18/09/2024

Lc 9, 43-45

18. MIEMBROS VIVOS DE LA IGLESIA – LECCIONES PARA HACERSE ÚLTIMO

EVANGELIO DEL SÁBADO DE LA SEMANA XXV DEL TIEMPO ORDINARIO

El Hijo del hombre va a ser entregado. – Tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 9, 43-45

En aquel tiempo, como todos comentaban, admirados, los prodigios que Jesús hacía, éste dijo a sus discípulos: “Presten mucha atención a lo que les voy a decir: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”.

Pero ellos no entendieron estas palabras, pues un velo les ocultaba su sentido y se las volvía incomprensibles. Y tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: en tu camino hacia Jerusalén vas preparando a tus discípulos para el momento de la cruz, e insistes en la importancia de ser entregado, morir y resucitar.

Era necesario que los Doce fueran columnas fuertes de tu Iglesia, de modo que había que hablarles claro y explicarles todas las cosas, para que asumieran sin dudar el riesgo de seguirte de cerca.

También les das lecciones de amor y de humildad, porque solo así serían columnas firmes. No tolerabas manifestaciones de soberbia. Ellos querían saber quién era el más importante. Se los dejaste claro: el primero tiene que ser el último, el servidor de todos.

Por eso el Santo Padre es el “siervo de los siervos de Dios”. Así deben ser, sobre todo, los que ocupan cargos de responsabilidad en tu Iglesia: servidores de todos.

Señor, soy consciente de que yo debo ser un miembro vivo, sano, fuerte, de tu Iglesia, que es tu cuerpo. ¿Cómo puedo de verdad servir bien a la Iglesia y mantenerme pequeño?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: ¿me aman?

Amigos míos: yo los amo.

Yo he querido demostrar mi amor de tal manera al mundo, que he puesto mi confianza en el corazón de cada uno de los hombres.

He decidido correr el riesgo de permanecer entregado y abandonado en sus manos, hasta el punto de esperar que crean en mí, aunque solo vean un trozo de pan.

He decidido correr el riesgo de ser ultrajado, despreciado por algunos, de permitir que cometan sacrilegios conmigo, porque el amor se demuestra en libertad, y en esa libertad el Espíritu Santo puede actuar y convertir los corazones, aun de aquellos hombres que se burlan de mí.

Corran conmigo el riesgo de hacerse últimos, para que sean conmigo primeros en el Reino de los cielos.

Corran conmigo el riesgo, entregando su vida como yo, para que crean en mí, arriesgándose al desprecio de algunos, que no creerán en ustedes.

Háganlo todo por amor de Dios. Eso es lo que debe haber en ustedes.

Corran el riesgo de escuchar mi voz para llevarla a los demás. Dejen que los vean. Yo les aseguro que, por ustedes, muchos incrédulos creerán en mí.

Yo los invito a derramar mi gracia como lluvia de agua viva, transformada en el mejor de los vinos, por petición de la más humilde creatura en el mundo, que jamás dudó de mí, y de que yo soy el Hijo único de Dios, engendrado en su vientre y en su corazón.

Ella, esclava del Señor, la última, es ahora la primera. A ella se deben. A ella me debo yo.

Que el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, a través de la compañía de mi Madre. Su nombre es María.

¡Corran el riesgo!

¡Vivan en mi locura!

¡Reciban el fuego que mantendrá la llama en su corazón siempre viva!

Sacerdotes de mi pueblo: ámenme con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente, y amen a su prójimo como a ustedes mismos.

Amen mi Cuerpo, amen mi Sangre, amen mi Alma, amen mi Divinidad.

Ámenme, mis amigos, de la misma forma, como Dios y como hombre.

Contemplen mi cuerpo. Amen mi cuerpo. Y así como aman mi cuerpo, amen mi Iglesia, porque es mi cuerpo.

Así como aman cada miembro de mi cuerpo y aman todo de mí, amen a mi Iglesia y amen a cada miembro.

Así como compadecen mis llagas, así compadezcan el dolor de mi Iglesia, que es doliente, enfermiza, despreciada, herida por la rebeldía de los hombres, inmolada por la culpa; pero inmortal, eterna, gloriosa, firme, segura, que todo lo puede y todo lo soporta, porque en ella está el amor que sana, que repara, que salva, que resucita y da vida, que hace nuevas todas las cosas.

La Iglesia es mi cuerpo. Los miembros son parte, yo soy cabeza. Y María es Madre.

Todos se ayudan, todos se afectan, porque todos son uno, una sola Iglesia, mi cuerpo y mi sangre, el cuerpo y la sangre de Cristo.

