75. VIVIR PARA SIEMPRE – CREER EN LA PALABRA VIVA
EVANGELIO DEL DOMINGO DE LA SEMANA XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 20, 27-38
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?”.
Jesús les dijo: “En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado.
Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: me imagino que muchas veces tuviste que reprochar al pueblo judío su incredulidad, por no entender bien las Escrituras. Lo hiciste, por ejemplo, con los discípulos de Emaús.
Ahora les reclamas lo mismo a los saduceos, quienes negaban la resurrección de los muertos. A unos y otros les costaba aceptar la resurrección.
Y es que no resulta fácil, se necesita fe, porque la experiencia de los hombres ante la muerte dificulta creer en que se pueda recuperar la vida. Pero tú eres la resurrección y la vida, el que cree en ti no morirá para siempre.
Nosotros debemos creer en todas las Escrituras. No tendría sentido aceptar algunas cosas y otras no. Porque creemos no por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos. Tú eres la Palabra viva, y el Espíritu Santo se encarga de enseñarnos todas las cosas.
Además de preparar mis homilías, me gusta encomendarme al Paráclito para predicar tu Palabra, porque Él se encarga de inspirarme lo que tengo que decir y, sobre todo, Él se encarga de tocar los corazones de los que escuchan, para dar fruto.
Jesús, tú eres la Vida. ¿Cómo puedo ser yo un buen mensajero de tu Palabra viva?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: ven, obedéceme, abandónate en mí y confía, que yo te llenaré de mi misericordia y te resucitaré en el último día.
Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven, porque yo fui enviado al mundo para que todo el que crea en mí tenga vida eterna.
Yo he sido enviado al mundo para rescatar a los hombres de la muerte, para darles vida.
Yo soy la resurrección y la vida. El que crea en mí, aunque muera vivirá.
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. El que me conoce a mí conoce también a mi Padre.
Yo soy tu único Maestro, y yo te enseñaré todas las cosas. Pero luego debes meditarlas con mi Madre, en tu corazón, para que el Espíritu Santo te recuerde todas las cosas, y tú las enseñes y las hagas vida, llevando estas enseñanzas a todas las naciones, para que me conozcan, llevándome a ellos con mi Palabra a través de tu boca, y que mi misericordia llegue a ellos a través de tus obras de misericordia, para que, el que no crea que el Padre está en mí, crea al menos por las obras, porque el Padre, que permanece en mí, es el que realiza las obras.
Todos los cabellos de tu cabeza están contados, y yo amo cada célula de tu cuerpo y cada poro de tu piel. Eres mío en cuerpo y en alma para siempre, y yo te resucitaré en el último día, para que contemples a mis ángeles en el cielo, y contemples mi cuerpo glorioso, para que tú, por mi misericordia, vivas como los ángeles en el cielo, que constantemente ven el rostro de Dios.
Pero ahora vives en un cuerpo mortal, que tiene miserias, tentaciones, debilidades, fragilidad, para que, tomando conciencia de tu pequeñez, se forme tu carácter y se fortalezca tu voluntad, para entregarte todos los días unido a mí en mi único y eterno sacrificio, para morir al mundo por mí, conmigo y en mí, para vivir en mi resurrección por mí, conmigo y en mí.
Aprende a morir todos los días al mundo, para resucitar en mí, porque al final, los que se salven serán más que ángeles, porque serán como los ángeles del cielo, que no se casan ni necesitan bienes terrenos, pero además también son hijos de Dios, y recibirán la resurrección, no solo del alma, sino también del cuerpo, para que participen de la gloria de Dios en alma y en cuerpo, como yo, que les merece la filiación divina que yo he conseguido para ustedes, con mi pasión y muerte, y con mi resurrección.
Aprende que, para participar de mi gloria en la vida eterna, yo he conseguido para ti participar de mi gloria primero en esta vida terrena, muriendo al mundo cada día, renunciando a ti mismo para tomar tu cruz y seguirme, para seguir mi camino, y que aprendas a vivir y a permanecer en mí, como yo vivo y permanezco en ti.
Así, yo te resucitaré también para la vida eterna.
Obedéceme, abandónate en mi misericordia y confía en mí, para que seas siempre morada, porque el lobo está al acecho y tú eres un cordero suculento, pero que yo he puesto bajo el resguardo de mi Madre, bajo el cuidado de mis ángeles y mis santos, y bajo mi protección, y te doy mi misericordia para fortalecer tu fe y aumentar tu deseo de cielo, tu anhelo de eternidad; pero sobre todo tu amor, para que el celo por mi casa te devore, y vivas tu ministerio en santidad, muriendo al mundo cada día, viviendo en medio del mundo en la gloria de mi resurrección, haciendo mis obras, siendo ejemplo para alcanzar con todas las almas mi eternidad; porque ¿de qué te sirve ganar el mundo entero si arruinas tu vida?
Yo quiero que descanses en mí, en la seguridad de mi amor por ti, porque mi yugo es suave y mi carga ligera. Continúa caminando y construyendo mis obras.
Yo obedezco en todo a mi Madre, y a ti nunca te faltará el vino si haces lo que yo te digo.
