtud es del mismo natural que los árboles; cuando todavía son bajos, en su crecimiento de la tierra hacia el cielo, cuando su edad se ensancha en un frondaje tierno, está expuesto al veneno de un diente cruel y fácilmente puede ser cortado o secado; mas una vez asentado sobre profundas raíces y sus ramos empujados hacia arriba, es ya inútil que la mordedura de las bestias, los brazos de los campesinos o las diversas embestidas de los temporales ataquen al árbol robusto.

¿Qué guía ofrecerá, pues, contra tantos placeres del mundo, contra tantas astucias del diablo, sabiendo que nosotros hemos de luchar en primer lugar “contra la carne y la sangre, luego contra las potestades, contra los príncipes del mundo de estas tinieblas, contra los espíritus malignos que pueblan el aire”? (Ef 6, 11-12). ¿Ofrecer un ángel? Mas también él ha caído; las legiones de ángeles apenas han podido salvar a individuos (2R 6, 17). ¿Enviar un serafín? Mas él ha descendido a la tierra en medio de un pueblo que tenía los labios manchados (Is 6, 6 ss) y no hubo más que un profeta al cual purificó sus labios con el contacto de un carbón encendido. Era necesario buscar otro guía al cual todos siguiésemos. ¿Cuál será este guía tan grande para hacer bien a todos, sino Aquel que está por encima de todos? ¿Quién me establecerá sobre el mundo, sino Aquel que es más grande que el mundo? ¿Quién será este guía tan grande para poder conducir en una misma dirección al hombre y a la mujer, al judío y al griego, al bárbaro y escita, al esclavo y al hombre libre (Col 3, 11), sino Aquel que es todo en todos, Cristo?

Muchos son los lazos por donde caminamos: lazos del cuerpo, lazos de la Ley, lazos tendidos por el diablo en el pináculo de los templos o en las almenas de las murallas, lazos de la filosofía, lazos de los deseos —pues el ojo de la mujer de mala vida es lazo del pecador (cf. Pr 7, 21) —, lazo del dinero, lazo de la religión, lazo del cuidado de la castidad. Pues el alma humana es inclinada por exiguos momentos y con frecuencia la empuja aquí o allí la habilidad del seductor. Ve el diablo a algún hombre religioso que sirve a Dios con veneración, lleno de deseos por lo que es santo e incapaz de hacer mal: y él lo hace caer por su misma religión, induciéndole a no creer que el Hijo de Dios tomó nuestra propia carne, nuestro propio cuerpo, la fragilidad de nuestros propios miembros; siendo así que padeció en su cuerpo, mas la divinidad permaneció exenta de injuria; de este modo su religión lo pone en falta: pues “quien niega que Cristo ha venido en la carne, no es de Dios” (1Jn 4, 3). Ve a un hombre puro, de una castidad intacta: le persuade a condenar el matrimonio, lo cual hace que sea expulsado de la Iglesia, y así el cuidado de la castidad lo separa de este cuerpo casto. Otro ha oído decir que hay “un solo Dios del cual viene todo” (1Co 8, 6): le adora y le venera; le tienta el diablo y le cierra los oídos para que no entienda que hay “un solo Señor por el cual son todas las cosas” (ibíd.); de este modo, por una piedad excesiva, le impele a ser impío, separando el Padre del Hijo y, al mismo tiempo, confundiendo el Padre y el Hijo, creyendo que hay entre los dos unidad de persona y no de poder. Así, mientras ignora la medida de la fe, incurre en la desgracia del error

¿Cómo, pues, evitar estos lazos, a fin de poder decir también nosotros “Escapó nuestra alma como una avecilla al lazo del cazador; se rompió el lazo y fuimos liberados”? (Sal 123, 7). No dice: “Yo he roto el lazo” —David no se atreve a hablar así—, sino “nuestra ayuda está en el nombre del Señor” (ibíd., 8), a fin de mostrar que el lazo sería roto, a fin de profetizar la venida en esta vida de Aquel que rompería el lazo tendido por las insidias del diablo.

Mas el mejor medio de romper el lazo era presentar un cebo cualquiera al diablo, de forma que, apresurándose sobre su presa, quedase él cogido en sus propios lazos, y así yo pueda decir: “Prepararon lazos para mis pies, y ellos cayeron en ellos” (Sal 56, 7). ¿Qué cebo pudo ser éste, sino un cuerpo? Convino, pues, usar con el diablo este artificio, que el Señor tomase un cuerpo, y un cuerpo corruptible, un cuerpo enfermo, para ser crucificado gracias a esa debilidad. Pues, si hubiera tomado un cuerpo espiritual, no habría podido decir: “El espíritu está animoso, pero la carne es flaca” (Mt 26, 41). Escucha, pues, ambas voces, la de la carne flaca y la del espíritu animoso: “Padre, si es posible, que se aleje de mí este cáliz”: es la voz de la carne; “pero no lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Mt 26, 39): he aquí la entrega y el vigor del espíritu. ¿Por qué desprecias la condescendencia del Señor? Por condescendencia ha tomado mi cuerpo, por condescendencia ha tomado mis miserias, mis flaquezas; la naturaleza de Dios no podía ciertamente sentirlas, puesto que la misma naturaleza humana ha aprendido a despreciarlas, o a soportarlas y sufrirlas.

Por lo mismo, sigamos a Cristo, según lo que está escrito: “Marcharás en pos del Señor tu Dios y a Él te adherirás” (Dt 13, 4). ¿A quién me adheriré sino a Cristo?, pues, como dice San Pablo: “Quien se adhiere al Señor tiene un solo espíritu con El” (1Co 6, 17). Sigamos sus pasos y podremos volver del desierto al paraíso.

Ved por qué caminos hemos de volver. Cristo está ahora en el desierto, obra en el hombre, lo instruye, lo forma, lo ejercita, le unge con el óleo espiritual; al verlo más robusto, lo hizo pasar a través de las sementeras y lugares fértiles, cuando los judíos se quejaban de que sus discípulos desgranasen el sábado las espigas cogidas de los trigales (Mt 12, 1 ss) —pues ya había colocado a sus apóstoles en el campo cultivado y en el trabajo fructuoso—; después lo estableció en el jardín en el tiempo de la pasión; pues así está escrito: “Dicho esto, salió Jesús, junto con sus discípulos, a la otra parte del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró y con El sus discípulos” (Jn 18, 1). Pues el jardín es mejor que el campo fértil, como lo enseña el profeta en el Cantar de los Cantares: “Eres jardín cercado, hermana mía, esposa; eres jardín cercado, fuente sellada; es tu plantel un bosquecillo” (Ct 4, 12-13). Tal es la virginidad pura y sin tacha del alma que no se aparta de la fe por ningún temor de los suplicios, por ningún atractivo de los placeres del mundo ni por ningún amor de la vida. Finalmente, que el hombre ha sido llamado por la virtud del Señor nos lo muestra, entre los demás, este evangelista, que solo ha indicado lo que el Señor dijo al ladrón: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Jn 23, 43).

Jesús, pues, lleno del Espíritu Santo, es conducido al desierto intencionadamente, con el fin de provocar al diablo misteriosamente —pues si éste no hubiera combatido, el Señor no hubiera vencido por mí—, para librar a este Adán del destierro; como prueba y demostración de que el diablo tiene envidia de los que se esfuerzan en ser mejores, y por eso se ha de ser precavidos, no sea que la flaqueza del alma traicione la gracia del misterio.

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), Libro Cuarto 4-14, BAC, Madrid, 1966, pp. 189-196)

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FRANCISCO – Ángelus 2014, 2015 y 2018 – Homilía en Ecatepec (14.II.16)

Ángelus 2014

No dialogar con el demonio ante las tentaciones

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio del primer domingo de Cuaresma presenta cada año el episodio de las tentaciones de Jesús, cuando el Espíritu Santo, que descendió sobre Él después del bautismo en el Jordán, lo llevó a afrontar abiertamente a Satanás en el desierto, durante cuarenta días, antes de iniciar su misión pública.

El tentador busca apartar a Jesús del proyecto del Padre, o sea, de la senda del sacrificio, del amor que se ofrece a sí mismo en expiación, para hacerle seguir un camino fácil, de éxito y de poder. El duelo entre Jesús y Satanás tiene lugar a golpes de citas de la Sagrada Escritura. El diablo, en efecto, para apartar a Jesús del camino de la cruz, le hace presente las falsas esperanzas mesiánicas: el bienestar económico, indicado por la posibilidad de convertir las piedras en pan; el estilo espectacular y milagrero, con la idea de tirarse desde el punto más alto del templo de Jerusalén y hacer que los ángeles le salven; y, por último, el atajo del poder y del dominio, a cambio de un acto de adoración a Satanás. Son los tres grupos de tentaciones: también nosotros los conocemos bien.

Jesús rechaza decididamente todas estas tentaciones y ratifica la firme voluntad de seguir la senda establecida por el Padre, sin compromiso alguno con el pecado y con la lógica del mundo. Mirad bien cómo responde Jesús. Él no dialoga con Satanás, como había hecho Eva en el paraíso terrenal. Jesús sabe bien que con Satanás no se puede dialogar, porque es muy astuto. Por ello, Jesús, en lugar de dialogar como había hecho Eva, elige refugiarse en la Palabra de Dios y responde con la fuerza de esta Palabra. Acordémonos de esto: en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones, nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por la Palabra de Dios. Y esto nos salvará. En sus respuestas a Satanás, el Señor, usando la Palabra de Dios, nos recuerda, ante todo, que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3); y esto nos da fuerza, nos sostiene en la lucha contra la mentalidad mundana que abaja al hombre al nivel de las necesidades primarias, haciéndole perder el hambre de lo que es verdadero, bueno y bello, el hambre de Dios y de su amor. Recuerda, además, que «está escrito también: “No tentarás al Señor, tu Dios”» (v. 7), porque el camino de la fe pasa también a través de la oscuridad, la duda, y se alimenta de paciencia y de espera perseverante. Jesús recuerda, por último, que «está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto”» (v. 10); o sea, debemos deshacernos de los ídolos, de las cosas vanas, y construir nuestra vida sobre lo esencial.

Estas palabras de Jesús encontrarán luego confirmación concreta en sus acciones. Su fidelidad absoluta al designio de amor del Padre lo conducirá, después de casi tres años, a la rendición final de cuentas con el «príncipe de este mundo» (Jn 16, 11), en la hora de la pasión y de la cruz, y allí Jesús reconducirá su victoria definitiva, la victoria del amor.

Queridos hermanos, el tiempo de Cuaresma es ocasión propicia para todos nosotros de realizar un camino de conversión, confrontándonos sinceramente con esta página del Evangelio. Renovemos las promesas de nuestro Bautismo: renunciemos a Satanás y a todas su obras y seducciones —porque él es un seductor—, para caminar por las sendas de Dios y llegar a la Pascua en la alegría del Espíritu (cf. Oración colecta del IV Domingo de Cuaresma, Año A).

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Ángelus 2015

La Cuaresma es un tiempo de combate espiritual

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El miércoles pasado, con el rito de la Ceniza, inició la Cuaresma, y hoy es el primer domingo de este tiempo litúrgico que hace referencia a los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto, después del bautismo en el río Jordán. Escribe san Marcos en el Evangelio de hoy: «El Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las fieras y los ángeles lo servían» (1, 12-13). Con estas escuetas palabras el evangelista describe la prueba que Jesús afrontó voluntariamente, antes de iniciar su misión mesiánica. Es una prueba de la que el Señor sale victorioso y que lo prepara para anunciar el Evangelio del Reino de Dios. Él, en esos cuarenta días de soledad, se enfrentó a Satanás «cuerpo a cuerpo», desenmascaró sus tentaciones y lo venció. Y en Él hemos vencido todos, pero a nosotros nos toca proteger esta victoria en nuestra vida diaria.

