18/09/2024

Lc 9, 46-50

22. LA GRANDEZA DE SER PEQUEÑO – HACERSE PEQUEÑO

EVANGELIO DEL LUNES DE LA SEMANA XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO

El más pequeño de entre todos ustedes, ése es el más grande.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 9, 46-50 

Un día, surgió entre los discípulos una discusión sobre quién era el más grande de ellos. Dándose cuenta Jesús de lo que estaban discutiendo, tomó a un niño, lo puso junto a sí y les dijo: “El que reciba a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me ha enviado. En realidad, el más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande”.

Entonces, Juan le dijo: “Maestro, vimos a uno que estaba expulsando a los demonios en tu nombre; pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros”. Pero Jesús respondió: “No se lo prohíban, pues el que no está contra ustedes, está en favor de ustedes”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tú dices que el que reciba a un niño en tu nombre te recibe a ti. Y yo pienso en todas esas veces que te hiciste niño, te hiciste pequeño, que es cuando has demostrado mejor tu grandeza. Te hiciste hombre, te hiciste Eucaristía, te hiciste Cordero. Dios te hizo pecado, para salvarnos en la cruz.

Nosotros, tus sacerdotes, estamos configurados contigo. Debemos hacernos pequeños, hacernos niños, ofrecernos en sacrificio como tú, para que quien nos reciba a nosotros te reciba a ti y al que te ha enviado.

Ayúdanos, Jesús, a tener la humildad de reconocer que si queremos ser grandes debemos ser los más pequeños.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío, entrégate conmigo. Yo soy el principio y el fin. Yo soy el primero y el último. Yo soy el más pequeño y el más grande. No he venido a este mundo a ser servido sino a servir.

El que quiera ser el primero que sea el último. Porque los últimos serán los primeros en el Reino de los Cielos. El que sea el primero en este mundo, ya habrá tenido aquí su recompensa. En donde está tu corazón, ahí está tu tesoro.

He puesto a los ángeles al servicio de los hombres. ¿Te crees tú acaso superior a los ángeles?

Sacerdote: eres hombre de Dios, al servicio de los hombres, para conquistarlos, para perdonarlos, para alimentarlos, para traerlos a Dios.

Eres el más pequeño, pero el más grande de los guerreros en el ejército del Rey de los cielos. Manifiesta mi poder, manifiesta mi amor, manifiesta mi deseo por recuperar las almas para la construcción de mi Reino.

Defiende mi Reino, con las armas que te he dado y el poder que te ha dado el Espíritu Santo.

Defiende tu virtud, evitando la tentación que es ocasión de pecado. Mis ángeles te protegen, para eso te han sido dados.

Permanece en la virtud y libre de pecado, para que te entregues en el altar conmigo en un mismo sacrificio puro y santo, para que sean abiertas mis heridas y tú seas revestido con mi sangre, la sangre del Cordero que perdona, que redime, que salva.

En este sacrificio el pan no es solo pan y el vino no es solo vino. Es mi Carne y es mi Sangre, es mi Alma y es mi Divinidad. Es mi entrega en unión contigo, con los ángeles y los santos, y con todas las almas, en un mismo sacrificio ayer, hoy y siempre, para la unidad en un mismo cuerpo y en un solo Espíritu, hasta que vuelva. Y cuando vuelva ya no vendré vestido de sangre, sino vestido de gloria, para reclamar y tomar lo que es mío.

Hasta entonces, sacerdote mío, construye mi Reino, conquista a mi pueblo, defiende lo que es mío. Una sola familia, una sola Iglesia. Que nada se pierda, porque, cuando vuelva, no vendré con cruz, sino con espada; no demostraré mi pequeñez, sino mi grandeza; no vendré a ser derrotado, sino con la victoria, que con mi cruz y mi resurrección he ganado; no vendré por los pecadores, sino por los justos; no vendré a darle gloria al hombre sino a llevar al hombre a la gloria de Dios.

