7. AMAR MUCHO - UNGIR CON EL AMOR
EVANGELIO DEL JUEVES DE LA SEMANA XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO
Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado mucho.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 7, 36-50
En aquel tiempo, un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa. Una mujer de mala vida en aquella ciudad, cuando supo que Jesús iba a comer ese día en casa del fariseo, tomó consigo un frasco de alabastro con perfume, fue y se puso detrás de Jesús, y comenzó a llorar, y con sus lágrimas le bañaba los pies, los enjugó con su cabellera, los besó y los ungió con el perfume.
Viendo esto, el fariseo que lo había invitado comenzó a pensar: “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando; sabría que es una pecadora”.
Entonces Jesús le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. El fariseo contestó: “Dímelo, Maestro”. Él le dijo: “Dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Cuál de ellos lo amará más?”. Simón le respondió: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”.
Entonces Jesús le dijo: “Has juzgado bien”. Luego, señalando a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besar mis pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por lo cual, yo te digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama”. Luego le dijo a la mujer: “Tus pecados te han quedado perdonados”.
Los invitados empezaron a preguntarse a sí mismos: “¿Quién es éste que hasta los pecados perdona?”. Jesús le dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: son numerosos los textos de la Sagrada Escritura que hacen referencia a la infinita misericordia de Dios con los hombres. Desde el relato del pecado original, pasando por el de tantas infidelidades del pueblo elegido, así como las parábolas de la misericordia y tus encuentros con los pecadores… Todo eso, y más, nos hacen tener presente que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia.
La escena de hoy, que incluye lágrimas, besos y unciones por parte de una mujer pecadora, conmueve tu corazón y perdonas sus muchos pecados, porque ha amado mucho. Esas manifestaciones de amor son irresistibles para ti. Por eso no solo perdonas, sino que te olvidas de los pecados, concedes tu gracia, y puedes convertir a un gran pecador en un gran santo.
Jesús, yo también quiero que perdones mis pecados. ¿Cómo puede un sacerdote demostrarte que te ama mucho?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: ven, obedéceme. Yo confío en que todo cuanto yo te diga dirás y cuanto yo te pida harás, porque eres mío. Confío en que me has entregado tu voluntad, porque tienes mucho amor, has dicho sí, y has elegido la mejor parte, que no te será quitada.
Yo te he elegido de entre las naciones, para que lleves mi Palabra al mundo entero y todos sean confirmados en la fe. Yo cambiaré tu corona de espinas por mi corona de gloria. Porque, antes de haberte formado en el vientre, yo ya te conocía, y antes de que nacieras, yo ya te tenía consagrado, y te constituí profeta de las naciones, para que anuncies la verdad, y los que te escuchen, escuchen mi voz, para que el que quiera venir en pos de mí, renuncie al mundo, tome su cruz y me siga.
Porque yo quiero sacerdotes para siempre, desde el día de su ordenación hasta su muerte.
Sacerdotes de tiempo completo, que crean en mí, que por su fe se arrepientan de sus pecados y regresen a mí, para que sean reconciliados y vueltos a la amistad conmigo.
Sacerdotes que vuelvan al amor primero, y vivan con alegría la misión para la cual fueron llamados.
Sacerdotes que se ciñan en la obediencia, al servicio de las necesidades de la Santa Iglesia.
Sacerdotes santos para la eternidad.
Sacerdotes que, con su ejemplo, con su debilidad y mi fortaleza, conquisten y ganen todas las batallas.
Sacerdotes llenos del Espíritu Santo, que promuevan y consigan la unidad de mi pueblo.
Ustedes, mis sacerdotes, tienen sed. Yo quiero darles de beber el agua de mi misericordia, para que calmen su sed. Yo soy la fuente del manantial de la vida. Quiero que ustedes me conozcan, para que crean en mí, y que me amen.
Quiero que me amen y se dejen amar.
Que se acerquen con el corazón arrepentido y humillado, y yo les daré mi perdón y mi paz.
Que me encuentren en cada uno, y que vivan en mí como yo vivo en ellos.
Que sean fieles a las promesas que me hicieron y que las renueven.
Que vivan la fe, la esperanza y la caridad. Pero de estas tres la caridad es la más grande. Aunque tengan el don de profecía, y conozcan toda la ciencia, aunque tengan fe para trasladar montañas, si no tienen amor, nada son.
Yo quiero llevarles a ustedes, mis amigos, la alegría de la Buena Nueva, y la alegría está en el amor. Al que mucho se le perdona, mucho ama. Quiero que llegue a ustedes la misericordia infinita de Dios, para que tengan mucho amor.
Quiero que cada sacerdote se humille ante mí, y sea coronado con la corona de espinas, que les recuerde su cruz, su debilidad y su necesidad de mí.
Que lleven su corona con dignidad, para que no olviden que son sacerdotes también en medio del mundo, y no solo en el altar.
Que crean que han sido llamados para servir a la Iglesia, para traer a las almas, que, por creer en mí, son justas, y que yo mismo he justificado, no por cumplir la ley, sino por la fe en mí.
Que crean que estoy pronto a venir, y que estén preparados.
Que pongan las lámparas sobre la mesa y permanezcan en vela. No sea que cuando venga los encuentre dormidos.
Que permanezcan en oración, recibiendo y entregando mi misericordia, y que perdonen mucho, que instruyan, y que sean verdaderos pastores.
