17/09/2024

Lc 6, 20-26

96. NEGARSE A UNO MISMO – FIRMES ANTE LA TRIBULACIÓN

MIÉRCOLES DE LA SEMANA XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO

Dichosos los pobres. - ¡Ay de ustedes, los ricos!

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 20-26

En aquel tiempo, mirando Jesús a sus discípulos, les dijo: “Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Dichosos ustedes los que lloran ahora, porque al fin reirán.

Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas.

Pero, ¡ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ríen ahora, porque llorarán de pena! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: el contraste entre las bienaventuranzas y los ayes se podría explicar comparando entre los que sí quieren ser tus discípulos, tomando su cruz de cada día, y los que la rehúyen y no se niegan a sí mismos.

Cuando tenemos fe y reconocemos que abrazar la cruz es abrazarte a ti, nos llenamos de una alegría que no se puede explicar con razonamientos humanos. Por eso somos dichosos cuando decidimos vivir en pobreza y buscar la santidad, aunque el ambiente sea adverso.

No puedo dejar de pensar en lo que tú sufriste cuando dices que somos dichosos cuando nos aborrecen, insultan o maldicen por tu causa. Cuesta, pero la identificación contigo sí es causa de alegría.

Señor ¿en qué consiste negarse a sí mismo y tomar la cruz?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: ven a contemplar mi cruz.

Esta es mi cruz, símbolo del amor, cruz de redención y purificación para la salvación de las almas.

Yo he venido al mundo para ser igual a los hombres, menos en el pecado. El pecado es lo contrario del amor.

Yo soy el amor. Y por amor he abrazado a la humanidad con todo y sus pecados para hacerlos míos, para pedir perdón, para ofrecerme en sacrificio como expiación de todos los pecados del mundo, porque es la única forma de hacerlos míos, destruyendo el pecado, para unirlos a mí y para unirlos por mi Espíritu al Padre.

Nadie viene al Padre si no es por el Hijo. Pero para ir al Padre deben ir con el alma pura, libre de mancha, sin pecado, sin culpa, habiendo reparado el daño causado.

Yo soy el camino para llegar purificados al Padre, porque el hombre no puede solo. Es mi cruz la que redime y purifica. Es tu cruz la oportunidad de ofrecerte a mí.

Ven a mí, pero no vengas con las manos vacías, preséntate ante Dios con tu ofrenda, con tu cruz llena de obras de amor que demuestren tu sacrificio en la virtud, una cruz limpia que refleje la pureza de tu corazón, una cruz pesada que muestre tu esfuerzo.

Yo tomaré tu cruz y la uniré a la mía, para ofrecer al Padre un mismo sacrificio, en el que tu cruz esté libre de pecado como símbolo de tu amor a Dios por sobre todas las cosas.

Sacerdote, pastor de almas: niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la encontrará.

Niégate a ti mismo, para que reconozcas tu impotencia y mi omnipotencia, tu fragilidad y mi grandeza, tu debilidad y mi fortaleza.

Niégate a ti mismo rechazando tu inclinación a hacer el mal, rechazando el pecado, rechazando la ocasión y venciendo la tentación.

Niégate a ti mismo para que no seas tú, sino yo, quien viva en ti.

Niégate a ti mismo para que te humilles, porque un corazón contrito y humillado yo no lo desprecio.

Niégate a ti mismo para que niegues tu vanidad y tu egoísmo, para que te entregues conmigo en un mismo sacrificio.

Niégate a ti mismo para que ames a Dios por sobre todas las cosas, por sobre ti mismo.

Toma tu cruz cada día, la cruz que te une a mí. Una cruz de virtud: lo que más te cuesta, lo que más te tienta, lo que más difícil parece para mantenerte en la virtud; pero lo que más obras de amor te permita, lo que más fruto produzca, lo que te lleve a cumplir la misión que te he encomendado.

Esa es la cruz que quiero que tomes; por eso es de cada día, por eso es de cada uno.

Porque la cruz es mantenerte en mi camino, procurando el mayor esfuerzo, que te haga permanecer en mí como yo permanezco en ti.

Es tu ofrenda al Padre unida conmigo en un mismo sacrificio.

Tu cruz es una lucha y un triunfo cada día, para que cada día de tu tiempo ofrezcas el tesoro de la victoria, en una renuncia constante por medio de obras de amor que purifiquen tus pecados y reparen el daño que has causado a mi Corazón.

La cruz que quiero que tomes es la cruz de la oportunidad, aquello que te permita ser pobre de espíritu y manso de corazón, ser misericordioso, amar, llorar, sufrir, ser perseguido por mi justicia, llevar paz, tener hambre y sed de justicia, ser injuriado y perseguido por mi causa, y limpiar tu corazón.

Sígueme, para unir tu cruz a la mía.

Para que, cuando el peso de tu cruz te haga caer, yo te levante.

Para que, cuando tu cruz sea muy pesada, yo te ayude.

Para que me entregues tu vida y yo te entregue conmigo.

Para que mi sangre te redima y te salve.

Para que encuentres en mí la vida eterna.

Amigo mío, pastor de mis rebaños: ten la disposición de hacer con otros lo mismo que yo hago contigo.

Enséñalos a renunciar al mundo.

Enséñalos a tomar su cruz.

Enséñalos a cargar su cruz con obras buenas.

Enséñalos a perdonar y a pedir perdón.

Dales ejemplo, para que te sigan y unan sus cruces contigo, para que los limpies con mi sangre perdonando sus pecados.

Repara mi Corazón. Luego ven a mí y trae esas cruces contigo, y entrégamelas. Cruces pesadas, llenas de sacrificio y de obras de amor, limpias de pecado, para que yo los purifique y los una en ofrenda conmigo para la gloria del Padre».

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Madre mía: tú, mejor que nadie, te diste cuenta del valor de la cruz de tu Hijo, de modo que podías apreciar muy bien lo que decía a los pobres, los que tienen hambre, los que lloran o son insultados.

Ese era el programa de vida para los discípulos de Jesús, que debían tomar su cruz de cada día y negarse a sí mismos.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: ayúdame a saber identificarme plenamente con tu Hijo, aceptando y amando esa cruz. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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 «Hijos míos sacerdotes: que su cruz sea pesada, llena de obras de amor, llena de virtudes, llena de tentación dominada, llena de pasión vencida, llena de arrepentimiento, llena de reparación, para que esté limpia, sin mancha de pecado.

Que la lleven con alegría, porque es ofrenda, porque es prueba de amor, porque es disposición de entrega, porque es motivo de alabanza.

Que perseveren en el camino.

Que mueran en ella al mundo, crucificando el pecado, para que sea Jesús el dueño de cada cruz, ofrecida en sacrificio, para conseguir para ustedes la vida eterna».

¡Muéstrate Madre, María!