79. CONSTRUIR EN LO INTERIOR – CONSTRUIR EL REINO DE LOS CIELOS EN EL MUNDO
EVANGELIO DEL JUEVES DE LA SEMANA XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO
El Reino de Dios ya está entre ustedes.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 17, 20-25
En aquel tiempo, los fariseos le preguntaron a Jesús: “¿Cuándo llegará el Reino de Dios?”. Jesús les respondió: “El Reino de Dios no llega aparatosamente. No se podrá decir: ‘Está aquí’ o ‘Está allá’, porque el Reino de Dios ya está entre ustedes”.
Les dijo entonces a sus discípulos: “Llegará un tiempo en que ustedes desearán disfrutar siquiera un solo día de la presencia del Hijo del hombre y no podrán. Entonces les dirán: ‘Está aquí’ o ‘Está allá’, pero no vayan corriendo a ver, pues, así como el fulgor del relámpago brilla de un extremo a otro del cielo, así será la venida del Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser rechazado por los hombres de esta generación”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: seguramente tus discípulos hablaron mucho de la venida del Reino de Dios, pensando que tu presencia entre ellos era una señal clara de que estaba por llegar.
Pero no sabían en qué consistía ese Reino, y era fácil que se metiera la visión humana, comparándolo con los reinos de la tierra y, sobre todo, estaban deseosos de que terminara el sometimiento a un rey extranjero. Anhelaban la llegada del Reino de Dios.
Tú nos enseñas que ese Reino está muy cercano a cada uno: dentro de uno mismo, en el corazón, y se descubre con la sabiduría que otorga el Espíritu Santo.
Nosotros, tus sacerdotes, como pastores de tu pueblo, debemos estar dispuestos para recibir tu misericordia, para que se derrame la sabiduría en tu rebaño, y reciban el amor.
Señor ¿cómo podemos despertar las conciencias de las almas para esa maravillosa realidad de tu presencia viva en el alma en gracia?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: yo los he constituido a ustedes profetas de las naciones, para que lleven el Reino de los Cielos a despertar la conciencia de mis ovejas en todo el mundo, para que se arrepientan, para que crean que yo soy, y que estoy a la puerta y llamo, para establecer mi reinado en sus corazones, porque los amo. Y yo a los que amo los reprendo y los corrijo. Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta cenaré con él y él conmigo.
Yo los haré a ustedes vencedores y los sentaré conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté en el trono con mi Padre. Ustedes, que han encontrado la riqueza de mi Reino, acepten la compañía de mi Madre.
Sacerdote mío: contempla la construcción de mi Pueblo Santo, la construcción de mi templo, la construcción del Reino de los Cielos.
Es el Reino de Dios en cada hombre, que se construye en su interior, transformando, convirtiéndolo en el templo donde habito yo, para perfeccionarlos, para santificarlos.
Es el Reino de Dios mi cuerpo, en el que se unen todos los templos, para ser uno solo, del cual yo soy cabeza.
Es la confianza de cada miembro la armonía del cuerpo.
Porque ¿de qué le sirve a la cabeza contar con un pie si no confía en el pie?
¿Y de qué le sirve a la mano ser mano si no confía en quien es cabeza?
¿Y de qué le sirve al cuerpo tener miembros si no están en comunión, de acuerdo, movidos en la confianza de una sola cabeza?
Así como la cabeza confía en el cuerpo, así el cuerpo debe entregarse en la confianza del que es cabeza, para que haya unidad, para que haya armonía, para que todo sea perfecto.
Confía, amigo mío, porque eres mío, miembro de mi cuerpo, parte de mi Reino. Yo te doy la llave de la puerta de la confianza, para que entres por esa puerta a mi misericordia. Es la sabiduría derramada por la misericordia. Recibe mi misericordia, para que alcances la sabiduría.
Ustedes, mis sacerdotes, son los pilares del Reino de los Cielos, los que construyen el Reino de Dios. Yo quiero que construyan con sabiduría y con perfección, para que sean perfectos, como mi Padre del cielo es perfecto; para que sean santos, como yo soy santo.
La sabiduría está en el amor, y el amor descansa en tu corazón.
Sacerdotes de mi pueblo: ustedes son los pastores de mi rebaño, cabeza y guía de cada templo en el que habito yo. Manténganse en la confianza y en la disposición de recibir la misericordia de Dios, en la que se derrama la sabiduría, para que lleven el amor a todos los rincones del mundo.
Sabiduría que los mantiene en unión, que los perfecciona, que los santifica.
Sabiduría que ilumina, como expresión del poder de Dios y de su gloria.
Déjense llenar de sabiduría, para que, siendo sabios, sean perfectos, y, siendo perfectos, sean santos.
Es la confianza en el amor de Dios y su misericordia de la que brota la sabiduría, para que sean mis profetas, para que sean mis amigos, para que, por esta sabiduría, permanezcan en mí como yo permanezco en ustedes.
Sacerdotes míos, confíen en mí, y sean sabios, y sean perfectos, y sean santos, miembros que comparten conmigo un solo cuerpo y un mismo espíritu, por el que permanecen en la unidad conmigo.
Compartan esa sabiduría con todos los hombres, para que todos me conozcan a mí, como yo conozco a mi Padre y mi Padre me conoce a mí, para que todos seamos uno. Que es por uno que, siendo Dios, se hizo hombre, por quien vino la salvación al mundo».
