54. APRENDIENDO A PERDONAR – DARSE A LOS DEMÁS
EVANGELIO DEL DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 27-38
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman. Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes; porque si aman solo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien solo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores. Si prestan solamente cuando esperan cobrar, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores, con la intención de cobrárselo después.
Ustedes, en cambio, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos. Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados; den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: pides una cosa muy difícil: amar a los enemigos. Lo que se puede plantear una persona, en el mejor de los casos, es perdonar a los enemigos. Pero ¿amarlos?
Ya sé la respuesta. Me la diste en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y también me responden las lágrimas de tu Madre, al pie de la cruz.
Durante tu vida pública predicaste muchas veces el amor al prójimo, y lo dejaste como mandamiento nuevo, en la Última Cena, como distintivo de los cristianos. Pero qué difícil resulta poner la otra mejilla, perdonar, olvidar, no guardar rencor… amar al que nos ofende.
Es verdad que nos enseñaste a pedir al Padre que perdone nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Es un trato con Él. Y hay que cumplirlo.
A los sacerdotes se nos presenta, en el ejercicio de nuestro ministerio, una ocasión propicia para perdonar en tu nombre: el sacramento de la Penitencia. Hay que perdonar siempre, -porque tú así lo quieres-, al penitente que esté arrepentido y dispuesto a luchar. Sin temor a ser muy indulgente, como aquel sacerdote que te dijo, mirando un crucifijo: “tú tienes la culpa”.
Jesús, ayúdame a saber perdonar siempre, al que te ofende y al que me ofende, y enseñar eso mismo a tus ovejas, para ser perfectos, como el Padre celestial es perfecto.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: vengan y síganme. Yo los enseñaré a perdonar.
Contemplen mi cuerpo crucificado, desnudo y totalmente cubierto de heridas. Son tantas que no pueden contarse. Se pueden contar todos mis huesos, y ya he derramado casi toda mi sangre, pero estoy vivo. Mi rostro refleja dolor, sufrimiento y agonía. De mis ojos salen lágrimas mezcladas con sangre. Tengo una mejilla hinchada y desfigurada, que delata la fuerza del golpe recibido.
Contemplen mis manos inmóviles, hinchadas, amoratadas, clavadas; mis pies cansados, lastimados, unidos por un enorme clavo; y mi cabeza clavada de las espinas de una corona de burla. Estoy desnudo, pero estoy vestido de pecado.
Contemplen las heridas de mi cuerpo. Son heridas hechas por la rebeldía de mi pueblo. Cada una es causada por la culpa del pecado de los hombres. Yo soporto el castigo con paciencia, para traerles la salud y la paz.
Yo, que no cometí pecado, llevo los pecados de los hombres en mi cuerpo, a fin de que mueran al pecado y vivan a la justicia.
Cuenten las heridas de mi cuerpo, y sabrán cuántas veces hay que perdonar. La deuda perdonada por el sacrificio del Rey es setenta veces siete.
Me duelen mis heridas, pero tengan compasión de mi dolor más grande: ver el rostro del perdón en el rostro de mi Madre.
Contemplen el rostro doliente de mi Madre, junto a su hijo crucificado.
Contemplen sus lágrimas de dolor y sufrimiento, pero también sus sentimientos de compasión, piedad, fe, esperanza, amor, prudencia, templanza, fortaleza, justicia, súplica, serenidad, oración, perseverancia, compañía, consuelo, silencio, humillación, perdón.
Contemplen a los hombres que están junto a ella, los que me han azotado con furia, los que me han burlado, escupido, golpeado, humillado, juzgado injustamente, condenado a muerte y a una muerte de cruz, los que me han desnudado y echado a la suerte mis vestidos, los que me han clavado sin piedad en la cruz, levantado con brusquedad, y siguen aquí, esperando y deseando mi muerte.
Contemplen el rostro de mi Madre, y contemplen mi cuerpo. Compartan el dolor de su corazón, para que tengan sus mismos sentimientos, que son los míos, y pongan la otra mejilla, perdonando como ella perdonó de corazón, ante la vista de todos, a los que me han hecho esto, porque no saben lo que hacen.
Perdonen como perdona el Padre, por el sacrificio único y eterno del Hijo, suficiente para pagar las deudas de los hombres pasadas, presentes y futuras, porque yo soy el mismo ayer, hoy y siempre.
Ahora díganme, amigos míos, después de perdonar esto, ¿serán capaces de perdonar cualquier otra cosa? ¿Acaso hay una falta más grande o más difícil de perdonar? ¿Acaso hay algo más que no merezca su perdón?
