VI, 37. CREER Y PROFESAR LA FE – BENDECIR A LA MADRE Y AL SEÑOR
EVANGELIO DE LA FIESTA DE LA VISITACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 1, 39-56
En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.
Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.
Entonces dijo María: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre. y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen.
Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada.
Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre”. María permaneció con Isabel unos tres meses, y luego regresó a su casa.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: desde el comienzo del relato de la Visitación se reflejan muy bien los sentimientos de tu Madre. Dice el texto que se encaminó “presurosa”. Me imagino a la Santísima Virgen contando esa historia al evangelista, que no pudo sino consignar con esa palabra la alegría que embargaba su corazón de madre ante aquella manifestación patente del poder de Dios.
Isabel conocía el misterio de alguna manera, y reconocía que la encarnación del Verbo era fruto de la fe, de una fe fuerte, que merece el elogio: “dichosa tú, que has creído”. Zacarías había dudado del poder de Dios.
María creyó a las palabras del ángel, y creció su gozo cuando su prima la saludó diciéndole la “Madre de mi Señor”. Estaba segura de que se iba a cumplir el plan de Dios, y ante cada manifestación patente vuelve a exultar.
Señor, qué importante es que fortalezcamos nuestra fe cada vez que contemplamos estas escenas del Santo Evangelio y las meditamos en nuestro corazón.
¿Cómo debo manifestar mi fe para que otros también crean?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: contemplen la dicha de María, porque ella ha creído con fe, ha confiado con esperanza y ha actuado con amor, entregando su voluntad, abandonándose en la voluntad de Dios, permitiendo a Dios hacer su voluntad y actuar por ella, con ella, y en ella, y es así como el Verbo se hizo carne para habitar entre los hombres.
Ella creyó con fe, como yo, en la salvación del mundo, por medio de mi pasión y muerte en la cruz, confiando en lo que yo le había dicho, en la esperanza de la resurrección, abandonándose como yo en la voluntad de Dios.
Ella profesó su fe en Dios, aceptando ser llena del Espíritu Santo, para ser la Madre del Hijo de Dios.
Aceptando acompañar al Hijo de Dios en su pasión y muerte, en la esperanza de la resurrección.
Aceptando ser madre de todos los hombres en Cristo, quien los hace a todos hijos de Dios.
Aceptando la ascensión de su Hijo al cielo, para sentarse a la derecha del Padre, en la esperanza de la vida eterna.
Abandonando su voluntad a la voluntad de Dios, reuniendo a sus hijos en torno a ella, para ser llenos del Espíritu Santo, para proclamar el triunfo del Hijo de Dios y la salvación de todos los hombres.
Ella ha creído y ha sido asunta al cielo y coronada como Reina del Cielo y de la Tierra, en la esperanza de reunir a todos sus hijos en una sola Iglesia, en una misma fe, en un solo Pueblo Santo, para la gloria de Dios, actuando en la caridad, derramando las gracias que sus hijos necesitan para creer, para confiar, para dejar a Dios actuar en ellos, para aumentar su fe, su esperanza y su caridad, para construir en la tierra el Reino de los cielos, para que cuando su Hijo vuelva a buscar lo que es suyo, encuentre a los suyos reunidos en la misma fe, con la misma esperanza, amando a Dios por sobre todas las cosas y amándose entre ellos como yo los he amado, para ser llevados conmigo a la vida eterna.
Dichosa ella que ha creído, porque todo esto será cumplido.
Dichosos ustedes, los que por la fe han creído, por la esperanza han confiado y por la caridad han actuado en la obediencia, abandonando su voluntad en la voluntad de Dios.
Dichosos ustedes, porque todo lo que les he dicho se cumplirá.
Permanezcan en la confianza, en la obediencia y en el abandono en mi voluntad, para que sean fieles instrumentos de mi amor, para conducir mi misericordia a mi pueblo.
Yo creo en ustedes y yo espero en ustedes, porque los amo.
Sacerdotes míos: dichosos los que no han visto y han creído.
