37. RECIBIR LA PALABRA – EL DESEO DE JESÚS
31 DE DICIEMBRE, DÍA VII DE LA OCTAVA DE NAVIDAD
Aquel que es la Palabra se hizo hombre.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 1, 1-18
En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Ya en el principio él estaba con Dios. Todas las cosas vinieron a la existencia por él y sin él nada empezó de cuanto existe. Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron. Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz.
Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por él y, sin embargo, el mundo no lo conoció.
Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios.
Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan el Bautista dio testimonio de él, clamando: ‘‘A éste me refería cuando dije: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’ “.
De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: estamos terminando el año, en el tiempo litúrgico de la Navidad. Y volvemos a considerar este texto del evangelio, del prólogo de San Juan. Qué fuerte suena eso de que los tuyos no te recibieron. Los elegidos, el pueblo de Israel, no te reconoció.
Yo, sacerdote, también soy tu elegido, y no quiero que me pase eso de no recibirte.
Ahora que comienza el año nuevo quiero hacer el propósito no solo de recibirte, sino de cumplir todos tus deseos.
Señor, ¿cuáles son tus deseos para el nuevo año? ¿Cómo deseas que sea mi entrega en adelante? ¿Cómo debo recibirte?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos, pastores de mi pueblo, amigos míos, apóstoles de mi amor: reciban mi Palabra, para que me conozcan, para que me amen, para que me lleven al mundo.
Yo soy la Palabra, que existía en el principio y que estaba junto a Dios.
Palabra por la que se hicieron todas las cosas.
Palabra que es verdad, luz, alimento y vida.
Recíbanme de brazos de mi Madre, y sean hijos, cumpliendo la Palabra.
Porque cumplir la Palabra los hace hijos de Dios, y los hace mi hermano, mi hermana y mi madre.
Reciban el auxilio de mi Madre, que es Madre de Dios y Reina del Cielo, para que reciban los dones del Espíritu Santo. Y, una vez fortalecidos, vayan al mundo, como yo los he enviado, a reunir a mi pueblo en la fe, predicando la Palabra, porque la fe viene de la predicación, que es Palabra de Cristo.
Yo soy la Palabra.
Recíbanme y llévenme a todos los rincones del mundo, para que lleven la luz y reúnan a todas las naciones en un solo pueblo santo, en una misma Iglesia, en una misma fe, en un solo cuerpo, del cual yo soy cabeza.
Es mi deseo que mis sacerdotes santifiquen a mi Iglesia con su ejemplo.
Es mi deseo que todos mis sacerdotes sean luz para el mundo, y que por mi Palabra hieran y conviertan corazones, para que crean en mí y los unan a mí por medio de los sacramentos, y los alimenten con el alimento para la vida eterna, la Eucaristía, que es mi Cuerpo y es mi Sangre, y es mi presencia viva.
Es mi deseo que los sacerdotes reconozcan al Papa como mi único Vicario y Pastor Supremo, y se ciñan a él en obediencia, pobreza y castidad.
Es mi deseo que continúen la construcción de mi Reino sobre la roca firme que yo mismo he colocado como cabeza de mi Iglesia, para que él los confirme en la fe.
Sacerdotes míos: es mi deseo que ustedes, que han sido llamados y elegidos desde siempre y para siempre para renunciar al mundo, tomar su cruz y seguirme, como mis apóstoles, mis más amados, sean configurados conmigo, sean hombres de fe, sean Cristos, para que sean ejemplo de fe, de esperanza y de caridad, ejemplo de virtud, ejemplo de la alegría de ser enviados a predicar mi Palabra, misioneros de mi amor y de mi misericordia.
Es mi deseo que se reúnan en torno a mi Madre, que se reconozcan como hijos, que la reconozcan como Madre y que reciban mi amor por medio de la misericordia, y que reciban la luz, por medio de la Palabra, para la unión entre sacerdotes, fortalecidos por la oración de los laicos, para la unión de toda mi Santa Iglesia.
