18/09/2024

Lc 11, 1-4

33. ORAR COMO HIJOS – LA ORACIÓN PERFECTA

EVANGELIO DEL MIÉRCOLES DE LA SEMANA XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO

Señor, enséñanos a orar.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 11, 1-4

Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”.

Entonces Jesús les dijo: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tus discípulos te vieron muchas veces hacer oración, y aprendieron de ti cómo hacerla, tanto por el ejemplo que les dabas, como por tus enseñanzas sobre la importancia de hablar con Dios.

El santo Evangelio recoge la que conocemos como la oración dominical, que es un compendio de lo que debemos pedir.

Seguramente en tu predicación insististe muchas veces en que hay que tratar a Dios como un padre, con confianza, y con la seguridad de ser escuchados.

En esa oración hacemos varias peticiones, pero también nos comprometemos a perdonar, a cambio de recibir perdón.

Señor: nuestro ministerio nos permite ofrecer tu perdón, a través del sacramento de la penitencia. Hemos de saber perdonar, y también enseñar a pedir perdón, para que tu pueblo se santifique. Tenemos una gran responsabilidad: perdonar, para ser perdonados.

Jesús, ¿cómo tiene que ser mi oración?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: cuando ores, entrega tu corazón, unido al mío y al de mi Madre, con el amor que yo te doy. Pero no seas como los hipócritas, que les gusta ser vistos en las plazas. Yo te digo, en verdad, que ellos ya recibieron su recompensa.

Tú, en cambio, entra en tu cuarto, cierra la puerta, y ora a tu Padre, que está ahí en lo secreto. Y Él, que ve en lo secreto, te lo compensará.

Y al orar, no recites palabrerías, porque tu Padre ya sabe lo que necesitas antes de que se lo pidas.

Ora, amigo mío, amando a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas, así:

Padre nuestro, que estás en el cielo.

Reconociéndote hijo necesitado de Dios.

Santificado sea tu Nombre.

Reconociendo a Dios como Padre, bendiciéndolo y alabándolo.

Venga a nosotros tu reino.

Reconociendo y aceptando a su Hijo Jesucristo como tu Rey y Señor.

Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Aceptando su voluntad y entregando la tuya, para unirla a la suya.

Danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas.

Pidiendo con humildad su providencia y su misericordia.

Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

Ofreciendo tu sacrificio, unido al mío, y profesando tu fe en obras de misericordia.

No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.

Rechazando el pecado y el mal, pidiendo su protección y su gracia.

Sacerdotes míos: únanse en oración con confianza, y todo lo que pidan al Padre en mi nombre, por los méritos de la maternidad de mi Madre, se los concederá. Oren por ustedes mismos, para que el Padre les conceda la gracia y la fe para que sean verdaderos discípulos, verdaderos apóstoles, verdaderos pastores, verdaderos sacerdotes; para que me escuchen, para que me reconozcan, para que echen sus redes y traigan a mi altar la pesca, que son los frutos del trabajo de sus ministerios.

Amigos míos: no quiero hombres que sean sacerdotes, quiero verdaderos sacerdotes que sean Cristos.

Profesen su fe y contagien con mi amor a mi pueblo».

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Madre mía: tú eres maestra de oración. Constantemente meditabas las palabras de tu Hijo, y las guardabas en tu corazón, para seguirles sacando fruto toda tu vida.

De la misma manera tratabas al Padre y al Espíritu Santo. Estabas llena de Dios desde tu inmaculada concepción. Tu oración diaria iba fortaleciendo tu alma y rebosaba de Dios.

Te pido que me acompañes en mi oración, y que me enseñes a tratar al Dios Uno y Trino.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: la misericordia de Dios es infinita. Su gracia es infinita.

Le gusta, le halaga, le causa satisfacción y alegría que le pidan; no con la exigencia de la soberbia, ni con egoísmo; no con miedo, ni con el fin de satisfacerse uno mismo; no con palabras vacías pronunciadas con prisa. Lo que le gusta es que le pidan como le pide un niño, con confianza, con esperanza, con fe y con amor, sabiendo con seguridad que los escucha, porque Él es Dios todopoderoso, omnipresente y omnisciente.

Y cuánto más no escuchará y atenderá a los que le piden como Jesús les enseñó, porque en esa oración manifiestan que creen en el Hijo de Dios. El que cree en que Cristo es el Hijo de Dios se salvará, y el que se salva es santo.

Pues bien, el Padre escucha y atiende con beneplácito y predilección las oraciones de los santos. Santo es aquel que está unido al único santo: Cristo vivo. Y, aun así, si un pecador suplicara a Dios, arrepentido, y pidiera perdón, convirtiendo su corazón, debería sentirse especialmente agradecido, complacido, por haber sido escuchado y atendido, porque toda gracia viene de Dios y, siendo causa de su alegría el que le pida, cuánto más por él no haría, si más alegría hay en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan hacer penitencia.

Pidan, hijos, pidan, porque al que pida se le dará.

Los santos y los ángeles me ayudan a cuidar y a limpiar la tierra, para prepararla para la siembra.

Ayúdenme ustedes a labrar y a alimentar la tierra, con la oración que proviene de un corazón con pureza de intención.

Oración que no sean palabrerías, sino entrega de vida.

Oración que no sea cumplimiento del deber, sino entrega de amor.

Oración que no sea de un momento, sino constante ofrecimiento.

Oración que no solo moje la tierra, sino que la empape, para que la fecunde y la haga germinar.

Preparen la tierra del corazón de los hombres, para que esté lista para recibir la siembra, que es la Palabra de Dios, para que la reciban en tierra fértil, para que sea la siembra provechosa y el fruto abundante.

Oren a Dios reconociéndose hijos, reconociéndolo Padre.

Oren a Dios santificando su nombre, amándolo por sobre todas las cosas.

Oren a Dios participando con Cristo en la construcción de su Reino.

Oren a Dios pidiendo, esperando su divina providencia, aceptando que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.

Oren a Dios pidiendo el alimento que es pan vivo bajado del cielo para la vida eterna.

Oren a Dios reconociéndose pecadores arrepentidos y dispuestos a perdonar al prójimo, porque lo aman como a ustedes mismos.

Oren a Dios pidiendo la gracia de mantenerse en el cumplimiento de su palabra, para no caer en la tentación.

Oren a Dios invocando su nombre y su protección, para que los libre del mal, que los aprisiona y que los ata, que los destruye y los conduce a la muerte.

Oren a Dios con pureza de intención, ofreciendo su vida por las almas en cada petición y en cada súplica, derrotando su egoísmo con el arma del amor, entregando en esta oración su alma con fe, con esperanza y con caridad.

Oren al Padre, para que, por los méritos del Hijo, y por la gracia del Espíritu Santo, limpie, remueva, labre, abone, fertilice y riegue la tierra reseca y árida de sus corazones.

Oren al Padre pidiendo e intercediendo por las almas, para que la semilla crezca y se fortalezca, para que dé fruto y ese fruto permanezca, para que cumplan su misión.

Oren al Padre con todo su corazón, y yo les daré una lluvia de gracias en abundancia para ustedes y para el mundo entero».

¡Muéstrate Madre, María!