Crean en mí, crean en mi Palabra, crean en mi Resurrección, crean que yo soy el Hijo de Dios.
Crean en la Eucaristía, que es Dios verdadero, presencia, sacrificio, don, comunión, ofrenda, alimento, gratuidad, vida, encarnación, muerte y resurrección en el altar, que es pesebre, cruz y sepulcro.
Crean en que han sido llamados y elegidos para participar unidos conmigo en este único y eterno sacrificio, en el que ustedes, por el poder de Dios, convierten el pan y el vino entre sus manos en Carne, en Sangre, en Vida.
Crean en que yo soy Eucaristía, pan vivo bajado del cielo, alimento que permanece para la vida eterna.
Crean en los signos que les he dado, porque mis señales son claras.
Crean en lo que les he dicho, confíen en lo que les he dicho, obedezcan y hagan lo que les he dicho, porque todo eso se cumplirá, hasta la última letra.
Crean en el Evangelio, que es la fe que profesa la Santa Iglesia, para que sean dignos de participar de la gloria de Dios.
Crean en los Sacramentos, y en el poder que yo les he dado para impartirlos.
Crean que, por estos Sacramentos, los hombres son salvados.
Crean en el Bautismo, que quita la mancha del pecado e incluye a los hombres como Hijos de Dios.
Crean en la Confirmación, por la que el Espíritu Santo los llena de Dios.
Crean en la Reconciliación, por la que los pecados quedan perdonados.
Crean en la Comunión, que es mi Cuerpo y es mi Sangre, es alimento de vida.
Crean en la Unción, por la que los enfermos reciben mi paz, mi consuelo y mi gracia santificante.
Crean en el Matrimonio, que es la unión indisoluble en el amor entre un hombre y una mujer. Yo soy el amor.
Crean en el Sacerdocio, al que han sido llamados, para el que han sido elegidos desde siempre y para siempre; por el que han sido ordenados, para servir a Dios en la pobreza, en la obediencia, en la castidad; por el que son llamados a ser Cristos, para creer, para confiar, para abandonarse a mi voluntad, y sea yo quien viva y actúe por ustedes, con ustedes y en ustedes, para que sean ustedes fieles instrumentos de la gracia de Dios, para construir el Reino de los cielos, para llevar la salvación a todos los hombres del mundo, para llevar a todas las almas a Dios.
Crean, sacerdotes míos, que son ustedes parte del plan de Dios para la salvación del mundo, y vivan en la fe.
Confíen, sacerdotes míos, en la promesa de Dios para la vida eterna, y alégrense en la esperanza.
Abandónense, sacerdotes míos, en la voluntad de Dios, y actúen con caridad entregando mi misericordia.
Crean en mi misericordia derramada en la cruz, que procede del amor del Padre por los hombres. Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna.
Crean en la maternidad de mi Madre, y confíen en ella como hijos, abandonándose en su protección, para que perseveren en la cruz de la misericordia, que es camino, verdad y vida.
Yo soy el camino, la verdad y la vida».
+++
Madre mía, Maestra de fe: con qué ilusión hiciste aquel viaje para visitar a tu prima Isabel. El Ángel te había anunciado que ya iba ella en el sexto mes y, aun siendo tú la Madre del Salvador, no pensaste en otra cosa que ir a servir a tu pariente, porque sabías que tu ayuda le iba a venir muy bien. Te fuiste “de prisa”, como dice el texto sagrado.
Al mismo tiempo, durante el viaje, ibas meditando en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, que en tu vientre habías acogido como esclava del Señor.
Enséñame, Madre, a contemplar ese misterio, y ayúdame a abandonarme más en las manos de Dios, y mostrar con obras mi fe, sobre todo en la práctica de la caridad.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
+++
«Hijo mío, sacerdote: tú me acompañas y yo siempre estoy contigo. Y el Espíritu Santo, que siempre está conmigo, está contigo.
Contempla mi vientre, y contempla la luz del Sol que ha venido al mundo para iluminar, para reinar, para dar vida.
Contempla la ilusión del amanecer a un nuevo día, lleno de esperanza.
