88. SERVIR COMO VERDADERO SACERDOTE – LÁGRIMAS DE DIOS
EVANGELIO DEL JUEVES DE LA SEMANA XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Si comprendieras lo que puede conducirte a la paz.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 19, 41-44
En aquel tiempo, cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén y contempló la ciudad, lloró por ella y exclamó:
“¡Si en este día comprendieras tú lo que puede conducirte a la paz! Pero eso está oculto a tus ojos. Ya vendrán días en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán y te atacarán por todas partes y te arrasarán. Matarán a todos tus habitantes y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no aprovechaste la oportunidad que Dios te daba”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: qué fuertes son tus palabras de reproche a Jerusalén, reclamándole no haber aprovechado la oportunidad que Dios le daba. Y me cuesta considerar que no te haya reconocido tu pueblo, a pesar de las innumerables muestras que le diste sobre tu condición mesiánica, a pesar de tantos favores recibidos, a pesar de haberte escuchado predicar la llegada del Reino de Dios.
Y pienso hoy en las benditas lágrimas que escurrieron de tus ojos, y siento tu sufrimiento. Comparto tus mismos sentimientos, y mis lágrimas se unen a las tuyas, y son muchas. Siento dolor en mi corazón, como cuando pierdes lo más querido, como cuando renuncias a un sueño anhelado, como cuando das un regalo con la ilusión de hacer feliz al amado, pero el regalo es rechazado.
Es lo mismo que sientes hoy con los que rechazan tu gracia, con los que no corresponden a todos los dones que tú les das, con los que no aprovechan la oportunidad que Dios les da.
A todos nos puede pasar eso. Pero somos tus sacerdotes, tus elegidos, los que nos podemos dar más cuenta del tesoro que nos has confiado, y hemos de hacerlo fructificar. Además, nos tratas como amigos, de modo que, si te rechazamos, te duele más.
Ayúdame, Jesús, a ser responsable de mi misión, abriendo los ojos de los ciegos, para que comprendan muy bien lo que los conduce a la paz.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: renuncia a ti completamente, y entrégate a mí totalmente, y vive en mí como yo vivo en ti.
Ven a contemplar mi ciudad, destruida, en ruinas; mira cómo destruyen lo que yo vine a construir; mira cómo desechan lo que yo les regalé; mira cómo se destruyen a sí mismos por poder.
Solo Dios es poderoso. Solo Dios tiene el poder de reconstruir lo que ha sido destruido, de remediar lo irremediable, de reunir lo disperso, de dar vida a lo que está muerto. Solo Dios es todopoderoso y eterno.
Yo soy el principio y el fin, el Alfa y la Omega. El que vive en mí vive en la verdad, y el que cree en mí vivirá para siempre.
Amigo mío: al menos tú no me abandones. Vacíate de ti, que yo te llenaré de mí, renunciando a ti, a tu voluntad, a tus deseos, a tus tentaciones, a tus ambiciones, a tus sueños, a tus anhelos, a tus ilusiones, a todo lo que te ata al mundo, a todo lo que te aleja de mí.
Renuncia tú al mundo, y entrégate completamente a mí, en el principio y en el fin; y cree en mí como yo creo en ti; y confía en mí, como yo confío en ti; y entrégate a mí como yo me entrego a ti, amándote hasta el extremo, en cada Eucaristía, en donde yo me dono en Cuerpo, en Sangre, en presencia, en gratuidad, en alimento, en vida, en comunión contigo y con todos los hombres de buena voluntad.
Une tus lágrimas con las mías, en el mar de mi misericordia, uniendo tu sacrificio y tu entrega al único sacrificio que redime, que sana, que salva: mi pasión y mi muerte, que en mi resurrección te da la vida.
Te quiero mío totalmente, entregada tu voluntad, unida a la mía, para que seas ofrenda unida a mí, ofrecida por la disposición de la voluntad de cada uno de ustedes, mis sacerdotes. Voluntad que recibe el Padre con todo su poder, para unir, para transformar, para recuperar.
