26. COMPARTIR LA MISERICORDIA - RECIBIR MUCHO PARA DAR MÁS
VIERNES DE LA SEMANA XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO
El que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 10, 13-16
En aquel tiempo Jesús dijo: “¡Ay de ti, ciudad de Corozaín! ¡Ay de ti, ciudad de Betsaida! Porque si en las ciudades de Tiro y de Sidón se hubieran realizado los prodigios que se han hecho en ustedes, hace mucho tiempo que hubieran hecho penitencia, cubiertas de sayal y de ceniza. Por eso el día del juicio será menos severo para Tiro y Sidón que para ustedes. Y tú, Cafarnaúm, ¿crees que serás encumbrada hasta el cielo? No. Serás precipitada en el abismo”.
Luego, Jesús dijo a sus discípulos: “El que los escucha a ustedes, a mí me escucha; el que los rechaza a ustedes, a mí me rechaza y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”.
Palabra del Señor.
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Señor Jesús: aunque esas palabras tuyas de condenación por no haberse arrepentido las diriges a ciudades concretas, ya sabemos que la salvación o condenación es personal, en función de la correspondencia a la gracia.
Lo que sí me queda claro, Jesús, es que pides más a los que les das más, y eso lo mencionas de diversas maneras en tu predicación.
A mí, sacerdote, me has dado mucho. Y por eso esperas mucho de mí. Esperas que sea santo, porque para eso me has llamado, y esperas que te lleve muchas almas al cielo. Esperas mucho fruto de mí. Yo te pido: ¡ayúdame!
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: mi misericordia se derrama primero a los que he amado primero, para que ellos vayan y la administren, y la entreguen como yo.
Pero ¡ay de aquel que recibe y no entrega!; que es testigo de la verdad y no da testimonio; que es amado, pero que no ama; que conoce el camino, pero no cree, y no espera, y no adora, y no ama.
¡Ay de aquel que recibe mi misericordia y no la vive, y no la demuestra, y no la comparte! Habrá un juicio en el que por sus actos serán juzgados.
Mi misericordia es tan grande que llegará hasta los más lejanos, pero no a los que ya se les ha entregado y no la han valorado. Serán sus actos y su fe por lo que serán salvados.
Yo te envío a dar testimonio de tu fe y de mi misericordia, a compartir mi Palabra y a vivir en la Verdad.
Sacerdotes míos, pastores, amigos: ustedes son los que yo he amado primero. Ustedes son los que yo he enviado primero a proclamar mi Reino. Lleven mi Palabra, pero vivan en la Verdad. Yo soy la Palabra, yo soy la Verdad, yo soy la Vida.
Practiquen mi justicia, pero derramen mi misericordia. Vayan sin miedo, pero teman a Dios. Actúen con benevolencia, que por sus actos serán juzgados. Realicen actos de amor, que es, por amor, mi misericordia mayor a mi justicia.
Pero si alguno de ustedes dice que no me conoce, entonces yo tampoco lo conoceré en el último día.
¡Ay de aquel que tiene oídos para oír, y oye, pero cierra sus oídos!
¡Ay de aquel que tiene ojos para ver, y ve, pero cierra los ojos!
¡Ay de aquel que tiene mi Palabra en su boca, y no habla!
¡Ay de aquel que ha sido elegido y escogido, pero se olvida de mí! Más le valdría no haber nacido.
Está escrito que al que pide se le dará, y el que busca encontrará, y al que llama se le abrirá. Pero yo les pido y no me dan, yo los busco y no los encuentro, yo los llamo y no me abren. Yo estoy a la puerta y llamo.
Yo les digo que les haré justicia pronto. Pero, cuando venga, ¿encontraré la fe sobre la tierra?
Yo les envío mi Palabra para que aumenten su fe, para que crean en mí y se conviertan. De eso, a ustedes les pediré cuentas. Pero no los envío solos, los envío con mi Madre. Y no los envío con sus propias fuerzas. Yo les digo que mi fortaleza se realiza en su debilidad.
Son muy grandes los milagros que Dios realiza en las manos de ustedes, mis amigos, todos los días en el altar. El milagro más grande soy yo mismo, bajado del cielo, para alimentarlos a ustedes y para alimentar a mi pueblo, con el alimento de vida eterna. Para que, alimentados con el Pan de la vida, reciban la gracia para convertir sus corazones y unirlos en mí. Y de esto a ustedes se les pedirán cuentas.
Ustedes deben “querer querer” el cielo, desearlo como su mayor anhelo. Pero deben saber que, para subir al cielo y permanecer, hay que caminar primero conmigo en medio del mundo, llevándome a los demás, para traer consigo muchas almas al cielo.
Amigos míos: tengo sed. Yo compartiré mi sed con ustedes, para que ansíen beber del agua de mi manantial, para la conversión del corazón de cada uno.
La misericordia de Dios es más grande que su justicia. Yo he venido al mundo a traer misericordia, y ha sido derramada en la cruz, para que quienes la reciban la lleven a otros.
Mi misericordia es primero para ustedes, porque yo soy compasivo y misericordioso, y me compadezco de sus persecuciones y sufrimientos, y de todo los libraré. Pero vendré de nuevo, y traeré conmigo la justicia.
