VII, 40. TEMPLO SAGRADO DE DIOS – CUIDAR Y MANTENER DIGNO EL TEMPLO
EVANGELIO DE LA FIESTA DE LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN
Jesús hablaba del templo de su cuerpo.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 2, 13-22
Cuando se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”.
En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora.
Después intervinieron los judíos para preguntarle: “¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?”. Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”. Replicaron los judíos: “Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: cuando la liturgia celebra la dedicación de un templo recuerda, entre otras cosas, que “en toda casa consagrada a la oración te has dignado quedarte con nosotros para hacernos, tú mismo, templos del Espíritu Santo, que brillen, sostenidos por tu gracia, con el esplendor de una vida santa”.
Yo soy consciente de la responsabilidad que implica saber que mi cuerpo es miembro de Cristo, y en él habita el Espíritu Santo.
Y como sacerdote, configurado contigo, esa responsabilidad es aún mayor, porque mi cuerpo es sagrado, es un templo. Ayúdame, Jesús, a saber respetar la dignidad sacerdotal todos los días.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: tú eres templo del Espíritu Santo. No profanes lo sagrado. Antes bien, cuida, agradece, fortalece, respeta y protege tu cuerpo, que es un templo sagrado, porque es en donde habita el Espíritu Santo que Dios te ha dado. Tú no te perteneces, porque eres todo mío.
El templo que tú has destruido, yo lo he reconstruido en tres días. Tú eres el templo en donde habito yo. Tú vives en mí y yo vivo en ti, en tu cuerpo y en tu alma, que son parte de mi cuerpo en mi espíritu.
Contempla las heridas de mi cuerpo resucitado y glorificado, para que entiendas que Dios me ha enviado, porque Dios ha amado tanto al mundo que ha enviado a su único Hijo para morir en manos de los hombres, para salvar y recuperar a todos los hombres. Y he sido engendrado, y he nacido para dar luz al mundo. Y he vivido y convivido en el mundo, y me he entregado a los hombres para quedarme para siempre.
Pero los hombres me han tratado con iniquidad y torturas. Han despreciado el regalo que les ha dado mi Padre. Me han desechado, matándome en una cruz, como un ladrón, como un delincuente, como el peor malhechor que merece la muerte. Han profanado y han destruido el templo de Dios, el cuerpo en donde habita el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para habitar en el mundo, entre los hombres. Me han desterrado del mundo y me han enviado de vuelta al Padre.
Pero mi Padre, que es tan bueno, ha querido enviarme de nuevo, para que me quede, para que los recupere a todos, incluyéndolos en este mismo cuerpo que han destruido, y que Él ha reconstruido en tres días.
Y he vuelto para quedarme, en un sacrificio constante, en el que me entrego en vida, en muerte, en resurrección, para alimentar, para fortalecer, para dar vida, para recuperar en este mundo lo que se había perdido, para recuperar constantemente lo que, por la necedad del hombre, se pierde constantemente.
He venido una vez al mundo para quedarme en cuerpo y en espíritu en la Eucaristía, hasta que vuelva, no para morir, porque la muerte es una sola, sino para darles vida, en una única y plena resurrección conmigo para la vida eterna.
Glorifica a Dios con tu cuerpo y con tu alma, en mi cuerpo y en mi espíritu.
Sacerdote, tú eres mío. Tú eres mi cuerpo y eres mi sangre, tú eres el templo de Dios. Tú estás consagrado a Dios, y eres, por tanto, un templo sagrado. No tuyo, porque lo sagrado no es del hombre, es de Dios, porque todo lo sagrado es de Dios. Fuiste llamado y elegido para ser consagrado a imagen de Cristo. Porque antes de que fueras formado en el vientre, yo ya te conocía, y antes de que nacieras ya te tenía consagrado, para ser cabeza, para construir conmigo.