Y, ante la miseria de los hombres, que vengan a mí, y recuerden que mi obra más grande fue en la cruz, sin poder moverme, clavado a la cruz, ofreciendo, confiando, esperando, obedeciendo, amando, orando, entregándome en sacrificio para la redención de los hombres.
Vengan y contemplen mis manos.
El clavo es el pecado del mundo. La carne es el Hijo del Hombre, Hijo unigénito del Padre, engendrado por el Espíritu Santo, nacido de una virgen, enviado por el Padre para morir en obediencia por amor, sacrificado por los hombres, muerto y resucitado por Dios para el perdón y la redención de los hombres.
El madero son los hombres.
Es mi divinidad unida a mi humanidad, expuesta entre el clavo y el madero, recibiendo el impacto y el dolor del clavo.
Es el madero que queda marcado por el clavo que atraviesa la carne, pero que se limpia con la sangre del Cordero.
Es la sangre del Cordero que lava, que limpia, que salva.
Es el Cordero que debe morir, para que el clavo sea quitado, mientras el madero se mantiene de pie, inerte.
Es el Cordero que es resucitado, para dar vida al madero en cruz, que echa raíces y reverdece y se transforma en árbol de vida que da fruto.
Sacerdote mío: tú eres madero, déjate herir, deja que los clavos te atraviesen a través de mí, deja que el dolor te transforme y te purifique con mi sangre, por tu disposición, con mi entrega.
Permanece de pie, unido a mí, que yo te daré vida, y tú me darás frutos.
Mis manos son manos que curan, que sanan, que salvan, que bendicen, que santifican, que purifican, que liberan, que perdonan, que ungen, que acarician, que estrechan, que reciben, que dan, que se entregan.
Manos que están atadas a la cruz, una a la derecha, una a la izquierda, para atraer a todos a mí: a los que están a mi derecha y a los que están a mi izquierda, porque yo he venido a morir para salvarlos a todos, para que el que crea en mí, tenga vida eterna.
Pastores míos: ante la tormenta y la tribulación, permanezcan de pie.
En la fatiga y el cansancio, permanezcan conmigo.
En el dolor y en el sufrimiento, únanse a mí.
Ante la tentación y el pecado, cúbranse con mi sangre, y manténganse en mi amistad.
Guíen a mis ovejas por medio de mi palabra.
Apacienten a mis ovejas por medio de mi perdón.
Lleven la paz a mis rebaños y derramen sobre ellos mi misericordia.
Compadezcan la miseria humana como compadezco yo. Miseria de voluntad, miseria de disposición, miseria de temor a Dios, miseria de entendimiento, miseria de consejo, miseria de sabiduría, miseria de ciencia, miseria de piedad, miseria de justicia, miseria de templanza, miseria de prudencia, miseria de fortaleza, miseria de fe, miseria de esperanza, miseria de caridad, miseria de bondad, miseria de compasión, miseria de generosidad, miseria de humildad, miseria de alegría, miseria de amor.
Administren la gracia, para que por la misericordia sean perdonados, y por la gracia sean transformados y santificados.
Pastores míos, sean compasivos y misericordiosos, como mi Padre es compasivo y misericordioso con los que por mí sufren, con los que por mí lloran, con los pecadores que se arrepienten, con los que demuestran mucho amor. Porque al que poco se le perdona poco ama.
Pastores míos, la paz sea con ustedes. Así como mi Padre me ha enviado, así los envío yo, para que demuestren su fe, para que vivan en la esperanza y obren en la caridad, para que lleven su paz a dondequiera que vayan».
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Madre mía: una manera muy clara de manifestar el amor es obedeciendo, sometiendo la voluntad al querer divino. Es la obediencia de hijos, no de esclavos. Se obedece por amor, por agradar al amado, ofreciéndose, entregándose, renunciando a la propia voluntad.
Tú dijiste que eres la esclava del Señor. Quiero aprender de ti, y obedecer como fruto de mi fe, de mi esperanza y, sobre todo, de mi amor. Enséñame.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: les ha sido dada la fe, la esperanza y el amor. Y porque han amado mucho se les dará más.
Reciban este tesoro de mi corazón: mi obediencia.
Ustedes han obedecido la ley de Dios y no la de los hombres, la ley del amor y no la del mundo, porque han tenido fe.
Mi Hijo fue sometido a la obediencia, y aprendió la obediencia y, llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.
Tengan ustedes el mismo sentir de Cristo, un mismo amor, un mismo ánimo, para que su alegría sea colmada, considerando con humildad a los demás como superiores de uno mismo, buscando no su propio interés sino el de los demás, teniendo entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo que, siendo de condición divina, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo, haciéndose hombre, rebajándose a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.
Yo les doy mi obediencia como hija del Padre, para permanecer al pie de la cruz, compartiendo la cruz, el dolor y el amor.
Yo les doy mi obediencia para permanecer en la fidelidad y la esperanza en los días oscuros, llevando ustedes al mundo la luz que brilla en mi vientre, en la alegría de la resurrección.
Yo quiero que el mar de misericordia derramada en la cruz sea conducido a ustedes, mis hijos sacerdotes, como agua viva que emana de la fuente de vida, porque es necesario que den frutos y que esos frutos permanezcan».
¡Muéstrate Madre, María!