Yo he perdonado todo, y he entregado mi vida para el perdón de los pecados de un pueblo rebelde, que, a pesar de todo, sigue siendo rebelde, que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye.
Pero a ustedes que sí me escuchan, yo les digo: amen a sus enemigos y hagan el bien a quien los odie, bendigan al que los maldiga, rueguen por los que los difaman, y al que los hiera en la mejilla, preséntenle también la otra. Mi cruz es la otra mejilla.
Contemplen mi cuerpo destrozado, en el que he cargado todas las culpas de todos los hombres, de todos los tiempos. Mírenme a los ojos. Yo les pregunto: ¿me perdonan?
Yo he vencido al mundo y he resucitado. Y he ganado para mi Padre un reino de sacerdotes y una nación santa. Porque no solo perdoné sus pecados, sino que les he dado mi heredad, haciéndolos hijos de mi Padre. Y me he quedado entre ustedes, porque cuando estaba en el mundo yo vi que mi pueblo era como ovejas descarriadas y caminaban como ovejas sin pastor, pero ahora han vuelto al Pastor que cuida sus almas y que les dice: no juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados, den y se les dará, porque con la medida que ustedes midan, se les medirá.
Olvídense de lo que está atrás y vayan hacia adelante, corriendo hacia la meta, para ganar el premio que yo mismo he ganado en mí para ustedes.
Yo los he llamado mis amigos y los he hecho pastores, para guiar a mis ovejas y conducirlas a la meta.
Pero muchos me han abandonado, han descuidado a sus rebaños, se han vuelto rebeldes y han traicionado mi amistad, me han golpeado en la mejilla, se han burlado de mí, me han azotado, han echado a suerte mis vestidos, y hasta me han crucificado.
Yo los llamo para que me vean y me escuchen, y regresen a mi amistad.
Yo les pido que perdonen de corazón, a la vista de todos, tantas veces como yo los he perdonado a ustedes, y que ofrezcan mi otra mejilla, sin juzgar, sin condenar, derramando mi misericordia.
Yo les pido que se amen unos a otros, y entreguen su vida para la santidad de mi pueblo, enseñándoles a perdonar de corazón, pero también a pedir perdón, y a recibir mi amor y mi misericordia, porque yo he cargado con sus culpas, y llevo en mi corazón por cada pecado una herida, pero todo ha sido ya perdonado, para la gloria de Dios, porque al que mucho se le perdona mucho ama».
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Madre nuestra, refugio de los pecadores: seguramente habrás tenido muy presentes las palabras de tu Hijo sobre el perdón a los enemigos cuando estuviste en el Calvario acompañándolo junto a la cruz.
Tu corazón estaba desgarrado de dolor, pero llena del Espíritu Santo pedías perdón por los que mataban a Jesús, porque no sabían lo que hacían.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: dame un corazón como el tuyo, y enséñame a perdonar. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: sigue a Jesús. Aprende de Él a vivir la caridad perfecta. Entrega tu voluntad a Dios sabiendo que eres suyo, y que Él tiene derecho a hacer contigo lo que quiera.
Lo que quiero decirte, hijo mío, es que apliques la regla de oro con Él. Discernir de una manera justa y recta es precisamente esto que te acabo de decir.
Siempre y en todo piensa y siente como Jesús, ponte en su lugar, y descubre qué es lo que Él quiere antes de tomar una decisión. Te lo digo para ti y para los demás a quienes diriges.
Entregarle tu voluntad a Dios es renunciar a ti, darte todo a Él, y dejar que en ti viva Él, obre Él, ame Él, hasta en las cosas más pequeñas. Hijo mío, eso debes hacer.
Vivir la regla de oro con Jesús es pensar constantemente cada minuto de tu vida en Él y como Él, y así obrar y amar. Él es el perfecto amor, Él es la perfecta caridad, Él es tu dulce esperanza para alcanzar la santidad, esperanza en que Él te enseñará a amar.
Amar como ama Él es amar a justos y a pecadores; es amar a los que te tratan mal y a los que te tratan bien; es amar con justicia; es luchar por la paz.
Amar es ver en cada persona a la persona de Cristo, y obrar la caridad con obras de misericordia.
