17/09/2024

Lc 7, 11-17

81. MADRES ESPIRITUALES DE SACERDOTES – LEVANTARSE Y HABLAR

DOMINGO DE LA SEMANA X DEL TIEMPO ORDINARIO (C)

Joven, yo te lo mando: Levántate.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 7, 11-17

En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.

Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Acercándose al ataúd, lo tocó, y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces Jesús dijo: “Joven, yo te lo mando: Levántate”. Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.

Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”. La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tú te compadeciste de aquella mujer que lloraba porque su único hijo estaba muerto, y pienso en esas mujeres, madres espirituales de sacerdotes, que lloran también por la muerte de sus hijos; muertos por el pecado, por la infidelidad a sus compromisos, porque han perdido la gracia y necesitan resucitar. Esas lágrimas de madre conmueven tu corazón, e imagino que también les dices “no llores”; y al sacerdote: “yo te lo mando ¡levántate!”.

Yo, sacerdote, tengo tus mismos sentimientos, y también compadezco a tu Madre, al contemplarla llorando al pie de la Cruz, porque su único Hijo ha muerto. Me duele el Hijo, y me duele la Madre.

Aquel muchacho comenzó a hablar, y luego se lo entregaste a su madre. Eso es lo que quieres de nosotros, tus sacerdotes: que hablemos, que transmitamos tu palabra, no solo con la boca, sino con nuestra fe puesta en obras.

Y también nos entregas a la Madre. Esas madres espirituales son la presencia viva de Santa María, fortaleciendo al sacerdote con sus lágrimas, con su oración intensa, para que cumpla bien con su misión.

Ahora quiero yo acompañarte a ti, y adorar tu cuerpo y tu sangre, que ya no están en la cruz, y no estás muerto; estás en mis manos, y estás vivo. No es solo tu cuerpo y tu sangre, sino también tu alma y tu divinidad. Eres Cristo resucitado y vivo, en forma de pan y de vino: eres Eucaristía.

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«Sacerdotes míos: así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tenía que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en mí tenga vida eterna.

Levantado para ser exaltado en la Cruz, y así ser levantados todos los hombres, haciéndolos parte de un solo cuerpo y un mismo espíritu, para cumplir la voluntad del Padre y salvar a todos los hombres que Él me dio, para que ninguno se perdiera, salvo el que había de perderse para que se cumpliera la Escritura. Y que sean uno como mi Padre y yo somos uno, mi Padre en mí y yo en Él, que ellos también sean uno en nosotros, para que los santifique en la verdad, que es su Palabra, y el mundo crea que Él me ha enviado.

Pero no todos han permanecido.

Acompañen ustedes a mi Madre al pie de la Cruz, y contemplen su rostro, para que tengan sus mismos sentimientos y la compadezcan, para que con ella intercedan por sus hijos ante mí.

Las lágrimas de tantas mujeres con corazón de madre son preciosas para mí.

Son lágrimas de madre, que conmueven y consiguen.

Son lágrimas irresistibles al Padre, que concede lo que le piden, porque son lágrimas de amor de madre, que interceden por la vida del hijo muerto. Y Él manda: “levántate”, y el hijo se levanta, y habla, para que su pueblo escuche.

Contemplen a mi Madre, y descubran en sus lágrimas la verdad: no llora solo por mí, porque en la fe de mi resurrección está puesta su esperanza, cuando el Hijo resucite y se levante. Llora por ustedes y por todos los que yo le he dado. Suplica misericordia para que aquellos que forman parte de mi cuerpo crucificado, formen también parte de mi cuerpo resucitado.

Ella llora por sus hijos al pie de su único Hijo muerto, porque en Él han sido incluidos todos.

A ustedes yo les mando: ¡levántense y hablen!, para que lleven la vida a través de mi palabra, que les he enseñado, no con sabiduría humana, sino enseñada por el Espíritu, para que la entiendan no los hombres naturalmente, porque no las pueden entender, sino los hombres de espíritu, que tienen la mente de Cristo».

