48. NOCHE OSCURA DEL ALMA – PERDER PARA GANAR
EVANGELIO DEL DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
¿Para quién serán todos tus bienes?
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 12, 13-21
En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?”.
Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.
Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: ‘¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’. Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: son constantes tus llamadas al desprendimiento en el santo Evangelio. Nos adviertes del peligro que supone el apegamiento a las riquezas en esta vida. Son un obstáculo para poseerte a ti.
Hoy nos adviertes contra la avaricia: el deseo desordenado de acumular tesoros en la tierra. En esta lucha acudo a mi ángel de la guarda, cuya misión es custodiarme, conducirme por el buen camino, cuidarme y protegerme para llevar mi alma al cielo, ayudándome a acumular tesoros no en la tierra, sino en el cielo, viviendo desprendido. Y sé que nunca me abandona, aunque yo camine en una noche oscura en medio del desierto de mi alma.
Señor, tú eres la luz en medio de la oscuridad, tú eres el manantial del agua de la vida en medio del desierto. Tú nunca me abandonas, pero es mi pequeñez y mis miserias lo que no me deja ver. Y es en la pobreza y en la necesidad, en la angustia y en la oscuridad, cuando mi alma pide perdón, pide con fe, con esperanza y con amor, la riqueza de tu gracia y tu bondad, que me salva, haciéndome parte contigo y en ti del Reino de los cielos, para hacer tus obras.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: ¿acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvido. Te llevo tatuado en la palma de mi mano, y yo no te dejaré sin mí.
Los desiertos del alma son peligrosos para quien no tiene fe, para quien no escucha mi Palabra y no la pone en práctica. Pero para el obediente, para el que obra con fe, es solo una parte del camino hacia la perfección del alma que se prepara para ser unida con Dios.
Ante el desierto del alma en una noche oscura, yo les digo a ustedes, mis amigos, que crean en mis promesas, que practiquen la obediencia, que tengan fe y esperanza, pero sobre todo amor; y que pidan y pidan con insistencia, en la oración, vaciarse del mundo para llenarse de mí, renunciando a las riquezas del mundo, y a toda clase de avaricia, para que empobrezcan el espíritu y sean enriquecidos con los tesoros de Dios.
Yo permito a veces que ustedes sean ensañados con males que afligen al cuerpo, para que se den cuenta de sus miserias, de su fragilidad y de su pequeñez; porque ahí es en donde radica la grandeza de sus obras. Para que entiendan que mi gracia les basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza, para que se gloríen en sus flaquezas, y habite en ustedes mi fuerza para que den testimonio de mí, y que se note que, cuando son débiles, entonces son fuertes.
Pero mi brazo los protege.
Dichosos los que alcanzan, a cualquier precio, la pobreza de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Reciban ustedes, mis sacerdotes, estas enseñanzas, para que, cuando atraviesen por oscuridades y desiertos, no se acobarden y no sean seducidos por las cosas materiales del mundo, para que no caigan en la tentación. Antes bien, que se echen al agua con fe y comiencen a andar; pero si tuvieran poca fe, si dudaran y comenzaran a hundirse, que extiendan siempre sus manos al cielo, porque yo las extendí primero, y encontrarán mi mano que los sostiene, porque aquí estoy yo para salvarlos».
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Madre mía: ante la tentación del deseo desordenado de las cosas de aquí abajo me doy cuenta de todas mis miserias, y de lo poco que soy; de mi pequeñez y mi pobreza, de mi fragilidad y mi nada, y de lo fácil que es caer en la tentación y en el pecado.
Y por eso me siento tan necesitado de la gracia y de la misericordia de Dios, que no hago más que pedirla y disponerme a recibirla, sabiendo que sin Él nada soy, nada puedo; y que, aunque nada merezco, Él me ama y me ha dado por su amor su heredad, su amistad, su cielo. Porque su misericordia y su amor son muy grandes, y Él ya me ha resucitado en Cristo para la vida eterna.
Entonces, inexplicablemente, después del terrible sufrimiento, experimento con tu ayuda el gozo de sentir triturada el alma, recordando las palabras de tu Hijo: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”, y recuerdo sus promesas.
Y con esa fe, esperando en ti y en tu amor, obedeciendo, abandonándome y poniendo en ti toda mi confianza, entiendo que el pequeño soy yo, el que no ve soy yo, el que no escucha soy yo, el que duda soy yo, el que tiene miedo soy yo, el que se angustia y se desespera soy yo, el que atraviesa este desierto soy yo.
