19/09/2024

Lc 18, 35-43

85. LUZ QUE ILUMINA – ABRIR LOS OJOS DEL ALMA

EVANGELIO DEL LUNES DE LA SEMANA XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO

¿Qué quieres que haga por ti? - Señor, que vea.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 18, 35-43

En aquel tiempo, cuando Jesús se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado a un lado del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello, y le explicaron que era Jesús el nazareno, que iba de camino. Entonces él comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Los que iban adelante lo regañaban para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.

Entonces Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Él le contestó: “Señor, que vea”. Jesús le dijo: “Recobra la vista; tu fe te ha curado”.

Enseguida el ciego recobró la vista y lo siguió, bendiciendo a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: durante tu vida pública tú curaste a muchos enfermos, y el santo Evangelio destaca a algunos en particular: los leprosos, los paralíticos, los ciegos. Y es que las enfermedades del cuerpo nos hacen ver, cuando meditamos en tu Palabra, cuáles son también las enfermedades del alma.

Hoy reflexionamos sobre la ceguera. El ciego del cuerpo no ve la luz natural. El ciego del alma no ve la luz sobrenatural. Y, lo que es peor, no tiene la luz sobrenatural, porque perdió la gracia por el pecado.

Señor, tú eres la luz, y entiendo muy bien a aquel ciego cuando te llamaba a gritos, porque quería ver. Tú resaltas que él tenía fe, y por eso recuperó la vista.

Me doy cuenta de que la ceguera del alma también se cura con fe, con la fe puesta en obras. Cuando el que perdió la vista también te llama a gritos en la oración, meditando en tu Palabra y buscando los sacramentos.

Mi misión como sacerdote también me pide abrir los ojos de los ciegos y, para eso, debo tener los míos muy abiertos, porque un ciego no puede guiar a otro ciego.

Te pido tu luz para ver siempre con mucha claridad el camino, y para poder guiar a otros hacia ti.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: ven, en ti he puesto mi confianza, a pesar de los ricos y poderosos, a pesar de los sabios y letrados, porque he visto tu fe, y tu fe te ha salvado.

 Es por tu fe que han sido abiertos tus ojos a la luz, para que veas en medio de la oscuridad, para seas luz conmigo en la oscuridad de los demás.

Yo soy la luz del mundo.

Yo soy el que disipa las tinieblas.

Yo soy el que soy.

Yo envío mi luz a ustedes, mis pastores, para que aumente su fe, para que vean. Porque algunos navegan entre tormentas y tinieblas, como barcos sin rumbo.

Mi Madre lleva en su vientre la luz, que es como un faro en medio de la noche. Es mi Palabra quien los guía, para que naveguen en la luz de la verdad, para que lleven mi luz y mi verdad a todos los rincones del mundo, permaneciendo en la fe, en la esperanza y en la caridad.

Yo quiero que mi luz llegue a cada uno de ustedes, mis sacerdotes, por medio de mi misericordia. Que vean la luz y la verdad. Luz que ilumina. Verdad que duele y hace sufrir, al ver cómo es rechazada, como es ignorada, como es desechada por la ignominia, por la apostasía, por la inmundicia, por la iniquidad, por el pecado, por la idolatría, por la maldad, que entra en el hombre que obra así por su ignorancia, y se acomoda, y ya no me busca, y se pierde.

Yo soy la verdad. Verdad que ven tus ojos al ver la luz.

¡Hágase la luz! Y María dijo sí, y la luz, que es Verbo, se hizo carne, para iluminar el mundo y hacer nuevas todas las cosas.

Amigo mío: que por tu fe me alaben todos los pueblos, que me alaben y sean guiados por la luz del Evangelio a la luz de la fe, para que sean un solo pueblo santo de Dios, unidos en una sola y Santa Iglesia.

Sacerdotes de mi pueblo, pastores de mi rebaño: abran los ojos a la fe del Evangelio. Abran los ojos a la luz. Cumplan mis mandamientos y amen al Señor su Dios por sobre todas las cosas, amando al prójimo como a ustedes mismos los he amado yo, entregando mi vida por ustedes para darles vida nueva, vida eterna.

Amigos míos: que esa fe aumente su confianza en mí; que esa fe aumente su esperanza en mí; que esa fe aumente su amor por mí, para que, por su fe, sean salvados, para que, por su fe, sean sus ojos abiertos y su camino iluminado con mi luz.

Pastores míos: renuncien a sí mismos, renuncien a la oscuridad y caminen conmigo en la luz de la verdad. Suban a mi barca y naveguen mar adentro. Y, cuando encuentren la luz, desembarquen y tengan compasión y piedad de mi pueblo, porque caminan como ovejas sin pastor.

Derramen mi misericordia sobre ellos, y enséñenles y denles de comer, y perdonen los pecados. Guíenlos con mi luz, y abran sus ojos con su fe, para que ellos también vean, para que ellos también me conozcan.

Y canten con ellos alabanzas, adorando a su Señor, para que Él, por su misericordia, aumente su fe, y por esa fe sean todos salvados.

Amigos míos: pidan con insistencia el don de la fe; pidan con insistencia que sus ojos sean abiertos; pidan con insistencia que la luz los ilumine; pidan sin cansancio que les sea revelada la verdad; caminen en la verdad, y guíen por el camino de la luz a mi pueblo.

Arrepiéntanse y conviértanse ustedes. Vuelvan al amor primero y crean en el Evangelio, que es mi Palabra. Yo soy la Palabra, y todo el que crea en mí vivirá para siempre.

Que a la luz del Evangelio hieran los corazones con la espada de mi amor. Que abran las gargantas para que, por mi Palabra, todo el pueblo alabe y dé gloria a Dios.

Yo soy la luz del mundo, el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida.