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Madre mía: conmueve leer en el santo Evangelio que Jesús, al ver las lágrimas, se compadeció de aquella mujer que perdió a su hijo único. Y pienso en tus lágrimas al pie de la Cruz, que no te ahorró aquel Hijo único que también iba a morir.

Tú llorabas al verlo con sus manos y sus pies crucificados, totalmente desnudo del mundo, pero vestido de sangre. Con heridas por todo su cuerpo y unas ramas con espinas que se le habían clavado alrededor de su cabeza.

Luego viste su costado abierto y su corazón quieto, que ya no latía. Sus ojos ya no te veían, porque ya no tenía vida, estaba muerto. Era su carne inmolada y era su sangre totalmente derramada, pero su alma no estaba: lo había entregado todo, hasta su espíritu.

Contemplo tu rostro destrozado de dolor; esos ojos llenos del más puro amor, de los que brotan muchas y preciosas lágrimas, que consiguen conmover el corazón de Dios, implorando la misericordia del Padre para los hijos que acabas de recibir a través de tu Hijo, que ha sido elevado y acaba de morir, entregando la vida por su propia voluntad, para la salvación de todos los hombres.

Contemplo expuesto tu corazón, atravesado por siete espadas de dolor, y se conmueve mi corazón, mientras lloro agradecido, por la resurrección de Jesús, y por habernos dejado tu presencia viva de madre, acompañándome para cumplir mi misión.

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«Hijos míos, sacerdotes: compartan mi sufrimiento, pero también compartan mi alegría, porque mi Hijo ha vencido a la muerte. Dios lo resucitó y lo exaltó como el Salvador, para conceder a su pueblo la conversión y el perdón de los pecados.

Y el mismo que vivió entre los hombres, murió entre pecadores, resucitó de entre los muertos, y ha subido al cielo.

Yo misma y mis hijos, los apóstoles y discípulos de Jesús, hemos sido testigos de todo esto, y también el Espíritu Santo, que se le ha dado a los que le obedecen.

Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos. Y para que toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor, para la gloria de Dios Padre.

Las madres espirituales de sacerdotes han sido llamadas para acompañarme, entregando su vida a Dios, en medio del mundo, para que su vida, que es como perfume valioso, sea una ofrenda para mi Hijo, derramando sobre Él sus lágrimas, que son como ungüento para sus heridas, y nunca un despilfarro, sino una ofrenda de amor al Padre, que yo ofrezco con mi oración suplicante y mis lágrimas de intercesión, por la renovación de las almas de mis hijos sacerdotes, y su conversión, para una vida en santidad, a través de la entrega de ellas por sus hijos espirituales, y con ellos por el cuerpo de Cristo, que es la Santa Iglesia, del cual Él es cabeza, y todos y cada uno son sus miembros.

Y a cada uno lo ha puesto en su lugar, según la vocación y los fines que les ha dado. Mi Hijo quiere derramar la gracia, y guiar y acompañar a sus miembros más sagrados: los sacerdotes y las madres de familia, de quienes depende la unidad y la armonía de todo el cuerpo, porque las gracias se derraman de arriba hacia abajo».

 

VII, n. 19. LÁGRIMAS DE MADRE - LEVANTARSE Y HABLAR

EVANGELIO DE LA FIESTA DE SANTA MÓNICA

Joven, yo te lo mando: Levántate.

Del santo Evangelio según san Lucas: 7, 11-17 

En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.

Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Acercándose al ataúd, lo tocó, y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces Jesús dijo: “Joven, yo te lo mando: Levántate”. Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.

Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”. La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tú te conmoviste al contemplar las lágrimas de aquella mujer, al grado de que no dudaste en devolverle a su hijo con vida, aunque ella no te lo pidiera expresamente. Te lo pidió con la voz del amor y del dolor.

