30. ACUDIR AL LLAMADO - EL LLANTO DE DIOS
NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Hoy nos ha nacido el Salvador.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 2, 1-14
Por aquellos días, se promulgó un edicto de César Augusto, que ordenaba un censo de todo el imperio. Este primer censo se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a empadronarse, cada uno en su propia ciudad; así es que también José, perteneciente a la casa y familia de David, se dirigió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, para empadronarse, juntamente con María, su esposa, que estaba encinta.
Mientras estaban ahí, le llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada.
En aquella región había unos pastores que pasaban la noche en el campo, vigilando por turno sus rebaños. Un ángel del Señor se les apareció y la gloria de Dios los envolvió con su luz y se llenaron de temor. El ángel les dijo: “No teman. Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”.
De pronto se le unió al ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: “¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: no había lugar en la posada para el Hijo de Dios, el Creador del universo.
Perdónalos, Señor, porque los hombres de Belén no sabían que le estaban cerrando sus puertas al que venía a abrir las del Paraíso.
Y perdóname a mí por todas esas veces que no he respondido a tu llamado. Sé que estás a la puerta y llamas. Yo sí quiero escuchar tu voz, abrirte y cenar contigo.
Los pastores acudieron, presurosos, al llamado del ángel del Señor. Ante aquella visión no habrán dudado. Y la señal era clara: un niño envuelto en pañales, recostado en un pesebre.
Yo, sacerdote, he sido llamado para ser custodio del Pan de Vida, tu Cuerpo y tu Sangre, que son los mismos que tenía aquel Niño recién nacido.
Los pastores seguramente quedaron asombrados por la belleza del Niño, y también la de la Madre. Yo quiero que ella me enseñe y me ayude a ser buen custodio de ese Tesoro.
¿Qué me dices, Jesús Niño, desde el portal de Belén?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: ven a contemplar mi nacimiento.
¡Ágape! José, María y yo, los ángeles y los pastores, llamados y elegidos para ser testigos del nacimiento del Niño Dios, para anunciar la buena nueva: ha nacido el Salvador.
Contempla a mi Madre, dentro de la gruta junto a un pesebre, y a los ángeles que la acompañan y la sirven. El Niño acaba de nacer, llora como un niño de verdad, y es el fruto bendito de su vientre entre sus brazos. Lo envuelve en pañales y lo recuesta en el pesebre.
Siente su alegría, y su amor de madre contemplando a su hijo, llamando a José, haciéndolo partícipe de este nacimiento. Ellos besan al Niño y así lo adoran, mientras contemplan maravillados el rostro de Dios. Se parece a su madre en rasgos, en facciones, en belleza, en pureza, en gracia.
Sacerdote mío: escucha mi llanto al nacer, dulce melodía al oído de una madre, Palabra de vida en la boca de Dios, Palabra encarnada en vientre de madre que nace en cuerpo de niño, que anuncia al mundo la salvación. Llanto de hambre y sed, llamado incesante que clama alimento, calor, abrazo, amor. Llanto que clama la necesidad de cuidado maternal.
Acude a mi llamado y sacia mi hambre y mi sed de almas. Acude a mi llamado. Acepta la maternidad y la compañía de mi Madre. Déjate acoger y alimentar con mi Palabra. Déjate abrazar con el calor de mi Madre, y déjate amar por ella, abandonándote en sus brazos, para que te traiga a mí, para que sacie mi hambre y mi sed con tu sacerdocio santo.
Pastores míos: mis señales son claras.
Escuchen mi llamado. Acudan a mi llamado y vean mis señales. Crean en mi Palabra, que es la Palabra de Dios, que soy yo, en este cuerpo de niño, envuelto en pañales y recostado en el pesebre.
Divinidad humanizada para hacerse como los hombres, para salvarlos a todos.
Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, que es carne y es sangre, que es alimento de vida, que invita al ágape del banquete celestial.
Miren que estoy a la puerta y llamo, si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, y cenaré con él y el conmigo.
Pastores míos: ustedes han sido llamados y elegidos para ser custodios de mi cuerpo y de mi sangre, para ser soldados de Dios en el ejército celestial que habita en el mundo, para cuidar y proteger el tesoro de Dios enviado al mundo, en manos de los hombres.
Ustedes son llamados para ser custodios del amor de Dios, en mi cuerpo y en mi sangre, Palabra encarnada y Eucaristía.
Yo los llamo a descubrir que el Reino de los Cielos ha llegado al mundo a través del nacimiento del Hijo de Dios, que se revela en el Verbo hecho carne, que se manifiesta en la alegría de anunciar la buena nueva, que se construye desde el nacimiento en el pesebre hasta la muerte en la cruz, y se consuma en la vida de la resurrección.
Acudan a mi llamado, en el que el tesoro les es entregado, para cuidarlo, para protegerlo, para custodiarlo; pero sepan que el tesoro lo llevan ustedes en vasijas de barro.