Mi Palabra es la luz que abre los ojos de los que tienen fe, para que vean, y sus oídos, para que escuchen.

Mi luz brillará para el mundo y mi Madre los reunirá a ustedes, mis amigos, mis sacerdotes, como una gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, mientras ustedes gritan al mundo, con toda su alma, con toda su mente, con todas sus fuerzas: “Viva Cristo Rey”.

Yo estoy a la puerta y llamo, y les pido a ustedes que lleven al mundo mi luz, y escuchen mi mensaje: el que quiera ser primero entre ustedes, sea su esclavo, de la misma manera que yo no he venido al mundo a ser servido, sino a servir, y a dar mi vida como rescate por muchos.

Un verdadero sacerdote no es el que solo sirve a Dios, sino es el que actúa como Cristo, para que, a través de él, Cristo sirva a los hombres, para servir a Dios».

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Madre mía: cuando yo vi claramente que Jesús me llamaba para ser sacerdote no dudé en que debía seguir ese camino. Había pedido luces en la oración, y me las dio, pude ver. Y junto con esas luces me dio la gracia para decir que sí.

Pero puede suceder que algún sacerdote, con el paso del tiempo, “deje de ver”, se vuelva ciego. Quizá no tanto como para dudar de su vocación, pero sí deja de verse claro el camino, debido a las dificultades que comporta, o a las tentaciones que no deja de poner el enemigo.

Ayúdanos a todos, Madre, a no perder el camino, a volver muchas veces al amor primero, para renovar nuestra alma sacerdotal. Tú eres camino seguro, de modo que confío en tu gracia para ver siempre con claridad. Y también confío en los medios con que contamos para recuperar la vista: la confesión, la dirección espiritual, la oración, la Eucaristía…

Hago mía la oración del ciego: ¡Señor, que vea!

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: intercede por mí. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: les entrego la luz que llevo en mi seno, que es la luz de mi Hijo, para que lo vean, para que le pidan, para que aumente en ustedes la fe, la esperanza y el amor, derramando sobre ustedes su Espíritu, para que crean en el Evangelio, para que transformen el mundo llevando la fe, la esperanza y la caridad a todos los hombres, para que crean, para que reciban, para que vivan el amor y la misericordia de Dios.

Es de mi vientre de donde emana la Luz para el mundo, para que aumente en ustedes, mis hijos sacerdotes, la fe, la esperanza y el amor.

Yo soy la Perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Pero no soy yo, sino el Espíritu Santo que está conmigo quien otorga los dones y los aumenta, e infunde estas virtudes para que los hombres las practiquen y las perfeccionen.

Y no es de mí, sino de mi Hijo, fruto bendito de mi vientre, de quien procede la luz para el mundo, para que ustedes, mis hijos sacerdotes, vean y crean que Dios lo ha enviado.

Pidan fe, como don y como virtud. Como don, para que el Espíritu Santo les dé una fe grande; y como virtud, para que la perfeccionen, poniéndola en obras.

Pidan una firme esperanza, de acuerdo a su fe.

Pero, sobre todo, pidan una gran caridad, para que todo lo hagan con mucho amor. Porque de estos tres el amor es el más grande.

Algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, han olvidado el amor primero. Trabajan sin descanso, obran su fe, ofrecen, sirven, se esfuerzan, esperan y tienen paciencia, han sufrido y han sido perseguidos por la causa de mi Hijo; pero Él conoce sus obras, sus intenciones, y conoce que algunos de sus amigos se han olvidado de amar.

Aunque tengan dones y tengan fe, aunque hagan obras en plenitud de fe, como para trasladar montañas, si no tienen amor, nada son.

Yo quiero que se amen unos a otros, porque quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios se manifiesta entre los hombres en que Dios envío a su único hijo al mundo, para que vivan por medio de Él.

Quiero que regresen al amor primero, que es en lo que consiste el amor: no en que lo hayan amado primero, sino en que Él los amó primero.

Porque no son ustedes los que lo eligieron a Él, sino que fue Él quien los eligió a ustedes, para que vayan y den fruto, y ese fruto permanezca.

Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él.

Quiero que vean y traten a Cristo en sus hermanos sacerdotes, y promuevan la unidad entre ustedes, y se ayuden, porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.

Quiero que regresen al amor primero, cuando Él los llamó, cuando sus ojos se abrieron y dijeron sí al don del sacerdocio, y creyeron y confesaron que Jesús es el Hijo de Dios, y permanecieron en el amor de Dios y Dios en ustedes.

Que vuelvan al amor primero, para que alcancen la plenitud y la perfección del amor, en el que no cabe el miedo, en el que esperan con confianza el día del juicio, esperando preparados y en vela, hasta que Él vuelva.

 Hijos míos: yo quiero llevar la luz de mi vientre a los ciegos de corazón, los que viendo no ven, los que cierran sus ojos a la verdad y caminan a través de la oscuridad, para que vean, para iluminar su camino con la luz de mi Hijo.

Permanezcan en la fe, y compadézcanse conmigo, viendo en esa oscuridad cómo es ultrajado el que es la verdad, el que es la luz, el que es la vida.

Quédense conmigo a los pies de la cruz vacía, por la que se santifican alabando y adorando a Cristo, que ha resucitado a la luz, a la verdad y a la vida.

Reconozcan todo lo que mi Hijo les da, para que con su luz iluminen, para que en su verdad vivan, para que, por la fe, tengan vida.

Yo pido para ustedes que sean abiertos sus ojos a la luz de la fe, para mantenerse de pie en el camino, soportando con paciencia, obrando con piedad, derramando misericordia, perseverando en la oración, manteniéndose en la firmeza, para que nadie arrebate su corona».

¡Muéstrate Madre, María!