Cuando pensamos en santa Mónica es inevitable pensar en su hijo, san Agustín, y en aquellas lágrimas que movieron tu corazón para concederle la gracia de su conversión, diciéndole lo mismo que al hijo de la viuda de Naím: “joven, yo te lo mando, levántate”.

Quiero imaginarme aquellas conversaciones que tuvieron ellos dos a propósito de ti. Ella le decía que tú eres el modelo, el camino, la verdad y la vida; que tenía que conocerte más para encontrar esa felicidad que tanto anhelaba Agustín.

Pero él la buscaba en aquellas cosas que, si no estuvieran en ti, nada serían. Y se llenaba de cosas del mundo que no lo satisfacían, pero se negaba a convertirse.

Las lágrimas de su madre, fruto del gran amor que sentía por su hijo, y del dolor causado por el sufrimiento de pensar en el peligro que tenía Agustín de perder su alma, fueron suficientes no solo para conceder la gracia de su conversión, sino de convertirlo en el gran santo que ahora la Iglesia venera.

Señor, yo también necesito convertirme. Y quiero también ser un gran santo, porque esa es la vocación a la que me has llamado. Y me alegra saber que también cuento con una Madre que pide esa gracia para mí, y que con sus lágrimas obtiene todo lo que desea.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote, amigo mío: ¿estás lleno de ti? Conviértete.

¿Estás lleno de las cosas del mundo? Conviértete.

¿Estás atado a alguien en el mundo? Conviértete.

¿Te sientes solo? Conviértete.

¿No puedes resistir la tentación? Conviértete.

¿No encuentras el sentido de tu vocación? Conviértete.

¿Actúas sin amor? Conviértete.

¿Prácticas tu ministerio en la apatía? Conviértete.

¿Tienes miedo? Conviértete.

¿Te falta celo en tu apostolado? Conviértete.

¿Sientes frío en tu corazón? Conviértete.

Pero no podrás solo, porque la conversión de tu corazón depende de Dios. Pero Dios no convierte tu corazón si tu voluntad no se lo permite.

Pídele al Padre venir a mí.

Pídele al Espíritu Santo sus dones.

Pídeme a mí vaciarte de ti, para llenarte de mí. Y luego abandónate en mis brazos y confía en mí.

Es fácil ser escuchado por el ruego de una Madre. Pide a mi Madre –que por mí es también tu Madre–, que me pida tu conversión, porque es Ella la mediadora, es ella la intercesora, que se compadece cuando ya no tienen vino. Y es muy grato para mí complacer a mi Madre.

Ella te ha dado almas que oran por ti, por tu conversión, para tu salvación y la de muchas almas. Ora por ellas, que también son madres, para que sus ruegos sean escuchados, para que por sus méritos merezcas tu conversión y la santidad de ellas.

Entra en el ciclo del amor, orando, ofreciendo y entregando tu vida por los que hacen lo mismo por ti, amar, ser amado, recibir amor, para volver a amar.

Es por tu voluntad que decides permanecer en el círculo infinito de la entrega de amor conmigo, que enciende tu corazón en el calor de mi amor, o salir y permanecer vacío y frío.

Reconoce tu pequeñez, para que reflejes mi grandeza.

Reconoce tu debilidad, para que luches con mi fuerza.

Reconoce tu flaqueza, para que resistas con mi fortaleza.

Reconócete nada, para ser todo conmigo.

Conviértete a mí. Vive en mí. Déjame vivir en ti.

Entonces serás perseguido, y serás tentado hasta la muerte, como yo, pero resistirás, y permanecerás en la perseverancia del amor conmigo hasta la muerte, y yo te daré la vida eterna.

Sacerdote, amigo mío, conviértete, es tiempo.

Es conversión dejarlo todo, tomar la cruz y seguirme.

Es conversión entregar la voluntad para hacer la voluntad del Padre.

Es conversión morir al mundo para resucitar conmigo.

Pero la conversión requiere de la voluntad del hombre: voluntad de amar, y por amar morir, y por morir vivir.

