17/09/2024

Lc 4, 14-22

48. FORTALECIDOS EN EL AMOR – PROFETAS DEL SEÑOR

10 DE ENERO O JUEVES DESPUÉS DE EPIFANÍA

Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 4, 14-22

En aquel tiempo, con la fuerza del Espíritu, Jesús volvió a Galilea. Iba enseñando en las sinagogas; todos lo alababan y su fama se extendió por toda la región. Fue también a Nazaret, donde se había criado. Entró en la sinagoga, como era su costumbre hacerlo los sábados, y se levantó para hacer la lectura. Se le dio el volumen del profeta Isaías, lo desenrolló y encontró el pasaje en que estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor.

Enrolló el volumen, lo devolvió al encargado y se sentó. Los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él. Entonces comenzó a hablar, diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”.

Todos le daban su aprobación y admiraban la sabiduría de las palabras que salían de sus labios.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: estabas en la sinagoga del pueblo que te vio crecer, pero nos cuenta el Evangelio más adelante que tus paisanos no te quisieron aceptar, a pesar de que tu fama se extendía por toda la región, y reconocían que se admiraban por tu sabiduría.

Tu Madre estaba dolida al ver cómo te trataban aquellas personas que habían sido tus amigos durante tantos años; y no se diga tus parientes, que te conocían bien, y que seguramente te estimaban mucho, porque no serías un muchacho cualquiera del pueblo, sino alguien especial, muy querido de todos.

Pero María sufría y se unía a ti dándote el consuelo que necesitabas en ese momento.

Los sacerdotes sabemos también de desprecio, incluso entre nuestros familiares, amigos y conocidos, porque el sacerdote, como tú, es signo de contradicción.

Tú nos pides dejar todas las cosas, negarnos a nosotros mismos, y tomar la cruz de cada día. Sabemos que esos desprecios son parte de nuestra cruz, pero nos cuesta.

Ayúdanos, Jesús, a aceptar esa cruz con alegría.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: yo los llamo para que lo dejen todo, para que tomen su cruz y me sigan. Pero en total libertad, para que sea por amor, para que dejen casa, madre, padre, hermanos, tierras, y me sigan, para que sean como yo, por amor.

 Mi llamado es un llamado de amor para amar, para entregarse conmigo por amor.

 No quiero sacrificios, no quiero que me sigan por compromiso o por miedo, no quiero que me sigan por conveniencia o por obligación.

 Quiero que me amen y que amen con mi amor, porque es así como todo lo pueden, todo lo soportan, todo lo alcanzan.

 El que tiene amor nada le falta. Yo soy el amor.

 Con este amor se fortalece la entrega de cada uno de los llamados, de los elegidos, de mis más amados, para que me abran su corazón, para que me reciban y se entreguen como me entrego yo; para que, cuando los persigan, sigan caminando; para que, cuando los callen, se siga escuchando mi voz; para que, cuando sean débiles, entonces sean fuertes.

Mis amigos: la santidad está en el amor, y es para todos. Procuren esta santidad en su propia casa, y llévenla al mundo entero, porque mi amor es para todos.

 Quiero que ustedes, mis pastores, me conozcan, para que me amen y sean santos según su vocación: sacerdotes del pueblo de Dios y Cristos en el mundo, vocación al amor.

Que se entreguen como yo, amando hasta el extremo.

 Yo me vuelvo a entregar todos los días, todo el tiempo, en un único sacrificio, en cada consagración, en cada Eucaristía, confiado en su voluntad, abandonado en sus manos, entregado en sus labios, como profeta en mi propia tierra, totalmente expuesto para ser aceptado o rechazado, para ser amado o para ser odiado, para ser adorado o repudiado, para ser abrazado o crucificado, amando hasta el extremo, entregándome por cada uno, para recuperarlos a todos.

Algunos de ustedes, mis amigos, están confundidos. Suben al púlpito y predican mi palabra, pero no la escuchan, y enseñan los mandamientos de la ley, pero no los cumplen.

 Y pretenden construir el Reino de los Cielos en la tierra con becerros de oro, y luego descansar, comer, beber y darse la buena vida. ¡Insensatos!

¿Acaso no saben que nada les pertenece, que no pueden dar lo que no tienen ni regalar lo que no es suyo, y que de nada les servirán sus bienes?

¿Acaso no saben que yo dejé la gloria de mi Padre y vine al mundo para nacer desnudo, en medio de la pobreza del mundo y en la fragilidad humana, para que se viera que en medio de una vida ordinaria es en donde yo me entrego, para darles, por mi cruz, la salvación, para que, por mi misericordia, alcancen la riqueza del Reino de los Cielos?