Renuncia a ti, toma tu cruz en el cumplimiento de mis mandamientos, obrando en la misericordia, perseverando en la fe, en la esperanza y en la caridad. Entrégate en la confianza al amor, y sígueme.
Yo he venido al mundo, y el mundo no me ha recibido. Recíbeme tú.
Recibe mis lágrimas y llora conmigo, amigo mío; comparte mis mismos sentimientos. Pero ahora, descubre en mí estas lágrimas mezcladas de dolor y de alegría, porque he encontrado en ti un hombre según mi corazón, que ha hecho lo que yo le digo.
Yo veo, a través de estas lágrimas, la esperanza de un pueblo, reunido en un solo rebaño y un solo pastor.
Yo veo a mis pastores reunidos en torno a mi Madre, y sus corazones encendidos en el fuego de mi amor.
Yo veo la fe sobre la tierra, esperando a que yo vuelva.
Yo veo la muerte destruida y al demonio derrotado.
Yo veo el triunfo del Inmaculado Corazón de mi Madre.
Yo veo tu esfuerzo y tu trabajo, tu vida entregada a mí y tu ofrenda. De mis ojos brotan lágrimas de dolor, por los que viendo no quieren ver y oyendo no quieren oír. Pero también a esos, amigo mío, el Padre los atraerá a mí, por la ofrenda que tú unes a mí en el altar, en mi único y eterno sacrificio agradable al Padre, por el que todos merecen mis lágrimas y las de mi Madre.
El pecado ha dañado a la humanidad y la ha sumido en un estado de muerte permanente, que yo con mi sangre he venido a liberar, a rescatar, a salvar, destruyendo la muerte para darles, en mi resurrección, la vida. Pero ha sido tan grande el daño, que ha quedado una herida, y debe ser sanada con el amor de cada uno en su libre voluntad.
Abre tus ojos, mira mi pueblo devastado, destruido. Date cuenta de lo que sucede en el mundo. Muchos no viven la realidad que es mi amor y mi voluntad. Enséñales. Reconstruye en cada uno lo que ellos mismos han destruido, porque yo he hecho nuevas todas las cosas, pero ellos no han valorado las lágrimas de amor que yo he derramado. Llora conmigo, amigo mío, suplicando la misericordia de mi Padre para todos.
Sacerdotes míos: ustedes son mi ejército, ustedes son la victoria en la batalla, ustedes son los soldados de Dios.
Ustedes son los Pastores de mi pueblo, los que yo he enviado a reunir lo que está disperso, a buscar a los que se han ido, a recuperar lo que se ha perdido. Pero no son ustedes, sino el poder de Dios, el que reúne, el que fortalece, el que santifica.
Renuncien, pastores míos, a sus caprichos, a su voluntad, a sus deseos, a su egoísmo, a su comodidad, y entréguense como yo, en la obediencia, en el abandono, en la castidad, en la fidelidad, en la confianza, en el sacrificio, y unan su voluntad a la voluntad del Padre para que me puedan seguir.
Síganme, amigos míos, y yo los haré pescadores de hombres, para que hagan de sus pueblos mi pueblo, de sus leyes mi ley, y cumplan mis mandamientos, y cumplan mi ley, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ustedes mismos.
Reúnan a los pueblos en un solo pueblo, en una sola ciudad santa, en donde los espero yo, sentado en mi trono, para sentarlos conmigo, para compartir mi mesa.
Beban de mi copa, para que sean dignos de compartir mi banquete. Y yo les daré de comer y yo les daré de beber, para que abran sus ojos y vivan en la verdad, para que compartan conmigo y vivan en plenitud, para que derramen mi misericordia cumpliendo mis mandamientos y vivan en santidad, para que vivan en mí y tengan vida eterna.
Amigos míos: con mis lágrimas derramadas han sido borrados los que me desconocieron ante los hombres, los que prefirieron las tinieblas a la luz, los que no creyeron en mí. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Y nadie sabe ni el día ni la hora. Ni los ángeles, ni el Hijo, tan solo el Padre. Pero, aun cuando no me ha llegado mi hora, yo cumplo los deseos de mi Madre, y me hago presente en cada uno de ustedes, mis sacerdotes, para darles de beber el mejor de los vinos.
