Domingo 2 de Cuaresma (Ciclo C)

Escrito el 21/06/2025
Julia María Haces

Domingo II de Cuaresma (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
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  • FRANCISCO – Ángelus 2014 - 2019
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  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
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  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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DEL MISAL MENSUAL

APRENDER A ESCUCHAR

Gén 15, 5-12. 17-18; Flp 3, 7-14: Lc 9, 28-36

Entre el relato de la transfiguración y el relato de la aparición del Señor a Abrahán hay un aire de familia. Los protagonistas de ambos acontecimientos habían desarrollado la capacidad de escuchar y contemplar. Abrahán no vivía ensimismado en sus afanes cotidianos. El pastoreo, las rivalidades con los demás pastores, los desafíos de saberse viejo y sin descendencia no le habían arrancado la capacidad de atender al llamado de Dios. Del mismo modo, los discípulos que acompañaban al Señor Jesús en la montaña de la transfiguración, tenían sus propios afanes y sin embargo, se mantenían abiertos a la novedad que Dios les revelaría a través de Jesús. La visión y la audición quedaron vivamente grabadas en su memoria. Desde esa experiencia pudieron remontar la dolorosa noticia de la pasión del Señor.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 24. 6. 3. 22

Mi corazón me habla de ti diciendo: “Busca su rostro”. Tu faz estoy buscando, Señor; no me escondas tu rostro.

ORACIÓN COLECTA

Señor, Dios, que nos mandaste escuchar a tu Hijo muy amado, dígnate alimentarnos íntimamente con tu palabra, para que, ya purificada nuestra mirada interior, nos alegremos en la contemplación de tu gloria. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Dios hace una alianza con Abram

Del libro del Génesis: 15, 5-12.17-18

En aquellos días, Dios sacó a Abram de su casa y le dijo: “Mira el cielo y cuenta las estrellas, si puedes”. Luego añadió: “Así será tu descendencia”. Abram creyó lo que el Señor le decía y, por esa fe, el Señor lo tuvo por justo.

Entonces le dijo: “Yo soy el Señor, el que te sacó de Ur, ciudad de los caldeos, para entregarte en posesión esta tierra”. Abram replicó: “Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?”. Dios le dijo: “Tráeme una ternera, una cabra y un carnero, todos de tres años; una tórtola y un pichón”.

Tomó Abram aquellos animales, los partió por la mitad y puso las mitades una enfrente de la otra, pero no partió las aves. Pronto comenzaron los buitres a descender sobre los cadáveres y Abram los ahuyentaba.

Estando ya para ponerse el sol, Abram cayó en un profundo letargo, y un terror intenso y misterioso se apoderó de él. Cuando se puso el sol, hubo densa oscuridad y sucedió que un brasero humeante y una antorcha encendida, pasaron por entre aquellos animales partidos.

De esta manera hizo el Señor, aquel día, una alianza con Abram, diciendo:

“A tus descendientes doy esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río Éufrates”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 26, 1. 7-8. 9abc. 13-14

R/. El Señor es mi luz y mi salvación.

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién podrá hacerme temblar? R/.

Oye, Señor, mi voz y mis clamores y tenme compasión; el corazón me dice que te busque y buscándote estoy. R/.

No rechaces con cólera a tu siervo, tú eres mi único auxilio; no me abandones ni me dejes solo, Dios y salvador mío. R/.

La bondad del Señor espero ver en esta misma vida Ármate de valor y fortaleza y en el Señor confía. R/.

SEGUNDA LECTURA

Cristo transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso semejante al suyo.

De la carta del apóstol san Pablo a los filipenses 3, 17-4, 1

Hermanos: Sean todos ustedes imitadores míos y observen la conducta de aquellos que siguen el ejemplo que les he dado a ustedes. Porque, como muchas veces se lo he dicho a ustedes, y ahora se lo repito llorando, hay muchos que viven como enemigos de la cruz de Cristo. Esos tales acabarán en la perdición, porque su dios es el vientre, se enorgullecen de lo que deberían avergonzarse y sólo piensan en cosas de la tierra.

Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos que venga nuestro salvador, Jesucristo. El transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo, en virtud del poder que tiene para someter a su dominio todas las cosas

Hermanos míos, a quienes tanto quiero y extraño: ustedes, hermanos míos amadísimos, que son mi alegría y mi corona, manténganse fieles al Señor.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Mt 17, 5

R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.

En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre, que decía: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”. R/.

EVANGELIO

Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 9, 28-36

En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén.

Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando éstos se retiraban, Pedro le dijo a Jesús: “Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía.

No había terminado de hablar, cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos, al verse envueltos por la nube, se llenaron de miedo. De la nube salió una voz que decía: “Éste es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo.

Los discípulos guardaron silencio y por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Te rogamos, Señor, que estos dones borren nuestros pecados y santifiquen el cuerpo y el alma de tus fieles, para celebrar dignamente las fiestas pascuales. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

La transfiguración del Señor.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar; Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro. Porque él mismo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección. Por eso, como los ángeles te cantan en el cielo, así nosotros en la tierra te aclamamos, diciendo sin cesar: Santo, Santo, Santo...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 17, 5

Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escúchenlo.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Al recibir, Señor, este glorioso sacramento, queremos darte gracias de todo corazón porque así nos permites, desde este mundo, participar ya de los bienes del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO

Bendice, Señor, a tus fieles con una bendición perpetua, y haz que de tal manera acojan el Evangelio de tu Hijo, que puedan debida y felizmente desear y alcanzar la gloria que él manifestó a los apóstoles. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

La Alianza con Abrahán (Gn 15,5-12.17-18)

1ª lectura

Se le pidió a Abrahán un acto de fe en la palabra de Dios, y Abrahán creyó lo que Dios le decía. Por eso agradó a Dios y fue considerado justo. De ahí que Abrahán quede constituido como el padre de todos aquellos que creen en Dios y en su palabra de salvación.

A la luz de este pasaje, San Pablo verá en la figura de Abrahán el modelo de cómo el hombre llega a ser justo ante Dios: por la fe en su palabra, siendo la palabra definitiva el anuncio de que Dios nos salva mediante la muerte y la resurrección de Jesucristo. De este mo­do, Abrahán no sólo llega a ser el padre del pueblo hebreo según la carne, sino también el padre de quienes sin ser he­breos han venido a formar parte del nuevo pueblo de Dios mediante la fe en Jesucristo: «Pues decimos: a Abrahán la fe se le contó como justicia. ¿Cuándo, pues, le fue tenida en cuenta?, ¿cuando era circunciso o cuando era incircunciso? No cuando era circunciso, sino cuando era incircunciso. Y recibió la señal de la circuncisión como sello de justicia de aquella fe que había recibido cuando era incircunciso, a fin de que él fuera padre de todos los creyentes incircuncisos, para que también a éstos la fe se les cuente como justicia; y padre de la circuncisión, para aquellos que no sólo están circuncisos, sino que también siguen las huellas de la fe de nuestro padre Abrahán, cuando aún era incircunciso» (Rm 4,9-12).

La fe de Abrahán se manifiesta en su obediencia a Dios: cuando salió de su tierra (cfr 12,4) y cuando más tarde estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo (cfr 22,1-4). Este aspecto de la obediencia de Abrahán es el que pondrá especialmente de relieve la Epístola de Santiago, invitando a los cristianos a dar pruebas de la autenticidad de la fe mediante la obediencia a Dios y las buenas obras: «Abrahán, nuestro padre, ¿acaso no fue justificado por las obras, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y cómo la fe alcanzó su perfección por las obras? Y así se cumplió la Escritura que dice: “Creyó Abrahán a Dios y le fue contado como justicia”, y fue llamado amigo de Dios» (St 2,21-23).

Se pone de relieve con extraordinaria fuerza la firmeza de la promesa divina de la tierra. Para ello Dios ordena hacer un rito de alianza en el que se es­cenifica el compromiso adquirido por ambas partes. Según ese antiguo rito (cfr Jr 34,18), el paso de los que hacían el pacto entre las víctimas divididas en dos significaba que también debería ser descuartizado quien lo quebrantase. El texto muestra, precisamente, que Dios, representado en la antorcha de fuego, pasó entre las mitades ensangrentadas de las víctimas, rubricando de este modo su pro­mesa.

Así presenta el libro del Génesis el derecho que el pueblo de Israel tiene a la tierra de Canaán, dando razón, al mismo tiempo, de por qué sólo había llegado a pertenecerles en época reciente, después de la salida de Egipto. En el mismo acto de la promesa entra ya, en forma de una oscura premonición a Abrahán, el anuncio de las tribulaciones que el pueblo habría de sufrir hasta su cumplimiento. Se da explicación también de por qué Dios ha quitado la tierra a los cananeos, designados aquí como amorreos: porque se ha colmado su maldad. Dios aparece de este modo como Señor de la tierra y de la historia.

Transformará nuestro cuerpo en cuerpo glorioso (Flp 3,174,1)

2ª lectura

La imitación de los santos —y no la de los enemigos de la cruz del Señor— es camino seguro para ser eficaces en el servicio a Dios y a los demás. Como ciudadanos del Cielo los cristianos debemos vivir una vida alegre y confiada, propia de hijos de Dios, que se funda en la esperanza de la venida del Señor y de la resurrección.

Además, conviene observar la actitud pastoral de San Pablo. Él mismo da ejemplo con su vida de todo lo que predica. «¡No hay mejor enseñanza que el ejemplo del maestro! —exclama San Juan Crisóstomo, comentando este pasaje—. Por este camino el maestro está seguro de lograr que el discípulo se decida a seguirlo. Hablad con sabiduría, instruid con toda la elocuencia posible (...), pero vuestro ejemplo causará una impresión más fuerte y más decisiva (...). Cuando vuestras obras sean consecuentes con vuestras palabras, no habrá nada que se os pueda objetar» (In Philippensesad loc.).

La exhortación del v. 17 no debe interpretarse como una falta de humildad. En otras cartas también San Pablo anima a los cristianos a que le imiten. Pero en 1 Co 11,1 precisa que deben imitarle en cuanto que él es imitador de Cristo. La verdadera humildad no está reñida con un reconocimiento de las propias virtudes, mientras no se pierda de vista que todo lo bueno que uno tiene es recibido de Dios.

La Transfiguración de Jesús (Lc 9,28b-36)

Evangelio

La Transfiguración es uno de los escasos episodios del evangelio conectado cronológicamente con otro: fue «unos ocho días después» (v. 28; «seis días después», según Mt 17,1 y Mc 9,2) de la confesión de Pedro. El vínculo entre los dos episodios es también ­temático: cuanto iba a «cumplirse en Jerusalén» (v. 31) es camino para la «gloria» (v. 32) de Jesús; la cruz anunciada un poco antes (9,22-23) no es el lance final, es sólo un paso para la glorificación: «Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para “entrar en su gloria” es necesario pasar por la cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como Siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: “Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa” (Sto. Tomás de Aquino, S. th. 3,45,4 ad 2)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 555).

Jesucristo con su Transfiguración fortalece la fe de sus discípulos mostrando en su Humanidad un indicio de la gloria que iba a tener después de la resurrección. No en vano los tres discípulos que le acompañan ahora (v. 28) son los tres que estarán más cerca de su agonía en Getsemaní (Mt 26,37; Mc 14,33). Con esta manifestación gloriosa fortalece su esperanza: «Para que alguien se mantenga en el recto camino hace falta que conozca previamente, aunque sea de modo imperfecto, el término de su andar (...). Y esto es tanto más necesario, cuanto más difícil y arduo es el camino y fatigoso el viaje, y alegre en cambio el final» (Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae 3,45,1).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

La Transfiguración

¿Por qué afirmó el evangelista: a los ocho días de dichas estas palabras? ¿No será, acaso, porque quien oye las palabras de Cristo y cree en ellas, verá su gloria en el tiempo de su resurrección? En realidad, la resurrección se llevó a cabo en el octavo día, y, por eso muchas veces los salmos llevan como título: para la octava. Puede ser también que con ello nos quiera mostrar por qué Él había dicho que todo el que, por causa de la palabra de Dios, pierde su alma, la salvará, porque cumplirá en él sus promesas en el día de la resurrección.

Pero Mateo y Marcos mencionan que fueron conducidos seis días después. Y, por lo mismo, nosotros podemos decir que esto tuvo lugar después de seis mil años —pues mil años ante los ojos de Dios son como un día (Ps 89,4)—, pero se puede decir también que más de seis mil años, y preferimos ver los seis días como un símbolo, ya que en seis días fue creado todo el mundo, y esto para que por el tiempo comprendamos las obras y por éstas el mundo. Así es como se nos ha revelado la resurrección futura que tendrá lugar al fin del mundo, o puede ser también que aquel que ha ascendido sobre la tierra, espere, sentado en lo alto del cielo, el fruto eterno de la resurrección futura.

Por eso hemos de trascender las cosas del mundo para poder ver a Dios cara a cara. Sube a un monte, anuncia a Sión la buena nueva (Is 40,9). Si debe subir a un monte quien anuncia a Sión, ¿cuánto más el que predica a Cristo y a Cristo que resucita para la gloria? No hay duda que ha habido muchos que vieron su cuerpo; ya que muchos hemos conocido a Cristo según la carne, pero ahora ya no es así (2 Cor 5,16).