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Madre mía: si alguien puede decir con todo derecho que el Reino de Dios está dentro del corazón eres tú, quien fuiste morada del Espíritu Santo para la encarnación del Verbo.
El santo evangelio menciona que todo lo guardabas en tu corazón, y eso es otra forma de decir que te dabas cuenta de que eras templo de Dios, y el Espíritu Santo estaba siempre contigo.
Los sacerdotes debemos ser conscientes de que nuestro cuerpo es un templo especial de Dios, debido a que estamos configurados con Cristo.
Ayúdanos a enriquecer con nuestra vida de piedad esa realidad, para saberla transmitir a los demás con nuestro ministerio.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: durante nueve meses llevé el Reino de los Cielos en mi vientre y, desde el primer momento y para siempre, en mi corazón.
Durante nueve meses compartí mi carne y mi sangre con el Reino de los Cielos, y lo tuve solo para mí, para llenarme de Él. Y el Espíritu Santo, que estaba conmigo, me llenó de sabiduría, de entendimiento, de ciencia, de consejo, de fortaleza, de piedad, de temor de Dios.
Y mi corazón se encendió en el fuego infinito y ardiente del amor de Dios, que, al ser dinámico, no podía contenerse, se daba y se manifestaba a través de mi servicio a los demás, pero que, en el silencio del alma y de la oración, permaneció y creció, mientras yo lo meditaba todo en mi corazón.
Y fui consciente de que el Reino de los Cielos habitaba en mi interior, y que era la sabiduría de Dios, misteriosa y escondida, destinada desde el principio, para gloria de los hombres.
Y fui consciente de lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios tiene preparado para los que lo aman.
Pero los hombres no aceptan las cosas del Espíritu de Dios. Son locura para ellos, y no las pueden entender, sino con el Espíritu de Dios.
Dios hizo de mí el refugio más seguro, inmaculado y puro, para acoger, cuidar y proteger a su único Hijo, al que envió al mundo para la salvación de los hombres.
Y llenó mi corazón del Espíritu Santo, y encendido en el fuego vivo de la llama de amor, me quemaba en deseo de entregar el Reino de Dios al mundo entero, porque el Verbo se hizo carne para habitar entre los hombres.
La experiencia de engendrar en mi seno y tener al mismo Dios en mi vientre, creciendo, alimentándose de mí, dependiendo el Creador de su creatura, fue maravillosa.
La experiencia de sentir la vida que es Dios dentro de mí, gestar el amor para ser transformado en misericordia, y entregarlo como luz para el mundo, fue asombrosa.
Y fui consciente de llevar en mi vientre al Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre.
Y fui consciente de que Dios preparó en mí una morada digna que recibiera y mantuviera a su Hijo en la pureza, bajo el amparo y el calor del amor, en el seno de una familia, en un entorno seguro y adecuado, protegido de la maldad del mundo, del ambiente desvirtuado y de la suciedad del pecado, para cuidarlo, para educarlo y prepararlo para la misión redentora que le había confiado, sujeto a mi custodia, mientras llegaba su hora.
Y fui consciente de que Dios entregó su Reino a la seguridad del entorno de una familia y al corazón de una Madre, para ser acogido y luego entregado como tesoro al mundo.
Hijitos míos: yo quiero que las familias sean moradas dignas del Espíritu Santo, para que los acojan a ustedes, que son un tesoro de Dios, para que los cuiden y los protejan en su seno, y los ayuden a descubrir que el Reino de los Cielos ya habita entre ustedes, y lo llevan dentro; que son templos del Espíritu Santo, para unir a todos los templos en un solo templo Santo.
Recuerden que el encuentro con Cristo es en el interior, en la intimidad, en el silencio. Y para eso es la oración, para descubrir el Reino de Dios que llevan dentro, para que la llama del fuego del amor arda en sus corazones, encendiendo el deseo de llevar a las almas a subirse en la barca y remar mar adentro, para llevar a todos a un verdadero encuentro con Cristo en la Eucaristía.
El sacerdote debe encontrar a Cristo primero, porque no puede transmitir lo que no sabe que lleva dentro.
Yo soy Reina de los cielos y de la tierra, y soy la Madre de Dios y de los hombres. Yo entregué la luz al mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos y los suyos no la recibieron, pero a los que la recibieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios, y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre los hombres.
Ustedes recíbanlo y crean en Él, por los que no creen en Él; y esperen en Él, por los que no esperan en Él; y adórenlo, por los que no lo adoran; y ámenlo por los que no lo aman.
Hay muy pocos corazones dispuestos a escuchar. Ustedes vengan conmigo, para que el ruido del mundo no los distraiga, para que, unidos a mí, nunca se pierdan.
Permanezcan en la confianza de su vocación al amor, obrando, amando, orando constantemente, para que permanezcan en unión con el amor; para que reciban, en la misericordia de Dios, la sabiduría que los mantiene en la perseverancia y en la virtud, en el estado de gracia que los perfecciona, y en la fe, en la esperanza, y en la caridad, que los santifica.
Es el sufrimiento una purificación constante de su corazón, para que permanezca unido al mío.
Compartan mi sufrimiento por cada uno de mis hijos que se va, por cada uno que se pierde, por cada uno que no confía en la misericordia de Dios.
Ofrezcan sus sufrimientos en cada acto, en cada obra, para que cada uno de los que recibe la sabiduría, la aproveche y la comparta».
¡Muéstrate Madre, María!