Hoy termina un año en el tiempo de los hombres. Pero nada termina en la eternidad de Dios. Continúen sirviendo, trabajando, amando, adorando, dándome muchas alegrías, llevando mi mensaje a todos los rincones del mundo.
Yo les aseguro que cada uno de los cabellos de su cabeza está contado, que son ustedes más valiosos que los lirios del campo, y que recibirán el ciento por uno en esta vida, y la vida eterna, porque nada de lo que ustedes hagan quedará sin recompensa.
Yo les agradezco. Mi paz les dejo, mi paz les doy».
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Madre mía: en tu seno se hizo carne el Verbo de Dios.
Tú eres bendita por haber escuchado siempre la Palabra de tu Hijo y ponerla por obra.
Enséñame a escuchar con atención la voz de tu Hijo para rectificar el camino.
Y que siempre, como tú, sean mis deseos cumplir los deseos de Jesús.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Mi belleza es solo el reflejo de la Palabra de Dios encarnada en mi vientre.
Es tiempo de plenitud, y de poner la Palabra por obra.
Es tiempo de creer en la Palabra de mi Hijo, que trajo plenitud a la ley dada por los profetas.
Es tiempo de escucharla y de ponerla por obra.
Es mi Hijo Jesucristo quien ha venido a traer la gracia y verdad, para darle plenitud a la ley, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como Él los ha amado.
Él vino a traer plenitud. Es la plenitud del amor. Alcanzar la plenitud en la vida es vivir conscientemente en el Amor de Dios, y hacerlo todo, absolutamente todo, por ese amor. Es ahí donde radica toda la felicidad.
Es por eso que la felicidad no se puede comprar, porque Dios no se vende. Dios es amor. Él es la felicidad absoluta. No hay nada que el mundo pueda ofrecer a ustedes que se asemeje, ni siquiera un poquito, a la felicidad eterna que les espera cuando Él comparta con ustedes su gloria.
Yo soy la primera en cumplir la ley en plenitud, amando a Dios como Él, amando a mis hijos con el amor de Él, en la plenitud de la fe, de la esperanza y el amor.
Yo quiero demostrar ese amor a través de mi auxilio para ustedes.
Es hora de sembrar la Palabra de mi Hijo, que les ha sido dada.
Palabra que es el fruto bendito de mi vientre, y que se cumplirá hasta la última letra.
Palabra que ha hecho nuevas todas las cosas, por lo que todo ha sido renovado y no hay más doctrina que esa.
Ya todo les ha sido dado. No tienen que pensar, ni buscar, ni encontrar doctrinas nuevas. Todo está escrito según los deseos de mi Hijo, de acuerdo a Él mismo, y que no se contradice, porque Él es la Palabra.
Solo tienen que querer y ponerla por obra, evangelizando a los hombres en la plenitud de la luz del Evangelio.
Quiero que sean verdaderos Cristos.
Quiero que se preparen para que cada Pentecostés sea vivido en plenitud para ustedes, y que, a través de ustedes, llegue a muchos el deseo de reunirse conmigo, pidiendo y esperando que el Espíritu Santo se derrame en dones y gracias sobre ellos, para encender sus corazones en el fuego de la verdad, para que vivan en virtud, en santidad, y en plenitud, cumpliendo los mandamientos, obrando con la Palabra, recibiendo y entregando la misericordia.
Hijos míos: yo soy la Madre de Dios, la Reina del Cielo, mi nombre es la siempre Virgen Santa María de Guadalupe. Y es mi deseo cumplir los deseos de mi Hijo.
El tesoro ha sido engendrado en los corazones de ustedes, mis hijos sacerdotes. El tesoro es el amor. Pero el amor no es para guardarse, debe entregarse.
Como en el Pesebre: adorando, protegiendo, cuidando, alabando, anunciando el Reino de los Cielos.
Como en la Pasión redentora: haciendo penitencia.
Como en la Cruz: entregando la vida en manos de los hombres, para salvar a los hombres por la misericordia de Dios.
Como en la Resurrección: dando vida a los hombres en Cristo, siendo luz para el mundo, conduciendo su misericordia en obras a todos los rincones del mundo».
¡Muéstrate Madre, María!