Muchos lo hemos conocido porque lo hemos visto —he aquí que lo hemos visto y no tenía figura ni hermosura (Is 53,2)—; sin embargo, sólo tres, y éstos elegidos, fueron llevados al monte. Si no atendiese a la condición de elegidos, yo creería que en estos tres está simbolizado místicamente todo el género humano, ya que todos los hombres descienden de los tres hijos de Noé. Quizás quiera enseñarnos que, entre todos los hombres, solamente merezcan llegar a la gracia de la resurrección los que hubieren confesado a Cristo, ya que los impíos no resucitarán para el juicio (Ps 1,5), aunque serán castigados en virtud de un juicio, de algún modo celebrado. Tres, pues, son elegidos para subir al monte, y se escoge a dos para aparecer junto al Señor. Ambos números parecen sagrados. Y la razón es porque, seguramente ninguno puede contemplar la gloria de la resurrección, sin que haya creído perfectamente el misterio de la Trinidad con una fe pura y sincera. Así, pues, subieron Pedro, que fue quien recibió las llaves del reino de los cielos; Juan, a quien encomendó su Madre, y Santiago, que fue el primero en tomar posesión del trono sacerdotal.

Entonces aparecen Moisés y Elías, es decir, la Ley y la Profecía, con el Verbo; en realidad, ni la Ley puede existir sin el Verbo ni profeta alguno puede haber vaticinado algo que no se refiera al Hijo de Dios. Y con esa gloria corporal es, sin duda, como contemplaron a Moisés y a Elías los “Hijos del Trueno”; pero también nosotros vemos diariamente a Moisés con el Hijo de Dios, ya que, al leer amarás al Señor tu Dios, contemplamos la Ley en el Evangelio; como también vemos a Elías con el Verbo cuando leemos: He aquí que una virgen concebirá en su seno (Is 7,14) 8.

Por eso añade muy bien Lucas a este propósito que hablaban de su muerte, la cual había de cumplirse en Jerusalén. No hay duda que los misterios te instruyen acerca de su muerte. Y también hoy nos enseña Moisés y nos habla Elías, y hoy también podemos ver a Moisés en un alto grado de gloria. ¿Quién no va a tener esa posibilidad, cuando el mismo pueblo judío lo pudo ver y, aún más, lo vio? El contempló el rostro glorificado de Moisés, pero se les interpuso un velo, ya que no subió al monte, que fue la razón por la que cayó en el error. Quien sólo contempló a Moisés no pudo ver al mismo tiempo al Verbo de Dios.

Descubramos, por tanto, nuestro rostro para que podamos contemplar a cara descubierta la gloria de Dios y nos transemos en la misma imagen (2 Cor 3,18). Subamos al monte, imploremos al Verbo de Dios, que, “ya que es fuerte y avanza majestuosamente y reina” (Ps 44,3), se nos aparezca en su esplendor y belleza. Sin embargo, todo esto es un misterio y encierra en sí mismo una realidad más profunda; es decir, que para ti, el Verbo aumenta o decrece según tu capacidad, y, si no subes más alto de la prudencia, no se te aparecerá la Sabiduría ni entenderás los misterios, ni cuánta gloria y hermosura se encuentra escondida en el Verbo de Dios, sino que para ti este Verbo será como un cuerpo desprovisto de todo esplendor y hermosura (Is 53,2ss), o un hombre hecho una llaga, que soporta nuestras enfermedades, o, finalmente, una especie de palabra pronunciada por un hombre que, aunque vestida con el ropaje de las letras, no tiene ningún fulgor, propio del poder del Espíritu. Pero, por el contrario, si, mientras contemplas al hombre, crees firmemente que ese cuerpo fue engendrado por la Virgen, y, poco a poco, la fe va penetrando en su procedencia del Espíritu de Dios, entonces es cuando comienzas a subir al monte. Si comprendes que el que pende de la cruz está como dominador de la muerte, y no como vencido, sino como vencedor, y que la tierra tembló, el sol se ocultó, las tinieblas invadieron los ojos de los incrédulos, los sepulcros se abrieron, los muertos resucitaron, y todo esto para que fuera una señal de que aquel pueblo gentil, que estaba muerto para Dios, procede, por así decirlo, de las, llagas abiertas de su cuerpo, y que El después resucitó, bañado por la luz de la cruz; si te das cuenta plena de este misterio, has subido a un monte muy alto y, allí, contemplarás otras grandezas del Verbo.

Se veían en Él vestidos propios de la parte superior de la persona y otros de la inferior. Parece posible que los vestidos del Verbo simbolicen las palabras de la Escritura, como si fueran una especie de indumentaria del pensamiento divino, porque, del mismo modo que a Pedro, Juan y Santiago se les apareció con otro aspecto y su vestido resplandeció de blancura, así también el sentido de las divinas Escrituras se te hará transparente a los ojos de tu inteligencia. Así es como la palabra divina se vuelve como la nieve, y los vestidos del Verbo se blanquean con una intensidad como no lo puede blanquear lavandero alguno sobre la tierra (Mc 9,26).

Tratemos de buscar a este lavandero y a esta nieve. Leemos que Isaías subió a la finca de un lavandero (Is 7,3). Ahora bien, ¿quién es esté lavandero, sino Aquel que tiene casi por oficio lavar nuestros pecados? El mismo es quien ha dicho: aunque vuestros delitos fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve (Is 1,18). ¿Quién es este lavandero, sino el que, una vez que nos hubo borrado todos los pecados corporales, se dedicó a poner al sol divino los vestidos de nuestro espíritu y el ropaje de nuestras virtudes?

También tengo oído, y tomo con esto un argumento para refutar a los adversarios, que alguien ha comparado la elocuencia de dos hombres prudentes a la nieve y a las abejas. También he visto que David dijo:

¡Cuán dulce son a mi paladar tus preceptos, ellos son para mi boca más agradables que la miel! (Ps 118,103), y más adelante: Tu palabra es para mis pies como esa antorcha, es la luz de mis pasos (ibíd., 105). La palabra de Dios es luz y es nieve. La palabra de Dios supera a la miel del panal (Ps 18,11), porque de los labios divinos proceden palabras más dulces que la miel y su claro mensaje desciende suavemente como la nieve a llenar palabras vacías. En verdad, este lenguaje que, descendiendo del cielo a la tierra, fecundó los campos áridos de nuestros corazones, sólo puede ser comparado a la nieve. Y para ver que esto no es algo arbitrario, sino que es una deducción sacada del texto de la Escritura, el mismo Dios lo atestigua, diciendo: Caiga a gotas como la lluvia mi doctrina y desciendan mis palabras como el rocío, como la llovizna sobre la hierba, como la nieve sobre el césped (Deut 32,2).

¡Ojalá, Señor Jesús, reverdezca mi alma con el rocío lluvia! ¡Ojalá empapes mi tierra con el candor de esa nieve, para que las partes áridas de mi cuerpo en primavera no se agosten por un calor prematuro, antes bien, la semilla de la palabra celestial, oculta en la tierra, se fecundice al ponerse en contacto con esa nieve que alimenta! Cuando la nieve visita la tierra, las aves del cielo no tienen dónde habitar, pero gracias a ella la recolección del trigo se lleva a cabo con más exuberancia que de ordinario.

Pedro contempló este espectáculo, como también lo vieron los que con él estaban, aunque estuvieron dominados por el sueño; y es que, el esplendor incomprensible de la divinidad hace callar por completo los sentidos de nuestro cuerpo. En efecto, si la pupila de los ojos de la carne no puede aguantar la incidencia de un rayo de sol de frente, ¿cómo la corrupción, propia de los miembros humanos, podrá soportar la gloria de Dios? Y por eso el cuerpo, una vez desligado de las torpezas de los vicios, adquiere una forma más pura y sutil. Y quizás era por esto por lo que se dejaron dominar por el sueño, con el fin de contemplar la imagen de la resurrección después del descanso. Y así, al despertar, pudieron ver su majestad; pues para poder ver la gloria de Cristo hay que estar vigilando. Pedro se extasió de alegría, y los placeres de este mundo ya no le atraían, antes, por el contrario, fue conquistado por la belleza de la resurrección.

Y exclamó: ¡Qué agradable nos resulta estar aquí! —también otro ha dicho : En verdad, para mí es mucho mejor morir y estar con Cristo (Phil 1,23)—, pero, no contento con la alabanza, ofrece el servicio de una entrega común y, cual laborioso obrero, no sólo llevado de un sentimiento, sino también con una disposición efectiva, que es más excelente, se presta a edificar tres tiendas. Y aunque es cierto que no sabía lo que decía, sin embargo, prometía su trabajo, en el cual no era una petulancia irreflexiva, sino una entrega, a la verdad, poco madura, la que multiplicaba los frutos de la piedad. Realmente lo que no sabía era fruto de su condición humana, pero lo que prometía era un producto de su deseo de entrega. Es cierto que la humana condición, mientras vive en este corruptible y mortal cuerpo, no sabe fabricar una morada digna de Dios. Por tanto, no presumas entender lo que no te es lícito saber, sea en lo tocante al alma, al cuerpo o a otras realidades. Pues si Pedro no lo logró comprender, ¿cómo lo vas a poder entender tú? Si lo ignoró aquel que se había entregado y que, a causa de su grandeza de alma, no conocía los límites del cuerpo, ¿cómo lo vamos a comprender nosotros que, por una especie de torpor de la mente, nos encontramos prisioneros en la cárcel de la carne? Con todo, la completa entrega fue del agrado de Dios.

Y mientras decía esto, apareció una nube que los cubrió. Esta sombra procede del Espíritu divino, y es una sombra que no oscurece los corazones de los hombres, sino que les revela las cosas ocultas. Es la misma que aquella de la que se hace mención en otro lugar cuando dice el ángel: y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc 1,35). Y el resultado aparece cuando oye la voz que dice:

Este es mi Hijo muy amado, oídle, que es lo mismo que el Hijo no es ni Elías ni Moisés, sino solamente este que veis; pues aquéllos se retiraron hacia atrás cuando el Señor comenzó a señalar. Date cuenta, por tanto, cómo la fe perfecta, consiste en conocer al Hijo de Dios (Jn 17,3), no es sólo propia de los principiantes, sino también de los perfectos y, aún más, de los bienaventurados. Pero, puesto que ya lo hemos tratado antes, date cuenta que esta nube no es una elaboración de la humedad nebulosa de montes humeantes (Ps 103,32) ni una sombra vaporosa de aire condensado que oscurece el cielo con el tinte apagado de las tinieblas, sino que es una nube luminosa que no daña con lluvias torrenciales ni con el aluvión de aguas que causan desperfectos, antes, por el contrario, su rocío, enviado por la voz del Dios omnipotente, impregna de fe las almas de los hombres.

Y apenas se había escuchado la voz, encontraron a Jesús solo. Este fue el hecho, que, siendo tres los que estaban presentes, no se vio más que a uno. Al principio se contempla a los tres, al final sólo a uno; y es que, en efecto, por la fe perfecta, los tres se hacen uno solo. Es el mismo Señor quien, al final de su vida, pide a su Padre que todos sean uno (Jn 17,2). Y no sólo Moisés y Elías son uno en Cristo, sino que también nosotros somos el mismo cuerpo de Cristo (Rom 12,5). Y de la misma manera que ellos fueron incorporados a Cristo, nosotros también lo seremos en Cristo Jesús; otra interpretación es que la Ley y los Profetas proceden del Verbo; y otra tercera es que todo aquello que tiene origen en el Verbo, en El encuentra también su fin, ya que el fin de la Ley es Cristo, para la justificación de todo creyente (Rom 10,4).

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 7-21, BAC, Madrid, 1966, pp. 349-356)

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FRANCISCO – Ángelus 2014 - 2019

2014

Escuchar a Jesús y donarlo a los demás

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy el Evangelio nos presenta el acontecimiento de la Transfiguración. Es la segunda etapa del camino cuaresmal: la primera, las tentaciones en el desierto, el domingo pasado; la segunda: la Transfiguración. Jesús “tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto” (Mt 17, 1). La montaña en la Biblia representa el lugar de la cercanía con Dios y del encuentro íntimo con Él; el sitio de la oración, para estar en presencia del Señor. Allí arriba, en el monte, Jesús se muestra a los tres discípulos transfigurado, luminoso, bellísimo; y luego aparecen Moisés y Elías, que conversan con Él. Su rostro estaba tan resplandeciente y sus vestiduras tan cándidas, que Pedro quedó iluminado, en tal medida que quería permanecer allí, casi deteniendo ese momento. Inmediatamente resuena desde lo alto la voz del Padre que proclama a Jesús su Hijo predilecto, diciendo: “Escuchadlo” (v. 5). ¡Esta palabra es importante! Nuestro Padre que dijo a los apóstoles, y también a nosotros: “Escuchad a Jesús, porque es mi Hijo predilecto”. Mantengamos esta semana esta palabra en la cabeza y en el corazón: “Escuchad a Jesús”. Y esto no lo dice el Papa, lo dice Dios Padre, a todos: a mí, a vosotros, a todos, a todos. Es como una ayuda para ir adelante por el camino de la Cuaresma. “Escuchad a Jesús”. No lo olvidéis.