Yo te digo: tú acompañas a mi Madre al pie de mi cruz, y no hay honor más grande».
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Madre mía: la resurrección de los muertos al final de los tiempos es una de las verdades de fe que nos motivan a luchar en esta vida.
Jesús dice que seremos como los ángeles e hijos de Dios, para jamás morir. Y a mí me gusta pensar en que veré a Cristo resucitado como Rey de reyes y Señor de señores, a quien deseo servir en esta vida, como soldado fiel, cerrando filas en torno a Él, para conseguir la victoria.
Y hoy veo a Jesús, en la Sagrada Eucaristía, como pan vivo, prenda de la gloria futura.
Ayúdame, Madre, a tener siempre la fe que se necesita para entender las Escrituras, Palabra viva de Dios, y así poder transmitir bien el mensaje de salvación a todas las almas.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos sacerdotes: por sus frutos los reconocerán. Las gracias derramadas son abundantes, pero es necesario que los frutos permanezcan.
Mantengan los ojos y los oídos abiertos y receptivos a la Palabra de Dios, que está viva y permanece viva, porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos.
La Palabra de Dios es eficaz, y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas, y discierne sentimientos y pensamientos del corazón. Por tanto, al que escucha, la Palabra misma le abre el corazón, para que sea consciente de su vida, para que se arrepienta y pida perdón, y consiga la gracia de la conversión, llevando a la práctica la Palabra, fortaleciendo su alma, porque edifica su casa cimentada sobre roca.
Cristo está vivo, es el Rey de los ejércitos, es Sacerdote, es Víctima y es Altar, es Palabra viva, es alimento de vida, y es bebida de salvación, es cabeza de la Iglesia y es fuente de vida, es salvación, es Sacramento, es el Primogénito, es el primero y el último, es el Alfa y la Omega, es el principio y el fin, es el centro de todo, es Eucaristía.
Cristo es Rey de reyes y Señor de señores; es el dueño de los ejércitos, y el que consigue la victoria. Ustedes, sacerdotes, son los soldados que cuidan, protegen, guían, custodian, preparan a los hombres, y los hacen parte, para pertenecer al pueblo Santo del Rey. Pero los hombres tienen necesidad de muchas cosas, muchas son sus miserias y su necesidad de misericordia.
En el mundo todo debe tener un orden, para que funcione según el plan de Dios. Y hasta la vida misma, engendrada por un hombre y una mujer, debe tener un orden, y ser engendrada a través del matrimonio, formando una familia, para ser parte y pertenecer, para ser cuidada, protegida, guiada, custodiada y preparada para formar parte del pueblo santo del Rey. Un solo cuerpo, en donde todos se ayudan y todos se afectan, y al que se unen a través de los sacramentos, en los que Cristo, que es el Rey, actúa directamente con su gracia, para llevar a todas las almas al cielo, pasando de la muerte de sus cuerpos a la vida eterna en su resurrección, para hacerlos parte de su Paraíso, en el que ya no se casarán y ya no morirán, porque serán todos como los ángeles e hijos de Dios.
Pero el orden está desvirtuado. El mundo se ha desordenado, y el pueblo está desintegrado. Han perdido la visión sobrenatural, y pretenden vivir una vida terrenal, sin esperanza, sin fe, sin cielo, y no quieren ser parte del plan de Dios, que es perfecto. Y, al no buscar esa perfección, se conforman con su imperfección, que los mantiene en la miseria, que los lleva a la muerte.
Los sacerdotes deben ordenar al pueblo según el plan de Dios, para conseguir un pueblo santo para el Rey, por el que deben luchar y vencer. Pero el ejército del Rey está sufriendo un desorden también. Algunos soldados están sumidos en la miseria de su imperfección, y se mantienen tibios y resignados, y no cumplen su misión.
La misericordia de Dios se derrama para que el ejército se reordene; para que, fortalecido, se perfeccione y regrese al orden al pueblo santo del Rey, luchando unidos en la batalla, para que el Rey les consiga la victoria, cuando los soldados escuchen y cumplan la Palabra, que convertirá sus corazones para volverlos al plan perfecto de Dios, con visión sobrenatural, para poder cuidar, proteger, guiar, custodiar, y preparar a los hombres para hacerlos parte, para pertenecer al pueblo santo del Rey.
Y recuerden que vivir muriendo al mundo cada día es vivir en la victoria de Cristo, que ha vencido al mundo, destruyendo la muerte con su muerte, y ganando para el mundo la vida en su resurrección.
Todos los días, la lucha es todos los días. La victoria es un sí constante. Es así como crecen y avanzan en este camino en el que todos los días dan pequeños pasos hacia el cielo, en donde el sí es eterno.
En el mundo hay mucha tribulación, pero Cristo ha vencido al mundo. Avancen sin detenerse y sin resignarse a quedarse a medio camino. El camino es Cristo, y ha de llevarlos a la plenitud de su encuentro para la vida eterna, en el sí constante de la entrega confiada, abandonada y obediente de la voluntad de ustedes, por su divina misericordia».
¡Muéstrate Madre, María!