67. El sacerdote está llamado a celebrar el Santo Sacrificio eucarístico, a meditar constantemente sobre lo que este significa y a transformar su vida en una Eucaristía, lo cual se manifiesta en el amor al sacrificio diario, sobre todo en el cumplimiento de sus deberes de estado. El amor a la cruz lleva al sacerdote a convertirse en un sacrifico agradable al Padre por medio de Cristo (cfr. Rom 12, 1). Amar la cruz en una sociedad hedonística es un escándalo, pero desde una perspectiva de fe, es fuente de vida interior. El sacerdote debe predicar el valor redentor de la cruz con su estilo de vida.
Es necesario recordar el valor incalculable que tiene para el sacerdote la celebración diaria de la Santa Misa —“fuente y cumbre”[1] de la vida sacerdotal—, aún cuando no estuviera presente ningún fiel[2]. Al respecto, enseña Benedicto XVI: «Junto con los padres del Sínodo, recomiendo a los sacerdotes “la celebración diaria de la santa misa, aun cuando no hubiera participación de fieles”. Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente infinito de cada celebración eucarística; y, además, está motivada por su singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación»[3].
Él la vivirá como el momento central de cada día y del ministerio cotidiano, como fruto de un deseo sincero y como ocasión de un encuentro profundo y eficaz con Cristo. En la Eucaristía, el sacerdote aprende a darse cada día, no sólo en los momentos de gran dificultad, sino también en las pequeñas contrariedades cotidianas. Este aprendizaje se refleja en el amor por prepararse a la celebración del Santo Sacrificio, para vivirlo con piedad, sin prisas, respetando las normas litúrgicas y las rúbricas, a fin de que los fieles perciban en este modo una auténtica catequesis[4].
En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de signos e imágenes, el sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que puede aumentar el decoro y el aspecto sagrado de la celebración. Es importante que en la celebración eucarística haya un adecuado cuidado de la limpieza del lugar, de la estructura del altar y del sagrario[5], de la nobleza de los vasos sagrados, de los paramentos[6], del canto[7], de la música[8], del silencio sagrado[9], del uso del incienso en las celebraciones más solemnes, etc., repitiendo el gesto amoroso de María hacia el Señor cuando «tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le urgió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12, 3). Todos estos elementos pueden contribuir a una mejor participación en el Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a estos aspectos simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, las prisas, la superficialidad y el desorden, vacían de significado y debilitan la función de aumentar la fe[10]. El que celebra mal, manifiesta la debilidad de su fe y no educa a los demás en la fe. Al contrario, celebrar bien constituye una primera e importante catequesis sobre el Santo Sacrificio.
Especialmente en la celebración eucarística, las normas litúrgicas se deben observar con generosa fidelidad. «Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. […] También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia»[11].
El sacerdote, entonces, al poner todos sus talentos al servicio de la celebración eucarística para ayudar a que todos los fieles participen vivamente en ella, debe atenerse al rito establecido en los libros litúrgicos aprobados por la autoridad competente, sin añadir, quitar o cambiar nada[12]. Así su celebración es realmente celebración de la Iglesia y con la Iglesia: no hace “algo suyo”, sino que está con la Iglesia en diálogo con Dios. Esto favorece asimismo una adecuada participación activa de los fieles en la sagrada liturgia: «El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio. El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están llamados a vivir la celebración como pueblo de Dios, sacerdocio real, nación santa (cfr. 1 Pe 2, 4-5.9)»[13].
Los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada, y los Moderadores de las sociedades de vida apostólica, tienen el deber grave no sólo de preceder con el ejemplo, sino de vigilar para que todos cumplan siempre fielmente las normas litúrgicas referentes a la celebración eucarística, en todos los lugares.
Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de los ornamentos sagrados prescritos por las normas litúrgicas[14].
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[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 11; Cfr. también, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.
[2] Cfr. C.I.C., can. 904.
[3] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 80.
[4] Cfr. ibid., 64: l.c., 152-154.
[5] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 128; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), 49-50: l.c., 465-467; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 80.
[6] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 122-124; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum (25 de marzo de 2004), 121-128: l.c., 583-585.
[7] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 122-124; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, 121-128.
[8] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 112, 114, 116; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), 49: l.c., 465-466; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 42: l.c., 138-139.
[9] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 120.
[10] Cfr. ibid., 30; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 55: l.c., 147-148.
[11] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 52. Cfr. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum (25 de marzo de 2004): l.c., 549-601.
[12] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 22; C.I.C., can. 846 § 1; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 40.
[13] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 38.
[14] Cfr. C.I.C., can. 929; Institutio Generalis Missalis Romani (2002), 81; 298; S. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Liturgicae instaurationes (5 de septiembre de 1970), 8: AAS 62 (1970), 701; Instrucción Redemptionis Sacramentum, 121-128.