Contempla el amor que Dios ha tenido al mundo, que es tanto, que le dio a su único Hijo, para que todo el que crea tenga en Él la vida eterna.
Contempla la paz que ya desde antes de nacer ha traído este niño al mundo, la paz de saberse salvados, redimidos, liberados, amados, unido en filiación divina al Padre por su misericordia.
Contempla el esplendor de la vida que llevo dentro, y admira conmigo el fulgor de la luz que emana de este vientre, que dará al mundo un fruto bendito, a quien Dios lo exaltará y le será otorgado el Nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre.
Contempla conmigo el encuentro con mi prima Isabel, cuando, al escuchar mi saludo, la criatura que llevaba en su seno saltó de gozo, y ella quedó llena del Espíritu Santo, exultando su alma en Dios, porque había llegado la salvación al mundo.
Contempla el momento de alegría del encuentro entre el Hijo de Dios y su precursor, el que Dios había consagrado para Él desde antes de nacer, y lo constituiría como profeta de las naciones, para prepararle el camino a su único Hijo, para señalarlo, para revelar la verdad: que el que viene detrás de él es el Hijo de Dios, y viene a bautizar con el Espíritu Santo, y él no es digno de desatarle las sandalias.
Contempla y medita cada palabra, porque es el Espíritu Santo quien pone las palabras en su boca.
Contempla mi dicha al escuchar de su boca que soy la Madre del Señor, y poder compartir con ella mi alegría, pues todo cuanto me fue anunciado, se cumplirá.
Contempla mi prisa y mi voluntad de servir, porque el Espíritu Santo está conmigo, y es Espíritu de vida, que se mueve, es dinámico, es el amor del Padre y del Hijo, y no se puede contener, se expresa, se nota, se manifiesta en obras.
Contempla el misterio de la encarnación del Verbo, y camina conmigo y con José hacia Belén.
Contempla nuestra renuncia a dejarlo todo para cumplir la voluntad de Dios, y dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Porque todo lo que está escrito se cumplirá y en Jesús se cumplen todas las profecías.
Dichoso tú que has creído, dichoso tú que has confiado, dichoso tú que has actuado en la obediencia, abandonándote en la voluntad de Dios, porque es así como permites que Dios actúe por ti, contigo y en ti.
Permanece en la fe, en la esperanza y en la caridad, creyendo, confiando y amando. Dichosa yo que he creído, que he confiado, que he obedecido, porque todo se ha cumplido: Dios me ha bendecido entre todas las mujeres y ha sido bendito el fruto de mi vientre, ha nacido de mi vientre el Redentor del mundo, que ha vencido a la muerte, y que ha resucitado al mundo para la vida eterna.
Que la fe sea tu alegría y el gozo en el sufrimiento, que la esperanza te mantenga en la confianza, y que el amor gobierne tu vida, para que sea Él quien viva y actúe por ti, contigo y en ti.
Cree, y recibe, obedece, y cumple la voluntad de Dios, permaneciendo dispuesto a servir por Cristo, con Él y en Él, de la misma manera que Él vino no a ser servido, sino a servir y a dar su vida».
¡Muéstrate Madre, María!
VI, 37. CREER Y PROFESAR LA FE – BENDECIR A LA MADRE Y AL SEÑOR
EVANGELIO DE LA FIESTA DE LA VISITACIÓN DE NUESTRA SEÑORA
¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 1, 39-56
En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.
Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.
Entonces dijo María: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre. y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen.
Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada.
Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre”. María permaneció con Isabel unos tres meses, y luego regresó a su casa.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: desde el comienzo del relato de la Visitación se reflejan muy bien los sentimientos de tu Madre. Dice el texto que se encaminó “presurosa”. Me imagino a la Santísima Virgen contando esa historia al evangelista, que no pudo sino consignar con esa palabra la alegría que embargaba su corazón de madre ante aquella manifestación patente del poder de Dios.
Isabel conocía el misterio de alguna manera, y reconocía que la encarnación del Verbo era fruto de la fe, de una fe fuerte, que merece el elogio: “dichosa tú, que has creído”. Zacarías había dudado del poder de Dios.
