29. PRIMEROS ADORADORES – SACRIFICIO Y MISERICORDIA
MISA DE NAVIDAD (DE LA AURORA)
Los pastores encontraron a María, a José y al niño.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 2, 15-20
Cuando los ángeles los dejaron para volver al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: “Vayamos hasta Belén, para ver eso que el Señor nos ha anunciado”.
Se fueron, pues, a toda prisa y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre. Después de verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño, y cuantos los oían quedaban maravillados. María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.
Los pastores se volvieron a sus campos, alabando y glorificando a Dios por todo cuanto habían visto y oído, según lo que se les había anunciado.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: es muy comprensible la reacción de los pastores en aquella noche santa. Eran gente muy sencilla, pero sí sabían que vendría un Salvador, el Mesías redentor.
Se habrán quedado también impresionados por esa multitud del ejercito celestial que alababa a Dios. Se fueron a toda prisa a Belén, y también se habrán asombrado de lo que ahí vieron. Se volvieron a sus campos glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído.
Hoy es la Nochebuena y quiero unirme a los pastores de Belén, la “casa del pan”, para adorarte y manifestarte que te quiero, a pesar de mis miserias.
Ahora soy yo, sacerdote, el que lleva el Pan de vida a los hombres, y no solo conozco las profecías sobre tu nacimiento, sino también tus palabras de vida eterna. Contemplando todo tu paso por la tierra, desde el pesebre hasta la cruz, y la gloria de tu Resurrección, yo también puedo maravillarme de todo lo que he visto y oído.
Jesús ¿cuáles son las lecciones de Navidad que quieres dejarme? ¿Cómo puedo ser ahora un adorador tuyo?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: ven a contemplar el misterio de mi nacimiento, pasión, muerte y resurrección. Ven, que te necesito.
Necesito tus brazos y tu calor, tus ojos y tu voz, tus oídos y tu amor, tu disposición y tu entrega, para que me recibas, como me recibió mi Madre.
Yo he visto la fe de Abraham, cuando estuvo a punto de entregar a su único hijo como ofrenda a Dios. He visto su esperanza, he visto su amor, pero, sobre todo, he visto su obediencia, su confianza y su abandono en las manos de Dios, cumpliendo sus mandamientos y haciendo su voluntad.
Ha sido el sacrificio de un hombre irresistible para Dios. Entrega de amor a la que el amor no se resiste; pero, a cambio, se da en misericordia, que bendice su descendencia como estrellas hay en el cielo; que cumple su promesa de donación a su pueblo, entregando a su Hijo que está en el cielo, en las manos de los hombres.
Y, siendo el Hijo de Dios, fui enviado al mundo para ser hijo del hombre. Dios y hombre que nace del vientre de una mujer pura y bendita por el Espíritu Santo, que lleva en su seno a Dios para hacerse como el hombre y nacer para ser Luz para el mundo, y crecer aprendiendo a ser hombre, entre las miserias de los hombres; para ser atado de pies y manos, y sacrificado por las manos de los hombres; para salvar a los hombres de la muerte causada por el pecado de los hombres, y salvar a los hombres para llevarlos a Dios.
Rescate inmerecido, entrega de amor no correspondido, misericordia derramada, en la espera de ser aceptada, para corresponder por la gracia al amor del Padre, que por este único y santo sacrificio los hace a todos hijos, haciendo nuevas todas las cosas.
He aquí el sacrificio de una mujer y de un hombre, entregando a su único hijo en un pesebre, como ofrenda a Dios, para entregarlo en sacrificio en manos de los hombres, obedeciendo, confiando, abandonándose en las manos de Dios.
Y es para Él irresistible esta entrega de amor, que se vuelca en misericordia, aceptando este sacrificio para la salvación de todos los hombres, derramando el amor en misericordia, entregando una vez más a su Hijo al mundo en la vida de la resurrección, quedándose el Hijo en las manos de los hombres, en cada Consagración, en cada Eucaristía, muestra de misericordia infinita, pan vivo bajado del cielo, para alimentar a los hombres, para que todo el que crea en mí sea parte conmigo en mi resurrección y tenga vida eterna.
Este es un Misterio incomprensible para la inteligencia del hombre, porque la grandeza de Dios rebasa siempre la pequeñez del hombre. Acepta, amigo mío, la voluntad de Dios, para que la grandeza de su amor te llene y te desborde.
Acompaña a mi Madre en este nacimiento inminente del amor, compartiendo su alegría y su dolor, recibiendo a Dios en la pequeñez y fragilidad de un Niño, para entregar la grandeza y poder de Dios a todos los hombres cuando el Niño se convierta en hombre, en sacrificio, en ofrenda, en muerte que destruye la muerte, y en vida de resurrección.
Pastores de mi pueblo: ustedes son mis primeros adoradores.
Adórenme en este Niño en el vientre de la Madre.
Adórenme en mi nacimiento, adórenme en mi niñez, adórenme en mi juventud y en mi madurez.
Pero, sobre todo, adórenme en mi cruz, entregándose conmigo, uniéndose en mi sacrificio, en el que se derrama el amor en misericordia, para la salvación de todos los hombres.