Es muy importante esta invitación del Padre. Nosotros, discípulos de Jesús, estamos llamados a ser personas que escuchan su voz y toman en serio sus palabras. Para escuchar a Jesús es necesario estar cerca de Él, seguirlo, como hacían las multitudes del Evangelio que lo seguían por los caminos de Palestina. Jesús no tenía una cátedra o un púlpito fijos, sino que era un maestro itinerante, proponía sus enseñanzas, que eran las enseñanzas que le había dado el Padre, a lo largo de los caminos, recorriendo trayectos no siempre previsibles y a veces poco libres de obstáculos. Seguir a Jesús para escucharle. Pero también escuchamos a Jesús en su Palabra escrita, en el Evangelio. Os hago una pregunta: ¿vosotros leéis todos los días un pasaje del Evangelio? Sí, no... sí, no... Mitad y mitad... Algunos sí y algunos no. Pero es importante. ¿Vosotros leéis el Evangelio? Es algo bueno; es una cosa buena tener un pequeño Evangelio, pequeño, y llevarlo con nosotros, en el bolsillo, en el bolso, y leer un breve pasaje en cualquier momento del día. En cualquier momento del día tomo del bolsillo el Evangelio y leo algo, un breve pasaje. Es Jesús que nos habla allí, en el Evangelio. Pensad en esto. No es difícil, ni tampoco necesario que sean los cuatro: uno de los Evangelios, pequeñito, con nosotros. Siempre el Evangelio con nosotros, porque es la Palabra de Jesús para poder escucharle.

De este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos significativos, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso. Nosotros necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio de silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El encuentro con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a “bajar de la montaña” y volver a la parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos hermanos afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, pobreza material y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan dificultades, estamos llamados a llevar los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios, compartiendo la gracia recibida. Y esto es curioso. Cuando oímos la Palabra de Jesús, escuchamos la Palabra de Jesús y la tenemos en el corazón, esa Palabra crece. ¿Sabéis cómo crece? ¡Donándola al otro! La Palabra de Cristo crece en nosotros cuando la proclamamos, cuando la damos a los demás. Y ésta es la vida cristiana. Es una misión para toda la Iglesia, para todos los bautizados, para todos nosotros: escuchar a Jesús y donarlo a los demás. No olvidarlo: esta semana, escuchad a Jesús. Y pensad en esta cuestión del Evangelio: ¿lo haréis? ¿Haréis esto? Luego, el próximo domingo me diréis si habéis hecho esto: llevar un pequeño Evangelio en el bolsillo o en el bolso para leer un breve pasaje durante el día.

Y ahora dirijámonos a nuestra Madre María, y encomendémonos a su guía para continuar con fe y generosidad este itinerario de la Cuaresma, aprendiendo un poco más a “subir” con la oración y escuchar a Jesús y a “bajar” con la caridad fraterna, anunciando a Jesús.

Al término de la oración mariana, el Santo Padre, tras saludar a los grupos presentes, dirigió las siguientes palabras.

Os invito a recordar en la oración a los pasajeros y a la tripulación del avión de Malasia y a sus familiares. Estamos cerca de ellos en este difícil momento.

A todos deseo un feliz domingo y un buen almuerzo. ¡Hasta la vista!

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2015

El amor es capaz de transfigurar todo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El domingo pasado la liturgia nos presentó a Jesús tentado por Satanás en el desierto, pero victorioso en la tentación. A la luz de este Evangelio, hemos tomado nuevamente conciencia de nuestra condición de pecadores, pero también de la victoria sobre el mal donada a quienes inician el camino de conversión y que, como Jesús, quieren hacer la voluntad del Padre. En este segundo domingo de Cuaresma, la Iglesia nos indica la meta de este itinerario de conversión, es decir, la participación en la gloria de Cristo, que resplandece en el rostro del Siervo obediente, muerto y resucitado por nosotros.

El pasaje evangélico narra el acontecimiento de la Transfiguración, que se sitúa en la cima del ministerio público de Jesús. Él está en camino hacia Jerusalén, donde se cumplirán las profecías del “Siervo de Dios” y se consumará su sacrificio redentor. La multitud no entendía esto: ante las perspectivas de un Mesías que contrasta con sus expectativas terrenas, lo abandonaron. Pero ellos pensaban que el Mesías sería un liberador del dominio de los romanos, un liberador de la patria, y esta perspectiva de Jesús no les gusta y lo abandonan. Incluso los Apóstoles no entienden las palabras con las que Jesús anuncia el cumplimiento de su misión en la pasión gloriosa, ¡no comprenden! Jesús entonces toma la decisión de mostrar a Pedro, Santiago y Juan una anticipación de su gloria, la que tendrá después de la resurrección, para confirmarlos en la fe y alentarlos a seguirlo por la senda de la prueba, por el camino de la Cruz. Y, así, sobre un monte alto, inmerso en oración, se transfigura delante de ellos: su rostro y toda su persona irradian una luz resplandeciente. Los tres discípulos están asustados, mientras una nube los envuelve y desde lo alto resuena –como en el Bautismo en el Jordán– la voz del Padre: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo” (Mc 9, 7). Jesús es el Hijo hecho Siervo, enviado al mundo para realizar a través de la Cruz el proyecto de la salvación, para salvarnos a todos nosotros. Su adhesión plena a la voluntad del Padre hace su humanidad transparente a la gloria de Dios, que es el Amor.

Jesús se revela así como el icono perfecto del Padre, la irradiación de su gloria. Es el cumplimiento de la revelación; por eso junto a Él transfigurado aparecen Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas, para significar que todo termina y comienza en Jesús, en su pasión y en su gloria.

La consigna para los discípulos y para nosotros es esta: “¡Escuchadlo!”. Escuchad a Jesús. Él es el Salvador: seguidlo. Escuchar a Cristo, en efecto, lleva a asumir la lógica de su misterio pascual, ponerse en camino con Él para hacer de la propia vida un don de amor para los demás, en dócil obediencia a la voluntad de Dios, con una actitud de desapego de las cosas mundanas y de libertad interior. Es necesario, en otras palabras, estar dispuestos a “perder la propia vida” (cf. Mc 8, 35), entregándola a fin de que todos los hombres se salven: así, nos encontraremos en la felicidad eterna. El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad, ¡no lo olvidéis! El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad. Habrá siempre una cruz en medio, pruebas, pero al final nos lleva siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña, nos prometió la felicidad y nos la dará si vamos por sus caminos.

Con Pedro, Santiago y Juan subamos también nosotros hoy al monte de la Transfiguración y permanezcamos en contemplación del rostro de Jesús, para acoger su mensaje y traducirlo en nuestra vida; para que también nosotros podamos ser transfigurados por el Amor. En realidad, el amor es capaz de transfigurar todo. ¡El amor transfigura todo! ¿Creéis en esto? Que la Virgen María, que ahora invocamos con la oración del Ángelus, nos sostenga en este camino.

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2017

La transfiguración indica a dónde lleva la cruz

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la narración de la Transfiguración de Jesús (cf. Mateo 17, 1-9). Se lleva aparte a tres apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, Él subió con ellos a un monte alto, y allí ocurrió este singular fenómeno: el rostro de Jesús «se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2). De tal manera el Señor hizo resplandecer en su misma persona la gloria divina que se podía percibir con la fe en su predicación y en sus gestos milagrosos. Y la transfiguración es acompañada, en el monte, con la aparición de Moisés y de Elías, «que conversaban con él» (v. 3).

La “luminosidad” que caracteriza este evento extraordinario simboliza el objetivo: iluminar las mentes y los corazones de los discípulos para que puedan comprender claramente quién es su Maestro. Es un destello de luz que se abre de repente sobre el misterio de Jesús e ilumina toda su persona y toda su historia.

Ya en marcha hacia Jerusalén, donde deberá padecer la condena a muerte por crucifixión, Jesús quiere preparar a los suyos para este escándalo —el escándalo de la cruz—, para este escándalo demasiado fuerte para su fe y, al mismo tiempo, preanunciar su resurrección, manifestándose como el Mesías, el Hijo de Dios. Y Jesús les prepara para ese momento triste y de tanto dolor. En efecto, Jesús estaba demostrando ser un Mesías diverso respecto a lo que se esperaba, a lo que ellos imaginaban sobre el Mesías, como fuese el Mesías: no un rey potente y glorioso, sino un siervo humilde y desarmado; no un señor de gran riqueza, signo de bendición, sino un hombre pobre que no tiene donde apoyar su cabeza; no un patriarca con numerosa descendencia, sino un célibe sin casa ni nido. Es de verdad una revelación de Dios invertida, y el signo más desconcertante de esta escandalosa inversión es la cruz. Pero precisamente a través de la cruz Jesús alcanzará la gloriosa resurrección, que será definitiva, no como esta transfiguración que duró un momento, un instante.

Jesús transfigurado sobre el monte Tabor quiso mostrar a sus discípulos su gloria no para evitarles pasar a través de la cruz, sino para indicar a dónde lleva la cruz. Quien muere con Cristo, con Cristo resurgirá. Y la cruz es la puerta de la resurrección. Quien lucha junto a Él, con Él triunfará. Este es el mensaje de esperanza que la cruz de Jesús contiene, exhortando a la fortaleza en nuestra existencia. La Cruz cristiana no es un ornamento de la casa o un adorno para llevar puesto, la cruz cristiana es un llamamiento al amor con el cual Jesús se sacrificó para salvar a la humanidad del mal y del pecado. En este tiempo de Cuaresma, contemplamos con devoción la imagen del crucifijo, Jesús en la cruz: ese es el símbolo de la fe cristiana, es el emblema de Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Hagamos que la cruz marque las etapas de nuestro itinerario cuaresmal para comprender cada vez más la gravedad del pecado y el valor del sacrificio con el cual el Redentor nos ha salvado a todos nosotros. La Virgen Santa supo contemplar la gloria de Jesús escondida en su humanidad. Nos ayude a estar con Él en la oración silenciosa, a dejarnos iluminar por su presencia, para llevar en el corazón, a través de las noches más oscuras, un reflejo de su gloria.

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2018

La transfiguración permite afrontar la pasión de Jesús de un modo positivo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio hoy, segundo domingo de Cuaresma, nos invita a contemplar la transfiguración de Jesús (cf. Marcos 9, 2-10).

Este episodio está ligado a lo que sucedió seis días antes, cuando Jesús había desvelado a sus discípulos que en Jerusalén debería «sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitado a los tres días» (Marcos 8, 31).

Este anuncio había puesto en crisis a Pedro y a todo el grupo de discípulos, que rechazaban la idea de que Jesús terminara rechazado por los jefes del pueblo y después matado.

Ellos, de hecho, esperaban a un Mesías poderoso, fuerte, dominador; en cambio, Jesús se presenta como humilde, como manso, siervo de Dios, siervo de los hombres, que deberá entregar su vida en sacrificio, pasando por el camino de la persecución, del sufrimiento y de la muerte.

Pero, ¿cómo poder seguir a un Maestro y Mesías cuya vivencia terrenal terminaría de ese modo? Así pensaban ellos. Y la respuesta llega precisamente de la transfiguración. ¿Qué es la transfiguración de Jesús? Es una aparición pascual anticipada.

Jesús toma consigo a los tres discípulos Pedro, Santiago y Juan y «los lleva, a ellos solos, a parte, a un monte alto» (Marcos 9, 2); y allí, por un momento, les muestra su gloria, gloria de Hijo de Dios.

Este evento de la transfiguración permite así a los discípulos afrontar la pasión de Jesús de un modo positivo, sin ser arrastrados. Lo vieron como será después de la pasión, glorioso.

Y así Jesús les prepara para la prueba. La transfiguración ayuda a los discípulos, y también a nosotros, a entender que la pasión de Cristo es un misterio de sufrimiento, pero es sobre todo un regalo de amor, de amor infinito por parte de Jesús.

El evento de Jesús transfigurándose sobre el monte nos hace entender mejor también su resurrección. Para entender el misterio de la cruz es necesario saber con antelación que el que sufre y que es glorificado no es solamente un hombre, sino el Hijo de Dios, que con su amor fiel hasta la muerte nos ha salvado. El padre renueva así su declaración mesiánica sobre el Hijo, ya hecha en la orilla del Jordán después del bautismo y exhorta: «Escuchadle» (v. 7).

Los discípulos están llamados a seguir al Maestro con confianza, con esperanza, a pesar de su muerte; la divinidad de Jesús debe manifestarse precisamente en la cruz, precisamente en su morir «de aquel modo», tanto que el evangelista Marcos pone en la boca del centurión la profesión de fe: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (15, 39). Nos dirigimos ahora en oración a la Virgen María, la criatura humana transfigurada interiormente por la gracia de Cristo. Nos encomendamos confiados a su maternal ayuda para proseguir con fe y generosidad el camino de la Cuaresma.

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2019

Preparando para soportar el escándalo de la cruz

Queridos hermanos y hermanas:

En este segundo domingo de Cuaresma, la liturgia nos hace contemplar el evento de la Transfiguración, en el que Jesús concede a los discípulos Pedro, Santiago y Juan saborear la gloria de la Resurrección: un resquicio del cielo en la tierra. El evangelista Lucas (cf. 9, 28-36) nos muestra a Jesús transfigurado en el monte, que es el lugar de la luz, símbolo fascinante de la singular experiencia reservada a los tres apóstoles. Ellos suben con el Maestro a la montaña, lo ven sumergirse en la oración, y en un determinado momento, «su rostro cambió de aspecto» (v. 29). Habituados a verle cotidianamente con los simples rasgos de su humanidad, ante aquel nuevo esplendor, que envuelve toda su persona, se quedan maravillados. Y junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, que hablan con Él de su próximo «éxodo», es decir, de su Pascua de muerte y resurrección. Es una anticipación de la Pascua. Entonces Pedro exclama: «Maestro, que bien se está aquí» (v. 33). Quisiera que aquel momento de gracia no acabase jamás.