Es entonces cuando el Padre transforma el corazón de piedra en corazón de carne.

Es entonces cuando ustedes, mis amigos, se entregan completamente a mí, para abandonarse en mí, para recibir mi amor y amarme con ese amor.

Es entonces cuando deciden colocar sobre sus cabezas la corona de la amargura de mi pasión.

Es entonces cuando se vacían de sí mismos para llenarse conmigo.

Es entonces cuando el amor los invade, y la promesa de la vida eterna y de todos los tesoros que yo tengo para ustedes no son tan anhelados como evitar mi sufrimiento.

Y me piden sufrir y morir conmigo.

Yo les entrego las espinas de mi corona, clavadas en su corazón, para que compartan conmigo el dolor de mi Sagrado Corazón.

Es entonces cuando la fuerza del amor los mantiene en la perseverancia, para alcanzar la muerte y la resurrección en mí, para vivir en mí como yo vivo en ustedes, y permanecer en la unión de corazones, que da fruto y genera más conversiones».

+++

Madre mía: tus preciosas lágrimas son irresistibles para Dios. Pienso, sobre todo, en aquellas que derramaste al pie de la cruz de Jesús, uniéndote a los sufrimientos de tu Hijo, pidiéndole por la conversión de todos los hombres.

Y pienso también en aquellos otros momentos, cuando se cumplió en ti la profecía del anciano Simeón, de que una espada de siete filos atravesaría tu alma.

Pienso ahora en esas lágrimas que sigues derramando por la conversión de todos los hombres, y confío en que Dios te concede todo lo que le pides, en su infinita misericordia.

Yo me acojo a esas lágrimas de dolor, de súplica, de pena, de perdón, de compasión, de duelo, de desolación y de consuelo. A tus lágrimas de madre, para que intercedas por mí, pidiendo la gracia de mi conversión.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijo mío, sacerdote: yo le pido al Padre por tu conversión, por los méritos de la Pasión y Muerte de mi Hijo Jesús. Escucha mi plegaria:

“Señor mío y Dios mío, tú que has mirado la humildad de tu esclava, mira ahora y compadécete de mí y de cada una de mis lágrimas, derramadas por cada gota de la preciosa sangre de mi Hijo derramada en la cruz, por cada herida causada por cada uno de los hijos que tú me diste.

Me duelen ellos y me dueles tú.

Mira la humillación de tu Hijo.

Él, por quien fueron creadas todas las cosas.

Él, que en el principio estaba junto a ti, que todo se hizo por Él, y sin Él nada se hizo.

Él, que fue enviado por ti para dar la vida, y con su vida dar vida a los hombres.

Él, que llamó y eligió a cada uno de sus siervos para que dejaran todo, para que tomaran su cruz y lo siguieran para compartir su misión, porque desde antes de formarlos en el vientre Él ya los conocía. Y no los llamó siervos, los llamó amigos, porque todo lo que oyó de ti se los dio a conocer.

Él, que trajo tu misericordia al mundo para servir a los hombres.

Él, que obró milagros y expulsó demonios, que curó enfermos y perdonó pecados, que se sentó en la mesa de pecadores, que convirtió corazones y resucitó muertos.

Él, que fue traicionado por un amigo con un beso.

Él, que fue golpeado, flagelado, burlado, que soportó la humillación de tu pueblo y puso la otra mejilla.

Él, que es el justo y fue injustamente juzgado, considerado como el peor de los reos, merecedor de muerte.

Él, que fue rechazado, calumniado, abucheado, condenado a cargar su propia cruz y caminar hasta el Calvario.

Él, que siendo de condición divina no codició ser igual a ti, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de esclavo, asumiendo la naturaleza humana.

Él, que se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.

Él, que demostró amar como lo amas tú, porque nadie tiene un amor tan grande que el que da la vida por sus amigos.

Él, que es fuente de agua viva.

Él, que es tu verdad revelada a los hombres.