La Iglesia nos hace recordar ese misterio al inicio de la Cuaresma, porque nos da la perspectiva y el sentido de este tiempo, que es un tiempo de combate —en Cuaresma se debe combatir—, un tiempo de combate espiritual contra el espíritu del mal (cf. Oración colecta del Miércoles de Ceniza). Y mientras atravesamos el «desierto» cuaresmal, mantengamos la mirada dirigida a la Pascua, que es la victoria definitiva de Jesús contra el Maligno, contra el pecado y contra la muerte. He aquí entonces el significado de este primer domingo de Cuaresma: volver a situarnos decididamente en la senda de Jesús, la senda que conduce a la vida. Mirar a Jesús, lo que hizo Jesús, e ir con Él.

Y este camino de Jesús pasa a través del desierto. El desierto es el lugar donde se puede escuchar la voz de Dios y la voz del tentador. En el rumor, en la confusión esto no se puede hacer; se oyen sólo las voces superficiales. En cambio, en el desierto podemos bajar en profundidad, donde se juega verdaderamente nuestro destino, la vida o la muerte. ¿Y cómo escuchamos la voz de Dios? La escuchamos en su Palabra. Por eso es importante conocer las Escrituras, porque de otro modo no sabremos responder a las asechanzas del maligno. Y aquí quisiera volver a mi consejo de leer cada día el Evangelio: cada día leer el Evangelio, meditarlo, un poco, diez minutos; y llevarlo incluso siempre con nosotros: en el bolsillo, en la cartera... Pero tener el Evangelio al alcance de la mano. El desierto cuaresmal nos ayuda a decir no a la mundanidad, a los «ídolos», nos ayuda a hacer elecciones valientes conformes al Evangelio y a reforzar la solidaridad con los hermanos.

Entonces entramos en el desierto sin miedo, porque no estamos solos: estamos con Jesús, con el Padre y con el Espíritu Santo. Es más, como lo fue para Jesús, es precisamente el Espíritu Santo quien nos guía por el camino cuaresmal, el mismo Espíritu que descendió sobre Jesús y que recibimos en el Bautismo. La Cuaresma, por ello, es un tiempo propicio que debe conducirnos a tomar cada vez más conciencia de cuánto el Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, obró y puede obrar en nosotros. Y al final del itinerario cuaresmal, en la Vigilia pascual, podremos renovar con mayor consciencia la alianza bautismal y los compromisos que de ella derivan.

Que la Virgen santa, modelo de docilidad al Espíritu, nos ayude a dejarnos conducir por Él, que quiere hacer de cada uno de nosotros una «nueva creatura».

A Ella encomiendo, en especial, esta semana de ejercicios espirituales, que iniciará hoy por la tarde, y en la que participaré juntamente con mis colaboradores de la Curia romana. Rezad para que en este «desierto» que son los ejercicios espirituales podamos escuchar la voz de Jesús y también corregir tantos defectos que todos nosotros tenemos, y hacer frente a las tentaciones que cada día nos atacan. Os pido, por lo tanto, que nos acompañéis con vuestra oración.

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Ángelus 2018

Tiempo de renovarnos según la gracia de nuestro bautismo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este primer domingo de Cuaresma, el Evangelio menciona los temas de la tentación, la conversión y la Buena Noticia. Escribe el evangelista Marcos: «El Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentando por Satanás» (Marcos 1, 12-13). Jesús va al desierto a prepararse para su misión en el mundo. Él no necesita conversión, pero, en cuanto hombre, debe pasar a través de esta prueba, ya sea por sí mismo, para obedecer a la voluntad del Padre, como por nosotros, para darnos la gracia de vencer las tentaciones. Esta preparación consiste en la lucha contra el espíritu del mal, es decir, contra el diablo. También para nosotros la Cuaresma es un tiempo de «agonismo» espiritual, de lucha espiritual: estamos llamados a afrontar al maligno mediante la oración para ser capaces, con la ayuda de Dios, de vencerlo en nuestra vida cotidiana. Nosotros lo sabemos, el mal está lamentablemente funcionando en nuestra existencia y entorno a nosotros, donde se manifiestan violencias, rechazo del otro, clausuras, guerras, injusticias. Todas estas son obra del maligno, del mal.

Inmediatamente después de las tentaciones en el desierto, Jesús empieza a predicar el Evangelio, es decir, la Buena Noticia, la segunda palabra. La primera era «tentación»; la segunda, «Buena Noticia». Y esta Buena Noticia exige del hombre conversión —tercera palabra— y fe. Él anuncia: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca»; después dirige la exhortación: «convertíos y creed en la Buena Nueva» (v. 15), es decir creed en esta Buena Noticia que el Reino de Dios está cerca. En nuestra vida siempre necesitamos conversión —¡todos los días!—, y la Iglesia nos hace rezar por esto. De hecho, no estamos nunca suficientemente orientados hacia Dios y debemos continuamente dirigir nuestra mente y nuestro corazón a Él. Para hacer esto es necesario tener la valentía de rechazar todo lo que nos lleva fuera del camino, los falsos valores que nos engañan atrayendo nuestro egoísmo de forma sutil. Sin embargo, debemos fiarnos del Señor, de su bondad y de su proyecto de amor para cada uno de nosotros.

La Cuaresma es un tiempo de penitencia, sí, ¡pero no es un tiempo triste! Es un tiempo de penitencia, pero no es un tiempo triste, de luto. Es un compromiso alegre y serio para despojarnos de nuestro egoísmo, de nuestro hombre viejo, y renovarnos según la gracia de nuestro bautismo. Solamente Dios nos puede donar la verdadera felicidad: es inútil que perdamos nuestro tiempo buscándola en otro lugar, en las riquezas, en los placeres, en el poder, en la carrera... El Reino de Dios es la realización de todas nuestras aspiraciones, porque es, al mismo tiempo, salvación del hombre y gloria de Dios.

En este primer domingo de Cuaresma, estamos invitados a escuchar con atención y recoger este llamamiento de Jesús a convertirnos y a creer en el Evangelio. Somos exhortados a iniciar con compromiso el camino hacia la Pascua, para acoger cada vez más la gracia de Dios, que quiere transformar el mundo en un reino de justicia, de paz, de fraternidad.

Que María Santísima nos ayude a vivir esta Cuaresma con fidelidad a la Palabra de Dios y con una oración incesante, como hizo Jesús en el desierto.

¡No es imposible! Se trata de vivir las jornadas con el deseo de acoger el amor que viene de Dios y que quiere transformar nuestra vida y el mundo entero.

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Homilía en Ecatepec (14.II.16)

Con el demonio no se dialoga

El miércoles pasado hemos comenzado el tiempo litúrgico de la cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a prepararnos para celebrar la gran fiesta de la Pascua. Tiempo especial para recordar el regalo de nuestro bautismo, cuando fuimos hechos hijos de Dios. La Iglesia nos invita a reavivar el don que se nos ha obsequiado para no dejarlo dormido como algo del pasado o en un «cajón de los recuerdos». Este tiempo de cuaresma es un buen momento para recuperar la alegría y la esperanza que hace sentirnos hijos amados del Padre. Este Padre que nos espera para sacarnos las ropas del cansancio, de la apatía, de la desconfianza y así vestirnos con la dignidad que solo un verdadero padre o madre sabe darle a sus hijos, las vestimentas que nacen de la ternura y del amor.

Nuestro Padre es el Padre de una gran familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor único, pero no sabe generar y criar «hijos únicos». Es un Dios que sabe de hogar, de hermandad, de pan partido y compartido. Es el Dios del Padre nuestro, no del «padre mío» y «padrastro vuestro».

En cada uno de nosotros anida, vive, ese sueño de Dios que en cada Pascua, en cada eucaristía lo volvemos a celebrar, somos hijos de Dios. Sueño con el que han vivido tantos hermanos nuestros a lo largo y ancho de la historia. Sueño testimoniado por la sangre de tantos mártires de ayer y de hoy.

Cuaresma, tiempo de conversión, porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo ese sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira —escuchamos en el Evangelio lo que hacía con Jesús—, por aquel que busca separarnos, generando una familia dividida y enfrentada. Una sociedad dividida y enfrentada. Una sociedad de pocos y para pocos. Cuántas veces experimentamos en nuestra propia carne, o en la de nuestra familia, en la de nuestros amigos o vecinos, el dolor que nace de no sentir reconocida esa dignidad que todos llevamos dentro. Cuántas veces hemos tenido que llorar y arrepentirnos por darnos cuenta de que no hemos reconocido esa dignidad en otros. Cuántas veces —y con dolor lo digo— somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de la dignidad propia y ajena.

Cuaresma, tiempo para ajustar los sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias que atentan directamente contra el sueño y el proyecto de Dios. Tiempo para desenmascarar esas tres grandes formas de tentaciones que rompen, dividen la imagen que Dios ha querido plasmar.

Las tres tentaciones de Cristo.

Tres tentaciones del cristiano que intentan arruinar la verdad a la que hemos sido llamados.

Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos.

Primera, la riqueza, adueñándonos de bienes que han sido dados para todos y utilizándolos tan sólo para mí o «para los míos». Es tener el «pan» a base del sudor del otro, o hasta de su propia vida. Esa riqueza que es el pan con sabor a dolor, amargura, a sufrimiento. En una familia o en una sociedad corrupta, ese es el pan que se le da de comer a los propios hijos. Segunda tentación, la vanidad, esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación continua y constante de los que «no son como uno». La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama que no perdona la «fama» de los demás, y, «haciendo leña del árbol caído», va dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la «común vida de los mortales», y que reza todos los días: «Gracias te doy, Señor, porque no me has hecho como ellos».

Tres tentaciones de Cristo.

Tres tentaciones a las que el cristiano se enfrenta diariamente.

Tres tentaciones que buscan degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio. Que nos encierran en un círculo de destrucción y de pecado.

Vale la pena que nos preguntemos:

¿Hasta dónde somos conscientes de estas tentaciones en nuestra persona, en nosotros mismos?

¿Hasta dónde nos hemos habituado a un estilo de vida que piensa que, en la riqueza, en la vanidad y en el orgullo está la fuente y la fuerza de la vida?

¿Hasta dónde creemos que el cuidado del otro, nuestra preocupación y ocupación por el pan, el nombre y la dignidad de los demás son fuente de alegría y esperanza?

Hemos optado por Jesús y no por el demonio. Si nos acordamos de lo que escuchamos en el Evangelio, Jesús no le contesta al demonio con ninguna palabra propia, sino que le contesta con las palabras de Dios, con las palabras de la Escritura. Porque, hermanas y hermanos, metámoslo en la cabeza, con el demonio no se dialoga, no se puede dialogar, porque nos va a ganar siempre. Solamente la fuerza de la Palabra de Dios lo puede derrotar. Hemos optado por Jesús y no por el demonio; queremos seguir sus huellas, pero sabemos que no es fácil. Sabemos lo que significa ser seducidos por el dinero, la fama y el poder. Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo, nos invita a la conversión con una sola certeza: Él nos está esperando y quiere sanar nuestros corazones de todo lo que degrada, degradándose o degradando a otros. Es el Dios que tiene un nombre: misericordia. Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es nuestra fama, su nombre es nuestro poder y en su nombre una vez más volvemos a decir con el salmo: «Tú eres mi Dios y en ti confío». ¿Se animan a repetirlo juntos? Tres veces: «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío».

Que en esta Eucaristía el Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su nombre es misericordia, y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio llena el corazón y la vida de los que se encuentran con Jesús», sabiendo que con Él y en Él «siempre nace y renace la alegría» (Evangelii gaudium, 1).

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BENEDICTO XVI - Ángelus 2006, 2009 y 2012

2006

La esclavitud de la mentira

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado iniciamos la Cuaresma, y hoy celebramos el primer domingo de este tiempo litúrgico, que estimula a los cristianos a comprometerse en un camino de preparación para la Pascua. Hoy el evangelio nos recuerda que Jesús, después de haber sido bautizado en el río Jordán, impulsado por el Espíritu Santo, que se había posado sobre él revelándolo como el Cristo, se retiró durante cuarenta días al desierto de Judá, donde superó las tentaciones de Satanás (cf. Mc1, 12-13). Siguiendo a su Maestro y Señor, también los cristianos entran espiritualmente en el desierto cuaresmal para afrontar junto con él “el combate contra el espíritu del mal”.