La Transfiguración se cumple en un momento bien preciso de la misión de Cristo, es decir, después de que Él ha confiado a los discípulos que deberá «sufrir mucho, [...] ser asesinado y resucitar al tercer día» (v. 21). Jesús sabe que ellos no aceptan esta realidad —la realidad de la cruz, la realidad de la muerte de Jesús—, y entonces quiere prepararles para soportar el escándalo de la pasión y de la muerte de cruz, porque sabemos que este es el camino por el que el Padre celestial hará llegar a la gloria a su Hijo, resucitándolo de entre los muertos. Y este será también el camino de los discípulos: ninguno llega a la vida eterna si no es siguiendo a Jesús, llevando la propia cruz en la vida terrenal. Cada uno de nosotros, tiene su propia cruz. El Señor nos hace ver el final de este recorrido que es la Resurrección, la belleza, llevando la propia cruz.

Por lo tanto, la Transfiguración de Cristo nos muestra la prospectiva cristiana del sufrimiento. No es un sadomasoquismo el sufrimiento: es un pasaje necesario pero transitorio. El punto de llegada al que estamos llamados es luminoso como el rostro de Cristo transfigurado: en Él está la salvación, la beatitud, la luz, el amor de Dios sin límites. Mostrando así su gloria, Jesús nos asegura que la cruz, las pruebas, las dificultades con las que nos enfrentamos tienen su solución y quedan superadas en la Pascua. Por ello, en esta Cuaresma, subamos también al monte con Jesús. ¿Pero en qué modo? Con la oración. Subamos al monte con la oración: la oración silenciosa, la oración del corazón, la oración siempre buscando al Señor. Permanezcamos algún momento en recogimiento, cada día un poquito, fijemos la mirada interior en su rostro y dejemos que su luz nos invada y se irradie en nuestra vida. En efecto el Evangelista Lucas insiste en el hecho que Jesús se transfiguró «mientras oraba» (v. 29). Se había sumergido en un coloquio íntimo con el Padre, en el que resonaban también la Ley y los profetas —Moisés y Elías— y mientras se adhería con todo su ser a la voluntad de salvación del Padre, incluida la cruz, la gloria de Dios lo invadió transparentándose también externamente. Es así, hermanos y hermanas: Cuántas veces hemos encontrado personas que iluminan, que emanan luz de los ojos, que tienen una mirada luminosa. Rezan, y la oración hace esto: nos hace luminosos con la luz del Espíritu Santo.

Continuemos con alegría nuestro camino cuaresmal. Demos espacio a la oración y a la Palabra de Dios, que abundantemente la Liturgia nos propone en estos días. Que la Virgen María nos enseñe a permanecer con Jesús incluso cuando no lo entendemos y no lo comprendemos. Porque solo permaneciendo con Él veremos su gloria.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007, 2010 y 2013

2007

La oración no es algo accesorio u opcional, sino una cuestión de vida o muerte

Queridos hermanos y hermanas:

En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista Lucas subraya que Jesús subió al monte «a orar» (9, 28) junto con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, «mientras oraba» (9, 29), acaeció el luminoso misterio de su transfiguración. Subir al monte para los tres apóstoles supuso quedar involucrados en la oración de Jesús, que se retiraba con frecuencia para orar, especialmente en la aurora o después del atardecer, y en ocasiones durante toda la noche. Ahora bien, sólo en esa ocasión, en el monte, quiso manifestar a sus amigos la luz interior que le invadía cuando rezaba: su rostro –leemos en el Evangelio– se iluminó y sus vestidos dejaron traslucir el esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (Cf. Lucas 9, 29).

En la narración de san Lucas hay otro detalle que es digno de ser subrayado: indica el objeto de la conversación de Jesús con Moisés y Elías, aparecidos junto a Él transfigurado. Éstos, narra el evangelista, «hablaban de su partida (en griego «éxodos»), que iba a cumplir en Jerusalén» (9, 31).

Por tanto, Jesús escucha la Ley y los profetas que le hablan de su muerte y resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no se sale de la historia, no huye de la misión para la que vino al mundo, a pesar de que sabe que para llegar a la gloria tendrá que pasar a través de la Cruz. Es más, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriendo con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos demuestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad con la de Dios.

Para un cristiano, por tanto, rezar no es evadirse de la realidad y de las responsabilidades que ésta comporta, sino asumirlas hasta el fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. Por este motivo, la comprobación de la transfiguración es, paradójicamente, la agonía en Getsemaní (Cf. Lucas 22, 39-46). Ante la inminencia de la pasión, Jesús experimentará la angustia mortal y se encomendará a la voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. Cristo, de hecho, suplicará al Padre celestial que «le libere de la muerte» y, como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, «fue escuchado por su actitud reverente» (5, 7). La prueba de esta escucha es la resurrección.

Queridos hermanos y hermanas: la oración no es algo accesorio u opcional, sino una cuestión de vida o muerte. Sólo quien reza, es decir, quien se encomienda a Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo. Durante este tiempo de Cuaresma, pidamos a María, Madre del Verbo encarnado y Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a rezar como hacía su Hijo para que nuestra existencia quede transformada por la luz de su presencia.

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2010

La voz de Jesús es la única que se debe escuchar

Ayer concluyeron aquí, en el palacio apostólico, los ejercicios espirituales que, como de costumbre, tienen lugar al inicio de la Cuaresma en el Vaticano. Con mis colaboradores de la Curia romana hemos pasado días de recogimiento y de intensa oración, reflexionando sobre la vocación sacerdotal, en sintonía con el Año que la Iglesia está celebrando. Doy las gracias a todos los que han estado espiritualmente cerca de nosotros.

En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia está dominada por el episodio de la Transfiguración, que en Evangelio de san Lucas sigue inmediatamente a la invitación del Maestro: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23). Este acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús.

San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan “ver” la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: “Este es mi Hijo, el elegido; escuchadlo” (v. 35).

Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está “Jesús solo” (v. 36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, “Jesús solo” es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él que subiendo hacia Jerusalén dará la vida y un día “transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21).

“Maestro, qué bien se está aquí” (Lc 9, 33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que “Jesús solo” sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.

En este periodo cuaresmal invito a todos a meditar asiduamente el Evangelio. Además, espero que en este Año sacerdotal los pastores “estén realmente impregnados de la Palabra de Dios, la conozcan verdaderamente, la amen hasta el punto de que realmente deje huella en su vida y forme su pensamiento” (cf. Homilía de la misa Crismal, 9 de abril de 2009). Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la oración del Ángelus.

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2013

Sin oración el compromiso del apostolado y de la caridad se reduce a activismo

Queridos hermanos y hermanas:

¡Gracias por vuestro afecto!

Hoy, segundo domingo de Cuaresma, tenemos un Evangelio especialmente bello, el de la Transfiguración del Señor. El evangelista Lucas pone particularmente de relieve el hecho de que Jesús se transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el Padre durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive en un alto monte en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5, 10; Lc 8, 51; Lc 9, 28). El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección (Lc 9, 22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Y también en la Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre celestial: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo” (Lc 9, 35). La presencia luego de Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a Él, a Cristo, que realiza un nuevo “éxodo” (Lc 9, 31), no hacia la Tierra prometida como en el tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. La intervención de Pedro: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí!” (Lc 9, 33) representa el intento imposible de detener tal experiencia mística. Comenta san Agustín: “[Pedro]... en el monte... tenía a Cristo come alimento del alma. ¿Por qué tuvo que bajar para volver a las fatigas y a los dolores, mientras allí arriba estaba lleno de sentimientos de santo amor hacia Dios, que le inspiraban por ello a una santa conducta?” (Discurso 78, 3: pl 38, 491).

Meditando este pasaje del Evangelio, podemos obtener una enseñanza muy importante. Ante todo, el primado de la oración, sin la cual todo el compromiso del apostolado y de la caridad se reduce a activismo. En Cuaresma aprendemos a dar el tiempo justo a la oración, personal y comunitaria, que ofrece aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es aislarse del mundo y de sus contradicciones, como habría querido hacer Pedro en el Tabor, sino que la oración reconduce al camino, a la acción. “La existencia cristiana –escribí en el Mensaje para esta Cuaresma– consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que de ahí se derivan, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios” (n. 3).

Queridos hermanos y hermanas, esta Palabra de Dios la siento dirigida a mí, de modo particular, en este momento de mi vida. ¡Gracias! El Señor me llama a “subir al monte”, a dedicarme aún más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia, es más, si Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda seguir sirviéndola con la misma entrega y el mismo amor con el cual he tratado de hacerlo hasta ahora, pero de una forma más acorde a mi edad y a mis fuerzas. Invoquemos la intercesión de la Virgen María: que ella nos ayude a todos a seguir siempre al Señor Jesús, en la oración y en la caridad activa.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

Evangelio del II domingo de Cuaresma

64. El pasaje evangélico del II domingo de Cuaresma es siempre la narración de la Transfiguración. Es curioso cómo la gloriosa e inesperada transfiguración del cuerpo de Jesús, en presencia de los tres discípulos elegidos, tiene lugar inmediatamente después de la primera predicación de la Pasión. (Estos tres discípulos – Pedro, Santiago y Juan – también estarán con Jesús durante la agonía en Getsemaní, la víspera de la Pasión). En el contexto de la narración, en cada uno de los tres Evangelios, Pedro, apenas ha confesado su fe en Jesús como Mesías. Jesús acepta esta confesión, pero inmediatamente se dirige a los discípulos y les explica qué tipo de Mesías es él: «empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día». Sucesivamente pasa a enseñar qué implica seguir al Mesías: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Es después de este evento, cuando Jesús toma a los tres discípulos y los lleva a lo alto de un monte, y es allí donde su cuerpo resplandece de la gloria divina; y se les aparecen Moisés y Elías, que conversaban con Jesús. Estaban todavía hablando, cuando una nube, signo de la presencia divina, como había sucedido en el monte Sinaí, le envolvió junto a sus discípulos. De la nube se elevó una voz, así como en el Sinaí el trueno advertía que Dios estaba hablando con Moisés y le entregaba la Ley, la Torah. Esta es la voz del Padre, que revela la identidad más profunda de Jesús y la testimonia diciendo: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9,7).

65. Muchos temas y modelos puestos en evidencia en el presente Directorio se concentran en esta sorprendente escena. Ciertamente, cruz y gloria están asociadas. Claramente, todo el Antiguo Testamento, representado por Moisés y Elías, afirma que la cruz y la gloria están asociadas. El homileta debe abordar estos argumentos y explicarlos. Probablemente, la mejor síntesis del significado de tal misterio nos la ofrecen las bellísimas palabras del prefacio de este domingo. El sacerdote, iniciando la oración eucarística, en nombre de todo el pueblo, da gracias a Dios por medio de Cristo nuestro Señor, por el misterio de la Transfiguración: «Él, después de anunciar su muerte a los discípulos les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la Resurrección». Con estas palabras, en este día, la comunidad se abre a la oración eucarística.

66. En cada uno de los pasajes de los Sinópticos, la voz del Padre identifica en Jesús a su Hijo amado y ordena: «Escuchadlo». En el centro de esta escena de gloria trascendente, la orden del Padre traslada la atención sobre el camino que lleva a la gloria. Es como si dijese: «Escuchadlo, en él está la plenitud de mi amor, que se revelará en la cruz». Esta enseñanza es una nueva Torah, la nueva Ley del Evangelio, dada en el monte santo poniendo en el centro la gracia del Espíritu Santo, otorgada a cuantos depositan su fe en Jesús y en los méritos de su cruz. Porque él enseña este camino, la gloria resplandece del cuerpo de Jesús y viene revelado por el Padre como el Hijo amado. ¿Quizá no estemos aquí adentrándonos en el corazón del misterio trinitario? En la gloria del Padre vemos la gloria del Hijo, inseparablemente unida a la cruz. El Hijo revelado en la Transfiguración es «luz de luz», como afirma el Credo; este momento de las Sagradas Escrituras es, ciertamente, una de las más fuertes autoridades para la fórmula del Credo.

67. La Transfiguración ocupa un lugar fundamental en el Tiempo de Cuaresma, ya que todo el Leccionario Cuaresmal es una guía que prepara al elegido entre los catecúmenos para recibir los sacramentos de la iniciación en la Vigilia pascual, así como prepara a todos los fieles para renovarse en la nueva vida a la que han renacido. Si el I domingo de Cuaresma es una llamada particularmente eficaz a la solidaridad que Jesús comparte con nosotros en la tentación, el II domingo nos recuerda que la gloria resplandeciente del cuerpo de Jesús es la misma que él quiere compartir con todos los bautizados en su Muerte y Resurrección. El homileta, para dar fundamento a esto, puede justamente acudir a las palabras y a la autoridad de san Pablo, quien afirma que “Cristo transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa” (Fil 3,21). Este versículo se encuentra en la segunda lectura del ciclo C, pero, cada año, puede poner de relieve cuanto hemos apuntado.

68. En este domingo, mientras los fieles se acercan en procesión a la Comunión, la Iglesia hace cantar en la antífona las palabras del Padre escuchadas en el Evangelio: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo». Lo que los tres discípulos escogidos escuchan y contemplan en la Transfiguración viene ahora exactamente a converger con el acontecimiento litúrgico, en el que los fieles reciben el Cuerpo y la Sangre del Señor. En la oración después de la Comunión damos gracias a Dios porque «nos haces partícipes, ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino». Mientras están allí arriba, los discípulos ven la gloria divina resplandecer en el Cuerpo de Jesús. Mientras están aquí abajo, los fieles reciben su Cuerpo y Sangre y escuchan la voz del Padre que les dice en la intimidad de sus corazones: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».

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CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La Transfiguración

Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración.

554. A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro “comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.: 2 P 1, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le “hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén” (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: “Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle” (Lc 9, 35).

555. Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para “entrar en su gloria” (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: “Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara” (“Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa” (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2):

Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración,)

556. En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús “fue manifestado el misterio de la primera regeneración”: nuestro bautismo; la Transfiguración “es el sacramento de la segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo “el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hch 14, 22):

Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf. Lc 9, 33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín, serm. 78, 6).

568. La Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los Apóstoles ante la proximidad de la Pasión: la subida a un “monte alto” prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: “la esperanza de la gloria” (Col 1, 27) (cf. S. León Magno, serm. 51, 3).

La obediencia de Abrahán

Dios elige a Abraham

59. Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo “fuera de su tierra, de su patria y de su casa” (Gn 12,1), para hacer de él “Abraham”, es decir, “el padre de una multitud de naciones” (Gn 17,5): “En ti serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn 12,3 LXX; cf. Ga 3,8).

Abraham, “el padre de todos los creyentes”

145. La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: “Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba” (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).

146. Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1). “Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia” (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta “fe poderosa” (Rom 4,20), Abraham vino a ser “el padre de todos los creyentes” (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15).

La Promesa y la oración de la fe

2570. Cuando Dios le llama, Abraham parte “como se lo había dicho el Señor” (Gn 12, 4): todo su corazón se somete a la Palabra y obedece. La obediencia del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras tienen un valor relativo. Por eso, la oración de Abraham se expresa primeramente con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar al Señor. Solamente más tarde aparece su primera oración con palabras: una queja velada recordando a Dios sus promesas que no parecen cumplirse (cf Gn 15, 2-3). De este modo surge desde los comienzos uno de los aspectos de la tensión dramática de la oración: la prueba de la fe en la fidelidad a Dios.

2571. Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en alianza con él (cf Gn 17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su tienda al Huésped misterioso: es la admirable hospitalidad de Mambré, preludio a la anunciación del verdadero Hijo de la promesa (cf Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38). Desde entonces, habiéndole confiado Dios su Plan, el corazón de Abraham está en consonancia con la compasión de su Señor hacia los hombres y se atreve a interceder por ellos con una audaz confianza (cf Gn 18, 16-33).

2572. Como última purificación de su fe, se le pide al “que había recibido las promesas” (Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: “Dios proveerá el cordero para el holocausto” (Gn 22, 8), “pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos” (Hb 11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo sino que lo entregará por todos nosotros (cf Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cf Rm 4, 16-21).

La fe nos abre el camino para comprender el misterio de la Resurrección

1000. Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).

La resurrección de la carne

El estado de la humanidad resucitada de Cristo

645. Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o “bajo otra figura” (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).

Cómo resucitan los muertos

999. ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo” (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp 3, 21), en “cuerpo espiritual” (1 Co 15, 44):

Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano..., se siembra corrupción, resucita incorrupción; ...los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

1000. Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).

1001. ¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

El transfigurará nuestro cuerpo

El Evangelio de la Transfiguración de Jesús comienza así:

«En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar».

Jesús cogió consigo a Pedro, a Juan y a Santiago en aquel tiempo; pero, hoy, si lo queremos, nos toma consigo a todos nosotros. El Evangelio, lo hemos proclamado tantas veces, no está hecho simplemente para ser leído sino para ser revivido cada vez. Y a nosotros hoy se nos ofrece una ocasión única para revivir la experiencia de aquellos tres discípulos.

Una vez, Jesús se transfiguró sobre el monte ante sus discípulos: «El aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos». La Transfiguración reviste un gran significado teológico. Es una confirmación de la encarnación (en efecto, manifiesta que en aquel cuerpo suyo, semejante en todo al nuestro, se escondía la gloria de la divinidad); es un anticipo de la gloria de la resurrección; es un antídoto al escándalo de la cruz; muestra, en fin, que Jesús es la consecución de la Ley (Moisés) y de los profetas (Elías).

Pero, la transfiguración no fue sólo esto. Fue, también, una maravillosa experiencia de alegría. Jesús aquel día fue feliz, estuvo en éxtasis. El signo de todo esto es la luz. La luz que lo envuelve no es como la de Moisés en el Sinaí y la de algún otro «iluminado»; no le viene desde el exterior sino desde dentro. Jesús brilla con luz propia y no reflejada. «Éste es mi Hijo, el escogido»: la alegría del abrazo trinitario mana ahora en Jesús, incluso como hombre. La nube luminosa, que envuelve el monte, ha sido interpretada siempre como símbolo del Espíritu Santo, que representa precisamente en la Trinidad, «la alegría del don».

Todos estos significados, teológicos y místicos, son puestos a la luz maravillosamente en el icono tradicional de la Transfiguración, que sería conveniente tener siempre ante la mirada, cuando se habla de este misterio.

También, la Transfiguración, al igual como todos los hechos de la vida de Jesús, es un misterio «para nosotros» y nos afecta de cerca. San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos ofrece la clave para aplicarnos el hecho. Dice:

«Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso».

El Tabor es una ventana abierta sobre nuestro futuro; nos asegura que la opacidad de nuestro cuerpo un día se transformará también en luz; pero, es además un reflector que apunta sobre nuestro presente; pone a la luz lo que es ya ahora nuestro cuerpo, por debajo de sus miserables apariencias, esto es, el templo del Espíritu Santo.

La Transfiguración es, por lo tanto, una ocasión para reflexionar algo sobre el «hermano cuerpo», como lo llamaba san Francisco de Asís. El cuerpo, para la Biblia, no es un apéndice del ser humano, que haya que descuidar sino que es parte integrante. El hombre no tiene un cuerpo, es un cuerpo. El cuerpo ha sido creado directamente por Dios, hecho y plasmado con sus mismas «manos»; ha sido asumido por el Verbo en la encarnación y santificado por el Espíritu en el bautismo. El hombre bíblico permanece entusiasmado frente al esplendor del cuerpo humano. Un sa1mista canta: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras» (Salmo 139, 13-14). Entre todas las obras de Dios ninguna aparece más maravillosa que el cuerpo humano.

El cuerpo está destinado a compartir eternamente la misma gloria del alma. «Cuerpo y alma o serán dos manos juntas en eterna adoración o dos muñecas maniatadas para una maldita eternidad» (Ch. Péguy). El cristianismo predica la liberación del cuerpo del hombre, no la liberación del hombre de su cuerpo, como hacían en la antigüedad las religiones maniqueas y gnósticas y como hacen aún hoy algunas religiones orientales.

Mas, entonces ¿por qué todas nuestras reflexiones o discursos sobre la mortificación del cuerpo, sobre la lucha entre la carne y el espíritu, por qué el ayuno y la misma Cuaresma? El motivo no es sólo el pecado; tiene sus raíces en la misma naturaleza compuesta del hombre, hecho de un elemento material y de una inmaterial, de algo que lo lleva hacia la multiplicidad y de algo que tiende, por el contrario, a la unidad. Es el mismo Dios el que ha creado juntos en unidad profunda y «substancial» uno y otro elemento. No, sin embargo, en una situación estática, esto es, para que el hombre permanezca tranquilo en esta su posición intermedia, con las dos fuerzas que se balancean una contra la otra o se neutralizan recíprocamente; sino, al contrario, para que, con el ejercicio concreto de su libertad, decida él mismo en qué dirección desarrollarse y realizarse: si «hacia lo alto», hacia lo que está sobre él o hacia abajo, hacia lo que está por debajo de él. Creando al hombre libre, escribe Pico della Mirandola, es como si Dios le dijese: «Te he puesto en medio del mundo para que desde allí tú te dieses cuenta de lo que hay en él. No te he hecho ni celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que, casi libre y soberano artífice de ti mismo, te plasmases y te cincelases en la forma que previamente hubieres escogido. Tú podrás degenerar en las cosas inferiores, que son las deshonrosas; tú podrás, según tu querer, regenerarte en las cosas superiores, que son divinas».

Esto explica la lucha entre la carne y el espíritu y, por lo tanto, el carácter dramático, que caracteriza la existencia del cristiano en el mundo. Si «escoger es renunciar» no se puede escoger el vivir según el Espíritu sin sacrificar algo de la vida según la carne (cfr. Romanos 8,5-7). Pero, esto no vale sólo para la vida de la fe. ¡A cuántas cosas renuncia, a qué ascesis se somete, qué ejercicios practica el atleta, que quiere obtener de su cuerpo prestaciones fuera de lo común!

La mortificación, dice Kierkegaard, es necesaria para aprender la lengua del amado. Supón esta situación humana: dos jóvenes se han enamorado; pero, pertenecen a dos pueblos distintos y hablan dos lenguas diferentes. Será necesario que uno de los dos aprenda la lengua del otro, sino no podrán comunicarse y su amor no tiene futuro. Ahora bien, Dios habla la lengua del espíritu, nosotros la de la carne. Mortificarse significa vivir para aprender la lengua del amado.

Este reclamo es actual. Vivimos en una cultura de idolatría del cuerpo. Pero, miramos más allá de la superficie o de la epidermis. ¿Todo esto es un honrar verdaderamente el cuerpo? El cuerpo, en especial el de la mujer, está reducido frecuentemente a pura mercadería de consumo, a sexo y basta. La misma función natural y bellísima de ciertas partes del cuerpo está desencaminada. El seno de la mujer, a juzgar por el uso que se le hace, ya ni siquiera remotamente parece ordenado más a amamantar a un niño; tan sólo, a la ostentación y a la seducción. Más que servir para alimentar la vida, sirve para alimentar el comercio. Si todo esto no nos impresiona lo más mínimo, no es signo de que hemos superado el problema, sino que también nosotros somos parte del problema.

El cuerpo separado del alma es como un abat-jour, sin luz dentro: apagado y opaco. Lo mismo, el sexo separado de la persona.

También, el ideal de la belleza, que se deriva de todo esto, es muy pobre. Se trata de una belleza de fachada, encalada por el exterior, más que proveniente de lo interno, de un corazón puro y generoso. Es sólo sex appeal y basta. La Transfiguración también es un misterio de belleza. Un teólogo ortodoxo, P. Evdokimov, ha escrito un libro titulado Teología de la belleza, partiendo precisamente del análisis del icono de la Transfiguración. Sobre el Tabor, los discípulos exclamaron, traducido literalmente: «Maestro, qué hermoso es estar aquí» (Lucas 9,33). Pero, ¿cómo era la belleza del cuerpo de Cristo en el Tabor? Una belleza, que venía desde dentro, que tenía en el cuerpo su medio de expresión, no su fuente última.

La Transfiguración, en este sentido, tiene un mensaje particular a entregar a los jóvenes. San Pablo recomendaba a los primeros cristianos:

«Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Corintios 6, 20).

Se glorifica a Dios con el propio cuerpo cuando se le hace en el matrimonio don de amor y medio de diálogo con el otro. Glorifica a Dios con el propio cuerpo quien, como los religiosos, le hacen don sin intermediarios y «sacrificio viviente» a Dios, al servicio de los hermanos. Pero, se glorifica a Dios con el cuerpo, también, con el arte, el trabajo y todas las actividades humanas, que pasan a través del cuerpo.

Para un joven o una joven cristiana, un medio de glorificar a Dios con el cuerpo es, también, el pudor. Un pudor libre, fruto de propia iniciativa y convicción, no impuesto por las conveniencias sociales, como quizás lo fuera una vez. El pudor es signo de que nuestro cuerpo no es sólo cuerpo y animalidad; está unido a un espíritu del que comparte su dignidad. ¿Es necesario, entonces, renunciar a «hacerse bellos o hermosos», a valorar en lo mejor la propia imagen? No necesariamente. Sólo es necesario hacerlo con sentimientos limpios del corazón: para dar gozo (al novio, al marido o a la mujer, a los hijos), no para seducir.

Hemos dejado aparte quizás la pregunta más importante. ¿Y quién sufre? ¿Quién debe asistir al decaimiento, a la «desfiguración» del cuerpo propio o al de una persona querida? Para éstos quizás el mensaje más consolador es el de la Transfiguración. «Él transformará nuestra condición humilde... con esa energía que posee para sometérselo todo». Serán rescatados los cuerpos «humillados en la enfermedad y en la muerte». También, Jesús, de allí a poco, será «desfigurado» en la pasión; pero, resucitará con un cuerpo glorioso, con el que vive eternamente y con el que iremos a reunirnos con él según nos dice la fe.

El misterio de la Transfiguración nos dice una última cosa importantísima. La transfiguración de nuestro cuerpo ya no tendrá lugar más sólo «en el último día», en la «resurrección de la carne», ya que puede tener lugar cada día. ¿Cómo? ¡En la oración! ¿Por qué aquel día Jesús subió al monte? ¿Para transfigurarse? Ni siquiera pensaba en ello; esta era una sorpresa que el Padre celestial le tenía guardada. Subió al monte «para orar» y «mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos».

Cada hombre, que entra en oración profunda, se transfigura. Lo he visto con mis ojos: rostros de personas en oración, que llegan a estar literalmente radiantes. Lo que los Evangelios dicen de la Transfiguración de Cristo, en efecto, no me sorprende y no me crea dificultad alguna para creerlo. No entiendo, más bien, a quienes dudan de su historicidad, como de algo colosal fuera de lo normal y milagroso. ¿Lo que ha sucedido tantas veces en la vida de los santos, no podría haber sucedido también en Cristo?

Hay un lugar en donde Jesús se transfigura aún, un Tabor sobre el que todos, si queremos podemos subir cada mañana: la Eucaristía. La hostia blanca, que el sacerdote eleva después de la consagración, es él mismo transfigurado. Allí se oye todavía la voz del Padre que dice: «¡Escuchadlo!» En tal ocasión podemos hacer algo mejor que construir o edificar «tres tiendas». Podemos hacer de nuestro propio corazón la tienda en la que acoger a Jesús y con él al Padre y al Espíritu Santo.

