4. SIGUIENDO A JESÚS – RESPONDER A LA LLAMADA
EVANGELIO DEL SÁBADO DESPUÉS DE CENIZA
No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 5, 27-32
En aquel tiempo, vio Jesús a un publicano, llamado Leví (Mateo), sentado en su despacho de recaudador de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.
Leví ofreció en su casa un gran banquete en honor de Jesús, y estaban a la mesa, con ellos, un gran número de publicanos y otras personas. Los fariseos y los escribas criticaban por eso a los discípulos, diciéndoles: “¿Por qué comen y beben con publicanos y pecadores?”. Jesús les respondió: “No son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: Mateo no duda en responder inmediatamente a tu llamada. En primer lugar, porque tú le diste la gracia de la vocación, pero también seguramente porque ya estaba cansado de la situación en que vivía: no tenía necesidades materiales, pero sí tenía una gran necesidad espiritual. Su alma le pedía a gritos que dejara todo aquel ambiente mundano, y se dedicara a servir a los demás, por Dios.
Necesitaba la paz de su alma.
La vocación del sacerdote normalmente llega en circunstancias muy diferentes. Cada uno tiene su propia historia.
Pero lo que sí es común es que hay que dejarlo todo para seguirte, respondiendo a tu llamado. Y hay que seguir siguiéndote, todos los días, dejar todo, todos los días.
Perdón, Señor, si he dejado entrar la rutina en mi entrega y, sobre todo, perdón si he dejado entrar en mi vida la mundanización, que me aleja de ti y me puede llevar incluso a cometer los peores pecados.
Jesús, ¿qué debo hacer para seguir siguiéndote como tú deseas?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: ¡síganme!
Ustedes me han seguido porque yo los he llamado, y ustedes han escuchado.
Ustedes me han conocido porque mi Padre los ha atraído hacia mí, porque nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no lo atrae.
Ustedes me han amado, porque yo los amé primero.
Yo los he llamado para que me sigan, para que me amen y para que me hagan descansar.
Yo los he llamado de en medio del mundo, y ustedes, dejándolo todo, me siguieron, para entregarse fielmente a su vocación, llamando y guiando a las almas que viven en medio del mundo, para que hagan lo mismo. Y han llevado una vida digna de acuerdo al llamamiento que han recibido.
Yo los llamo de nuevo.
Yo les pido que renueven su sí, en un nuevo llamamiento, para que hagan lo mismo, para que, dejándolo todo, me sigan, renovando su alma sacerdotal, muriendo al hombre viejo, para que sean un hombre nuevo, perfeccionando su misma vocación, llamando y guiando a las almas que viven en medio del mundo, para llevar, a través de sus almas renovadas, a todas las almas a Dios.
Yo los amo, y por eso los llamo, y los he elegido para que, siguiéndome, hagan mis obras.
Apóstoles míos: dejen todo y sígueme, sirviendo a la Iglesia todos los días como la Iglesia necesita ser servida; no como ustedes quieran, sino como mi voluntad espera ser cumplida; no con sacrificios, sino con obras de misericordia.
Misericordia quiero y no sacrificios. Ayúdense entre ustedes, para que escuchen mi llamado y me sigan todos los días de su vida.
Cada uno ha recibido la gracia en la medida que yo se las he dado.
A ustedes les he concedido ser evangelizadores. Permanezcan unidos conmigo, en un solo corazón y una sola alma, a la escucha de un mismo llamamiento, para que me obedezcan y me sigan, para que cumplan la misión que yo les he encomendado a cada uno de acuerdo a su vocación, a través de la evangelización para la renovación de las almas, para el perfeccionamiento de los hombres, y en función de su ministerio sea la edificación de mi cuerpo, hasta que todos lleguen a la unidad en la fe y al conocimiento de la verdad, para que alcancen conmigo la plenitud.
Es necesario que me escuchen, para que obedezcan; que abran los ojos, para que vean, y reconozcan el camino, y me sigan.