Y, conociéndome a mí mismo, aceptando mi pobreza, mi pequeñez, mi miseria, mi fragilidad, dominando mi soberbia, me dejo guiar, con los ojos cerrados en medio de la oscuridad, sabiendo con certeza que Dios nunca me abandona, que me lleva de su mano, que es mi amigo fiel y mi Padre, y le pido con insistencia: “aléjame de las riquezas, vacíame del mundo, hazme pobre de espíritu, y lléname de ti”.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: ayúdame a tener siempre presente que lo importante es guardar tesoros en el cielo. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: perseveren en el camino cumpliendo la voluntad de Dios, en la oscuridad y en la luz, en la enfermedad y en la salud, en la noche y en el día, orando sin desfallecer y caminando con fe.
Yo pido para ustedes la renovación de su alma sacerdotal, volviendo al amor primero, recordando el día en que lo dejaron todo para seguir a Cristo, para que vuelvan a hacer lo mismo y sean pobres de espíritu, para que sea suyo el Reino de los cielos.
Yo les pido que, reconociendo sus miserias y el poder de Dios, mantengan su disposición a recibir la gracia y la misericordia de Dios, a través de la Palabra de mi Hijo que ustedes reciben.
Yo les mostraré cuál es su verdadero tesoro.
Que todo su esfuerzo y su trabajo, su sacrificio y su sufrimiento, sean en la alegría de vivir en la fe de este final eterno, participando en la gloria de Dios Padre y Dios Hijo, en unidad con el Espíritu Santo.
Compartan mi sufrimiento al ver que no todos eligen bien sus tesoros, y no podrán ser partícipes de la gloria de Dios.
Que su anhelo sea alcanzar su trono en el cielo, procurando la santidad para la eternidad.
Yo pido que todos ustedes, mis hijos sacerdotes, hagan buen uso de su libertad, entregando su voluntad en la voluntad de Dios, y pidan fe, reciban fe y vivan en la fe, para que por su fe, sean santos».
¡Muéstrate Madre, María!
49. NOCHE OSCURA DEL ALMA – PERDER PARA GANAR
EVANGELIO LUNES DE LA SEMANA XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO
¿Para quién serán todos tus bienes?
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 12, 13-21
En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?”.
Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.
Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: ‘¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’. Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: son constantes tus llamadas al desprendimiento en el santo Evangelio. Nos adviertes del peligro que supone el apegamiento a las riquezas en esta vida. Son un obstáculo para poseerte a ti.
Hoy nos adviertes contra la avaricia: el deseo desordenado de acumular tesoros en la tierra. En esta lucha acudo a mi ángel de la guarda, cuya misión es custodiarme, conducirme por el buen camino, cuidarme y protegerme para llevar mi alma al cielo, ayudándome a acumular tesoros no en la tierra, sino en el cielo, viviendo desprendido. Y sé que nunca me abandona, aunque yo camine alguna vez en una noche oscura en medio del desierto de mi alma.
Señor, tú eres la luz en medio de la oscuridad, tú eres el manantial del agua de la vida en medio del desierto. Tú nunca me abandonas, pero es mi pequeñez y mis miserias lo que no me deja ver. Y es en la pobreza y en la necesidad, en la angustia y en la oscuridad, cuando mi alma pide perdón, pide con fe, con esperanza y con amor, la riqueza de tu gracia y tu bondad, que me salva, haciéndome parte contigo y en ti del Reino de los Cielos, para hacer tus obras.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: ¿acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvido. Te llevo tatuado en la palma de mi mano, y yo no te dejaré sin mí.
Los desiertos del alma son peligrosos para quien no tiene fe, para quien no escucha mi Palabra y no la pone en práctica. Pero para el obediente, para el que obra con fe, es solo una parte del camino hacia la perfección del alma que se prepara para ser unida con Dios.
Ante el desierto del alma en una noche oscura, yo les digo a ustedes, mis amigos, que crean en mis promesas, que practiquen la obediencia, que tengan fe y esperanza, pero sobre todo amor; y que pidan y pidan con insistencia, en la oración, vaciarse del mundo para llenarse de mí, renunciando a las riquezas del mundo, y a toda clase de avaricia, para que empobrezcan el espíritu y sean enriquecidos con los tesoros de Dios.