Es por tanto tu cuerpo un templo sagrado de Dios, que merece ser respetado y cuidado, utilizado para el bien. No lo profanes, no lo alteres, no lo maldigas, no permitas en ti la fornicación ni la prostitución, no lo conviertas en moneda de cambio, no lo conviertas en lugar de pecado, no permitas que tu templo sea ocasión de tentación o de pecado, porque es sagrado, no es tuyo, es de Dios.
¡Ay de aquel que profane lo sagrado! Pero ¡ay de aquel que use lo sagrado para profanar lo sagrado de la inocencia en un niño!, porque son los niños verdaderos templos de Dios.
Es en tu cuerpo en donde yo habito con el Espíritu Santo. Templo y sagrario de la Santísima Trinidad, para darle gloria a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo.
Crucifica tu cuerpo destruido por el pecado de hombre, conmigo en mi cruz, y yo lo reconstruiré para darte un templo nuevo, para darte la vida.
Muere a todo lo que te aleja de mí y espera la vida en mí, como yo te espero, porque yo no obligo, ni tomo tu voluntad, pero nunca me rindo, no me doy por vencido.
Cuando me crucificas y me desechas de tu vida, yo vuelvo, una y otra vez para encontrarte, para regresarte a mi amistad, para recuperarte.
Esa es la misericordia derramada de este corazón que ha quedado expuesto para ti de una vez y para siempre. Yo espero en ti, con paciencia, hasta que vuelvas, para que tú vivas en mí como yo vivo en ti.
La reconstrucción amigo mío, está en la reconciliación. Reconcíliate conmigo para que sean fuertes los cimientos de la construcción de mi templo, un solo templo, un solo cuerpo, del que yo soy cabeza, y en el que ustedes se afectan y se ayudan, destruyen y construyen, mueren al mundo para tener vida eterna conmigo, o viven para el mundo profanando el templo de la vida.
Yo soy la vida y soy la luz del mundo. Eres tú, amigo mío, quien da vida y quien da luz conmigo al mundo. Tú eres, en unidad conmigo, Eucaristía».
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Madre mía, Madre de la Iglesia: tú acogiste en tu seno al Hijo de Dios, con quien estoy configurado. A ti te tocó proteger y cuidar ese pequeño cuerpo de quienes querían lastimarlo, destruirlo, matarlo.
Lo viste crecer, y jugar, y correr, y reír, con la inocencia de un niño que vivía en medio del mundo y de la ignorancia de los hombres.
Viste ese cuerpo fortalecerse y crecer en estatura, en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres.
Lo viste convertirse en el cuerpo de un hombre, y hacer sus obras curando a los enfermos, haciendo milagros y expulsando demonios. Y también tuviste que cuidar, proteger y defender ese cuerpo de la indiferencia y la frialdad de los corazones de los hombres que, faltando al respeto, a la dignidad y al honor de lo sagrado, habían usurpado y convertido el templo en un mercado.
Viste a los hombres destruir el templo, y a Jesús en tres días reconstruirlo de nuevo.
Tú eres el templo de Dios, en donde la divinidad habitó corporalmente. Tú sabes, mejor que nadie, cómo ser una digna morada de Dios.
Ayúdame, Madre, a guardar mi pureza, y a custodiar, con mi entrega, la unidad del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu Corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: ven a contemplar conmigo el Templo santo de Dios.
Este es el Cordero de Dios, el fruto bendito de mi vientre, el salvador del mundo, el redentor de los hombres, el perfecto, el santo, la Palabra encarnada, el Hijo de Dios, el Cristo.
Este es el cuerpo que justifica a los hombres, que los incluye en el plan divino como hijos y los convierte en coherederos del Reino de los Cielos.
Este es el cuerpo que reúne al pueblo Santo de Dios en un solo cuerpo y un mismo espíritu.
Este es el cuerpo que será entregado por los hombres para el perdón de los pecados del mundo.
Este es el cuerpo por el que corre la sangre que será derramada para llevar la misericordia de Dios al mundo.