Él, que ha amado hasta el extremo y se ha quedado en Eucaristía, como alimento de vida eterna para los hombres.

Él, que ha sido abandonado por sus amigos, porque la tentación y el miedo los domina.

Míralo a Él y mírame a mí.

Ten compasión de Él y ten compasión de mí.

Y mira que aquí hay uno que ha permanecido fiel, y por él me ha entregado a todos los hombres como hijos, y a ellos les ha dado a su Madre.

Mira sus lágrimas, y mira las mías, y, al menos tú, Señor mío y Dios mío, no nos abandones.

Envía Señor tu Espíritu y renueva la faz de la tierra.

Mira a mis hijos, los amigos de mi Hijo, a los que les has dado los dones y talentos para hacer las mismas obras que mi Hijo y aun mayores, a cada uno según tu voluntad:

  • los débiles del mundo;
  • los que lo han amado y luego lo han negado;
  • los que por miedo lo han abandonado;
  • los que lo han traicionado;
  • los que sufren por querer ser fieles a ti, y no pueden, porque luchan con sus propias fuerzas;
  • los que han endurecido sus corazones porque han descuidado el amor y se ha apagado su fe;
  • los que están muertos, y los que no nacen, porque los matan en el vientre de sus madres;
  • las vocaciones truncadas;
  • las vocaciones abandonadas;
  • los que no creen en Él, ni en los sacramentos;
  • los que causan las heridas más profundas al Sagrado Corazón de mi Hijo profanando su cuerpo en el altar, consagrando en pecado cometiendo sacrilegio, crucificando su carne, derramando su sangre sin darse cuenta, porque no conocen la verdad.

Ten compasión de ellos y ten compasión de mí, porque yo sufrí por ellos, por mi Hijo y por ti, por el dolor que me causa que se pierdan ellos, que lastimen a mi Hijo y que se alejen de ti.

Mira cada una de mis lágrimas, es gracia derramada por amor:

  • son lágrimas que brotan desde lo más profundo de mi corazón;
  • son lágrimas de dolor, de súplica, de pena, de perdón, de compasión, de duelo, de desolación y de consuelo;
  • son lágrimas irresistibles a tu bondad, porque suplican tu misericordia y tu perdón, porque son lágrimas que exponen la ternura del corazón, la pureza de intención, la entrega generosa, el deseo incontenible de cumplir tu voluntad, la expresión de los sentimientos del corazón, que desahogan el alma y exponen su belleza;
  • son lágrimas de Madre que sufre, que suplica, que pide perdón por los actos de los hijos que no merecen tu perdón, pero que mi Hijo se los ha merecido.

Mira la humildad de tu esclava, Señor, y glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti, derramando para ellos tu misericordia.

Acepta las lágrimas de mis ojos, que son lágrimas también de alegría, de una madre que agradece por la conversión de cada uno de sus hijos, que está en el conocimiento de la verdad que les es revelada por el Espíritu Santo.

Acepta las lágrimas de mis ojos por la conversión de cada uno de mis hijos sacerdotes, por amor a ellos, por amor a Cristo”».

¡Muéstrate Madre, María!

 

5. MADRES ESPIRITUALES DE SACERDOTES – LEVANTARSE Y HABLAR

EVANGELIO DEL MARTES DE LA SEMANA XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO

Joven, yo te lo mando: Levántate.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 7, 11-17 

En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.

Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Acercándose al ataúd, lo tocó, y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces Jesús dijo: “Joven, yo te lo mando: Levántate”. Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.

Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”. La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tú te compadeciste de aquella mujer que lloraba porque su único hijo estaba muerto. Y pienso en esas mujeres, madres espirituales de sacerdotes, que lloran también por la muerte de sus hijos; muertos por el pecado, por la infidelidad a sus compromisos, porque han perdido la gracia y necesitan resucitar. Esas lágrimas de madre conmueven tu corazón, e imagino que también les dices “no llores”; y al sacerdote: “yo te lo mando ¡levántate!”.