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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)

Configurados con Cristo al recibirlo

La Transfiguración del Hijo de Dios es la revelación de la gloria del Padre a los hombres a través de la verdad, que es Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, manifestando el amor del Padre sobre toda la humanidad, que tanto amó al mundo, que le entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en Él, no muera, sino que tenga vida eterna.

Dios Padre se reveló a sí mismo a través del Hijo, por el Espíritu Santo, para que después los hombres pudieran comprender que Cristo es mediador entre Dios y los hombres y, por su resurrección, les concede poder llegar a Él, y gozar de su gloria en la vida eterna.

Dios Padre permite a los hombres ver su gloria a través de Cristo resucitado, y les da un mandamiento mostrándoles el camino para llegar a Él: “éste es mi Hijo amado, escúchenlo”.

Tres testigos de la divinidad de Cristo eligió Él: Pedro, Juan y Santiago, mostrándose ante ellos tal cual es, para que fortalecieran su fe, y dieran testimonio de Él.

Cree tú en el resucitado, que se presenta ante ti, y se muestra tal cual es en la Eucaristía. Es su Cuerpo, es su Sangre, su Alma, su Divinidad, su presencia viva. El mismo que padeció y murió crucificado por ti, resucitó, y se entrega a ti para alimentarte y compartir contigo su gloria, configurándote con Él al recibirlo, porque no es Él quien se transforma en ti, sino que te transforma en Él, para hacerte igual a Él, hombre y Dios.

Pero antes, pídele con el corazón contrito y humillado que limpie y purifique con su bendita sangre tus vestidos manchados, y resplandezcas con la blancura de sus vestiduras, libre de todo pecado, para que seas digno de recibirlo.

Obedece al Padre y escucha al Hijo a través del Evangelio, y pon en práctica su Palabra, para que manifiestes al mundo tu fe.

El Hijo de Dios, que padeció y murió por ti para salvarte, resucitó, y vive en ti. Ese es tu testimonio, porque si no crees que Cristo resucitó, vana es tu fe.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Vivir en la fe

Conducidos por la narración de san Lucas, nos encontramos con un momento especialmente sobrenatural de la vida del Señor. No sólo nos muestra Jesús en esta ocasión un poder por encima de las fuerzas humanas, como sucede, por ejemplo, en las curaciones milagrosas, sino que, sustraídos, por así decir, de este mundo, los Apóstoles acompañados por Jesús se asoman de algún modo al “mundo” de la Trinidad.

Consideremos lo que, para nuestra enseñanza, el Espíritu Santo nos transmite a través de este Evangelio y procuremos, a continuación, aplicarlo a la vida de cada uno, puesto que nada se nos ha revelado inútilmente. Nos encomendamos al Paráclito para que, con su luz, aprendamos una vez más lo que Dios nos sugiere a partir de esta escena de la Transfiguración.

La felicidad de Pedro, que con toda sencillez le propone a Jesús instalarse en la cumbre del monte, manifiesta que es un gozo grande el trato con los santos y participar de la Gloria de Dios. Lo mejor para los hombres es vivir santamente: según Dios y con Él. Descubrir esta realidad constituye un éxito sin igual para la persona. No podía ser de otro modo, siendo Dios Nuestro Creador, el Artífice de los elementos que nos configuran y de la plenitud en que consiste nuestra felicidad. Diríamos que nadie sino Dios sabe lo que nos conviene y cómo seremos felices.

Pero esta felicidad, como se nos muestra por el relato evangélico, es de otro orden: no se debe a estímulos humanos agradables, como sucede con las cosas que nos hacen gozar en esta vida. El misterio que envuelve toda la escena indica que Jesús y sus acompañantes están de algún modo sustraídos de este mundo, y ahí es donde Pedro exclama: Maestro, qué bien estamos aquí, hagamos tres tiendas.

Por unos instantes esos tres hombres, sin saber cómo, han compartido con Moisés y con Elías la vida de los que habitaban en el seno de Abraham, que –sin gozar todavía de la contemplación de Dios– vivían ya felizmente predestinados, esperando aún la muerte de Cristo que les abriera las puertas del Paraíso, para vivir en la intimidad de Dios. Por unos instantes Pedro, Santiago y Juan se sintieron tan felices que no echaban de menos nada del mundo. No gozaban plenamente de Dios, pero aquel estado de plenitud nuevo, que experimentaron en la cumbre del monte, no tenía precedentes para ellos. No valía la pena, según Pedro, seguir buscando la felicidad en otra parte: instalémonos aquí, viene a decirle a Jesús.

En un momento –continúa diciéndonos el relato– los cubrió una nube y ellos se atemorizaron. De la nube se oyó la voz del Padre: Este es mi Hijo, el elegido, escuchadle. Contrasta ese temor con la felicidad de sólo un instante antes. Tal vez se deba a que no eran aún aquellos hombres dignos de estar ante la Trinidad, significada por la Voz, Jesús y la Nube que envolvía a todos. Siendo discípulos fieles del Señor, todavía debían purificarse. Como tendremos ocasión de comprobar, estaban llenos de afanes humanos. Dentro de poco, por ejemplo, los veremos discutiendo sobre cuál de entre ellos sería el mayor.

Además las palabras que habían escuchado les imponían una grave responsabilidad. El Maestro, al que venían siguiendo desde tiempo atrás, era, en efecto, Maestro y debían escucharle, no tanto por el atractivo que ellos habían descubierto en Él, sino, desde ahora, por un mandato de lo Alto. Su vocación –llamada– de seguir a Jesús para vivir con Él, se refrendaba así con ese imponente, exigente e imperativo testimonio sobrenatural. Jesús aparecía además confirmado como Mesías, en continuidad y sintonía con dos importantes figuras del antiguo Israel: Moisés y Elías.

La Transfiguración es un importante acontecimiento de la vida de Jesús, que debemos incorporar a nuestra idea de Cristo, para que no disminuya, por contemplarle en ocasiones tan humano, el convencimiento que tenemos de su divinidad y trascendencia del mundo: Uno con el Padre y el Espíritu Santo.

Agradezcamos a Dios que haya querido hacerse tan próximo a los hombres en Jesucristo. Deseemos apreciar más y más esta cercanía que el Creador ha querido tener en el mundo sólo con el hombre, en lo que radica nuestra grandeza: nuestra dignidad de personas. Procuremos que muchos más se admiren con nosotros cada día de poder compartir la propia existencia en intimidad con nuestro Dios y Señor.

Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos enseña, proclamando que hizo en Ella cosas grandes el Todopoderoso, porque se fijó en la humildad de su esclava.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Nuestra transfiguración en Cristo

En los tres ciclos litúrgicos, en el segundo domingo de Cuaresma, encontramos este Evangelio de la Transfiguración. Y sin embargo, no estamos obligados a una repetición; de hecho, todos los años, con la elección de las otras dos lecturas, la liturgia nos invita a reflexionar sobre un aspecto particular de ese episodio.

Este año, la clave de lectura nos la da Pablo en la segunda lectura. Él nos recuerda que nuestra verdadera patria está en los cielos y que, un día, Jesucristo transfigurará también nuestro cuerpo mortal para hacerla semejante a su cuerpo glorioso. Es el significado eclesial de la Transfiguración; el Apóstol nos hace descubrir, de golpe, que estamos todos presentes en la Transfiguración, que todos somos partícipes. Deja de parecernos que el episodio tiene que ver solamente con Jesús, o que, como máximo, con los tres apóstoles que estaban con él en el monte; la Transfiguración de Jesús es un signo y una profecía de lo que será de nosotros un día en «nuestra patria». Lo que hizo la Cabeza debe completarse en el cuerpo: no sólo la pasión, sino también la Transfiguración.

A esta altura, podríamos engañarnos, proyectando el significado de la Transfiguración «para nosotros» a la patria de los cielos, o sea después de la muerte. Es un engaño porque, si bien la transfiguración de nuestro cuerpo en Cristo ocurrirá en el futuro, en la resurrección de la carne, ¡la del corazón debe ocurrir ya mismo! Más aún, sin esta última no existirá la anterior; debemos asimilarnos a Cristo en el espíritu, en los pensamientos, en la vida, para que un día, después de la victoria sobre el «enemigo último», todo esto pueda llevar hacia la luz también a nuestro cuerpo.

Reflexionemos, pues, sobre este importante tema de nuestra transformación en Cristo, dejándonos guiar por el mismo apóstol Pablo que nos lo sugirió. Es una meditación preparatoria para la Pascua y por lo tanto exquisitamente cuaresmal.

Nuestra vida cristiana transcurre entre un ser y un devenir, entre una realidad y una esperanza, entre un «ya» y un «todavía no». El ser, o la realidad, o el «ya», es nuestro «ser en Cristo»: Ustedes están unidos a Cristo Jesús (1 Col. 1,30). Con el Bautismo se agregó una especie de dimensión nueva a nuestro ser; una dimensión totalmente espiritual pero no por eso menos real de la que nos fue dada por el nacimiento humano. Nuestro ser natural se «revistió de Cristo» (cf. Gal, 3,27). Esta realidad nueva consiste en una serie de relaciones que adquirimos con el Padre, con Jesucristo, y con el Espíritu Santo, al igual que con los hermanos; somos llamados —y somos realmente— hijos del Padre, miembros del cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo, hermanos entre nosotros. Este es nuestro «ya» grandioso e inalienable.

El «todavía no» de la vida cristiana es la transformación en Cristo: ya estamos unidos a Jesucristo, pero debemos convertirnos en Cristo Jesús. San Pablo, que tan claramente nos mostró nuestro estar unidos a Cristo, habla de una espera de que Cristo «sea formado» en los bautizados (cf. Gal. 4,19) hasta alcanzar en ellos el estado de hombre perfecto y la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo (Ef. 4,13).

Nos ocupamos, en este momento, únicamente de este segundo aspecto de la vida cristiana: de su devenir; también nosotros, olvidando el pasado, nos impulsamos hacia el futuro, hacia la meta que el Señor nos señala (cf. Fil. 3, 13ssq.). Esta meta es: Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gal. 2,20). Hasta no haberlo alcanzado personalmente, no podemos hablar de esa meta sino por aproximación, con las palabras de quienes, como Pablo, la alcanzaron y la experimentaron; estamos en las faldas de la montaña y repetimos lo que nos contaron quienes estuvieron en la cima.

¿Quién es y cómo se presenta el hombre transformado en Cristo? Es alguien cuyo alimento espiritual es hacer la voluntad del Padre; alguien que se deja conducir constante y dócilmente por el Espíritu, ya sea que éste lo conduzca al desierto, que lo conduzca al Tabor o que lo conduzca al Getsemaní. El hombre transformado en Cristo es alguien que ama a los hermanos hasta dar la vida por ellos (¡la vida, no la muerte!, o sea el tiempo, el afecto, la capacidad, los bienes materiales); el hombre transformado en Cristo es alguien que se dejó atrapar y seducir por la pasión del Reino, que no antepone nada a esto; que por esto está dispuesto a dar todo sin exigir ninguna recompensa salvo la pura y simple amistad de Jesús; alguien que no es más, por lo tanto, un mercenario que espera la paga por cualquier pequeño servicio, sino un hermano para Jesús; alguien que, en el Reino, trabaja personalmente, en familia.

Esto que he bosquejado —decía— es la meta. Dejemos que Dios nos la haga alcanzar cuando quiera, no sabemos si aquí o recién después de la muerte. Ocupémonos en cambio de la vida, o del camino, que conduce a ella, porque eso nos concierne íntimamente aquí y ahora. Distingo tres momentos o etapas.

El conocimiento de Cristo. El ejemplo más luminoso de la pasión por el conocimiento de Cristo es justamente el apóstol Pablo. Sin haber conocido a Jesús «según la carne», concibió un deseo aún más ardiente de descubrir el misterio del Maestro que se le había aparecido resucitado. En un texto, escribe: Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de Cristo. Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo, Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo (Fil. 3,7ssq.). Pablo se sumergió en el conocimiento de Cristo, sin dejar de asombrarse nunca ante «sus riquezas insondables».

También nosotros deberíamos concebir una pasión nueva de conocer a Jesús, un deseo ardiente de oír hablar de él, de considerar —como decía San Bernardo— totalmente insípido lo que no está aderezado con Jesús. Esto debería llevarnos a una relación personal viva y verdadera con el Maestro: Jesús no ya memoria histórica, o personaje, sino persona para nosotros, amigo, como nosotros somos amigos para él. Dentro del corazón, debería nacer el orgullo de ser reconocidos, en el mundo de hoy, como discípulos de Jesús de Nazaret.

Mas, ¿cómo adquirir semejante conocimiento vivo de Jesús? Un medio es la lectura y la escucha asidua del testimonio apostólico que resuena en la Iglesia (magisterio de los obispos, teología); luego, el estudio, sobre todo el estudio de la Sagrada Escritura: la ley (o sea, el Antiguo Testamento), decía san Agustín, está preñada de Cristo; a su vez, Jesús es la clave para comprender toda la Biblia; sin él, se mantiene como cubierta por un velo (cf. 2 Col. 3, 15ssq.).

Segundo, la imitación de Cristo. El conocimiento de Jesús es en consideración de la imitación de Jesús; el Padre mismo en el Evangelio de hoy nos pone tras los pasos de Cristo diciendo: ¡Escúchenlo! La cruz ocupa un lugar especialísimo en este camino de imitación; es la clave de todo y hay una relación directa entre ella y nuestra transfiguración en Cristo: Yo estoy crucificado con Cristo: por eso, ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gal. 2,20). Ser «semejante a él en la muerte» es el camino para «llegar a la resurrección de entre los muertos», o sea nuestra transfiguración en él (d. Flp.3,10-11).