Yo permito a veces que ustedes sean ensañados con males que afligen al cuerpo, para que se den cuenta de sus miserias, de su fragilidad y de su pequeñez; porque ahí es en donde radica la grandeza de sus obras. Para que entiendan que mi gracia les basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza, para que se gloríen en sus flaquezas, y habite en ustedes mi fuerza para que den testimonio de mí, y que se note que, cuando son débiles, entonces son fuertes.
Pero mi brazo los protege.
Dichosos los que alcanzan, a cualquier precio, la pobreza de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Reciban ustedes, mis sacerdotes, estas enseñanzas, para que, cuando atraviesen por oscuridades y desiertos, no se acobarden y no sean seducidos por las cosas materiales del mundo, para que no caigan en la tentación. Antes bien, que se echen al agua con fe y comiencen a andar; pero si tuvieran poca fe, si dudaran y comenzaran a hundirse, que extiendan siempre sus manos al cielo, porque yo las extendí primero, y encontrarán mi mano que los sostiene, porque aquí estoy yo para salvarlos».
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Madre mía: ante la tentación del deseo desordenado de las cosas de aquí abajo me doy cuenta de todas mis miserias, y de lo poco que soy; de mi pequeñez y mi pobreza, de mi fragilidad y mi nada, y de lo fácil que es caer en la tentación y en el pecado.
Y por eso me siento tan necesitado de la gracia y de la misericordia de Dios, que no hago más que pedirla y disponerme a recibirla, sabiendo que sin Él nada soy, nada puedo; y que, aunque nada merezco, Él me ama y me ha dado por su amor su heredad, su amistad, su cielo. Porque su misericordia y su amor son muy grandes, y Él ya me ha resucitado en Cristo para la vida eterna.
Entonces, inexplicablemente, después del terrible sufrimiento, experimento con tu ayuda el gozo de sentir triturada el alma, recordando las palabras de tu Hijo: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”, y recuerdo sus promesas.
Y con esa fe, esperando en ti y en tu amor, obedeciendo, abandonándome y poniendo en ti toda mi confianza, entiendo que el pequeño soy yo, el que no ve soy yo, el que no escucha soy yo, el que duda soy yo, el que tiene miedo soy yo, el que se angustia y se desespera soy yo, el que atraviesa este desierto soy yo.
Y, conociéndome a mí mismo, aceptando mi pobreza, mi pequeñez, mi miseria, mi fragilidad, dominando mi soberbia, me dejo guiar, con los ojos cerrados en medio de la oscuridad, sabiendo con certeza que Dios nunca me abandona, que me lleva de su mano, que es mi amigo fiel y mi Padre, y le pido con insistencia: “aléjame de las riquezas, vacíame del mundo, hazme pobre de espíritu, y lléname de ti”.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: ayúdame a tener siempre presente que lo importante es guardar tesoros en el cielo. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: perseveren en el camino cumpliendo la voluntad de Dios, en la oscuridad y en la luz, en la enfermedad y en la salud, en la noche y en el día, orando sin desfallecer y caminando con fe.
Yo pido para ustedes la renovación de su alma sacerdotal, volviendo al amor primero, recordando el día en que lo dejaron todo para seguir a Cristo, para que vuelvan a hacer lo mismo y sean pobres de espíritu, para que sea suyo el Reino de los Cielos.
Yo les pido que, reconociendo sus miserias y el poder de Dios, mantengan su disposición a recibir la gracia y la misericordia de Dios, a través de la Palabra de mi Hijo que ustedes reciben.
Yo les mostraré cuál es su verdadero tesoro.
Que todo su esfuerzo y su trabajo, su sacrificio y su sufrimiento, sean en la alegría de vivir en la fe de este final eterno, participando en la gloria de Dios Padre y Dios Hijo, en unidad con el Espíritu Santo.
Compartan mi sufrimiento al ver que no todos eligen bien sus tesoros, y no podrán ser partícipes de la gloria de Dios.
Que su anhelo sea alcanzar su trono en el cielo, procurando la santidad para la eternidad.
Yo pido que todos ustedes, mis hijos sacerdotes, hagan buen uso de su libertad, entregando su voluntad en la voluntad de Dios, y pidan fe, reciban fe y vivan en la fe, para que, por su fe, sean santos».
¡Muéstrate Madre, María!