Este es mi bebé, este es el cuerpo de Cristo, este es el templo Santo de Dios, y esta es la Iglesia.
Medita conmigo todo esto en tu corazón. Contempla conmigo este divino y pequeño cuerpo humano, y arrulla a este niño en tus brazos como yo. Contempla sus hermosos pies y sus divinas manos, que serán atravesados por los clavos; y su divino rostro, que será golpeado hasta ser desfigurado. Acaricia con tus lágrimas y besa con tu silencio cada parte de este cuerpo que será destrozado por amor. Solo una madre, comprende este dolor.
Hijo mío: la maldad de los hombres no soportó la bondad, la perfección, la belleza, la rectitud, la divinidad humanizada de Dios. La mentira del mundo no soportó que la verdad fuera revelada. La oscuridad no toleró el brillo de la luz. Cada golpe, cada latigazo, cada herida, cada tormento, cada espina, cada burla, cada clavo, cada segundo sostenido en la cruz, cada gota de sudor, cada gota de agua y cada gota de sangre derramada, cada órgano interno dañado, fue causa de la destrucción del cuerpo que mi vientre engendró por obra del Espíritu Santo.
Pero una sola Palabra suya bastó para reconstruir, para sanar, para resucitar de entre los muertos el templo vivo de Dios, del cual Cristo es cabeza: la Santa Iglesia.
Y así como un cuerpo es formado por muchos miembros y todos los miembros del cuerpo no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo.
Y así como los miembros del cuerpo que son los más débiles son los más indispensables, Dios ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros que no lo tenían.
Y si estos órganos están sanos, todo el cuerpo está sano; pero si estos miembros están enfermos, todo el cuerpo está enfermo. Estas son las instituciones de la Iglesia.
Ustedes, mis hijos sacerdotes al haber sido configurados con Cristo son cuerpo y son cabeza de la Iglesia. Pero en la guerra el adversario busca cortar la cabeza y traspasar el corazón para destruir todo el cuerpo. Por eso es que ustedes están tan atacados, tentados, perseguidos.
Yo custodio el corazón de la santa Iglesia, que es la Eucaristía, porque todos los miembros del cuerpo dependen de él. E intercedo por ustedes, mis hijos sacerdotes, que son las cabezas del cuerpo, para que sean ejemplo. Oren y protejan a las instituciones, especialmente al Papa, porque la Iglesia sufre lo mismo que el cuerpo de mi Hijo. La Iglesia, que está crucificada, tiene miembros heridos, y órganos internos enfermos. Pareciera que está agonizando. Pero está escrito que las puertas del Hades no prevalecerán contra ella, porque la Iglesia está crucificada para el mundo, pero está resucitada con Cristo, y cada miembro que la conforma es un Templo del Espíritu Santo.
Yo soy templo y sagrario de Dios.
Soy Madre del cuerpo de Cristo y, por tanto, Madre de Dios y de la Santa Iglesia.
Soy esposa del Espíritu Santo, y por este matrimonio indisoluble permanezco en unión eterna, por el cual ha sido engendrada la luz en mi vientre, para que nazca la luz para el mundo.
Soy hija de Dios Padre, y solo a Él pertenezco.
Soy por tanto hija, esposa y madre de Dios, templo y sagrario, de la Santísima Trinidad, protectora del arca de la alianza, y de los templos de la nueva alianza, en donde habita el Espíritu Santo.
Yo protejo los templos de Dios, los cuerpos que se configuran en Cristo, y procuro su pureza, con mi intercesión y mis cuidados de madre. Entiendan que ustedes no son solo servidores de Cristo, son Cristo, segunda persona de la Santísima Trinidad; y por Cristo, con Él y en Él, son cabeza y son cuerpo, y son miembros que se ayudan, que se afectan.
El sacerdote es por tanto unidad, y lo que en Dios se une no se puede separar.
El sacerdote es templo sagrado de Dios para siempre, cuerpo de Cristo y morada del Espíritu Santo».
¡Muéstrate Madre, María!