La imagen del desierto es una metáfora muy elocuente de la condición humana. El libro del Éxodo narra la experiencia del pueblo de Israel que, habiendo salido de Egipto, peregrinó por el desierto del Sinaí durante cuarenta años antes de llegar a la tierra prometida. A lo largo de aquel largo viaje, los judíos experimentaron toda la fuerza y la insistencia del tentador, que los inducía a perder la confianza en el Señor y a volver atrás; pero, al mismo tiempo, gracias a la mediación de Moisés, aprendieron a escuchar la voz de Dios, que los invitaba a convertirse en su pueblo santo.

Al meditar en esta página bíblica, comprendemos que, para realizar plenamente la vida en la libertad, es preciso superar la prueba que la misma libertad implica, es decir, la tentación. Sólo liberada de la esclavitud de la mentira y del pecado, la persona humana, gracias a la obediencia de la fe, que la abre a la verdad, encuentra el sentido pleno de su existencia y alcanza la paz, el amor y la alegría.

Precisamente por eso, la Cuaresma constituye un tiempo favorable para una atenta revisión de vida en el recogimiento, la oración y la penitencia. Los ejercicios espirituales que, como es costumbre, tendrán lugar desde esta tarde hasta el sábado próximo aquí, en el palacio apostólico, me ayudarán a mí y a mis colaboradores de la Curia romana a entrar más conscientemente en este característico clima cuaresmal.

Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os pido que me acompañéis con vuestras oraciones, os aseguro un recuerdo ante el Señor a fin de que la Cuaresma sea para todos los cristianos una ocasión de conversión y de impulso aún más valiente hacia la santidad. Con este fin, invoquemos la intercesión materna de la Virgen María.

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2009

La ayuda de los ángeles

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, y el Evangelio, con el estilo sobrio y conciso de san Marcos, nos introduce en el clima de este tiempo litúrgico: “El Espíritu impulsó a Jesús al desierto y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás” (Mc 1, 12-13). En Tierra Santa, al oeste del río Jordán y del oasis de Jericó, se encuentra el desierto de Judea, que, por valles pedregosos, superando un desnivel de cerca de mil metros, sube hasta Jerusalén. Después de recibir el bautismo de Juan, Jesús se adentró en aquella soledad conducido por el mismo Espíritu Santo que se había posado sobre él consagrándolo y revelándolo como Hijo de Dios.

En el desierto, lugar de la prueba, como muestra la experiencia del pueblo de Israel, aparece con intenso dramatismo la realidad de la kénosis, del vaciamiento de Cristo, que se despojó de la forma de Dios (cf. Flp 2, 6-7). Él, que no ha pecado y no puede pecar, se somete a la prueba y por eso puede compadecerse de nuestras flaquezas (cf. Hb 4, 15). Se deja tentar por Satanás, el adversario, que desde el principio se opuso al designio salvífico de Dios en favor de los hombres.

Casi de pasada, en la brevedad del relato, ante esta figura oscura y tenebrosa que tiene la osadía de tentar al Señor, aparecen los ángeles, figuras luminosas y misteriosas. Los ángeles, dice el evangelio, “servían” a Jesús (Mc 1, 13); son el contrapunto de Satanás. “Ángel” quiere decir “enviado”. En todo el Antiguo Testamento encontramos estas figuras que, en nombre de Dios, ayudan y guían a los hombres. Basta recordar el libro de Tobías, en el que aparece la figura del ángel Rafael, que ayuda al protagonista en numerosas vicisitudes. La presencia tranquilizadora del ángel del Señor acompaña al pueblo de Israel en todas las circunstancias, tanto en las buenas como en las malas.

En el umbral del Nuevo Testamento, Gabriel es enviado a anunciar a Zacarías y a María los acontecimientos felices que constituyen el inicio de nuestra salvación; y un ángel, cuyo nombre no se dice, advierte a José, orientándolo en aquel momento de incertidumbre. Un coro de ángeles lleva a los pastores la buena nueva del nacimiento del Salvador; y, del mismo modo, son también los ángeles quienes anuncian a las mujeres la feliz noticia de su resurrección. Al final de los tiempos, los ángeles acompañarán a Jesús en su venida en la gloria (cf. Mt 25, 31). Los ángeles sirven a Jesús, que es ciertamente superior a ellos, y su dignidad se proclama aquí, en el evangelio, de modo claro aunque discreto. En efecto, incluso en la situación de extrema pobreza y humildad, cuando es tentado por Satanás, sigue siendo el Hijo de Dios, el Mesías, el Señor.

Queridos hermanos y hermanas, quitaríamos una parte notable del Evangelio, si dejáramos de lado a estos seres enviados por Dios, que anuncian su presencia en medio de nosotros y son un signo de ella. Invoquémoslos a menudo, para que nos sostengan en el compromiso de seguir a Jesús hasta identificarnos con él. Pidámosles, de modo especial hoy, que velen sobre mí y sobre mis colaboradores de la Curia romana que esta tarde, como cada año, comenzaremos la semana de ejercicios espirituales. María, Reina de los ángeles, ruega por nosotros.

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2012

La humildad nos hace fuertes

Queridos hermanos y hermanas:

En este primer domingo de Cuaresma encontramos a Jesús, quien, tras haber recibido el bautismo en el río Jordán por Juan el Bautista (cf. Mc 1, 9), sufre la tentación en el desierto (cf. Mc 1, 12-13). La narración de san Marcos es concisa, carente de los detalles que leemos en los otros dos evangelios de Mateo y de Lucas. El desierto del que se habla tiene varios significados. Puede indicar el estado de abandono y de soledad, el «lugar» de la debilidad del hombre donde no existen apoyos ni seguridades, donde la tentación se hace más fuerte. Pero puede también indicar un lugar de refugio y de amparo —como lo fue para el pueblo de Israel en fuga de la esclavitud egipcia— en el que se puede experimentar de modo particular la presencia de Dios. Jesús «se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás» (Mc 1, 13). San León Magno comenta que «el Señor quiso sufrir el ataque del tentador para defendernos con su ayuda y para instruirnos con su ejemplo» (Tractatus XXXIX, 3 De ieiunio quadragesimae: ccl 138/a, Turnholti 1973, 214-215).

¿Qué puede enseñarnos este episodio? Como leemos en el libro de la Imitación de Cristo, «el hombre jamás está del todo exento de las tentaciones mientras vive... pero es con la paciencia y con la verdadera humildad como nos haremos más fuertes que cualquier enemigo» (Liber I, c. XIII, Ciudad del Vaticano 1982, 37); con la paciencia y la humildad de seguir cada día al Señor, aprendemos a construir nuestra vida no fuera de Él y como si no existiera, sino en Él y con Él, porque es la fuente de la vida verdadera. La tentación de suprimir a Dios, de poner orden solos en uno mismo y en el mundo contando exclusivamente con las propias capacidades, está siempre presente en la historia del hombre.

Jesús proclama que «se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios» (Mc 1, 15), anuncia que en Él sucede algo nuevo: Dios se dirige al hombre de forma insospechada, con una cercanía única y concreta, llena de amor; Dios se encarna y entra en el mundo del hombre para cargar con el pecado, para vencer el mal y volver a llevar al hombre al mundo de Dios. Pero este anuncio se acompaña de la petición de corresponder a un don tan grande. Jesús, en efecto, añade: «convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15); es la invitación a tener fe en Dios y a convertir cada día nuestra vida a su voluntad, orientando hacia el bien cada una de nuestras acciones y pensamientos. El tiempo de Cuaresma es el momento propicio para renovar y fortalecer nuestra relación con Dios a través de la oración diaria, los gestos de penitencia, las obras de caridad fraterna.

Supliquemos con fervor a María santísima que acompañe nuestro camino cuaresmal con su protección y nos ayude a imprimir en nuestro corazón y en nuestra vida las palabras de Jesucristo para convertirnos a Él. Encomiendo, además, a vuestra oración la semana de ejercicios espirituales que esta tarde iniciaré con mis colaboradores de la Curia romana.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

II. LOS DOMINGOS DE CUARESMA

57. Si el Triduo Pascual y los sucesivos cincuenta días son el centro radiante del año litúrgico, la Cuaresma es el tiempo que prepara las mentes y los corazones del pueblo cristiano a la digna celebración de estos días. Es, también, el tiempo de la preparación última de los catecúmenos que serán bautizados en la Vigilia Pascual. Su camino ha de ser acompañado de la fe, la oración y el testimonio de toda la comunidad eclesial. Las lecturas bíblicas del Tiempo de Cuaresma encuentran su sentido más profundo en relación al Misterio Pascual, para el que nos disponen. Ofrecen, por ello, evidentes ocasiones para poner en práctica un principio fundamental presentado en este Directorio: llevar las lecturas de la Misa a su centro, que es el Misterio Pascual de Jesús, en el que entramos de modo más profundo mediante la celebración de los Sacramentos pascuales. Los Praenotanda señalan, para los dos primeros domingos de Cuaresma, el uso tradicional de las narraciones de los Evangelios de la Tentación y de la Transfiguración, hablando de ellos en relación con las otras lecturas: «Las lecturas del Antiguo Testamento se refieren a la Historia de la Salvación, que es uno de los temas propios de la catequesis cuaresmal. Cada año hay una serie de textos que presentan los principales elementos de esta historia, desde el principio hasta la promesa de la nueva alianza. Las lecturas del Apóstol se han escogido de manera que tengan relación con las lecturas del Evangelio y del Antiguo Testamento y haya, en lo posible, una adecuada conexión entre las mismas» (OLM 97).

A. El Evangelio del I domingo de Cuaresma

58. No es difícil para los fieles relacionar los cuarenta días transcurridos por Jesús en el desierto con los días de la Cuaresma. Sería conveniente que el homileta explicitara esta conexión, con el fin de que el pueblo cristiano comprenda cómo la Cuaresma, cada año, hace a los fieles misteriosamente partícipes de estos cuarenta días de Jesús y de lo que él sufrió y obtuvo, mediante el ayuno y el haber sido tentado. Mientras es costumbre para los católicos empeñarse en diversas prácticas penitenciales y de devoción durante este tiempo, es importante subrayar la realidad profundamente sacramental de toda la Cuaresma. En la oración colecta del I domingo de Cuaresma aparece, de suyo, esta significativa expresión: «...per annua quadragesimalis exercitia sacramenti». El mismo Cristo está presente y operante en la Iglesia en este tiempo santo, y es su obra purificadora en los miembros de su Cuerpo la que da valor salvífico a nuestras prácticas penitenciales. El prefacio asignado para este domingo afirma maravillosamente esta idea, diciendo: «El cual, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal…». El lenguaje del prefacio hace de puente entre la Escritura y la Eucaristía.

59. Los cuarenta días de Jesús evocan los cuarenta años de peregrinación de Israel por el desierto; toda la historia de Israel se recrea en él. Por ello aparece como una escena en la que se concentra uno de los mayores temas de este Directorio: la historia de Israel, que corresponde con la historia de nuestra vida, encuentra su sentido definitivo en la Pasión sufrida por Jesús. La Pasión se inicia, en un cierto sentido, en el desierto, al comienzo, metafóricamente hablando, de la vida pública de Jesús. Desde el principio, por tanto, Jesús va al encuentro de la Pasión y aquí encuentra significado todo lo que sigue.

60. Un párrafo del Catecismo de la Iglesia Católica puede revelarse útil en la preparación de las homilías, en particular para afrontar temas doctrinales enraizados en el texto bíblico. A propósito de las tentaciones de Jesús, el Catecismo afirma: «Los evangelios indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto, Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha “atado al hombre fuerte” para despojarle de lo que se había apropiado. La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre» (CEC 539).

61. Las tentaciones a las que Jesús se ve sometido representan la lucha contra una comprensión equivocada de su misión mesiánica. El diablo le impulsa a mostrarse un Mesías que despliega los propios poderes divinos: «Si tú eres Hijo de Dios…» iniciaba el tentador. El que profetiza la lucha decisiva que Jesús tendrá que afrontar en la cruz, cuando oirá las palabras de mofa: «¡Sálvate a ti mismo bajando de la cruz!». Jesús no cede a las tentaciones de Satanás, ni se baja de la cruz. Es exactamente de esta manera como Jesús da prueba de entrar verdaderamente en el desierto de la existencia humana y no usa su poder divino en beneficio propio. Él acompaña verdaderamente nuestra peregrinación terrena y revela el poder real de Dios, el de amarnos «hasta el extremo» (Jn 13,1).