La imitación de Jesús debe ser espiritual, no literal; debe impulsarnos hasta lo íntimo de él, hasta tener «los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (cf. Flp. 2,5): ser alguien que siente como Jesús, que está frente al Padre con humildad y obediencia como Jesús: Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón (Mt. 11,29).

Tercero, la comunión con Cristo. ¿Cuál es el sentido del esfuerzo que hacemos para conocer e imitar a Jesucristo? ¿Acaso el de procurarnos de ese modo, por mérito propio, la transformación en Cristo? ¡Por supuesto que no! Sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla —dice Pablo— habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo (Flp. 3,12).

Nuestro esfuerzo es necesario porque Dios quiere construir con nuestra libertad, no pese a ella; no quiere salvarnos sin nosotros, como sí nos creó sin nosotros. Sin embargo, lo que de hecho nos salva no es nuestra voluntad de ser salvados por Dios, sino la voluntad de Dios de salvarnos; en otras palabras, su gracia: Porque ustedes han sido salvados por su gracia. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios (Ef. 2.8). Es él quien nos reviste con el manto de la salvación (cf. Is. 61,10), como revistió al hijo pródigo con ropa nueva, desde el anillo en el dedo hasta las sandalias en los pies. Por nuestra cuenta, estamos y permaneceremos desnudos y descalzos. Sólo podemos llenar los odres de agua; sólo Jesucristo, con su Espíritu, puede transformar el agua en vino, o sea el esfuerzo de imitación en comunión de vida con él.

Esta comunión de vida con Cristo encuentra su culminación en un sacramento: la Eucaristía, que es el sacramento por excelencia de nuestra transfiguración en Cristo. Aparentemente, somos nosotros los que en la Eucaristía nos apoderamos de Jesús y lo asimilamos a nosotros; en realidad, es él quien nos asimila a nosotros: Así como yo... vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí (Jn. 6,57). Es el principio vital más fuerte que asimila al más débil: el vegetal asimila al mineral, el animal asimila al vegetal, lo espiritual —en un plano distinto— asimila al animal, o sea lo divino a lo humano. «El efecto de la Eucaristía es que nos convierte en lo que comemos» (San León Magno); «No eres tú quien me asimilarás a ti —dice el Señor—, sino yo quien te asimilaré a mí» (san Agustín).

Después de la Eucaristía, viene la oración. El Evangelio de hoy empezaba diciendo: Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago y subió a la montaña para orar. Mientras oraba... Jesús no subió a la montaña para ser transfigurado, sino para rezar; esa había sido su intención; la Transfiguración fue, en cierto sentido, el efecto de su oración, querido por el Padre. Mientras rezaba, «su rostro cambió de aspecto», fue inundado de felicidad. Es una fuerte advertencia para nosotros: sin oración o sin ese tipo de oración que Jesús nos mostró hoy: la oración hecha con calma, en silencio o, si es posible, aparte, no hay avance en nuestra asimilación a Jesús. Hay personas que se quejan de que ser cristianos es muy difícil, que es imposible; ¡claro que es imposible sin la oración! No por nada Jesús insistió tanto: recen, recen, recen sin cansarse nunca. No basta una oración a pedazos y a los saltos, en forma de simples jaculatorias, hecha mientras trabajamos o caminamos; hace falta, al menos una vez al día, un poco de oración relajada que permita que nuestro corazón tome realmente contacto con el de Dios. Sin este aprovisionamiento, la «otra» oración se consume enseguida. Junto al ayuno espiritual ya la palabra de Dios (véase el domingo pasado), la oración es el tercer «ejercicio» esencial para una Cuaresma fructífera.

Nuestro Padre también nos dijo, al comienzo, durante la lectura: Este es mi Hijo; escúchenlo. Bueno, lo escuchamos y ahora a aquellos lo escucharon en su palabra, Jesús les da también su cuerpo y su sangre; por un instante, saboreamos la situación del final, cuando también nuestro cuerpo sea como el cuerpo glorioso de Jesús.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la Parroquia de San Roberto Belarmino (2-III-1980)

– La Transfiguración

“Éste es mi Hijo elegido, escuchadle”.

Oímos estas palabras en el momento en que Pedro, Juan y Santiago, los Apóstoles elegidos por Cristo, se encuentran en el monte Tabor; en el momento de la Transfiguración: “Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó, su vestido se volvió blanco y resplandeciente. Y he aquí que dos varones hablaban con Él, Moisés y Elías” (Lc 9,29-30).

Se trata, pues, de un momento único. Momento en que Cristo, en cierto sentido, desea decir a los Apóstoles elegidos todavía algo más sobre Sí mismo y sobre su misión. Y no olvidemos que se trata de los mismos tres Apóstoles a quienes Él, después de algún tiempo, llevará consigo a Getsemaní, a fin de que puedan ser testigos cuando se encuentre en la angustia del espíritu y aparezca sobre su rostro el sudor de sangre (cfr. Mc 14,33; Lc 22,44). Sin embargo, en el monte Tabor somos testigos con ellos de la exaltación, de la glorificación de Cristo en su aspecto humano, en el que pudieron verle en la tierra los Apóstoles y las muchedumbres.

“Éste es mi Hijo, escuchadle”.

Estas palabras resuenan sobre Cristo por segunda vez. Por segunda vez da testimonio de Él desde lo Alto: en este testimonio el Padre habla del Hijo, de su Predilecto, Eterno, que es la misma sustancia que el Padre, del que es Dios de Dios y Luz de Luz, y se hizo hombre semejante a cada uno de nosotros.

La primera vez este testimonio fue pronunciado en el Jordán, en el momento del bautismo de Juan. Juan dijo: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Y una voz del cielo: “Éste es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3,17).

Esto sucedió en el Jordán –al mismo tiempo de la misión mesiánica de Cristo–. Ahora sucede en el monte Tabor, ante la pasión que se acerca: ante el Getsemaní, el Calvario. Y al mismo tiempo en testimonio de la futura resurrección.

Cuando el Padre viene, en esta misteriosa voz de lo Alto, da testimonio del Hijo y, a la vez, nos hace conocer que por Él y en Él –por Él y en Él– se encierra la nueva y definitiva Alianza con el hombre. Esta Alianza había sido realizada antiguamente con Abraham, que es padre de nuestra fe (como dice San Pablo, cfr. Rom 4,11): y éste fue el comienzo de la Antigua Alianza. Sin embargo, la Alianza se había hecho antes aún con Adán, con el primer Adán (como lo llama San Pablo, cfr. 1 Cor 15,45) y no mantenida después por los progenitores, esperaba a Cristo, el segundo “el último Adán” (1 Cor 15,45), para adquirir en Él y por Él –por Él y en Él– su definitiva forma perfecta.

Dios-Padre realiza la Alianza con el hombre, con la humanidad, en su Hijo. Éste es el culmen de la economía de la salvación, de la revelación del amor divino hacia el hombre. La Alianza se ha realizado para que en Dios-Hijo los seres humanos se conviertan en hijos de Dios. Cristo nos “ha dado poder de venir a ser hijos de Dios” (Jn 1,12), sin mirar la raza, lengua, nacionalidad, sexo. “No hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,38).

Cristo revela a cada uno de los hombres la dignidad de hijo adoptivo de Dios, dignidad a la cual está unida su vocación suprema: terrestre y eterna. “Nuestra patria está en los cielos –escribirá San Pablo a los Filipenses–, de donde esperamos un salvador: al Señor Jesucristo, que transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a Sí todas las cosas” (3, 20-21).

Y esta obra de la Alianza: la obra de llevar al hombre a la dignidad de hijo adoptivo (o de hija) de Dios, Cristo la realiza de modo definitivo a través de la cruz. Esta es la verdad que la Iglesia, en el presente período de Cuaresma, desea poner de relieve de modo particular: sin la cruz de Cristo no existe esa suprema elevación del hombre.

De aquí las duras palabras del Apóstol en la segunda lectura de hoy acerca de los que “andan... como enemigos de la cruz de Cristo”; su dios es el vientre (cfr. Fil. 3,18-19) (quiere decir que lo temporal es sólo lo que tiene valor de provecho material y de utilidad). El Apóstol habla de ésos “con lágrimas en los ojos” (Fil. 3,18). Tratemos de preguntarnos si estas lágrimas del Apóstol de las Gentes no se refieren también a nosotros, a nuestra época histórica, al hombre de nuestro tiempo. Pensemos sobre esto y preguntémonos si también en nuestra generación no crece una cierta hostilidad hacia la cruz de Cristo, hacia el Evangelio; quizá sólo se trate de una indiferencia que, a veces, es peor que la hostilidad.

– Escuchar al Señor

La voz de lo Alto dice: “Éste es mi Hijo elegido, escuchadle”.

¿Qué significa escuchar a Cristo? Es una pregunta que no puede dejar de plantearse un cristiano. Ni su razón. Ni su conciencia. ¿Qué significa escuchar a Cristo?

Toda la Iglesia debe dar siempre una respuesta a esta pregunta en las dimensiones de las generaciones, de las épocas, de las condiciones sociales, económicas y políticas que cambian. La respuesta debe ser auténtica, debe ser sincera, así como es auténtica y sincera la enseñanza de Cristo, su Evangelio, y después Getsemaní, la cruz y la resurrección.

Y cada uno de nosotros debe dar siempre una respuesta a esta pregunta: si su cristianismo, si su vida son conformes con la fe, si son auténticos y sinceros. Debe dar esta respuesta si no quiere correr el riesgo de tener como dios al propio vientre (cfr. Fil. 3,19), y de comportarse como enemigo “de la cruz de Cristo” (Fil. 3,19).

La respuesta será cada vez un poco diversa: diversa será la respuesta del padre y de la madre de familia, diversa la de los novios, diversa la del niño, diversa la del muchacho y la de la muchacha, diversa la del anciano, diversa la del enfermo clavado en el lecho del dolor, diversa la del hombre de ciencia, de la política, de la cultura, de la economía, diversa la del hombre del duro trabajo físico, diversa la de la religiosa o del religioso, diversa la del sacerdote, del pastor de almas, del obispo y del Papa.

Y aun cuando estas respuestas deben ser tantas cuantos son los hombres que confiesan a Cristo, sin embargo, será única en cierto sentido, caracterizada con la semejanza interna con Aquél a quien el Padre celeste nos ha recomendado escuchar (“escuchadle”). Tal como dice de nuevo San Pablo: “Sed imitadores míos...” (Fil. 3,17), y en otro lugar añade, “como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11,1).

Ahora permitidme, queridos hermanos y hermanas, que me detenga aquí para recordaros esta pregunta: ¿qué significa escuchar a Cristo? Y con esta pregunta os dejaré durante toda la Cuaresma. No os doy la respuesta demasiado pormenorizada, sólo os pido que cada uno de vosotros se plantee constantemente esta pregunta: ¿qué significa escuchar a Cristo en mi vida?

Y ahora añado –siguiendo la liturgia de hoy– que escuchar a Cristo, que es el Hijo predilecto del eterno Padre, es al mismo tiempo la fuente de esa esperanza y alegría, de la que habla espléndidamente el Salmo de la liturgia de hoy:

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” (Sal 26(27),1).

– Hacia el cielo

De aquí nace el constante motivo de la aspiración espiritual:

“Escúchame, Señor, no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo” (Sal. 26(27) 7-8).

Buscar el rostro de Dios: he aquí la dirección que da Cristo a la vida humana:

“Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo” (Sal. 26(27) 8-9).

Continuando en esta dirección, el hombre no se cierra en los límites de lo temporal. Vive con la gran perspectiva.

“Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal. 26(27) 13-14).

Sí. Espera en el Señor.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Cristo nuestro Señor, enseña S. León Magno, manifestó su gloria a unos testigos predilectos; y les dio a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad. De esta forma, ante la proximidad de su Pasión, fortaleció la fe de los apóstoles para que sobrellevaran el escándalo de la cruz; y alentó la esperanza de la Iglesia al revelar, en sí mismo, la claridad que brillará un día en todo el Cuerpo que le reconoce como Cabeza suya”.

“Escuchadle”. Fue la voz que escucharon los discípulos en esta portentosa revelación de la divinidad de su Maestro. Si siempre debemos orar sin desanimarnos (Cf Lc 18,1 y ss.), con mayor motivo en los momentos de crisis para reafirmarnos en el camino y que la esperanza no decaiga.

Oración es hablar con Dios, pero también escucharle. Hay distintos modos de orar: alabando a Dios, pidiéndole ayuda o perdón, dándole gracias por los beneficios recibidos de Él. Pero la oración tiene también el claro objetivo de escuchar a Dios para conocerlo y amarle más y así “transforme nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa”, como reza la 2ª Lectura de hoy.

La Transfiguración del Señor nos impulsa también a nosotros a mostrar su rostro mientras caminamos hacia la Pascua eterna. “Nosotros, enseña S. Pablo, reflejamos la gloria de Dios y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente... Dios ha brillado en nuestros corazones para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios reflejada en Cristo” (2 Co 3,18;4,6). Hemos de reflejar a Cristo con nuestro comportamiento, nuestra conversación, nuestra mirada, nuestra sonrisa... ¡Qué impacto tan beneficioso ejerce en los demás la persona que irradia paz y no siembra discordias; que es alegre aunque palpe las asperezas de la vida; que es servicial, generosa, comprensiva, atenta, cortés... Cuando un cristiano se conduce así, deja traslucir algo de la gloria del Señor y los que le tratan la perciben.