Acudan al llamado de mi Madre, y reúnanse en torno a ella:
– para que ustedes sean cuidados y protegidos bajo su manto maternal;
– para que sean enriquecidos con los dones y gracias del Espíritu Santo;
– para que sean acogidos en su abrigo, y alimentados y saciados con mi amor;
– para que sean fortalecidos y sepan cumplir en la obediencia, en la pobreza y en la castidad, las obligaciones y responsabilidades de sus ministerios, conduciendo el tesoro de misericordia, procurando la santidad en la virtud, permaneciendo en la fe, en la esperanza y en el amor, creyendo en mí, confiando en mí, entregándome su voluntad, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ustedes mismos;
– para que vivan en mí y yo en ustedes, porque el que me ama guarda mi Palabra, y el Padre lo ama y viene a él, y hacemos morada en él; pero el que no me ama no guarda mi Palabra; y la Palabra no es mía, sino de mi Padre, que es quien me ha enviado.
Pastores míos: miren que estoy a la puerta y llamo, acudan a mi llamado».
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Madre nuestra: cuéntanos qué pasó aquella noche de Belén, cuáles eran tus sentimientos cuando diste a luz a quien es la Luz.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: mi alma no cesaba de alabar y de bendecir a Dios, mientras adoraba al fruto bendito de mi vientre, esperando con paciencia el nacimiento inminente, entregándome totalmente a la voluntad de Dios, a su providencia y su misericordia.
Y mi alma sumida en profunda oración fue arrebatada hasta el cielo en éxtasis divino, en el que se pierden los sentidos, pero nunca la conciencia, en el que los ojos ven y los oídos oyen, lo que ni ojo vio ni oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman.
La seguridad de la presencia de Dios es experiencia, no es un sueño, no es una ilusión, es la realidad. Y en esa realidad encontré que el cielo era unido a la tierra. Y en ese momento, así, sin sentir dolor, sin sentir ninguna incomodidad ni aflicción, sino un inmenso gozo, así fue el nacimiento de mi Hijo, el Niño Dios.
“¡Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres de buena voluntad!”
Escuchando este canto de alabanza, a muchas voces de ángeles, en medio de una luz muy fuerte, como de relámpago, y un estremecimiento de toda la tierra, un instante tan rápido, casi imperceptible, en el que se unió la tierra con el cielo, bajaron todos los ángeles para adorar y para llevar adoradores a los pies del Hijo de Dios.
Jesús nace de la oración. Yo estaba en profunda y perfecta oración. También José. Y el llanto del Niño nos “despertó” de ese estado. El Niño estaba desnudo junto a mí y su rostro era brillante como el sol. Nuestros vestidos se pusieron blancos y resplandecían, como la luz. El cielo estaba abierto y miles de ángeles estaban junto a nosotros adorando al redentor que acababa de nacer.
Fue tan hermoso el nacimiento, como estar en el mismo cielo. De no haber sentido mi vientre vacío y de no haber visto al Niño junto a mí, podría haber imaginado que todo era un sueño, pero era demasiado real. No lo imaginé, lo viví, no hubo duda, porque la Verdad vino al mundo, y estaba junto a mí.
Yo me sentía en perfecta salud. Cansada por el arrobamiento, el éxtasis y el esfuerzo natural del cuerpo de llevar durante nueve meses a una criatura en mi seno. Mi rostro reflejaba plenitud, gozo, felicidad y asombro.
Yo miré al Niño, y el Niño me miró. Tenía sus ojos abiertos y veía el mundo que no lo conocía y no lo recibía; pero entonces lo recibieron los brazos de su Madre, cuando lo tomé y lo abracé.
El Niño tenía hambre y tenía frío. José estaba atónito al darse cuenta del milagro que acababa de suceder, envuelto en el misterio. Él no sabía cómo sería el nacimiento, pero era testigo de que la Luz había venido al mundo, porque sabía que en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que se hizo en ella era la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo y en el mundo estaba.
Y viendo mi instinto natural y maternal de Madre, guardó silencio y lo adoró mientras yo lo alimentaba y lo envolvía en pañales. Luego se lo di. Él lo abrazó, haciéndolo suyo, sintiendo su presencia viva entre sus brazos. Lo besó y lo recostó en el pesebre que estaba preparado para ser su morada de descanso.
Mientras él lo adoraba y lo contemplaba, yo también descansé.
Y él vio en el Niño toda la sabiduría, el entendimiento, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el santo temor de Dios. Y vio que el cielo permaneció abierto porque ese Niño es la puerta que había sido abierta. Y vi que los ángeles seguían cantando alabanzas buscando a los pastores, los que cuidaban a sus rebaños cerca de ahí, los que eran pobres de espíritu y limpios de corazón. Ellos serían dichosos, porque de ellos sería el Reino de los Cielos, y ellos verían a Dios en ese Niño.
A Dios no lo ha visto nadie jamás, pero por su Hijo unigénito le es revelado.