Y adórenme en la Eucaristía, que es mi presencia viva, gratuidad, don, comunión, alimento para la vida, sacrificio y ofrenda agradable a Dios.
Pídanme la fe, la esperanza y la caridad de José, para que actúen como él, en la obediencia, en la confianza y en el abandono a la voluntad del Padre.
Ofreciéndome en sacrificio y ofrenda el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios, porque el que cumple mis mandamientos ese me ama, y el que me ama será amado de mi Padre.
Cumpliendo con sus deberes, porque así es como obedecen.
Viviendo en la virtud, porque así es como me alaban.
Entregándose como corderos en el altar conmigo, a cambio de la salvación de muchos para la vida eterna, porque así es como me sirven.
Es mi nacimiento la entrega de Dios a los hombres.
Es mi pasión la entrega del hombre a los hombres.
Es mi muerte la entrega del hombre a Dios.
Es mi resurrección la entrega de Dios con los hombres a Dios.
Participen en esta entrega por mí, conmigo, en mí, y yo los haré partícipes de mi resurrección, en la gloria de Dios Padre, para la vida eterna».
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Madre mía: tú guardabas todas esas cosas que sucedían en torno a tu Hijo, y las meditabas en tu corazón.
Tú quieres que nosotros, ahora, nos unamos a ti, para seguir meditando todo eso en nuestro corazón, porque Jesús es el mismo ayer, hoy, y lo será siempre.
Dime, Madre, ¿qué meditabas en tu corazón en Nochebuena? Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: los vientos son suaves, el mar está en calma, el día llama a la noche, las estrellas tienen un brillo especial. La luna esplendorosa ilumina al mundo con el reflejo del sol. El camino es seguro. Todo está dispuesto para que en el Hijo de Dios se cumpla toda profecía. Y le sea otorgado el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre del Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre.
En esta dulce espera no estoy sola, tú me acompañas, y también todos los ángeles de Dios que han bajado del cielo para ver nacer en el mundo a su Señor, para recibirlo y adorarlo, para contemplar en un niño el rostro de Dios. Me acompaña también José.
Hijo: en la eternidad de Dios, esta noche es Nochebuena, y nacerá para el mundo la Misericordia, para ser derramada en el mundo para todos los hombres que ama Dios, para iluminar a los que viven en tinieblas y guiarlos por el camino de la paz.
Y así vendrá después con su anhelada justicia, porque justo es que los hombres amen, alaben y adoren a Dios. Comparte conmigo y con José esta dulce espera, y ten estos mismos sentimientos, y la experiencia de paz, ilusión, esperanza, alegría, calma, luz, gratitud, fe, amor, responsabilidad, humildad, admiración, pureza, deseo y anhelo de ver a Dios, de contemplarlo, de abrazarlo, de servirlo, de adorarlo.
Mantente como nosotros en profunda oración, y medita este gran misterio en tu corazón, y descubre que la morada que Dios dispuso no es lujosa ni cómoda, sino pobre y humilde. Los ángeles se han encargado de hacerla digna. Ha sido limpiada y renovada para recibir al Hijo de Dios.
Jesús nace para habitar en los corazones de todos los hombres, pero depende de la voluntad de los hombres que esa presencia permanezca. Y depende de mis hijos sacerdotes que esa presencia sea aceptada por la voluntad de los hombres, para que permanezca en cada uno.
La luz que nace y que es fruto bendito de mi vientre, ilumina y fortalece los corazones de los hombres, para que reciban, para que amen, para que alaben, para que adoren al Hijo de Dios, que siendo Dios se hace hombre.
Hijo mío: la indiferencia, que es la tibieza y la resignación fomentada por la soberbia, cierra los ojos y los oídos de los hombres, y endurece su corazón.
Alaba esta noche al Hijo de Dios, que está a punto de nacer, por los que no lo alaban.
Adóralo por los que no lo adoran.
Ámalo por los que no lo aman.
Y contempla el misterio mientras me acompañas, por todos aquellos que están dispersos, distraídos en el mundo, ciegos, sordos y mudos.
Permanece atento, hijo. Que, así como el sepulcro quedará vacío e intacto cuando resucite lleno de vida el Hijo de Dios, de esta misma manera quedará intacto mi vientre cuando nazca al mundo el Hijo de Dios. En este vientre llevo al hombre y Dios en el que se reúnen todas las naciones en un solo pueblo, todas las ovejas con un mismo Pastor, formando todos parte de un mismo cuerpo y un mismo espíritu, del cual Él es cabeza.
Para resucitar, primero hay que morir, pero para morir, primero hay que nacer. De eso se trata el misterio. De eso se trata la Navidad.
Hijo mío: yo te protejo y te bendigo y, libre ya de tus enemigos, acompáñame a servir a Dios en santidad y justicia todos los días de tu vida.
Y a ti, hijo mío, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, y a anunciar a su pueblo la salvación. Mira que está a la puerta y llama. Acompáñame».
¡Muéstrate Madre, María!