Yo, sacerdote, tengo tus mismos sentimientos, y también compadezco a tu Madre, al contemplarla llorando al pie de la cruz, porque su único Hijo ha muerto. Me duele el Hijo, y me duele la Madre.

Aquel muchacho comenzó a hablar, y luego se lo entregaste a su madre. Eso es lo que quieres de nosotros, tus sacerdotes: que hablemos, que transmitamos tu Palabra, no solo con la boca, sino con nuestra fe puesta en obras.

Y también nos entregas a la Madre. Esas madres espirituales son la presencia viva de Santa María, fortaleciendo al sacerdote con sus lágrimas, con su oración intensa, para que cumpla bien con su misión.

Ahora quiero yo acompañarte a ti, y adorar tu Cuerpo y tu Sangre, que ya no están en la cruz, y no estás muerto; estás en mis manos, y estás vivo. No es solo tu Cuerpo y tu Sangre, sino también tu Alma y tu Divinidad. Eres Cristo resucitado y vivo, en forma de pan y de vino: eres Eucaristía.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tenía que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en mí tenga vida eterna.

Levantado para ser exaltado en la cruz, y así ser levantados todos los hombres, haciéndolos parte de un solo cuerpo y un mismo espíritu, para cumplir la voluntad del Padre y salvar a todos los hombres que Él me dio, para que ninguno se perdiera, salvo el que había de perderse para que se cumpliera la Escritura. Y que sean uno como mi Padre y yo somos uno, mi Padre en mí y yo en Él, que ellos también sean uno en nosotros, para que los santifique en la verdad, que es su Palabra, y el mundo crea que Él me ha enviado.

Pero no todos han permanecido.

Acompañen ustedes a mi Madre al pie de la cruz, y contemplen su rostro, para que tengan sus mismos sentimientos y la compadezcan, para que con ella intercedan por sus hijos ante mí.

Contemplen a mi Madre, y descubran en sus lágrimas la verdad: no llora solo por mí, porque en la fe de mi resurrección está puesta su esperanza, cuando el Hijo resucite y se levante. Llora por ustedes y por todos los que yo le he dado. Suplica misericordia para que aquellos que forman parte de mi cuerpo crucificado formen también parte de mi cuerpo resucitado.

Ella llora por sus hijos, al pie de su único Hijo muerto, porque en Él han sido incluidos todos.

También las lágrimas de tantas mujeres con corazón de madre son preciosas para mí. Son lágrimas de madre, que conmueven y consiguen.

Son lágrimas irresistibles al Padre, que concede lo que le piden, porque son lágrimas de amor de madre, que interceden por la vida del hijo muerto. Y Él manda: “levántate”, y el hijo se levanta, y habla, para que su pueblo escuche.

Compadezcan conmigo a cada mujer con corazón de madre que llora por sus hijos acompañando a mi Madre. Lágrimas de amor que se funden en un solo deseo: la gloria de Dios. Gloria en cada uno de aquellos que he llamado como mis siervos. Pero no los he llamado siervos, los he llamado amigos.

Los he hecho uno conmigo, pero algunos me han abandonado, se han ido, han permitido que el pecado los lleve a la muerte, a pesar de que fueron llamados para ser configurados con la vida.

Amigos míos: yo los amo también a ellos. Llevo por cada uno en mi Corazón una profunda herida. Pero nada me duele más que las lágrimas de mi Madre, llorando por cada Cristo muerto.

Las voces de las mujeres con corazón de madre son escuchadas con especial atención por Dios Padre, y atendidas por Dios Hijo, por petición expresa de mi Madre. Pero las lágrimas de sus ojos, que provienen del amor, de la ternura de su corazón, son irresistibles para mí, son ofrendas unidas a los méritos de la omnipotencia suplicante, a quien nada le niega Dios.