Hijo mío, sacerdote: el tesoro ha sido engendrado en tu corazón. El tesoro es el amor, pero el amor no es para guardarse, debe entregarse como en el pesebre, adorando, protegiendo, cuidando, alabando, anunciando el Reino de los Cielos; como en la Pasión redentora, haciendo penitencia; como en la cruz, entregando la vida en manos de los hombres, para salvar a los hombres por la misericordia de Dios; como en la Resurrección, dando vida a los hombres en Cristo, siendo luz para el mundo, conduciendo su misericordia en obras, a todos los rincones del mundo.
En este alumbramiento recibe tú la luz de Jesús para que la lleves a todos los corazones, para que nazcan a la luz y al amor de Cristo, participando en este ágape del banquete celestial, en reunión fraterna, en alegría compartida, en Eucaristía.
Déjame abrazarte y arrullarte, déjame calmar tu llanto, saciando tu hambre y tu sed, mientras recibes la Palabra de Dios que es agua y es alimento para la vida.
Permanece junto a mí, sirviendo a la Iglesia, entregando mis tesoros como yo, y serás como los ángeles en el cielo. Este Niño es la Vida, porque es el Hijo del Dios de Abraham, del Dios de Isaac y del Dios de Jacob, que no es un Dios de muertos, sino de vivos.
Ustedes, los pastores, son llamados a reunirse en torno a mí, para que adoren en este Niño al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, que es el Mesías que ha venido para habitar entre los hombres, para salvar al mundo, entregando su vida por su propia voluntad, para quedarse entre los hombres, en Eucaristía, para llevar a todos los hombres a Dios.
Dejen todo para ir presurosos al encuentro con el Hijo de Dios, que ha nacido, y los ángeles les han anunciado que lo encontrarían recostado y envuelto en pañales en un pesebre.
Vengan guiados por la luz, al encuentro de la Luz, y póstrense para adorarlo, mostrando al mundo su asombro y su alegría, alabando y bendiciendo a Dios, para luego ir a anunciar al mundo todo lo que han visto y han oído.
Yo guardo todo esto en mi corazón. Estos son mis tesoros que yo pongo en su corazón, como si fuera un pesebre, que es en donde se une el cielo con la tierra, porque ahí descansa el Hijo de Dios, que es el único Mediador.
Entreguen ustedes mis tesoros, para que Jesús nazca todos los días en los corazones de su pueblo, para que lo busquen, para que lo encuentren, para que lo amen, para que lo entreguen, porque mis tesoros son el tesoro de Dios: es el Verbo hecho carne, que es Palabra y es Eucaristía.
Contemplen a Jesús, que acababa de nacer, y nació sin nada. Su cuerpo está desnudo, y envuelto en pañales, totalmente entregado en las manos de los hombres, recostado en un pesebre.
Contemplen y miren que la Vida tiene rostro. Reúnanse los pastores, adorando y anunciando la Buena Nueva a los pueblos dispersos.
Contemplen al pesebre transformarse en un sepulcro, y miren a Jesús, que acababa de morir. Yo vi que murió sin nada. Su cuerpo estaba desnudo, y envuelto en pañales, totalmente entregado en las manos de los hombres, recostado en un sepulcro.
Contemplen y miren que la Vida tiene rostro, ha resucitado, ha vencido a la muerte, para reunir a través de sus pastores al pueblo santo de Dios.
Contemplen y miren en mí una señal que les lleve al pesebre, al encuentro, al nacimiento, para que lo acompañen hasta el sepulcro, a través de la cruz, y consigan por Él, con Él y en Él, la resurrección y la vida para el mundo entero.
Yo llamo a mis pastores, para que sean adoradores a los pies del único Dios al que tienen que adorar.
Yo los llamo para que anuncien que el Reino de los Cielos ya está aquí, y el Rey está pronto a venir a reclamar su reino, para establecer en ustedes su reinado eterno. En sus manos tienen el cielo unido a la tierra.
Permanezcan en la disposición de recibir a Jesús en el pesebre de su corazón, porque las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.
Adoren al Niño.
Contemplen el rostro de Dios en este Niño.
Anuncien con gran alegría que el Mesías ha llegado.
Vayan y lleven la Buena Nueva al pueblo elegido, porque ustedes son testigos de la verdad, la Palabra hecha carne, la alegría del Señor manifestada en el nacimiento de un niño.
El Hijo de Dios, Salvador del mundo, el Cristo que esperaban, ha sido enviado al mundo, y ha sido recibido en el vientre de una mujer virgen, y ha sido entregado como hijo de hombre, en manos de los hombres, para distribuir y repartir el tesoro entre los hombres, para enriquecer a los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Hijos míos, sacerdotes: ustedes han sido configurados con este Niño. Encomiéndense a José, que protege y custodia el tesoro de Dios, de los peligros del mundo y de las manos de los hombres».
¡Muéstrate Madre, María!