Sacerdotes míos: así como me han entregado su vida, den su vida por mi Iglesia».

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 Madre nuestra: tú eres Reina de la humildad y Madre de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, tu Hijo.

Por esa razón te preocupas de nosotros, tus hijos, miembros de la Iglesia, y, por eso, parte del cuerpo de tu Hijo; nos proteges de las asechanzas del demonio, y nos cuidas.

Te interesa especialmente que luchemos para ser humildes, porque solo así vamos a poder servir a tu Hijo eficazmente. Intercedes por nosotros, y sabes muy bien qué es lo que nos conviene.

 ¡Ayúdanos a ser miembros vivos y fuertes!

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes:

Así como el cuerpo de Cristo fue concebido humano y divino.

Así como el Verbo se hizo carne y habitó entre los hombres.

Así como enseñó, alimentó, cuidó, protegió y salvó a la humanidad con su vida, derramando su misericordia.

Así como fue tentado, perseguido, flagelado, burlado, juzgado, incomprendido, atacado, martirizado, inmolado, condenado, maltratado, desfigurado, herido, lacerado, desechado, odiado, ofendido, calumniado, coronado de espinas, crucificado.

Así como en tres días fue reconstruido, y su triunfo es para siempre.

Así es la Santa Iglesia, que es el cuerpo de Cristo.

Yo soy Madre. Yo cuido y protejo. Yo piso la cabeza de la serpiente, y el mal no prevalecerá sobre ella.

Pero los demonios están furiosos, porque no pudieron robar al niño que nació de mi vientre, y en cambio fue arrebatado hasta el cielo, y está en un trono, sentado a la derecha de su Padre, compartiendo su gloria.

Y me hizo Madre, y me hizo Reina del cielo y de la tierra, y el demonio no tiene poder sobre Él.

Y por Él no tiene poder sobre mí. Entonces hace la guerra a mis otros hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y dan testimonio de Jesús.

Yo soy Madre, y los cuido, y los protejo, como parte del cuerpo de mi Hijo. Cuido y protejo a la Santa Iglesia, y, a través de ella, Dios derrama su misericordia, como lo hizo a través de Cristo en la cruz.

Y la Iglesia es santa y misericordiosa, alimenta, da de beber, viste, acoge y asiste al peregrino, visita al enfermo y al preso, da santa sepultura a los muertos, da consejo, enseña, corrige, perdona, sufre con paciencia los defectos de los demás, ora por los vivos y por los muertos.

La Iglesia une, santifica y salva. Es el medio de salvación y el camino seguro que lleva a Dios, que une al Padre en filiación divina y los hace hijos y parte, en la Santísima Trinidad, en el Hijo, por el Espíritu.

Está constituida por los miembros que la integran, y en construcción continua, y reúne y renueva constantemente, y sana con la sangre de Cristo a los miembros enfermizos, que perjudican a los otros miembros, y santifica constantemente a los miembros que ayudan a los otros miembros, para generar una armonía en comunión.

Y es una, y es santa, católica y apostólica, como sus miembros deben ser. Un solo cuerpo, un solo pueblo santo, una sola religión católica, y una misma misión apostólica.

He sido coronada con doce estrellas, como doce son los pilares de la Iglesia, doce las naciones, doce los Apóstoles, que, con su sangre unida a la de Cristo, dieron inicio a la construcción de la Iglesia.

Hijos míos: si los miembros del cuerpo se enferman por la corrupción del pecado del mundo, por la soberbia y la maldad, la sangre del cuerpo –que es la sangre viva del Cordero, y que es conducida por los apóstoles, con su humildad y por la gracia de Dios–, los cura, los sana, los restablece, los renueva, los vivifica.

Pero si la maldad y la soberbia del mundo contaminan a los apóstoles que han sido llamados a ser los últimos, pero quieren ser los primeros, ¿cómo harán para que no se destruyan los miembros?

Ustedes han sido llamados por ser pequeños, para servir, y el que quiera servir, que se haga último. Porque, ¿quién es más grande, el que se sienta en la mesa o el que le sirve?

Mi Hijo está entre los que sirven.

Ustedes, mis hijos sacerdotes, son mis niños, y no saben pedir lo que les conviene. Y algunos se pierden jugando a ser grandes, porque no saben permanecer pequeños.

Manténganse reunidos en oración y no se distraigan, y todo lo que pidan en nombre de mi Hijo Jesucristo les será concedido. Porque al que pide se le da, el que busca encuentra, y al que toca se le abre.

Yo intercedo siempre por ustedes, para que pidan y reciban lo que les conviene».

¡Muéstrate Madre, María!