Una sola debilidad tengo yo: la compasión de mi Corazón, que se derrama en misericordia para aquellos que aman a Dios. El Espíritu Santo, que es la manifestación del amor del Padre y del Hijo, corresponde con su gracia ante esa compasión, debilidad que se convierte en fortaleza ante el enemigo, que es destruido cuando mi Madre Inmaculada pisa su cabeza.

Yo soy la vida. He vencido la muerte. Nada impedirá que yo mismo devuelva la vida a quienes la tienen perdida, si tan solo veo derramada una lágrima desde el corazón de una madre que llora por amor por ellos.

A ustedes yo les mando: ¡levántense y hablen!, para que lleven la vida a través de mi Palabra, que les he enseñado, no con sabiduría humana, sino enseñada por el Espíritu, para que la entiendan no los hombres naturalmente, porque no las pueden entender, sino los hombres de espíritu, que tienen la mente de Cristo».

+++

Madre mía: conmueve leer en el santo Evangelio que Jesús, al ver las lágrimas, se compadeció de aquella mujer que perdió a su hijo único. Y pienso en tus lágrimas al pie de la cruz, que no te ahorró aquel Hijo único que también iba a morir.

Tú llorabas al verlo con sus manos y sus pies crucificados, totalmente desnudo del mundo, pero vestido de sangre. Con heridas por todo su cuerpo y unas ramas con espinas que se le habían clavado alrededor de su cabeza.

Luego viste su costado abierto y su corazón quieto, que ya no latía. Sus ojos ya no te veían, porque ya no tenía vida, estaba muerto. Era su carne inmolada y era su sangre totalmente derramada, pero su alma no estaba: lo había entregado todo, hasta su espíritu.

Contemplo tu rostro destrozado de dolor; esos ojos llenos del más puro amor, de los que brotan muchas y preciosas lágrimas, que consiguen conmover el corazón de Dios, implorando la misericordia del Padre para los hijos que acabas de recibir a través de tu Hijo, que ha sido elevado y acaba de morir, entregando la vida por su propia voluntad, para la salvación de todos los hombres.

Contemplo expuesto tu corazón, atravesado por siete espadas de dolor, y se conmueve mi corazón, mientras lloro agradecido, por la resurrección de Jesús, y por habernos dejado tu presencia viva de madre, acompañándome para cumplir mi misión.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

+++

«Hijos míos, sacerdotes: compartan mi sufrimiento, pero también compartan mi alegría, porque mi Hijo ha vencido a la muerte. Dios lo resucitó y lo exaltó como el Salvador, para conceder a su pueblo la conversión y el perdón de los pecados.

Y el mismo que vivió entre los hombres, murió entre pecadores, resucitó de entre los muertos, y ha subido al cielo.

Yo misma y mis hijos, los apóstoles y discípulos de Jesús, hemos sido testigos de todo esto, y también el Espíritu Santo, que se le ha dado a los que le obedecen.

Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos. Y para que toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor, para la gloria de Dios Padre.

Las madres espirituales de sacerdotes han sido llamadas para acompañarme, entregando su vida a Dios, en medio del mundo, para que su vida, que es como perfume valioso, sea una ofrenda para mi Hijo, derramando sobre Él sus lágrimas, que son como ungüento para sus heridas, y nunca un despilfarro, sino una ofrenda de amor al Padre, que yo ofrezco con mi oración suplicante y mis lágrimas de intercesión, por la renovación de las almas de mis hijos sacerdotes, y su conversión, para una vida en santidad, a través de la entrega de ellas por sus hijos espirituales, y con ellos por el cuerpo de Cristo, que es la Santa Iglesia, del cual Él es cabeza, y todos y cada uno son sus miembros.

Y a cada uno lo ha puesto en su lugar, según la vocación y los dones que les ha dado. Mi Hijo quiere derramar la gracia, y guiar y acompañar a sus miembros más sagrados: los sacerdotes y las madres de familia, de quienes depende la unidad y la armonía de todo el cuerpo, porque las gracias se derraman de arriba hacia abajo».

¡Muéstrate Madre, María!