62. El homileta debería subrayar que Jesús está sometido a la tentación y a la muerte por solidaridad con nosotros. Pero la Buena Noticia que el homileta anuncia, no es solo la solidaridad de Jesús con nosotros en el sufrimiento; anuncia, también, la victoria de Jesús sobre la tentación y sobre la muerte, victoria que comparte con todos los que creen en él. La garantía decisiva de que tal victoria sea compartida por todos los creyentes será la celebración de los Sacramentos Pascuales en la Vigilia pascual, hacia la que ya está orientado el primer domingo de Cuaresma. El homileta se mueve en la misma dirección.

63. Jesús ha resistido a la tentación del demonio que le inducía a transformar las piedras en pan, pero, al final y de un modo que la mente humana no habría nunca podido imaginar, con su Resurrección, Él transforma la «piedra» de la muerte en «pan» para nosotros. A través de la muerte, se convierte en el pan de la Eucaristía. El homileta tendría que recordar a la asamblea que se alimenta de este pan celeste, que la victoria de Jesús sobre la tentación y sobre la muerte, compartida por medio del Sacramento, transforma sus «corazones de piedra en corazones de carne», como lo prometido por el Señor mediante el profeta, corazones que se esfuerzan en hacer tangible, en sus vidas cotidianas, el amor misericordioso de Dios. De este modo, la fe cristiana puede transformarse en levadura en un mundo hambriento de Dios, y las piedras serán de verdad transformadas en alimento que llene el vivo deseo del corazón humano.

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La tentación de Jesús

394. La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama “homicida desde el principio” (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11). “El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo” (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.

538. Los Evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan: “Impulsado por el Espíritu” al desierto, Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le servían (cf. Mc 1, 12-13). Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de él “hasta el tiempo determinado” (Lc 4, 13).

539. Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cf. Sal 95, 10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha “atado al hombre fuerte” para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

540. La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres (cf Mt 16, 21-23) le quieren atribuir. Es por eso por lo que Cristo venció al Tentador a favor nuestro: “Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15). La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.

2119. La acción de tentar a Dios consiste en poner a prueba de palabra o de obra, su bondad y su omnipotencia. Así es como Satán quería conseguir de Jesús que se arrojara del templo y obligase a Dios, mediante este gesto, a actuar (cf Lc 4,9). Jesús le opone las palabras de Dios: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16). El reto que contiene este tentar a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro Criador y Señor. Incluye siempre una duda respecto a su amor, su providencia y su poder (cf 1 Co 10.9; Ex 17,2-7; Sal 95,9).

“No nos dejes caer en la tentación”

2846. Esta petición llega a la raíz de la anterior, porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos “deje caer” en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa “no permitas entrar en” (cf Mt 26, 41), “no nos dejes sucumbir a la tentación”. “Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie” (St 1, 13), al contrario, quiere librarnos del mal. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el Espíritu”. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.

2847. El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior (cf Lc 8, 13-15; Hch 14, 22; 2 Tm 3, 12) en orden a una “virtud probada” (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte (cf St 1, 14-15). También debemos distinguir entre “ser tentado” y “consentir” en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es “bueno, seductor a la vista, deseable” (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.

Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres... En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado (Orígenes, or. 29).

2848. “No entrar en la tentación” implica una decisión del corazón: “Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón... Nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 21-24). “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este “dejarnos conducir” por el Espíritu Santo. “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Co 10, 13).

2849. Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cf Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (cf Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (cf Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es “guarda del corazón”, y Jesús pide al Padre que “nos guarde en su Nombre” (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia (cf 1 Co 16, 13; Col 4, 2; 1 Ts 5, 6; 1 P 5, 8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela” (Ap 16, 15).

La Alianza con Noé

56. Una vez rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide desde el comienzo salvar a la humanidad a través de una serie de etapas. La Alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9,9) expresa el principio de la Economía divina con las “naciones”, es decir con los hombres agrupados “según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes” (Gn 10,5; cf. 10,20-31).

57. Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de las naciones (cf. Hch 17,26-27), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cf. Sb 10,5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cf. Gn 11,4-6). Pero, a causa del pecado (cf. Rom 1,18-25), el politeísmo así como la idolatría de la nación y de su jefe son una amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva.

58. La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (cf. Lc 21,24), hasta la proclamación universal del evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las “naciones”, como “Abel el justo”, el rey-sacerdote Melquisedec (cf. Gn 14,18), figura de Cristo (cf. Hb 7,3), o los justos “Noé, Daniel y Job” (Ez 14,14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo “reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52).

71. Dios selló con Noé una alianza eterna entre Él y todos los seres vivientes (cf. Gn 9,16). Esta alianza durará tanto como dure el mundo.

El Arca de Noé prefigura la Iglesia y el Bautismo

845. El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella es el “mundo reconciliado” (San Agustín, serm. 96, 7-9). Es, además, este barco que “pleno dominicae crucis velo Sancti Spiritus flatu in hoc bene navigat mundo” (“con su velamen que es la cruz de Cristo, empujado por el Espíritu Santo, navega bien en este mundo”) (San Ambrosio, virg. 18, 188); según otra imagen estimada por los Padres de la Iglesia, está prefigurada por el Arca de Noé que es la única que salva del diluvio (cf 1 P 3, 20-21).

1094. Sobre esta armonía de los dos Testamentos (cf DV 14-16) se articula la catequesis pascual del Señor (cf Lc 24,13-49), y luego la de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis “tipológica”, porque revela la novedad de Cristo a partir de “figuras” (tipos) que la anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras son explicadas (cf 2 Co 3, 14-16). Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo (cf 1 P 3,21), y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo (cf 1 Co 10,1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía “el verdadero Pan del Cielo” (Jn 6,32).

1219. La Iglesia ha visto en el Arca de Noé una prefiguración de la salvación por el bautismo. En efecto, por medio de ella “unos pocos, es decir, ocho personas, fueron salvados a través del agua” (1 P 3,20):

¡Oh Dios!, que incluso en las aguas torrenciales del diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad (MR, ibid.).

Alianza y sacramentos (especialmente el Bautismo)

1116. Los sacramentos, como “fuerzas que brotan” del Cuerpo de Cristo (cf Lc 5,17; 6,19; 8,46) siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son “las obras maestras de Dios” en la nueva y eterna Alianza.

1129. La Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para ala salvación (cf Cc. de Trento: DS 1604). La “gracia sacramental” es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento. El Espíritu cura y transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios. El fruto de la vida sacramental consiste en que el Espíritu de adopción deifica (cf 2 P 1,4) a los fieles uniéndolos vitalmente al Hijo único, el Salvador.

1222. Finalmente, el Bautismo es prefigurado en el paso del Jordán, por el que el pueblo de Dios recibe el don de la tierra prometida a la descendencia de Abraham, imagen de la vida eterna. La promesa de esta herencia bienaventurada se cumple en la nueva Alianza.

Dios nos salva por medio del Bautismo

VI. LA NECESIDAD DEL BAUTISMO

1257. El Señor mismo afirma que el Bautismo es necesario para la salvación (cf Jn 3,5). Por ello mandó a sus discípulos a anunciar el Evangelio y bautizar a todas las naciones (cf Mt 28, 19-20; cf DS 1618; LG 14; AG 5). El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento (cf Mc 16,16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer “renacer del agua y del espíritu” a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación al sacramento del Bautismo, pero su intervención salvífica no queda reducida a los sacramentos.

1811. Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada uno debe siempre pedir esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Con Jesús en el desierto

El Evangelio de hoy comienza con estas palabras:

«En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás».

Esta vez dejamos aparte a Satanás y sus tentaciones; concentrémonos sólo en la frase inicial: «El Espíritu empujó a Jesús al desierto». Estas palabras contienen una llamada importante al inicio de la Cuaresma. Jesús acaba de recibir en el Jordán la investidura mesiánica para llevar la buena noticia a los pobres, sanar los corazones quebrantados y predicar el Reino. Pero, no se apresura a hacer ninguna de estas cosas. Al contrario, obedeciendo a un impulso del Espíritu Santo, se retira al desierto en donde permanece cuarenta días, ayunando, orando, meditando, luchando. Todo esto en profunda soledad y silencio.

En la historia ha habido batallones de hombres y mujeres, que han elegido imitar esto de que Jesús se retire al desierto. En Oriente, comenzando por san Antonio Abad, se retiraban en los desiertos de Egipto o de Palestina; en occidente, en donde no existían desiertos de arena, se retiraban a lugares solitarios, a montes y valles remotos. Todo comenzó con san Benito de Nursia, que hizo de Subiaco el primero de los innumerables lugares solitarios y monasterios, que se habrían distinguido en nuestro continente, contribuyendo de un modo decisivo a su desarrollo cultural y agrícola con el conocido programa de ora et labora, ruega y trabaja, tanto que ha sido proclamado Patrono de Europa.

Pero, la invitación a seguir a Jesús en el desierto no está dirigida sólo a los monjes y a los eremitas. De forma distinta, se dirige a todos. Los monjes y eremitas han escogido un espacio de desierto, nosotros al menos debemos escoger un tiempo de desierto. Transcurrir un tiempo de desierto significa hacer un poco de hueco y de silencio en torno a nosotros, volver a encontrar la vía de nuestro corazón, sustraerse del ruido y de las solicitudes externas, para entrar en contacto con las fuentes más recónditas de nuestro ser.

Este significado positivo del desierto –distinto del negativo de lugar árido, sin vida, sin comunicaciones– está presente ya en la Biblia. Por ejemplo, cuando Dios, hablando de su pueblo como de una esposa, dice:

«Me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón» (Oseas 2,16).

La Cuaresma es la ocasión que la Iglesia ofrece a todos, indistintamente, para hacer un tiempo de desierto en el ambiente mismo en el que viven sin necesidad de retirarse a un lugar solitario. Vivida bien, es una especie de cura de desintoxicación del alma. Si no existiese la Cuaresma, hoy sería necesario inventarla nosotros. En efecto, en la tierra no hay sólo la intoxicación de óxido de carbono; existe también la intoxicación por exceso de ruidos y de luces. Estamos todos un poco como borrachos de bullicio. No son sólo los creyentes quienes sienten necesidad de tiempos de recogimiento y de soledad, sino toda persona consciente de tener un espíritu, un alma o, al menos, una libertad, que proteger y defender. ¡También el espíritu tiene derecho a sus vacaciones!

El hombre envía sus sondas hasta la periferia del sistema solar; pero, ignora, las más de las veces, lo que hay en su corazón. Evadirse, distraerse, divertirse: son todas ellas palabras que indican un salirse de sí mismo, un sustraerse a la realidad. Existen espectáculos «de evasión» (la TV nos los ofrece a raudales), literatura «de evasión». En inglés, todo este género es llamado, significativamente, fiction, ficción. Preferimos vivir en la ficción, más que en la realidad. Se habla hoy tanto de «alienígenas»... mas, ajenos o alejados, lo somos ya por cuenta nuestra en nuestro mismo planeta, sin necesidad de que vengan otros desde fuera.

Los jóvenes son los más expuestos a esta borrachera de bullicio. «Abrumadlos de trabajo –decía el faraón a sus ministros– para que estén ocupados y no hagan caso de las palabras mentirosas» de Moisés y no piensen en sustraerse a la esclavitud (cfr. Éxodo 5, 9). Los «faraones» de hoy dicen, de un modo tácito, pero no menos perentorio: «Abrumadlos en el bullicio a estos jóvenes, para que estén aturdidos, de modo que no piensen, no decidan por cuenta propia, sino que sigan la moda, compren lo que nosotros queremos, consuman los productos que nosotros decimos».

¿Qué hacer? No pudiendo ir nosotros al desierto, es necesario hacer algo de desierto dentro de nosotros. ¿Cómo? La tradición cristiana nos ofrece la respuesta con una palabra: el ayuno. Sólo que existen muchos tipos de ayuno. En un tiempo, con la palabra ayuno, se entendía sólo a limitarse en las comidas y a abstenerse de carnes. Este ayuno alimentario conserva aún su validez y está altamente recomendado, cuando es hecho con espíritu de sacrificio, para mortificar la gula y tener algo más para compartir con quien muere de hambre, y no únicamente para mantener la línea.