Y al pequeño y al justo se le hará justicia, por la misericordia de Dios. Pero el grande y el injusto serán arrojados al fuego eterno, en donde será el llanto y el rechinar de dientes, en donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.

Sacerdote: el que no está contra ustedes, está con ustedes, para la construcción del Reino de Dios.

Amigos míos: yo soy el primero y el último, el alfa y el omega, el principio y el fin. Quien cree en mí, vive en mí, y yo lo resucitaré en el último día, para la vida eterna.

Este es el rostro de Dios, a imagen y semejanza al cual han sido ustedes creados, para ser los primeros por haber sido los últimos.

Que su rostro me refleje, para que el mundo me vea.

Rostro que refleja la inocencia de un niño.

Rostro de joven, que refleja la vitalidad y la alegría.

Rostro de hombre, que refleja la sabiduría.

Rostro herido por el pecado del hombre, que refleja el sacrificio, el dolor y el amor, la entrega y el perdón.

Rostro que no se esconde ante la miseria del hombre.

Rostro glorificado, que refleja el poder de Dios que ha rescatado al hombre de la miseria, del pecado y de la muerte.

El que quiera ser el primero que sea el último, para que en su rostro me refleje yo.

Que sea la unidad entre ustedes el reflejo del amor. No pongan a prueba la ira de Dios, no reten al que es todopoderoso, porque el poder que les ha sido confiado por el Espíritu viene de Él, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado.

Ofrézcanse en sacrificio con un corazón contrito y humillado, dispuesto a ser convertido y encendido en el fuego de mi corazón. Así como mi Padre me ha enviado, así los envío yo a anunciar el Reino de los Cielos a todos los rincones del mundo. Que sea su rostro el reflejo del mío, para que los reciban, para que el que reciba a uno de ustedes a mí me reciba, y el que me reciba a mí, no me reciba solo a mí, sino también al que me ha enviado.

Sacerdotes, apóstoles míos: los he elegido bien, a todos y a cada uno. Han sido creados con corazón de carne, frágiles y sencillos, hombres para el mundo, elegidos para no pertenecer al mundo, pequeños entre los más pequeños, débiles entre los más débiles, con un gran potencial para el amor. Y a ustedes les he revelado mis cosas para hacerlos como yo, revestidos con el Espíritu Santo, para hacerlos fuertes y mantenerlos humildes.

Sean mansos y humildes de corazón y mantengan la sencillez en su actuar y en su obrar. Mantengan su pequeñez, para que reflejen mi grandeza. No sean como los poderosos, que llenan sus mentes y sus corazones del mundo, queriendo ser perfectos y cumpliendo la ley de los hombres.

Amen ustedes a Dios por sobre todas las cosas, y sean ustedes perfectos como mi Padre que está en el cielo es perfecto, y cumplan sus mandamientos, para que vivan en la virtud y manifiesten el amor que hay en ustedes, porque es en los corazones humildes en donde habito yo.

Amen al prójimo como yo les he enseñado. Impartan los sacramentos, administren mi misericordia, perdonen, absuelvan, hagan penitencia para reparar el desamor, entréguenme en cada hostia, en cada comunión; pero entréguense conmigo, para que sea yo mismo quien se dé, quien se comparta, quien alimente.

Manténganse en mi amor para que sean como niños, mis más pequeños, mis más amados, mis amigos, mis sacerdotes, y yo los haré participar de la gloria de mi Padre en la tierra como en el cielo».

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Madre nuestra: tenemos que reconocer que la tentación de ser grandes nos acecha con frecuencia. Y digo tentación porque no es raro que vaya acompañada de una falta de rectitud de intención. No se trata de darle gloria a Dios, sino que muchas veces es pura soberbia.