María creyó a las palabras del ángel, y creció su gozo cuando su prima la saludó diciéndole la “Madre de mi Señor”. Estaba segura de que se iba a cumplir el plan de Dios, y ante cada manifestación patente vuelve a exultar.
Señor: qué importante es que fortalezcamos nuestra fe cada vez que contemplamos estas escenas del Santo Evangelio y las meditamos en nuestro corazón.
¿Cómo debo manifestar mi fe para que otros también crean?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
+++
«Sacerdotes míos: contemplen la dicha de María, porque ella ha creído con fe, ha confiado con esperanza y ha actuado con amor, entregando su voluntad, abandonándose en la voluntad de Dios, permitiendo a Dios hacer su voluntad y actuar por ella, con ella, y en ella, y es así como el Verbo se hizo carne para habitar entre los hombres.
Ella creyó con fe, como yo, en la salvación del mundo, por medio de mi pasión y muerte en la cruz, confiando en lo que yo le había dicho, en la esperanza de la resurrección, abandonándose como yo en la voluntad de Dios.
Ella profesó su fe en Dios, aceptando ser llena del Espíritu Santo, para ser la Madre del Hijo de Dios.
Aceptando acompañar al Hijo de Dios en su pasión y muerte, en la esperanza de la resurrección.
Aceptando ser madre de todos los hombres en Cristo, quien los hace a todos hijos de Dios.
Aceptando la ascensión de su Hijo al cielo, para sentarse a la derecha del Padre, en la esperanza de la vida eterna.
Abandonando su voluntad a la voluntad de Dios, reuniendo a sus hijos en torno a ella, para ser llenos del Espíritu Santo, para proclamar el triunfo del Hijo de Dios y la salvación de todos los hombres.
Ella ha creído y ha sido asunta al cielo y coronada como Reina del cielo y de la tierra, en la esperanza de reunir a todos sus hijos en una sola Iglesia, en una misma fe, en un solo Pueblo Santo, para la gloria de Dios, actuando en la caridad, derramando las gracias que sus hijos necesitan para creer, para confiar, para dejar a Dios actuar en ellos, para aumentar su fe, su esperanza y su caridad, para construir en la tierra el Reino de los cielos, para que cuando su Hijo vuelva a buscar lo que es suyo, encuentre a los suyos reunidos en la misma fe, con la misma esperanza, amando a Dios por sobre todas las cosas y amándose entre ellos como yo los he amado, para ser llevados conmigo a la vida eterna.
Dichosa ella que ha creído, porque todo esto será cumplido.
Dichosos ustedes, los que por la fe han creído, por la esperanza han confiado y por la caridad han actuado en la obediencia, abandonando su voluntad en la voluntad de Dios.
Dichosos ustedes, porque todo lo que les he dicho se cumplirá.
Permanezcan en la confianza, en la obediencia y en el abandono en mi voluntad, para que sean fieles instrumentos de mi amor, para conducir mi misericordia a mi pueblo.
Yo creo en ustedes y yo espero en ustedes, porque los amo.
Sacerdotes míos: dichosos los que no han visto y han creído.
Crean en mí, crean en mi Palabra, crean en mi Resurrección, crean que yo soy el Hijo de Dios.
Crean en la Eucaristía, que es Dios verdadero, presencia, sacrificio, don, comunión, ofrenda, alimento, gratuidad, vida, encarnación, muerte y resurrección en el altar, que es pesebre, cruz y sepulcro.
Crean en que han sido llamados y elegidos para participar unidos conmigo en este único y eterno sacrificio, en el que ustedes, por el poder de Dios, convierten el pan y el vino entre sus manos en Carne, en Sangre, en Vida.
Crean en que yo soy Eucaristía, pan vivo bajado del cielo, alimento que permanece para la vida eterna.
Crean en los signos que les he dado, porque mis señales son claras.
Crean en lo que les he dicho, confíen en lo que les he dicho, obedezcan y hagan lo que les he dicho, porque todo eso se cumplirá, hasta la última letra.