Yo quiero asegurarme de que tengan las tinajas llenas de agua, exigiéndole a cada uno que haga lo que yo les diga, porque todos tienen derecho a ser servidos por verdaderos sacerdotes, así como yo no he venido a ser servido, sino a servir, y a dar la vida como rescate por muchos».
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Madre mía: tu alma fue traspasada por siete espadas de dolor, todas ellas relacionadas con tu misión de madre del Redentor. Los sufrimientos de tu corazón fueron distintos, pero buena parte de ellos se debieron a que tu sufrías personalmente las afrentas a Jesús.
Cómo habrás sufrido, sobre todo, por los desprecios recibidos por quien se había hecho hombre para la salvación de todos. Y tus lágrimas habrán corrido abundantemente cuando las veías también en los ojos de Jesús. No solo por el dolor de una madre ante los padecimientos del hijo, sino por las causas y las consecuencias de la afrenta, que ofenden gravemente a Dios.
Yo quiero ser un buen hijo tuyo. No quiero hacerte llorar, ni ofender a Jesús. Te pido, de modo especial, que me ayudes a tratarlo dignamente en la Sagrada Eucaristía, para reparar por mis pecados, y por los del mundo entero.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: mi Inmaculado Corazón sufre, traspasado de dolor, por la ingratitud y la incredulidad de los hombres, por el desprecio y la indiferencia a la Sagrada Eucaristía, y especialmente por los pecados de mis hijos, mis consagrados, mis más amados, mis sacerdotes.
Mi corazón se llena de angustia, y mis ojos de lágrimas, al verlos a algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, rodeados por sus enemigos, atrincherados, atacados y vencidos, porque están atribulados, confundidos, equivocados, mal heridos, débiles, resignados, tibios y ciegos.
Pero, además, son tercos y necios, y no se dejan ayudar, porque viven el vacío del destierro de Jesús de sus almas, que ustedes mismos han provocado por el pecado. Y, siendo sus amigos, se han alejado de su amistad, y viven en el desierto de sus propias pasiones, por no haber querido abrir sus corazones a la verdad.
Yo los busco con insistencia, y no descansaré hasta encontrarlos, porque una madre no puede olvidarse de los hijos de sus entrañas; y, aunque se olvidara, yo no me olvidaré.
Compadézcanme, y reparen mi Inmaculado Corazón, reparando con actos de amor el Sagrado Corazón de mi Hijo, que ya está muy lastimado por tantos actos de desamor.
Que sean actos de amor, con las catorce obras de misericordia, consiguiendo como fruto el acto de amor más grande que es la adoración a la Eucaristía, y que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad, el memorial de la muerte y la resurrección de mi Hijo, que dio su vida como rescate por muchos, porque nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
La Ciudad Santa de Dios es en donde Él reúne a su pueblo santo, en una sola familia. Yo los llamo a ustedes, mis hijos, los pastores del pueblo de Dios, para que reúnan al padre con la madre, a la madre con el hijo, al hijo con el padre.
Son ustedes, los sacerdotes, como el padre, la Iglesia como la madre, y los hombres de buena voluntad como el hijo, reunidos en una sola familia, reunidos en torno a la madre.
Yo soy la Madre de la Santa Iglesia, Madre de la familia, Madre de Dios. Es la misericordia de Dios que, por su brazo, reúne a los dispersos en una sola familia. Es la oración el lazo que une a la familia en un solo pueblo, por el que hace nuevas todas las cosas, el que reconstruye, el que salva, el que da vida, el que conduce a la paz, el que los reúne en una sola ciudad santa, la Nueva Jerusalén.
Yo quiero unir las voluntades de ustedes, mis hijos sacerdotes, en la voluntad de Dios y, por ustedes, a todos los hombres de buena voluntad, en un solo pueblo, en una sola familia, la gran ciudad Santa de Dios».
¡Muéstrate Madre, María!