“Escuchadle”. Escuchamos a Cristo cuando participamos en la Santa Misa y estamos atentos y receptivos a las Lecturas; cuando secundamos la voz del Espíritu Santo que resuena en nuestra conciencia animándonos a ser más generosos en todo o recriminándonos nuestra desidia, nuestro egoísmo; cuando tenemos el hábito de leer con frecuencia el Evangelio y grabamos en el corazón esas palabras; cuando escuchamos la voz de la Iglesia, tanto del Papa y los Obispos, como de quienes recibimos un consejo espiritual acertado.

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«¡Maestro, qué bien se está aquí!»

I. LA PALABRA DE DIOS

Gn 15, 5-12. 17-18: Dios hace alianza con el fiel Abrahán

Sal 26, 1.7-8a.8b-9abc.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación

Flp 3, 17-4, 1: Cristo nos transformará, según el modelo de su cuerpo glorioso

Lc 9, 28b-36: Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración... Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para “entrar en su gloria” (Lc 24, 27), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la montaña; la ley y los Profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: “Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa” (Santo Tomás)» (554-555).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

Pedro no había comprendido... cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña. Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín)» (556).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

En los tres sinópticos, la transfiguración está estrechamente vinculada al primer anuncio de la pasión y en Lucas a la oración de Jesús: «mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió». La transfiguración es una experiencia mística de la humanidad de Cristo, compartida con los tres discípulos predilectos. Estos, no habituados, «se asustaron al entrar en la nube».

En Lucas se destaca el binomio gloria-muerte. La gloria de la transfiguración está patente en los tres sinópticos. Pero, al mismo tiempo, Moisés y Elías «hablaban de su muerte [su éxodo], que iba a consumar en Jerusalén» (lo propio de Lucas). Y todo quedaba envuelto en el misterio del «secreto mesiánico: “guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie”. Pasión y Gloria, secreto mesiánico, anuncian y anticipan en este mundo de muerte lo que no es de él, el Misterio Pascual.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

Jesús es el «Hijo único de Dios»: 444; 441-445.

La gracia transfigura ya a los hombres: 1996-2005.

Por los sacramentos: 556.

La transfiguración, avance de la Segunda Venida y «esperanza de los cielos nuevos y de la nueva tierra»: 1042-1050.

La respuesta:

La transfiguración del bautizado por la oración: 2559-2565.

La transfiguración del bautizado por la vida moral: 1691-1698.

La transformación de los deseos: 2520-2533; 2544-2550.

C. Otras sugerencias

Se ha de grabar en el corazón del cristiano la ley pascual, de muerte-vida. Implantada en el bautismo, puede desarrollarse o amortiguarse. Debiéramos sentir miedo a otras formas de vivir.

La Transfiguración tuvo lugar durante la oración de Jesús. No hay vida cristiana sin oración, sin tiempo «perdido» para Dios. La Cuaresma es el tiempo para decidirse a entrar en la vida de oración. «Oigo en mi corazón, buscad mi rostro» (Ant. de entrada).

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Del Tabor al Calvario.

– Lo que importa es estar siempre con Jesús. Él nos da la ayuda necesaria para seguir adelante.

I. Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa de hoy. El Evangelio nos cuenta lo que sucedió en el Tabor. Poco antes, Jesús había declarado a sus discípulos, en Cesarea de Filipo, que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. Ahora, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte, para orar. Son los tres discípulos que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente. Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén.

Seis días llevaban los Apóstoles entristecidos por la predicación de Cesarea de Filipo. La ternura de Jesús hace que ahora contemplen su glorificación. San León Magno dice que “el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”. Nunca olvidarían los Apóstoles esta “gota de miel” que Jesús les daba en medio de su amargura. Muchos años más tarde San Pedro tiene perfectamente nítido estos momentos: ...cuando desde aquella extraordinaria gloria se le hizo llegar esta voz: Éste es mi Hijo querido, en quien me complazco. Esta voz, enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo. El Apóstol lo recordaría hasta el final de sus días.

Siempre hace así Jesús con los suyos. En medio de los mayores padecimientos da el consuelo necesario para seguir adelante.

Este destello de la gloria divina transportó a los Apóstoles a una inmensa felicidad, que hace exclamar a San Pedro: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas... Pedro quiere alargar aquella situación. Pero, como dirá más adelante el Evangelista, no sabía lo que decía; porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en que nos hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre dolores indecibles. Lo que importa es sólo eso: verle y vivir siempre con Él. Es lo único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra. Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices, sea cual sea nuestro lugar y la situación en que nos encontremos. Vultum tuum, Domine, requiram: Deseo verte y buscaré tu rostro, Señor, en las circunstancias ordinarias de mi jornada.

– Fomentar con frecuencia, y especialmente en los momentos más difíciles, la esperanza del Cielo.

II. San Beda, comentando el pasaje del Evangelio de la Misa, dice que el Señor, “en una piadosa permisión, les permitió (a Pedro, a Santiago y a Juan) gozar durante un tiempo muy corto la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad”. El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el monte fue sin duda una gran ayuda en tantas situaciones difíciles de la vida de estos tres Apóstoles.

La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada. Caminar en ocasiones áspero y dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir contra corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de nuestra condición se hace más patente: A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad. Allí “todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y calma, todo paz, resplandor y luz. Y no luz como ésta de que gozamos ahora y que, comparada con aquélla, no pasa de ser como una lámpara junto al sol... Porque allí no hay noche, ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el modo de ser, sino un estado tal que sólo lo entienden quienes son dignos de gozarlo. No hay allí vejez, ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el lugar y aposento de la gloria inmortal...

“Y por encima de todo ello, el trato y goce sempiterno de Cristo, de los ángeles..., todos perpetuamente en un sentir común, sin temor a Satanás ni a las asechanzas del demonio ni a las amenazas del infierno o de la muerte”.

Nuestra vida en el Cielo estará definitivamente exenta de todo posible temor. No sufriremos la inquietud de perder lo que tenemos, ni desearemos tener algo distinto. Entonces verdaderamente podremos decir con San Pedro: Señor, ¡qué bien estamos aquí! El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud en la vida eterna. Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso se barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena.

El pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada vale tanto como ganar el cielo. “Y con ir siempre con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en esta vida, daros ha de beber con toda abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar”.

– El Señor no se separa de nosotros. Actualizar esa presencia de Dios.

III. Una nube los envolvió enseguida. Recuerda a aquella otra que acompañaba a la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de la reunión y la gloria de Yahvé llenaba todo el lugar. Era la señal que garantizaba las intervenciones divinas: Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti. Esa nube envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge la voz poderosa de Dios Padre: Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle a él. Y Dios Padre habla a través de Jesucristo a todos los hombres de todos los tiempos. Su voz se oye en cada época, de modo singular a través de la enseñanza de la Iglesia, que “busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular”.

Al alzar sus ojos no vieron a nadie sino sólo a Jesús. Y no estaban Elías y Moisés. Sólo ven al Señor. Al Jesús de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para ser comprendido... A Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor así, lo excepcional fue verlo transfigurado.

A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando perdona, en el sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Pero normalmente no se nos muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo extraordinario.

Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor aquellos tres privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día. “Cuando Dios os concede la gracia de sentir su presencia y desea que le habléis como al amigo más querido, exponedle vuestros sentimientos con toda libertad y confianza. Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sab 6, 14). Sin esperar a que os acerquéis a Él, se anticipa cuando deseáis su amor, y se os presenta, concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis. Sólo espera de vosotros una palabra para demostraros que está a vuestro lado y dispuesto a escucharos y consolaros: Sus oídos están atentos a la oración (Sal 33, 16) (...).

“Los demás amigos, los del mundo, tienen horas que pasan conversando juntos y horas en que están separados; pero entre Dios y vosotros, si queréis, jamás habrá una hora de separación”.

¿No será nuestra vida distinta en esta Cuaresma, y siempre, si actualizáramos más frecuentemente esa presencia divina en lo habitual de cada día, si procuráramos decir más jaculatorias, más actos de amor y de desagravio, más comuniones espirituales...? Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin hablar con mi Padre Dios?... ¿He conversado con Él, con amor de hijo? –¡Puedes!.

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Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Jesús subió al monte a orar

 Hoy, segundo domingo de Cuaresma, la liturgia de la palabra nos trae invariablemente el episodio evangélico de la Transfiguración del Señor. Este año con los matices propios de san Lucas.

El tercer evangelista es quien subraya más intensamente a Jesús orante, el Hijo que está permanentemente unido al Padre a través de la oración personal, a veces íntima, escondida, a veces en presencia de sus discípulos, llena de la alegría del Espíritu Santo.

Fijémonos, pues, que Lucas es el único de los sinópticos que comienza la narración de este relato así: «Jesús (...) subió al monte a orar» (Lc 9,28), y, por tanto, también es el que especifica que la transfiguración del Maestro se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29). No es éste un hecho secundario.

La oración es presentada como el contexto idóneo, natural, para la visión de la gloria de Cristo: cuando Pedro, Juan y Santiago se despertaron, «vieron su gloria» (Lc 9,32). Pero no solamente la de Él, sino también la gloria que ya Dios manifestó en la Ley y los Profetas; éstos —dice el evangelista— «aparecían en gloria» (Lc 9,31). Efectivamente, también ellos encuentran el propio esplendor cuando el Hijo habla al Padre en el amor del Espíritu. Así, en el corazón de la Trinidad, la Pascua de Jesús, «su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,31) es el signo que manifiesta el designio de Dios desde siempre, llevado a término en el seno de la historia de Israel, hasta el cumplimiento definitivo, en la plenitud de los tiempos, en la muerte y la resurrección de Jesús, el Hijo encarnado.

Nos viene bien recordar, en esta Cuaresma y siempre, que solamente si dejamos aflorar el Espíritu de piedad en nuestra vida, estableciendo con el Señor una relación familiar, inseparable, podremos gozar de la contemplación de su gloria. Es urgente dejarnos impresionar por la visión del rostro del Transfigurado. A nuestra vivencia cristiana quizá le sobran palabras y le falta estupor, aquel que hizo de Pedro y de sus compañeros testigos auténticos de Cristo viviente.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Escuchar y obedecer

«Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco. Escúchenlo».

Eso es lo que te dice tu Dios, sacerdote.

Tú eres un siervo de Dios, y no puedes negar, sacerdote, que escuchas su voz.

El amo manda. El siervo escucha y obedece.

Escucha a tu amo, y obedécelo. Te llama desde lo más profundo de tu ser.

Es tu esencia, sacerdote, creer en Él, porque es tu Padre, y estás hecho a su imagen y semejanza. Has sido creado para servirlo.

Obedécele, y escucha a su Hijo muy amado, en quien Él ha puesto sus complacencias

Esa es la ley que te rige como siervo, como esclavo, y que hace de ti un hombre libre, un sacerdote, un servidor por voluntad, santo.

Tu Señor es el Hijo de Dios, en quien Él ha puesto sus complacencias

Es Él, sacerdote, a quien debes escuchar, y hacer lo que Él te dice, porque así es como obedeces a Dios y le das gloria.

Escucha sacerdote a tu Señor, que te llama para que vayas con Él a lo alto del monte, a la oración, en donde Él se transfigura para ti, y se muestra tal y cómo es: el Hijo único de Dios, que fue enviado al mundo, para hacerse hombre como tú, para vivir como tú, para ser probado en todo como tú, menos en el pecado, para dejarlo todo, como tú, y tomar su cruz y hacerse camino, para morir por ti, y que se ha quedado en el mundo a través de ti, configurado contigo para mostrarse al mundo tal y como es, hombre y Dios, a través de ti, sacerdote.

¿Cómo mostrarías tú al mundo el rostro de tu Señor, si tu corazón fuera transfigurado?

¿Un rostro limpio, puro, resucitado, vivo, divino?

¿O un rostro oculto, manchado, herido y desfigurado, que sufre por tu pecado?

¿Complaces, sacerdote, a tu Dios, haciendo lo que Él te dice, o te quedas dormido y no oras, y no ves su gloria?

¿Acudes, sacerdote, al llamado de tu Señor todos los días, con tu corazón contrito y humillado, para verlo tal cual es, transfigurado en el sagrario, en el altar, en la patena, en el cáliz, en la custodia, y entre tus manos, como Jesús sacramentado?

¿Obedeces, sacerdote, a tu Señor y acudes a su llamado para alabarlo, para bendecirlo, para adorarlo, para hacerlo tuyo, y hacerte suyo, todos los días en su presencia viva, en la Eucaristía?

¿Pones, sacerdote, tu confianza en el Señor y le entregas tu vida?

¿Escuchas su Palabra, sacerdote, para hacer lo que Él te diga?, ¿o estás lleno de temor y de miedo, porque no haces lo que te dice tu Señor, porque no lo obedeces, porque no complaces a tu Dios, y permaneces sentado, resignado, y rechazas la gracia y el perdón que te ofrece tu Señor?

¿Tu rostro es el rostro del Cristo que representas, o es el rostro de la vergüenza?

Vuelve, sacerdote, al monte de la oración. Arrepiéntete y pídele perdón. Escucha su Palabra y ponla en práctica.

Entonces el mundo verá en ti transfigurado a tu Señor, porque en ti Él ha puesto sus complacencias y el pueblo lo escucha a través de ti, sacerdote.

Obedece, sacerdote, a tu Señor. Acude a su encuentro en el monte alto de la oración, y transfigúrate con Él, para que en ti Él muestre al mundo la gloria de Dios.

(Espada de Dos Filos II, n. 12)

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