Pero ¡qué difícil es amar a aquellos que no te aman, a aquellos que te desprecian, a aquellos que te difaman, a aquellos que te ponen obstáculos para que cumplas la voluntad de Dios! ¡Qué difícil es! Pero yo te digo, hijo mío, que la voluntad de Dios está por sobre todas las cosas, y si tú te mantienes firme, dócil, confiado y abandonado en Él, se hará sin importar cuál sea o qué tan grande sea la dificultad.
Dejar que Dios ame a través de ti. Es una oportunidad que Él no va a desaprovechar jamás.
Si aplicas esto, te darás cuenta de que te acabo de dar el arma más poderosa que hay para vencer. Nada haces tú, tan solo confiar y obedecer, todo lo hace Él. Es así como conseguirás ser perfecto.
Pero tranquilo, hijo, aquí estoy yo para ayudarte.
Lo que te digo no es empresa fácil. Amar a un enemigo, hacerle el bien, incluso ayudarle, tener caridad con él cuando tiene necesidad, y especialmente cuando ofende a los que tú amas, ver a Cristo en él, ¡qué difícil es! Pero, teniendo a Cristo como Maestro, hasta lo más difícil se aprende.
Ten caridad con Cristo, que vive en ti, y cuídate a ti mismo. Él y yo necesitamos de ti, para llevar la gracia derramada de la cruz a los más necesitados, a aquellos que están tan olvidados, que no tienen bien formadas sus conciencias. Imagina qué sería de ti si tú fueras uno de ellos, cómo te gustaría que te trataran a ti. Piensa en ellos, hijo mío.
Y saca provecho a esta lección.
Hijos míos, sacerdotes: yo les doy este tesoro: el perdón de mi corazón, para que perdonen de corazón a sus hermanos por esos pecados que causan las heridas más profundas al Sagrado Corazón de Jesús, para que así los pecados de ustedes también sean perdonados, viviendo y obrando en santidad, con la gracia que Dios da a los que lo sirven y lo aman, sirviendo y amando a sus hermanos.
Aprendan de mi Hijo a perdonar, porque es manso y humilde de corazón, y pidan perdón ante Dios por todos los que los ofenden, asumiendo sus culpas por amor. Yo les aseguro que sus buenas obras serán descanso para sus fatigas, y encontrarán descanso para sus almas».
¡Muéstrate Madre, María!
97. APRENDIENDO A PERDONAR – DARSE A LOS DEMÁS
EVANGELIO DEL JUEVES DE LA SEMANA XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 27-38
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: ‘‘Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman. Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes; porque si aman solo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien solo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores. Si prestan solamente cuando esperan cobrar, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores, con la intención de cobrárselo después.
Ustedes, en cambio, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos. Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: pides una cosa muy difícil: amar a los enemigos. Lo que se puede plantear una persona, en el mejor de los casos, es perdonar a los enemigos. Pero ¿amarlos?
Ya sé la respuesta. Me la diste en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y también me responden las lágrimas de tu Madre, al pie de la cruz.
Durante tu vida pública predicaste muchas veces el amor al prójimo, y lo dejaste como mandamiento nuevo, en la Última Cena, como distintivo de los cristianos. Pero qué difícil resulta poner la otra mejilla, perdonar, olvidar, no guardar rencor… amar al que nos ofende.
Es verdad, también, que nos enseñaste a pedir al Padre que perdone nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Es un trato con Él. Y hay que cumplirlo.
A los sacerdotes se nos presenta, en el ejercicio de nuestro ministerio, una ocasión propicia para perdonar en tu nombre: el sacramento de la Penitencia. Hay que perdonar siempre –porque tú así lo quieres–, al penitente que esté arrepentido y dispuesto a luchar. Sin temor a ser muy indulgente, como aquel buen sacerdote que te dijo, mirando un crucifijo: “tú tienes la culpa”.
Jesús, ayúdame a saber perdonar siempre, al que te ofende y al que me ofende, y enseñar eso mismo a tus ovejas, para ser perfectos, como el Padre celestial es perfecto.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: vengan y síganme. Yo los enseñaré a perdonar.
Contemplen mi cuerpo crucificado, desnudo y totalmente cubierto de heridas. Son tantas que no pueden contarse. Se pueden contar todos mis huesos, y ya he derramado casi toda mi sangre, pero estoy vivo. Mi rostro refleja dolor, sufrimiento y agonía. De mis ojos salen lágrimas mezcladas con sangre. Tengo una mejilla hinchada y desfigurada, que delata la fuerza del golpe recibido.