A pesar de todo, esto no es hoy el ayuno más necesario. Ninguna comida, decía Jesús, es por sí misma impura, sino lo que entra en el estómago es lo que mancha al hombre. Más necesario que el ayuno de comidas es el ayuno de murmuraciones, de bullicio y sobre todo de imágenes. Vivimos en una civilización de la imagen; hemos llegado a ser devoradores de imágenes. A través de la televisión, la prensa, la misma realidad, dejamos entrar imágenes a oleadas dentro de nosotros. Muchas de ellas son malsanas, transportan violencia y maldad, no hacen más que incitar a los peores instintos, que llevamos dentro. Están elaboradas expresamente para seducir. Pero, quizás lo peor es que dan una idea falsa e irreal de la vida con todas las consecuencias, que se derivan en el impacto después con la realidad. Se pretende que la vida ofrezca todo lo que la publicidad presenta.

Si no creamos un filtro, una barrera, reduciremos en breve tiempo nuestra fantasía y nuestra alma en un estercolero. Las imágenes perversas, apenas llegadas dentro de nosotros, no mueren sino que fermentan. Se transforman en impulsos de imitación, condicionan terriblemente nuestra libertad. Sabemos qué significa esto especialmente para los adolescentes y los jóvenes. Se debieran haber secuestrado determinados films, porque había personas inestables que venían empujadas irresistiblemente a repetir lo que habían visto, también hasta lo más absurdo, como arrojar pedruscos sobre los automóviles en circulación desde puentes superiores.

Cuando sopla el viento de siroco, cargado de arena del Sahara, nadie tiene las ventanas abiertas de par en par, si no quiere encontrárselo todo en la casa recubierto de polvo. Es necesario un control asimismo sobre lo que dejamos entrar a través de nuestros ojos. Una vez alguien me objetó: «Pero, ¿no es Dios el que ha creado el ojo para mirar todo lo que de bello hay en el mundo?» «Sí, le respondí, pero ¡el mismo Dios que ha creado el ojo para mirar, ha creado también los párpados para cubrirlo! Y sabía lo que hacía». Otro de estos ayunos alternativos, que podemos hacer durante la Cuaresma, es el de las palabras feas. San Pablo recomendaba:

«No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen» (Efesios 4, 29).

Cada uno escribió aquella frase de san Pablo y la pegó en un lugar bien visible de su casa. Y fue una Cuaresma bendita.

Palabras malas o feas no son sólo las palabrotas; son también las palabras cortantes, negativas, que sistemáticamente ponen en evidencia el lado débil del hermano, palabras de crítica, de sarcasmo. En la vida de una familia o de una comunidad, estas palabras tienen el poder de hacer que cada uno se encierre en sí mismo, de congelar, creando amargura y resentimiento. A la letra, «mortifican», esto es, dan muerte. Santiago decía que la lengua está llena de veneno mortal; con ella podemos bendecir a Dios o maldecirlo, resucitar a un hermano o matarlo. Una palabra puede hacer más daño que un puñetazo.

Decía yo que, no pudiendo ir nosotros al desierto, la alternativa es hacer un poco de desierto en torno a nosotros. San Francisco de Asís nos da a este propósito una sugerencia práctica. «Nosotros –decía– tenemos un desierto siempre con nosotros; allá donde andemos y cada vez que lo queramos podemos encerrarnos en él como ermitaños. ¡El desierto es nuestro cuerpo y el alma es la ermita que vive allí dentro!» En este desierto, por así decirlo, portátil, podemos entrar sin hacerlo notar a nadie, hasta mientras viajamos en un autobús llenísimo de gente. Todo consiste en saber de vez en cuando «entrar en sí mismos».

Terminemos escuchando como dirigidas a nosotros, al comienzo de esta Cuaresma, las palabras de san Anselmo de Aosta:

«Ea, pues, mísero mortal, huye por breve tiempo de tus ocupaciones, deja por un poco de tiempo tus pensamientos tumultuosos. Aleja en este momento los graves afanes y pon aparte tus fatigosas actividades. Escucha un poco a Dios y descansa en él. Entra en lo íntimo de tu alma, apártalo todo, excepto a Dios y lo que te ayuda a buscarlo y, cerrada la puerta, dile a Dios: Busco tu rostro. Tu rostro busco, Señor».

Un año, al comienzo de la Cuaresma, una comunidad de laicos se preguntaba qué hacer, como gesto común, para santificar este tiempo. Debieron descartar de inmediato el ayuno de comidas, porque había algunas madres en gravidez o espera o con niños que amamantar. Entonces, decidieron tomar como programa aquellas palabras del Apóstol y hacer juntos un ayuno de palabras malas.

¡Que el Espíritu que «condujo a Jesús al desierto» nos conduzca también a nosotros, nos asista en la lucha contra el mal y nos prepare a celebrar la Pascua renovados en el espíritu!

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Resistir a la tentación

Los hombres necesitan conversión todos los días, porque todos los días caen en tentación, y cometen pecado. Deben pedir perdón.

Pero, para que la conversión sea eficiente, deben ser conscientes del mal cometido, examinando sus conciencias, comprometiéndose a luchar, y pidiendo la gracia para resistir a la tentación.

Esto quiere decir acudir todos los días al silencio interior de la oración, del sacrificio, sometiendo los deseos de la carne a la propia voluntad, decidida a nunca pecar, y dirigiendo todo acción e intención, al único bien, que es Dios.

La conversión es una constante renovación del alma que fortalece el espíritu y perfecciona al hombre que, viviendo en amistad con Cristo, alcanza la plenitud y la paz en esta vida, y la gracia para resistir a toda tentación y caminar en libertad hacia la vida eterna. 

Acude tú cotidianamente a la oración, y haz un buen examen de conciencia, pidiendo perdón, y la gracia para resistir a las tentaciones y ganar todas las batallas contra el diablo, que es el enemigo de Dios.

Acude al auxilio de la Madre de Dios, que pisa la cabeza del enemigo. Te cubrirá con su manto y te protegerá.

Reconoce tu fragilidad y no te pongas en ocasión, porque tu carne es débil y caes en la tentación, cometes pecado y pierdes la batalla, y el único que gana es el diablo. No dialogues con él, porque es astuto y sabe cómo vencer. Es importante reconocer que existe, para poder defenderse de él. La mejor estrategia es tratarlo con indiferencia, alejándose de toda tentación y ocasión de pecado.

Pero, si un día perdieras la batalla, reconoce tu pecado, arrepiéntete, pide perdón, conviértete y cree en el Evangelio. Acude al sacramento de la reconciliación y vuelve a la amistad con Cristo, para que, ayudado por su gracia, resistas ante las acechanzas del enemigo, y permanezcas en el buen camino, viviendo en la alegría de alcanzar un día la vida eterna en el Paraíso.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Medios para vencer las tentaciones

Nos ofrece el Santo Evangelio de la Misa en este primer domingo de Cuaresma un momento de la vida del Señor, anterior al comienzo de su vida pública. Aparece Jesús, semejante en esto a todos los hombres menos en el pecado, sufriendo tentaciones. No explica san Marcos de qué modo fue tentado, ya lo hacen san Mateo y san Lucas, nos basta por ello en este día con reflexionar, en la presencia de Dios, sobre la realidad de la tentación: como Jesús fue tentado y, superando esa prueba, rechazó a Satanás que quería apartarle de Dios, así nosotros, rechazando con decisión lo que nos pueda desviar del camino de la santidad, imitamos a Cristo y nos asemejamos más y más al ideal humano y divino que nos vino a traer al mundo.

La tentación es permanente en nuestra vida. Casi de continuo notamos la posibilidad, la inclinación incluso, de buscar la complacencia personal aun a costa de dejar de lado lo que Dios espera. También reconocemos, y es precisamente esto lo que da la grandeza a la vida del hombre, una continua ocasión de agradar a Dios, de amarle, hasta en las circunstancias más corrientes de la vida, por intrascendentes que a primera vista pudieran parecer. Es como la otra cara de la misma moneda, pues, como afirma una antigua antífona litúrgica: “Quien sufre tentación es dichoso, pues, al ser probado y vencer, recibirá la corona de la vida”.

La tentación, la posibilidad de preferir nuestro gusto a lo que Dios desea, es, en todo caso, una realidad siempre presente en nuestra vida. Es claro, sin embargo, que la ilusión del hombre que se sabe cristiano será moverse por impulsos positivos: filialmente atraído por el Amor de Dios Padre que nos invita a su intimidad. Pero, de hecho, ¡con cuánta frecuencia nos hemos alejado de ese Padre que tanto nos quiere! Es posible que casi siempre se trate de pequeños distanciamientos que no nos impiden la visión de Nuestro Señor, y nos pasa casi sin darnos cuenta. Otras veces, en cambio, el apartamiento es total: el pecado grave destruye la relación con Dios que, de ordinario, sólo se puede recuperar en el sacramento de la Penitencia.

San Marcos menciona a Satanás como autor de las tentaciones. No es que el diablo sea siempre el origen directo de esa inclinación al mal que nos aparta de Dios. En este caso, sin embargo, se le menciona expresamente como provocador del pecado. Aparece como un ser personal que busca el mal del hombre al intentar desposeerle de su mayor gloria: la amistad con el Creador, el gozo de sentirnos amados por nuestro Padre Dios y de amarle. El diablo existe, no podemos olvidarlo, aunque no deba obsesionarnos su existencia ni preocuparnos especialmente. Es un ser espiritual y desgraciado que no puede amar, que odia a Dios, y a los hombres, porque somos hijos de Dios, destinados a su intimidad.

Es uno de los tres enemigos del hombre, junto al mundo y la carne. De estos tres enemigos procede todo lo que nos aparta de Dios y, por lo tanto, lo que nos hace desgraciados. El mundo el demonio y la carne son las tres tentaciones. El mundo es el poder, la riqueza y la fama, en sus diversas modalidades, cuando los preferimos a Dios. La carne es la sensualidad en su sentido más amplio: además de la lujuria, lo que es recreo de los sentidos y la comodidad, cuando por ello incumplimos el orden natural de la ley divina. El demonio es Satanás, que directamente o sirviéndose de otras personas o circunstancias de la vida, puede inducirnos a pecar. La tentación diabólica se reconoce por su obstinación, por su clarísima maldad, y por lo irracional del pecado a que, sin embargo, induce.

Está cerca el Reino de Dios; haced penitencia y creed en el Evangelio. Que no queramos nunca olvidar esto. Las primeras palabras de la predicación de Jesús son decisivas para valorar su mensaje. Por encima de nuestra flaqueza, por encima de nuestros enemigos, que quieren apartarnos de Dios, muy por encima de Satanás, está Jesucristo, Dios y hombre, que vino, poderoso, para hacernos partícipes de su Reino, del Reino de Dios. Si ponemos nuestra ilusión, nuestro corazón, en Él, no tendremos de ordinario que preocuparnos apenas de las tentaciones. El trabajo nuestro por la santidad será siempre positivo: un empeño alegre, aunque esforzado de amor. También con penitencia, como nos aconseja el Señor: haced penitencia y creed en el Evangelio, porque tendremos que rectificar humildemente los errores y desagraviar con el sacrificio nuestras faltas de correspondencia.

No olvidemos, por otra parte, que si hay ángeles caídos: los demonios, que quieren apartarnos de Dios, también hay ángeles de la guarda, ángeles custodios que nos ayudan a caminar hasta el Cielo. Bueno es que fomentemos su devoción para lograr su auxilio en nuestra lucha por la santidad. También debemos invocar a los custodios de los nuestros, para que les asistan en sus necesidades materiales y espirituales. Podemos pedir a los ángeles, para nuestros familiares y amigos, que les ayuden, quizá como querríamos nosotros hacerlo, pero no podemos por la distancia o por cualquier otra razón.

A Santa María, Reina de los Ángeles, nos encomendamos, para que ellos nos hagan ver con claridad cada ocasión de apartarnos de Dios, y que también es, siempre y sobre todo, una oportunidad de amarle.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Conversión: ¿por quién doblan las campanas?