Crean en el Evangelio, que es la fe que profesa la Santa Iglesia, para que sean dignos de participar de la gloria de Dios.
Crean en los Sacramentos, y en el poder que yo les he dado para impartirlos.
Crean que, por estos Sacramentos, los hombres son salvados.
Crean en el Bautismo, que quita la mancha del pecado e incluye a los hombres como Hijos de Dios.
Crean en la Confirmación, por la que el Espíritu Santo los llena de Dios.
Crean en la Reconciliación, por la que los pecados quedan perdonados.
Crean en la Comunión, que es mi Cuerpo y es mi Sangre, es alimento de vida.
Crean en la Unción, por la que los enfermos reciben mi paz, mi consuelo y mi gracia santificante.
Crean en el Matrimonio, que es la unión indisoluble en el amor entre un hombre y una mujer. Yo soy el amor.
Crean en el Sacerdocio, al que han sido llamados, para el que han sido elegidos desde siempre y para siempre; por el que han sido ordenados, para servir a Dios en la pobreza, en la obediencia, en la castidad; por el que son llamados a ser Cristos, para creer, para confiar, para abandonarse a mi voluntad, y sea yo quien viva y actúe por ustedes, con ustedes y en ustedes, para que sean ustedes fieles instrumentos de la gracia de Dios, para construir el Reino de los cielos, para llevar la salvación a todos los hombres del mundo, para llevar a todas las almas a Dios.
Crean, sacerdotes míos, que son ustedes parte del plan de Dios para la salvación del mundo, y vivan en la fe.
Confíen, sacerdotes míos, en la promesa de Dios para la vida eterna, y alégrense en la esperanza.
Abandónense, sacerdotes míos, en la voluntad de Dios, y actúen con caridad entregando mi misericordia.
Crean en mi misericordia derramada en la cruz, que procede del amor del Padre por los hombres. Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna.
Crean en la maternidad de mi Madre, y confíen en ella como hijos, abandonándose en su protección, para que perseveren en la cruz de la misericordia, que es camino, verdad y vida.
Yo soy el camino, la verdad y la vida».
+++
Madre mía, Maestra de fe: con qué ilusión hiciste aquel viaje para visitar a tu prima Isabel. El Ángel te había anunciado que ya iba ella en el sexto mes y, aun siendo tú la Madre del Salvador, no pensaste en otra cosa que ir a servir a tu pariente, porque sabías que tu ayuda le iba a venir muy bien. Te fuiste “de prisa”, como dice el texto sagrado.
Al mismo tiempo, durante el viaje, ibas meditando en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, que en tu vientre habías acogido como esclava del Señor.
Enséñame, Madre, a contemplar ese misterio, y ayúdame a abandonarme más en las manos de Dios, y mostrar con obras mi fe, sobre todo en la práctica de la caridad.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: tú me acompañas y yo siempre estoy contigo. Y el Espíritu Santo, que siempre está conmigo, está contigo.
Contempla mi vientre, y contempla la luz del Sol que ha venido al mundo para iluminar, para reinar, para dar vida.
Contempla la ilusión del amanecer a un nuevo día, lleno de esperanza.
Contempla el amor que Dios ha tenido al mundo, que es tanto, que le dio a su único Hijo, para que todo el que crea tenga en Él la vida eterna.
Contempla la paz que ya desde antes de nacer ha traído este niño al mundo, la paz de saberse salvados, redimidos, liberados, amados, unido en filiación divina al Padre por su misericordia.
Contempla el esplendor de la vida que llevo dentro, y admira conmigo el fulgor de la luz que emana de este vientre, que dará al mundo un fruto bendito, a quien Dios lo exaltará y le será otorgado el Nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre.
Contempla conmigo el encuentro con mi prima Isabel, cuando, al escuchar mi saludo, la criatura que llevaba en su seno saltó de gozo, y ella quedó llena del Espíritu Santo, exultando su alma en Dios, porque había llegado la salvación al mundo.