¿Acaso no saben que, así como nací también morí, desnudo, sin gloria, derramando mi sangre hasta la última gota, para pagar, como rescate por cada uno de los hombres, el valor de mi propia vida?

¿Acaso no saben que el valor de mi propia vida es el valor del único hijo del único Dios verdadero? Tanto así vale cada uno de los hombres para Dios.

 ¿Acaso no saben que, con mi muerte y mi resurrección, he ganado la vida para cada uno de los hombres y en cada hombre un hijo para Dios?

Algunos dicen: ‘soy rico, me he enriquecido y nada me falta’.

¿Acaso no se dan cuenta que son unos desgraciados, dignos de compasión, pobres, ciegos y desnudos?

Yo les digo que me compren oro acrisolado al fuego, para que se enriquezcan, y vestidos blancos para que cubran su desnudez, y colirio para que se unten en los ojos y vean.

Amigos míos: yo a los que amo los reprendo y los corrijo.

Yo quiero que conozcan la verdad, que me conozcan a mí, para que desnuden sus vidas de la mentira y del pecado; para que mueran al hombre viejo y se revistan con la verdad; para que pongan todo su corazón en los bienes del cielo y no en los de la tierra; para que, empobreciendo el espíritu, enriquezcan la pobreza de su corazón con mis tesoros, y vivan, y sean perfectos, como hombres nuevos, a imagen y semejanza de Dios».

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Madre mía: tú ya sabías que aceptar ser la madre del Mesías implicaría mucho sufrimiento. Y no era precisamente un sufrimiento físico, sino el dolor que te causaban los malos tratos a tu Hijo, por parte de aquellas personas que no lo reconocieron como el Mesías, el Hijo de Dios.

Y te dolió de manera especial que en su propio pueblo lo despreciaran. Pero sabías que la misión de tu Hijo era anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos. Y eso implicaba contradicción, sobre todo causada por los que permanecían cautivos de sus miserias.

Madre, ayúdame a saber aprovechar mejor la sabiduría de las palabras de Jesús, para poder liberarme así de la cautividad de mis miserias y servir a Dios con la totalidad del amor de mi corazón.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos sacerdotes, esto guardo en mi corazón: las espinas de dolor que mi Hijo ha cambiado por pétalos de flor.

Y me ha llenado de rosas rojas, como su sangre. Son mis hijos sacerdotes.

A mí me ha dado los pétalos, y a ustedes las espinas en sus corazones.

Pétalos para ungirlos con perfume desde mi corazón de madre, y espinas que mantienen heridos sus corazones de Cristo.

Es Cristo ungido, crucificado y coronado con espinas el rostro revelado de Dios Padre a los hombres, rostro del dolor causado por su magna creación, creatura a su imagen y semejanza, cautiva por el pecado.

Es el Hijo enviado por el amor del Padre a manifestarse a los hombres, derramando su misericordia, lavando con su sangre el pecado, liberando a los hombres.

Es el hombre cautivo de sus miserias, necesitado de la sangre de Dios, para ser liberado de su cautiverio constante.

Y el Hijo nació con el corazón herido, porque era el corazón de Dios haciendo visible su dolor.

Y ese sufrimiento, causado por las heridas de los pecados de los hombres, lo llevaba mi Niño recién nacido, clavado como espinas en su corazón.

Heridas que dolían, mientras Él crecía en estatura y en sabiduría, mientras entendía el sufrimiento del hombre por sus miserias, y el sufrimiento de Dios por los hombres.

Y las espinas crecieron, mientras crecía su corazón, transformando el dolor en amor, con la misericordia que brotaba de sus heridas.

Y enseñó a los hombres lo que es amar a Dios, por medio de los hombres, amando a los hombres, entregando su voluntad a Dios.

Y enseñó a los hombres que Dios los amó primero, y que Dios es el amor.

Y reveló a los hombres el rostro de Dios hecho hombre, por la palabra que salía de su boca: el Mesías, el Rey libertador de los pueblos, había nacido en Belén, criado en Nazareth y era la luz para el mundo.

Pero el mundo no lo recibió, y lo rechazó, y no reconoció en el dolor de Cristo, el rostro de Dios.

Entonces hizo crecer estas rosas, y en sus tallos las espinas.

Las rosas para ungir a su pueblo, las espinas para herir y abrir los corazones.

Y el mundo recibió la luz, desde el corazón de Dios, por medio de estas flores, plasmando la imagen del Corazón de la Santa Iglesia en el pecho de mi hijo Juan Diego, el más pequeño, manifestando así el amor de la Madre de Dios a todos los pueblos del mundo entero».

¡Muéstrate Madre, María!