Después que Juan fue arrestado, Jesús fue a Galilea predicando el evangelio de Dios y decía: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en el evangelio”. Hoy debemos concentrar toda nuestra atención en estas pocas líneas del pasaje evangélico. Al comienzo de Cuaresma, la liturgia nos proclama el comienzo del evangelio (en esas palabras hay un eco de la primerísima predicación de Jesús) como para invitarnos a ponernos de nuevo en el seguimiento de Cristo, como si fuera la primera vez, y a dejarnos evangelizar de nuevo.

En la cumbre del evangelio está –como lo hemos oído– la solemne y austera palabra: conversión. La Biblia narra el caso de Jonás que es enviado por Dios a predicar la conversión en la grande y corrompida ciudad de Nínive. Pero antes de ir, el profeta intenta huir por mar porque la empresa de predicar la conversión en una metrópoli en la cumbre de su opulencia y disipación lo aterra. Es el mismo sentimiento de desaliento que experimenta también hoy el predicador del evangelio. La tentación es fuerte en este momento histórico. Estamos atravesando tiempos inquietos. La gente está llena de pensamientos graves y de miedos y el carnaval ciertamente no bastó para disiparlos. Si dependiera de nosotros, escogeríamos todos los domingos la lectura de Isaías que comienza diciendo: Consuelen, consuelen a mi pueblo –dice su Dios–. Hablen al corazón de este pueblo afligido y díganle: Animo, terminó tu esclavitud (cfr. Is. 40, 1 ssq). En cambio, abrimos el evangelio de hoy, y ¿qué leemos? Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca: conviértanse y crean en el evangelio. También para nosotros, pues, como para los ninivitas: ¡conversión! Debemos resignarnos a oír de nuevo, al inicio de cada ciclo litúrgico, esta palabra. Hoy, empero, queremos aprovechar la ocasión para ir al fondo de la cosa y ver qué significa en realidad esta palabra con la cual Jesús empezó a hablar a los hombres.

Detrás de la palabra castellana “conversión”, está casi siempre en el Nuevo Testamento, la palabra griega metanoia: una palabra que traducida significa “revolución mental”. Se puede uno sorprender de esta traducción, pero es una traducción literal: meta es una preposición que significa cambio de movimiento; noia es un sustantivo y significa mente.

También el evangelio conoce y predica por tanto una revolución. Pero la revolución ¿de qué? Hoy, se habla mucho de revolución. Por algún tiempo, el campo fue dominado por la idea de una revolución social o proletaria; después, llegó el turno para la revolución cultural; ahora, cosa extraña, parece que la revolución más importante es la sexual o de las costumbres. Estas revoluciones tienen una cosa en común: todas son contra algo y contra los otros; la otra clase, el otro sexo. En todo caso, contra algo externo al hombre o supuesto como tal: las estructuras, las cosas, las costumbres (ya que se reacciona contra las costumbres de la sociedad, no contra las propias).

La revolución evangélica es distinta por dos razones fundamentales: es revolución primariamente interior (de la mente) y es revolución contra uno mismo. Y en realidad –como decía san Juan Bautista– “el hacha ya está puesta a la raíz” (Mt. 3,10). ¡Y la raíz del propio árbol, no del árbol ajeno! Porque la raíz de todos los males está ahí, en el hombre, en su libertad enferma. Es desde dentro, es decir, del corazón del hombre –decía Jesús– que salen las malas intenciones: fornicaciones, hurtos, engaños, homicidios, adulterios, codicias, maldades (cfr. Mc. 7,21). Y Santiago añade: ¿De dónde provienen las guerras y los litigios (hoy se podría añadir: la injusticia, el odio y la violencia) que hay en medio de ustedes? ¿No provienen quizás de sus pasiones que combaten en sus miembros? (Snt. 4,1 ssq). Toda revolución que no parta de aquí, sino que sólo trata de abatir las estructuras, es una pseudo revolución que deja las cosas o las hace volver pronto al punto anterior. Es un golpear el agua. Es un luchar contra los molinos de viento como en Don Quijote.

¿A quién llama a conversión el evangelio de hoy? ¿Por quién doblan las campanas? Se podría preguntar con una frase conocida. Suenan por nosotros, los cristianos. El juicio debe comenzar por la casa de Dios (cfr. 1 Pe. 4,17). En el Antiguo Testamento, en los momentos de crisis y de calamidad nacional, cuando todos se desahogaban en lamentos y maldiciones contra los pueblos vecinos que oprimían a Israel, se levantaban a menudo los profetas y dirigían el discurso sobre el mismo Israel: Eres tú –decían– el que ha pecado; es por tu causa que te ha sucedido esto. Eres tú el que debe convertirse. Y exhortaban: Volvamos al Señor con todo el corazón, con ayunos, llantos y lamentos; quizás cambie y se aplaque y nos dé de nuevo su bendición (cfr. Joel 2,12 ssq). El lamento se cambia en confesión como sucede en el profeta Baruc que dice: “Al Señor, nuestro Dios, la justicia, a nosotros el deshonor en el rostro, porque hemos ofendido al Señor y le hemos desobedecido; cada uno de nosotros siguió las perversas inclinaciones de su corazón” (cfr. Bar. 2,6 ssq).

También en el tiempo de Jesús todos esperaban que el Mesías al venir, predicara la guerra santa contra los paganos; en cambio, él declara haber venido para llamar a la penitencia a las ovejas perdidas de Israel (cfr. Mt. 15,24). En vez de gritar: Ay de ustedes, extranjeros que ocupan la Palestina, Él gritó: ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos! (Mt. 23.14) ¡Ay de ti Corozaín! ¡Ay de ti Betsaida! (Mt. 11.21). Frente a la invitación a la conversión no hay excusa que valga; ni sirvió a los hebreos decir: ¡Somos hijos de Abraham! (cfr. Mt. 3,) y no nos sirve tampoco a nosotros decir: Somos hijos de la Iglesia (sobreentendiendo: la conversión es para los otros, para los lejanos, no para nosotros).

Si es por nosotros que suenan las campanas en este comienzo de Cuaresma ¿qué debemos hacer? Es la pregunta que surge espontáneamente apenas se acoge la invitación a la conversión; la formuló Pablo mientras estaba todavía tirado por el caballo en la tierra, la dirigieron a los apóstoles los primeros oyentes del anuncio: ¿Qué debemos hacer, hermanos? (Hech. 2,37).

Afortunadamente, Jesús no nos deja a oscuras acerca de esto; no nos dice sólo qué debemos destruir (como hacen de costumbre los pequeños revolucionarios a nuestro alrededor), sino también qué debemos construir: es decir, no sólo de qué debemos convertirnos, sino también a qué debemos convertirnos. Conviértanse y crean en el evangelio. Todo está encerrado en esta frase de gran contenido. Creer en el evangelio significa acoger la buena nueva, o –como decía Jesús mismo– acoger el Reino y acogerlo “como un niño” (Mt 10,15); es decir como un niño acoge la vida que se le da y se sumerge en ella sin discutirla, con entusiasmo y alegría. Si no se convierten y no llegan a ser como niños, no entrarán en el Reino de los cielos (Mt. 18,3). Convertirse significa, entonces, en cierto sentido, hacerse pequeño y simple (se entiende respecto de la falsa grandeza y la falsa sabiduría); estar dispuesto a perderlo todo, dejar de sentirse el centro del universo con todos los demás obligados a circular en torno de nosotros. Convertirse –se ha dicho con profunda verdad– es descentrarse de sí mismo, para recentrarse en Dios (T. de Chardin), es decir, poner a Dios y a su Reino en ese centro de convergencia de los pensamientos y de las intenciones que habitualmente está ocupado por nuestro tenaz “yo”.

Sólo en un segundo momento creer en el evangelio significa otras cosas más específicas y más prácticas, como creer en la doctrina y en los valores que él expresa (por ej. en las bienaventuranzas); basar en él los propios juicios y las propias opciones; imitar a Jesús, amar, perdonar, etc.

El evangelio nos ofrece toda una serie de ejemplos concretos de conversión, en algunos de los cuales es tal vez posible reconocer nuestro propio caso: ¿Qué significó, por ejemplo, para Zaqueo, el publicano, convertirse y creer en el evangelio y qué puede significar para quien se encuentra hoy en las mismas condiciones (operadores económicos, administradores públicos, gente que maneja plata propia y ajena)? Si defraudé a alguien, restituyo cuatro veces más (Lc. 19,8): responder a las exigencias de la justicia, dejar de explotar al prójimo y reparar, si es necesario, las injusticias cometidas, sin engañarse pensando “encontrar la salvación” en otras cosas, dando un rodeo, haciendo por ejemplo, limosnas y beneficencia.

¿Qué significó convertirse y creer en el evangelio para la pecadora que fue a buscar a Jesús a la casa de Simón (cfr. Lc. 7.36)? Significó llorar a los pies de Jesús, comenzar a amar de una manera distinta, cambiar de vida. ¡Las mismas cosas que Jesús pide hoy a quien se encuentra en su situación, mujeres y hombres por igual! y no es necesario que se trate de pecadoras o pecadores públicos; a quien lleva a escondidas una vida deshonesta, recurriendo a mil subterfugios para conservar junto el pecado y el buen nombre; a quien llena la propia vida de pecados carnales; a quien mancilla el propio matrimonio con infidelidades, Jesús le pide la misma cosa: arrepentimiento y la decisión de no pecar más.

¿Qué significó para Saulo de Tarso convertirse y creer en el evangelio? Significó abandonar la carrera de docto, los proyectos humanos y religiosos, las ambiciones y las compañías de otros tiempos; significó llegar a ser necio por amor a Cristo, dejándose aferrar por él sin resistir.

En la liturgia de las Cenizas con la que el otro día se inauguró el camino cuaresmal, la Iglesia nos ha dirigido urgentes invitaciones que no debemos dejar caer en el vacío: Les suplicamos en nombre de Cristo: déjense reconciliar con Dios, nos decía Pablo (2 Cor. 5,20); Hoy, si han escuchado la voz del Señor, no endurezcan sus corazones (cfr. Salm. 95,8). La campana que suena hoy para llamarnos a la conversión, mañana sonará para llamar a los otros a despedirse de nosotros de este mundo; que no suceda que el día de la muerte nos sorprenda de improviso y nosotros, presa de temor, busquemos afanosamente un espacio de penitencia, tal vez sólo una Cuaresma más o una semana más y no la encontremos.

No estamos solos en este esfuerzo: Cristo viene con nosotros al desierto para luchar contra el mal que está dentro de nosotros. Él –nos dijo Pedro en la segunda lectura– ha muerto una vez por todas por nuestros pecados, justo por los injustos precisamente para esto, para reconducirnos a Dios, es decir, para hacer posible nuestra conversión.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia romana de S. Andrés “delle Fratre” (28-II-1982)

– Cristo salva con su Pasión y Resurrección

Las Palabras del Evangelista Marcos aluden al ayuno de Jesús de Nazaret durante cuarenta días, que cada año se refleja en la liturgia de la Cuaresma: “El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían” (Mc 1,12).

Después, tras el encarcelamiento de Juan Bautista, Jesús fue a Galilea y comenzó a enseñar. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en la Buena noticia” (Mc 1,15).

El ayuno de cuarenta días de Jesús de Nazaret fue una introducción al anuncio del Evangelio del reino de Dios. Este ayuno ha marcado el camino de la fe en las almas de los hombres, sin el que el Evangelio del reino queda cual grano arrojado en tierra estéril.

Este comienzo del Evangelio del reino, que llega a la Iglesia a través del ayuno de cuarenta días, la liturgia de hoy lo compara al arco iris que fue signo de alianza de Dios con los descendientes de Noé después del diluvio.

Con el Arca de Noé se compara también en la primera Carta de San Pedro Apóstol la Iglesia, en la que Cristo actúa incesantemente la obra de la redención, tras haber obtenido la victoria sobre la muerte y el pecado.

Pero el Arca de Noé fue un espacio cerrado. La obra de Cristo es ilimitada en el espacio y tiempo. La Iglesia está al servicio de esta obra como signo e instrumento.

Cristo, muerto una vez para siempre por los pecados, Justo por los injustos, para volvernos a llevar a Dios.