Contempla el momento de alegría del encuentro entre el Hijo de Dios y su precursor, el que Dios había consagrado para Él desde antes de nacer, y lo constituiría como profeta de las naciones, para prepararle el camino a su único Hijo, para señalarlo, para revelar la verdad: que el que viene detrás de él es el Hijo de Dios, y viene a bautizar con el Espíritu Santo, y él no es digno de desatarle las sandalias.
Contempla y medita cada palabra, porque es el Espíritu Santo quien pone las palabras en su boca.
Contempla mi dicha al escuchar de su boca que soy la Madre del Señor, y poder compartir con ella mi alegría, pues todo cuanto me fue anunciado, se cumplirá.
Contempla mi prisa y mi voluntad de servir, porque el Espíritu Santo está conmigo, y es Espíritu de vida, que se mueve, es dinámico, es el amor del Padre y del Hijo, y no se puede contener, se expresa, se nota, se manifiesta en obras.
Contempla el misterio de la encarnación del Verbo, y camina conmigo y con José hacia Belén.
Contempla nuestra renuncia a dejarlo todo para cumplir la voluntad de Dios, y dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Porque todo lo que está escrito se cumplirá y en Jesús se cumplen todas las profecías.
Dichoso tú que has creído, dichoso tú que has confiado, dichoso tú que has actuado en la obediencia, abandonándote en la voluntad de Dios, porque es así como permites que Dios actúe por ti, contigo y en ti.
Permanece en la fe, en la esperanza y en la caridad, creyendo, confiando y amando. Dichosa yo que he creído, que he confiado, que he obedecido, porque todo se ha cumplido: Dios me ha bendecido entre todas las mujeres y ha sido bendito el fruto de mi vientre, ha nacido de mi vientre el Redentor del mundo, que ha vencido a la muerte, y que ha resucitado al mundo para la vida eterna.
Que la fe sea tu alegría y el gozo en el sufrimiento, que la esperanza te mantenga en la confianza, y que el amor gobierne tu vida, para que sea Él quien viva y actúe por ti, contigo y en ti.
Cree, y recibe, obedece, y cumple la voluntad de Dios, permaneciendo dispuesto a servir por Cristo, con Él y en Él, de la misma manera que Él vino no a ser servido, sino a servir y a dar su vida».
¡Muéstrate Madre, María!
VII, n. 15 EL ABRAZO DE DIOS CON LA MADRE – LA COMPAÑÍA DE LA MADRE
EVANGELIO DEL ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Exaltó a los humildes.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 1, 39-56
En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.
Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.
Entonces dijo María: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava.
Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre, y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen.
Él hace sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada.
Acordándose de su misericordia, viene en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre”.
María permaneció con Isabel unos tres meses, y luego regresó a su casa.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: imagino la alegría de tu corazón, de verdadero hombre, cuando recibiste en el cielo a tu Madre, con quien habías compartido tantas alegrías en la tierra.
Era el premio merecido a su especial fidelidad, y al hecho de haber compartido contigo, de manera inigualable, tu divinidad.
No podía conocer la corrupción de un sepulcro aquella creatura que fue sagrario vivo del Dios escondido. Sus entrañas, y todo su ser, quedaron divinizados para siempre.
Los ángeles y los santos se llenaron de alegría porque su Reina estaba, por fin, con ellos.
Ayúdame, Jesús, a aspirar a las cosas de arriba, buscando seriamente mi santidad.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: el cielo se llena de gozo por la alegría de mi Corazón al recibir a mi Madre en el triunfo de su Corazón Inmaculado, porque Ella ha vencido al mundo conmigo, y es Ella quien reúne a sus hijos conmigo, para que permanezcan en mi amor.
Es Ella corredentora conmigo, mediadora de todas las gracias, auxiliadora, abogada y Madre de la Iglesia y de toda la humanidad, asunta al cielo para ser parte conmigo, y conducir y hacer parte a toda la humanidad de la gloria de Dios. Yo quiero para ustedes el auxilio de mi Madre, para que permanezcan en mi amor.