Pero se requiere voluntad. Yo soy el camino, y yo les doy todo, hasta la voluntad; pero antes, respeto su libertad.
¡Síganme!
Este es un llamado para todos ustedes, mis amigos.
Que reciban y experimenten mi amor, y con ese mismo amor ustedes amen.
Que no enseñen doctrinas complicadas ni extrañas.
Que yo los llamo, a cada uno, para que me sigan, en la confianza de la filiación divina.
Que me escuchen y me sigan.
Que me obedezcan, porque la obediencia es una manifestación de la fe.
Que mantengan sus oídos atentos, para que todos los días, al despertar, me escuchen diciendo “sígueme”, y digan un fuerte “sí”, para que Dios los escuche y les dé la gracia y todo lo que necesitan, porque solos nada pueden.
Que se amen los unos a los otros como yo los he amado.
Que me demuestren su amor. Nadie tiene un amor tan grande como el que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les digo.
Que los vestidos rojos de los Cardenales les recuerden la sangre de los santos Apóstoles y los mártires, que, unida a la mía, es una ofrenda agradable al Padre; que no se gloríen de sus cargos, y no se abrumen de sus responsabilidades; pero mucho menos se deslinden de ellas; que sepan que ellos no hacen nada: yo soy.
Amigos míos: lo que mi Iglesia necesita es amor».
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Madre mía: la conversión de Mateo fue radical, inmediata. En su caso se cumplió aquello de que “una sola palabra tuya bastará para sanar mi alma”. Tuvo esa fuerza la palabra de Jesús, aquel “sígueme”.
Nosotros, sacerdotes, también tenemos la fuerza de esa palabra, porque predicamos a Cristo. Pero debemos reconocer que también necesitamos conversión.
Cuesta mucho eso de dejarlo todo para seguir a Jesús, pero cuando se escucha tan clara la llamada, uno se da cuenta que vale la pena ese sacrificio.
¿Cómo puedo ser un verdadero apóstol, y que mi conversión sea ejemplo para que lo sigan otras almas?
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: a mí me llena de alegría cuando ustedes hacen lo que Él les dice. Cada uno de los llamados tiene voluntad y tiene libertad, y decide levantarse y caminar, o quedarse sentado, y continuar luchando por descubrir el verdadero llamado, porque les falta fe.
Cristo ha venido al mundo, el Mesías ha nacido entre los hombres, y al pueblo ha liberado y, sin embargo, hay algunos que aún lo están esperando. Es así como comparo a los que llamo y se tapan los oídos, pretendiendo no haber escuchado el llamado.
Estos tiempos son difíciles. Yo podría decir que desde hace dos mil años no ha habido tiempos tan difíciles para manifestar la piedad, para transmitir la fe, para proclamar la Palabra y convertir los corazones de piedra en corazones de carne.
Dios ha permitido que el hombre tenga mucho poder, pero el hombre tiene límites, y límites no tiene Él. Llegará un momento en que el hombre nada pueda hacer, y se dé cuenta y reconozca que de Dios es todo poder.
Por eso a este tiempo se le llama “los últimos tiempos”, porque el hombre está llegando a ese límite, en el que descubrirá que nadie como Dios hay. Pero a ese límite se llega de forma individual.
Hijos míos: ahora es tiempo de conversión. Es tiempo de suavizar los corazones endurecidos, hiriéndolos con la fuerza de la Palabra, que es como espada de dos filos.
Pero nada pueden hacer ustedes sino transmitir la misericordia de Cristo y su poder. Entonces todo lo hace Él. Pero nada hace si ustedes no colaboran con Él. El sacerdote es el instrumento de Dios para cumplir y hacer cumplir su voluntad, y así llevar a todos al conocimiento de la verdad.
Pero, hijos míos, si alguno no cree, y no se levanta de su silla, ¿mi Hijo lo va a obligar?
A una fiesta se invita, no se obliga. Los asistentes se llaman invitados, no obligados. Por tanto, seguir a Cristo no es una penitencia impuesta, es un regalo, una invitación al banquete, a la fiesta.