Cristo, sentado a la diestra de Dios porque subió a los cielos donde le están sometidos los Ángeles, Potestades y Dominaciones.

Este Cristo, en el Espíritu Santo, “fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes” (1 Pe 3,19), igual que en los días de Noé.

El mismo Cristo en el bautismo nos salva, es decir, nos redime, “no limpiando una suciedad corporal, sino impetrando de Dios una conciencia pura” (cf. 1 Pe 3,21): nos salva y redime gracias a su resurrección.

– El ayuno

De este modo, pues, la liturgia de este domingo inaugura el ayuno de la Cuaresma, basándose primero en el ejemplo de Cristo y luego en el poder redentor de Cristo que actúa en su Iglesia y en todo lo creado; en su poder redentor y santificador.

La Cuaresma es el camino que se abre ante nosotros.

Y por esto la Iglesia ora así hoy: “Señor enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas. Haz que camine en la verdad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador; en ti he esperado siempre” (Sal 25, 4-5).

La Cuaresma es la vía de la verdad, es el tiempo de despertar de las conciencias.

El hombre debe encontrarse en toda su verdad ante Dios. Asimismo debe releer la verdad en las enseñanzas divinas, de los mandatos divinos, de la voluntad divina; debe confrontar con estos la propia conciencia.

Por aquí pasa el camino de la salvación. Es el camino de la esperanza.

Y la Iglesia sigue orando de este modo: “Acuérdate, Señor, que tu ternura y tu fidelidad son eternas. Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor” (Sal 25,6-7). La Cuaresma es la vía de la verdad, el tiempo del despertar de las conciencias.

Pero sobre todo es el camino del amor y de la misericordia. Sólo mediante el amor, la verdad despierta al hombre a la vida. Sólo el amor, que es misericordia, enciende la esperanza.

El ayuno de la Cuaresma es un gran grito de Amor. Grito penetrante. Grito definitivo. Es el gran tiempo de la misericordia.

Y por ello la Iglesia sigue pidiendo en la liturgia de hoy: “El Señor es bueno, es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes” (Sal 25,8-9).

– Humildad y contrición

La Iglesia pide humildad para el corazón humano. Ora para que a través de la humildad el hombre se encuentre en la verdad, para que se encuentre en la verdad interior, y así llegue a encontrarse con el amor que es más fuerte que el pecado y la muerte, más fuerte que todos los males; para que se deje guiar por la Palabra divina. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).

Debemos repetir las palabras de San Pedro, Obispo de la Iglesia de Roma: “Cristo murió por los pecados de una vez para siempre, el inocente por los culpables para conducirnos a Dios” (1 Pe 3,18)

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez

Con la ceremonia de la imposición de la Ceniza, el miércoles pasado, comenzaba la Cuaresma, tiempo de preparación para la gran Solemnidad de la Pascua del Señor, su paso de la muerte a la vida, anticipo del que esperamos dar también nosotros. Un tiempo litúrgico fuerte que recuerda los cuarenta años de peregrinación del pueblo de Dios por el desierto hacia la Tierra Prometida; los cuarenta días de Moisés y Elías previos al encuentro con Dios; los de Jonás para alcanzar la penitencia y el perdón; y, sobre todo, los de Jesús antes del comienzo de su ministerio público. Un tiempo, pues, de profunda renovación interior.

La Iglesia hace un llamamiento apremiante a cada uno de nosotros para que, así como Jesús se entregó por espacio de cuarenta días a un ayuno riguroso y rechazó las tentaciones del enemigo, de igual modo nosotros ayunemos de toda palabra u obra que no sea grata a Dios, preparándonos con sinceridad de corazón a las celebraciones pascuales, preludio de la Pascua eterna que disfrutaremos un día.

En nuestra vida cristiana no debe extrañarnos la tendencia a la comodidad egoísta. El Señor permite la tentación porque, al superarla con la ayuda de su gracia, ella hace a la persona más madura, más comprensiva, más realista, encaminándola así hacia la eternidad. “Dichoso el varón que soporta la tentación porque, probado, recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a los que le aman” (Sant. 1, 12).

Cuaresma. Una oportunidad de oro para practicar por amor a Dios la oración, el ayuno y la limosna. Oración para conocer y amar cada día más a Jesucristo. Ayuno, no tanto del alimento cuanto de todo aquello que sabemos que desagrada a Dios. Limosna que, por ser un ejercicio de la virtud de la caridad, permite que nos acerquemos a la cumbre del vivir cristiano, porque la plenitud de la Ley de Dios es el amor.

Cuaresma. Una invitación a una profunda conversión que se traduzca en una piedad más sincera y constante, no abandonando la meditación de la Palabra de Dios, la Sta Misa y la Comunión con Él por motivos banales. Conversión que se refleje en un trabajo hecho de la mejor manera que sepamos y podamos, con ilusión por la obra bien hecha. Conversión que nos lleve a afrontar con ánimo deportivo las contrariedades y roces propios de toda convivencia, no volcando en los demás el vinagre del mal humor, del resentimiento. Conversión que lleve a una guarda decidida de los sentidos para proteger al corazón de la basura moral que, a veces, impregna el ambienta que nos rodea. En pocas palabras: en un empeño sostenido por apartar de nosotros pautas de comportamiento que desdicen de la conducta de un buen cristiano.

Decidámonos a acompañar estos días a Jesús contemplando su entereza al acercarse el momento de su Pasión y Muerte, valiéndonos de ese piadoso y estimulante ejercicio del Via Crucis, de la consideración de los Misterios de Dolor del Sto. Rosario, o de la lectura atenta de esas horas de dolor que nos ofrecen los Evangelistas.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“Tentado para parecerse a nosotros; vencedor para que nos parezcamos a Él”

* Gn 9,8-15: “El pacto de Dios con Noé salvado del diluvio”

* Sal 24,4bc-5ab.6-7bc.8-9: “Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad, para los que guardan tu alianza”

* 1P 3,18-22: “Actualmente os salva el bautismo”

* Mc 1,12-15: “Se dejaba tentar por Satanás, y los ángeles le servían”

Las palabras de Dios a la salida de Noé del Arca muestran que, mientras para los paganos la tormenta y la lluvia son señales de una ira imparable, aquí es Dios quien toma la iniciativa y ofrece su pacto (Alianza) figurada en el Arco Iris. El Señor no destruirá nada, ni hombres ni ser viviente alguno.

Para san Pedro, Noé es anuncio profético de Cristo: salvado de las aguas, es Cabeza de una humanidad que se libra del Diluvio. También hay cierta referencia a la Pascua (Muerte/Resurrección): las aguas ahogan y destruyen, pero también son causa de la vida.

El episodio del desierto de san Marcos, nos trae a la memoria el Éxodo y la experiencia del Pueblo de Dios en él. Pero lo fundamental es la llamada a la conversión. El “se ha cumplido el plazo” se plantea como llamamiento. Dios sabe aguardar, espera pacientemente la respuesta del hombre. Que Dios espere es señal de que quiere hacer al hombre la posibilidad de su conversión.

La tentación de sentirse instalado, acomodado, definitivamente situado, nos asalta a cualquiera en cualquier momento. Difícilmente cabe que así se sienta la posibilidad de cambiar. Que el Evangelio invite a confrontar la vida del creyente es exponente de cambio y conversión.

– El Reino de Dios está cerca:

“Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). «Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre inauguró en la tierra el Reino de los cielos» (LG 3). Pues bien, la voluntad del Padre es «elevar a los hombres a la participación de la vida divina» (LG 2). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra «el germen y el comienzo de este Reino» (LG 5)” (541).

– Las tentaciones de Jesús:

“Los Evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto... Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de Él «hasta el tiempo determinado» (Lc 4,13)” (538).

– “«No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón: «Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón... Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 21-24). «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este «dejarnos conducir» por el Espíritu Santo” (2848).

– “Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres... En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado” (Orígenes, or. 29) (2847).

La conversión no nos libra de la tentación, pero al que vuelve su corazón a Dios, Dios le regala la victoria de Jesucristo.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Las tentaciones de Jesús

– El Señor permite que seamos tentados para que crezcamos en las virtudes.

I. “La Cuaresma conmemora los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, como preparación de esos años de predicación, que culminan en la Cruz y en la gloria de la Pascua. Cuarenta días de oración y de penitencia. Al terminar, tuvo lugar la escena que la liturgia de hoy ofrece a nuestra consideración, recogiéndola en el Evangelio de la Misa: las tentaciones de Cristo.

Una escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender –Dios que se somete a la tentación, que deja hacer al Maligno–, pero que puede ser meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene.

Es la primera vez que interviene el diablo en la vida de Jesús, y lo hace abiertamente. Pone a prueba a Nuestro Señor; quizá quiere averiguar si ha llegado ya la hora del Mesías. Jesús se lo permitió para darnos ejemplo de humildad y para enseñarnos a vencer las tentaciones que vamos a sufrir a lo largo de nuestra vida: “como el Señor todo lo hacía para nuestra enseñanza –dice San Juan Crisóstomo–, quiso también ser conducido al desierto y trabar allí combate con el demonio, a fin de que los bautizados, si después del bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben por eso, como si no fuera de esperar”. Si no contáramos con las tentaciones que hemos de padecer abriríamos la puerta a un gran enemigo: el desaliento y la tristeza.

Quería Jesús enseñarnos con su ejemplo que nadie debe creerse exento de padecer cualquier prueba. “Las tentaciones de Nuestro Señor son también las tentaciones de sus servidores de un modo individual. Pero su escala, naturalmente, es diferente: el demonio no va a ofreceros a vosotros ni a mí –dice Knox– todos los reinos del mundo. Conoce el mercado y, como buen vendedor, ofrece exactamente lo que calcula que el comprador tomará. Supongo que pensará, con bastante razón, que la mayor parte de nosotros podemos ser comprados por cinco mil libras al año, y una gran parte de nosotros por mucho menos. Tampoco nos ofrece sus condiciones de modo tan abierto, sino que sus ofertas vienen envueltas en toda especie de formas plausibles. Pero si ve la oportunidad no tarda mucho en señalarnos a vosotros y a mí cómo podemos conseguir aquello que queremos si aceptamos ser infieles a nosotros mismos y, en muchas ocasiones, si aceptamos ser infieles a nuestra fe católica”.

El Señor, como se nos recuerda en el Prefacio de la Misa de hoy, nos enseña con su actuación cómo hemos de vencer las tentaciones y además quiere que saquemos provecho de las pruebas por las que vamos a pasar. Él “permite la tentación y se sirve de ella providencialmente para purificarte, para hacerte santo, para desligarte mejor de las cosas de la tierra, para llevarte a donde Él quiere y por donde Él quiere, para hacerte feliz en una vida que no sea cómoda, y para darte madurez, comprensión y eficacia en tu trabajo apostólico con las almas, y... sobre todo para hacerte humilde, muy humilde”. Bienaventurado el varón que soporta la tentación –dice el Apóstol Santiago– porque, probado, recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a los que le aman.

– Las tentaciones de Jesús. El demonio nos prueba de modo parecido.

II. El demonio tienta aprovechando las necesidades y debilidades de la naturaleza humana.

El Señor, después de haber pasado cuarenta días y cuarenta noches ayunando, debe encontrarse muy débil, y siente hambre como cualquier hombre en sus mismas circunstancias. Este es el momento en que se acerca el tentador con la proposición de que convierta las piedras que allí había en el pan que tanto necesita y desea.

Y Jesús no sólo rechaza el alimento que su cuerpo pedía, sino que aleja de sí una incitación mayor: la de usar del poder divino para remediar, si podemos hablar así, un problema personal (...).

Generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve de su poder de Dios para huir de las dificultades o del esfuerzo. Que nos enseña a ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza humana y divina de saborear las consecuencias del entregamiento.

Nos enseña también este pasaje del Evangelio a estar particularmente atentos, con nosotros mismos y con aquellos a quienes tenemos una mayor obligación de ayudar, en esos momentos de debilidad, de cansancio, cuando se está pasando una mala temporada, porque el demonio quizá intensifique entonces la tentación para que nuestras vidas tomen otros derroteros ajenos a la voluntad de Dios.