Hermanos míos: ustedes son mis hermanos y son mis amigos, sacerdotes de mi Iglesia, Pastores de mis rebaños. Y, por mí, hijos de mi Madre e hijos de Dios, coherederos conmigo de la herencia de mi Padre.
Yo les digo: pongan sus ojos y su corazón en donde está su tesoro, como lo ha hecho Ella. Pongan, hermanos míos, sus ojos y sus corazones en el cielo. No acumulen tesoros en la tierra, en donde pueden ser robados. Acumulen tesoros en el cielo, en donde nada puede ser destruido, para que sus ojos salgan de la oscuridad y permanezcan en la luz.
Que sea mi Madre luz para iluminar el camino que los conduzca a los tesoros que mi Padre, que es tan bueno, les tiene como recompensa en el cielo.
Cumplan ustedes con la misión que yo les he encomendado, para que conduzcan a mi pueblo de regreso a la tierra prometida, a la casa de mi Padre, en donde los estaré esperando para unirlos en mi abrazo. Acepten y reciban el auxilio de la Madre que nunca los abandona.
Es el día más alegre en el cielo. Es la fiesta más grande que hay. Contemplen a los ángeles y a los santos. Contemplen la gloria del Padre que se muestra en cada uno. Contemplen su alegría.
Que cada celebración, que cada Eucaristía, sea un acto de acción de gracias que conmemore la gloria de mi Madre.
Mi Madre es la gloria de la misericordia del Padre».
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Madre mía: ¡alégrate, Virgen María! Has llegado al cielo para ser entronizada a la derecha de tu Hijo, para reinar para siempre junto con Él.
Quiero imaginar ese día maravilloso de tu Asunción a los cielos.
Imagino que estabas dormida, hermosa, vestida de blanco. Los ángeles junto a ti, fuiste despertada de tu sueño para ser llevada a la realidad divina. Te pusieron un manto azul precioso y suave, que ellos mismos habían traído del cielo, y luego te elevaron con ellos, entre muchas nubes, y las miradas extasiadas de los que te acompañaban alrededor de tu lecho.
Todos te vieron irse, y lloraron de gozo porque vieron el cielo abierto, en el que te recibían millares de ángeles, para llevarte al abrazo de tu Hijo. Tu rostro era la plenitud. Tu cuerpo estaba resplandeciente, glorioso, y brillaba como si estuvieras envuelta de sol.
Tú te habías ido, pero el Espíritu Santo estaba con ellos, y llenó de fuego ardiente sus corazones, dándoles fortaleza para cumplir con celo apostólico todo lo que tú les habías enseñado, lo que Jesús les había dicho, y lo que el Espíritu Santo les había recordado.
Te veías hermosa, rodeada de ángeles como niños, vestida de blanco con un manto azul, sonriendo, llena de gozo, llena de gloria, brillando y subiendo entre nubes y ángeles que cantaban.
A la derecha de tu trono estaban los tronos de tus sacerdotes, con sus nombres grabados en placas de oro, uno por cada uno, uno por cada sacerdote.
Yo quiero estar allí contigo, Reina del cielo, y gozar contigo, para siempre, del Reinado universal de Cristo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: compartan mi alegría. Proclamen conmigo la grandeza del Señor. Mi alma glorifica a Dios, mi salvador, porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava.
Termina mi espera. Llega el momento tan ansiado, tan anhelado. El encuentro definitivo con mi Hijo, que solo se compara con la espera de su nacimiento. Pero ahora es un gozo pleno, porque el encuentro es eterno, de triunfo, de victoria, de Paraíso.
El Paraíso es Cristo, transición de la realidad de los hombres a la realidad eterna de Dios.
La realidad es Cristo, resurrección y vida. Cristo es la Resurrección y la Vida.
En mi vida en el mundo yo permanecí fuera del mundo, pero viviendo en medio del mundo, para ayudar a mis hijos a salir del mundo, para vivir la realidad de Dios al comprender lo que a mí se me había revelado: que los hombres deben creer en la verdad, que es Cristo, para que puedan llegar a Dios.