Si ustedes, mis hijos sacerdotes, supieran que se puede vivir en este mundo disfrutando de la fiesta eterna, acudirían contentos, con gusto. Invitarían a sus rebaños a vivir en la alegría de seguir a Cristo.
Pero ¿quién quiere ir a una fiesta en la que el anfitrión está deprimido, está amargado, está triste, está confundido, llora y no ríe, o los lleva por el camino de las tinieblas, a través de sus pecados, y su ejemplo no es de vida a Dios ofrecida, sino de malas obras, que agasajan al diablo y causan sufrimiento y daño, especialmente a los más débiles e inocentes?
Algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, necesitan conversión, están llevando sus almas a la perdición. Pero no todos, gracias a Dios. Muchos hay buscando a los pecadores, enseñando la doctrina, luchando contra las tentaciones y venciendo, ayudados por mi compañía y mi auxilio de Madre, noche y día. Pero también ellos necesitan protección. Y cada día una pequeña conversión, al examinar sus conciencias y pedir perdón.
La conversión es como un infarto al corazón, se llega al límite, y por sí sola la persona no tiene opción, una sola es la elección. Yo les aseguro que en un momento así todos eligen la vida, porque para la muerte nadie está preparado totalmente. Pero para la vida, para eso nos ha creado Dios, y cuando el hombre recibe una nueva oportunidad, valora la vida como nadie más.
Esa es la conversión. Cuando has conocido la Vida te llenas de alegría y de deseo de conservar tan solo lo que te mantiene unido al que es la Vida, y no piensas en hacer otra elección. El que conoce la verdad y ha tomado la mejor decisión, descubre el Camino, encuentra en ese Camino su destino, la Verdad y la Vida, que es Cristo, el único Hijo de Dios, el verdaderísimo Dios por quien se vive.
Por eso me siguen, porque es a Él a quien los llevo yo. Mi Hijo, Dios verdadero y hombre verdadero, nacido de mujer, formó un equipo, el mejor. Él eligió a los más pequeños. Eso mismo hago yo.
El mundo necesita conversión, se están perdiendo muchas almas. Escuchen a su alrededor. Cómo puedo convencer y convertir su vida desenfrenada, desordenada, a una vida digna de los hijos de Dios, si no lo han conocido porque no hay quien les presente al amor.
El equipo de mi Hijo, el mejor, se ha multiplicado. Él ha llamado siempre a los más pequeños, y su equipo sigue siendo el mejor, pero el demonio ronda como león rugiente buscando a quién devorar, y en el camino equivocado se ha desvirtuado la esencia y la dignidad del alma sacerdotal.
Yo les agradezco a ustedes, mis hijos predilectos, por haber escuchado el llamado, por haberse levantado y haber seguido a Jesús. Porque de ese llamado la voz es de Cristo. Es Él quien les dice ¡sígueme!
Para seguir a Jesús, y ser como Él, primero deben hacerse como niños, como Él, que primero se hizo niño, para crecer como hombre en medio del mundo, en la perfección de la virtud y en la obediencia.
Mi Hijo quiere renovar la fe en la Iglesia a través de su misericordia, con mi presencia materna –que siempre lo seguía a dondequiera que iba, y lo acompañaba con mi oración, con mis obras de misericordia y mi compañía–, para ayudar a ustedes en la renovación de su sí, para escuchar la voz del Maestro y dejarlo todo para seguirlo, para que todos sean uno y cada uno haga lo que le toca.
A ustedes les toca buscar no a los justos, sino a los pecadores; no a los sanos, sino a los enfermos; porque para eso vino Él, para buscar no a los justos, sino a los pecadores.
Hagan en todo la voluntad de Dios, y lleven su Palabra a todos mis hijos, hasta los corazones más pobres, para que los convertidos reafirmen su fe en una sola fe, y los alejados se conviertan y renueven su vida, en esa misma fe, con su trabajo y con su ejemplo».
¡Muéstrate Madre, María!