Contemplen mis manos inmóviles, hinchadas, amoratadas, clavadas; mis pies cansados, lastimados, unidos por un enorme clavo; y mi cabeza clavada de las espinas de una corona de burla. Estoy desnudo, pero estoy vestido de pecado.
Contemplen las heridas de mi cuerpo. Son heridas hechas por la rebeldía de mi pueblo. Cada una es causada por la culpa del pecado de los hombres. Yo soporto el castigo con paciencia, para traerles la salud y la paz.
Yo, que no cometí pecado, llevo los pecados de los hombres en mi cuerpo, a fin de que mueran al pecado y vivan a la justicia.
Cuenten las heridas de mi cuerpo, y sabrán cuántas veces hay que perdonar. La deuda perdonada por el sacrificio del Rey es setenta veces siete.
Me duelen mis heridas, pero tengan compasión de mi dolor más grande: ver el rostro del perdón en el rostro de mi Madre.
Contemplen el rostro doliente de mi Madre, junto a su hijo crucificado.
Contemplen sus lágrimas de dolor y sufrimiento, pero también sus sentimientos de compasión, piedad, fe, esperanza, amor, prudencia, templanza, fortaleza, justicia, súplica, serenidad, oración, perseverancia, compañía, consuelo, silencio, humillación, perdón.
Contemplen a los hombres que están junto a ella, los que me han azotado con furia, los que me han burlado, escupido, golpeado, humillado, juzgado injustamente, condenado a muerte y a una muerte de cruz, los que me han desnudado y echado a la suerte mis vestidos, los que me han clavado sin piedad en la cruz, levantado con brusquedad, y siguen aquí, esperando y deseando mi muerte.
Contemplen el rostro de mi Madre, y contemplen mi cuerpo. Compartan el dolor de su corazón, para que tengan sus mismos sentimientos, que son los míos, y pongan la otra mejilla, perdonando como ella perdonó de corazón, ante la vista de todos, a los que me han hecho esto, porque no saben lo que hacen.
Perdonen como perdona el Padre, por el sacrificio único y eterno del Hijo, suficiente para pagar las deudas de los hombres, pasadas, presentes y futuras, porque yo soy el mismo ayer, hoy y siempre.
Ahora díganme, amigos míos, después de perdonar esto, ¿serán capaces de perdonar cualquier otra cosa? ¿Acaso hay una falta más grande o más difícil de perdonar? ¿Acaso hay algo más que no merezca su perdón?
Yo he perdonado todo, y he entregado mi vida para el perdón de los pecados de un pueblo rebelde, que, a pesar de todo, sigue siendo rebelde, que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye.
Pero a ustedes, que sí me escuchan, yo les digo: amen a sus enemigos y hagan el bien a quien los odie, bendigan al que los maldiga, rueguen por los que los difaman, y al que los hiera en la mejilla, preséntenle también la otra. Mi cruz es la otra mejilla.
Contemplen mi cuerpo destrozado, en el que he cargado todas las culpas de todos los hombres, de todos los tiempos. Mírenme a los ojos. Yo les pregunto: ¿me perdonan?
Yo he vencido al mundo y he resucitado. Y he ganado para mi Padre un reino de sacerdotes y una nación santa. Porque no sólo perdoné sus pecados, sino que les he dado mi heredad, haciéndolos hijos de mi Padre. Y me he quedado entre ustedes, porque cuando estaba en el mundo yo vi que mi pueblo era como ovejas descarriadas y caminaban como ovejas sin pastor, pero ahora han vuelto al Pastor que cuida sus almas y que les dice: no juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados, den y se les dará, porque con la medida que ustedes midan, se les medirá.
Olvídense de lo que está atrás y vayan hacia adelante, corriendo hacia la meta, para ganar el premio que yo mismo he ganado en mí para ustedes.
Yo los he llamado mis amigos y los he hecho pastores, para guiar a mis ovejas y conducirlas a la meta.
Pero muchos me han abandonado, han descuidado a sus rebaños, se han vuelto rebeldes y han traicionado mi amistad, me han golpeado en la mejilla, se han burlado de mí, me han azotado, han echado a suerte mis vestidos, y hasta me han crucificado.
Yo los llamo para que me vean y me escuchen, y regresen a mi amistad.
Yo les pido que perdonen de corazón, a la vista de todos, tantas veces como yo los he perdonado a ustedes, y que ofrezcan mi otra mejilla, sin juzgar, sin condenar, derramando mi misericordia.