Creer en Cristo es vivir con Cristo, como yo.
Decir sí, y permitir que el Espíritu Santo posea sus almas, para que encarne a Cristo en cada uno.
Recibir la gracia de gestar a Cristo permaneciendo en Él, como Él permanece en ustedes, esperando el encuentro que Él mismo tiene preparado para cada uno.
Y luego crecer, viviendo con Él, aprendiendo de Él, siguiendo sus pasos, sirviéndolo a Él, acompañándolo a llevar su misericordia al prójimo, pero dejando todo para tomar su cruz y seguirlo, humillándose ante los hombres para ser enaltecidos ante Dios.
Dejarse clavar en su cruz, para destruir el pecado, y morir al mundo para vencer la muerte, resucitando en Él, para vivir por Él, con Él y en Él en medio del mundo, y llegar un día a ser parte de su Paraíso en su morada celestial.
Hijos míos: si por un hombre vino la muerte al mundo, también por un hombre viene la resurrección. Así como por Adán murieron todos, por Cristo revivirán todos.
Y así como una mujer fue engañada por la serpiente, así ha sido puesta la enemistad entre la mujer y la serpiente. Mi cuerpo ha sido liberado de toda corrupción y vulnerabilidad, y ahora es glorioso, y mi pie pisa la cabeza de la serpiente.
Mi Hijo me ha concedido reinar en los cielos y en la tierra. Él se humilló ante los hombres hasta la muerte, y quiere que los hombres humillen a los demonios humillándose a sí mismos, que es como los demonios son sometidos bajo sus pies. Y ha enviado a sus amigos, sus sacerdotes, de dos en dos, a todas las naciones, para que salven al mundo llevando la verdad a través del Evangelio, y sean puestos bajo sus pies todos sus enemigos, cuando el mundo crea y profese que Él es el único Hijo de Dios verdadero. Esto es, cuando los hombres renuncian a Satanás y a sus obras, y cuando rechazan todo apego al pecado, hasta al venial.
Yo abrí para los hombres las puertas del cielo cuando dije sí, pero los hombres cierran la puerta con el pecado. La puerta es Cristo. Y ustedes, mis hijos sacerdotes, son Cristo en el mundo. Por tanto, sin sacerdotes no habrá cielo para los hombres, porque ustedes tienen las llaves para abrir y cerrar las puertas del cielo, para atar y desatar. Y todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo. Y a todos los que les perdonen sus pecados les quedarán perdonados, y a los que no se los perdonen les quedarán sin perdonar.
Hoy alégrense conmigo. Se abre el cielo y se une con la tierra por Cristo Jesús. Proclama mi alma la grandeza del Señor. Ángeles y santos alaban a Dios, porque es un Dios bueno y en su bondad esta su misericordia.
Yo abrazo a mi Hijo, y con Él abrazo a todos mis hijos. Es su deseo que todos se unan a Él en un mismo cuerpo y un mismo espíritu. Es mi deseo llamarlos para que permanezcan en Él, y por Él sean unidos a la gloria del Padre, por el Espíritu Santo.
A ustedes, mis hijos sacerdotes, los reúno en torno a mi Hijo, para que sean llenos del Espíritu Santo, y por sus dones puedan llevar a todos mis hijos a la unión con Cristo. Porque yo los quiero a todos, pero son ustedes quienes deben llegar primero, y configurarse en Cristo, y permanecer en Él, como Él permanece en ustedes.
Es esta Asunción el abrazo de Dios con la Madre, que lleva en su Corazón a todos sus hijos, y a su Hijo a toda la humanidad.
Yo ruego por ustedes, mis hijos predilectos, a los que mi Hijo ha reunido en su nombre para ser como Él, para llevarlo a Él a todos los hombres. En esta Asunción me quedo con ustedes con mi amor maternal. Yo les pido que renuncien a los tesoros del mundo, para que acepten y reciban los tesoros del cielo.
Es mi deseo llenar los tronos de mis sacerdotes en el cielo».
¡Muéstrate Madre, María!