VI. 55. LOS DESEOS DE JESÚS – TU NOMBRE ES JUAN, SACERDOTE
EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA
Juan es su nombre.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 1, 57-66. 80
Por aquellos días, le llegó a Isabel la hora de dar a luz y tuvo un hijo. Cuando sus vecinos y parientes se enteraron de que el Señor le había manifestado tan grande misericordia, se regocijaron con ella.
A los ocho días fueron a circuncidar al niño y le querían poner Zacarías, como su padre; pero la madre se opuso, diciéndoles: “No. Su nombre será Juan”. Ellos le decían: “Pero si ninguno de tus parientes se llama así”.
Entonces le preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamara el niño. El pidió una tablilla y escribió: “Juan es su nombre”. Todos se quedaron extrañados.
En ese momento a Zacarías se le soltó la lengua, recobró el habla y empezó a bendecir a Dios.
Un sentimiento de temor se apoderó de los vecinos y en toda la región montañosa de Judea se comentaba este suceso. Cuantos se enteraban de ello se preguntaban impresionados: “¿Qué va a ser de este niño?”. Esto lo decían, porque realmente la mano de Dios estaba con él.
El niño se iba desarrollando físicamente y su espíritu se iba fortaleciendo, y vivió en el desierto hasta el día en que se dio a conocer al pueblo de Israel.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: cuando pienso en san Juan Bautista se me vienen a la mente esas palabras tuyas referidas a tu pariente, de que no hay hombre nacido de mujer mayor que él.
Hubo muchos profetas antes que Juan, pero la misión que él tenía era especial, porque te iba a señalar con el dedo y le correspondía preparar al pueblo para tu inminente llegada.
El evangelio relata su concepción milagrosa, pero yo pienso que verdaderamente toda concepción es milagrosa, porque requiere una intervención divina directa. Y, en el caso de tus elegidos, esa intervención incluye la gracia necesaria para cumplir con la misión que nos has dado. Para eso nos has dado la vida, y no para otra cosa.
¿Cómo quieres, Jesús, que sea mi entrega en el sacerdocio, para cumplir fielmente con lo que me pides?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: yo los conozco desde antes de nacer y los he llamado por su nombre. Yo los hago profetas de las naciones y los envío para que preparen los corazones de los hombres.
Yo he hecho de su boca una espada filosa para que abra los corazones. Llénense de mí, porque nadie puede recibir nada si no se lo da el cielo.
Es preciso que yo crezca y ustedes disminuyan, y que den testimonio de lo que han visto y oído.
Es mi deseo que su corazón se llene de mi esencia, para que tengan los mismos sentimientos que los míos.
Es mi deseo que haya una renovación espiritual del alma sacerdotal, para la reevangelización, para que cada uno de ustedes ponga mi Palabra en práctica, para que se conviertan y den buen fruto, porque yo hago nuevas todas las cosas.
Es mi deseo que tengan una formación espiritual permanente, que tenga como base la oración. Porque es en la oración en donde el Espíritu Santo se manifiesta, para que me encuentren, para que me reciban, para que me conozcan, para que me amen, para que crean en mí, para que me lleven a todas las almas.
Es mi deseo que se reúnan en torno a mi Madre. Yo los he convertido en luz para las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra, porque yo he encontrado en cada uno de ustedes un hombre según mi corazón, para que realicen todos mis designios. De mi Corazón ha brotado agua viva, el agua de mi alianza para la salvación. Esta es la pesca de mis redes.
Apóstoles míos, profetas, amigos míos: que sean sus manos puras, como puro sea su corazón.
Manos ungidas y benditas, que tienen el poder de salvación.
Manos que bautizan con el agua viva que llena del Espíritu Santo y los hace como yo, hijos de Dios.
Manos que consagran, parten mi Cuerpo y lo comparten, para alimentar.
Manos que bendicen perdonando los pecados, para salvar.
La misericordia de mi Padre se derrama en el agua viva del Espíritu Santo. Bauticen a mi pueblo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Prediquen con mi Palabra y anuncien el Reino de los cielos.
En la aridez de sus corazones lleven el agua de la vida, y en el desierto de sus aflicciones encuentren mi esperanza.
Manténganse firmes en la fe, en la esperanza y en la caridad, y que mi Espíritu los acompañe.
Les doy mi Corazón, para que tengan los mismos sentimientos que yo, y dispongan sus corazones, para que actúe el Espíritu Santo en ustedes, y los encienda con el fuego del amor.
Para que los que tengan ojos vean y los que tengan oídos oigan.
Para que les muestre el camino. Yo soy el Camino.
Para que les enseñe la verdad. Yo soy la Verdad.
Para que les dé vida. Yo soy la Resurrección y la Vida.
Para que me busquen, para que me encuentren, para que me conozcan, para que me amen, para que crean en mí. Porque el que cree en mí, aunque muera vivirá».
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Madre mía: el día de la Anunciación tú supiste que tu prima Isabel iba en el sexto mes esperando a Juan, y no dudaste para ir a acompañarla y servirla. Conocías muy bien las Escrituras y estabas llena del Espíritu Santo, de modo que sabías bien cuál era la misión del Precursor, quien iba a señalar con el dedo al Mesías, tu Hijo Jesús.
En las conversaciones con tu prima habrá salido muchas veces el designio divino para Jesús y para Juan, que incluía la muerte en cruz y el martirio. Y aceptaban la voluntad de Dios.
Tú nos miras ahora a nosotros, tus sacerdotes, como los discípulos que debemos seguir los pasos del Maestro. Te pedimos que nos consigas la fuerza del Espíritu Santo para cumplir bien con nuestra misión.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: miren lo que le han hecho a mi Hijo. Puedo ver su corazón. Lo han abierto, está seco. Miren su cuerpo destrozado, está seco. Miren sus ojos sin vida, porque la vida la ha entregado, derramando su preciosa sangre hasta la última gota.
Al que había venido lleno del Espíritu Santo, también lo han matado, degollado como cordero, anunciando así tanto la vida como la muerte del que había de venir detrás de él.
Sufrí también. Lo amaba, era mi pariente. ¿Quién más estará lleno del Espíritu de Dios? ¿A quién recibirán? ¿A quién perseguirán?
Yo quiero a mis hijos unidos conmigo, en este cuerpo de mi Hijo, en la fuerza del Espíritu Santo, para que por su muerte y su vida sean invencibles, para que nadie les haga daño.
Tanto ha amado mi Hijo a los hombres, que ha querido quedarse. Lo han despreciado, lo han lastimado, lo han torturado, lo han matado. Y Él quiere quedarse.
En ustedes el Señor ha manifestado su gran misericordia, y han sido llamados para cumplir una misión. No podrán hacerla con sus propias fuerzas, pero todo está en las manos del Señor. Nadie puede decir “Jesús es el Señor” sino movido por el Espíritu Santo.
La luz que ustedes llevan es la luz de Cristo, que brilla en mi vientre para el mundo. Es la Palabra de mi Hijo, para que se conviertan, para que construyan el Reino de Dios en la tierra; para que, cuando mi Hijo vuelva, los encuentre reunidos y en vela, esperando al novio, porque nadie sabe ni el día ni la hora».
¡Muéstrate Madre, María!