Yo me entrego, y confío en las manos de ustedes, mis amigos. Y al que se le da mucho, se le pedirá mucho, y al que se le confió mucho se le pedirá más.
A ustedes les ha sido dado el milagro más grande, la revelación de Dios a los hombres: la Eucaristía. Yo les doy también la espada de doble filo, que es mi Palabra, para que abran sus corazones, permanezcan en mí y den mucho fruto. Porque separados de mí no pueden hacer nada.
El que no permanece en mí es arrojado fuera y se seca. Luego lo recogen y lo echan al fuego. El que cumple los mandamientos, ese permanece en mí y yo en él.
Yo les pido que me amen, me obedezcan, y me traigan almas, y yo les daré el cielo».
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Madre mía: pienso ahora en los relatos de tus apariciones, como en Fátima, en donde haces un llamado a la conversión, a la penitencia. Tus cuidados maternos necesariamente incluyen esas llamadas a volver a la casa del Padre.
Ayúdame, Madre, a vivir y transmitir eficazmente lo que tú nos pides, y a darme más cuenta de la realidad de mi Juicio particular al final de mi vida. Tengo una gran responsabilidad como sacerdote, y veo continuamente milagros a través de mis manos. Sé que ese juicio será riguroso, porque he recibido mucho, y yo quiero dar buenas cuentas a Jesús.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: son tantos los medios que les doy para que se acerquen, para que se arrepientan, para que se conviertan, para que vuelvan a Dios.
Son los sacramentales, como mi Escapulario, lo que les ofrezco para mantenerlos en el camino, para recordarles quiénes son: ustedes son los amigos de mi Hijo, sus hermanos, los hijos de Dios, mis hijos muy amados.
Pero aun así algunos no quieren ver y no quieren oír, y no quieren hablar y no quieren venir, no quieren voltear a verme.
La misericordia del Padre se derrama una vez y otra vez sobre ustedes, por la entrega, de una vez y para siempre, en sacrificio, de mi Hijo amado.
Yo les doy este tesoro: mi mansedumbre.
Mansedumbre para que cumplan con docilidad lo que Dios les pide.
Mansedumbre para corregir al que se equivoca, con humildad y paciencia, soportándose unos a otros con amor.
Mansedumbre para ser bienaventurados, porque los mansos de corazón heredarán la tierra.
Mansedumbre para que la Palabra de Dios sea recibida a través del cumplimiento de su ministerio.
Hijitos: acudan a mi auxilio y reciban mi ayuda, porque ¡ay de aquellos hijos sacerdotes míos que no se conviertan!
Acérquense a la luz, que es el fruto bendito de mi vientre, y que ilumina a las naciones. Permanezcan dispuestos a recibir la luz de Cristo, abriendo sus corazones a través de la oración, que es experiencia de Dios.
Expongan sus corazones para que transmitan el amor y la experiencia de Dios, llevando la luz a todas las naciones.
Yo intercedo, con el poder suplicante de mis lágrimas, pidiendo por la conversión de cada uno de ustedes, mis hijos sacerdotes.
Ustedes deben corresponder a la gracia del poder que tienen de bajar el pan vivo del cielo. Deben procurar continuamente abrir sus ojos para que vean los milagros que pasan por sus manos, para que crean que no deben perder ni un momento para corresponder a la gracia, compartiendo el tesoro de Dios que es el sacerdocio, cumpliendo bien su ministerio, tomándose su vocación muy en serio.
Muchos de ustedes dicen “no sé por qué Dios me envió, porqué me eligió; yo soy solo un muchacho, no soy digno…”, y se tienen compasión, en lugar de agradecer y de recurrir a la oración y a los sacramentos para recibir la gracia que renueve constantemente la entrega que hicieron a Dios, y que requiere una constante conversión, porque el sacerdote también debe luchar por llegar a Dios. Algunos caminan sin hacer distinción entre las ovejas y el pastor.
La sabiduría es un don del Espíritu Santo, y son pocos mis hijos sacerdotes los que reconocen ese don en sí mismos, porque es un don que se alimenta con la oración. Es sabio el que escucha y pone en práctica la Palabra de Dios, el que conoce a su Maestro y sabe que no puede ser más que Él, pero por la gracia divina sí puede ser como Él, y esa sabiduría bien aplicada convence, convierte, y conduce a las almas a Él. La suya primero, porque el sabio aprende que al Padre se llega a través del Hijo. El Hijo es Cristo, y Cristo es él.
El sacerdote es Cristo y sin Cristo las almas no pueden llegar al Padre. Por tanto, el sacerdote es responsable de unir a las almas en Cristo para llevarlas al Padre. De eso se tratará su juicio. El rigor del juicio de un sacerdote es así de grande, pero tienen la gracia de Dios y eso les basta, solo tienen que querer, solo tienen que creer, arrepentirse y convertirse en lo que verdaderamente el sacerdote es.
Cuando alguien ose preguntarles porqué están dispuestos a cumplir con esa responsabilidad, la respuesta es muy sencilla: dirán que su juicio se los demanda».
¡Muéstrate Madre, María!