Es verdad que la vocación sacerdotal nos impulsa también a hacer cosas grandes por Dios, para llevar a muchas almas a Él. Es nuestro deber. Pero debemos cuidar la rectitud de intención. Que siempre esté presente la caridad, el amor a Dios y al prójimo. Y no pensar en nosotros mismos, mantenernos escondidos, hacernos pequeños, que solo Jesús se luzca.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: ayúdame a hacer siempre todo por amor de Dios. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijo mío: te amo, mi niño.

¿Quieres tener las cualidades de Jesús? Ten las cualidades de un niño, vive con la ilusión de ser grande. Esa es la mayor ilusión de un niño. Pero, para ser grande, debes ser como niño, manteniendo tu corazón suave, sensible, de carne, sin miedo de que sea lastimado, sin endurecerlo para no ser más herido. Permite que duela, no tengas miedo de llorar.

Hijo mío: dicen por ahí que los hombres no lloran. Como si llorar te quitara hombría, como si llorar te volviera débil, como si llorar estuviera mal. Pues yo te digo que a los niños sí se les permite llorar. Jesús lloró y permaneció siendo hombre, nada le pasó, pero expuso su alma de niño. No lloró por un capricho, sino por un verdadero dolor.

Siendo Dios, sintió la frustración de ser un hombre que no pudo reunir a sus amigos para protegerlos, porque entendió que es precisamente el regalo más grande que Dios al hombre le dio, su mayor tentación: la libertad que Dios le dio para amar, y el hombre la usó para pecar. Y con esa libertad Jesús lloró, y a mí a esos hombres que querían ser grandes, y endurecieron el corazón por la tentación del miedo, me entregó.

Solo uno junto a Él permaneció, el más pequeño al que todos llamaban niño, y que creció manteniendo su corazón de niño unido al corazón de su Maestro, teniendo sus mismos sentimientos. Por eso Jesús “el discípulo más amado” le llamó, y el mismo discípulo así lo escribió, no porque Jesús lo amara más que a los demás, sino porque entre ellos había una íntima unión de amor de niño, y junto a la cruz esa unión y ese amor se fortaleció, nunca pudo ser corrompido.

Y fui enviada yo a buscar a mis niños, los que se habían ido, para reunirlos. Y oré y lloré, supliqué y vino mi amado Esposo, el Espíritu Santo, a convertirlos, a devolverles un corazón de niño.

Un niño cree, un niño aprende, un niño acepta, un niño se adapta.

Un niño olvida lo malo, y conserva lo bueno.

Un niño confía en aquel que lo guía.

Un niño obedece, y a veces hace travesuras, pero no tiene malicia, son aventuras, locuras.

Un niño ama la vida, pero su corazón es frágil, si no se le cuida puede romperse.

Un niño necesita a su madre, y aquí estoy yo para protegerle.

A veces, aunque quisieras, las lágrimas en tus ojos no aparecen. Entonces llora para adentro, hijo mío. Sufre con tu Amigo, sufre conmigo por amor a Dios, por amor a los que lastiman su Sagrado Corazón, y pide perdón.

Pero permanece alegre. Un niño no pierde la sonrisa, después de llorar se contenta y aparece. Entonces se ve su alma brillar. Algunos de mis hijos sacerdotes quieren brillar por ellos mismos, quieren ser grandes haciendo obras grandes, y se olvidan de la caridad. Pues yo te digo, hijo mío, que esas obras no son para Dios agradables.

Las obras grandes se hacen con cosas pequeñas, poco a poco se construyen, y esas obras son las que valen la pena, en lo oculto, donde nadie las vea. Ahí brillan para Dios los pequeños, más que cualquiera.

Perseverancia. Pídanla, yo se las daré. Jueguen a ser grandes, pero no intenten crecer. Solo siendo pequeños puedo abrazarlos, protegerlos, besarlos, mantenerlos reunidos bajo la protección de mi manto.

Dios atiende a quien le suplica como un niño, llamando su atención con su llanto, como un bebé, que se comunica cuando necesita algo. Esos son sonidos inenarrables, que entiende muy bien el Espíritu Santo».

¡Muéstrate Madre, María!