En la segunda tentación, el diablo lo llevó a la Ciudad Santa y lo puso sobre el pináculo del Templo. Y le dijo: Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo. Pues escrito está: Dará órdenes acerca de ti a sus ángeles de que te lleven en sus manos, no sea que tropiece tu pie contra alguna piedra. Y le respondió Jesús: Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios.

Era en apariencia una tentación capciosa: si te niegas, demostrarás que no confías en Dios plenamente; si aceptas, le obligas a enviar, en provecho personal, a sus ángeles para que te salven. El demonio no sabe que Jesús no tendría necesidad de ángel alguno.

Una proposición parecida, y con un texto casi idéntico, oirá el Señor ya al final de su vida terrena: Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él.

Cristo se niega a hacer milagros inútiles, por vanidad y vanagloria. Nosotros hemos de estar atentos para rechazar, en nuestro orden de cosas, tentaciones parecidas: el deseo de quedar bien, que puede surgir hasta en lo más santo; también debemos estar alerta ante falsas argumentaciones que pretendan basarse en la Sagrada Escritura, y no pedir (mucho menos exigir) pruebas o señales extraordinarias para creer, pues el Señor nos da gracias y testimonios suficientes que nos indican el camino de la fe en medio de nuestra vida ordinaria.

En la última de las tentaciones, el demonio ofrece a Jesús toda la gloria y el poder terreno que un hombre puede ambicionar. Le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: –Todas estas cosas te daré si postrándote delante de mí, me adoras. El Señor rechazó definitivamente al tentador.

El demonio promete siempre más de lo que puede dar. La felicidad está muy lejos de sus manos. Toda tentación es siempre un miserable engaño. Y para probarnos, el demonio cuenta con nuestras ambiciones. La peor de ellas es la de desear, a toda costa, la propia excelencia; el buscarnos a nosotros mismos sistemáticamente en las cosas que hacemos o proyectamos. Nuestro propio yo puede ser, en muchas ocasiones, el peor de los ídolos.

Tampoco podemos postrarnos ante las cosas materiales haciendo de ellas falsos dioses que nos esclavizarían. Los bienes materiales dejan de ser bienes si nos separan de Dios y de nuestros hermanos los hombres.

Tendremos que vigilar, en lucha constante, porque permanece en nosotros la tendencia a desear la gloria humana, a pesar de haberle dicho muchas veces al Señor que no queremos otra gloria que la suya. También a nosotros se dirige Jesús: Adorarás al Señor Dios tuyo; y a Él solo servirás. Y eso es lo que deseamos y pedimos: servir a Dios en la vocación a la que nos ha llamado.

– El Señor está siempre a nuestro lado. Armas para vencer.

III. El Señor está siempre a nuestro lado, en cada tentación, y nos dice Confiad: Yo he vencido al mundo. Y nosotros nos apoyamos en Él, porque, si no lo hiciéramos, poco conseguiríamos solos: Todo lo puedo en Aquel que me conforta. El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?.

Podemos prevenir la tentación con la mortificación constante en el trabajo, al vivir la caridad, en la guarda de los sentidos internos y externos. Y junto a la mortificación, la oración: Velad y orad para no caer en la tentación. También debemos prevenirla huyendo de las ocasiones de pecar, por pequeñas que sean, pues el que ama el peligro perecerá en él, y teniendo el tiempo bien ocupado, principalmente cumpliendo bien nuestros deberes profesionales, familiares y sociales.

Para combatir la tentación “habremos de repetir muchas veces y con confianza la petición del padrenuestro: no nos dejes caer en la tentación, concédenos la fuerza de permanecer fuertes en ella. Ya que el mismo Señor pone en nuestros labios tal plegaria, bien estará que la repitamos continuamente.

“Combatimos la tentación manifestándosela abiertamente al director espiritual, pues el manifestarla es ya casi vencerla. El que revela sus propias tentaciones al director espiritual puede estar seguro de que Dios otorga a éste la gracia necesaria para dirigirle bien”.

Contamos siempre con la gracia de Dios para vencer cualquier tentación. “Pero no olvides, amigo mío, que necesitas de armas para vencer en esta batalla espiritual. Y que tus armas han de ser éstas: oración continua; sinceridad y franqueza con tu director espiritual; la Santísima Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia; un generoso espíritu de cristiana mortificación que te llevará a huir de las ocasiones y evitar el ocio; la humildad del corazón, y una tierna y filial devoción a la Santísima Virgen: Consolatrix afflictorum et Refugium peccatorum, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores. Vuélvete siempre a Ella confiadamente y dile: Mater mea, fiducia mea; ¡Madre mía, confianza mía!”.

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Rev. D. Joan MARQUÉS i Suriñach (Girona) (www.evangeli.net)

«El Espíritu empujó a Jesús al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás»

Hoy, la Iglesia celebra la liturgia del Primer Domingo de Cuaresma. El Evangelio presenta a Jesús preparándose para la vida pública. Va al desierto donde pasa cuarenta días haciendo oración y penitencia. Allá es tentado por Satanás.

Nosotros nos hemos de preparar para la Pascua. Satanás es nuestro gran enemigo. Hay personas que no creen en él, dicen que es un producto de nuestra fantasía, o que es el mal en abstracto, diluido en las personas y en el mundo. ¡No!

La Sagrada Escritura habla de él muchas veces como de un ser espiritual y concreto. Es un ángel caído. Jesús lo define diciendo: «Es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). San Pedro lo compara con un león rugiente: «Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe» (1Pe 5,8). Y Pablo VI enseña: «El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser obscuro y perturbador existe realmente y que continúa actuando».

¿Cómo? Mintiendo, engañando. Donde hay mentira o engaño, allí hay acción diabólica. «La más grande victoria del Demonio es hacer creer que no existe» (Beaudelaire). Y, ¿cómo miente? Nos presenta acciones perversas como si fuesen buenas; nos estimula a hacer obras malas; y, en tercer lugar, nos sugiere razones para justificar los pecados. Después de engañarnos, nos llena de inquietud y de tristeza. ¿No tienes experiencia de eso?

¿Nuestra actitud ante la tentación? Antes: vigilar, rezar y evitar las ocasiones. Durante: resistencia directa o indirecta. Después: si has vencido, dar gracias a Dios. Si no has vencido, pedir perdón y adquirir experiencia. ¿Cuál ha sido tu actitud hasta ahora?

La Virgen María aplastó la cabeza de la serpiente infernal. Que Ella nos dé fortaleza para superar las tentaciones de cada día.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Vencer las tentaciones

«No tentarás al Señor, tu Dios» (Mt 4, 7).

Eso dice la Escritura.

¿Cuáles son tus tentaciones, sacerdote?

¿Las conoces?

¿Te conoces?

¿Las aceptas?

¿Las rechazas?

¿Las evitas, o facilitas la ocasión para que la tentación se convierta para ti en pecado?

¿Reconoces tu debilidad y luchas, o pretendes ser tan fuerte y tu soberbia te vence?

¿Buscas ayuda, sacerdote, o pretendes dominar tus pasiones y justificar tus acciones por ti mismo?

Eso, sacerdote, es tentar al Señor tu Dios, porque también está escrito que tú tienes un tesoro, pero lo llevas en vasija de barro.

La mejor estrategia para vencer una batalla es conocer al enemigo.

Sacerdote, el enemigo lo conoces cuando te conoces a ti mismo y conoces las debilidades que el pecado original ha dejado como herida en tu humanidad, por la que ha debilitado tu carne.

Si conoces, sacerdote, esa herida, si identificas tus debilidades, entonces conocerás al enemigo, porque él te conoce bien, y él es el que ha ocasionado esa herida en la que él mismo se expone, se refleja y manifiesta su poder sobre ti.

Pero el enemigo, sobre tu Señor no tiene ningún poder. Por tanto, si estás solo, sacerdote, puedes perder, pero si es tu Señor quien vive en ti, Él gana las batallas por ti.

Pero, ante la tentación, se requiere tu voluntad entregada a tu Señor, para que Él pueda actuar, porque lo que está en juego es tu libertad y Él la respeta, es tuya. Y en esa libertad, es precisamente en donde la tentación tiene lugar, y el enemigo te acecha, te conoce, sabe tu debilidad y tu flaqueza.

Él no quiere el barro, quiere el tesoro, pero para robar el tesoro él destruye el barro.

El tesoro es tu fe y tu libertad, por la que ganas o pierdes la vida que tu Señor ya ha ganado para ti, con su vida.

El barro eres tú, sacerdote, es tu alma, y es tu voluntad, por la que decides ganar o perder la vida, ser libre o permanecer atado a las cadenas del mundo, vivir con Cristo, por Él y en Él, o vivir esclavizado a tus pasiones, accediendo a las tentaciones en un mundo de pecado que te lleva a la muerte.

Sacerdote, tú no tienes un Señor lejano que no te comprenda.

Tú tienes un Señor, que, siendo Dios, se ha hecho hombre para ser el Sumo y Eterno Sacerdote, que ha sido tentado, que ha sido probado en todo como los hombres menos en el pecado, y que ha sabido resistir como hombre, sufriendo como hombre y venciendo como hombre, con ayuda de Dios, al enemigo, usando la Palabra de Dios, que es viva y eficaz como espada de dos filos, y es arma poderosa a la que no puede vencer el enemigo.

Sigue sus pasos, sacerdote. Él es tu Maestro. Él te enseña el camino. Escucha su Palabra y ponla en práctica, y no te dejes vencer por las tentaciones del enemigo.

Conócete, sacerdote, para que descubras en tu barro las grietas que te hacen frágil y que te quiebran, porque hacen débil tu voluntad.

Y pídele a tu Señor que te fortalezca, para que tu voluntad sepa alejarte de la ocasión que te lleva a perder la batalla y a entregarte en los brazos del enemigo.

Conócete, sacerdote: para eso es la mortificación, para que descubras tus flaquezas y le ruegues a tu Señor que te dé su gracia, para que tú te gloríes en tu flaqueza, porque es ahí en donde tu Señor manifiesta su fuerza.

Pídele a tu Señor que habite en ti, y que no te deje caer en tentación.

Eso, sacerdote, se hace en la oración.

Haz conciencia sacerdote, medita en tu corazón y descubre en tu pasado, en tu presente y en tu futuro:

¿Cuáles son tus tentaciones?

¿Cuáles son tus debilidades?

¿Cuáles son tus pasiones?

¿Son recurrentes tus pecados?

¿Has facilitado tú mismo las ocasiones?

¿Cuáles son tus pecados recurrentes?

Y de esos pecados, ¿verdaderamente te arrepientes?

¿Los confiesas?

¿Pides perdón y recibes, sacerdote, de otro como tú, la absolución?

Pide a tu Señor la gracia. Pero recuerda, sacerdote, que la gracia para resistir a toda tentación y al pecado, la recibes en el sacramento de la Confesión, a través de la reconciliación con aquel que es tu fortaleza, y por quien tú vives y luchas para ganar todas las batallas.

Pídele a tu Señor la protección de su Madre, porque a ella el enemigo le teme, y se aleja, porque ella pisa su cabeza, y lo vence con el poder del fruto que lleva en su vientre.

Pídele a ella, sacerdote, la gracia de la humildad, para que sepas reconocer en ti tu debilidad; y en tus tentaciones, las acechanzas del enemigo.

Pídele que proteja tu tesoro, para que no sea robado, mientras fortaleces el barro alimentándolo con la Palabra que sale de la boca de tu Señor, porque no solo de pan vive el hombre.

Rechaza las doctrinas extrañas y los ídolos que te prometen poder. Solo a tu Señor debes adorar, y solo a Él debes servir.

Eres suyo, sacerdote.

Él te protege de toda apostasía, cuando lo adoras en la Eucaristía.

Es con la fe que resistes a las tentaciones.

Es por la fe que te arrepientes y confiesas tus pecados.

Es en la fe que confirmas con libertad, y por tu propia voluntad, que solo a Dios le perteneces.

Pero ten cuidado, sacerdote. No pongas en duda ni en prueba el amor de tu Señor por ti, ni su poder, porque Él es el amor y tiene todo el poder, pero tú nada mereces, y su gracia te basta.

(Espada de Dos Filos II, n. 5)

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