Yo les pido que se amen unos a otros, y entreguen su vida para la santidad de mi pueblo, enseñándoles a perdonar de corazón, pero también a pedir perdón, y a recibir mi amor y mi misericordia, porque yo he cargado con sus culpas, y llevo en mi Corazón por cada pecado una herida, pero todo ha sido ya perdonado, para la gloria de Dios, porque al que mucho se le perdona mucho ama».
+++
Madre nuestra, refugio de los pecadores: seguramente habrás tenido muy presentes las palabras de tu Hijo sobre el perdón a los enemigos cuando estuviste en el Calvario acompañándolo junto a la cruz.
Tu corazón estaba desgarrado de dolor, pero llena del Espíritu Santo pedías perdón por los que mataban a Jesús, porque no sabían lo que hacían.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: dame un corazón como el tuyo, y enséñame a perdonar. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
+++
«Hijo mío, sacerdote: sigue a Jesús. Aprende de Él a vivir la caridad perfecta. Entrega tu voluntad a Dios sabiendo que eres suyo, y que Él tiene derecho a hacer contigo lo que quiera.
Lo que quiero decirte, hijo mío, es que apliques la regla de oro con Él. Discernir de una manera justa y recta es precisamente esto que te acabo de decir.
Siempre y en todo piensa y siente como Jesús, ponte en su lugar, y descubre qué es lo que Él quiere antes de tomar una decisión. Te lo digo para ti y para los demás a quienes diriges.
Entregarle tu voluntad a Dios es renunciar a ti, darte todo a Él, y dejar que en ti viva Él, obre Él, ame Él, hasta en las cosas más pequeñas. Hijo mío, eso debes hacer.
Vivir la regla de oro con Jesús es pensar constantemente cada minuto de tu vida en Él y como Él, y así obrar y amar. Él es el perfecto amor, Él es la perfecta caridad, Él es tu dulce esperanza para alcanzar la santidad, esperanza en que Él te enseñará a amar.
Amar como ama Él es amar a justos y a pecadores; es amar a los que te tratan mal y a los que te tratan bien; es amar con justicia; es luchar por la paz.
Amar es ver en cada persona a la persona de Cristo, y obrar la caridad con obras de misericordia.
Pero ¡qué difícil es amar a aquellos que no te aman, a aquellos que te desprecian, a aquellos que te difaman, a aquellos que te ponen obstáculos para que cumplas la voluntad de Dios! ¡Qué difícil es! Pero yo te digo, hijo mío, que la voluntad de Dios está por sobre todas las cosas, y si tú te mantienes firme, dócil, confiado y abandonado en Él, se hará sin importar cuál sea o qué tan grande sea la dificultad.
Dejar que Dios ame a través de ti. Es una oportunidad que Él no va a desaprovechar jamás.
Si aplicas esto, te darás cuenta de que te acabo de dar el arma más poderosa que hay para vencer. Nada haces tú, tan solo confiar y obedecer, todo lo hace Él. Es así como conseguirás ser perfecto.
Pero tranquilo, hijo, aquí estoy yo para ayudarte.
Lo que te digo no es empresa fácil. Amar a un enemigo, hacerle el bien, incluso ayudarle, tener caridad con él cuando tiene necesidad, y especialmente cuando ofende a los que tú amas, ver a Cristo en él, ¡qué difícil es! Pero, teniendo a Cristo como Maestro, hasta lo más difícil se aprende.
Ten caridad con Cristo, que vive en ti, y cuídate a ti mismo. Él y yo necesitamos de ti, para llevar la gracia derramada de la cruz a los más necesitados, a aquellos que están tan olvidados, que no tienen bien formadas sus conciencias. Imagina qué sería de ti si tú fueras uno de ellos, cómo te gustaría que te trataran a ti. Piensa en ellos, hijo mío.
Y saca provecho a esta lección.
Hijos míos, sacerdotes: yo les doy este tesoro: el perdón de mi corazón, para que perdonen de corazón a sus hermanos por esos pecados que causan las heridas más profundas al Sagrado Corazón de Jesús, para que así los pecados de ustedes también sean perdonados, viviendo y obrando en santidad, con la gracia que Dios da a los que lo sirven y lo aman, sirviendo y amando a sus hermanos.
Aprendan de mi Hijo a perdonar, porque es manso y humilde de corazón, y pidan perdón ante Dios por todos los que los ofenden, asumiendo sus culpas por amor. Yo les aseguro que sus buenas obras serán descanso para sus fatigas, y encontrarán descanso para sus almas».
¡Muéstrate Madre, María!